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Perfiles latinoamericanos

versión impresa ISSN 0188-7653

Perf. latinoam. vol.28 no.56 México jul./dic. 2020  Epub 30-Ago-2021

https://doi.org/10.18504/pl2856-003-2020 

Artículos

Repensar la insurgencia: movimientos sociales y vanguardias revolucionarias en América Central

Rethinking insurgency: Social movements and revolutionary vanguards in Central America

Salvador Martí i Puig* 

Alberto Martín Álvarez** 

* Doctor en Ciencia Política por la Universidad Autónoma de Barcelona. Catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Girona e investigador asociado del CIDOB-Barcelona (España) | salvador.marti@udg.edu

** Doctor en Estudios Iberoamericanos por la Universidad Complutense de Madrid. Investigador Distinguido en el Área de Ciencia Política, Universidad de Girona (España) alberto.martin@udg.edu


Resumen:

A lo largo del siglo XX, las revoluciones sociales en América Latina fueron obra de amplias coaliciones revolucionarias urbano-rurales multiclasistas y multiétnicas que, en varios casos, fueron incapaces de derrotar a los regímenes que enfrentaban. Tal resistencia a los desafíos revolucionarios ha sido el aspecto focal de la literatura para explicar los diversos desenlaces. Este artículo explora la dinámica interna de las coaliciones revolucionarias, pero centrándose en la relación entre élites revolucionarias y movimientos sociales comparando tres casos con desenlaces diferentes: Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Se argumenta que los distintos niveles de autonomía de los movimientos sociales respecto de las élites insurgentes constituyen un factor para la explicación de los triunfos o fracasos de las coaliciones revolucionarias.

Palabras clave: revolución; movimientos sociales; insurgencia; Nicaragua; El Salvador; Guatemala

Abstract:

Throughout the twentieth century, social revolutions in Latin America were the work of broad urban-rural multiclass and multi-ethnic revolutionary coalitions. In other cases, however, broad revolutionary coalitions were unable to defeat the regimes they faced. The resistance that different political regimes showed against revolutionary challenges has been up to now the factor on which literature has focused to explain these different outcomes. In a novel way, this article explores the internal dynamics of revolutionary coalitions, focusing on the relationship between revolutionary elites and social movements. To this end, we compare the relationships established between elites and movements in three cases with different outcomes: Nicaragua, El Salvador and Guatemala. The paper argues that different levels of autonomy of the social movements from insurgent elites are also an important factor in the explanation of the triumphs or failures of revolutionary coalitions.

Keywords: revolution; social movements; insurgency; Nicaragua; El Salvador; Guatemala

Introducción: coaliciones revolucionarias, élites insurgentes y movimientos sociales

El concepto de revolución política y social, en contraste con otros como levantamientos, rebeliones, disturbios o golpes de Estado, implica una transformación profunda y duradera de la sociedad. Partiendo de la definición planteada por Selbin (1993, pp. 11-13. Traducción propia), entendemos por revolución social el “derrocamiento de una élite gobernante por parte de una élite insurgente (o vanguardia revolucionaria) que ha logrado capitalizar un amplio apoyo popular y que apunta, una vez en el poder, a cambiar las estructuras sociales, políticas y económicas de la sociedad”. Así, una revolución implica un proceso dialéctico en el que la voluntad de destruir el “orden anterior” se vincula a la aspiración de construir una nueva articulación de la realidad política, social y económica. A lo largo de este proceso, la relación entre los actores que impulsan o restringen el cambio puede ser conflictiva y tortuosa.

A lo largo de las últimas décadas del siglo XX y en los primeros años del XXI, el debate acerca de las causas de las revoluciones fue intenso y fructífero (Colburn, 1994; Foran, 2005; Goldstone, 2003; Goodwin, 2001; Parsa, 2000; Skocpol, 1979; Tismaneanu, 1999).

Buena parte de esta producción académica puso de manifiesto la vulnerabilidad de ciertos tipos de regímenes políticos ante los desafíos revolucionarios. Por ejemplo, Skocpol (1979) apuntó que las revoluciones sociales se originaron en la incapacidad de ciertos tipos de Estados -monarquías autoritarias parcialmente burocratizadas- para lidiar con desafíos militares provenientes de potencias extranjeras y para extraer recursos de sus clases dominantes para hacer frente a dichos desafíos. Por su parte, Goodwin (2001) sostuvo que los movimientos revolucionarios en el Sur global surgieron generalmente frente a regímenes represivos, políticamente excluyentes y con poco poder infraestructural, en particular con poca capacidad militar y policial. Cuando estos movimientos se enfrentaron además a regímenes corruptos y personalistas que dividen a las élites tuvieron la oportunidad de triunfar.

Los estudios recientes sobre las revoluciones en las sociedades del Sur global adoptan una perspectiva multicausal donde se integran factores de carácter diverso -contingentes, de agencia, socioeconómicos, discursivos-. Así, por ejemplo, Wickham-Crowley (1992, p. 320) afirma que en la América Latina después de 1959 los regímenes patrimonialistas pretorianos colapsaron al enfrentarse a movimientos guerrilleros con importante apoyo campesino y significativa fortaleza militar. En estos casos (Cuba y Nicaragua), los guerrilleros fueron capaces de crear una amplia alianza interclasista contra un dictador patrimonial con escasa base social que, al final, fue derrotado por un movimiento de resistencia de alcance nacional. Por su parte, Foran (2005), en un estudio más amplio sobre las revoluciones en el Sur global a lo largo del siglo XX, señaló cinco factores cuya combinación es necesaria para que se produzca una revolución exitosa: “Desarrollo dependiente, un Estado excluyente y represivo, la formación de una cultura política de oposición y resistencia, una crisis económica, y una apertura sistémica en el entorno internacional. La combinación de estos elementos facilita el surgimiento de una coalición de fuerzas sociales multiclasista, multirracial y de todos los géneros” (Foran, 2005, p. 18. Traducción propia).

Las revoluciones exitosas en la América Latina del siglo XX fueron también obra de amplias coaliciones revolucionarias urbano-rurales interclasistas, lideradas por élites insurgentes. Sin embargo, poco se ha debatido sobre la importancia de la relación entre movimientos sociales en un sentido amplio -donde se incluyen movilizaciones, densidad organizativa y capital social crítico- y las organizaciones guerrilleras consideradas como élites insurgentes armadas. Tampoco se ha investigado en profundidad sobre cómo los esfuerzos de los revolucionarios hicieron posible el surgimiento de distintas coaliciones revolucionarias, ni sobre cómo las estrategias de aquellos pueden dar mayor o menor amplitud y mantener unidas o no a dichas coaliciones.

