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Perfiles latinoamericanos

versión impresa ISSN 0188-7653

Perf. latinoam. vol.29 no.57 México ene./jun. 2021  Epub 06-Sep-2021

https://doi.org/10.18504/pl2957-008-2021 

Artículos

¿Borrón sin cuenta nueva? La injusticia transicional en guerras civiles económicas

Neither peace nor justice? On transitional injustice in economic civil wars

* Doctor en Ciencia Política por el Instituto Universitario Europeo (Florencia). Profesor-investigador de la División de Estudios Políticos del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) (México), e Investigador Residente en el Center for Advanced Study in the Behavioral Sciences (CASBS), Universidad de Stanford | luis.delacalle@cide.edu

** Doctor en Ciencia Política por la Universidad de Viena. Profesor-investigador de la División de Estudios Políticos del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) (México) | andreas.schedler@cide.edu


Resumen:

Ante la persistencia de la violencia criminal organizada en México, se ha discutido la posibilidad de superarla usando medidas de justicia transicional. ¿Qué tan viable sería su aplicación? Tratamos de responder a esta pregunta en dos pasos. Primero, trazamos un mapa conceptual de la violencia societal organizada que nos permite identificar la llamada narcoviolencia como una guerra civil económica y distinguirla de las guerras civiles políticas. Después, discutimos la aplicabilidad de la justicia transicional al contexto mexicano. Aunque identificamos analogías importantes, terminamos resaltando un obstáculo infranqueable: la justicia transicional solo puede servir como vía pacificadora si el Estado que recurre a ella para desarmar a las bandas criminales tuviera la capacidad de garantizar que ese desarme sea permanente.

Palabras clave: violencia societal; narcoviolencia; crimen organizado; guerra civil económica; México; justicia transicional; amnistía; capacidad estatal

Abstract:

Given the persistence of organized criminal violence in Mexico, scholars have raised the possibility of overcoming it through transitional justice measures. We try to assess the viability of such a strategy in two steps. First, we draw a conceptual map of organized societal violence that allows us to identify so-called narcoviolence as an economic civil war, distinct from political civil wars. We then discuss the applicability of justice measures to the Mexican context. Although we identify important analogies, we end up highlighting an insurmountable obstacle: justice measures can only work as a pacifying strategy if the state that strives to disarm criminal gangs had the capacity to ensure that their disarmament was permanent.

Keywords: societal violence; criminal war; narcoviolence; economic civil war; Mexico; transitional justice; amnesty; state capacity

Introducción1

La investigación sobre guerras civiles es uno de los campos más prolíficos, no solo en los estudios de la violencia, sino en la ciencia política en general. Cientos de artículos y libros han sido publicados en las pasadas décadas, y la sofisticación teórica y empírica de este programa de investigación ha ayudado a cimentar la idea de que nuestra comprensión de los conflictos civiles ha llegado a ser bastante avanzada. Por desgracia, en lugar de una acumulación lineal de conocimiento, hemos asistido a controversias persistentes sobre temas clave, como las implicaciones causales de la diversidad étnica para los conflictos domésticos (Cederman, Gleditsch, & Buhaug, 2013). Sin embargo, pocos estudios han cuestionado los fundamentos conceptuales y ontológicos del campo (Staniland, 2012).

A diferencia de la investigación sobre terrorismo, donde (casi) cada autor está obligado a ofrecer una nueva definición, la literatura sobre guerras civiles se ha protegido bastante de cuestionamientos ontológicos de su objeto de estudio. Ha evitado lidiar con la pregunta conceptual: “¿Qué es una guerra civil?” El surgimiento de la violencia criminal organizada a gran escala en México y otras partes de América Latina ha planteado un desafío inesperado a la definición canónica de guerra civil. Académicos, así como políticos, periodistas y líderes sociales han estado intentando descifrar la “guerra contra el narco”. Aunque la violencia de las drogas suele ser retratada públicamente como una forma de “guerra”, solo unos pocos le han concedido intuitivamente el estatus ontológico de “guerra civil”, ya que dicha violencia no gira en torno a objetivos políticos.2

Pues bien, en este artículo argumentamos que la falta de motivos políticos no priva a la guerra contra las drogas de las características esenciales de una guerra civil, que es un conflicto violento a gran escala entre actores dentro de un país. En realidad, lo convierte en un subtipo específico de guerra civil que proponemos llamar guerra civil “económica”. En contraste con las guerras civiles “políticas”, en las que los insurgentes atacan al Estado para lograr objetivos políticos, en las guerras civiles económicas los grupos armados luchan entre sí y contra el Estado para alcanzar objetivos económicos. Para apreciar las similitudes profundas que unen a estos dos subtipos de conflicto civil, proponemos redibujar el mapa conceptual de la violencia societal. A los motivos de la violencia nuestra reconceptualización añade una distinción analítica novedosa: la “dirección” de la violencia dentro de las relaciones sociales establecidas de poder (rebelión, competencia y dominación).

A partir de esta reclasificación novedosa de los tipos de conflictos domésticos, dedicamos la segunda parte del trabajo a discutir la posible aplicación de esquemas de justicia transicional, tradicionalmente empleados en la resolución de conflictos políticos, a la pacificación de guerras económicas. Si bien encontramos semejanzas relevantes en varias dimensiones, nuestra valoración final es que la justicia transicional no puede aplicarse a conflictos criminales si el Estado es incapaz de garantizar que en la nueva etapa dejarán de existir las condiciones que contribuyeron a generar la guerra criminal.

La controversia conceptual

En la última década del siglo XX, el colapso de la Unión Soviética tuvo consecuencias inmediatas en el ámbito de los conflictos internos. El fin de la competencia entre las superpotencias parecía significar el fin de la ideología en las guerras civiles, y efectivamente indujo un rápido final a muchas guerras que habían sido combatidas bajo banderas ideológicas (Kalyvas & Balcells, 2010). Según algunos observadores, las “nuevas” guerras civiles surgidas tras la caída de la Unión Soviética se caracterizaron por carecer de motivos ideológicos. Se alimentaron por el autointerés material (Enzensberger, 1993) o el resentimiento étnico (Kaldor, 2006). En una revisión escéptica pero conciliatoria del debate, Stathis Kalyvas cuestionó la profundidad del cambio ideológico después de la Guerra Fría. Para él, las supuestamente ideológicas “viejas” guerras civiles estuvieron sistemáticamente contaminadas por motivos privados, mientras que las “nuevas” guerras presuntamente apolíticas a menudo contienen elementos de discurso político (Kalyvas, 2001). Posteriormente, Collier & Hoeffler (2004) generalizaron la noción de guerra privada, apolítica. Todas las guerras internas, afirmaron audazmente, se basan más en motivos materiales (“avaricia”) que en demandas políticas de justicia (“agravios”). Su artículo animó una serie de argumentos defensivos sobre la naturaleza política de las insurgencias políticas (Kalyvas, 2015).

