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Perfiles latinoamericanos

versión impresa ISSN 0188-7653

Perf. latinoam. vol.28 no.56 México jul./dic. 2020  Epub 30-Ago-2021

https://doi.org/10.18504/pl2856-001-2020 

Artículos

La relación entre democracia y derecho en el inicio de la transición argentina: la anulación de la autoamnistía militar

The relationship between democracy and law at the beginning of Argentine transition: the annulment of military self-amnesty

Adrián Velázquez Ramírez* 

* Docente y becario posdoctoral de la Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de San Martín (Argentina). Director del proyecto de investigación “Las reformas constitucionales durante la transición a la democracia. De las experiencias provinciales en la década de los ochentas a la Convención de 1994”, PICT-2018-01657 (ANPCyT) | adrian.velaram@gmail.com


Resumen:

El artículo ofrece un marco general respecto a cómo se planteó la relación entre derecho y democracia en el inicio del proceso transicional argentino de 1983. Para ello se analizan los debates jurídico-políticos que impulsaron la política de justicia transicional del gobierno de Raúl Alfonsín (1983-1989). En particular, se focaliza en la argumentación jurídica con la que se anuló la amnistía aprobada por la última dictadura militar (1976-1983), lo cual supuso un quiebre en la doctrina de la Corte Suprema de Justicia de la Nación que daba validez jurídica a los gobiernos de facto. Esto significó una nueva forma de asumir el problema de la legitimidad en la producción del derecho en la historia política argentina.

Palabras clave: transición a la democracia; amnistía; Ley de Pacificación; justicia transicional

Abstract:

The article provides a general framework for how the relationship between law and democracy was raised at the beginning of Argentina’s 1983 transitional process. For this purpose we analyze the legal-political debates that promoted the transitional justice policy of the government of Raúl Alfonsín (1983-1989). In particular, we focuses on the legal argument with which it was repealed annulled the amnesty approved by the last military dictatorship (1976-1983), which was a break in the doctrine of the Corte Suprema de Justicia de la Nación that gave legal validity to governments de facto. This meant a new way of taking on the problem of legitimacy in the production of law in Argentine political history.

Keywords: transition to democracy; amnesty; Ley de Pacificación; transitional justice

Introducción

La transición a la democracia ha sido un objeto privilegiado para las ciencias sociales y humanas en Argentina. Sin embargo, en los últimos años y como parte de un ensanchamiento del periodo trabajado en el campo de la historia reciente, es posible identificar una serie de trabajos que, en contraste con los abordajes precedentes, recuperan este periodo desde una perspectiva historiográfica (Crenzel, 2008; Lvovich, 2010; Lorenz, 2011; Ferrari & Gordillo, 2015; Franco & Feld, 2015; Lastra, 2016; Velázquez, 2015; Baeza, 2016; Franco, 2018). Este retorno historiográfico a la transición ha hecho emerger una agenda que vuelve sobre algunos aspectos que esa primera bibliografía no abordó.

Un aspecto de dicha agenda que merece recuperarse es la forma en que se planteó el vínculo entre democracia y derecho durante el proceso transicional argentino. En efecto, uno de los rasgos en común que tuvieron muchos de los procesos democratizadores de finales del siglo XX fue que desembocaron en reformas constitucionales que tuvieron como objetivo expreso asegurar las condiciones de estabilidad y consolidación de los regímenes democráticos resultantes de sus transiciones (Nino, 1997; Elster & Slagstad, 2012). De esta manera, en el sur de Europa, América Latina, Europa del Este, África y Asia, la redacción de una nueva Constitución fue muchas veces tomada como un acto de reconstrucción estatal. Brasil en 1988, Chile en 1989, Colombia en 1991, Perú y Bolivia en 1993, y Argentina, Guatemala y Nicaragua en 1994, encararon reformas constitucionales cuya guía fue la consolidación democrática (Gargarella, 1997, 2011; Santos, 1995). Con sus distintos matices y particularidades, estas experiencias descansaron en una premisa compartida que dictaba que era necesario adecuar el marco jurídico preexistente para dar cabida a las exigencias del recién inaugurado orden democrático. En la práctica, esto supuso que se problematizara la relación entre democracia y derecho. Fue un doble proceso que intentaba democratizar el derecho y construir las bases jurídicas de la democracia (Maravall & Przeworski, 2003).

El objetivo de este artículo es construir un marco problemático que permita examinar el vínculo entre democracia y derecho tal como sucedió en el caso específico de la transición argentina. Como en otras experiencias transicionales, el derecho fue un protagonista central durante el primer gobierno de la posdictadura (Arthur, 2009). La decisión del presidente Raúl Alfonsín (1983-1989) de juzgar a las Juntas Militares necesitó de una compleja estrategia jurídica para allanar el camino a fin de esclarecer y deslindar responsabilidades en las violaciones a los derechos humanos observadas durante la última dictadura militar (1976-1983). En los hechos esto significó romper con la tradición jurídica precedente que reconocía la legalidad de las acciones de los gobiernos de facto (Groisman, 1989; Bohoslavsky, 2015). Consideramos que con ello se inició un fecundo periodo de renovación del discurso jurídico cuyo punto culminante sería la reforma constitucional de 1994. En gran medida, la Constitución promulgada en 1994 debe verse como el intento de formalizar el conjunto de experiencias y expectativas que caracterizaron a la transición iniciada en 1983.

En efecto, una de las primeras medidas adoptadas por el gobierno de Alfonsín fue expedir el decreto 158/83 que establecía que las Juntas Militares debían responder ante la justicia militar por lo actuado durante el combate a las organizaciones armadas de izquierda.1 Sin embargo, para que esta medida se pudiera cumplir debió sortear un primer escollo: la amnistía que la última Junta Militar promulgó ante el inminente fin de la dictadura. Aprobada en septiembre de 1983, la llamada Ley de Pacificación Nacional (Ley 22.924) impedía que se procesara penalmente cualquier posible delito cometido en el marco del “combate contra la subversión” (Franco, 2018). Este hecho generó polémica en el espacio público y demandó la toma de posición de los candidatos que contenderían en las elecciones de octubre de ese mismo año. Ítalo Luder, del Partido Justicialista (PJ) y profesor de derecho constitucional, declaró que la autoamnistía era un hecho jurídico consumado y que el gobierno que llegaba no podría sino reconocer su legalidad. En cambio, el candidato de la Unión Cívica Racial (UCR), Raúl Alfonsín, prometió derogarla y llevar las Juntas Militares a juicio. No obstante, la simple derogación de la amnistía no resultaba suficiente, pues de acuerdo con el marco legal entonces vigente ella seguiría teniendo efectos jurídicos, impidiendo así cualquier revisión de lo actuado por las Fuerzas Armadas.2 Por este motivo, el cuerpo de asesores legales de Alfonsín ideó una estrategia diferente que consistía en declarar que la autoamnistía era insanablemente nula, enfatizando su ajuricidad y dejándola sin ningún efecto (Nino, 2015).

La estrategia jurídica que dio materialidad a la política de justicia transicional del gobierno alfonsinista tuvo un fuerte componente derogatorio cuyo objetivo fue desmantelar los obstáculos legales con los que la última dictadura militar intentaba impedir una eventual revisión de las violaciones de los derechos humanos durante su gobierno. Esto requirió de una argumentación jurídica válida al interior del derecho y capaz de revertir la doctrina hasta entonces vigente, misma que daba validez jurídica a los gobiernos de facto. Esta experiencia es de gran utilidad para pensar los desafíos que entrañan los mecanismos de justicia transicional luego de sucesos de violencia política, pues permite echar luz respecto a cómo estos procesos pueden llevar a la transformación y resignificación del vínculo entre democracia y derecho a fin de dar cauce a las demandas de justicia y verdad.

