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Política y cultura

versão impressa ISSN 0188-7742

Polít. cult.  no.21 México Jan. 2004

 

Estado, gobierno y política

 

Tolerancia, racismo, fundamentalismo y nacionalismo

 

Guillermo M. Almeyra Casares*

 

* Universidad Autónoma Metropolitana, México
galmeyra@hotmail.com

 

Recepción de original: 10/07/03
Recepción de artículo corregido: 21/02/04

 

Resumen

El ensayo parte del concepto de tolerancia que se diferencia del real reconocimiento del Otro y analiza después las bases de la intransigencia cultural y de los fundamentalismos y, en particular, los estragos que los mismos provocan en el mundo contemporáneo en la forma del racismo y del nacionalismo totalitario. Intenta igualmente sugerir algunas bases para la democracia en nuestro tiempo y para reducir los odios políticos y raciales que se enraizaron en los últimos 50 años.

Palabras clave: tolerancia, superioridad/inferioridad, el Otro, religión, nacionalismo.

 

Abstract

This essay is based on the concept of tolerance, which it differentiates from the true recognition of the Other. It then analyzes the bases of cultural intransigence 204 Resúmenes/Abstracts Política y Cultura, primavera 2004, núm. 21, pp. 203-211 and fundamentalisms and, in particular, the devastation they cause in the contemporary world in the form of racism and totalitarian nationalism. It also attempts to suggest some groundwork for democracy in our time and to reduce the political and racial hatred that have taken root over the past 50 years.

Keywords: tolerance, superiority/inferiority, the Other, religion, nationalism.

 

Según la etimología,1 la palabra “tolerar” viene del latín tolerare (llevar, cargar, sostener; soportar, tener la fuerza de carga o sostener), del indoeuropeo tel-os (carga, peso), de tel- (levantar, sostener, pesar; soportar, aguantar, tolerar). En el uso cotidiano, tolerar significa soportar o sufrir una cosa o a una persona; permitir que se haga una cosa; admitir ideas y opiniones distintas de las propias.

Un humorista brasileño, el Barao de Itararé, tenía como lema de su periódico A Manha, una versión ligeramente modificada de la frase de Voltaire (“Defenderé hasta la muerte su derecho a divergir de lo que digo”), la cual rezaba así: “Defenderé hasta la muerte tu derecho a ser un imbécil”. El Barao era, en efecto, un tolerante.

Porque en la tolerancia se sufre al escuchar opiniones que uno no comparte, se soporta la carga de la paciencia ante ellas; se permite algo aunque moleste (se toleran los ladridos de un perro o la charla insulsa de un amigo sin tratar de interrumpir o prohibir ninguna de ambas cosas). La tolerancia es la intolerancia del primitivo pero una vez vestida decentemente, civilizada, urbana. En ella la cortesía y el don de gentes llevan a aceptar la existencia del diferente, pero sin llegar hasta el intento de comprenderlo y de darle, al menos, la misma dignidad que uno cree tener. La condescendencia implícita en el tolerar supone, en efecto, una firme creencia en la superioridad de la propia opinión o del propio arbitrio. Porque en la tolerancia no hay dudas sobre sí mismo y, en cambio, existe un juicio previo, un prejuicio, sobre el valor de lo que se aguanta porque no hay más remedio, de lo que se soporta con paciencia de Job, de ese peso que nos impone el vivir en sociedad y, por lo tanto, la obligatoriedad de los compromisos.

Quien tolera la práctica de otras religiones tiene opiniones firmes: o es agnóstico y las personas religiosas le parecen incultas, poco desarrolladas, o cree a pie juntillas en los dogmas de su propia religión que reputa la única verdadera e inspirada por su Dios, el cual, por supuesto, no tiene rivales. Condesciende, por lo tanto, al permitir que otros sigan creyendo en las que considera supersticiones, con la esperanza de que esos otros algún día adquirirán cultura o terminarán por madurar. Por eso una crítica que uno considera errónea se tolera, es decir, se aguanta como quien aguanta o soporta la inclemencia del tiempo, el cual, como se sabe, es caprichoso y ciego.

Tolerar no es lo mismo que comprender o respetar: en el primer término hay una carga de rechazo, de obstinación y arbitrio individualistas, mientras que en comprender está implícito el esfuerzo por entrar en el modo de pensar y de actuar del Otro, al cual se le atribuye, potencialmente, por diferente que sea, la misma capacidad y dignidad. Y respetar también significa ver un elemento de igualdad en la diversidad.