Este debate ha sido revivido por las oleadas de violencia que se han extendido a través de varios países latinoamericanos, especialmente Brasil, El Salvador, Honduras, México y Venezuela. En todos estos países, la confluencia de Estados relativamente débiles con organizaciones criminales poderosas ha producido niveles anuales de homicidios que se encuentran muy por encima del umbral que la Organización Mundial de la Salud define como “epidemia” (10 por cada 100 000 habitantes). El conflicto que ha atraído más miradas ha sido la guerra contra las drogas en México. Su gran magnitud, su rápido crecimiento, su nivel de crueldad pública y la vecindad del país con los Estados Unidos, pueden explicar el gran interés que ha despertado.

Las guerras son luchas letales entre actores colectivos. Cuando las confrontaciones entre grupos armados dentro de un Estado causan más de mil “muertos en batalla” por año, los académicos hablan convencionalmente de “guerra civil” (Sarkees & Wayman, 2010). Al menos desde 2001, el México democrático ha experimentado niveles de violencia interna que superan este umbral convencional. Después de su crecimiento durante la presidencia de Felipe Calderón, sus cifras de víctimas han sido vertiginosas. Para los quince primeros años del actual periodo democrático del país, las estimaciones nos hablan de alrededor de 140 mil víctimas fatales, 35 mil desapariciones forzadas, 10 mil personas desplazadas y la migración interna de centenares de miles por razones de seguridad (véase, por ejemplo, Schedler, 2018, pp. 43- 46). Los dos últimos años han roto todos los registros existentes en lo que se refiere al número de asesinatos, con 35 588 víctimas de homicidios dolosos en 2019, de acuerdo con el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.

La llamada narcoguerra no se libra en nombre de objetivos políticos, como el cambio de políticas públicas o de régimen. Más bien se presenta como una nueva guerra civil prototípica, impulsada por la ganancia material, en vez de la justicia social. De hecho, si alguna vez hubo una “nueva guerra civil” en la que las ideologías o las identidades colectivas no cuentan nada, México es el caso paradigmático.

Así, la “narcoviolencia” mexicana ha revivido el debate conceptual sobre la naturaleza de las guerras civiles. ¿Qué ha estado pasando en México? ¿Cómo clasificar y entender la epidemia de violencia que ha azotado el país? Si las guerras se dividen en dos categorías exhaustivas y excluyentes, internacionales versus domésticas, la violencia mexicana, que “no es un conflicto externo,” por lógica y definición, “si se considera una guerra, debe ser una guerra civil” (Waldmann, 2012, p. 17). Sin embargo, si lo es, ¿qué implica para nuestras concepciones de guerra civil?

México no es, por supuesto, el único caso de violencia societal que perturba nuestras certezas conceptuales. Ha habido conflictos letales anteriores que también desafiaron nuestras concepciones de guerra civil. Por ejemplo, la guerra contra las drogas en Colombia en la década de 1980 y las batallas entre señores de la guerra en Afganistán y Somalia en la década de 1990 ilustran ampliamente que no todos los conflictos armados domésticos son rebeliones articuladas por pueblos agraviados contra gobernantes despóticos. La guerra contra el narco en México es solo un ejemplo reciente de violencia a gran escala que se encuentra conceptualmente en tierra de nadie: no es crimen ordinario ni violencia insurgente con motivaciones políticas. Sin embargo, por su letalidad, pero también por otras características estructurales, se parece mucho a guerras civiles irregulares y asimétricas (Kalyvas, 2009). Para comprenderla, tenemos que repensar nuestras viejas categorías conceptuales.

Las investigaciones académicas sobre la violencia societal han sufrido una profunda fragmentación disciplinaria. El campo está dividido, a menudo de forma artificial, en numerosos cajones temáticos, como insurgencia política, terrorismo, revoluciones, conflictos étnicos, señores de la guerra, Estados fallidos, violencia pandillera, represión estatal, política contenciosa, crimen organizado, piratería moderna y grupos paramilitares (Kalyvas, 2015; Staniland, 2012). En la formación de conceptos, buscamos equilibrar dos criterios algo contradictorios: la diferenciación analítica y la generalización (Collier & Levitsky, 1997). Como deseamos captar tanto las distinciones ontológicas como los aspectos comunes que nos interesan, queremos que nuestros conceptos sean tan específicos como sea necesario, pero también tan abstractos como sea posible.

Aquí, para contrarrestar la fragmentación disciplinaria imperante, proponemos dos movimientos conceptuales que están al servicio de la generalización. Primero, proponemos entender las guerras civiles como instancias de violencia organizada societal. Esta categoría está destinada a capturar todas las formas organizadas de violencia social que tienen lugar fuera de los límites formales del Estado. Denota violencia originada por actores colectivos no estatales. Es decir, se integran por ciudadanos que no son miembros formales del aparato estatal (lo que excluye la represión estatal y las guerras entre Estados). En segundo lugar, argumentaremos que la violencia criminal organizada se puede entender como un subtipo de guerra civil, concretamente, como una guerra civil económica, distinta de las guerras civiles políticas que conocemos de la historia y la bibliografía.3

El mapa de la violencia societal

Las definiciones convencionales de guerra civil incluyen tres características esenciales: la organización de la violencia (la existencia de actores armados colectivos dentro del territorio de un Estado), un cierto tipo de conflicto (ataques contra el Estado) y cierta intensidad de conflicto (más de 1000 muertes por año). Debido a la participación del Estado como el objetivo principal de la violencia, estos conflictos son concebidos como políticos (Sambanis, 2004). Los Estados forman el núcleo institucional de la política moderna. Por eso, cuando los actores armados atacan al Estado, se supone que persiguen un programa político. La literatura sobre guerras civiles reconoce dos objetivos políticos generales: el cambio de régimen (la transformación de las reglas básicas de acceso al poder estatal y de su ejercicio) y la secesión (cambios en los límites territoriales del Estado) (Buhaug, 2006).

Consideramos que esta concepción de la guerra civil es demasiado restrictiva. Limita nuestro campo de visión a una forma específica de violencia societal (la violencia política insurgente) y por tanto expulsa, sin sólidas razones teóricas o empíricas, otras formas de violencia letal colectiva del estudio de los conflictos de alta intensidad. Para comprender la naturaleza de la violencia criminal en México, necesitamos mapear el campo más amplio de la violencia societal organizada. Basándonos en Beissinger (2002, pp. 305-306) y Schedler (2013; 2018, pp. 53-58), proponemos trazar un mapa analítico que incorpora dos dimensiones: la dirección de la violencia (la ubicación de perpetradores y víctimas dentro de jerarquías sociales dadas) y su motivación. Como las guerras necesariamente involucran altos niveles de organización, limitamos nuestra atención a la violencia organizada.