Para tratar esta cuestión proponemos un enfoque que provisoriamente identificaremos como una historia de los saberes durante la transición.3 Esta perspectiva asume como punto de partida la mutua implicación entre política y derecho. Si bien se debe reconocer que estos ámbitos de acción se encuentran mutuamente relacionados, también es innegable que se organizan con base en criterios y reglas particulares que hacen de su construcción campos sociales específicos. En este sentido, se trata de analizar al derecho como un ámbito organizado por un código de intervención específico con el que los actores que en él participan se ven obligados a dar argumentaciones reconocidas como válidas al interior de su campo. Si bien la decisión de juzgar a las Juntas Militares fue de índole política, esta requirió de traducirse y elaborarse mediante las propias reglas y premisas del derecho. Es justamente esta mutua implicación entre política y derecho la que nos parece interesante ubicar como punta del ovillo para situar históricamente cómo se planteó la relación entre derecho y democracia durante la transición argentina.

Desde una perspectiva histórico-conceptual, el marco analítico propuesto se propone indagar en cómo, durante el curso de la política de justicia transicional, el ámbito del derecho se convirtió en un espacio permeable a cambios políticos y sociales de gran hondura. Desde este punto de vista, el derecho y la argumentación jurídica ofrecen un registro muy rico para identificar y analizar los cambios en la semántica política observados durante la transición argentina. Sin señalar a priori alguna primacía de un orden del discurso sobre el otro -de los términos de la política por encima de los jurídicos, o viceversa- proponemos mostrar la interacción y retroalimentación entre estas esferas a partir de considerar su frontera y delimitación como algo fluctuante y permeable. Al pensarse en claro contraste con el violento pasado dictatorial, la naciente democracia argentina asumió el desafío de tramitar y gestionar políticamente un pasado violento dándose para ello herramientas y mecanismos jurídicos. Recuperar la historia de los debates político-jurídicos durante este proceso nos permitirá dar cuenta de cómo se intentó conciliar la necesidad de estabilidad y consolidación democrática con las demandas de verdad y justicia. Lejos de ser un todo armónico, estas dos cuestiones muchas veces entraron en tensión, mostrando la complejidad de las políticas de justicia transicional (Crenzel, 2008).

Elementos para una historia conceptual de los saberes durante la transición

En otro lugar hemos destacado el importante papel performativo que tuvo el hecho de que la transición a la democracia en Argentina fuera caracterizada como una ruptura con el pasado por parte de diversos actores que participaron en dicho proceso (Velázquez, 2019b). Frente a esta categorización del discurso público acerca de la transición, el historiador tiene que tomar ciertos recaudos y cuidarse de no trasladar acríticamente a su propio trabajo las interpretaciones nativas que circularon en aquel momento. Para solventar este problema no basta con cuestionar la idea de ruptura, reponiendo continuidades ahí donde antes se habían postulado quiebres temporales. Este procedimiento, además de mantenernos dentro de las alternativas que dicta ese mismo esquema interpretativo mediante el simple cambio en el signo de las afirmaciones, corre el riesgo de difuminar uno de los rasgos principales de la transición a la democracia en Argentina. Este proceso efectivamente marcó un contrapunto respecto a una larga historia de inestabilidad política que se extendió durante buena parte del siglo XX argentino. Pero, si bien la dicotomía continuidad/ruptura puede resultar problemática para pensar procesos históricos concretos,4 una buena manera de recuperar el talante excepcional del periodo transicional argentino consiste en identificar el tipo de intervención que habilitó la caracterización de la transición como una ruptura por parte de sus contemporáneos. En efecto, la identificación de 1983 como una ruptura permitió construir lingüísticamente una situación que favoreció y demandó cierto tipo de intervenciones, y excluyó o volvió más improbables otras. Lo relevante es que esta interpretación del estado de cosas condicionó la intervención de los actores inmiscuidos en este proceso, mismos que se desenvolvieron bajo la convicción de estar transitando por una etapa refundacional.

Bajo este prisma es que se ha señalado que la construcción discursiva de la transición como una ruptura permitió forjar las condiciones para que se emprendiera una reflexión profunda de distintos aspectos de la cultura política argentina (Aboy, 2016). Desde el atalaya de una aludida ruptura fue posible someter a revisión una serie de elementos que se pensaba habían favorecido a la crónica inestabilidad de las instituciones democráticas. Desde este punto de vista, la ruptura ya no es relevante en tanto una situación de hecho, sino en los efectos derivados de que esta interpretación se haya consolidado de manera efectiva como un diagnóstico de la época y, por lo tanto, en su capacidad de constituir y delimitar un espacio de intervención particular. Bajo este desplazamiento de la operación historiográfica podemos volver a salir al paso de una línea de interpretación que, acentuando el carácter creativo de la transición, la termina vinculando con el cambio político y social.5 La ventaja es que este cambio ya no es un punto de partida, sino un problema que debe abordarse historiográficamente preguntándose por las formas en que esta época derivó su identidad de una forma particular de tramitar su propio pasado, asumiéndola como una ruptura.

Es dentro de este marco problemático que nos interesa revisar la impronta de la transición a la democracia en los debates jurídico-constitucionales que marcaron el inicio del primer gobierno de la posdictadura. Nos preguntamos si este momento reflexivo en torno al cual se dieron importantes cambios políticos y sociales tuvo algún corolario en el discurso jurídico. Resulta en particular interesante cotejar en esta dimensión la hipótesis interpretativa que resalta el aspecto creativo de la transición. Si, como afirma Landi (1985), la apertura de 1983 supuso no tanto el regreso a las instituciones democráticas previamente existentes, sino la creación de un orden político inédito, esto supondría que dicho proceso tendría que haber dejado una marca en los debates jurídico-constitucionales.

Dentro de las distintas vías interpretativas del proceso transicional, algunos autores han resaltado el proceso de revisión de las tradiciones políticas como una característica fundamental de este periodo, poniendo atención a los intentos de síntesis, hibridación y sincretismo ensayados por distintos actores con el objetivo de adecuar sus prácticas e identidades a una nueva realidad que era caracterizada por sus contemporáneos como una refundación (Botana, 1988; Aboy, 2016; Velázquez, 2015, 2016). Es dentro de esta línea interpretativa que nos proponemos ubicar nuestro problema, pues este enfoque puede ofrecer una hipótesis novedosa para indagar en las transformaciones del derecho y la esfera jurídica durante este periodo. En este sentido, los aportes de Groisman (1989), Gargarella (2011), Bohoslavsky (2015) y, en especial, Casagrande (2018) resultan antecedentes valiosos para esta indagación.

Para realizar un análisis de este tipo es necesario dar una definición operativa de lo que entendemos por derecho. ¿Es un conjunto de prácticas e instituciones, un subsistema social o una técnica gubernamental? En nuestro estudio partimos de pensarlo simultáneamente como un saber y como un campo. En tanto saber, es un régimen de enunciación con efectos performativos que es regulado por una determinada sintaxis, es decir, por el conjunto de premisas y axiomas que reglan su enunciación. De esta manera, en su calidad de saber, el derecho produce agenciamientos: ofrece un código de intervención para que los actores que participan de él se desenvuelvan. Es, por lo tanto, indicativo de la existencia de un campo de acción específico atravesado por relaciones de fuerza y conformado por múltiples ámbitos institucionales de intervención cada uno de ellos con criterios validez específicos. De ahí que las distintas fuentes utilizadas en el presente artículo (fallos de la Corte, manuales de derecho constitucional, debates doctrinales en revistas especializadas y los debates parlamentarios) identifiquen ubicaciones específicas dentro de este campo en el cual el derecho circula en lo social.6 En este sentido, la necesidad de argumentación al interior del derecho se vuelve un aspecto central de nuestro análisis pues indica las condiciones de posibilidad de una acción al interior de este saber y de este campo social.7 En consecuencia, la argumentación jurídica viene a funcionar en nuestro estudio como un operador analítico que permitirá indagar en el proceso de transformación y cambio conceptual que nos interesa.