Recientemente, la literatura sobre terrorismo y grupos armados no estatales ha empezado a abordar la relación entre las vanguardias armadas y su entorno social de apoyo. Malthaner & Waldmann (2014) utilizan el término radical milieu para denominar el entorno social inmediato del que surgen los grupos insurgentes que recurren a la lucha armada. Un entorno con el que estos grupos típicamente van a continuar conectados social y simbólicamente y con el que comparten experiencias, símbolos, narrativas y marcos de interpretación. De acuerdo con dichos autores, empíricamente se pueden distinguir al menos tres diferentes procesos de formación de estos radical milieus, que se diferencian fundamentalmente por la relación que mantienen con el grupo armado -la vanguardia-, y por la secuencia temporal de su aparición. Acerca de esto, Malthaner & Waldmann (2014) distinguen tres procesos de formación:

  1. El primero es cuándo los grupos armados surgen gradualmente a partir de entornos sociales radicales preexistentes, frecuentemente como consecuencia de la radicalización de un movimiento de protesta en fase de desmovilización.

  2. Un segundo proceso es el que se produce cuando el grupo armado y el entorno radical se forman independientemente el uno del otro, como reacciones simultáneas ante la percepción de una amenaza o un desafío.

  3. El tercero implica que el entorno social de apoyo se forma más tarde que el propio grupo armado, muchas veces como parte de la estrategia del propio grupo para crear una infraestructura organizativa legal que le ofrezca abiertamente el respaldo social y político que necesita.

Según Malthaner & Waldmann (2014), en el primer caso, el carácter clandestino de los activistas los separa de su entorno social inmediato -el movimiento de protesta del que procedían-, mientras que la elección de estrategias que incluyen la lucha armada por lo común socava las estrategias de protesta no militantes. En el segundo, que dichos autores denominan co-formación, el grupo armado y el entorno radical que justifica y se compromete con formas militantes de acción forjan gradualmente relaciones más estrechas. En estos dos primeros casos, los entornos radicales son autónomos respecto de las vanguardias, emergen antes o al tiempo que estas, y desarrollan estructuras sociales y perspectivas independientes de aquellas. En el tercero, el entorno de apoyo es habitualmente una creación de la propia vanguardia armada con el objetivo de originar solidaridad u obtener apoyo político frente a las acciones del Estado. Estos tres procesos de formación pueden solaparse o combinarse en la práctica, así, por ejemplo, un entorno social que fue inicialmente creado por la vanguardia armada, puede autonomizarse total o parcialmente en un momento posterior.

Otros rasgos que contribuyen a distinguir entre entornos sociales de apoyo son su tamaño y su concentración o dispersión espacial, los cuales se encuentran en general en una relación directa con el contexto social y político en el que dichos entornos se forman y, en concreto, con el alcance y la capacidad de control estatal y la existencia o inexistencia de espacios parcialmente autónomos o sustraídos a la capacidad de intervención del Estado.

Este texto tiene por objetivo poner a prueba la hipótesis arriba expuesta -deudora del análisis de Malthaner & Waldmann (2014)- con base en tres casos cruciales para el estudio de los embates revolucionarios en América Latina: Nicaragua, El Salvador y Guatemala, los cuales acontecieron entre fines de la década de 1970 e inicios de la de 1980. La hipótesis de la que se parte es que los movimientos revolucionarios de El Salvador, Guatemala y Nicaragua tuvieron desenlaces muy diferentes a pesar de sus múltiples semejanzas. Sostenemos que esta divergencia se debe a la diversa relación y naturaleza que los movimientos sociales de dichos países tuvieron con “sus” respectivas organizaciones guerrilleras que lideraron el combate contra los regímenes autoritarios: el Frente Sandinista de Liberación nacional (FSLN), en Nicaragua, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), en El Salvador, y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), en Guatemala.

Nuestra premisa es afirmar que donde los movimientos sociales son muy desarrollados, autónomos y robustos no se pliegan a las directrices de las vanguardias armadas (guerrillas) y por ello es más difícil el triunfo revolucionario entendido como victoria armada; y que en sociedades con menos capital social crítico, los movimientos sociales se subordinan con más facilidad a las estrategias y directrices de las organizaciones armadas. La idea-fuerza de este artículo es que la relación entre el grupo armado y su entorno social de apoyo contribuye a explicar su trayectoria a lo largo del tiempo, incluyendo el logro o fracaso en la consecución de sus objetivos. Obviamente, no se ignoran otros importantes elementos como la capacidad infraestructural del Estado, el tipo de régimen, y la coyuntura internacional. Sin embargo, la relación que se establece entre una guerrilla y su entorno social de apoyo es una variable crucial. La comparación entre El Salvador, Nicaragua y Guatemala puede dar pistas en este sentido.

Con tal pretensión se analiza aquí la relación entre los movimientos sociales y las guerrillas en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, comparándolas entre sí a fin de explorar hasta qué punto dicha interacción fue relevante o no para la victoria insurreccional del FSLN. Para ello el artículo se divide en tres epígrafes y unas conclusiones. El primero versa sobre la relación existente entre los movimientos sociales y la guerrilla en Nicaragua durante la insurrección y el proceso revolucionario. El segundo y el tercero analizan, respectivamente, la interacción entre los movimientos sociales salvadoreños y el FMLN, y los movimientos sociales guatemaltecos y la URNG. En tanto que el último presenta unas conclusiones sobre las relaciones entre movimientos sociales y revoluciones.

Nicaragua: la centralidad de la lucha guerrillera y la obediencia de los movimientos al FSLN

A la luz del ejemplo de la Revolución cubana, surgieron numerosos grupúsculos revolucionarios en toda América Latina. Así, en 1961, se creó en Tegucigalpa el Frente de Liberación Nacional (FLN), que poco después añadiría la referencia a Sandino1 para convertirse en el FSLN. El movimiento era fruto de la voluntad de jóvenes radicales disidentes de las formaciones nicaragüenses tradicionales que aborrecían la habilidad de Anastasio Somoza García en instaurar un régimen de carácter patrimonial y en cooptar a los cuadros del Partido Conservador.

Las bases teóricas con las que el FSLN forjaría su identidad serían cuatro: el marxismo, el vanguardismo, el foquismo y el nacionalismo. De las lecturas de Débray, Harnecker y Lenin, del estudio de la guerra de Argelia y de las Revoluciones vietnamita y cubana, los sandinistas tomaron el concepto de vanguardia revolucionaria. El foquismo fue un legado de la Revolución cubana. El nacionalismo y el antiimperialismo emanaron del mito de Augusto César Sandino, político liberal y jefe guerrillero, figura catalizadora del rechazo a la presencia estadounidense durante el primer tercio del siglo XX.

Constituido el FSLN, la actividad guerrillera y la penetración en el medio rural tuvieron preeminencia sobre la organización, la educación política de las masas y la agitación en las zonas urbanas. La guerrilla sandinista fue, en la mayor parte de su historia, un pequeño foco guerrillero en las montañas del norte y centro nicaragüenses que se nutría sobre todo de estudiantes. De esa experiencia se difundiría la mitología de “la mística de las montañas”, que hablaba del marco donde se había gestado la actividad guerrillera.

