Introducción
En 1986 se publicó la primera edición en castellano del ya clásico libro El futuro de la democracia de Norberto Bobbio. A pesar de que el profesor y filósofo turinés identificó en este texto canónico “seis falsas promesas” de las democracias realmente existentes y “tres obstáculos imprevistos”, el tono general del ensayo era de moderado optimismo: “No se puede hablar propiamente de degeneración de la democracia (sino, en todo caso) de transformaciones de la democracia” (Bobbio, 1986, p. 8. Cursivas mías). Treinta años después, el diagnóstico sobre la salud de nuestras democracias es menos esperanzador. La interrogante neutra ¿cuál es el futuro de la democracia? ha sido sustituida por preguntas con una fuerte carga pesimista: ¿tiene futuro la democracia?, ¿sobrevivirán las democracias a su naufragio en el nuevo ciclo de la política mundial? El tiempo presente, guste o no, es el tiempo del desencanto democrático. En menos de dos generaciones Europa y América Latina pasaron de las enormes ilusiones que despertó la tercera ola democratizadora a la cruda realidad de regímenes democrático-liberales que experimentan -matices teóricos e históricos de por medio- distintos procesos de erosión tanto de sus bases institucionales y normativas como de su dimensión ideológica y simbólica.
¿Qué secuelas políticas ha generado el profundo desencanto en y con las democracias realmente existentes, especialmente en América Latina? ¿Qué nuevas formaciones políticas han emergido en algunos países de la región a finales del siglo XX y principios del XXI y cuáles son sus principales características? Una de las consecuencias políticas no previstas, entre otras, del desencanto en (y con)1 las democracias realmente existentes en América Latina ha sido la emergencia de poderes ejecutivos ilimitados y sin contrapesos institucionales. El profundo desencanto en relación con las instituciones, procedimientos y actores democráticos -documentado en América Latina por el Informe 2017 de Latinobarómetro (2017)-,2 se ha traducido en poco tiempo, entre otras cosas, en un nuevo y peculiar encantamiento por presidencias con amplios poderes. Como sucede comúnmente en los asuntos mundanos, más temprano que tarde los humores del desencanto suelen ser remplazados por nuevos y peculiares resortes encantados. ¡Qué difícil es vivir las contingencias de la vida sin redes de protección! Al respecto, O’Donnell (1999) elabora el concepto democracias delegativas, contrarias a las democracias representativas modernas, para representar este nuevo fenómeno político caracterizado por el surgimiento de ejecutivos fuertes. Las democracias delegativas, sostiene el politólogo argentino, se basan en la premisa de que
la persona que gana la elección presidencial está autorizada a gobernar como él o ella crea conveniente, solo restringida por la cruda realidad de las relaciones de poder existentes y por la limitación constitucional del término de su mandato. El presidente es considerado la encarnación de la nación y el principal definidor y guardián de sus intereses […] Puesto que se supone que esta figura paternal ha de tomar a su cuidado el conjunto de la nación, su base política debe ser un movimiento, la superación vibrante del faccionalismo y los conflictos asociados con los partidos (O’Donnell, 1999, pp. 293-294).
Desde esta perspectiva, otras instituciones, como los tribunales de justicia, las legislaturas o los órganos constitucionales autónomos, solo son una suerte de estorbos que acompañan a las ventajas internas y externas resultantes de ser un presidente democráticamente electo. El sello liberal de la democracia ha sido sustituido por un gobierno de origen democrático, pero de fuertes signos personalistas.