Esto puede quedar más claro si pensamos en el papel que jugó el derecho durante la transición argentina. Como hemos afirmado, durante la campaña de 1983, Alfonsín había prometido llevar ante la justicia a los militares. Una vez presidente, su política de justicia transicional necesitó tomar materialidad a través del derecho. Es decir, se necesitó de una compleja batería de decisiones jurídicas que demandaron de algún tipo de argumentación válida al interior de ese determinado saber. La traducción de esa promesa de campaña a los términos del derecho no podía ser lineal. Siguiendo su raíz latina (traducere), traducir significa literalmente “pasar de un lado a otro” y señala tanto la existencia de una frontera entre dos espacios, como el acto y la posibilidad de incorporar en el interior de ambos los estímulos que les llegan de afuera. Traducir, por lo tanto, indica una particular manera de gestionar la frontera (adentro/fuero) entre dos sistemas semióticos diferentes.8 Se trata, por lo tanto, de indagar en cómo en este contexto, se intersectan la práctica política y el lenguaje del derecho. Desde esta perspectiva, este artículo intenta enlazar las discusiones doctrinales y de teoría constitucional con los cambios y desplazamientos en la esfera política durante el comienzo de la transición democrática en Argentina.

La política de justicia transicional fungió como una arena política en la cual participaron distintos actores que desde múltiples posiciones intentaron incidir en el curso de la política transicional. Así, la argumentación jurídica se convirtió en el medio para intervenir en esa arena. Entre el derecho y el contexto político hay una frontera permeable por la que circulan sentidos y concepciones sociales. En este marco, los debates jurídicos que abordaremos se muestran como una rica fuente para analizar los cambios en el lenguaje político durante la transición a la democracia en Argentina, así como el proceso de hibridación de las tradiciones políticas al que nos hemos referido. La argumentación jurídica que acompañó los debates en torno a la política de justicia transicional tuvo como pivote una tentativa de reelaborar el vínculo entre democracia y derecho.

El derecho durante la dictadura

Uno de los primeros debates que surgieron en el curso de la política transicional del gobierno de Alfonsín fue el relativo a la validez jurídica de los gobiernos de facto. El tema no era nuevo. Entre 1930 y 1976, Argentina había experimentado seis golpes de Estado, de tal manera que la continuidad jurídica del Estado no era un dato obvio y demandó una argumentación que la afirmara. Durante este periodo, la doctrina de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN) había resuelto reconocer la validez jurídica de ese tipo de gobiernos conformando una tradición que progresivamente amplió el margen de acción de ellos. Desde la acordada de 1930, con la cual la CSJN dio como válida la intención de Uriburu de asumir el gobierno provisional luego de derrocar a Yrigoyen, esta doctrina introdujo pequeños matices y desplazamientos que reconocieron mayor libertad para legislar sobre diversas materias a los gobiernos de facto (Groisman, 1989). Como veremos más adelante, con la dictadura de 1976 esta doctrina sobrepasó sus propios límites.

El problema central de la discusión respecto a la legislación de los gobiernos de facto es cómo se fundamenta jurídicamente el derecho a producir derecho en el caso de un gobierno que se hizo del poder público por la fuerza. La cuestión puede plantearse como un problema que se desprende de la propia naturaleza representativa del poder político moderno (Duso, 2016). Si la soberanía popular únicamente se ejerce por medio de la representación política y existe consenso en que esta representatividad solo se puede corroborar efectivamente mediante un procedimiento electoral, la representatividad del gobierno de facto era un problema que se debía resolver en términos jurídicos. Pues bien, la doctrina de los gobiernos de facto intentó resolver este litigio sobre la representatividad a partir de una teoría del poder constituyente. Esta argumentación introdujo una insuperable tautología contra la cual más tarde reaccionaría la argumentación jurídica que llevó al gobierno de Alfonsín a anular la Ley de Autoamnistía. Es esta cuestión la que nos permitirá ofrecer una primera problematización respecto a cómo se planteó el vínculo entre derecho y democracia durante el inicio de la transición argentina.

En el Manual de la Constitución reformada (2005) del jurista Germán Bidart Campos, la teoría del poder constituyente se plantea desde una definición canónica: “El poder constituyente originario tiene como titular al pueblo o la comunidad, porque es la colectividad toda la que debe proveer a su organización política y jurídica en el momento de crearse el Estado” (Bidart, 2005, p. 374). En la pluma del destacado jurista, esta definición suscita la pregunta por las condiciones materiales de aplicación de tal potestad, así como del régimen de funcionamiento de este poder constituyente. En otras palabras, aparece el problema del actor concreto que asume como titular de este poder constituyente originario. “Sin embargo -advierte Bidart Campos-, esta residencia o titularidad del poder constituyente en el pueblo sólo debe reconocerse ‘en potencia’, o sea, en el sentido de que no hay nadie (ni uno, ni pocos, ni muchos) predeterminado o investido para ejercerlo; y no habiendo tampoco una forma concreta predeterminada por Dios ni por la naturaleza para constituir cada Estado, la decisión queda librada a la totalidad o conjunto de hombres que componen la comunidad” (2005, p. 375). Lanzado entonces el problema respecto a que no hay ninguna manera de establecer jurídicamente a priori quién o quiénes encarnan este poder constituyente, Bidart apela a una supuesta “razón de eficacia” como criterio de reconocimiento. En este sentido, afirma que “El ejercicio ‛en acto’ de ese poder constituyente se radica en ‛razón de la eficacia’ en quienes, dentro del mismo pueblo, están en condiciones, en un momento dado, de determinar con suficiente consenso social la estructura fundacional del Estado y de adoptar la decisión fundamental de conjunto” (Bidart, 2005, p. 376. Las cursivas son mías).

Simplificando el argumento: como no hay un titular preestablecido que encarne el poder constituyente, este deberá demostrar en los hechos que se ha hecho con el consenso social requerido para mostrarse como representativo de la totalidad de la comunidad política. Sin embargo, el problema es que la única manera de saber si existe tal consenso social es porque el titular del poder constituyente ha sido eficaz para presentarse a sí mismo como representante de esta comunidad política. El argumento introduce así una insalvable tautología. La única manera de saber si una persona o grupo encarna la titularidad de este poder es porque en los hechos ya lo ha hecho.

Siguiendo esta lógica, ¿qué pasa, por ejemplo, en situaciones históricas donde dicho consenso social se encuentra en duda o en disputa? Siendo coherente con su definición, Bidart Campos refiere al periodo histórico de guerra civil que transcurre en Argentina entre 1853 y 1860 como de “poder constituyente abierto”. En la medida en que dos bandos se disputaban la titularidad del poder constituyente originario, este permanecía indefinido. Desde su perspectiva, este momento se cierra cuando uno de los dos bandos logra imponerse militarmente. Es decir, la victoria militar actúa como una confirmación del principio de efectividad y como evidencia del consenso social del que habla el prestigioso jurista. El titular del poder constituyente lo es solo en la medida en que ya se ha mostrado como titular indiscutible del poder constituyente.

Volviendo a la cuestión de los golpes de Estado y a los gobiernos de facto derivados de ellos, con esta argumentación se puede afirmar, sin desviarse demasiado de su lógica, que los gobiernos de fuerza se han mostrado eficaces para hacerse de la titularidad del Estado y, por lo tanto, tienen derecho a producir derecho por el hecho de que han conseguido hacerse de los medios para imponerlo. La conquista de la maquinaria estatal-legal y su aparato coactivo actúa en esta argumentación como confirmación efectiva del supuesto consenso social. Un razonamiento similar lo encontramos en Federico Rayces en su Base jurídica de los gobiernos de facto de 1963 cuando afirma lo siguiente:

Y bien, ¿qué explicación tiene entonces el título de esos gobiernos? La única respuesta es la más simple y elemental. El derecho de un gobierno de facto a ejercer el mando político se expresa por esta razón, y sólo por ésta: que necesariamente alguien tiene que mandar, que la sociedad política no puede pasarse sin mando. Por lo tanto, si aquél a quien señala la Constitución no tiene ninguna posibilidad material de mandar, porque ha perdido los medios de imponer la obediencia, es necesario que mande aquel que cuenta con esos medios, así se trate de un revolucionario triunfante o de un usurpador (Rayces, 1963, p. 12. Las cursivas son mías).

