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Perfiles latinoamericanos

Print version ISSN 0188-7653

Perf. latinoam. vol.29 n.57 México Jan./Jun. 2021  Epub Sep 06, 2021

https://doi.org/10.18504/pl2957-001-2021 

Artículos

Desde el estructuralismo al neoestructuralismo latinoamericano: retomando la ruta prebischiana del poder

From structuralism to neo-structuralism: Retrieving the Prebischian path of power

Víctor Ramiro Fernández* 

Emilia Ormaechea** 

* Doctor en Ciencia Política por la Universidad Autónoma de Madrid. Investigador independiente del CONICET y director del Instituto de Humanidades y Ciencias Sociales del Litoral, Argentina | rfernand@fcjs.unl.edu.ar

** Magíster en Ciencias Sociales por la Universidad Nacional del Litoral. Becaria doctoral del CONICET, Instituto de Humanidades y Ciencias Sociales del Litoral, Argentina | eormaechea@fcjs.unl.edu.ar


Resumen:

Este artículo analiza cómo el paso del estructuralismo al neoestructuralismo latinoamericano se caracterizó por el desplazamiento del rol que juegan las relaciones de poder en distintas dimensiones analíticas, a saber: en la formación histórica de las estructuras productivas periféricas, en las relaciones de conflicto, en el excedente, en el rol de la industrialización como estrategia de desarrollo, en la intervención del Estado, y en la dimensión espacial. Finalmente, se argumenta la importancia de recuperar estas dimensiones en toda propuesta orientada a actualizar el pensamiento latinoamericano del desarrollo a partir de establecer un diálogo entre estructuralismo y neoestructuralismo.

Palabras clave: CEPAL; desarrollo; América Latina; Prebisch; periferia; capitalismo; conflicto

Abstract:

This paper analyzes how the shift from structuralism to neo-structuralism is characterized by a displacement of the role played by the relations of power in several analytical dimensions, namely: the historical formation of peripheral productive structures, the conflictual relations, the surplus, the role of industrialization as a development strategy, the state’s intervention, and the spatial dimension. Finally, the importance of recovering these dimensions is highlighted in order to update the Latin American development thought by promoting a dialogue between structuralism and neo-structuralism.

Keywords: ECLAC; development; Latin America; Prebisch; periphery; capitalism; conflict

Introducción

Poco después del fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando el capitalismo estadounidense se consolidaba como hegemónico y comenzaba la Guerra Fría, en América Latina se creó la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). En este organismo, bajo el liderazgo de Raúl Prebisch, se generó la contribución más original para la comprensión de los problemas de las economías latinoamericanas desde una perspectiva crítica, colocando progresivamente el problema del conflicto y el poder en el centro del análisis de las trayectorias diferenciadas del desarrollo.

Sin embargo, desde mediados de la década de 1970, la propia CEPAL que Prebisch había contribuido a gestar experimentó un viraje neoestructural. Este viraje venía a constituir un solapamiento y, a la vez, un alejamiento de la probablemente más iracunda etapa de Prebisch, que se mostraba en muchos sentidos más explícitamente comprometido con los caminos que debía enfrentar el desarrollo latinoamericano ante la inminente contraofensiva conservadora y neoliberal impulsada por Thatcher y Reagan (Toye, 1987). Paradójicamente, en ese contexto surgió una CEPAL de nuevo cuño que, bajo una pretendida intención de continuidad (Leiva, 2008), conformaría un nuevo aparato conceptual y un relato aggiornado para enfrentar los desafíos de las entonces recientes transformaciones del capitalismo, su nueva arquitectura científico-tecnológica y su renovado perfil de reproducción espacio-temporal vinculado a la globalización neoliberal.

A pesar de presentarse como heredera del estructuralismo e intentar marcar diferencias con el enfoque neoclásico dominante hacia los ochenta (Bitar, 1988), la CEPAL asumió en realidad un papel progresivamente secundario y subalterno respecto del dominio que adquirieron los organismos financieros internacionales, que monopolizaron los análisis bajo aquella contrarrevolución conservadora, sobre todo bajo el protagonismo creciente del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.

En su deseo por sobrevivir al nuevo escenario, el neoestructuralismo representó el inicio de una abrupta divergencia con el planteo prebischiano, precisamente en el mismo momento en que Prebisch relanzaba el análisis estructuralista. En dicha divergencia jugará un papel central el desplazamiento de la dimensión del poder para la problematización del desarrollo latinoamericano, y la relativización de conceptos que, si bien habían sido centrales en el estructuralismo, se sospechaban anacrónicos en este nuevo contexto.

Para explicar dicho proceso, este artículo presenta en principio la concepción centro-periferia del estructuralismo latinoamericano. Luego analiza la relación de poder que se forja a partir de ese vínculo. Seguidamente se analizan seis dimensiones que dan cuenta del desplazamiento de la dimensión del poder que acompañó la configuración teórica del neoestructuralismo cepalino, mismas que explican una divergencia no siempre bien reconocida, pero de la cual se desprenden consecuencias no secundarias para analizar y actuar frente a los procesos actuales. Esas dimensiones refieren a la relación analítica entre el poder y la historia y la formación de las estructuras, el conflicto, el excedente, la industrialización, el rol del Estado y la dimensión espacial. Luego de analizar cada desplazamiento, se argumenta la importancia de recuperar estas dimensiones en toda propuesta orientada a actualizar el pensamiento latinoamericano del desarrollo a partir de establecer un diálogo entre estructuralismo y neoestructuralismo.

La concepción centro-periferia del estructuralismo latinoamericano

El argumento central de los estructuralistas partía de concebir al capitalismo como un sistema compuesto por economías centrales y periféricas, de acuerdo con la desigual capacidad de unas y otras para generar y apropiarse de los frutos del progreso técnico (CEPAL, 1951; Prebisch, 1949). Los países centrales se caracterizaban por contar con estructuras productivas homogéneas y diversificadas. En estas economías, la técnica moderna se había expandido uniformemente por sus distintos sectores, de manera que estos operaban con niveles de productividad similares. Por su parte, las economías periféricas tenían estructuras productivas heterogéneas y especializadas. En estos casos, la técnica moderna solo se había diseminado en las actividades directamente vinculadas con la exportación de recursos naturales demandados por los países centrales para su proceso de desarrollo. Los demás sectores de la economía operaban con niveles muy bajos de productividad (CEPAL, 1951).

De acuerdo con los estructuralistas, eran varios los problemas asociados a este tipo de estructura productiva. Por un lado, el deterioro de los términos de intercambio de los bienes primarios en relación con los industriales actuaba limitando progresivamente la capacidad de importación de la periferia (Prebisch, 1949). Por otro, la cantidad de recursos naturales exportados por la periferia no era suficiente para afrontar las necesidades económicas de su desarrollo. Producto de la baja elasticidad ingreso-demanda de los países centrales respecto de los recursos naturales, se manifestaba una tendencia al desequilibrio entre la demanda efectiva del centro y lo que los países periféricos debían exportar para cubrir las crecientes importaciones (CEPAL, 1951). Además, este esquema de especialización productiva hacía que la periferia quedara relegada a una posición vulnerable en relación con los ciclos económicos del centro, que careciera de un motor de crecimiento endógeno y que dependiera de la demanda de los países centrales. Por último, la existencia de una estructura productiva heterogénea implicaba consecuencias negativas en la distribución del ingreso de los países periféricos (Pinto, 1965).