Con todo, independientemente de su temprana fundación, los analistas políticos han coincidido en clasificar al FSLN como perteneciente a la segunda ola guerrillera latinoamericana debido a que adquirió relevancia política a partir de 1975 (Wickham-Crowley, 1992). El carácter hermético del régimen de Somoza y su rechazo a cualquier pretensión reformista produjeron la confluencia en la opción insurreccional de buena parte de los colectivos, organizaciones y movimientos opositores.

De esta forma, solo durante los años previos a la insurrección -y a pesar de las divisiones internas del FSLN-,2 se desarrollarían actividades de penetración activa en los colectivos urbanos. En este aspecto, es importante recordar el origen urbano-estudiantil de la mayoría de los líderes del movimiento guerrillero sandinista y el papel de los colegios y las universidades como semillero de opositores antisomocistas. Otro elemento esencial fue el impacto que tuvo la difusión de la teología de la liberación entre los colectivos cristianos, de donde surgieron las Comunidades Eclesiales de Base.3

En este sentido, la guerrilla que se había localizado en las zonas rurales y que apoyaba al campesinado, se percató de la aparición de nuevos sujetos sociales.4 El alzamiento de colectivos urbanos se presentó como una acción espontánea de rechazo a las medidas económicas, sociales y políticas de la dictadura que fue encauzada por el FSLN.

El FSLN era ante todo un actor político que se caracterizaba por una actividad específica: la lucha armada, en un ambiente determinado -el marco hostil y represor del régimen somocista-, con el objetivo de obtener el poder. Por ello se constituyó como una organización político-militar altamente centralizada, construida con enlaces verticales y compartimentos rígidos y estancos. Desde su nacimiento, la dirección tomó la forma de una jerarquía militar. Las unidades de base eran la milicia y la célula. Los militantes, dado el perfil clandestino de la organización, se comprometían a un conjunto de responsabilidades que suponían una dedicación exclusiva y disciplinada.

El tamaño del FSLN fue siempre muy reducido.5 Referente a la estructura del poder organizativo,6 esta se distinguió por su simplicidad: los recursos del poder organizativo se concentraban y gestionaban en la cúpula partidaria. Una cuestión de vital importancia fue la naturaleza de las relaciones entre el FSLN y las organizaciones de masas y movimientos sociales, muchas veces creados estos últimos bajo el auspicio del propio FSLN (Martí i Puig & Close, 2012, p. 13).

Precisamente es el eje de reflexión en este análisis. La relación entre el FSLN y los movimientos sociales se caracterizó por la dependencia de las organizaciones a favor de los intereses del Frente y en función de la lucha armada. En este sentido, en Nicaragua primero surgió la guerrilla y esta fue la principal responsable de la activación del movimiento popular. Así, las organizaciones de masas y movimientos sociales, en tanto que apoyaban la lucha contra la dictadura, se adherían y subordinaban a las directrices del FSLN. Esto contrasta con el caso salvadoreño, donde el surgimiento de una poderosa infraestructura organizativa del movimiento social fue previo al nacimiento de la guerrilla, si bien esta última se vinculó después al primero y contribuyó a su crecimiento y coordinación. En Guatemala, el vínculo entre la guerrilla y el movimiento popular fue tardío y la organización de este último fue tanto producto de iniciativas autónomas como de las acciones de los guerrilleros.

En Nicaragua el movimiento social fue poco extendido y de menos autonomía. En este país, el nacimiento y activación de los movimientos en gran medida fue fruto de militantes sandinistas y tuvo el objetivo de articular grupos amplios de apoyo para la lucha armada. Así surgieron la Asociación de Trabajadores del Campo (ATC), los Comités de Defensa Civil (CDC) y el Frente de Estudiantes Revolucionarios (FER).

De esta forma, a diferencia de otros casos, en los que la red asociativa popular tenía una larga tradición y nunca se subordinó incondicionalmente a las directrices de los grupos guerrilleros, en Nicaragua la dependencia absoluta de estas organizaciones respecto de las directrices del FSLN supuso una notable sincronización con la estrategia armada que fructificó con la derrota de la dinastía de los Somoza el 19 de julio de 1979. Esto implicó que el entorno social de apoyo se formó más tarde que el propio grupo armado, y se concibió como parte de la estrategia de este último para crear una infraestructura organizativa legal que le brindara respaldo social y político. Sin embargo, la dependencia de la movilización popular en relación con las directrices del FSLN también supondría después una limitación para el desarrollo autónomo de los movimientos, lo que sucedió a lo largo de la década revolucionaria.

Como es sabido, el proyecto revolucionario nicaragüense, como toda revolución social en un país subdesarrollado, fusionó y sintetizó una multiplicidad de objetivos. A pesar de ello -como en todas las revoluciones sociales en sociedades periféricas-, el proceso gravitó en torno a tres cuestiones básicas: la democrática, la soberanía nacional, y el desarrollo y transformación de la estructura socioeconómica.

El problema de esta dinámica fue la preeminencia de alguna de estas cuestiones frente a las otras, lo que tuvo que ver con las relaciones entre los actores que impulsaron o frenaron, y dirigieron el proceso revolucionario. Las alianzas que se crearon para combatir a un enemigo común en la lucha revolucionaria se debilitaron al momento de gestar y construir un proyecto compartido. Hubo quienes observaron el fin de Somoza como la culminación de un proceso; otros, como el inicio. En esta tensión, el FSLN dominó rápidamente la escena política y tomó el control de las instituciones del Estado y de las fuerzas armadas, y también de los movimientos sociales que lo apoyaron.

Pero a la par que se implantaban los principios y reglamentos de la nueva institucionalidad, en la sociedad civil también se originó una dinámica política conectada con la forma traumática en que se daban los acontecimientos. La ruptura violenta con el antiguo orden no se hizo sentir solamente en las esferas jurídico-administrativas del gobierno, sino en todas las instancias del poder.

En tal contexto, a pocos días de la victoria insurreccional, Barricada, el diario oficial del FSLN, proclamó la consigna “¡Organización, organización, organización!” (Gilbert, 1988, p. 41), hecho que significaba que los cuadros y líderes de las organizaciones sociales sandinistas dejaban su rol de activistas sociales en los movimientos para ocupar puestos de responsabilidad en los espacios donde se reorganizaba la vida cotidiana de la población y donde se intentaba proveer bienes públicos.

Así, los movimientos sociales que habían surgido como retaguardia y apoyo de la lucha insurreccional, se convirtieron en instrumentos para construir una nueva institucionalidad y un nuevo orden. Entre las organizaciones existentes antes del triunfo insurreccional estaban la Asociación de Trabajadores del Campo (ATC), la Asociación Nacional de Educadores de Nicaragua (ANDEN), la Federación de Trabajadores de la Salud (Fetsalud), la Unión de Periodistas de Nicaragua (UPN), los Comités de Defensa Civil que después serían los Comités de Defensa Sandinista (CDS), y la Asociación de Mujeres sobre la Problemática Nacional (Ampronac), posterior Asociación de Mujeres Nicaragüenses Luisa Amanda Espinoza (AMNLAE). Todas ellas se mantuvieron a lo largo del proceso revolucionario y se consolidaron como espacios de participación de los ciudadanos, pero siempre dependientes de las directrices del FSLN. Además, después del triunfo insurreccional, nacieron más organizaciones de inspiración sandinista para organizar y vincular políticamente todas las esferas de la vida social y productiva del país: la Unión Nacional de Empleados (UNE), la Central Sandinista de Trabajadores (CST), la Asociación Sandinista de Trabajadores de la Cultura (ASTC), la Juventud Sandinista 19 de Julio (JS19J), la Asociación de Niños Luis Alfonso Velásquez (ANS) y la Unión Nacional de Agricultores y Granjeros (UNAG).