En realidad, la doctrina de la CSJN relativa a los gobiernos de facto no los reconocía como titulares del poder constituyente originario, pues esto les hubiera dado atribuciones ilimitadas. El argumento ofrecido por dicha institución a favor de reconocer la validez jurídica de los gobiernos de facto se basaba en reconocer la excepcionalidad del momento argumentando algún tipo de emergencia nacional y que, por supuesto, tendía a coincidir con las razones esgrimidas para justificar el golpe de Estado. Es decir, se reconocía su validez jurídica suponiendo como ratificadas por el criterio de eficacia las razones que los propios gobiernos de facto daban de su accionar. Así, en uno de sus fallos, la CSJN determina que “los gobiernos de facto tienen facultades legislativas en la medida en que sea necesario legislar para gobernar” (CSJN, Fallos, T. 209, p. 390), mientras que en otro fallo posterior el criterio de necesidad inicial se sustituye y amplía por el de “razonabilidad y no desconocimiento de las garantías individuales” y afirma que los actos legislativos serán considerados válidos en tanto sean “necesarios para el cumplimiento de la revolución” (CSJN, Fallos, T. 238, p. 76). Como hemos afirmado, la situación durante la última dictadura militar, autodenominada Proceso de Reorganización Nacional (PRN), llevó a sus límites esta doctrina.

Autores como Ruíz & Carocova (2001), Crespo (2007) y Groisman (2015) han señalado la paradoja de que la dictadura instalada en 1976 haya creado simultáneamente “inusitados espacios de violencia y ausencia del Estado de derecho y uno de los ordenamientos más legalistas de la historia moderna argentina” (Crespo, citado en Groisman, 2015). En efecto, el PRN decidió darse una organización jurídico-política muy particular que la diferenció de gobiernos de facto anteriores en Argentina. El 24 de marzo de 1976, luego de concretar el golpe de Estado, las Fuerzas Armadas dieron a conocer un Estatuto en el que se establecía que la Junta Militar se constituía como el “órgano supremo de la Nación”. Este órgano conformado por las tres armas que integran las Fuerzas Armadas, designaba al presidente, a quien le daba el papel de gestor de su voluntad (Groisman, 2015, p. 48).9 En los hechos esto significaba que, en la medida en que la Junta Militar se proclamaba como órgano supremo de la nación, el Estatuto que le daba entidad jurídica funcionaba como una especie de supra-Constitución que reglamentaba la producción de derecho durante su gobierno.

El problema, como bien lo señala Groisman (2015), no fue ni siquiera la pésima técnica jurídica con la cual el PRN intentó construir su cuerpo normativo, sino que la dictadura no pudo ni siquiera cumplir con sus propios lineamientos. A medida que fue enfrentando distintos obstáculos, la dictadura modificó sobre la marcha el propio código normativo que se había dado, demoliendo con ello la ficción jurídica en la que sostenía su gobierno. Groisman identifica de forma notable el momento en el cual la argumentación jurídica que animaba la doctrina de los gobiernos de facto sobrepasa su propio límite.

Como consecuencia de la derrota de Malvinas, la Armada y la Fuerza Aérea -dos de las tres fuerzas que integraban la Junta Militar- abandonaron este órgano en 1982. Por lo tanto, su titularidad pasó a recaer exclusivamente en el Ejército. Sin embargo, el Estatuto señalaba expresamente que este órgano solo podía sesionar en presencia de las tres fuerzas. Por lo que “entre el 22 de junio y el 13 de septiembre de 1982, el comandante en jefe del Ejército ejerció el poder sin que se supiera con qué base normativa lo hacía” (Groisman, 2015, p. 52). Este interregno fue aprovechado por la oposición civil al gobierno militar para imponer una denuncia por sedición y resistencia a la autoridad en la medida en que la designación de Bignone como nuevo presidente la Junta Militar había violado su propio Estatuto normativo. Sin embargo, el juez en lo criminal Eduardo F. Marquardt desestimó la denuncia por considerar que la designación de Bignone tenía validez dado que reproducía el criterio sentado por la CSJN en las acordadas de 1930 y 1943. Para este juez, “la validez de la designación se fundaba en un Golpe de Estado dentro del golpe de Estado” (Groisman, 2015, p. 53).

El desquicio jurídico producido por el PRN tuvo su causa tanto en el carácter autocrático de su régimen, como en la reproducción al absurdo del argumento que había sostenido jurídicamente la autoridad de los gobiernos de facto y que evidenciaba la imposibilidad de estabilizar el orden jurídico desde este esquema. Un régimen de producción del derecho sostenido en la capacidad de hacerse de la propiedad de la maquinaria estatal-legal, abría un espacio político extrajurídico que constantemente amenazaba desde adentro al orden jurídico que se buscaba producir. El derecho solo se sostenía por la fuerza de las armas.

Como hemos afirmado, para esta interpretación doctrinal la conquista del poder coercitivo del Estado era la prueba irrefutable de la validez jurídica de los gobiernos de facto. Esto, sin embargo, no inhibió a estos gobiernos para dar una fundamentación política a su accionar. Este era un requisito importante, ya que la doctrina de los gobiernos de facto subrayaba la naturaleza excepcional del acto de fuerza y lo suponía delimitado temporalmente por los objetivos que el gobierno de fuerza declaraba. En este sentido, vale la pena preguntar: ¿cómo justificó el PRN su derecho a producir derecho? Diversos autores han mostrado la importancia del supuesto “consenso antisubversivo” con la cual la dictadura justificó sus prerrogativas excepcionales (Canelo, 2016; Velázquez, 2018). En el plano de la argumentación jurídica, la alusión a este supuesto consenso reaparece como parte de una lógica que reproducía ciertas premisas del derecho de guerra. Para justificar su proyecto refundacional, el PRN reivindicaba su carácter de bando victorioso en una guerra contra el “enemigo subversivo”. Para las Fuerzas Armadas, esta victoria militar en el fuero interno daba potestad al gobierno militar para legislar discrecionalmente para formalizar y consolidar un nuevo estado de cosas. Se trata de una fundamentación propia del derecho bélico aplicado a la política interna. El PRN se asumía como un Ejército de ocupación victorioso que, al hacerse de un territorio, había adquirido soberanía para mandar sobre él. Para la dictadura, la victoria sobre el “enemigo subversivo” le otorgaba el derecho a producir derecho. Desde esta perspectiva, el PRN advertía que no tenía plazos, sino objetivos, ampliando así de forma discrecional su margen de maniobra.

Así, para 1976 y ante la índole fuertemente refundacional que adquirió la dictadura, la CSJN determinó que las actas institucionales con las que el gobierno de facto legislaba y su Estatuto eran “normas que se integran a la Constitución Nacional en la medida en que subsisten las causas que han dado legitimidad a aquéllas, fundadas -según lo señalara esta Corte- en un verdadero estado de necesidad que obligó a adoptar medidas de excepción, como la aquí examinada, para superar una crisis institucional y proteger al Estado, todo ello sin perjuicio de que los derechos reglamentados guarden razonable y adecuada relación con ese fundamento” (Fallo de la CSJN, citado por Groisman, 1989, p. 43).