  1. Dirección de la violencia: En términos de las estructuras establecidas de poder en una sociedad, los actores pueden desencadenar la violencia contra adversarios que son más débiles, igual de fuertes, o más fuertes que ellos mismos. Cuando los ricos y poderosos desatan la violencia contra las clases bajas, la coerción sirve como una herramienta de dominación (violencia opresiva). Cuando grupos u organizaciones sociales usan la violencia contra otros de similar condición, esta funciona como un instrumento de competencia (violencia competitiva). Finalmente, cuando los ciudadanos se levantan contra el Estado, las minorías étnicas contra mayorías dominantes o los pobres y descamisados contra la élite gobernante, su violencia sirve como arma de rebelión (violencia insurgente).

  2. Motivos de violencia: Todas estas formas de violencia pueden ser impulsadas por diferentes motivos. En el estudio del conflicto, distinguimos convencionalmente entre motivos políticos y económicos. Cuando los actos de violencia parecen estar motivados por preocupaciones generales sobre políticas públicas, la estructura de las instituciones estatales o la composición de la comunidad política, hablamos de violencia política. Cuando parecen estar motivados por inquietudes particularistas, de ganancia material privada, hablamos de violencia económica.

El Cuadro 1 combina las dos dimensiones y da algunos ejemplos paradigmáticos. Nos permite concebir la insurgencia revolucionaria como ejemplo prototípico de la guerra civil política y la violencia criminal organizada como instancia prototípica de la guerra civil económica.

Cuadro 1 El mapa de la violencia societal organizada: dirección y motivos (con ejemplos) 

Dirección de la violencia Tipo de violencia Motivos políticos Motivos económicos
Dominación Represión laboral, represión étnica Defensa de riqueza oligárquica por paramilitares, crimen organizado depredador
Competencia Guerra étnica, violencia electoral Competencia en mercados ilícitos, luchas entre señores de la guerra
Rebelión Insurgencia política, terrorismo Insurgencia criminal, bandidaje social

Fuente: Elaboración propia.

La distinción entre motivos políticos y económicos ha estructurado el estudio científico de la violencia societal. Los científicos políticos han reclamado jurisdicción sobre el estudio de la violencia política organizada, mientras que la violencia motivada económicamente ha sido cubierta por otras disciplinas, como la criminología, la economía y la sociología. Sin embargo, si bien la lógica de la especialización es una poderosa fuente de progreso científico, sospechamos que la fragmentación subdisciplinaria en el estudio de la violencia societal nos impide ver puntos en común e interacciones entre diferentes tipos de violencia.

Los seis tipos de violencia se caracterizan por diferencias profundas. Sobre todo, cuando los actores armados persiguen objetivos políticos, todas sus relaciones (con el Estado, la sociedad civil, la comunidad internacional, pero también sus relaciones internas y con otros grupos armados) se tensionan por batallas ideológicas que son ajenas a la violencia que persigue fines económicos. Al mismo tiempo, no hay que perder de vista que se trata de tipos ideales en el sentido clásico weberiano: son categorías abstractas que raras veces se presentan en la realidad con la pureza que sugieren las distinciones conceptuales. En lugar de resaltar lo relativamente obvio, las diferencias entre guerras civiles políticas y económicas, queremos entonces llamar la atención a similitudes menos evidentes entre ellas. Mientras los dos tipos de guerra civil se caracterizan por direcciones y motivos dominantes, son más heterogéneos internamente y más parecidos entre sí de lo que habitualmente se acepta. De manera inevitable, ambos generan mezclas borrosas de motivos y direcciones múltiples de violencia.

Las múltiples direcciones de la violencia

Las guerras civiles políticas prototípicas son casos de rebelión violenta, mientras que las prototípicas guerras económicas son instancias de competencia violenta. Sin embargo, ambos también están infundidos con otras formas de violencia. Incluso cuando definimos las guerras civiles políticas como campañas de rebelión, no deberíamos pasar por alto sus elementos opresivos y competitivos. Y al revés, los conflictos criminales también incluyen elementos de rebelión y, más claramente, de opresión. Ambos subtipos tienden a ser guerras híbridas, en lugar de conflictos puros.

Las múltiples direcciones de guerras políticas

Las campañas de rebelión violenta nunca son ejercicios prístinos de rebelión y nada más que rebelión, con los de “abajo” luchando contra los de “arriba”. Para empezar, las insurgencias no siempre son lo que pretenden ser: guerras implacables contra el orden político establecido. Como Staniland (2012) ha mostrado para Birmania y la India, el orden político en tiempos de guerra a veces incluye acuerdos tácitos entre Estados y rebeldes donde ningún bando se esfuerza por alcanzar la victoria. A veces, ambos bandos explotan conjuntamente recursos ilícitos y comparten las rentas. Cuando esos acuerdos se rompen, la consiguiente violencia “insurgente” a menudo busca recuperar las rentas perdidas en lugar de avanzar en terrenos políticos. Además, la rebelión política casi invariablemente contiene componentes fuertes de dominación y competencia.

a) Dominación insurgente.

Los insurgentes en una guerra civil ideológica tienen como objetivo principal cambiar estructuras políticas y económicas básicas dentro de la sociedad cuyo Estado combaten. Pero antes de conquistar la capital, si alguna vez llegan tan lejos, suelen establecer instituciones paralelas con algún nivel de regulación, tributación, provisión de bienes públicos, monopolio de coerción y resolución de disputas (Arjona, 2014). Los revolucionarios suelen gobernar en nombre del pueblo y pretenden implementar altos estándares de justicia y conducta moral, pero por lo general terminan imponiendo sistemas abusivos y arbitrarios de dominación (Mkandawire, 2002). Aun cuando la ideología restringe sus prácticas de gobierno, los compromisos ideológicos se erosionan inevitablemente con el tiempo (Thaler, 2012). Como Weinstein ha documentado, incluso grupos rebeldes altamente ideológicos sufren graves problemas de selección adversa y riesgo moral en el reclutamiento de sus combatientes (Weinstein, 2007). En todas las guerras civiles, igual que en las internacionales, los civiles caen víctimas de los bandos en conflicto. Se convierten en objetos de crueldad, coerción, explotación, destrucción y desplazamiento de parte del Estado, pero también de los insurgentes.

b) Competencia insurgente.

Los insurgentes también participan regularmente en una competencia abierta o encubierta con grupos rivales. En su lucha perenne por la pureza ideológica, los rebeldes tienden a la fragmentación y las peleas internas (Fjelde & Nilsson, 2012). Por ejemplo, durante la guerra civil siria, la competencia prolongada entre grupos rebeldes seculares y religiosos, y entre grupos competidores nominalmente islámicos, ha tenido casi tanta relevancia como el enfrentamiento directo entre rebeldes y el régimen de Bashar al-Assad. La base de datos de Harbom, Melander, & Wallensteen (2008) revela de forma sistemática que la mayoría de las guerras civiles involucran varios grupos en el lado rebelde (múltiples insurgencias, grupos escindidos, facciones).