En la tolerancia campea la firme creencia en la superioridad de la propia cultura y, como corolario, de la inferioridad de la del Otro. Los griegos, por ejemplo, que aprendieron todo en Oriente, sobre todo de los egipcios, llamaban bárbaros a quienes hablaban lenguas tanto o más refinadas que la helénica. Y bárbaros resultaron para los europeos los árabes que les transmitieron el conocimiento de Oriente y de la Antigua Grecia, unido a su propio desarrollo científico y cultural.2

El racismo antiárabe, imperante en Europa desde la expansión colonial de la misma, tiene su raíz en siglos de inferioridad cultural, económica y militar del viejo continente ante el Islam, que los europeos no conocían ni comprendían, pero veían con una mezcla de envidia admirativa y de odio que se expresó en las motivaciones de las Cruzadas. Esos siglos de construcción de un sentimiento de inferioridad y de temor a lo desconocido dan origen ahora al intento de afirmar una supuesta superioridad rebajando, desconociendo al Otro y, sobre todo, fabricándolo como inferior y como monstruo.3

Si había que oprimir y colonizar pueblos con grandes civilizaciones, los mismos debían ser considerados inferiores, incluso no humanos, y sus civilizaciones debían ser negadas y destruidas. Así sucedió con la conquista de América, con la colonización de África, con la de los grandes países asiáticos. El salvaje (indígena americano o negro) es sólo fuerza natural, desbastada, y su pensamiento es sinónimo de infantilismo, es prelógico según los raseros europeos. Cuando mucho se le reconoce el carácter de “buen salvaje” o se le pinta, como símbolo de todo el continente, como Calibán, pura fuerza bruta, opuesta a la sabiduría de Próspero y al civilizado Ariel.4

Como es sabido, Herbert Marcuse, ante las características de la tolerancia, se oponía al concepto mismo diciendo que, en el mejor de los casos, defendía y perpetuaba el statu quo y, con su relativismo (nadie estaría en condiciones de determinar qué es lo justo o qué es lo bueno y qué lo malo), paralizaba la construcción de un pensamiento crítico. Por su parte, Robert Paul Wolf, en su ensayo “Jenseits der Toleranz”,5 sostiene que ella “privilegia a los grandes grupos establecidos a costa de los grupos en formación”, es decir, ayuda a congelar la sociedad frenando los elementos del cambio. Pero es evidente que la tolerancia, como la democracia, no es un punto de llegada sino sólo un imperfecto punto de partida para construir una sociedad más justa y, como tal, sobre todo ante el avance de lo que Boaventura de Souza califica de “fascismo societario” (o sea, de la introyección en vastas capas sociales de una mentalidad fascista), resulta esencial incluso la tolerancia, con toda su insuficiencia.


LAS RAÍCES DE LA INTOLERANCIA

La superioridad autoproclamada (o pensada en la relación con el Otro) es la base del racismo, el apartheid, el colonialismo y el nacionalismo xenófobo, todos ellos componentes fundamentales de la intolerancia.

El rabino Ovadia Yosef, jefe espiritual del Shas, el mayor partido religioso de Israel, integrante del gabinete ministerial de Ariel Sharon (el criminal de guerra que desempeña el cargo de primer ministro de su país), declaró por ejemplo en la Pascua del 2003 que había que eliminar hasta el último árabe. Éstas son las palabras textuales de este vocero de Jehová, este hombre de religión: “Está prohibido ser piadoso con ellos. Se les deben enviar misiles y aniqui larlos. Son malignos e infames. El Señor debe hacer pudrir sus semillas y exterminarlos, devastarlos y arrasarlos, [sacarlos] de este mundo”.6

Por su parte, Joseph Weitz, quien fue director del Fondo Nacional Agrario Judío, el 19 de diciembre de 1940 (cuando los judíos eran una ínfima minoría en Palestina) escribió:

Debe estar claro que no hay sitio para ambos pueblos en este país. A la empresa sionista le ha ido bien hasta ahora... y le ha bastado con comprar tierras, pero esto no creará el Estado de Israel; eso debe ocurrir de inmediato, como una Salvación (ése es el secreto de la idea mesiánica) y no hay otra forma de hacerlo que trasladar a los árabes de aquí a los países vecinos, trasladarlos a todos; con la excepción tal vez de Belén, Nazaret y Jerusalén Antiguo, no debemos dejar una sola aldea ni una sola tribu...7

Obsérvese la fecha: aún existía el nazismo, que aplicaba la misma concepción a los judíos.

Antes mismo, en la conferencia de paz de París de 1919 (o sea, mucho antes del Holocausto, que fue utilizado para ocupar las tierras árabes de Palestina), el líder sionista Jaim Weizmann había declarado: “Los árabes seguirán siendo nuestro problema durante mucho tiempo. Puede ser que un día tengan que irse y dejarnos el país. Son diez a uno, ¿pero no tenemos acaso los judíos diez veces su inteligencia?”.8 De este modo, a la idea de la limpieza étnica presente actualmente en la extrema derecha israelí se unía hace ya casi un siglo la idea abiertamente proclamada de la superioridad étnica, racial (que retomarían los nazis veinte años después).