Las democracias delegativas que han surgido en América Latina, en especial en la Venezuela de Hugo Chávez y Nicolás Maduro y eventualmente en otros países de la región como la Nicaragua de Daniel Ortega, reúnen -y este es uno de los principales supuestos que se defienden en este ensayo- muchos atributos que pueden ser recuperados, repensados y reformulados a la luz de las antiguas formaciones políticas que los clásicos del pensamiento político antiguo gustaban identificar como cesaristas.3 El cesarismo, en efecto, es una forma de ejercicio y representación de la política, el poder y el gobierno, centrada en la autoridad casi suprema de un jefe militar o líder civil, al que se le atribuyen rasgos heroicos, capacidad personal y una gran vocación social. Este jefe militar o líder civil, que surge en momentos de inflexión o crisis de la política -como el que se vive en la actualidad en clave de desencanto democrático-, se presenta como una alternativa viable, y para algunos deseable, para regenerar al conjunto de la sociedad o conjurar reales o hipotéticas fracturas internas y/o amenazas externas. La clave de su autoridad no se encuentra exclusivamente, como podría suponerse, en la fuerza de sus armas, sino radica también en la enorme legitimidad popular que goza su liderazgo de corte carismático.
¿Qué respuestas políticas e intelectuales se han ofrecido en el presente y se pueden ofrecer en el futuro ante la emergencia de presidencias de corte cesaristas? ¿Se ha descubierto al día de hoy alguna vacuna contra el virus cesarista que ha contagiado a cierta política latinoamericana? Identifico por lo menos dos respuestas de signo distinto. Por un lado, se encuentran aquellos que festejan con diferente intensidad la emergencia de este tipo de presidencias fuertes bajo el argumento genérico de que se requiere fortalecer nuevas alternativas políticas de corte popular y radical ante la crisis de legitimidad que atraviesan las democracias liberales latinoamericanas realmente existentes. El remedio, según los defensores del presidencialismo cesarista, es mejor que la enfermedad de matriz democrático-liberal. Por el otro, se puede identificar a quienes sin dejar de reconocer los enormes problemas sociales y déficits de legitimidad y credibilidad política que enfrentan las democracias liberales latinoamericanas advierten, al mismo tiempo y con la misma intensidad, los riesgos y/o peligros que supone el ejercicio personalista e ilimitado del poder presidencial, al margen de cualquier contrapeso institucional o social.
El presente ensayo tiene dos propósitos estrechamente relacionados ya susurrados en las preguntas anteriores: ofrece una clave de lectura teórica sobre las consecuencias no deseadas del desencanto actual en (y con) la democracia a partir de la figura del César y su traducción programática en el cesarismo; y presenta una posible respuesta al fenómeno del cesarismo que ha emergido en nuestro tiempo en América Latina -en especial en casos como el de Hugo Chávez, Nicolás Maduro y el chavismo venezolano-, a partir de lo que denominaré la arquitectura republicana. Considero que, desde algunos principios normativos de la teoría republicana -i. e., libertad como no dominación y, sobre todo, imperio de la ley- se puede ofrecer una respuesta preliminar y, por supuesto, discutible, al problema de la emergencia de presidencialismos que encarnan muchos de los supuestos centrales defendidos por el cesarismo. Para que este cometido no se convierta en un simple llamado a misa, en un primer momento identificaré las señales básicas que permiten identificar el tránsito del desencanto democrático hacia el cesarismo presidencialista, poniendo acento en los principios normativos esenciales de este animal político; en un segundo momento desarrollaré los pilares centrales de la arquitectura republicana a manera de respuestas normativas ante los desafíos, riesgos y peligros que están asociados al ejercicio cesarista, vale decir, personalista de la política, el poder y el gobierno; y finalmente, pero no al último, ensayaré a manera de conclusión algunas líneas breves sobre las futuros escenarios del cesarismo y el republicanismo en América Latina.
Del desencanto democrático al cesarismo
A lo largo de la historia de la humanidad, la crisis de la democracia ha tenido distintos derroteros. En la Antigüedad clásica, por ejemplo, la decadencia de la democracia o, si se quiere, los excesos del también llamado gobierno popular son asociados regularmente con el nacimiento de la demagogia. La democracia demagógica se distingue de la república y otras formas rectas de gobierno (monarquía y aristocracia) precisamente por el gobierno despótico de las clases inferiores o de los muchos pobres, quienes gobiernan atendiendo el interés particular de la multitud desfavorecida sin preocuparse demasiado por el interés común de toda la comunidad política.4 Se trata de un gobierno despótico o tiránico, y no republicano, ya que los muchos pobres gobiernan en primera persona en su propio beneficio y sin mediación alguna, sea de las leyes o de las instituciones políticas. El pueblo, en este sentido, se visualiza a sí mismo no como la suma de los individuos o grupos que lo conforman, sino como un cuerpo homogéneo y trascendente que se reconoce y actúa colectivamente mediante una voluntad única, infalible e intransferible.