Las múltiples direcciones de las guerras económicas

Las guerras civiles económicas muestran características similares de multidireccionalidad. Aunque su rasgo definitorio es la violencia competitiva entre empresas criminales, tanto la dominación como la rebelión forman parte de su ontología. Las empresas criminales luchan entre sí para obtener ventajas competitivas en los mercados ilícitos o lícitos, protegiendo o ampliando sus cuotas de mercado. También utilizan la violencia para imponer el cumplimiento de contratos y castigar abusos de confianza por parte de sus proveedores, empleados y clientes. El uso empresarial de la violencia, sin embargo, tiende a ser expansivo. Aparte de combatir a sus competidores, los criminales desafían regularmente al Estado y oprimen a la población civil. El uso depredador de la violencia contra civiles es una tentación perenne en la búsqueda privada de rentas. Además, su reto estructural al presunto monopolio de la violencia del Estado a veces escala hacia una confrontación abierta con las autoridades.

a) Rebelión criminal.

La guerra contra las drogas en México, ejemplo paradigmático de un conflicto civil económico en el mundo contemporáneo, nos enseña el profundo enredo de las tres formas de violencia. Es razonable asumir que sus principales líneas de conflicto se encuentran entre empresas criminales. Sin embargo, en la medida en que los cárteles se enfrentan a agentes estatales, también participan en una especie de guerra de desgaste contra las autoridades. Si bien suele ser númericamente menos relevante, es parte fundamental de las operaciones de los grupos criminales, como Lessing (2018) lo ha documentado (también Blume, 2017; Trejo & Ley, 2019). Aunque las organizaciones criminales no pretenden derrocar al gobierno, pueden “desafiar la soberanía del Estado tanto como las insurgencias” (Durán-Martínez, 2015, p. 1381; Flores, 2009).

En las guerras económicas, los criminales combaten al Estado, pero también forjan arreglos cooperativos con él. Pueden llegar a controlar agencias estatales a través del dinero (corrupción), la fuerza (coacción), o una combinación de ambas (corrupción coercitiva) (Lessing, 2015; Bailey & Tailor, 2009). El parasitismo institucional es una estrategia clásica criminal para extraer recursos públicos sin atraer el foco policial. En el estado mexicano de Guerrero, por ejemplo, se estima que los grupos mafiosos locales son capaces de embolsarse un tercio de los ingresos municipales (Cervantes, 2015).

b) Dominación criminal.

Mientras que la violencia económica se alimenta por numerosos conflictos “no estatales” entre múltiples empresas criminales, también contiene elementos de violencia “unilateral” que los delincuentes desatan contra los civiles. De hecho, la participación en mercados ilícitos constituye solo una parte de la actividad del crimen organizado, puesto que también comete delitos predatorios de violencia unilateral contra civiles. Según el lenguaje común, los grupos criminales han diversificado sus actividades. La diversificación criminal ha transformado a muchos de los llamados cárteles de la droga en depredadores enfocados en extraer rentas de las poblaciones con las que conviven (Buscaglia, 2010; Grillo, 2011, cap. 15).

Aunque los criminales rara vez se dedican a gobernar, sí se preocupan por controlar el territorio (la plaza, en el argot), al igual que los rebeldes. El control de los territorios para ellos significa esencialmente controlar los mercados locales ilícitos (incluyendo el narcomenudeo). A veces, sin embargo, los grupos criminales establecen sus sistemas locales de gobierno. Algunos lo hacen con cierta autodisciplina, otros sin límites. El cártel de Sinaloa ejemplifica un modo de dominación política criminal que busca ganar y mantener la buena voluntad de la población local a través de un cierto grado de provisión de bienes públicos y moderación en el uso de la violencia (Osorno, 2011). Por el contrario, la Familia Michoacana, así como su organización sucesora, Los Caballeros Templarios, establecían tiranías locales privadas que parecían ignorar incluso las autolimitaciones racionales más elementales de los “bandidos estacionarios” (Olson, 2000; Flanigan, 2012, p. 287; Guerrero, 2014; Rivera, 2014). En Michoacán, estos grupos cruzaron la línea de tolerancia de la población local cuando comenzaron a institucionalizar la explotación local de las mujeres sujetas a su dominio, lo que condujo a una contrarrebelión dirigida por las llamadas autodefensas (Maerker, 2014).

Los múltiples motivos de la violencia

Las guerras son contiendas letales entre actores colectivos. En el lenguaje ordinario, el concepto de guerra no incluye objetivos específicos. Los motivos de los actores se encuentran fuera de su núcleo definitorio. Ni siquiera la noción de guerra entre Estados require de motivaciones políticas (Van Evera, 1998). Generalmente, la ciencia política tiende a asumir que los actores están motivados por su autointerés material. En contraste, en el estudio de las guerras civiles tendemos a asumir que son impulsados por objetivos políticos, que necesariamente son colectivos. Esta premisa es tanto teórica como empíricamente dudosa. Se deriva de supuestos teóricos demasiado simples sobre los motivos de los actores de la violencia y descansa sobre frágiles inferencias empíricas sobre estos motivos. Aquí nos limitamos a discutir brevemente la sobresimplificación analítica de los motivos.

La idea común de que la violencia mortal organizada entre conciudadanos debe ser motivada política o ideológicamente para que cuente como guerra civil, asume una pureza de motivos que difícilmente se da en la realidad concreta de las guerras civiles. Sin embargo, esta pureza de motivos tampoco se da del otro lado de las guerras civiles económicas. Aunque los dos subtipos de guerra civil difieren en sus motivos dominantes, ambos generan mezclas complejas de motivos. Nuestra clasificación dicotómica de guerras civiles describe tipos ideales. En su atribución de motivos, se basa en dos grandes simplificaciones analíticas: a) ignora la multiplicidad de actores involucrados en la organización de la violencia social, y b) pasa por alto la naturaleza híbrida de los motivos de los actores.

a) La multiplicidad de actores.

Las guerras se dan entre actores colectivos. La atribución de preferencias o motivos a actores colectivos tiene una larga tradición en el estudio de las relaciones internacionales, donde los académicos han tratado convencionalmente a los Estados nacionales como actores unitarios, lo que es una gran simplificación (Fearon, 1998). Lo mismo ocurre con respecto a las organizaciones armadas que operan dentro de los territorios de Estados nacionales.

Toda organización implica estructura: jerarquía, división del trabajo y distinción entre miembros y no miembros. Los motivos para participar en fenómenos de violencia colectiva normalmente divergen entre los individuos involucrados en diferentes niveles organizativos (Kalyvas & Kocher, 2010; Weinstein, 2007). Sería poco realista esperar que el programa político de un grupo armado, suponiendo que exista de manera concreta y coherente como una guía de acción, refleje fielmente los motivos internos de todos los involucrados en las actividades del grupo. Como Stathis Kalyvas ha documentado ampliamente (2006), la selección de víctimas civiles en las guerras civiles a menudo está impulsada por motivos personales vengativos que están enteramente desconectados de las grandes ideologías políticas que quizás justifiquen el conflicto a nivel macro.

b) La mezcla de motivos.