Varias son, pues, las raíces de la intolerancia. La esencial es la idea eurocentrista y soberbia de que los valores universales son sólo los que históricamente surgieron y se desarrollaron en Europa y de ahí triunfaron en Occidente (o sea, Estados Unidos más las élites de América Latina, Asia y África). La concepción de que todo debe ser juzgado según un cartabón de claro origen étnico y resultante de una historia particular que se basó en la explotación de la inmensa mayoría de la humanidad es lo que lleva a aceptar, por ejemplo, el etnonacionalismo sionista y a hacer en cambio una caricatura del Islam, para rechazarlo. La pretensión kantiana de la universalidad de los valores de Europa (una pequeña parte de la humanidad) es la base del rechazo, por inferiores, de otras culturas que ni siquiera se entienden.

Otras bases principales de la intolerancia son el mesianismo religioso, que implica la idea del pueblo elegido, y el fundamentalismo también religioso, excluyente, antiguo como la civilización pero que adquirió características particularmente letales con el nacimiento de los estados (las Cruzadas y la Conquista de América fueron sus expresiones más sangrientas), pero que hoy, o bien asume la forma imperial, para la conquista del mundo, con Estados Unidos o, por el contrario, esconde la resistencia político-social de los pueblos de religión islámica que crean o quieran conservar un pasado mitificado. Otras muy importantes son el colonialismo, unido al racismo, que es un fenómeno moderno, propio de la expansión imperialista del siglo XIX; el nacionalismo excluyente, constructor de los estados-nación y que se resiste a morir aunque éstos se debiliten como resultado de la mundialización, la cual se apoya en todos los elementos políticos y culturales que le son anteriores y que la prepararon, pero los exacerba y potencia al extremo.

Sobre la relación entre nacionalismo y religión escribe Dolores Paris en un muy interesante artículo aparecido en esta misma revista:

…Los rituales civiles y la idea de trascendencia inspirada por la pertenencia al ser nacional parecen llevarnos a analizar la identidad nacional como un culto y una fe, con sus cuerpos doctrinales, arquetipos, rituales, mártires e imágenes sacras.

Esta relación entre el nacionalismo y la religión [...] se manifiesta no sólo en los imperativos morales emanados de sus respectivos cuerpos doctrinarios o en el carácter de inspiración y trascendencia de sus rituales, sino también en las consecuencias políticas que necesariamente entrañan tanto los movimientos nacionalistas como los grandes movimientos religiosos. Pero, además, hay que señalar que, en su carácter de “comunidad imaginada”, la nación parece emerger entre las ruinas de las guerras religiosas. El sentimiento de “pueblo elegido”, el mesianismo, la prédica y la misión cultural asumidas por los abanderados del nacionalismo, tienen indudablemente sus raíces en la conciencia religiosa.9

La autora apoya estas ideas en una cita que demuestra el entrelazamiento de los componentes de la particular intolerancia de nuestro tiempo. “Tres rasgos esenciales del nacionalismo tuvieron su origen entre los antiguos judíos: la idea del pueblo escogido, la conciencia nacional histórica y el mesianismo nacional” (Hans Kohn,1944).10

La idea de la superioridad de un pueblo es vieja como el mundo y dio incluso la base para el canibalismo en las guerras contra los vecinos o los invasores, antes de la civilización, pues el Otro era de una especie diferente y podía ser cazado. Son innumerables los pueblos que se identifican, incluso en sus gentilicios, como “hombres verdaderos”, lo cual deja a todos los demás fuera de la especie humana. No es de extrañar, por consiguiente, que la conquista de América, la colonización en este continente, en África y en Asia, se hiciese apoyándose en la teoría de que los indígenas eran una subespecie inferior y no tenían alma, o que los negros eran inferiores, al igual que los asiáticos, pues ninguno de esos pueblos tenía la cultura europea, identificada con la cultura tout court. Los nazis, con su teoría sobre su superioridad racial, no inventaron nada. Pero lo que hay que hacer notar es que ni en las grandes civilizaciones de la antigüedad, ni en el medioevo europeo, se puede encontrar la negación del carácter humano del Otro o la visión del mismo como subespecie: se combatía contra él, se le conquistaba y esclavizaba, se le temía o despreciaba, pero no se le quitaba su dignidad de ser humano, cosa que se iniciará muy recientemente, con el comienzo de la expansión mundial del capitalismo y el contacto de Europa con otros mundos.