En la Modernidad, por su parte, la demagogia ya no es identificada como una forma desviada o corrupta del gobierno democrático sino asume nuevos itinerarios en la figura paradigmática del príncipe moderno, quien no tiene ningún prurito o recato moral a la hora de poner en práctica una serie de técnicas y dispositivos demagógicos (mentiras, engaños, promesas inaccesibles, traiciones, etcétera) que operen a manera de medios para su propósito final: conquistar y conservar viejos o nuevos principados. La demagogia adquiere sentido en la Modernidad esencialmente como instrumento de y para el poder (Crespo, 1988, p. 54). La marca maquiavélica de la demagogia moderna es fácilmente distinguible: deja de ser una forma desviada de gobierno para convertirse en una sofisticada tecnología del poder. De dos formas distintas ha sido recuperada la demagogia en las sociedades modernas y contemporáneas: por un lado, como una serie de prácticas o técnicas de persuasión usadas por ciertos líderes autocráticos, populistas y cesaristas que intentan conquistar a grupos grandes de masas por medio de una oratoria singular y una argumentación simple o falaz;5 y, por el otro, como una forma de ejercicio de la política y el poder asociada a la crisis y posterior desencanto de la política en Europa, Norteamérica y América Latina de finales del siglo XX.
En nuestros días, la crisis de la democracia ya no está asociada al problema clásico de la demagogia, un concepto en declive y en franco desuso si se visualiza exclusivamente como forma de gobierno, sino está vinculada con fenómenos políticos como el “populismo, bonapartismo y cesarismo” (Pazé, 2016, p. 123). Si bien estamos ante conceptos políticos similares que aluden a realidades históricas parecidas, no son categorías idénticas que puedan ser tratadas como sinónimos. Se trata más bien de nociones que provienen de un tronco común. El populismo, a grandes rasgos, es un movimiento político, ideológicamente heterogéneo, caracterizado por la aversión a las élites económicas e intelectuales, por la denuncia de la corrupción política y por su constante apelación al pueblo, entendido como un amplio sector interclasista al que castiga el Estado (Molina, 2007, p. 99). El bonapartismo describe a un tipo de liderazgo político autocrático y cesarista con rasgos carismáticos y nociones claras sobre el estilo y la estructura de gobierno. Deriva de los reinados de Napoleón Bonaparte (1769-1821) y su sobrino Napoleón III (1808-1873) (Bealey, 2003 a, p. 44 ), y fue utilizado principalmente por Karl Marx en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte para describir un tipo de régimen burgués que por sus actos se coloca, en apariencia, por encima de las clases. Y el cesarismo, como se mencionó, alude a una forma de ejercicio de la política, el poder y el gobierno centrada en la autoridad casi suprema de un jefe militar o líder civil, al que se le atribuyen rasgos heroicos, capacidad personal y una gran vocación social.