El vínculo centro-periferia y el poder como principal elemento de esa relacionalidad

La última etapa productiva de Prebisch estuvo orientada a destacar la importancia de la dimensión espacial de las relacionalidades que condicionan o potencian el desarrollo, centrada en el mencionado vínculo centro-periferia (Prebisch, 1976, 1978, 1980, 1981). En este marco, Prebisch recuperó un elemento fundamental del estructuralismo cepalino que se refería a esa relación como parte del proceso global desde el cual debía analizarse críticamente el capitalismo latinoamericano y sus problemas para el desarrollo.

El vínculo centro-periferia constituye en esencia una relación de poder que se sustenta en la capacidad del primero de influir desautonomizadoramente sobre los espacios periféricos, condicionando su comportamiento y ajustándolo a las necesidades y requisitos reproductivos del centro. Su constitución y desarrollo están dados por una dinámica histórica de desigual generación y apropiación de los frutos del progreso técnico por parte de un centro hegemónico que, a partir de ello, establece una relación reproductiva desigual en cuanto a la capacidad de captura del excedente. Este aspecto involucra al centro y a los diferentes estratos que operan al interior de los espacios nacionales periféricos consolidando así la heterogeneidad socioproductiva (Prebisch, 1976, 1980, 1981). De esta manera, el complejo trade-off entre aspectos externos e internos, históricamente interrelacionados (Cardoso & Faletto, 1969) y que refuerzan la condición periférica, limita la capacidad de incorporar, desde esta última, formas dinámicas de inserción externa y de inclusión e igualación interna.

Esa relación de poder y desigualdad entre centro y periferia forma una base contradictoria e inestable entre ambos elementos del binomio (Prebisch, 1976). Ello es producto de la incompatibilidad de los requerimientos de la industrialización en la periferia, de los condicionamientos que el centro impone a esa estrategia, y del debilitamiento de la autonomía decisional de la propia periferia para avanzar en dicho proceso. Precisamente, esa forma contradictoria -de la que, como veremos, se desprenden demandas e intereses conflictuales- requiere ser atendida como condición para cualquier estrategia de desarrollo a emprender desde la periferia.

El desplazamiento de la consideración de esa relación por parte del neoestructuralismo conlleva una colisión con la demanda del último Prebisch (1980) respecto a pensar el desarrollo en el marco de una transformación estructural, que tiene al vínculo centro-periferia como epicentro del cambio para alcanzar un patrón socioproductivo más diversificado y menos heterogéneo. En definitiva, se trata de democratizar los frutos asociados al incremento de la productividad y lograr una vinculación externa sostenida en la industrialización, combinada con el fortalecimiento de una capacidad más endógena, igualitaria e inclusiva de acumulación. La recuperación de una autonomía decisional en el marco de pugnantes intereses del centro que buscan restringirla, resultaba tan fundamental como el reconocimiento de las relaciones de poder -con el centro y los estratos que se enlazan directa y beneficiosamente con él-, cuya reversión desde la periferia se presenta como una condición sine qua non para esa recuperación.

El neoestructuralismo fue desactivando esa categoría en al menos seis campos específicos. Es decir, terminó desactivando la centralidad de diversas dimensiones asociadas al poder que constituyeron la esencia del estructuralismo original, ante la pretendida continuidad y actualización manifestada por la CEPAL hacia la década de los noventa. Cada una de esas dimensiones se analiza a continuación.

Los seis desplazamientos del poder

Poder, historia y estructura

Uno de los elementos característicos del estructuralismo latinoamericano fue el empleo de una metodología de análisis histórico (Boianovsky, 2015) que fortalecía el reconocimiento de las especificidades de las economías latinoamericanas en el capitalismo mundial. La identificación de la relación centro-periferia se explicaba por la dinámica histórica que asumió la generación, apropiación y expansión desigual del progreso técnico, y al modo en cómo, en función de ello, se fue conformando una división internacional del trabajo que terminó relegando a América Latina a una posición subordinada y dependiente de las economías centrales (Prebisch, 1949).

Sin embargo, esta especificidad del estructuralismo basada en un triángulo en el que interactúan poder, historia y estructura, será desplazada en el abordaje neoestructuralista. Este adoptará, en cambio, una perspectiva que no concibe las particularidades de las economías latinoamericanas ni su actual posicionamiento como resultado de un proceso histórico, comandado y controlado por los países centrales, donde las lógicas e intereses de sus Estados y actores económicos colisionan con las de aquellos posicionados en la periferia. Así, la matriz analítica estructuralista se reemplazará por una perspectiva enfocada en la colaboración entre actores públicos y privados para la promoción de una competitividad de tipo sistémica que permita el desarrollo (CEPAL, 1990).

De acuerdo con el planteo inicial de los estructuralistas, las características que asumían las estructuras productivas latinoamericanas se entendían a partir de un análisis diacrónico que contemplaba la dimensión histórica de forma central. Así se comprendían las especificidades que a lo largo del tiempo fueron asumiendo las mismas, y cómo se habían ido conformando determinadas relaciones de poder entre las estructuras (relación centro-periferia) y a su interior (entre los distintos estratos sociales).

El análisis histórico demostraba el proceso espacialmente desigual de generación y apropiación de los frutos del progreso técnico. Mientras la técnica moderna y los incrementos de productividad se fueron expandiendo por todo el aparato productivo de los grandes centros industriales, en los países periféricos la técnica moderna solo se desarrolló en las actividades de exportación primaria orientadas a los centros industriales, y estimuladas por las necesidades del desarrollo de estos países (CEPAL, 1951). Así, al adoptar una modalidad de inserción internacional basada en la exportación de recursos naturales, América Latina fue reafirmando y perpetuando una estructura productiva especializada y sumamente heterogénea en términos sectoriales, sociales y espaciales (Furtado, 1965, 1968; Pinto, 1965).

Este análisis histórico ofrecía un argumento que iba más allá de las variables puramente económicas para entender los problemas del desarrollo latinoamericano (Furtado, 1952, 1968). Las características que asumía su matriz estructural en términos productivos y de empleo (y subempleo), históricamente configurada, y las instituciones de la periferia (como los sindicatos y el Estado), terminaban por generar y reproducir una trayectoria que se alejaba cada vez más de los países centrales y condicionaba negativamente la calidad de vida en la región (Furtado, 1952; Prebisch, 1949).