La convicción de ser el pueblo elegido por Dios es propia de quienes conocieron la diáspora desde la cautividad en Babilonia o en Egipto, de donde muchos prefirieron no retornar a una tierra recorrida por todos los conquistadores y poco apta para la agricultura, e incluso para el comercio en gran escala, lo cual llevó a que los judíos se dispersaran por todas las grandes ciudades del mundo antiguo, antes incluso de la destrucción del templo de Jerusalén. La religión como lazo principal, totalmente identificada con la cultura y la idea de que, cualesquiera que fuesen sus vicisitudes, Jehová velaba por su pueblo, desarrolló en los israelitas un fuerte sentimiento de diferenciación respecto de todos los infieles. La persecución en los países cristianos, los progroms durante todo el medioevo en la Europa central y en el siglo XIX en el imperio zarista dieron la base para esa mezcla de racismo, fundamentalismo religioso y nacionalismo que es el sionismo. El Holocausto perpetrado por los nazis completó esa obra al eliminar la base social del judaísmo socialista, antisionista, internacionalista, haciendo desaparecer físicamente tanto a los obreros, artesanos y campesinos judíos de Polonia y Ucrania, como a los intelectuales judíos laicos y socialistas de Europa occidental. Israel nacerá como un país confesional, de base étnica (será ciudadano todo aquel que tenga madre judía), racista y expansionista, pues la idea de lo que deberá ser su territorio la tomará de una visión antihistórica del pasado reflejado en la Biblia. Ésa será la base de la ferocidad con que el Estado de Israel y los sionistas tratarán a quienes ven como descendientes de Ismael, de los filisteos y cananeos y, por lo tanto, como enemigos históricos e inferiores (aunque la historia desmienta toda esa construcción racista). La colonización de las tierras árabes en Palestina (una pequeña parte comprando porciones de ellas a los terratenientes árabes, pero el resto por la violencia y mediante la guerra colonial) y el apartheid impuesto en las tierras colonizadas sólo fueron posibles a partir de la visión racista sobre sí mismos y sobre los nativos de esas tierras usurpadas, y ese racismo a su vez se reforzó con la acción colonialista.11

Como bien explica Samir Amin,12 el otro pueblo que se considera elegido por Dios, al grado de ni darse cuenta de la blasfemia que implica poner el nombre de éste en su moneda, es el de Estados Unidos.

Los Padres Fundadores huían de Europa como minorías religiosas perseguidas, y el centro de su pensamiento y de su cultura era religioso y se basaba esencialmente en una lectura fundamentalista del Antiguo Testamento. Sin el racismo como sustento ideológico no habrían podido los estadounidenses hacerse ricos con la esclavitud de los negros (y con la discriminación a los mismos hasta mediados del siglo XX, mucho después de la abolición de la esclavitud en el siglo XIX), con el exterminio de los indígenas y el robo de sus territorios y el de los mexicanos, y con las aventuras imperialistas por el Caribe y Centroamérica. Los Otros eran inferiores, incluidos los Otros europeos (italianos, irlandeses y españoles o polacos y lituanos católicos, pero también, aunque en menor escala, los nórdicos y germánicos), pero incluso entre los inferiores había jerarquías, ya que los que estaban en el fondo eran los pueblos de color (indios, negros, mulatos, mestizos como los mexicanos, caribeños o centroamericanos).

El concepto del crisol de razas (melting pot), por un lado, implica la idea de la diferenciación en razas, a lo Gobineau y, por otro, no corresponde sino muy deformadamente a la realidad histórica. Porque una cosa es la relativa integración de minorías nacionales a medida que grupos selectos de las mismas se enriquecen y se asimilan a sectores del establishment, y otra cosa muy diferente es que esas minorías como tales se fusionen y den origen a una identidad diferente y común a todos, en vez de encerrarse en sus guetos, sus Little Italy, sus Chinatowns, sus barrios de negros o de chicanos.

El fundamentalismo de los Cristianos Renacidos y de la Nueva Derecha, con su racismo y su nacionalismo, que para legitimarse apela a Jehová y al Viejo Testamento, no se explica por el triunfo de gente como George W. Bush y su séquito de acólitos, sino que, por el contrario, el golpe de Estado que asestó ese grupo se explica por ese humus envenenado, por el apoyo de masas a una visión racista, religiosa, que hace que en algunos estados no se pueda ni siquiera enseñar qué decía Darwin o subsista claramente la discriminación racial (como lo demuestra, por ejemplo, el hecho de que las cárceles estén llenas de negros e hispanos en proporción absurda respecto a la magnitud numérica de esas minorías, o el triunfo de Bush en Florida, ya que los negros ni siquiera tuvieron acceso a su credencial de elector).