De las tres categorías anteriores, la que puede resultar más pertinente y original para ofrecer algo de luz sobre un conjunto de fenómenos políticos y sociales que han emergido en el presente latinoamericano en el contexto de la crisis de la democracia -fraseada en lenguaje cotidiano y académico en clave de “desencanto en (y con) la democracia”-, es el concepto de cesarismo. El populismo, más que un concepto clasificatorio, una herramienta heurística o un tipo ideal con ambiciones explicativas, se ha convertido, dada su sobredosis valorativa implícita, en una etiqueta, un insulto o un término que se utiliza casi exclusivamente en sentido adversativo (Rabotnikof, 2019, pp. 3-4), o ha derivado, como señala Illades (2017, p. 180), en un “concepto vacuo” y sobrecargado ideológicamente que funciona más para descalificar a los contrarios que para entender a la política. El bonapartismo, por su lado, es una categoría histórica, usada y recreada comúnmente por la tradición marxista de los siglos XIX y XX, que abreva en muchos sentidos del cesarismo clásico en tanto forma de gobierno. Dado que se trata de una voz específica que aparece en la Francia del siglo XIX, prefiero recurrir en esta ocasión a un vocablo más general y de más largo viaje como el de cesarismo.6
Ahora bien, a estas alturas resultan ineludibles las preguntas siguientes: ¿qué es el cesarismo?, ¿cuáles son sus principales atributos o características?, ¿qué causas han provocado su resurgimiento en la actualidad? Del latín Ceasar, la palabra cesarismo remite a un sistema de gobierno, un tipo de dominación o, si se prefiere, régimen político (politeia), en los cuales una sola persona, sea un jefe militar o un líder civil, resume y ejerce todos los poderes en nombre de la soberanía nacional y con una gran vocación social. Históricamente, el término que nos ocupa tiene su origen en el régimen político establecido en la antigua Roma por Cayo Julio César.7 La idea de un poder fuerte que pudiera tomar relativa distancia de los intereses de los grupos y de los individuos particulares gracias a un estrecho vínculo con el ejército y el pueblo humilde con el objeto de articular una política equilibrada que respondiera a los intereses generales de la comunidad, y no a los intereses particulares de una facción o grupo determinado, se vuelve a presentar muchas veces en la literatura medieval y moderna (Guarnieri, 1991, p. 213). En clave moderna, como ya advertimos más arriba, el concepto se ha utilizado en lenguaje bonapartista para designar los regímenes establecidos en Francia por los dos Bonaparte -Napoleón Bonaparte y su sobrino Napoleón III- y por Otto Von Bismarck en Alemania.8 En el siglo XX, por su parte, se pueden identificar ciertos gérmenes y rasgos parecidos al cesarismo en el fascismo9 italiano y alemán, el partido bolchevique, el régimen estalinista y el gaullismo en Francia.
Diferentes supuestos, rasgos y tendencias pueden identificarse bajo el paraguas de la palabra cesarismo. En primer lugar, el cesarismo es un poder fuerte que, gracias a su vínculo con los instrumentos de coacción y control, “puede desligarse de los intereses y fuerzas particulares de clases, grupos e instituciones, y de la sociedad en general, colocarse por encima de todos, contraponer unos contra otros, ejercer acciones y políticas de equilibrio y arbitraje entre ellos y proclamarse representante auténtico y necesario de la sociedad y de sus principales componentes” (Kaplan, 2001, p. 20. Cursivas mías). Sus bases e instrumentos de poder, mediación y manipulación sociales suelen ser variados y operan de manera diferenciada en distintos contextos históricos: la burocracia civil, las fuerzas armadas regulares, los grupos informales, las policías, las iglesias y los cleros, los medios de comunicación masiva y la captación por medio de la corrupción e intimidación de los dirigentes y funcionarios de los partidos políticos, sindicatos obreros, agrupaciones campesinas y organizaciones empresariales.10