Los participantes en guerras civiles, sean predominantemente “políticas” o “económicas”, pueden seguir diferentes formas de racionalidad (Habermas, 1981). Pueden ser impulsados por consideraciones normativas (acción moral), intereses materiales (acción utilitaria) o emociones (acción expresiva). Las normas, los intereses y las emociones son motivos racionales para la acción. Están presentes tanto en la esfera política como en la economía. A menudo asumimos que los actores de la violencia política se mueven por cuestiones ideológicas, como justicia social o libertad política, mientras que los actores de la violencia económica se mueven por la expectativa de ganancias personales. Sin embargo, es común encontrar motivaciones utilitarias entre los actores que actúan en el reino de la política y no sería sorprendente lo contrario: motivos expresivos o morales en el ámbito criminal.

De hecho, tanto en la paz como en la guerra, los motivos raramente son puros. La mayoría de las veces, tanto en la vida ordinaria como en las guerras civiles, los actores combinan múltiples razones para justificar su actuación. En situaciones caracterizadas por el choque ideológico, la polarización acaba contaminando la esfera personal. Inversamente, experiencias personales que alimentan sentimientos de venganza son detonantes comunes de la participación política (Bateson, 2012; Wood, 2003).

Esta hipótesis, que es muy razonable para los participantes en conflictos políticos, a veces pasa desapercibida para los participantes en la violencia criminal, cuyo comportamiento es habitualmente hiperracionalizado para explicar todo dentro una lógica microeconómica, desde las mayores atrocidades hasta las negociaciones más refinadas. Es muy probable, sin embargo, que una buena parte de la violencia criminal no se ajuste en absoluto a las demandas de racionalidad económica. Incluso si las guerras civiles económicas como la guerra contra las drogas en México están motivadas principalmente por puro interés personal, sería sorprendente si su microdinámica real no contuviera motivos expresivos y morales (Schedler, 2018, pp. 52-57).

Justicia transicional y narcoviolencia

La llamada justicia transicional (JT) ha servido como un mecanismo auxiliar valioso para facilitar el brinco cualitativo tanto de la guerra a la paz como de regímenes dictatoriales hacia la democracia (o ambos) (Teitel, 2003). En los últimos años, han surgido discusiones intensas en México sobre la posible aplicación de experiencias de JT para permitir la pacificación del país, su salida de la narcoviolencia (véanse las propuestas elaboradas por CIDE & CNDH, 2018 y CMDPDH, 2019). Al hilo del mapa que hemos trazado en las secciones previas, nos preguntamos en esta parte final hasta dónde la JT podría ser útil o aplicable para la resolución de la guerra económica que asola el país.

Justicia transicional

En esencia, la JT es un mecanismo para lidiar con un pasado de violaciones de derechos humanos en un momento de “transición” hacia un nuevo orden político (de paz y democracia) que pretende garantizar que estas violaciones cesen y no se vuelvan a cometer.4 El supuesto básico de la JT es un cierto equilibrio de poder entre los contendientes: en transiciones a la democracia, los líderes autoritarios tienen suficiente fuerza como para evitar el objetivo perseguido por sus opositores (imponer justicia a los delitos cometidos por el régimen), pero no tanta como para perpetuar la dictadura sin mayor derramamiento de sangre; en guerras civiles, los aparatos armados (ejércitos, guerrillas) tienen suficiente capacidad como para prolongar la guerra, pero no tanta como para derrotar al enemigo. En ambos casos, los violadores de derechos humanos pueden bloquear la transición, pero difícilmente pueden imponer sus resultados preferidos.

La JT trata de responder a los “dilemas políticos” que enfrentan los defensores de derechos humanos en estas situaciones “transicionales” (Paige, 2009, p. 326). En estos contextos donde “la demanda por justicia y retribución obstaculiza la búsqueda por la paz” (Anonymous, 1996, p. 250), la JT ofrece una solución pragmática, transaccional, que propone intercambiar la impunidad (bajo determinados límites) por un objetivo superior (la paz o la democracia). Propone un compromiso entre los perpetradores de atrocidades que exigen cierto grado de impunidad, y sus víctimas, que exigen un mínimo de justicia, todo ello bajo inciertas condiciones de rendición de cuentas (Elster, 2004, cap. 7).

Este mínimo de justicia suele tener un elemento selectivo de justicia punitiva. La evidencia empírica acumulada indica que los esquemas de JT rara vez funcionan, sea para consolidar la democrática o para reducir violaciones a los derechos humanos, si no van acompañados por ciertas medidas de justicia punitiva contra perpetradores públicamente identificados (Olsen, Payne, & Reiter, 2010; Trejo, Albarracín, & Tiscornia, 2018; Dancy et al., 2019). Inevitablemente, estos castigos penales son selectivos, se limitan a ciertas categorías de perpetradores (a menudo en los escalones mayores de responsabilidad), a ciertas categorías de actos (los tipificados como crímenes por el derecho internacional) y se prevén amnistías amplias, rebajas de penas o penas alternativas a la cárcel. En ningún caso de JT en el mundo, ni en Sudáfrica, ni en Chile, ni en Túnez, ni en Colombia, ni en el Perú, por nombrar algunos de los casos más renombrados de las últimas décadas, la JT ha establecido la “justicia plena” como la exigiría el derecho penal. Ni siquiera las purgas colectivas de miembros de antiguos regímenes autoritarios llegan a ser completas. En su base de datos de justicia transicional personal (no penal), Bates, Cinar, & Nalepa (2019) encuentran que las purgas contra funcionarios de la administración saliente cubren desde alrededor de un 30 por ciento en Comoros hasta el máximo de 90 por ciento en Letonia, donde se les prohibió a los funcionarios excomunistas, pero no a los militares, presentarse a cargos de elección popular.

Así, la JT no impone “todo el peso de la ley” a los perpetradores, pero tampoco les da un pase gratis. Compensando por sus limitaciones obligadas en áreas de justicia punitiva, despliega otros elementos de su caja de herramientas: a) la verdad, establecida a veces en órganos especializados encargados de documentar las violaciones de derechos humanos realizadas por los grupos armados (“comisiones de la verdad”); b) la admisión de culpa por los victimarios y su arrepentimiento; c) la justicia restitutiva, por ejemplo, en forma de devolución de bienes confiscados o de compensaciones monetarias para las víctimas, y d) medidas para garantizar la no repetición de los actos (para un resumen, véase CIDE & CNDH, 2018, p. 3).

En contextos de transición, todos estos elementos adicionales a la justicia penal son valiosos y son ampliamente preferibles a la ausencia completa de justicia, es decir, al silencio, la impunidad y el olvido. Pero no conviene perder de vista que la JT es un compromiso pragmático que intercambia, en una situación extraordinaria de transición, la renuncia a una justicia penal plena por otros bienes. El término es entonces algo equívoco. Desde la perspectiva del derecho penal, sería quizás más apropiado hablar de “injusticia transicional” o “impunidad transicional”, si bien se trata de una impunidad puesta al servicio de un nuevo comienzo -lo que en la literatura suele llamarse el principio de la “no repetición”.