No cabe aquí analizar a fondo la política exterior estadounidense ni el concepto de guerra preventiva13 que lleva a sustituir la política y el multilateralismo (o sea, la legalidad internacional y la existencia de organismos de mediación, como las Naciones Unidas) por la guerra decidida unilateralmente por razones estrictamente nacionalistas (es decir, cuando el ocupante de la Casa Blanca crea en peligro, en cualquier punto del planeta, una nada definida seguridad nacional). Lo cierto es que la filosofía del America first equivale al Amerika über alles, que coloca al Estado del Tío Sam, apoyado siempre por Dios, en una categoría especial muy por arriba de todos los demás. Concederse a sí mismo el derecho de agresión (negando a los demás el de autodeterminación y el de defensa), y hallar en sí mismo y en la Biblia la justificación de esas acciones de piratería, retrotraen al mundo al siglo del imperialismo y el colonialismo.

Porque sólo con el racismo se puede hablar de llevar la civilización (o sea, el propio régimen) a los Otros y acabar hasta con la ficción de la igualdad formal de todos los estados, independientemente de su tamaño y población, ante la ley internacional para aplicar el criterio orwelliano de que somos todos iguales, pero algunos son más iguales que otros. Además, puesto que los recursos nacionales, vitales para la seguridad de Estados Unidos, se encuentran mayoritariamente en otros países y otros continentes, no sólo hay que enviar a ellos tropas para apoderarse de dichos recursos, sino que hay que ocuparlos también en forma duradera para poder explotarlos con tranquilidad. El racismo y el fundamentalismo religioso justifican el imperialismo y el colonialismo y éstos refuerzan a aquéllos en una terrible espiral ascendente (ya que la resistencia de los incivilizados confirma ante sus opresores la barbarie y la peligrosidad de aquéllos y justifica, por lo tanto, la ocupación, etcétera).

El nacionalismo adopta, sin embargo, dos formas principales: la de instrumento de los imperialistas para dominar a otros pueblos y para excluir de su propio país a los que son unamericans, o sea, a los portadores de otras culturas y, como su consecuencia y en calidad de otra cara de la medalla, la de quienes se oponen a la pérdida de su independencia nacional, a la destrucción de su cultura, a que se pisotee su derecho a la autodeterminación. Ambos nacionalismos son excluyentes, pues sólo integran a quienes tienen determinadas características y comparten determinados valores. Pero uno excluye para aplastar a las mayorías, mientras que la otra exclusión es esencialmente defensiva y no excluye alianzas con otras fuerzas, de las que difiere profundamente, pero a las que les reconoce legitimidad y dignidad, al buscar trabajar en común, por lo menos en la defensa frente al imperialismo.

Por lo tanto, es absolutamente falsa la idea de que son iguales el sionismo y el nacionalismo colonialista israelí y el nacionalismo de las víctimas palestinas de éste, o el fundamentalismo de los cruzados de la Casa Blanca y el fundamentalismo islámico (incluso el más reaccionario y bárbaro de los talibanes afganos o el de los del GIA argelino). Esa idea busca justificar el statu quo, o sea, la dominación imperial. Y su prédica sobre la tolerancia que deberían tener aquellos que son martirizados cotidianamente por el ejército israelí y cuyas casas son derribadas como si fuesen cuevas de fieras es, simple y llanamente, un llamado a la pasividad y la resignación. Lejos de querer aplanar el conflicto y de esconderlo, en nombre de la tolerancia, hay que buscar en ese conflicto su solución favorable al sector que defiende los derechos humanos y las conquistas de la civilización.


LA MUNDIALIZACIÓN Y LA INTOLERANCIA

Por supuesto, la tendencia del capitalismo a extenderse a todo el globo no nació apenas a fines de la década de 1970, cuando los efectos del shock petrolero condujeron al triunfo del neoliberalismo de Von Hayek, Von Mises o de Milton Friedman en los gobiernos de los países capitalistas.14 Pero a partir de esos años el capital realizó una gigantesca ofensiva mundial contra el trabajo con el fin de rebajar los salarios reales directos e indirectos (incluyendo en éstos las viejas conquistas de civilización, como las 8 horas o las jubilaciones, etc.) para mantener la declinante tasa de ganancia de las empresas.

No es éste el lugar más apropiado para analizar la mundialización actual y, por consiguiente, me limitaré a subrayar algunos de sus efectos. La concentración de la riqueza —sin precedentes— resultante de esta ofensiva y, por supuesto, en el otro polo, el aumento gigantesco del desempleo estructural y de la pobreza, requerían, como corolario inevitable, restringir al máximo los espacios democráticos. La pérdida de consenso por parte de los aparatos estatales de los estados-nación debilitados por la mundialización dio también mayor peso relativo a la represión y al decisionismo antidemocrático en el accionar de dichos aparatos.