Sin embargo, la fortaleza del poder cesarista y su capacidad de arbitraje social no solamente descansan en el vínculo que el jefe militar o líder civil tiene con los instrumentos de control, coacción y manipulación, sino también reposan en la exaltación sui generis que se hace de la figura del líder. En efecto, uno de los secretos más preciados del performance cesarista se encuentra en la entronización simbólica que se hace de un hombre providencial y carismático que resolverá, de una vez y para siempre y como por arte de magia, los problemas ancestrales del pueblo. Un líder carismático y extraordinario que, más allá de las leyes y las instituciones políticas, reconciliará al pueblo consigo mismo y lo guiará a un mejor futuro.11 En palabras de Max Weber: “Debe entenderse por ‘carisma’ la cualidad, que pasa por extraordinaria, de una personalidad, por cuya virtud se le considera en posesión de fuerzas sobrenaturales o sobrehumanas […] o como enviados del dios, y como ejemplar, y en consecuencia, como jefe, caudillo, guía o líder” (Weber, 2004, p. 1993). En términos generales, se considera como requisito para el liderazgo carismático, la posesión de ciertas cualidades que son intransferibles como la habilidad, la destreza y el prestigio personal. Cualidades que permiten al líder carismático conducir al pueblo a un mejor destino, como si se tratase de un pastor cuidando a sus ovejas (Foucault, 1989).12
El cesarismo, en segundo lugar, surge y se desarrolla en situaciones excepcionales o extraordinarias, que pueden ser fases de crisis política, estancamiento económico o corrupción generalizada, o bien periodos de transición en los que aparecen acelerados cambios y conflictos en y entre los grupos y las clases sociales. Por lo que corresponde a las crisis políticas, pueden identificarse dos grandes modalidades que si bien están interconectadas se distinguen por su intensidad y consecuencias: por un lado, una crisis sistémica de la política, sus instituciones y sus leyes, que se traduce en un divorcio profundo entre los poderes del Estado: gobierno, Congreso y Poder Judicial, y el conjunto de la sociedad, que se reconoce y eventualmente organiza en organizaciones informales y, en el extremo, ilegales o alrededor de liderazgos antisistémicos con un discurso claramente antipolítico (Woldenberg, 2015);13 y, por el otro, una crisis política menos severa pero no por ello menos importante que puede manifestarse en diferentes niveles, contrastes y divergencias entre el mundo de los representantes y el de los representados. Los ciudadanos y los grupos sociales se alejan de los partidos políticos tradicionales, que dejan de ser reconocidos como expresión de una clase o sector social determinado o como instrumentos privilegiados de intermediación entre las instituciones y poderes del Estado y el conjunto de los intereses y preferencias de los ciudadanos y grupos sociales. En este marco, los partidos políticos, sugiere Kaplan (2001, p. 21), “tienden a la rutinización y la esclerosis, el debilitamiento o la pérdida de su credibilidad y de su capacidad operativa respecto a las clases, facciones y grupos, y a la sociedad global”. En lugar de los partidos tradicionales, surgen y se desarrollan, por un lado (y en el mejor de los casos), nuevos movimientos sociales nucleados alrededor de demandas posmateriales (ecologistas, feministas, pacifistas, etcétera) u organizaciones de la sociedad civil que, a través de un proceso de repolitización, comienzan a desempeñar muchos de los papeles y tareas que anteriormente llevaban a cabo las agrupaciones políticas tradicionales de la democracia representativa (Olvera, 1999, pp. 33-34); y aparecen, por el otro (y en el peor de los casos), formaciones partidarias antisistémicas, conservadoras y, en el extremo, fascistas y nazistas, que defienden valores tradicionales y discursos de odio y exclusión. Nos encontramos, según Martínez (2019, p. 66), ante un fenómeno internacional en el que los “sistemas de partidos tradicionales (son) desestructurados por el creciente (y no gratuito) atractivo de opciones anticarteles”.14