Esta fundamentación con la que la dictadura intentó justificar su derecho a producir derecho prevaleció aun cuando en 1983, luego de la derrota en Malvinas y ante la inminente apertura política, la última Junta Militar sacó un paquete de medidas para consolidar su posición de “bando victorioso”. Estas medidas incluyeron un Informe Final que se presentó como la versión oficial de lo ocurrido durante el combate a las organizaciones de izquierda, además de la ya mencionada Ley de Pacificación Nacional. Sabiéndose en retirada, la dictadura era consciente de que el juicio relativo a su actuación estaría determinado por el mantenimiento del supuesto “consenso antisubversivo” en el cual había pretendido basar su legitimidad. Sin embargo y para su mala fortuna, este consenso si bien tuvo cierta virtualidad durante la dictadura, luego del restablecimiento de la democracia y en particular, entre 1983 y 1985 (periodo durante el cual se preparan los juicios a las Junta Militares), fue rápidamente sustituido por una interpretación que hacía de los derechos humanos un componente esencial de la democracia, lo que al final predominó por encima de la narrativa antiterrorista y de seguridad nacional de las Fuerzas Armadas (Velázquez, 2018).

La conformación de este escenario político resulta fundamental al momento de explicar la centralidad política de la anulación de la Ley de Pacificación para el gobierno de Alfonsín. Además de dar una tentativa de resolución a las demandas por verdad y justicia promovidas por las organizaciones de derechos humanos, la medida era también un dispositivo simbólico muy efectivo para derrotar políticamente a las Fuerzas Armadas.

Una política de derechos humanos

En el periodo que transcurre entre 1982 y 1983, el problema de los desaparecidos se conformó en un clivaje importante de diferenciación entre los dos principales candidatos (Franco, 2018). Con el inminente ocaso de la dictadura y la convocatoria a elecciones en el horizonte, el legado represivo del PRN era un tema que el eventual gobierno democrático tendría que afrontar de alguna u otra manera. Así lo interpretó la dictadura. El Informe Final y la Ley de Pacificación fueron un intento por clausurar este debate.

Ante esta situación, Bittel, el candidato del peronismo, dio como un hecho jurídico consumado la Ley de Pacificación que, en su primer párrafo, establecía como extinguidas “las acciones penales emergentes de los delitos cometidos con motivación o finalidad terrorista o subversiva, desde el 25 de mayo de 1973 hasta el 17 de junio de 1982”. Sabiéndose favorito para ganar las elecciones, la clausura jurídica de este problema, si bien significaba reconocer la inmunidad de las Fuerzas Armadas, le restaba responsabilidad al futuro gobierno ante las demandas por el esclarecimiento de los desaparecidos. Al ser jurídicamente válida, el gobierno constitucional no tendría más opción que reconocer dicha ley. Pero el candidato de la Unión Cívica Radical tuvo otra lectura.

La trayectoria de Alfonsín como miembro de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos sin duda lo hacía más sensible a las demandas de los movimientos de derechos humanos. No obstante, considero que lo que primó en el posicionamiento de Alfonsín respecto a la autoamnistía militar fue una lectura política. En Ahora. Mi propuesta política (1983), libro en el que desarrolla su plataforma electoral, queda planteada esta cuestión. Alfonsín había participado de un paulatino proceso de reactivación partidaria cuyo inicio se ubica en 1979 y que conduciría en 1981 a la conformación de la Multipartidaria (Velázquez, 2015, 2018). Este proceso de creciente antagonismo entre los partidos políticos y la dictadura quedó interrumpido luego de la derrota de Malvinas. La abrupta pérdida de legitimidad después de la derrota en el Atlántico Sur terminó por relativizar la importancia de esa creciente confrontación entre civiles y militares. Alfonsín estaba consciente de la situación y afirmaba que “el régimen que ejerció el poder en forma absoluta durante casi siete años se prepara para entregar el gobierno sin que haya mediado una lucha orgánica y sistemática para conquistarlo” (1983, p. 78). Para Alfonsín, dentro de esta lucha tendrían que haberse gestado las energías sociales para sostener a la democracia luego de la apertura política. Solo en la oposición al régimen militar, las mayorías populares se reencontrarían con los valores democráticos abandonados durante el largo periodo de inestabilidad del país. Pero la derrota en Malvinas había abortado este proceso.

La respuesta a tal problema la encontró Alfonsín en la política de justicia transicional: “la única manera de afirmar una política antirrégimen es afirmar una política antipasado” (Alfonsín, 1983, p. 78). La revisión de las violaciones a los derechos humanos cometidas por la dictadura tenía para Alfonsín la función de recrear las condiciones de victoria de las mayorías populares sobre la dictadura y que Malvinas había impedido. La justicia transicional fue pensada por Alfonsín como un dispositivo simbólico central para representar -en un sentido teatral- la victoria de la democracia y de las mayorías populares sobre la dictadura y la violencia ejercida por una minoría armada. Solo así “se asegurará la transición a la democracia y no una simple salida institucional para las fuerzas armadas y un mero acceso al gobierno para los civiles” (Alfonsín, 1983, p. 81). Entre la verdadera transición y la simple apertura política se encontraba la política de justicia transicional.

Alfonsín tomó el resultado de las elecciones del 10 de octubre de 1983 como un respaldo a este diagnóstico y una vez que asumió como presidente buscó traducir esa promesa en una política efectiva. Es en este escenario que la derogación de la autoamnistía aparece como un tema político fundamental. El desafío radicó en encontrar los argumentos jurídicos que habilitaran una medida en la que se habían colocado las aspiraciones de ruptura que fueron centrales en la construcción de la legitimidad del primer gobierno de la posdictadura.

La anulación de la autoamnistía como reelaboración de la doctrina

La simple derogación de la Ley de Pacificación no era suficiente para llevar a juicio a las Juntas Militares. El Código Penal vigente establecía en su artículo 2° que si la ley cambiaba se debía aplicar la más benigna. La derogación legislativa equivalía a un cambio de la ley y, en consecuencia, correspondía aplicar la más benigna, en este caso, la autoamnistía. Tampoco era posible cambiar ese artículo del Código Penal pues se entraba en contradicción con el principio de irretroactividad de la ley consagrado en el artículo 18° constitucional. A estas condiciones debía responder la estrategia jurídica encargada de poner en marcha la política de justicia transicional del gobierno elegido el 10 de octubre de 1983. El objetivo fue entonces mostrar que esa ley no era válida en cuanto ley. Al ser considerada como “insanablemente nula”, el camino jurídico para llevar a juicio a las Juntas Militares se abriría pues la autoamnistía dejaría de tener efecto jurídico. Esto implicó romper con la doctrina de los gobiernos de facto y replanteó la relación entre derecho y democracia.

Así como la discusión acerca de la validez jurídica de los gobiernos de facto no era nueva, tampoco lo era la cuestión sobre el estatuto de la legislación de facto luego de instalarse uno de iure. Esta cuestión tenía un antecedente inmediato. En junio de 1973, luego del fin de la dictadura autodenominada Revolución Argentina (1966-1973), Enrique Bacigalupo, procurador del Tesoro del último gobierno de Perón (1973-1976), preparó un dictamen que fue publicado en la revista El Derecho titulado “Validez de las normas del gobierno de facto después de la elección de las autoridades constitucionales”. El meollo radicaba en la Ley 22.172, Estatuto del Personal Civil de la Administración Pública. Esta se había aprobado con el último aliento de la dictadura de 1966 y pretendía regular la administración pública del gobierno democrático que recién llegaba. El argumento de Bacigalupo apelaba al criterio de excepcionalidad fijado por la CSJN para afirmar que la validez jurídica de los gobiernos de facto se restringía solo a cierto periodo de tiempo. Es decir, aludía a la limitación temporal de la excepcionalidad de los gobiernos de facto para mostrar que solo bajo estas condiciones podía seguir siendo válida una ley promulgada ahí. Para el procurador, esta situación cambiaba con el arribo de un gobierno de iure. En consecuencia, “una norma emanada de un gobierno de facto para regir una vez superara la situación de necesidad carece del apoyo imprescindible por su reconocimiento”. Por lo tanto, el Estatuto en cuestión “no podría extenderse más allá del tiempo en que éste dispuso efectivamente del poder” (Bacigalupo, 1973, p. 368). Lo contrario significaba aceptar que la voluntad política del gobierno de facto (expresado en leyes) pudiera “continuar gobernando luego de instalado un gobierno de iure” (Bacigalupo, 1973, pp. 868 y ss.). Así, el nuevo gobierno constitucional tenía plena facultad para decidir por la vigencia o no de los actos legislativos que heredaba del gobierno de facto.