Este intento de retorno al siglo XIX necesitaba una ideología —la racista— y, como hemos dicho, también una vuelta al colonialismo. Como ya no es posible afirmar seriamente que existen razas con diferencias genéticas que hacen a algunas de ellas inferiores (toda la especie tiene el mismo ADN, y el nazismo vacunó contra ese tipo de racismo), se buscó un subterfugio, o sea, la inferioridad de ciertas culturas frente a la única Cultura Universal (la judeo-cristiana en su versión anglosajona). El sociólogo estadounidense Samuel Huntington15 fue así el proveedor de una grosera justificación seudoteórica al neocolonialismo y neoimperialismo de George W. Bush.

Para ese tipo de “teóricos”, las “civilizaciones” son impermeables y puras, no tienen ningún mestizaje ni ninguna contaminación mutua y, además, son monolíticas, carecen de contradicciones internas, de conflictos, de historia. En ellas, el presente borra al pasado y determina inevitablemente un futuro de inferioridad para las que hoy son “inferiores”, a menos que ellas se nieguen asumiendo las formas y valores de la única Civilización digna de ese nombre, la de las clases dominantes en Estados Unidos, que buscan construir un mundo a su imagen y semejanza.

Tales teorías pretenden, como hemos dicho, dar valor universal sólo a lo que es producto histórico del desarrollo europeo y medir a todos los pueblos y culturas en ese lecho de Procusto, con el resultado inevitable de desechar todo lo que no encaje en su cartabón. Son poseedoras de la Verdad, la cual, por supuesto, ni es absoluta ni es monopolio de nadie, ya que su búsqueda es un proceso siempre incompleto lleno de avances transitorios inmediatamente cuestionados y de aproximaciones sucesivas y parciales a esa inalcanzable Verdad de los teólogos.

Los fundamentalistas, por su teleología religiosa, tienen certezas inquebrantables y son, por lo tanto, intolerantes por definición. Cuando mucho, aceptan una tensa convivencia con las culturas “inferiores”, a las cuales les toleran que puedan seguir viviendo en sus guetos mientras no intenten modificar el actual statu quo ni, mucho menos, reivindicar la igualdad de posibilidades y de dignidad, lo que pondría en duda la superioridad de la cultura capitalista dominante en su grosera y grotesca versión anglosajona estadounidense.

Por su parte, aunque los posmodernos desarrollan un relativismo que puede dar igual dignidad a cosas absolutamente opuestas, justas o aberrantes, negando así la práctica social como criterio de selección, por lo menos eliminan en su pensamiento la tautología y la teología y, por consiguiente, la negación a priori de la Otredad o la atribución al Otro de una inferioridad genético-cultural.

Pero no existen sólo dos opciones: la racista y la del relativismo impotente. Es posible, en efecto, buscar una alternativa democrática ante ambas, que es la que, confusamente, se está abriendo camino en los movimientos sociales.


FEDERALISMO, MULTICULTURALISMO, AUTONOMÍA

¿Cómo evitar que, por ejemplo, la “solución” a la cuestión palestina sea la matanza general de los palestinos o su expulsión masiva, como plantea la derecha israelí (que, recordémoslo, es mayoría en el país ocupante de los territorios palestinos) o que la lucha contra esa opresión colonial sea eterna y asuma la forma terrible del asesinato de todo israelí que sea posible matar, como plantean los fundamentalistas de Hamas? ¿O cómo hacer convivir pueblos con lenguas, culturas, características étnicas, religiones, diferentes y todos ellos convencidos de ser los mejores? El temor al Otro, que es la base de la suspicacia y también de la violencia “preventiva”, y la construcción de una imagen falsa y peyorativa del mismo, ¿forman parte integral de la naturaleza humana en todos los tiempos o tienen una raíz histórica y son potenciados hoy por la actual desintegración de los valores del Iluminismo que dieron la base a la modernidad?

No hay, por supuesto, una receta universal para todos los países y todos los tiempos y culturas. Pero la “vacuna” contra la intolerancia, el racismo, el fundamentalismo, podría tener dos componentes básicos: por un lado, la aplicación de la autonomía de modo consecuente, en la perspectiva de la autogestión social generalizada; por el otro, el desarrollo sobre esa base de un auténtico federalismo, en cada país y en cada gran región que abarque varios países con problemas comunes (agua, recursos ambientales, complementación de las industrias básicas). El multiculturalismo y la ruptura con el mito del Estado de una sola nación serían corolarios de la autonomía y del federalismo y, a la vez, su conditio sine qua non.

No puede haber autonomía sin la igualdad de todos aquellos que la ejercen en un mismo territorio. En primer lugar, porque éste es una construcción histórica y social que está siempre en proceso. Y, en segundo lugar, porque la creación de guetos de minorías en los sectores del territorio donde éstas sean mayoritarias (tojolabales frente a tzeltales, por ejemplo) no sólo hace inviable el desarrollo de aquél (que está unido por cuencas, carreteras, lazos comerciales, además de por lazos histórico-culturales), sino que también excluye a los que son minorías respecto a esas mismas minorías, impidiendo la construcción de lazos interculturales y reforzando la concepción de los racistas en el grupo mayoritario.