En tercer lugar, los conflictos y tensiones sociales que aparecen al calor de estas crisis políticas de distinta magnitud pueden desembocar en una situación de equilibrio inestable, pues las clases, los grupos o las facciones dominantes, debilitadas o en declinación, no pueden seguir imponiendo su hegemonía sobre el conjunto de la sociedad de modo indiscutido e irrestricto. Y las clases, grupos o facciones subalternas o dominadas pueden ir de la pasividad y el sometimiento a la actividad pública y la rebeldía, y desafiar, por tanto, la dominación tradicional sin ser capaces de remplazarla por una propia: “En palabras de Marx, una clase pierde y la otra no gana la capacidad efectiva para regir la nación. Las fuerzas en lucha se equilibran de manera catastrófica (Gramsci)” (Kaplan, 2001, p. 21). Bajo esta perspectiva, la lucha entre las clases y los grupos sociales opuestos llega a tal nivel de equilibrio o empantanamiento que el poder del Estado consigue una relativa autonomía de acción y gestión sobre las mismas. El poder del Estado, en consecuencia, ya no es visualizado simplemente como un instrumento de dominación al servicio de las clases sociales dominantes o como una cosa que puede ser tomada e instrumentalizada, sino es representado, como sostiene el filósofo mexicano Carlos Pereyra (2000, p. 43), como “una relación social que está abierta a la lucha política dirigida a la construcción de hegemonía”. En el cesarismo, las clases sociales ya no pueden ejercer su plena hegemonía sobre el conjunto de la nación, generando una situación de equilibrio o empate que, por definición, es inestable.15
En este universo de circunstancias y coyunturas específicas, de personalización creciente del poder, de agitación y conflicto sociales irresolubles en el corto plazo, de situaciones extraordinarias marcadas por la crisis de la política y de las instituciones representativas, de equilibrio inestable entre los grupos o facciones dominantes y los grupos o facciones dominados y emergentes, se crea el caldo de cultivo que otorga carta de naturalidad a la emergencia e instalación del hombre providencial, el César, el líder carismático, el caudillo con vocación social que resume y ejerce todos los poderes en nombre de la soberanía nacional. Su misión histórica: regenerar al conjunto de la sociedad y conjurar reales o hipotéticas fracturas internas y/o amenazas externas.
Ahora bien, surge de nuevo la pregunta inquietante: ¿el desencanto democrático que se respira actualmente en América Latina ha abierto el camino para la aparición y recreación de presidencias de corte cesarista? Si bien los procesos sociohistóricos latinoamericanos son diferentes en lo que respecta a la fortaleza o debilidad de sus poderes ejecutivos, la legitimidad de sus instituciones políticas y de sus agencias de representación, el papel de sus fuerzas castrenses, la cohesión de sus élites políticas y económicas o el empoderamiento de sus actores sociales emergentes, lo cierto es que podemos identificar algunos rasgos y tendencias generales del cesarismo en ciertas latitudes de América Latina,16 las cuales, como hemos sostenido, emergieron y se desarrollaron en el contexto de la desafección o el desencanto hacia las democracias latinoamericanas. Existen ejemplos ilustrativos de presidencias robustas, encabezadas por grandes caudillos con poderes amplios y débiles o nulos contrapesos institucionales, sea del Congreso o del Poder Judicial, en países como Venezuela, con Nicolás Maduro, o Nicaragua, con Daniel Ortega.17 Los gobiernos de estas naciones se han caracterizado, entre otras cosas, por una serie de políticas públicas y estrategias políticas dirigidas a que el poder del Estado, especialmente de su rama Ejecutiva, tome una relativa distancia y autonomía de los grupos y/o facciones dominantes de la sociedad, generando con ello un cierto equilibrio inestable en el conjunto de la sociedad, ya que el viejo orden sustentado en los sectores sociales dominantes y hegemónicos no se ha acabado de ir y el nuevo orden respaldado en los grupos y facciones subalternos no ha comenzado a llegar. El contexto general en el que se han producido estos fenómenos ha sido, como se sabe, el de una profunda crisis de la política y de las instituciones de la democracia representativa, como los partidos políticos. Todo ello condimentado, por si lo anterior no fuera suficiente, con una fuerte alianza entre el jefe del Ejecutivo y las fuerzas armadas.