Durante los años siguientes a la creación de la CEPAL, el estructuralismo fue complejizando sus análisis y revalorizando las dimensiones políticas y sociales desde una perspectiva histórica. En dichos análisis cobró fuerza el reconocimiento de las relaciones de poder no solo en términos de centro-periferia -ya identificado-, sino al interior de la misma periferia, y cómo ello influyó en la configuración (y no alteración) de un patrón de acumulación primarizado y heterogéneo. Las contribuciones asociadas particularmente a esta etapa “tardía” del estructuralismo cepalino (Ormaechea & Fernández, 2018) destacaban que la conformación de dicho patrón de acumulación orientado “hacia afuera” no había sido impuesto “desde afuera”, sino que su configuración se debía a la decisión de las clases dominantes latinoamericanas de reproducir una estructura socioeconómica orientada a la exportación de recursos naturales, aceptando como ventajosos determinados modelos comerciales que eran, en realidad, subordinantes y excluyentes. Así, la especificidad de las economías periféricas debía buscarse en la comprensión de los procesos políticos y sociales que, a través de variables endógenas y exógenas, se fueron interrelacionando históricamente, conformando una matriz estructural particular, distinta a la de las economías centrales (Cardoso & Faletto, 1969; Quijano, 1968).

Esta complejización de la matriz analítica cepalina fue asimismo contextual a los debates de los “estilos de desarrollo” que cobraron fuerza en América Latina en general, y en la CEPAL, en particular, desde fines de los sesenta y mediados de los setenta (Cendes, 1969; Graciarena, 1976; Pinto, 1976; Varsavsky, 1971; Wolfe, 1976). Estos debates abordaban la creciente disconformidad respecto de los resultados obtenidos con la estrategia industrializadora -promovida en gran medida por la CEPAL-, y el concepto de “desarrollo” en sí mismo; es decir, en cuanto a su conveniencia, viabilidad y significado (Wolfe, 1976). En un escenario capitalista más complejo mediado por importantes transformaciones tecnológicas, productivas y espaciales, se ponía en discusión cuáles eran las posibilidades de mejorar la inserción internacional de las economías latinoamericanas, y cuáles serían los actores e instituciones que eventualmente asumirían el desafío del desarrollo latinoamericano. En definitiva, había un reconocimiento explícito de que cualquier estrategia de desarrollo estaba condicionada por la estructura de clases y poder presente en América Latina (Graciarena, 1976).

Ahora bien, este marco analítico referente a la configuración histórica de las estructuras productivas latinoamericanas quedó notablemente desplazado con la llegada del neoestructuralismo.

Desde la perspectiva de la CEPAL, el neoestructuralismo fue presentado como una revisión y actualización de sus ideas originales frente a las limitaciones del estructuralismo y la pretendida estrategia de industrialización por sustitución de importaciones (ISI).1 Pero este renovado discurso también fue resultado de un particular contexto de discusión signado por la “década perdida” (Bielschowsky, 1998), la crisis de la deuda y el avance del neoliberalismo en la región (Harvey, 2007). En ese sentido, la renovación neoestructuralista no fue ajena a los requerimientos impuestos por el Consenso de Washington, que marcaron un contexto de presiones favorables a la relativización de los aspectos que fueron constitutivos de los cimientos analíticos del estructuralismo.

En definitiva, la trayectoria histórica sobre la que se edificó la relación centro-periferia y las relaciones de poder desiguales que obstaculizaban el desarrollo fue diluida, remitiendo al pasado básicamente para desacreditar la ISI. La progresiva imposición de este diagnóstico, y las sugerencias antiintervencionistas, liberalizadoras y privatizadoras contenidas en los planes de ajuste estructural, inspiraron un cambio de paradigma de desarrollo (Moreno-Brid, Pérez, & Ruiz, 2004), que fue alentado desde distintos campos académicos y comunicacionales, desde los organismos de financiamiento internacional con epicentro en Washington y desde las propias experiencias de los gobiernos que cursaron la región.

Condicionada por este contexto (Bitar, 1988), la CEPAL tomó distancia de tal examen histórico estructural para concentrar su atención en la forma de atender los estrangulamientos contemporáneos que devenían de la crisis de la deuda y los múltiples desajustes desde una perspectiva alternativa al enfoque neoliberal -o neoclásico- ahora dominante (Ocampo, 2005). Esta reorientación implicó cambios analíticos en el campo temporal y en el disciplinar. En lo temporal, el neoestructuralismo criticó el abordaje histórico del estructuralismo y la falta de atención a los aspectos de financiamiento e instrumentos de política para responder al nuevo contexto (Bitar, 1988), y orientó el análisis a los aspectos de corto plazo (Lustig, 1988). Aunque el neoestructuralismo luego procuró recuperar la dimensión de largo plazo propia del estructuralismo (Berthomieu, Ehrhart, & Hernández-Bielma, 2005; Ffrench-Davis, 1993), no retomó un abordaje centrado conceptual y metodológicamente en las formas en que estructuras y poder se conforman históricamente dando lugar a las relaciones centro-periferia (Furtado, 1965). En lo disciplinar, y como consecuencia de lo anterior, el abordaje multidisciplinar que el estructuralismo había cultivado en las dos décadas posteriores a su creación enfocándose en el triángulo historia, estructura y poder, cedió ante el predominio de las dimensiones analíticas económicas, orientando la discusión del desarrollo al desenvolvimiento de los factores productivos, en especial el tecnológico (CEPAL, 1990). Paradójicamente, ese distanciamiento de las cuestiones del poder y el conflicto como elementos fundamentales en la explicación de la conformación histórica de las estructuras productivas periféricas y la inalterabilidad de las mismas ganó lugar en un contexto transicional en el cual el mismo Prebisch procuraba revalorizar esas mismas dimensiones (Prebisch, 1976, 1978, 1980, 1981).

Bajo esta nueva impronta neoestructuralista, el concepto de heterogeneidad estructural sufrió cambios sustantivos en su abordaje. El entendimiento de esta característica distintiva de la estructura productiva latinoamericana (Pinto, 1965) quedó alejado de un marco analítico estructural que lo conciba como resultado de la trayectoria histórica del capitalismo en su expansión mundial, en la cual se configuran distintos espacios de acumulación y apropiación diferenciada del excedente, y en la que los estratos dominantes de la periferia cumplen un rol de primer orden en la conservación de dicho patrón de acumulación. En su lugar, la heterogeneidad estructural pasó a abordarse como un desacople en relación con las tendencias tecnológicas mundiales, la inadecuada especialización productiva y los límites para difundir el progreso técnico (Chena, 2010).

La pérdida de reconocimiento de las relaciones históricas que forman los vínculos centro-periferia y la especificidad de esta última abonó a una transformación de las nociones de asimetrías y jerarquías. Aunque sin desaparecerlos, el neoestructuralismo asoció dichos conceptos a la distribución desigual de la riqueza y el ingreso en tanto resultado de diferentes factores socioeconómicos como la concentración de la propiedad, la inadecuada inserción externa, y/o una estructura institucional y educativa frágil (Berthomieu et al., 2005).