La autonomía no puede limitarse ni a un sector particular (los indígenas, por ejemplo, o los vascos) ni tener una base étnica o sustentarse en una lengua y una cultura. Es un derecho democrático (el de decidir sobre los propios recursos y el propio hábitat) para todos, sobre una base multicultural, multiétnica, multilingüística. Todos los habitantes del País Vasco, vengan de donde vinieran, hablen o no el euskera, deben tener los mismos fueros y los mismos derechos, que no residen ni en una supuesta raza, ni en una lengua (por otra parte minoritaria). No puede haber sólo autonomía para los tojolabales, por ejemplo, sino para los habitantes multiétnicos y multiculturales de una misma cañada, o sea, también para los mestizos. Porque en la autonomía, que se imbrica con la autogestión, todos aprenden a reordenar el territorio y a resolver en común los conflictos que son anteriores a la conquista de la autonomía, pero que incluso ésta plantea de modo más agudo, ya que la autonomía y la autogestión son formas concretas de construcción de la independencia frente al aparato estatal y de edificación a la vez de relaciones estatales desde abajo.

La autonomía no puede ser, por lo tanto, la administración de la miseria, al margen del entorno político-social, un nuevo bantustán, una administración palestina sin el control del agua, de las fuentes de trabajo, de los ingresos necesarios para el desarrollo de los territorios “autónomos”. Ni tampoco un “municipio libre” que no es libre sino sólo desde el punto de vista estrecho de la autoadministración y que, además, no puede coordinar sus esfuerzos con el municipio “autónomo” de al lado. La autonomía y la autogestión deben generalizarse a todos, rurales y urbanos, cualquiera sea su cultura, porque la democracia real exige una participación permanente de los ciudadanos en la adopción de las decisiones tanto cotidianas como fundamentales, para el mediano y el largo plazos. Tal tipo de autogestión y de autonomía, por otra parte, puede partir de lo micro y asumir la forma de la democracia directa y asamblearia, con la revocación de los mandatos dados por las asambleas. La socialización y la coordinación de las decisiones en el ámbito de un territorio más vasto (una cuenca, una región) es posible sobre la base de la federación local o nacional de los territorios y regiones autónomos, enlazados entre sí mediante una constante consulta y comunicación, directa o electrónica.

La autonomía de los israelíes en Israel y la de los palestinos en los territorios ocupados sólo podría subsistir unida al federalismo regional, aprovechando en común los recursos vitales (agua, tierra arable, mano de obra, capitales) en forma proporcional a la población y la pobreza de los respectivos federados y con una discriminación positiva (ayuda especial a quien más la necesita) para desarrollar los bolsones más alejados de una vida digna. Por supuesto que el odio, creado por la represión militar y el terrorismo de Estado israelíes y por el terrorismo racista y ciego de los fundamentalistas palestinos, no desaparecería, entre otras cosas porque tiene raíces casi seculares.

Pero el odio no siempre ha existido, y si llegan a crearse las condiciones políticas para el trabajo en común, podría comenzar a debilitarse en el transcurso de varias generaciones, tal como lo muestra el ejemplo sudafricano. Eliminar ese odio requiere poner fuera de la ley el racismo, combatir a fondo el nacionalismo excluyente, desarrollar el respeto por el Otro, esencialmente en Israel, ya que el opresor tiene la responsabilidad principal y, además, los medios para cambiar de política.

En México, la construcción de un federalismo auténtico basado en la autogestión y la autonomía no pasa sólo por la eliminación del racismo (oficial o no) ante los indígenas, sino también por el ejercicio de la democracia desde el territorio, frente al verticalismo piramidal de los caciques y del aparato estatal. Una ley que derogue la ley antiindígena aprobada y refrendada por la Suprema Corte es la condición necesaria, pero no suficiente, para construir un Estado democrático, desde abajo, multicultural,16 multiétnico, en las zonas con mayoría indígena, en las zonas rurales mestizas y también en los barrios y comunas urbanos, totalmente relacionados con los indígenas y los campesinos.

La respuesta al racismo y al fundamentalismo encadena así la lucha contra el imperialismo estadounidense17 y su guerra permanente y la lucha por la construcción de una amplia ciudadanía que ejerza la democracia a partir del territorio. Si creemos que otra modernidad es posible, que es posible una civilización que salve a la humanidad y nuestro planeta, debemos creer en la posibilidad de cerrar en la historia la página de la barbarie, de la intolerancia, del nacionalismo, y unificar otro mundo, sobre otras bases, modificando el uso de los recursos técnicos que permitan acabar con el hambre, las enfermedades y la miseria a escala planetaria y dando nueva vigencia a la ética y a la política.