¿Cómo podría aplicarse el esquema de la JT a guerras civiles económicas y más en concreto, a la llamada narcoviolencia? De entrada, hay una serie de similitudes con los contextos clásicos de la JT (guerras civiles políticas y dictaduras en transición) que invitan su transferencia a la violencia criminal. Pero, como argumentaremos, hay una diferencia crucial que lo impide: la imposibilidad de inaugurar la paz por medio de un compromiso político al estilo de la JT.

Similitudes estructurales

Hay tres analogías fundamentales entre guerras civiles políticas y económicas en lo que se refiere a la aplicación de JT.

a) La correlación de fuerzas.

¿Por qué renunciaría una democracia (naciente) a una justicia plena? No es por gusto por la impunidad, sino por la consideración de bienes superiores que no son accesibles de otra manera. Lo que se compra al renunciar a la justicia punitiva plena es la democracia o la paz. La disposición a aceptar una suerte de justicia deficitaria surge de un diagnóstico del balance de poder: los victimarios son tan fuertes que pueden imponer condiciones para la transición. Si no se les garantiza cierta impunidad, no se sientan a negociar o patean el tablero si no están de acuerdo con los derroteros del proceso.

La impunidad sería así la garantía para los perpetradores de que aceptar las nuevas reglas del juego no supondrá un coste inasumible para ellos. En transiciones de dictaduras a democracias, los dictadores salientes se aseguran su cuota de impunidad a cambio de abrir la competencia entre partidos y aceptar los resultados electorales. En transiciones de guerras civiles, las partes en conflicto se aseguran su cuota de impunidad a cambio de deponer las armas y no volver a encender el conflicto armado. La impunidad es el cemento del nuevo comienzo.

El mismo cálculo esencial está detrás de las propuestas de JT para el México contemporáneo (CIDE & CNDH, 2018; CMDPDH, 2019). Los actores que defienden la aplicación de la JT a la narcoviolencia intuyen que, sin alguna medida de impunidad garantizada a los grupos armados, es imposible que se alcance la pacificación del conflicto. En este aspecto, no hay diferencia entre el uso de la JT en contextos políticos y económicos, puesto que en ambos el punto de partida es un empate de poder entre perpetradores armados y los defensores de la justicia.

b) La irrelevancia de motivos.

Como discutimos arriba, lo que distingue las “guerras civiles económicas” de las políticas son sus motivos dominantes. O por lo menos, ante la evidencia de motivos borrosos y mezclados, sus discursos dominantes: a diferencia de las guerras económicas, las políticas se realizan en nombre de ideales etéreos, como la justicia social, la liberación nacional o la redención religiosa. Muchas veces, la primera objeción contra la noción de aplicar procesos de JT a la narcoviolenca es moral: ¡con los criminales no se habla! El reclamo por justicia plena que fundamenta esta afirmación es moralmente comprensible. También surge ante negociaciones posibles con bandas armadas “políticas”. Recordemos, por ejemplo, al primer ministro español José María Aznar y su tajante “no se negocia con criminales”, en referencia al grupo armado separatista ETA. También en estos contextos políticos, la mera iniciación de conversaciones con grupos armados muchas veces genera acusaciones indignadas de alta traición (Anonymous, 1996, p. 251). Sin embargo, el uso de esquemas de JT es independiente de los motivos de los victimarios. No se aplica en reconocimiento a sus “buenas intenciones”, sino en reconocimiento de sus poderes de disrupción.

La ley moderna condena actos, no intenciones. Los participantes en guerras civiles políticas que cometen delitos suelen exigir ser tratados por la ley de manera diferente a los “criminales comunes” debido a sus intenciones políticas (Kirchheimer, 1972). Como suelen alegar, no matan por motivos pasionales o egoístas, sino por motivos superiores. La JT, sin embargo, no les concede ese estatus excepcional. El intercambio fundamental que establece la JT, de justicia limitada por paz y democracia, no implica un reconocimiento ni moral ni político de los motivos de los participantes. No es por respeto al fervor ideológico de las dictaduras o al sentido de justicia de los movimientos revolucionarios por lo que la JT les ofrece una dosis de impunidad. Les concede un tratamiento especial más bien por el poder político y la capacidad armada que aún conservan.

No hay, entonces, una diferencia moral entre hablar de JT con dictadores o guerrilleros o narcos. La JT no dignifica ni legitima su uso de la violencia. La cuestión relevante para la JT es si la impunidad (relativa) es un mal menor, si consigue comprarnos la democracia o la paz (o ambas) a partir de la condonación parcial de las violencias previas.

c) La impunidad condicionada.

Igual que en otros casos de JT, en México, la concesión central que haría el Estado sería la impunidad. A cambio, por ejemplo, de dejar las armas, disculparse públicamente, disolver sus organizaciones criminales, compartir información, colaborar con la justicia y pagar impuestos sobre sus fortunas malhabidas, los criminales verían canceladas (o rebajadas) las investigaciones, acusaciones o condenas que pesen sobre ellos por las atrocidades que hayan ordenado, cometido, o tolerado en el pasado. Podrían, en poco tiempo, integrarse a la vida pública y la economía legal con un historial penal limpio.

Aunque la impunidad condicionada suene escandalosa, recordemos que el intercambio de impunidad por “buen comportamiento” también existe en otras áreas del derecho, y no necesariamente para la consecución de objetivos tan grandes y loables como la paz o la consolidación democrática. Por ejemplo, en sistemas de testigos protegidos los acusados entregan información a cambio de una reducción de sus sentencias. En este caso, la maquinaria judicial renuncia a enjuiciar a algunos culpables a cambio de conseguir información sobre otros, sin que este trato suponga el inicio de una nueva justicia menos corrompida por este tipo de componendas. Algo parecido, aunque a escala masiva, ocurre en las amnistías fiscales, en las que las autoridades renuncian a cobrar una parte de la deuda fiscal histórica a cambio de que los contribuyentes morosos paguen una parte de los impuestos que deben. Aquí, lo que motiva el acuerdo tampoco es la búsqueda de un nuevo comienzo, sino algo mucho más prosaico: conseguir que los fugitivos de la justicia fiscal salden por lo menos una parte de su deuda a cambio de cancelar el resto. Una amnistía a las bandas criminales tendría una lógica semejante, incluso reforzada. Bajo el objetivo último de crear condiciones para la paz y la no repetición, formalizaría la amnistía fáctica ya existente de los grupos armados (su impunidad de facto) ante la imposibilidad de revertirla a través de los mecanismos establecidos del derecho.