En consecuencia, bajo el neoestructuralismo, el desafío para América Latina pasa por asimilar los nuevos paradigmas tecnológicos en su estructura productiva, principalmente desde una perspectiva asociada a los enfoques neoschumpeterianos y evolucionistas que destacan la importancia del conocimiento, la transferencia de tecnologías y el aprendizaje tecnológico para generar un tipo de competitividad sistémica (CEPAL, 1990), a partir de la conformación de redes de colaboración entre actores públicos y privados (Cimoli, Porcile, Primi, & Vergara, 2005).

Por lo demás, en este esquema analítico no hay contradicciones ni conflictos de intereses, ni en términos centro-periferia -ante un eventual reposicionamiento de esta última- ni dentro de los estratos que operan dentro de la periferia -supuestamente orientados a desarrollar prácticas de cooperación para la transferencia tecnológica y el aprendizaje-. Ello significa un desplazamiento de la consideración de las formas de poder construidas históricamente, tanto al interior de la periferia como en su relación con el centro, y de los intereses y contradicciones de allí derivados. Incluso, debido a este viraje -y como analizaremos en la dimensión espacial-, el neoestructuralismo terminó desplazando el concepto de estructuras productivas periféricas y pasó a abordar los problemas para el desarrollo de América Latina desde el enfoque de un patrón universalista que destaca el atraso relativo de las economías -sobre todo de las empresas- frente a la frontera tecnológica mundial.

Poder, sistema y conflicto

Por lo indicado, la vinculación formativa del poder y sus estructuras históricas entrañan la configuración de procesos que son conflictuales. El poder implica una capacidad diferenciada de imponer lógicas y voluntades, y se expresa en la forma conflictual que asumen las reacciones ante dicha imposición. En el caso del estructuralismo, la dinámica histórica daba cuenta de la conformación de un poder diferenciador entre actores, espacios y Estados centrales y periféricos. Al mismo tiempo, al interior de la periferia se recreaba ese poder diferenciador, dando lugar a coaliciones de poder que conformaban un sistema poblado por lógicas conflictuales, en cuya resolución deben explicarse los procesos de cooperación que son fomentados por el neoestructuralismo.

Inicialmente, la identificación de economías centrales y periféricas daba lugar al reconocimiento del capitalismo como un sistema jerárquico y desigual. Las estructuras productivas de los países centrales, diversificadas y homogéneas, junto con las propiedades que asumían sus instituciones -principalmente el Estado y los sindicatos- las ubicaban en una posición ventajosa que les permitía sortear las contradicciones inherentes a los periodos menguantes de la economía y desplazarlas hacia la periferia. En ese marco, el conflicto aparece como un elemento central (aunque no explícito en principio) para explicar la reproducción de los espacios diferenciados de acumulación. Permeado por la relación contradictoria capital-trabajo, ello puede observarse en al menos tres dimensiones: al interior de los países centrales, en la relación centro-periferia, y al interior de los países periféricos.

En primer lugar, el análisis cíclico de Prebisch (1949) señalaba que en épocas de crecimiento económico, una parte de las ganancias obtenidas en el centro se traducía en alzas salariales por la acción organizada de los obreros a través de los sindicatos. El hecho de que una parte de estas ganancias se convierta en alzas salariales y pierda su fluidez tenía consecuencias importantes durante los periodos de menor crecimiento de la economía. Concretamente -y de nuevo, como producto de la acción organizada de los sindicatos-, los actores empresariales se enfrentaban a una resistencia organizada ante la amenaza de reducir la remuneración de la fuerza de trabajo. El modo en cómo se resolvía este conflicto fundamental, derivado de una contradicción básica de las relaciones sociales capitalistas (capital-trabajo), era desplazándolo hacia la periferia.

Tal desplazamiento da lugar a la segunda dimensión conflictual que se expresa en términos sistémicos. Ante la dificultad de reducir las remuneraciones de los trabajadores del centro, la presión se traslada entonces a la periferia, en particular mediante los precios con los que los países centrales y periféricos intercambian sus productos de exportación. El concepto bien conocido de “deterioro de los términos de intercambio” (Prebisch, 1949) no solo explica la capacidad de los países centrales de apropiarse de los beneficios derivados del progreso técnico, sino que da cuenta, implícitamente, de la relación conflictual entre las dimensiones capital-trabajo y centro-periferia, lo cual perpetúa y reproduce la subordinación de las economías periféricas respecto de las centrales.

En tercer lugar, el conflicto capital-trabajo también se expresa en las economías periféricas, aunque con características diferentes al centro. La matriz estructuralmente heterogénea y la existencia de una gran cantidad de trabajadores subempleados o desempleada o, que actúa como un ejército de reserva, tiende a mantener bajos los salarios, sin que se incrementen como en los países centrales. Además, los incrementos de productividad que no son distribuidos a los trabajadores tampoco son retenidos por los empresarios. Una parte del fruto del progreso técnico que se genera en la periferia se transfiere a los centros a través de los precios pagados por los bienes importados. Por su parte, las instituciones de los países periféricos también son diferentes y expresan una mayor desorganización de los trabajadores, al tiempo que una menor capacidad para evitar que los exiguos aumentos de sus remuneraciones no se pierdan en épocas de menguante. Los mecanismos de apropiación y distribución del excedente son entonces más concentrados, limitados y excluyentes que en los países centrales.

En este marco, las modalidades que caracterizan la apropiación (mayormente) desigual del excedente en la periferia se traducen en una dinámica que obtura el proceso de acumulación requerido para su desarrollo. El problema aparece estrechamente asociado a las modalidades de consumo que caracterizan a los sectores de altos ingresos que, al imitar los patrones de consumo del centro -producto de un capitalismo imitativo (Prebisch, 1980)-, desperdician el potencial ahorro requerido para el desarrollo latinoamericano. La mayor acumulación de capital aparece asociada a una mayor concentración del ingreso, a modalidades de consumo suntuosas y a una creciente dependencia tecnológica y cultural (Love, 1999).

Esta cuestión, que aparece tempranamente en el estructuralismo (CEPAL, 1951; Prebisch, 1949), fue adquiriendo un mayor tratamiento durante los años siguientes (Furtado, 1965; Prebisch, 1963). El problema relativo a la tensión capital-trabajo y las modalidades de consumo de los estratos superiores atravesará gran parte de la obra de Furtado (1965, 1968), y sobre todo la última etapa de la producción prebischiana, en la que el elemento conflictual emergió con una notoriedad destacable (Prebisch, 1976, 1978, 1980, 1981). Durante esta etapa de producción “tardía” y de menor influencia en la CEPAL, Prebisch acentuó las dimensiones del conflicto y poder que se agudizaron al interior de la periferia luego de la ISI y el advenimiento de la ofensiva neoliberal; y la no alteración del esquema de reproducción entre centros y periferias que, aunque con ciertas modificaciones en las formas de poder y control que el centro ejercía sobre la periferia, no modificaba, sino que recreaba, el posicionamiento dependiente de esta última.