 

1 Guido Gómez de Silva, Breve diccionario etimológico de la lengua española, México, El Colegio de México/Fondo de Cultura Económica, 1988.        [ Links ]

2 El norte de África era “la barbarie” para los franceses (a pesar de que Francisco I basaba buena parte de su poder, al igual que Luis XIV, en la alianza con la mayor potencia de la época, el imperio otomano).

3 Edward Saïd, en su enriquecedor libro Orientalism (Nueva York, Pantheon Books; Londres, Routledge & Kegan Paul; Toronto, Random House), 1978,         [ Links ] nos muestra claramente que el Oriente que nos reflejan los medios de información y las escuelas occidentales fue inventado por Occidente.

4 Para el uruguayo Rodó, Calibán será Estados Unidos, en su auge imperialista, y Ariel, por el contrario, América Latina. Claude Lévi Strauss (“Raza e historia”, en Antropología cultural, México, Siglo XXI, 1979)         [ Links ] hacía notar que todas las sociedades hablan de lo propio como “cultura” y de lo de los demás como “naturaleza” bruta.

5 Robert Paul Wolf, Barrington Moore y Herbert Marcuse, Kritik der reinen Toleranz, Francfort 1965, cit. por Irving Fetscher, La tolerancia. Una pequeña virtud imprescindible para la democracia. Panorama histórico y problemas actuales, Barcelona, Gedisa, octubre, 1999, p. 145.        [ Links ]

6 Isaac Bigio, de la London School of Economics and Politicals Sciences, “La diferencia entre los rabinos acerca de Israel”, Memoria, México, diciembre, 2002, p. 30.        [ Links ]

7 Edward Saïd, “La cuestión palestina” (citado en El origen del conflicto palestino-israelí, editado por Judíos por la Justicia en Oriente Próximo, Nueva York, 2000, p. 11).        [ Links ]

8 Ella Winter, “Y no ceder”, citado en El origen del conflicto palestino-israelí, op. cit., p. 24.

9 María Dolores Paris Pombo, “Racismo y nacionalismo: la construcción de identidades excluyentes”, Política y Cultura, núm. 12, verano, 1999, México, Departamento de Política y Cultura, Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco, 1999, p. 69.         [ Links ]

10 Ibid., p. 69.

11 Igual les había sucedido a los colonos franceses en Argelia. Los pieds noirs despreciados por los franceses continentales sólo podían legitimarse y verse como una aristocracia local considerando a los árabes inferiores y tratándolos como tales.

12 Samir Amin, “La ideología estadounidense”, La Jornada, México, 14 de junio de 2003.        [ Links ]

13 Que ya habían defendido Herman Goering, en los procesos de Nüremberg, y Ronald Reagan, durante su presidencia, con una coincidencia más que fortuita y curiosa.

14 Hay una extensa bibliografía al respecto; citaré sólo a Jeremy Brecher y Tim Costello, Global Village or Global Pillage, Nueva York, Montly Review Press, 1995;         [ Links ] Víctor Flores Olea y Abelardo Mariña Flores, Crítica de la globalidad: dominación y liberación en nuestro tiempo, México, FCE, 1999;         [ Links ] Joachim Hirsch, Globalización, capital y Estado, México, UAM-Xochimilco, 1996;         [ Links ] Arturo Ramos Pérez, Globalización y neoliberalismo: ejes de la reestructuración del capitalismo mundial y del Estado en el fin del siglo XX, México, Plaza y Valdés/Universidad Autónoma Chapingo, 2001;         [ Links ] Michel Chossudovsky, Globalización de la pobreza y nuevo orden mundial, México, Siglo XXI/Centro de Investigaciones Interdisciplinarias de la UNAM, 2002;         [ Links ] Gérard Duménil y Dominique Lévy, Crise et sortie de crise: ordre et désordres néolibéraux, París, Actuel Marx-Presses Universitaires de France, 2000.        [ Links ]

15 Véase Samuel Huntington, The Clash of Civilizations and the Remaking of World Order, Nueva York, Touchstone, 1997.        [ Links ]

16 Para encontrar una opinión liberal democrática al respecto, véase Will Kymlicka, Ciudadanía multicultural, Barcelona/Buenos Aires, Paidós, 1996.        [ Links ]

17 Antonio Negri y Michael Hardt creen, por el contrario, que no existe ya el imperialismo sino el imperio. Que no se necesitan tropas para ocupar territorios. Que el Estado mismo tiende a desaparecer y es reemplazado por las transnacionales, que carecen de territorio. Que las clases se diluyen y surge la “multitud”, una amalgama indefinida y en permanente transformación. En mi opinión, todas estas ideas (que esquematizo) son falsas, como lo demuestran tanto los hechos en Medio Oriente como los planes y declaraciones oficiales de Estados Unidos.

 

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