Sin embargo, en el contexto de 1983 la estrategia de Bacigalupo no era efectiva, pues caía en el entramado jurídico del Código Penal y la Constitución. Para cumplir con el objetivo de llevar a juicio a las Juntas Militares este argumento dejaba con efectos jurídicos la Ley de Pacificación impidiendo de este modo la revisión del pasado que se proponía el gobierno de Alfonsín. Para sortear este escollo era necesario dar con un argumento que reposicionara la relación entre el derecho a producir derecho y las instituciones democráticas.

Con este desafío en puerta, Alfonsín se apoyó en un grupo de juristas identificado públicamente como “Los Filósofos” (Basombrío, 2008). En él destacaban personalidades como Genaro Roque Carrió, Malamud Goti, Santiago Nino y Eduardo Rabossi. En el contexto de la promulgación de la Ley de Pacificación, este grupo -atravesado por redes personales y profesionales previas- publicó una nota en el diario La Nación cuestionando la constitucionalidad de la medida. En la campaña presidencial, y posteriormente durante el gobierno, Los Filósofos tuvieron un rol principal en la política de derechos humanos del alfonsinismo. Además, Carrió fue propuesto por el presidente como juez de la CSJN y más tarde ocupó el cargo de presidente de ese tribunal. Luego de 1985, Nino fue el coordinador del Consejo de Consolidación Democrática, organismo encargado de preparar los lineamientos de una eventual reforma constitucional. Dado este circuito jurídico-político, no debería sorprender la efectividad de los argumentos expuestos para que luego de anularse la Ley de Pacificación, la CSJN avalara la constitucionalidad de la medida.

Algunos de los recursos conceptuales que fueron movilizados para fundamentar la anulación de la autoamnistía los podemos encontrar en el diálogo temporalmente diferido entre Genaro Carrió y Carlos Santiago Nino a raíz de un homenaje al primero realizado en 1983. En su intervención, Nino (1983a) retoma la crítica que se había hecho al concepto de poder constituyente originario que Carrió había realizado en su libro Sobre los límites del lenguaje normativo (1973). En la lectura de Nino, la postura de Carrió se radicaliza y con ello opera un desplazamiento que puede describirse como un gesto de apertura del derecho a la lógica democrática.

La cuestión de fondo que Carrió aspira a dirimir en su estudio versa sobre la consistencia del argumento que recurre a la teoría del poder constituyente para fundamentar la validez de las leyes producidas por un gobierno que se ha hecho del poder político por la fuerza. Para Carrió, este uso justificatorio pretende darle una apariencia de legalidad a lo que no es sino la descripción de un hecho consumado. Con esta teoría se le adjudica a una fuerza que se ha hecho del poder coactivo del Estado la capacidad de promulgar leyes en la medida en que ella ya se hizo de la titularidad del poder político. Para Carrió, la circularidad del argumento es posible gracias a una falacia naturalista en la que se revindica una figura jurídica para describir lo que en realidad es una situación de hecho. El titular del poder político es revestido como poder constituyente debido a que ya cuenta con los medios para imponer su ley. Esto lleva a Carrió a señalar que este uso de la teoría del poder constituyente representa una transgresión del lenguaje normativo del derecho. Se trataría de un salto espurio entre dos usos del lenguaje con el cual se intenta derivar de una descripción una prescripción para la acción.10 De este modo, esta teoría permite afirmar el poder o competencia normativa sin acudir a un cuerpo normativo. Para Carrió, la supuesta naturaleza jurídica del poder constituyente actúa como un comodín que usa la doctrina para asegurar la continuidad jurídica del Estado ante los sucesivos golpes de Estado.

Siguiendo hasta las últimas consecuencias el argumento de Carrió, para Nino, el problema no radica en el salto entre descripción y prescripción, sino el que se opera entre “premisas con contenido valorativo a una conclusión que indica razones para actuar” (Nino, 1983a, p. 362). De esta forma, la posición de Nino pretende ser aún más radical que la de su maestro, pues lo que se evidencia no es que no pueda derivarse de un cuerpo normativo previo la validez jurídica del golpe de Estado, sino la propia imposibilidad de las normas de derivar de ellas mismas su validez. Para Nino todo discurso justificatorio necesita irremediablemente de consideraciones morales que lo sostengan. Desde esa posición, la tautología de la doctrina de facto quedaría interrumpida si se asume frontalmente el problema de la legitimidad para producir derecho. En sus Fundamentos de derecho constitucional, Nino expone la cuestión de manera tajante: “lo que la perversa doctrina de las leyes de facto no toma en cuenta es que tales leyes no pueden otorgarse validez a sí mismas, y, que cuando su validez es aceptada, necesariamente debe serlo sobre la base de consideraciones valorativas independientes que implican legitimar moralmente a los regímenes que dictaron tales leyes con la consiguiente responsabilidad moral para los que así lo hacen” (Nino, 2013, p. 26).

En consecuencia, en el examen de Nino, la teoría del poder constituyente es una ficción legalista utilizada para encubrir y rehuir la discusión en cuanto a lo que en realidad es un juicio moral sobre el régimen de producción del derecho. Dicho de otra manera, es un recurso de la doctrina para cubrir un punto ciego en la intersección entre el orden legal y las consideraciones acerca de la legitimidad del poder político. Es así como la solución a la ambigüedad que introduce la doctrina que apela a la teoría del poder constituyente se soluciona haciendo explícitas las consideraciones morales en torno al orden político situándolas como parte fundamental del argumento justificatorio. En sus propias palabras:

El remedio contra esta grave confusión conceptual consiste en reconocer abiertamente que la fundamentación de los juicios acerca de la competencia jurídica del poder constituyente originario, en contextos justificatorios, depende de consideraciones de filosofía moral acerca de la legitimación del poder político y de la obligación de obedecerlo […] Si se advirtiera esto, probablemente la doctrina de los gobiernos de facto tendría un contenido más rico en principios y distinciones. Ello daría cuenta, por ejemplo, del hecho de que la falencia en la legitimación por el origen o la legitimación basada en la necesidad impone mayor rigor en el examen del contenido de las normas que se dicten (tal vez la mayor ventaja de los órganos que satisfacen procedimientos aceptados de representación es que su legitimidad se transfiere a las normas que se emiten aun cuando su contenido sea, dentro de ciertos límites, objetable) (Nino, 1983a, pp. 367-368).

Vemos entonces que la argumentación de Nino tiene como componente esencial la necesidad de establecer una diferencia cualitativa -es decir, moral y no solo formal-, entre un gobierno con legitimidad de origen y un gobierno de fuerza. La fundamentación jurídico-política de la “supremacía moral de la democracia” es un aspecto central de su cuestionamiento a la validez de las leyes emitidas por un gobierno de facto. Es por ello que sostenemos que en esta crítica a la doctrina de los gobiernos de facto opera una apertura del derecho a la lógica democrática. La afirmación de que es imposible derivar la validez de las normas de otro conjunto de normas le termina dando a la legitimidad del orden político una importancia inédita en la historia de las doctrinas jurídicas en Argentina. Si “la validez de la Constitución está obligatoriamente basada en principios o razones supraconstitucionales” (Nino, 2013, p. 26), el debate jurídico se convierte también en un debate político y social acerca del tipo de régimen en el cual puede considerarse legítima la producción del derecho.11 Este desplazamiento argumental en el que el concepto de democracia se hace coextensivo con el de orden constitucional es un emergente del proceso transicional que debe ser analizado con mayor detalle.