En su inicio, el movimiento popular sandinista -que se conoció como “Organizaciones de Masas”- fue un instrumento indispensable para articular la participación y organizar las tareas de carácter comunitario que el Estado no podía prestar. Según Carlos Vilas, gracias a dicho entramado “el pueblo nicaragüense recuperó la voz para hacer oír sus problemas y potenció su capacidad de acción colectiva. Por primera vez en mucho tiempo -y para muchos, por primera vez en la vida- la gente se sintió parte de una comunidad nacional, de un todo compartido. Los grandes logros sociales de la revolución -la alfabetización, la medicina preventiva o la educación de adultos- fueron posibles por el involucramiento masivo, voluntario y esperanzado de una multitud de hombres y mujeres, mayoritariamente pertenecientes a las clases populares” (Vilas 1991, p. 20). Sin embargo, el movimiento popular sandinista muchas veces tuvo limitaciones y dificultades para hacer valer sus propias perspectivas y para proyectarse a la sociedad con autonomía respecto del FSLN y de las instituciones del Estado.7 Esta autonomía limitada se fue erosionando a raíz del conflicto que estalló con la guerra de la Contra a inicios de los ochenta.

La guerra, además de abortar múltiples políticas sociales, creó las condiciones para el fortalecimiento del control, la centralización y el verticalismo. Este fenómeno se dejó sentir en todos los niveles, pero sobre todo en los movimientos sociales de adscripción sandinista, los cuales, además de mantener vínculos semiorgánicos con el FSLN, terminaron por resultar una “cadena de transmisión” de las necesidades estratégicas del régimen y de los intereses coyunturales del Frente.

En esta lógica, el FSLN convocó y movilizó las organizaciones del movimiento popular como si fueran piezas de ajedrez. En este escenario fueron surgiendo contradicciones crecientes entre los intereses inmediatos y cotidianos de la gente y aquellos que la dirección sandinista llamaba “intereses estratégicos” para la defensa del proyecto revolucionario. El resultado fue que la participación popular comenzó a decaer.

En estas circunstancias, el FSLN postergó el tratamiento de las demandas particulares de la gente con el argumento de la guerra y la necesidad de priorizar todos los esfuerzos para hacerle frente. Así se bloquearon críticas, se postergaron demandas y se agudizó la exigencia de disciplina. La culpa de esta dinámica fue la necesidad de enfrentar una agresión armada, pero el hecho de que el origen de los movimientos sociales hubiera sido el apoyo de la lucha insurreccional dio pie a que el FSLN mantuviera una lógica vertical para con ellos.

Insurgencia en El Salvador: oleadas de movilización y lucha armada

El surgimiento del movimiento revolucionario salvadoreño se produjo en el contexto de la fuerte ola de protesta que tuvo lugar entre 1967 y 1972, protagonizada fundamentalmente por sindicatos y organizaciones de profesores y estudiantes universitarios y de secundaria (Almeida, 2008). La represión policial de estas movilizaciones contribuyó a la radicalización de los activistas del movimiento estudiantil, el cual estaba sumamente influido por la Revolución cubana, por las guerrillas latinoamericanas de los años sesenta -en particular por los Tupamaros uruguayos y las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR) guatemaltecas- y por las corrientes progresistas surgidas en el seno de la Iglesia católica y en concreto por la icónica figura del sacerdote guerrillero Camilo Torres.

Por otra parte, la postura del Partido Comunista Salvadoreño (PCS) y del Partido Demócrata Cristiano (PDC) en cuanto a la guerra contra Honduras del verano de 1969, que, pese a sus diferencias, se tradujo en un respaldo para las fuerzas armadas salvadoreñas, contribuyó al distanciamiento de los sectores juveniles más críticos de ambos partidos y a su decisión de formar organizaciones guerrilleras.

Al iniciar 1970 comenzaron a formarse los primeros núcleos de militantes que conformarían los dos principales grupos armados de izquierda: las Fuerzas Populares de Liberación Farabundo Martí (FPL) y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). El núcleo primigenio de las primeras estaba integrado esencialmente por activistas universitarios y obreros del PCS, incluyendo a su ex secretario general; en tanto que los primeros militantes del ERP procedían sobre todo de las juventudes universitarias del PDC.

Ambos grupos rechazaron el modelo foquista de organización y optaron, en particular las FPL, por una estructura más próxima al modelo de guerra popular vietnamita. Si bien debe añadirse que la estrategia del ERP fue considerablemente más confusa durante los primeros años debido a sus profundas diferencias internas. Así, mientras uno de sus sectores se decantó por una infraestructura organizativa vinculada a los movimientos populares, hubo otro que mantuvo el control de los recursos de poder organizativo hasta 1975 y se inclinó por una estrategia de guerrilla urbana enfocada casi exclusivamente en las acciones armadas. Estas diferencias internas provocaron varias escisiones en el ERP que darían origen a las Fuerzas Armadas de la Resistencia Nacional (FARN) en 1975 y a la efímera Organización Revolucionaria de los Trabajadores (ORT), antecedente del Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos (PRTC) surgido en 1976.

Mientras que los militantes más radicales del movimiento estudiantil y obrero se concentraban en construir pequeñas estructuras clandestinas para el desarrollo de la lucha armada, otros grupos sociales se volcaban simultáneamente, y de forma en principio independiente de la guerrilla, en la conformación de asociaciones y sindicatos aprovechando la liberalización política que el régimen autoritario había iniciado a mediados de los sesenta (Almeida, 2008, pp. 70-102). Por su parte, los sectores progresistas del clero diocesano y regular, comprometidos con las líneas fijadas por el Concilio Vaticano II (1962-1965) y la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano de Medellín (CELAM, 1968), emprendieron en 1969 sus primeros esfuerzos de trabajo pastoral dirigido al campesinado. Estas iniciativas pronto recibieron el apoyo del arzobispo metropolitano de San Salvador, monseñor Luis Chávez y González, comprometido con las resoluciones del Vaticano II. La acción pastoral de esta red de sacerdotes se enfocó en primera instancia en la fundación de cooperativas y comunidades eclesiales de base, y en la formación de líderes campesinos (Chávez, 2017, p. 88).