Prebisch reconocía que la agudización del conflicto distributivo en la periferia terminaba generando un continuo crecimiento de los gastos de consumo, correspondientes tanto a los estratos superiores -por su desproporcionada participación en el fruto del progreso técnico- como al incremento del consumo de la fuerza de trabajo y el Estado (Prebisch, 1984). El modo en cómo se resolvía esta contradicción era mediante la intervención del Estado a favor de los estratos superiores (Prebisch, 1976). De esta manera, la identificación de la dinámica conflictual va estrechamente asociada al reconocimiento de las relaciones de poder en la periferia que terminan reproduciendo el statu quo correspondiente a una estructura productiva heterogénea, desigual y dependiente, y que limitan la acumulación reproductiva (Prebisch, 1984).

Por otro lado, aunque Prebisch siempre reconoció que el esquema de inserción internacional promovido por el centro era funcional a los intereses de aquellos países (Prebisch, 1949), en sus últimos trabajos se ocupó de reforzar estas ideas, en un intento por renovar y revalorizar el pensamiento estructuralista ante el avance de la globalización (Prebisch, 1978, 1984). Estos últimos trabajos resaltaban que el interés del centro por la periferia solo estaba relacionado con su conveniencia económica y política y que, producto de su posicionamiento hegemónico, el centro contaba con diversos instrumentos para ejercer su poder, tales como los mecanismos de cooperación financiera, económica y tecnológica e, incluso, la ayuda militar, lo que limitaba la capacidad de negociación y acción de los países periféricos.

Pero en ese mismo contexto en el que Prebisch insistía en resaltar el carácter contradictorio y conflictual del capitalismo y las particularidades que este adoptaba en la periferia, el rumbo de la producción cepalina se fue perfilando en otra dirección. Al alejarse del reconocimiento de los problemas asociados al conflicto de intereses y las relaciones de poder al interior de la periferia, y en la relación de esta con el centro, el neoestructuralismo procuró detectar los rezagos del desarrollo latinoamericano como resultado de los factores internos que aparecían desacoplados de las dinámicas y oportunidades que comenzaba a ofrecer el capitalismo global. Contrariamente a la tradición cepalina, la forma de entender los desafíos para el desarrollo no concibe contradicciones de intereses ni al interior de la periferia, ni en su relación con el centro. Sin conflicto, la cooperación win-win al interior de la periferia es un requisito para la integración win-win en el escenario externo.

El desplazamiento de la dimensión del poder asociada al conflicto se traduce entonces en una lógica constructiva fundamentada en el consenso y la colaboración para el desarrollo entre actores públicos y privados. El desafío sistémico de la competitividad no aparece forjado con la presencia de actores vernáculos y externos que operan al interior de la periferia (o bien, la condicionan) con sus propias dinámicas e intereses contradictorios. Asimismo, al interior de las economías periféricas, la lógica de integración y cooperación desplaza la conflictividad que es resultado de los distintos intereses, favoreciendo una propuesta para el desarrollo competitivo con epicentro en la generación de aprendizajes colectivos que vencen las inercias rentistas.

Sin ser explícitamente mencionado, el poder es comprendido entonces en un campo de coproducción colectiva, resultado de la colaboración de actores públicos y privados, y no de la forma conflictual entre espacios (centrales) y actores (estratos superiores), que gozan de un posicionamiento diferenciado para imponer lógicas respecto de los restantes espacios (periféricos) y actores (estratos inferiores).

Poder, sociedad y excedente

Aunque el concepto de excedente no fue problematizado como tal durante los primeros años del estructuralismo (De Santis & Barberis, 2013), fue colocado progresivamente en el centro del análisis hasta ser abordado de manera explícita (Furtado, 1968; Prebisch, 1980). En ese sentido, la inicial preocupación asociada a la insuficiente acumulación de capital que no permitía realizar las inversiones necesarias para las mejoras de la productividad (Prebisch, 1949), aparecerá posteriormente asociada a la problemática por la apropiación y el uso del excedente, y por las formas de control social (y conflicto) que se derivan de tales procesos (Furtado, 1968; Prebisch, 1980, 1981).

Al plantear la apropiación desigual de los frutos del progreso técnico y las incidencias que ello tenía en la formación de estructuras productivas y de empleo centrales y periféricas, los estructuralistas reconocían que el proceso de acumulación y distribución era esencialmente distinto en unos y otros países. Las economías centrales contaban con la capacidad de ahorro necesaria para impulsar cambios técnicos, incrementar la productividad del trabajo, generar un mayor ingreso per cápita y una mayor capacidad de consumo. En cambio, en la periferia, la heterogeneidad estructural y el deterioro de los términos de intercambio generaban una propensión a mantener bajos los salarios. La gran cantidad de trabajadores que se desempeñaban en el sector primario o de subsistencia actuaban como un ejército de reserva, pujando hacia la baja en las remuneraciones; al tiempo que, como ya se mencionó, los eventuales beneficios derivados de los incrementos (relativamente bajos) de productividad se transferían al centro a través de los precios. Por su parte, tanto la concentración de la tierra (Prebisch, 1952) como el consumo suntuoso de los estratos superiores (Furtado, 1965; Prebisch, 1949) también generaban un patrón de ineficiencia de los escasos recursos disponibles, limitando el potencial de ahorro, la inversión y el desarrollo tecnológico. Las desigualdades existentes en las estructuras sociales de la periferia no generaban una mayor acumulación de capital, sino que se traducían en aumentos de consumo de los estratos superiores (Chena, 2016). Las economías periféricas se caracterizaban por una alta concentración de la riqueza y una desigual distribución del ingreso, y esto tenía efectos en la baja calidad de vida de gran parte de la población, y en el desaprovechamiento de gran parte de los recursos que podían ser utilizados para el desarrollo latinoamericano (Furtado, 1952; Prebisch, 1949, 1963).

Enfrentando el mundo neoclásico, el estructuralismo introdujo la idea de excedente para resaltar que la generación de valor y su distribución inciden en la restricción del proceso de acumulación en la periferia. Con ello puso en evidencia la necesidad de considerar que la estructura social y el desigual control de los medios productivos posiciona a actores y espacios de manera desigual y conflictiva, y que esto afecta la continuidad y dinamización del proceso productivo. En tal sentido, recuerda Prebisch que:

El concepto de equilibrio económico carece completamente de asidero en la realidad porque ignora el fenómeno estructural del excedente económico. Sostengo que, aunque rija plenamente la libre concurrencia en el mercado, sólo una parte del incremento de productividad debido al avance técnico se traslada a la fuerza de trabajo, en tanto que el resto se lo apropian y retienen en forma de excedente económico quienes tienen en sus manos los medios productivos, sobre todo los estratos superiores de la sociedad en donde se concentran esos medios (Prebisch, 1984, p. 164).

La consideración del excedente, por lo tanto, introduce inseparablemente los vínculos entre el problema de la acumulación y una estructura de poder históricamente conformada, que disputa y fija la forma en que los procesos de valorización tienen lugar.