Veamos cómo opera esta argumentación en el texto “Una nueva estrategia para el tratamiento de las normas de facto” que Nino publicó en la revista La Ley en 1983. A la postre, esta argumentación se convirtió en parte esencial de los fundamentos de la propuesta de ley que el Ejecutivo envió al Congreso donde declaraba a la Ley de Pacificación como insanablemente nula. Allí, una vez que Nino sitúa la discusión sobre la validez jurídica de los gobiernos de facto como un problema que amerita una justificación respecto del tipo de orden donde resulta legítimo el derecho a producir derecho, su objetivo central será ofrecer una fundamentación de la democracia en estos términos.

Para Nino, el criterio de efectividad en el que descansaba la operatividad de la teoría del poder constituyente revisado en la primera parte de este artículo no alcanza para justificar la validez de una norma. No basta con demostrar que una norma puede ser aplicada por el Estado para que se le considere válida. Para Nino, la cuestión de la validez remite a la fuerza obligatoria de la norma, “en el sentido que alude a la justificabilidad de la aplicación de esa norma” (Nino, 1983b, p. 937). Si uno pretende eludir esta justificación señalando que toda norma se funda en otra precedente, uno simplemente patearía la cuestión hacia atrás hasta encontrarse con las normas últimas. ¿En qué se justificaría la validez de estas normas si ya no hay otro cuerpo normativo al cual remitir? Para Nino, esto indica una cuestión fundamental: “la fuerza obligatoria o validez de las normas jurídicas sólo puede derivar de principios o consideraciones extrajurídicos, o sea de principios o consideraciones que son de carácter valorativo o moral” (Nino, 1983b, p. 938). Pero el discurso moral en el que se justificaría la norma nunca es transparente; se trata más de un supuesto ideal que de una situación de hecho. Nunca se puede asumir determinantemente si el discurso moral supuesto por una norma es el aceptado por la comunidad política. Es en este punto en el que entra en escena la justificación de la superioridad moral de la democracia. La premisa es que, si bien este discurso moral siempre es opaco, la única manera en que se puede suponer como dado será cuando la norma se produzca dentro de un orden democrático: “en estos casos, el sistema de decisiones democrático es el mejor sucedáneo del discurso moral, en la medida en que, de todos los sistemas posibles, es el que más se aproxima a sus exigencias de deliberación libre y consenso. Por lo tanto, es legítimo recurrir a él cuando el discurso moral genuino no puede generar la convergencia buscada de acciones y actitudes” (Nino, 1983b, p. 940).

En contraste con la doctrina de facto y su principio de efectividad, Nino sostiene que la legitimidad de origen actúa como el criterio de comprobación de que una norma es válida, pues solo ahí se puede operar bajo el supuesto de que está justificada en términos morales. Volvemos entonces al cómo discernir respecto del problemático vínculo entre la representatividad de las leyes y el principio de soberanía popular. El carácter de fuerza de los gobiernos de facto hace necesario justificar jurídicamente su carácter representativo -para esto recurre a los diagnósticos y fundamentos políticos de su accionar-. De acuerdo a Nino, la representación debe ser intrínseca a las normas mismas; se tiene que partir del hecho de que estas son representativas del discurso moral de la comunidad política y eso solo puede ser supuesto dentro de un régimen democrático. Cierto, la democracia no expresa de manera directa este discurso moral-ideal, pero es posible afirmar que se trata del mejor sistema para discernir sobre la representatividad de la norma. Así, “la necesidad de que el origen de las normas jurídicas sea legítimo, desde el punto de vista moral, está fundada en el hecho de que sólo ello podría hacer que sean moralmente obligatorias aquellas normas cuyo contenido se desvía, dentro de márgenes tolerables, de exigencias sustantivas de justicia” (Nino, 1983b, p. 940). En todo caso, en el orden democrático esa posibilidad de error -es decir, de que una norma no represente el discurso moral adjudicado como supuesto a la comunidad política- se puede subsanar mediante instituciones y procedimientos que admiten la posibilidad de litigar acerca de la validez moral de las normas. Por el contrario, “estas desviaciones son inaceptables cuando ellas mismas implican anular las precondiciones para que ese discurso subsista; esto es lo que fundamenta que la democracia esté limitada por el marco de una serie de derechos básicos” (Nino, 1983b, p. 940). Derechos en última instancia políticos dado que impiden que el litigio sobre la validez de las normas quede clausurado. Puede verse entonces que el límite del derecho coincide uno a uno con los límites de una democracia entendida como régimen en el que la producción jurídica es una tarea colectiva siempre inacabada y susceptible de ser revisada. En contraste con la doctrina de los gobiernos de facto, el principio de soberanía popular ya no puede ser encarnado por ningún actor en particular, sino que se disuelve en una unidad que conecta internamente la dinámica democrática y el orden constitucional.12

Sintetizando: para Nino, la democracia es el único método que puede aportar pruebas de que una norma es reconocida como moralmente válida por la comunidad política. De ahí se desprende que la continuidad del orden democrático es indispensable para mantener la producción del derecho. Con la interrupción de este proceso de constante verificación mediante un golpe de Estado, las normas emanadas de un gobierno de facto se asumen en principio como carentes de esta validez o de validez precaria. Por lo tanto, una vez restablecida la vigencia de las instituciones democráticas, estas normas tienen que ser ratificadas ya sea por acción o por omisión por el gobierno democrático que asume. Si lo requiriera, el gobierno de iure podrá asumir que la norma nunca tuvo validez, pues no tiene indicios de que alguna vez la haya tenido. La legitimación de origen se vuelve indispensable para discernir en relación con el derecho a producir derecho.

En comparación con la estrategia de Bacigalupo, esta argumentación da a los gobiernos de iure una facultad “más amplia que la de derogar normas con validez plena, ya que no está sometida a condicionamientos como el de la inamovilidad de ciertos funcionarios o el de la ultra-actividad de una ley penal intermedia más benigna” (Nino, 1983b, p. 945). Cuestión que resultaba central en el espacio político en los inicios de la transición a la democracia en Argentina.

La argumentación jurídica de Nino sirvió de fundamento a la propuesta de ley que anuló la autoamnistía militar por insanablemente nula. La posterior sanción en la Cámara de Diputados de la Ley 23.040 funcionó como la confirmación política de este argumento y validaría una nueva relación entre derecho y democracia. 13 Hagamos notar una vez más que el punto de inflexión en la doctrina jurídica supone una reelaboración de la teoría del poder constituyente. En este sentido, se puede afirmar que el discurso jurídico de la transición trabaja sobre esta teoría dando por abandonada la distinción entre poder constituyente original y derivado. Una vez constituida la comunidad política, la única manera de modificar su estructura jurídica es siguiendo los procedimientos democráticos que funcionan como una extensión de este momento fundacional. Es así que se conforma una relación interna entre los procedimientos de la democracia representativa y la producción del derecho. Esta sutura en la que coinciden el orden jurídico y las instituciones democráticas termina por clausurar el espacio político extrajurídico que dejaba abierto la teoría del poder constituyente y su criterio de eficacia, declinándose en una relación de identidad entre derecho y democracia. Lo que estaba en juego en la argumentación jurídica de la anulación de la autoamnistía era dar por terminada la dinámica que había llevado a la constante interrupción de la democracia en Argentina.

Conclusiones: una nueva relación entre derecho y democracia

El 16 de diciembre de 1983, el Poder Ejecutivo envió a la Cámara de Diputados una batería de siete medidas con las que buscó ordenar la política de justicia transicional. Este paquete incluía la propuesta para anular la autoamnistía, un proyecto para una ley de defensa del orden democrático, y reformas a los Códigos Penal y el de Justicia Militar. La primera ley aprobada por el Congreso luego de la apertura democrática fue la que anuló la Ley de Pacificación Nacional por insanablemente nula. En la fundamentación del proyecto, el Ejecutivo diferenciaba razones éticas, políticas y jurídicas para su aprobación.