Los liderazgos surgidos en esta fase de trabajo de las comunidades de base, se implicaron en la formación o revitalización de organizaciones campesinas para la defensa comunitaria de sus derechos frente al Estado y los terratenientes. Desde inicios de 1974 los activistas de las comunidades de base habían fundado grupos locales de la Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños (FECCAS) en el área de Aguilares (al norte de San Salvador), por fuera de la influencia del PDC (Pearce, 1986, p. 120), al que había estado vinculada desde su fundación en 1964. La FECCAS se expandió rápidamente hacia departamentos como Cabañas, Cuscatlán y La Libertad movilizando sus bases desde finales de 1975. Paralelamente, en el norte (Chalatenango), en el centro-oeste (San Vicente) y en el oriente del país (Usulután), se produjo un proceso similar de movilización campesina mediada por la Iglesia católica, que desembocó en la formación de la Unión de Trabajadores del Campo (UTC). Sin embargo, esta organización surgió casi desde sus inicios como parte de la estrategia de la guerrilla, en particular de las FPL (Ascoli, s. f.), y se vinculó al trabajo pastoral de la Iglesia en la región por medio de militantes estudiantiles pertenecientes a la Acción Católica Universitaria Salvadoreña (ACUS).

Hay que mencionar que los movimientos de acción social y de “apostolado seglar” de la Iglesia católica, como la ACUS, Juventud Estudiantil Católica (JEC) y Juventud Obrera Católica, se orientaban con la línea del Vaticano II desde finales de los sesenta. Y que una parte significativa de los activistas de estos movimientos ingresaron -desde la universidad o los centros de secundaria- en la guerrilla entre 1970 y 1972 y pusieron al servicio de las organizaciones revolucionarias las redes sociales que habían construido en el campo y en las barriadas marginales de la periferia de San Salvador.

En otro aspecto, la liberalización del régimen autoritario se tradujo en la legalización del sindicalismo urbano8 desde mediados de los sesenta, lo que permitió la formación o reactivación de sindicatos y federaciones sindicales en los principales sectores industriales, así como en empresas y servicios públicos (Almeida, 2008, p. 72; Pirker, 2017, p. 106). A partir de ese momento, las distintas corrientes políticas de oposición trataron, con más o menos éxito, de disputar al oficialismo el control de las organizaciones sindicales. Con Cayetano Carpio al frente de la Secretaría General desde 1964, el PCS asumió como tarea estratégica la penetración en los sindicatos. Carpio y sus partidarios más cercanos en el PCS contribuyeron al crecimiento acelerado de la Federación Unitaria Sindical Salvadoreña (FUSS), al introducir maniobras disruptivas en las luchas sindicales.9 La toma de fábricas y las huelgas de solidaridad impulsadas o apoyadas por Carpio y su entorno en 1967-1968, contribuyeron a construir vínculos estrechos entre los sindicalistas comunistas más combativos: las organizaciones estudiantiles universitarias, algunos sindicatos de empleados públicos clave, y en particular, la Asociación Nacional de Educadores Salvadoreños 21 de Junio (ANDES-21).

Entre 1970 y 1974, las organizaciones armadas de izquierda se orientaron en construir su estructura y en iniciar su confrontación con el Estado mediante tácticas de guerrilla urbana (Martín & Cortina, 2017). Al mismo tiempo y aprovechando los vínculos preexistentes con sindicatos y organizaciones sociales de la Iglesia católica, forjaron vínculos clandestinos con el movimiento popular. Esto se produjo habitualmente incorporando líderes y cuadros sindicales campesinos o de comunidades urbanas o creando organizaciones por parte de la propia guerrilla.

Desde 1975, los distintos grupos armados promovieron la creación de estructuras de coordinación de las organizaciones del movimiento social sobre las que tenían influencia - los llamados “frentes de masas”-. Esto no quiere decir que las guerrillas ejercieran un control absoluto de los sindicatos o las organizaciones campesinas, sino que, por medio de los líderes incorporados a sus estructuras, estimularon la escalada de las reivindicaciones, la radicalización del repertorio de protesta y la coordinación de los diversos sectores del movimiento popular. Asimismo, la represión gubernamental de las protestas, que desde mediados de los setenta era más frecuente y menos selectiva, contribuyó a otorgar credibilidad entre los activistas al marco de interpretación de los revolucionarios y a la estrategia de confrontación total y eliminación del régimen que estos propugnaban.

A diferencia de Nicaragua, donde el movimiento revolucionario fue capaz de construir una amplia coalición interclasista, los revolucionarios salvadoreños no lograron incorporar a sectores clave de las clases media y media alta, ni a elementos de la burguesía. Varios factores explican esto. Uno es el impacto que el repertorio específico de acciones de la guerrilla tuvo en esos sectores y otro el importante número de secuestros realizados durante los setenta. Las distintas organizaciones armadas recurrieron con frecuencia al secuestro como forma de financiación y propaganda, lo que en varias ocasiones acabó en la muerte de prominentes miembros del empresariado salvadoreño,10 lo que hizo imposible cualquier intento de tender puentes políticos con el mismo. En fuerte contraste con lo ocurrido en Nicaragua, la dispersión del movimiento revolucionario salvadoreño, dividido en cinco organizaciones con estrategias a veces opuestas y confrontadas, impidió la unidad de acción contra el Estado cuando las movilizaciones alcanzaron su clímax en 1979-1980.

El Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, estructura de coordinación de todo el movimiento revolucionario, se fundó en octubre de 1980, cuando las movilizaciones populares descendían por la represión estatal (Almeida, 2008, p. 170). La consecuencia fue que, cuando en enero de 1981 el FMLN lanzó una ofensiva a escala nacional para tomar el poder, sus bases se encontraban considerablemente disminuidas, por lo no se produjo una insurrección generalizada como los guerrilleros esperaban. A cambio, inició una guerra civil que se prolongaría casi once años, hasta que el FMLN y el Estado salvadoreño firmaron la paz en el Castillo de Chapultepec en enero de 1992 (Dunkerley, 1994).

De lo expuesto y a la luz de lo planteado al inicio de este artículo se puede afirmar que, en El Salvador, los grupos armados surgieron como efecto de la radicalización de sectores del movimiento social -en específico del estudiantil y sindical- en el marco de una ola de protesta. La inmersión en la clandestinidad y la adopción del repertorio de la lucha armada provocaron el aislamiento relativo de los militantes de la izquierda armada. Aunque las relaciones entre guerrilleros y activistas del movimiento social existieron en este periodo, fueron débiles y poco estructuradas. Así, en los primeros años setenta, la relación entre guerrilla y movimiento social fue de co-formación en términos de Malthaner & Waldmann (2014). Esto es, que los grupos armados aparecieron en paralelo al desarrollo autónomo de un movimiento social crecientemente radicalizado. En un tercer momento, entre 1975 y 1980, dicha relación evolucionó a una de autonomía relativa del movimiento popular respecto de la guerrilla, en el que los liderazgos del primero se incorporaron paulatinamente a la segunda,11 y donde los repertorios tácticos de aquel respondieron con creces a las necesidades de la estrategia de los grupos armados. La guerrilla llevó a su parte radical a una confrontación violenta con el régimen autoritario, lo que provocó que este último optara por una fuerte represión, usando indiscriminadamente la violencia contra los activistas del movimiento social. Finalmente, a lo largo de los años ochenta la infraestructura organizativa del movimiento popular perdió por completo su autonomía, militarizándose y convirtiéndose en la base armada de la guerrilla en las zonas rurales.