Sin embargo, no hay que confundir las amnistías, sean colectivas o individuales, que aceptan ciertas injusticias (a cambio de beneficios superiores) con otras que tratan de remediarlas. Por ejemplo, en Estados Unidos, la Ley del Primer Paso (First Step Act) de 2018 trata de corregir las sentencias inequitativas y desproporcionales (y además sesgadas contra la población afroamericana) que se emitieron en décadas pasadas contra la posesión y venta de ciertas drogas como el crack. También la Ley de Amnistía aprobada por el Congreso mexicano y que entró en vigor en abril de 2020 no se inscribe en una lógica de justicia transicional. Más bien, pretende remediar graves injusticias del pasado, como penas excesivas por delitos menores contra la salud; penas de cárcel por aborto o por motivos políticos; o la condena criminal de personas no hispanohablantes sin defensa jurídica adecuada.

Impedimentos estructurales

Al lado de estas semejanzas fundamentales, hay algunas diferencias estructurales que complicarían la aplicación de la JT a grupos criminales. Por ejemplo, la violencia horizontal entre bandas criminales implica que haya víctimas en ambos lados. No está claro si algunos de ellos podrían acogerse al estatus de víctimas para exigir disculpas o recibir reparaciones (por ejemplo, en el Perú las víctimas de la represión del Estado no tienen derecho a reparaciones si tenían vínculos con Sendero Luminoso). Sin embargo, el mayor obstáculo contra la aplicación de la JT a la narcoviolencia mexicana reside en la previsible incapacidad del Estado de garantizar que la JT inaugure un “nuevo comienzo” en el que se cumpla el principio de la no repetición.

La finalidad de la JT es que sea realmente transitoria. El déficit de justicia que implica solamente tiene justificación como precio doloroso que se paga para inaugurar una era nueva: ¡borrón y cuenta nueva! No hay justicia plena para las atrocidades del pasado a cambio de que ya paren y no se repitan. En democracia, se terminan las violaciones sistemáticas de los derechos humanos por parte del Estado. Los perpetradores aceptan las nuevas reglas si se obvian las violaciones previas y se les respetan sus “intereses vitales.” En acuerdos de paz, los grupos armados aceptan renunciar a las armas si se implementan nuevas reglas del juego más inclusivas y un cierto grado de impunidad hacia la violencia del pasado. El riesgo central de aplicar elementos de JT a una guerra económica como la mexicana es hacer borrón de las atrocidades del pasado sin garantizar condiciones de “no repetición”, es decir, sin abrir una “cuenta nueva” (salvo de atrocidades renovadas).

La condición mínima para la paz es un acuerdo recíproco de no violencia. Una paz duradera exige más que la renuncia mutua a la agresión, pero no puede pedir menos. Las salidas negociadas de guerras civiles políticas generalmente requieren que los grupos no estatales acepten disolverse y desarmarse para integrarse a la vida política pacífica. El Estado, en cambio, no se desarma ni se disuelve, naturalmente, sino que asume la función de garante último de la paz negociada. Para poder cumplir con esta función, debe estar en condiciones de proteger a quienes queden desprotegidos en el acuerdo de pacificación. Y debe estar en condiciones de castigar a quienes no entren al pacto o se salgan de él. Aun en negociaciones de paz con pocos jugadores, como en Colombia o Afganistán, estas condiciones son difíciles de cumplir. En cambio, en un escenario como el mexicano, en el que un sinnúmero de bandos compite por un caudal abierto, variado e ilimitado de recursos, parecen imposibles de cumplir.

Como observamos anteriormente, en las guerras civiles económicas como la llamada “narcoviolencia” mexicana, se mezclan tres tipos de violencia: la violencia horizontal entre grupos criminales, su confrontación armada con el Estado, y su violencia predatoria contra la población civil. Un acuerdo de paz tendría que abarcar las tres dimensiones de la violencia organizada, y el Estado garante de esta paz tendría que estar en condiciones de vigilar e imponer su cumplimiento en ellas. ¿Cómo lo haría en el contexto actual, altamente fragmentado, en donde compiten alrededor de cien empresas criminales con gran capacidad armada y entrenadas en la violencia como mecanismo principal de resolución de disputas?

Solamente cuando el gobierno es capaz de hacer amenazas creíbles de detección y castigo a violadores de la paz en los tres ámbitos de violencia (contra el Estado, entre criminales, y contra la población), es posible garantizar la “no repetición”. Sin amenazas creíbles, sin capacidad de reforzamiento de los compromisos, dichas garantías no existen. Y sin estas, los grupos criminales no tendrían ningún motivo para firmar un acuerdo de paz y aun cuando lo hicieren, ninguno para cumplir con sus compromisos de desarme y paz. El reto es titánico.

El reto del enforcement, de hacer cumplir los acuerdos de pacificación, puede ser mayúsculo en las salidas negociadas de conflictos políticos. Los opositores al acuerdo o hasta los mismos firmantes pueden prolongar la violencia si el Estado no tiene la capacidad de monitorear y castigarlos. En hipotéticas salidas negociadas de conflicos económicos, en cambio, este reto sería titánico y probablemente insuperable por un problema sistémico grave: la dinámica central de las guerras civiles económicas es la competencia económica armada por ganancias y rentas que no desaparecen ni por decreto ni por acuerdo. Los cárteles de la droga no luchan por agravios que se puedan suavizar mediante reformas políticas. Luchan por mercados, poblaciones y recursos públicos que “alguien” querrá seguir explotando aun cuando ellos prometan abandonarlos. La estructura existente de oportunidades económicas genera efectos de sustitución: cuando algunos actores armados acepten retirarse de cierto “negocio,” abren la puerta para que entren otros.

Además, las oportunidades económicas que pueden explotar los actores armados no están dadas de antemano. Más bien, son abiertas y hasta cierto punto, imprevisibles. La violencia es “productiva” porque crea sus propias oportunidades de ganancia. Si (simplificando un poco) en las guerras políticas, los agravios generan la violencia, en las guerras económicas, la violencia genera las ganancias. La naturaleza variable y “endógena” de los objetivos concretos de la violencia económica produce otros efectos de sustitución: cuando el Estado logra cerrar algunas fuentes de ingreso ilícito (como el huachicoleo), las empresas armadas fácilmente pueden virar hacia giros comerciales alternativos (como la extorsión).

Entonces, el problema de llegar a un acuerdo con los actores armados y de hacerlo efectivo, no solamente deriva de su fragmentación extrema, sin paralelos en el mundo de las guerras políticas. El problema deriva de la reproducción incesante de la competencia económica entre las empresas armadas. Se retiran actores y surgen otros, se cierran mercados y se abren nuevos.