El excedente es una categoría histórica que se basa fundamentalmente en la desigualdad social; corresponde a una determinada estructura de poder. En efecto, en el curso de las mutaciones estructurales se desenvuelve progresivamente, aunque con grandes disparidades, el poder sindical y político de la fuerza de trabajo y ésta pugna por una mayor participación en el crecimiento de la productividad; lo propio hace el Estado, para cubrir tanto sus crecientes gastos sociales en favor de la fuerza de trabajo cuanto los gastos originados en su propia dinámica que, a su vez, reflejan los cambios ocurridos en la estructura del poder (Prebisch, 1984, p. 164).

De esta forma, los estratos sociales, según sus intereses, despliegan estrategias para lograr una mayor apropiación del excedente. Bajo la ISI esta tensión se irá agudizando cada vez más, en tanto los sindicatos adquirían un mayor reconocimiento político, y los Estados intervenían activamente para aliviar los efectos negativos de la insuficiente dinámica industrial (Prebisch, 1981). La imposibilidad de resolver los conflictos a nivel del proceso de acumulación -esto es, a partir de una transformación estructural que permita una mayor redistribución del excedente mediante los incrementos sostenidos de la productividad laboral-, posicionó al Estado como un actor central de la escena política, precisamente por su capacidad para distribuir -arbitrariamente- el excedente. El análisis crítico de Prebisch abordó este proceso, advirtiendo las limitaciones que estas formas de implicación estatal conllevaban para el objetivo del desarrollo latinoamericano (Fernández & Ormaechea, 2018).

Finalmente, sus últimos años de producción teórica fortalecieron una perspectiva crítica y creativa que hizo eje en las transformaciones requeridas para el desarrollo de América Latina. En esa etapa, Prebisch reafirmó la necesidad de operar sobre la regulación del “uso social” del excedente para acrecentar el ritmo de acumulación y corregir progresivamente las disparidades distributivas de carácter estructural. Ello implicaba, en esencia, una restricción al consumo de los estratos superiores, así como un avance sobre las ganancias que concentraban las grandes empresas (Prebisch, 1980, 1981).

De esta manera, el estructuralismo transformó la idea de excedente para dar cuenta de la existencia de formas productivas o improductivas de acumulación y control que obligaban a intervenir, con poder, sobre las modalidades distributivas. Sin embargo, estas demandas de una mayor intervención estatal, decididas a direccionar el excedente para otorgarle un uso social, fueron planteadas no solo en un contexto de ataques abiertos a nivel global hacia las formas de intervención de posguerra, proveniente de una contrarrevolución conservadora (Toye, 1987), sino también en un momento en el cual la influencia de Prebisch sobre la CEPAL ya era mucho menos relevante.

En tono con ese contexto, el progresivo desenvolvimiento del neoestructuralismo volvió a generar una dilución del tratamiento de categorías centrales, en este caso del excedente, producto de un desplazamiento del poder y de sus formas de existencia específicas en la periferia. Ello frustró el desarrollo de una promisoria ventana al entendimiento de las dinámicas, los actores y las relaciones involucradas en la reproducción del statu quo y la imposibilidad del cambio estructural. La licuación del poder y de los conflictos de intereses que disputan su generación y control favoreció la elusión del tratamiento de qué actores económicos e institucionales y qué espacios se apropian conflictivamente del excedente, así como de las pujas distributivas que se gestan a partir de allí. Esto, a su vez, habilitó la confluencia analítica con otros organismos internacionales en cuanto al tratamiento conceptual, el examen empírico y las estrategias impulsadas en América Latina, como el Banco Interamericano de Desarrollo y el Banco Mundial, fuertemente centralizados desde Washington.

Poder e industrialización

Los dos grandes ejes del estructuralismo asociados, en el plano interno, a reducir la heterogeneidad estructural y, en el externo, a revertir la vinculación asimétrica con el centro, encontraban una puerta de superación en la ISI. La industrialización no suponía una mera producción de manufacturas (Hirschman, 1968), sino también un medio para resolver las desigualdades basadas en la apropiación diferenciada del progreso técnico y en las formas de generación y captura del excedente. Ello implicaba alterar las dinámicas de acumulación y redistribución del excedente preponderante en la periferia para aprovechar el potencial de la acumulación de capital que se desperdiciaba con las modalidades de consumo de los estratos superiores.

Ahora bien, ello supuso que en ambos planos se diera una tensión producto de las dinámicas de poder y conflicto que se hicieron presentes al momento de implementar la ISI. En lo interno, por los comportamientos predominantemente rentistas de los actores dominantes, no comprometidos con los requerimientos necesarios para profundizar la etapa fácil de la ISI y dar así continuidad a la producción de bienes de capital. Y en lo externo, porque, a diferencia del proceso que tuvo lugar en el este asiático, la industrialización latinoamericana aparecía como un proyecto “no compartido” por los intereses del centro.

La importancia de la actividad industrial como estrategia para motorizar procesos de desarrollo quedó demostrada ante la incontrastable experiencia constitutiva de los países centrales (bajo la hegemonía británica y la estadounidense), y ante el hecho de que, más actualmente, las salidas de las posiciones periféricas (de países como Japón, Corea del Sur y Taiwán2) y la construcción de nuevos centros de contrahegemonía global (China), estuvieron centrados en un desarrollo cuantitativo y cualitativo de la actividad industrial y en una adaptación de la misma a la nueva lógica de reproducción capitalista construida a través de las redes económicas globales (Amsden, 2004; Yue & Evenett, 2010).

Sin embargo, a pesar de reconocer las nuevas lógicas de acumulación y reproducción capitalista, el neoestructuralismo operó relativizando y desplazando los dos grandes ejes del estructuralismo: por una parte, la centralidad del poder disputado que interviene facilitando u obstaculizando el proceso de industrialización, y, por la otra, la importancia de la actividad industrial como estrategia para el desarrollo de la periferia. Ambas cuestiones serán reemplazadas por un discurso asociado a la promoción de la competitividad sistémica internacional, orientada a operar en economías abiertas:

Muchas de las antiguas preocupaciones de la institución se reexaminan en el marco de las nuevas circunstancias. Primero, una vez más se explora la manera en que los países de América Latina y el Caribe habrán de insertarse en la economía internacional; la propuesta de los años cincuenta a la relación asimétrica entre el centro y la periferia era la industrialización; la propuesta de los años noventa a la globalización de la economía es la competitividad internacional. Segundo, el progreso técnico continúa ocupando un papel centralísimo en las preocupaciones de la institución, hoy con un enfoque de carácter más sistémico que antaño. La consigna no se limita a elevar la productividad en un sector sino a lo largo de todo el sistema productivo. Tercero, la preocupación por la equidad es otra constante dado el carácter concentrador y excluyente del desarrollo latinoamericano. Se ha transitado desde una óptica en que se tendía a ver el crecimiento y la justicia social como dos ámbitos separados, hacia uno integrado que pretende abordar la transformación productiva y la equidad de manera simultánea. Allí aparecen con mucha fuerza, entre otros temas, la educación y el conocimiento como bases de la transformación productiva con equidad. Cuarto, como ya se dijo, se continúa impulsando la integración económica en el marco más amplio del compromiso de la institución con la cooperación intrarregional. Hoy sus planteamientos se acomodan a la tendencia de la globalización, así como ayer éstos eran funcionales a la industrialización. Quinto, acaso porque la CEPAL es una institución al servicio de los gobiernos, la preocupación por la política pública y el rol del Estado constituye otra constante en la agenda temática, en aras de buscar sinergismo en la interacción entre agentes públicos y privados (Rosenthal, 1994, p. 16).