Insurgencia en Guatemala: debilidad y dispersión

Guatemala representa un tercer itinerario de vinculación entre las vanguardias armadas y los movimientos populares. La insurgencia armada surgió en este país como consecuencia de dos importantes acontecimientos políticos. Por un lado, el intento de golpe de Estado contra el gobierno autoritario de Ydígoras Fuentes, llevado a cabo por un grupo de jóvenes oficiales de las fuerzas armadas el 13 de noviembre de 1960, tras cuyo fracaso, un pequeño grupo encabezado por los tenientes Marco Antonio Yon Sosa y Luis Augusto Turcios Lima, decidió iniciar la lucha armada para lo cual se relacionó con distintas organizaciones, incluyendo al comunista Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT).

Por otro lado, el movimiento de protesta de marzo y abril de 1962 contra el fraude electoral cometido por el gobierno de Ydígoras. Encabezado por los estudiantes universitarios, el movimiento escaló hasta convertirse en una insurrección urbana que amenazó seriamente con derribar al gobierno, a lo que este respondió con un endurecimiento de la represión. Ello desembocó en la radicalización acelerada de un sector de los activistas del movimiento estudiantil y de algunos sectores de la oposición, incluyendo el PGT. Este contexto facilitó la alianza entre el MR-13, el PGT y los estudiantes veteranos del movimiento de protesta (Movimiento 12 de Abril), que en diciembre de 1962 fundaron las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR).

Así, las FAR iniciales estuvieron integradas por estudiantes universitarios, jóvenes militantes del PGT, por ex oficiales del Ejército y, casi de forma testimonial en aquel entonces, por algunos obreros y campesinos. Entre 1963 y 1968, las FAR desarrollaron una guerra de guerrillas de inspiración foquista en la Sierra de las Minas, una remota área montañosa donde los revolucionarios carecían de bases de apoyo entre el campesinado (Monsanto 2013, p. 82). Paralelamente, construyeron una infraestructura clandestina en la ciudad de Guatemala que tenía como principal objetivo proveer logística -armas, dinero, reclutas- a los guerrilleros de la sierra. En esta etapa, las conexiones con el movimiento popular, disuelto tras la represión de las protestas de 1962, fueron muy débiles12 y tuvieron un carácter instrumental como fuente de provisión de recursos para el foco guerrillero. A esta carencia de vínculos con amplias bases sociales, se unieron las diferencias internas entre los propios guerrilleros. El MR-13, influido por planteamientos trotskistas, rompió con las FAR en 1965, lo que privó a los revolucionarios de cualquier unidad de acción.13

Todo ello facilitó que las fuerzas armadas y las de seguridad liquidaran casi totalmente este primer movimiento insurgente entre 1968 y 1970.14

Tras esta crisis, la insurgencia se fragmentó en distintas tendencias y reapareció como cuatro diferentes organizaciones durante la primera mitad de los años setenta.15 Sus primeros militantes eran principalmente veteranos de las guerrillas de los sesenta, jóvenes activistas católicos, profesionales y estudiantes (Vázquez & Campos, 2019). A pesar del fracaso de la experiencia guerrillera de las FAR y el MR-13, el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) y la Organización Revolucionaria del Pueblo en Armas (ORPA), los dos más importantes de este segundo periodo, reemergieron como focos guerrilleros (Payeras, 1998; Santa Cruz, 2004; Falla, 2015). No obstante, esta vez la población indígena, mayoritaria en el altiplano central, así como en el noroccidente y norte del país, constituyó el objetivo fundamental de la movilización revolucionaria. En cuanto a la ORPA, tras esta elección estratégica subyacía además un planteamiento ideológico-político centrado en el papel de los pueblos originarios y del racismo como piedra angular que sustentaba las relaciones de explotación, mismas que sostenían al capitalismo guatemalteco (Vázquez & Campos, 2019; Thomas, 2013, p. 134).

Tras esta reconstrucción en clave foquista, tanto el EGP como la ORPA se dieron a la tarea de consolidar estructuras de apoyo entre el campesinado indígena, extendiendo sus contactos a miembros de cooperativas, catequistas, líderes comunales y otros individuos fundamentales del tejido social en las regiones donde se establecieron.16 Pese al interés común en la movilización de la población indígena, las estrategias del EGP y de la ORPA difirieron sensiblemente. El primero promovió la creación de una infraestructura organizativa -el Comité de Unidad Campesina o CUC-17 que pudiera operar abiertamente y capitalizara los movimientos de protesta surgidos en las áreas bajo su control político, tras el terremoto que asoló Guatemala en febrero de 1976. Esto permitió que el EGP creara bases de apoyo, sobre todo entre los movimientos populares urbanos. La ORPA, en cambio, optó por organizar clandestinamente a su población de apoyo en las áreas rurales (la Resistencia), sin recurrir a la formación de sindicatos u organizaciones campesinas y manteniéndose en silencio hasta su irrupción pública en 1979 (Thomas, 2013, p. 135).

De igual modo, entre 1974 y 1978 se produjo una reconstitución acelerada del sindicalismo urbano, el cual protagonizó por entonces un importante ciclo de movilización motivado por el alza de los precios y el estancamiento de los salarios. Esta recomposición de los movimientos sociales urbanos se produjo en principio de forma autónoma respecto de la estrategia de las guerrillas (Albizures & Ruano, 2009, p. 165). Así, la formación del Comité Nacional de Unidad Sindical (CNUS), organismo sindical unitario que encabezó y coordinó los múltiples conflictos laborales que estallaron en la segunda mitad de los años setenta, obedeció a una iniciativa de las propias bases de los sindicatos que lo integraron. Algo similar se puede afirmar de la movilización y organización en 1977-1978 de los empleados públicos a través del Comité de Emergencia de Trabajadores del Estado (CETE), que nació sin una intervención significativa de la izquierda revolucionaria. No ocurrió así con el movimiento estudiantil universitario y de secundaria que sí se convirtió en un objetivo preferente de penetración de las guerrillas desde 1977-1978.18 Esta autonomía del movimiento sindical sin embargo no fue absoluta, toda vez que tanto las FAR como el PGT-Núcleo realizaron trabajo político y de reclutamiento con cuadros de la Central Nacional de Trabajadores (CNT).

Al calor de la aceleración de la insurrección sandinista en Nicaragua, los guerrilleros guatemaltecos hicieron un primer intento de coordinar las organizaciones populares sobre las que tenían alguna influencia con la creación del Frente Democrático contra la Represión (FDCR) a inicios de 1979 (Vázquez & Campos, 2019). Pero el asesinato de sus líderes y de cuadros medios por parte de los escuadrones de la muerte, así como las diferencias entre las guerrillas que pugnaban por orientar la estrategia del Frente, socavaron su capacidad de coordinar las acciones del movimiento popular en contra de la dictadura.