Es cierto que los acuerdos de paz con movimientos armados políticos suelen ser firmados por Estados también relativamente débiles. Pero pueden resultar exitosos cuando los mismos acuerdos generen suficientes incentivos para su cumplimiento. Ya que el conflicto central de los movimientos armados políticos es con la naturaleza del régimen, aun un Estado relativamente débil puede intentar resolverlo si atiende las causas últimas de dicho conflicto (los agravios históricos). Una vez que los grupos violentos hayan alcanzado lo que realísticamente puedan alcanzar por medio de la violencia (como ciertas reformas estructurales y su inclusión en el juego político), seguir el camino de la violencia pierde sentido. En las guerras económicas, en cambio, un Estado relativamente débil no puede ni satisfacer ni disolver los motivos de la violencia. La dinámica autorreproductiva de la competencia económica violenta aborta cualquier rango de ofertas programáticas políticamente factibles que el Estado pueda sugerir a cambio del fin de la violencia criminal. Concretamente, aun cuando un buen número de organizaciones criminales aceptaran firmar un acuerdo de desarme y renuncia a la violencia, el Estado tendría que estar en condiciones de:

  • asegurar que los firmantes efectivamente cumplan sus compromisos;

  • garantizar que también sus empleados los cumplan, sobre todo, su personal de seguridad y sus trabajadores de violencia subcontrados;

  • identificar y castigar tanto a quienes incumplan o se salgan de los acuerdos, como a aquellos que no los firmaron;

  • proteger a la ciudadanía, y por extensión a la sociedad civil, los partidos políticos y a la administración pública, de quienes no hayan firmado los acuerdos o los estén incumpliendo;

  • proteger a los firmantes de sus rivales internos y externos que no hayan firmado o no estén cumpliendo sus compromisos;

  • proteger a los firmantes de la venganza de sus víctimas pasadas en la sociedad civil y del Estado; e

  • impedir que personas u organizaciones sucesoras entren en los mercados ilegales de los que se hayan retirado los firmantes de la paz o que aprovechen oportunidades criminales abiertas por el proceso de JT (como la extracción de rentas distribuidas a través del sistema de reparaciones).

Obviamente, si el Estado estuviera en condiciones de garantizar todo eso, no tendría ninguna necesidad de negociar nada, ni la paz duradera ni la justicia transicional. Podría aplicar la justicia a secas. El drama del Estado es que el acuerdo de paz solo es necesario cuando su debilidad le impide imponer la ley; pero solamente es capaz de hacer cumplir un acuerdo cuando es suficientemente fuerte (y su reputación de fortaleza también es lo suficientemente creíble) como para garantizar su éxito. Atrapado en este círculo, un acuerdo de JT no podría acabar con la guerra civil económica. Más bien, haciendo concesiones de justicia bajo condiciones que el Estado no puede garantizar, el acuerdo seguirá alimentando la guerra con el combustible perfecto: la impunidad.

Al igual que las amnistías fiscales que suelen generar nuevas oportunidades delictivas si no incrementan el coste de la evasión fiscal, esquemas de JT que acepten impunidad con bajos niveles de justicia punitiva simplemente reforzarían las organizaciones criminales. Las autodefensas colombianas transformadas en las llamadas Bacrim (Bandas criminales) ilustran la dinámica. Varios estudios demuestran que la incapacidad del Estado para desactivar los mercados ilegales permitió la transición de las autodefensas hacia empresas ya abiertamente criminales, sin la cobertura ideológica que antes les daba la lucha contra las guerrillas (Uprimny et al., 2007, p. 229; Theidon, 2007).

En la guerra civil económica, entonces, un acuerdo entre el gobierno y algunos grupos criminales conseguiría muy poco. Aun cuando las fuerzas de seguridad dejaran de perseguir a los grupos que firmaran el acuerdo (y se les garantizara el control de sus negocios criminales), todavía quedarían a la merced de sus competidores. Y aun si todos los grupos firmaran y cumplieran el acuerdo de paz, la puerta quedaría abierta para la entrada de nuevos grupos criminales que aprovecharan las grandes oportunidades criminales abiertas por la salida de los grupos existentes. Sin un nuevo marco normativo e institucional que seque de manera efectiva las fuentes de las principales actividades criminales (extracción de rentas y producción, trasiego y venta de substancias y mercancías ilegales), el Estado adolece de las herramientas necesarias para ser garante de un pacto transicional que alumbre un nuevo comienzo.

Conclusión

En este texto hemos destacado que las guerras civiles de raíz política y las de raíz económica tienen muchos aspectos en común, lo que a priori abonaría la aplicación de esquemas de JT a la pacificación de guerras civiles económicas. Hemos resaltado también que el intercambio moral que implica la JT (paz o democracia por justicia punitiva parcial), solamente se justifica en términos consecuencialistas: si es efectiva en obtener lo que promete conseguir. Lamentablemente, a pesar de varias analogías estructurales con guerras civiles políticas, la estructura de la violencia societal organizada en México implica que la JT no es una transitable para construir la paz y el Estado de derecho que todos anhelamos. Para que la JT fuera viable, necesitaría que un Estado de derecho fuerte ya existiera previamente como garante eficaz y creíble de la paz. En el contexto actual de “narcoviolencia” dispersa y endémica, el círculo fatal es inescapable: siendo su objetivo principal, el Estado de derecho es una precondición necesaria de la justicia transicional en presencia de violencia criminal.

En las guerras políticas, los acuerdos de paz reducen la violencia hacia arriba de los grupos armados a cambio de impunidad y presencia en el juego político. Los acuerdos de paz para frenar la narcoviolencia también obligarían a los grupos armados a que renuncien a la violencia (entre ellos, hacia los ciudadanos y hacia el Estado) a cambio de impunidad. Pero ni el Estado puede garantizar esto, ni los grupos pueden atarse las manos para cumplirlo.Un acuerdo de pacificación sería inservible, mientras el Estado no cuente con las herramientas necesarias para secar las fuentes que alimentan la violencia. En ausencia de esas herramientas, cualquier iniciativa de JT corre el riesgo de formalizar la impunidad de facto para crímenes pasados sin inaugurar una nueva era de paz relativa y justicia. Es decir, corre el riesgo de hacer borrón sin cuenta nueva.

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1Agradecemos a tres dictaminadores anónimos sus excelentes comentarios. Por supuesto, los errores que hayan quedado en el texto son responsabilidad nuestra.

2Una guerra, de acuerdo con su definición léxica y minimalista, es “lucha armada entre dos o más naciones o entre bandos de una misma nación” (Diccionario de la Lengua Española, www.dle.rae.es).

3Reconocemos que nuestra propuesta conceptual tiene implicaciones prácticas complejas. A menudo, los gobiernos usan la retórica de la guerra para tratar a los miembros de grupos armados, no como criminales a castigar, sino como enemigos a eliminar (Kahn, 2011). Al mismo tiempo, reconocer la narcoviolencia de manera formal como “conflicto armado no internacional” en el marco del derecho humanitario internacional sería un paso controvertido, pero podría ayudar a atemperar la violencia (Anaya-Muñoz & Kalmánovitz, 2018).

4Aunque existen algunas aplicaciones de JT desconectadas de procesos de transición —como los tribunales para mujeres en Sarajevo (Clark, 2016)—, en general se asume que la JT rara vez puede ser aplicada si no existe una transición que le dé sustento formal (Uprimny et al., 2006).

Recibido: 30 de Septiembre de 2019; Aprobado: 19 de Agosto de 2020

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