La propuesta neoestructuralista ya no se basa estratégicamente en la industrialización, sino que promueve la competitividad auténtica de todo el sistema productivo con vistas a lograr una exitosa inserción internacional que permita aprovechar las oportunidades que ofrece la globalización. A su vez, dicho discurso centrado en la promoción de la competitividad auténtica destaca la importancia de la equidad como eje estructurante de la estrategia de desarrollo (CEPAL, 1990). No obstante, nuevamente queda al margen del análisis la consideración de las relaciones de poder que intervienen en el diseño e implementación de las acciones que eventualmente permitirían avanzar en estos objetivos propuestos como eje de la estrategia de desarrollo.

Poder y Estado

La última dimensión analítica señalada por Rosenthal (1994) afirma que los cambios experimentados en el categorial analítico neoestructuralista alcanzaron también al Estado. Esos cambios revelan una nueva forma de entender su intervención a partir de un posicionamiento crítico sobre las prácticas desplegadas por los Estados durante la ISI (Bitar, 1988; CEPAL, 1990; Fajnzylber, 1990; Rosales, 1988), lo que se expresa claramente en consonancia con los requerimientos que son demandados a los Estados en tiempos de la globalización neoliberal.

El reconocimiento de las dinámicas jerárquicas y desiguales que operan en la relación centro-periferia y al interior de esta última era lo que justificaba la pretendida intervención estatal promovida por el estructuralismo latinoamericano. Para transformar las dinámicas que el capitalismo asumía en los espacios periféricos, el Estado debía desempeñar un rol central a fin de establecer las condiciones macroeconómicas necesarias y estimular a los actores privados a introducir comportamientos compatibles con los requerimientos del desarrollo (CEPAL, 1955; Prebisch, 1952).

Aunque durante los primeros años de producción estructuralista prevaleció un enfoque analítico que no problematizó los mecanismos de intervención estatal ni las capacidades que eventualmente tendrían los Estados latinoamericanos para impulsar aquella ambiciosa tarea, la producción cepalina de los años siguientes (1960-1970) fue complejizando dicha matriz analítica inicial. En ello intervinieron diversos factores, como las restricciones experimentadas por la ISI,3 los conflictos que se fueron agudizando por las crecientes demandas de acumulación y redistribución del excedente, y la enorme dificultad de los Estados para contenerlos (Fernández & Ormaechea, 2018).

Las nuevas contribuciones -algunas elaboradas dentro de la CEPAL, y otras más asociadas a los debates de la dependencia- colocaron el poder y el conflicto en el centro de la problemática (Palma, 1987). Como hemos mencionado, el análisis de Prebisch sobre el capitalismo periférico también fue incorporando estos nuevos elementos, al reposicionar prioritariamente las relaciones de poder entre los distintos estratos, y el conflicto que se fue expresando al interior de la periferia frente a las transformaciones económicas y políticas, y el rol que jugaban en ese proceso los sindicatos y los Estados (Prebisch, 1976, 1980, 1981, 1984).

Sin embargo, a pesar de esta complejización analítica de los elementos que inciden en la configuración y no alteración de las estructuras productivas periféricas, la CEPAL fue manifestando un tránsito que se alejaba de las demandas que exigía la última producción teórica prebischiana, y, en concreto, de toda la matriz analítica que se había gestado a lo largo de estas décadas al interior y en la periferia intelectual del estructuralismo. Al desplazar la dinámica conflictual del capitalismo -y del capitalismo periférico-, el neoestructuralismo reprodujo un argumento que, a la vez que crítico de las prácticas desplegadas por los Estados bajo el periodo de posguerra, promueve como estrategia de desarrollo la colaboración entre actores públicos y privados mediante relaciones sinérgicas y mecanismos de consenso. De esta manera, la propuesta consiste en el despliegue de prácticas virtuosas de cooperación entre actores públicos y privados, a través de mecanismos que asumen la forma de concertaciones estratégicas (CEPAL, 1990) y de pactos (CEPAL, 2014).

Al desconocerse la dimensión jerárquica, desigual y conflictual del capitalismo periférico, el Estado ya no asume un rol fundamental. Su anterior centralidad queda diluida en el marco de las redes entre actores públicos y privados, y acotada a la promoción de consensos que permitan avanzar en el desarrollo de la competitividad sistémica (CEPAL, 1990), a partir de incrementar la competitividad de las exportaciones, y de colaborar en el mejoramiento y adaptación de la fuerza de trabajo (Grigera, 2014).

Poder y espacio

Finalmente, el desplazamiento del poder también alcanzó la dimensión espacial. De este modo perdieron relevancia explicativa las dinámicas contradictorias y conflictuales y, por ende, de poder, que dan cuenta de la diferenciación estructural y espacial en términos de centro y periferia. En el neoestructuralismo domina una matriz de análisis que no concibe las diferencias espaciales como resultado de un proceso histórico, en el que juegan un papel esencial las relaciones de poder establecidas y controladas por el centro. En cambio, el neoestructuralismo entiende las dificultades para el desarrollo latinoamericano -ya no periférico- sobre una base universalista que destaca la imposibilidad de los actores regionales para operar en la frontera tecnológica mundial.

Inicialmente, la relación centro-periferia implicaba la identificación de un sistema jerárquico, desigual y centrípeto, que conformaba en y para su expansión estructuras productivas y espaciales diferenciadas, al tiempo que vinculadas mediante relaciones de dominación y dependencia, es decir, de poder. Dicha expansión era uno de los medios que le permitía al capitalismo central resolver sus contradicciones y retener una mayor parte de excedente económico a partir del despliegue de aquellas modalidades de intercambio desiguales ya analizadas.

A medida que aquellas modalidades de intercambio se consolidaron, América Latina fue conformando históricamente una estructura socioproductiva primarizada y heterogénea, de acuerdo con los intereses dominantes externos e internos asociados a ese patrón de acumulación y de inserción internacional. La estrategia para superar tal posicionamiento periférico y dependiente implicaba el reconocimiento de las particularidades de dicha estructura y sus problemas, sobre todo a partir de conceptos que, como ya explicamos, señalaban las consecuencias del deterioro de los términos de intercambio, la baja productividad, los mecanismos de apropiación del excedente -con modalidades de consumo suntuosas y bajos salarios- y las restricciones de la balanza de pagos.