Bajo el gobierno del general Fernando Romeo Lucas García, sobre todo desde 1979, la represión del movimiento popular se incrementó notablemente; frente a ello, este se radicalizó rápidamente, lo que facilitó su aproximación a los grupos guerrilleros. No obstante, los intentos de construir “frentes de masas” o estructuras de coordinación del movimiento social bajo control de la guerrilla, se iniciaron solo parcial y muy tardíamente, en un periodo de desmovilización en el que la represión era ya muy intensa,19 por lo que su capacidad de movilización fue escasa. Asimismo -en contraste con lo sucedido en El Salvador-, cuando la confrontación con el Estado se agudizó en las áreas rurales (1981-1982), la guerrilla fue incapaz de convertir a su base de apoyo campesina en un ejército revolucionario numeroso y disciplinado, lo que impidió que enfrentara de forma efectiva la estrategia de tierra arrasada de las fuerzas armadas.20

Ahora bien, a diferencia de Nicaragua y El Salvador, las distintas organizaciones armadas guatemaltecas fueron incapaces de alcanzar grados significativos de coordinación, antes de que el Estado iniciara una ofensiva sistemática sobre sus bases campesinas. E incluso después, tras la fundación de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) en 1982, su nivel de coordinación fue precario. Así, el movimiento popular guatemalteco no se militarizó y solo lo hizo de modo muy excepcional y tardío, y cuando la represión ya era muy intensa. Mientras que en El Salvador el FMLN tenía un ejército popular numeroso y bien organizado que pudo enfrentar al Ejército, en Guatemala durante los ochenta solo quedaban pequeños grupos armados con un apoyo rural muy limitado, hecho que explica en parte la aniquilación de las bases de la guerrilla. A diferencia de Nicaragua, las guerrillas guatemaltecas pudieron construir una amplia coalición opositora interclasista ya que las élites se mostraron considerablemente unidas frente a la insurgencia. El resultado fue un conflicto prolongado en el que la guerrilla consiguió sobrevivir en las zonas rurales hasta la firma de los Acuerdos de Paz en 1996, pero sin ninguna posibilidad de convertirse en un serio desafío para el Estado.

La “vía insurreccional” nicaragüense, guatemalteca y salvadoreña. Movilización y autonomía: ¿más es menos?

Después de exponer las experiencias insurgentes de Nicaragua, El Salvador y Guatemala, es posible plantearse si más movilización social y autonomía de los movimientos supone una estrategia efectiva. El hallazgo que presenta este artículo es que la existencia de movimientos sociales amplios y autónomos oxigena a las guerrillas, pero supone problemas posteriores en la unidad de acción. Es decir, que movimientos robustos y autónomos vinculados a las guerrillas muestran su gran capacidad de lucha y su resistencia duradera, pero no son la mejor herramienta para dar golpes certeros a los regímenes contra los que se lucha.

Partiendo del modelo de interacción entre movimiento social y organización armada de Malthaner & Waldmann (2014), Nicaragua encuadra claramente en el modelo donde el entorno social de apoyo es creado por el propio grupo armado como una más de sus estrategias para crear una infraestructura organizativa legal que le ofrezca abiertamente el respaldo social y político que necesita. Pero El Salvador con el FMLN y Guatemala con la URNG son por completo diferentes pues se basan en la “clandestinización” de activistas o la “co-formación” de grupos armados originados en la militancia social. En ambos casos aparece una combinación del surgimiento gradual de organizaciones político-militares a partir de entornos sociales radicales preexistentes y de la aparición de grupos que se forman independientemente el uno del otro -debido a una notable masa crítica de capital social radical, en El Salvador, o de la desconexión entre entornos radicalizados, en Guatemala-, como reacciones simultáneas ante la percepción de una amenaza o un desafío.

Así, en El Salvador se observa en los primeros años la cogeneración de un movimiento social crecientemente radicalizado en paralelo a la formación de una guerrilla urbana dividida orgánicamente en varios grupos. Los liderazgos de las asociaciones campesinas y los sindicatos urbanos se fueron incorporando paulatinamente a las estructuras clandestinas de los grupos armados a medida que aumentaba la represión, y con ellos el movimiento social fue respondiendo cada vez más a la estrategia de la guerrilla. Esta además tuvo la capacidad de coordinar las acciones del movimiento social desde finales de los años setenta. El movimiento revolucionario se enfrentó a una élite muy cohesionada y a un Estado que desarrolló con rapidez un creciente poder infraestructural gracias al apoyo de los Estados Unidos; lo que, sumado a la falta de unidad de las vanguardias armadas en el clímax de la ola de protesta de finales de los setenta, impidió que los revolucionarios tomaran el poder. Sin embargo, gracias a la militarización de las redes del amplio movimiento social que lo respaldaba, el FMLN fue capaz de construir una fuerte base de apoyo campesina que le permitió una eficaz guerra de guerrillas y poner en jaque al Estado a finales de los ochenta. Esa base de apoyo constituyó un activo crucial en la negociación de los Acuerdos de Paz y en la formación de un exitoso partido político.

En Guatemala la autonomía inicial del movimiento social respecto de la guerrilla -si bien evolucionó tardíamente hacia una de creciente dependencia- supuso un pasivo para la eficacia militar. Sin embargo, las guerrillas tuvieron una pobre capacidad para coordinar las estrategias y las acciones del movimiento popular, cuya infraestructura organizativa no fue en ningún caso tan robusta como en El Salvador. Aparte de que las vanguardias guerrilleras alcanzaron escasos y tardíos niveles de coordinación, tampoco lograron una amplia militarización de sus bases sociales en el campo, lo que les impidió resistir de forma efectiva a la tierra arrasada de las fuerzas armadas del gobierno. En este contexto, las élites guatemaltecas mostraron cohesión frente al desafío revolucionario y sus militares gozaron de mayor autonomía para implementar una estrategia de guerra total contra el movimiento insurgente. El resultado fue que las guerrillas sobrevivieron en los años ochenta y en buena parte de los noventa como pequeños bolsones aislados de resistencia y sin representar un desafío real para el Estado. Tras la firma de los Acuerdos de Paz, ese aislamiento se tradujo en la marginación política y la casi extinción de la izquierda revolucionaria como proyecto político en las sucesivas contiendas electorales.

De lo expuesto se observa la relevancia de la investigación sobre la relación entre vanguardias y entornos sociales de apoyo, ya que da nuevas pistas para la elaboración de una explicación más matizada de los escasos triunfos revolucionarios en América Latina.

Obviamente estamos de acuerdo con los hallazgos de Wickham-Crowley (1992) en términos de que una guerrilla no alcanza el poder si no es capaz de construir una amplia base de apoyo en las zonas rurales que le permita resistir los embates del Estado, avanzar hacia la conquista de las ciudades, tener capacidad de fuego y generar coaliciones multiclasistas frente a regímenes autoritarios y patrimoniales. Pero nuestra hipótesis sobre el tipo de relación existente -co-formación, clandestinización o creación- entre movimientos sociales y vanguardias guerrilleras nos permite entender mejor el desarrollo de los movimientos revolucionarios de la región que no fueron rápidamente eliminados por las fuerzas de seguridad. La comprensión de los distintos tipos de relación establecida entre los movimientos y vanguardias ayudan a entender la evolución del conflicto armado en Nicaragua, Guatemala y El Salvador, así como los desenlaces diferenciados de los tres movimientos con sus organizaciones guerrilleras una vez instaurada la revolución o en la inmediata posguerra.