En la dimensión política se advertía que reconocer la validez de la autoamnistía “extendería indiscriminadamente sobre las instituciones armadas en su conjunto, una presunción de responsabilidad que sólo debería recaer en diferentes grados sobre algunos de sus hombres” y se dejaba claro que solo con una adecuada política de justicia se podría asegurar que los “órganos constitucionales tengan en el futuro el control absoluto del monopolio de la fuerza”.14 Por su parte, el argumento jurídico hacía propia la nueva doctrina que Nino empezó a bosquejar en el ya citado artículo y afirmaba que:

[…] la descalificación de la aberrante doctrina de los gobiernos de facto implica conceder a las normas de ese origen sólo una validez precaria, la que queda precluida cuando, como en este caso, el contenido de la norma es claramente inicuo.

Estos vicios jurídicos de la ley 22.924 hacen que su derogación de ningún modo entrañe reconocerle una validez plena previa al momento de esa derogación. Al contrario, al ser esta ley insanablemente nula -como expresamente se lo declara-, ella no tiene efecto jurídico alguno, y en especial es completamente inaplicable el principio de la ley más benigna del artículo 2° del Código Penal.15

Una vez sancionada el 22 de diciembre de 1983, el Congreso aprobaría otras dos leyes en las que se cristalizó el contrapunto con la doctrina de los gobiernos de facto.16 La Ley 23.062 hacía extensivo a toda norma el criterio adoptado en la anulación de la amnistía, generando con ello un nuevo criterio de control de la constitucionalidad. En su artículo 1°, determinaba que en “defensa del orden Constitucional republicano basado en el principio de la soberanía popular, se establece que carecen de validez jurídica las normas y los actos administrativos, emanados de las autoridades de facto surgidas por un acto de rebelión, y los procesos judiciales y sus sentencias, que tengan por objeto el juzgamiento o la imposición de sanciones a los integrantes de los poderes constitucionales, aun cuando quieran fundarse en pretendidos poderes revolucionarios”. El 9 de agosto de 1984 y luego de un álgido debate en la Cámara de Diputados y en el Senado, se aprobó la Ley de Protección del Orden Constitucional y la Vida Democrática (Ley 23.077) que modificó el Código Penal e impuso severas sanciones a los golpes de Estado al tiempo que reaseguraba la validez de la Constitución aun si se viere interrumpido el orden institucional.

Estas tres medidas discutidas y aprobadas en el parlamento durante el primer gobierno de la posdictadura marcaron el inicio de una nueva vinculación entre derecho y democracia. Posteriormente, con la Reforma Constitucional de 1994, este nuevo vínculo quedó sintetizado en el artículo 36, el cual afirma que la Constitución “mantendrá su imperio aun cuando se interrumpiere su observancia por actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático. Estos actos serán insanablemente nulos”. Vale añadir que este artículo debe verse como un intento de formalizar una serie de transformaciones en el discurso jurídico que se fue forjando durante el primer gobierno de la posdictadura, proceso en el cual la política de justicia transicional tuvo un papel catalizador. En dicho artículo de la Constitución, democracia y derecho quedan vinculados internamente, cancelando cualquier espacio político por fuera de esta relación.

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Velázquez Ramírez, A. (2015). De la concertación a la Multipartidaria: el espacio político partidario en los albores de la transición a la democracia en Argentina (1980-1981). Revista Contemporânea, (1), p. 1-28. [ Links ]

1Finalmente, ante la falta de voluntad de los tribunales castrenses de dar cauce al juicio, la causa fue absorbida por el Tribunal de Apelaciones del fuero civil.

2El artículo 18° de la Constitución argentina determina que nadie puede ser penado si no es de acuerdo con una ley de existencia previa al hecho del proceso, en este caso, el Código Penal, cuyo artículo 2° determina que ante un cambio en la legislación se aplicará la ley más benigna, la cual era precisamente la Ley de Autoamnistía. Si esta era simplemente derogada —lo que equivalía a cambiar la ley—, la decisión de llevar a juicio a los responsables de los crímenes perpetrados por la dictadura corría el riesgo de entrar en contradicción con el artículo 18 constitucional.

3Desde esta perspectiva trabajo con Soledad Lastra (2019) indagando en la transformación y/o emergencia de saberes que luego de la última dictadura cívico-militar argentina intentaron solucionar las demandas de memoria, justicia y reparación. Al abordaje jurídico que se analiza en el presente artículo, la investigación de Lastra tiene la virtud de reconstruir las redes del campo psi que se establecieron entre los países del Cono Sur para apoyar a las víctimas del terrorismo de Estado. También destaco el reciente trabajo de Diego Galante (2019) que centrándose en las estrategias discursivas empleadas por los militares durante el Juicio a las Juntas también estudia el problema de los saberes.

4Acerca de la problematización de las categorías continuidad/ruptura para pensar los cambios históricos, véase Nun-Ingerflom (2006).

5Justo lo que corre el riesgo de perderse si meramente sustituimos ruptura por continuidad.

6En este sentido, la argumentación de una revista jurídica especializada, la esgrimida en un fallo de la Corte y la utilizada en un parlamento se rige con parámetros y usos retóricos distintos. En tanto campo social, lo central es mostrar los dispositivos y soportes materiales que permiten que el derecho circule por la sociedad, impactándola y dejándose impactar por ella.

7Para una perspectiva general sobre el papel de la argumentación en el derecho, véase Atienza (2006).

8Para el papel de la “traducción” como práctica jurídica y como parte central de la historia conceptual del derecho, véase Casagrande (2018).

9En el Acta para el Proceso de Reorganización Nacional se declaraban caducos todos los cargos de elección popular, se suspendía toda actividad política y gremial, se disolvía el Congreso y se removían los jueces de la CSJN. Ahí se ordenaba que la Junta Militar asumía el control político del país.

10Un gobierno de facto tiene capacidad legislativa porque controla el mecanismo de coacción estatal (descripción), por lo tanto, las leyes emitidas por el gobierno de facto deben ser obedecidas (prescripción).

11Acorde a la tradición filosófica en la que Nino se inscribe, este espacio extrajurídico en el que se apoya la última justificación de las normas es señalado de “moral”. Sería necesario deconstruir el concepto moral para entender su función dentro de la arquitectura ideológica del liberalismo de Nino, pero por ahora basta con señalar que, en el contexto de la transición, esta filosofía moral coincide con la idea de que la democracia es la única forma de organización social de la cual se puede derivar la legalidad jurídica.

12La formalización del equiparar ambas dimensiones, Constitución y democracia, fue central en la Ley de Protección del Orden Constitucional y la vida Democrática, sancionada en agosto de 1984. Esta ley es objeto de análisis en otro artículo (véase, infra).

13Los debates parlamentarios en el tratamiento de esta legislación son en especial relevantes para analizar la permeabilidad de la frontera entre política y derecho. Una revisión exhaustiva es objeto de otro artículo en el cual nos centramos en la figura del legislador y en la fenomenología que se despliega en su “decir la ley” (véase Velázquez, 2019a).

14Cámara de Diputado, Diario de Sesiones del 16 de diciembre de 1983.

15Cámara de Diputado, Diario de Sesiones del 16 de diciembre de 1983.

16Con la excepción de la bancada del Partido Liberal de Corrientes (PLCo), la Ley 23.040 fue sancionada con el apoyo de todas las fuerzas partidarias representadas en la Cámara de Diputados y en la de Senadores. El diputado del (PLCo), Ricardo Ramón Balestra, propuso una ley alternativa que en buena medida ratificaba la amnistía militar (Velázquez, 2019a).

Recibido: 14 de Enero de 2019; Aprobado: 17 de Junio de 2019

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