Sin embargo, aquel reconocimiento de la especificidad de las estructuras productivas periféricas fue desplazada bajo el neoestructuralismo, que incluso en gran medida prescindirá del categorial analítico centro-periferia. La omisión del reconocimiento de esta dimensión de análisis se traduce en una propuesta de desarrollo que no concibe de manera esencial las lógicas contradictorias asociadas al desarrollo del centro y sus (nuevas) modalidades de expansión hacia el control de la periferia (Di Filippo, 1998); ni tampoco los conflictos derivados de ello. Supone, más bien, un patrón de desarrollo universalista, basado en procesos de catching-up que eventualmente permitirían que América Latina se ubicara en la frontera tecnológica mundial. De esta manera, se desconocen los elementos constitutivos del sistema capitalista asociados al poder, el conflicto y las contradicciones, y el modo en cómo esos procesos históricamente fueron conformando estructuras productivas diferenciadas, con especificidades que le son propias y que requieren, para su desarrollo, situar el problema del poder y el conflicto en el centro del análisis.

Conclusiones: hacia un reemplazamiento del poder

La anteposición “neo” que asumió el estructuralismo desde hace más de tres décadas no ha sido un emergente casual. Responde a un cambio contextual que afecta tanto al capitalismo y su profunda crisis y reestructuración, como a la propia crisis del modo de desarrollo latinoamericano basado en la ISI desplegado desde la posguerra.

Las recientes transformaciones en la forma de organización del capital, producto de una revolución tecnológica y los patrones de regulación institucionales asociados a ello, marcaron un cambio contextual que evidenciaron la necesidad de una inserción externa dinámica, sustentada en un desarrollo sistémico donde se imponen la dinámica autorregulativa del mercado y el desmantelamiento de los Estados (de bienestar).

En este contexto, y ante la creciente omnipotencia de los organismos supranacionales que fueron conductivos del Consenso de Washington, el neoestructuralismo operó como una reacción defensiva y una alternativa dialoguista con la ofensiva neoliberal. En este marco, diversas fuentes de ideas del desarrollo, asociadas al institucionalismo y evolucionismo, permearon la institución madre del estructuralismo. Mediante un proceso que revirtió la corriente de producción teórica por una de tipo Norte-Sur, se produjo una dilución del tratamiento del poder en todos los campos observados y, a partir de ello, un disimulado, y no confeso, distanciamiento del estructuralismo.

Lejos de implicar una postura irreconciliable, la recuperación aggiornada del estructuralismo se impone como necesaria a través de un diálogo sincero y fortalecedor con el neoestructuralismo. Esto demanda indefectiblemente un reemplazamiento de la dimensión del poder como condición para reencontrar el camino de las ideas que no tienen como base la asimilación (muchas veces acrítica y copista) de los paradigmas, ideas y formas analíticas propias del centro, sino la recuperación de una tradición de base idiosincrática, que no se apalanca en el chauvinismo ideologista, sino en el reconocimiento de la autonomía conceptual como condición para una asimilación enriquecedora y una formulación estratégica no subordinante. En este sentido, el poder y la autonomía de las ideas emergen como un epicentro fundamental para la problematización del desarrollo latinoamericano. Esta dimensión, oportunamente resaltada por Prebisch durante su última etapa de producción teórica, quedó de igual modo desplazada en el mencionado proceso de redefiniciones que acompañó el paso del estructuralismo al neoestructuralismo.

En su empeño por desarrollarse, la periferia tiende a seguir lo que se hace y se piensa en los centros. Así, pues, en contraste con el capitalismo innovador de éstos, el capitalismo periférico es esencialmente imitativo. Adoptamos la misma técnica, imitamos las modalidades de consumo y existencia. Copiamos las instituciones. Se abren paso incesantemente las manifestaciones culturales de los centros, sus ideas y sus ideologías (Prebisch, 1976, p. 9).

De este modo, retomar la centralidad del poder y la autonomía de las ideas desde la periferia se impone como un requisito indispensable para desarrollar una línea indagatoria que, en un tono secuencial con lo señalado en cada uno de los desplazamientos, permita:

  1. Recomponer las estructuras históricas donde se forma el poder, tomando como punto de partida el complejo de actores internos y externos y sus interrelaciones;

  2. Observar las dinámicas conflictivas en ese complejo actoral, emergentes de esas estructuras históricas, y las dinámicas de acomodamientos cambiantes que se producen en su seno;

  3. Precisar las formas en que esa dinámica conflictual se inserta en los viejos y nuevos procesos de generación y captura del excedente;

  4. Elaborar los patrones de industrialización necesarios para compatibilizar la inserción externa dinámica con la superación de las estructuras productivas heterogéneas, e identificar los obstáculos que afectan el desenvolvimiento de esos patrones y condicionan la formulación de estilos de desarrollo autónomo;

  5. Identificar el tipo de estatidades disputadas que resultan de esa conflictividad y condicionan o habilitan la capacidad de actuar sobre aquellas formas de producción y distribución del excedente y el desarrollo de dichos patrones industrializadores;

  6. Dar cuenta del modo en que la espacialidad periférica opera en las formas redefinidas de expresarse la conflictividad yacente en las estructuras, en la forma en cómo se produce y captura el excedente, se configura la industrialización y se fortalece o debilita el Estado.

Sobre esta base, el neoestructuralismo y sus elementos dinamizadores pueden operar una auténtica actualización del pensamiento latinoamericano del desarrollo, y una respuesta realista a un escenario complejo y contradictorio como el que exhibe el capitalismo bajo sus crisis y reestructuración actual.

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1Entre dichas limitaciones se señalaba la confianza excesiva del estructuralismo en los beneficios de la intervención estatal, el pesimismo exagerado frente a los mercados externos, y la subestimación de los aspectos monetarios y financieros (Guillén, 2007).

2Durante la Guerra Fría, primero Japón y luego ciertos países tradicionalmente periféricos del este asiático (como Corea del Sur y Taiwán) lograron hacia la década de los setenta mejorar su estructura productiva y adquirir excepcionalmente una movilidad ascendente dentro de la jerarquía de riqueza mundial (Arrighi & Drangel, 1986). Este proceso estuvo caracterizado a nivel internacional por la permisividad y el estímulo de Estados Unidos ante la eventual amenaza comunista en la región asiática, y a nivel nacional por la existencia de Estados fuertes y gobiernos autoritarios que direccionaron el proceso de desarrollo (Yeung, 2016).

3Los estructuralistas reconocieron que las características que asumió la industrialización en América Latina no habilitaron el desarrollo de la región (Hirschman, 1968). En el plano interno, si bien la industria asumió una importancia creciente en distintos países, se mantenían y profundizaban las heterogeneidades socioproductivas (Pinto, 1965). En el plano externo, la necesidad de avanzar en la etapa de sustitución “difícil” se enfrentaba a las restricciones de las balanzas de pagos que reforzaban el posicionamiento periférico de la región (Ffrench-Davis, Muñoz, & Palma, 1998).

Recibido: 31 de Julio de 2019; Aprobado: 30 de Junio de 2020

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