Se puede concluir que, a fines de la década de los setenta, el FSLN y el FMLN, y en menor medida la URNG, dispusieron de capacidad armada, masas de apoyo en las urbes y en el campo, aliados, y enemigos externos. En esta tesitura todos los informes señalaban que la guerrilla con mayores probabilidades de tomar el poder era la salvadoreña, pero el desenlace lo desmintió: el FSLN consiguió una nueva victoria revolucionaria en la región después de la cubana y el FMLN enquistó su lucha en una guerra que duraría una década, mientras que en Guatemala la lucha guerrillera sería marginal. ¿Por qué sucedió esto? La respuesta se encuentra en parte en los argumentos de Wickham-Crowley (1992), pero también en la naturaleza de la relación que se dio entre los movimientos sociales y las guerrillas. Se trata de un elemento por explorar en el futuro agregando más casos y evidencias.

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1Sobre Augusto César Sandino hay una vasta bibliografía, pero destacan Hodges (1986), Ramírez (1980) y Selser (1960).

2Hubo dos escisiones que se produjeron a lo largo de los años setenta que desembocaron en tres tendencias: la Guerra Popular Prolongada, la Tendencia Proletaria y la Tendencia Tercerista o Insurreccional.

3La literatura sobre la influencia y el papel jugado por la religión en el proceso político nicaragüense es muy extensa, entre ella cabe destacar a Berryman (1984), Cabestrero (1983) y Randall (1983). Para el análisis de este fenómeno en un marco latinoamericano es interesante revisar a Levine (1996).

4Tal como expone Vilas (1984, pp. 169-198), entendemos por sujeto social al participante real de la insurrección, síntesis de determinaciones socioeconómicas —de clase, ocupacionales, familiares, etc.— e ideológicas. Este concepto, según Vilas, tiene un referente de clase, pero no reduce el sujeto a la clase. Este autor también advirtió la extrema juventud de los participantes de la insurrección: el 71% tenía entre 14 y 24 años, una proporción casi tres veces más alta que el peso de ese mismo grupo de edad en la pirámide demográfica. El otro rasgo básico del colectivo revolucionario fue el carácter popular en sentido amplio de masas trabajadoras —más que de proletario en sentido estrecho—. La pequeña producción y el trabajo no asalariado emergieron como la fuerza social básica de la insurrección.

5Durante la década de 1960 y la primera mitad de los setenta, la organización difícilmente llegó a los 150 miembros, entre legales y clandestinos, que aumentaban sensiblemente si se tomaba en cuenta a los colaboradores. A partir de 1977, con la progresiva descomposición del régimen somocista y las diferentes convocatorias insurreccionales, se observó un crecimiento sustancial de la organización. Con todo, después de un recuento exhaustivo de todos sus miembros y colaboradores, la cifra no llegó a los quinientos (Arce. Citado en Invernizzi, Pisani & Ceberio, 1986; Dunkerley, 1988).

6Utilizamos este concepto tal como lo presenta Panebianco (1990). La estructura del poder organizativo se basa en los llamados “recursos del poder organizativo” en tanto factores con los cuales crecen las actividades vitales de una organización: competencia, relaciones con el entorno, comunicación, reglas formales, financiamiento y reclutamiento.

7Nunca estuvo clara la función que el FSLN asignó a estas organizaciones, aunque oficialmente su tarea consistía en “velar y trabajar por el fortalecimiento de la revolución y la de ser los verdaderos instrumentos de expresión y canalización de las demandas más apremiantes de las masas” (Orlando Núñez. Citado en Pozas, 1988, pp. 20-21).

8La Constitución de 1950 reconoció el derecho a formar sindicatos urbanos, no así sindicatos campesinos.

9Estas disrupciones constituyeron un punto permanente de fricción entre Carpio y el sector mayoritario en la dirección del partido, el cual prefería ajustarse a lo que ordenaba el Código del Trabajo.

10Las distintas organizaciones armadas realizaron no menos de treinta secuestros de alto impacto entre 1971 y 1980 (Martín & Cortina, 2017).

11Esto se produjo más claramente entre las FPL —que incorporó en su máximo órgano de dirección a líderes de ANDES-21 y FECCAS—, y menos en el del ERP o las FARN, donde el liderazgo permaneció integrado fundamentalmente, aunque no en exclusiva, por militantes procedentes del movimiento estudiantil.

12Hubo intentos no sistemáticos de vinculación con el campesinado del departamento de Huehuetenango con la mediación de sacerdotes Maryknoll con los que algunos militantes estudiantiles de la guerrilla, vinculados a su vez a organizaciones de la Iglesia católica, tenían contacto.

13Una crónica detallada de la relación del MR-13 con el trotskismo se encuentra en Oikión (2010).

14Derrotada, la guerrilla conservó activos unos doscientos militantes (Vázquez & Campos, 2019).

15Junto a unas FAR reconstituidas y sin participación del PGT (ahora bajo el nombre de Fuerzas Armadas Revolucionarias), nacieron el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), la Organización Revolucionaria del Pueblo en Armas (ORPA) y una pequeña facción comunista disidente conocida como PGT-Núcleo de Dirección.

16Una reconstrucción valiosa del proceso de penetración del EGP en las comunidades indígenas de la selva del Ixcán —departamento del Quiché— se encuentra en las memorias del sacerdote jesuita Ricardo Falla (2015).

17Como en el resto de América Central, en los orígenes del asociacionismo campesino que desembocó en la formación del CUC, se encuentra el trabajo de organización realizado por grupos católicos progresistas y, principalmente, por Acción Católica.

18En 1978 el EGP impulsó la formación del Frente Estudiantil Robin García en la Universidad de San Carlos, mientras que la Asociación de Estudiantes Universitarios (AEU) parece haber permanecido en disputa, pero esencialmente en la órbita del PGT.

19El Frente Popular 31 de Enero (FP-31), fundado por iniciativa del EGP, fue creado a inicios de 1981; los Comités de Resistencia Popular del PGT surgieron en octubre de 1980.

20A diferencia de El Salvador, la mayor autonomía financiera y logística de las fuerzas armadas guatemaltecas respecto de los Estados Unidos, hizo posible que emplearan estrategias de eliminación sistemática de la base social de la guerrilla en el campo. En El Salvador esto no fue posible probablemente por la capacidad de veto del Congreso norteamericano, el cual condicionó la ayuda militar al empleo de una estrategia de guerra que fuera aceptable para la opinión pública norteamericana.

Recibido: 08 de Abril de 2019; Aprobado: 03 de Abril de 2020

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