¿Cuál fue el origen de estas mutaciones políticas? Vale la pena recordar que estos fenómenos de centralización política y condensación del poder en la figura del presidente de la república se fueron cultivando y desarrollando lentamente en la región latinoamericana a finales del siglo XX y principios del XXI a la luz de procesos excepcionales que erosionaron la esfera de la política y la credibilidad de los políticos tradicionales y órganos de representación: el aumento de la violencia y la inseguridad en varios países de la región; la instauración de la corrupción y sus secuelas en clave de impunidad como mecanismo de intercambio y regulación social; el escaso o nulo crecimiento de las economías nacionales conjugado con altas tasas de inflación; el incremento de la pobreza y, sobre todo, de la desigualdad. Las fuentes del desencanto democrático de nuestro tiempo son diversas, pues responden, en mayor o menor medida, a un arcoíris de tonalidades políticas, sociales, económicas y culturales.18
Quizá el ejemplo paradigmático del “neocesarismo latinoamericano” lo representa, como sugiere Kaplan (2001), el “chavismo” venezolano, tanto en la versión del presidente Hugo Chávez (1999-2013) ya fallecido, como en la faceta (diría yo) del presidente, hoy cuestionado,19 Nicolás Maduro (2013 en adelante). El fenómeno del “chavismo”, en efecto, se distingue, en términos generales, por los siguientes elementos: a) un poder Ejecutivo poderoso que tiene un fuerte vínculo con los instrumentos de coacción y control, especialmente con las fuerzas armadas y las policías en sus distintos niveles y modalidades; b) a la cabeza del poder Ejecutivo se encuentra un líder o caudillo carismático con poderes extraordinarios; c) procesos de cooptación y captación por medio de la corrupción e intimidación de los dirigentes y funcionarios de los partidos políticos, instituciones electorales, sindicatos obreros, agrupaciones campesinas y organizaciones empresariales; d) fenómenos de burocratización y control de la sociedad y su sometimiento al poder militar-policial-administrativo, los cuales han provocado la pérdida de peso de los poderes y organismos intermedios entre el Estado y el individuo; e) pérdida de legitimidad y credibilidad de las instituciones representativas, especialmente los partidos políticos tradicionales, etcétera.
En este marco de contradicciones, no es difícil pronosticar que los espacios y vacíos que se han abierto en el conjunto de la sociedad en medio de la incertidumbre hayan sido ocupados y capitalizados de forma provisional por la figura del presidente de la república, el nuevo César mediático tropical,20 aquel líder carismático y providencial que asumirá, según el libreto cesarista, la misión histórica y trascendental de regenerar al conjunto de la sociedad, arbitrar sus intereses encontrados y exorcizar reales o hipotéticas fracturas internas y/o amenazas externas. La apuesta permanece abierta.
Del cesarismo al republicanismo
¿Qué respuestas se han ofrecido o pueden ofrecerse al hechizo cesarista que ha encantado a algunos pueblos latinoamericanos en momentos de inflexión política? Por ahora, no se divisan en el horizonte del corto y mediano plazo opciones o alternativas políticas concretas y factibles. El ambiente de los discursos y las ideologías es poco menos que confuso y las identidades partidarias, salvo honrosas excepciones, tienden cada vez más a evaporarse y mimetizarse. El panorama, ciertamente, es muy poco alentador. Pero también es cierto que mientras no se ataquen a fondo los malestares de (y con) las democracias realmente existentes en América Latina, i. e., violencia e inseguridad, corrupción e impunidad, falta de crecimiento e inflación, pobreza y desigualdad, etcétera, la salida o fuga cesarista siempre estará calentando en la banca lista para entrar al terreno de juego.
Sin embargo, si se abre un poco la mirada se observará que el embrujo cesarista -como acontece con todas las cuestiones mundanas importantes- no es eterno ni tampoco es irreversible. A lo largo de la historia, el virus del cesarismo ha encontrado una vacuna efectiva en algunos principios de la tradición republicana,21 pues el programa de la República es el “enemigo” natural” del César (Rosler, 2016). Desde algunos pilares de la arquitectura republicana, i. e., libertad como no dominación y, sobre todo, imperio de la ley, es posible ofrecer una respuesta cultural -y eventualmente política-, a los diferentes supuestos, rasgos y peligros del cesarismo que ha emergido y se ha desarrollado en América Latina bajo la forma de poderes ejecutivos fuertes con pocos o nulos contrapesos institucionales.
El cesarismo descansa en un poder fuerte que, gracias a su vínculo con los instrumentos de coacción y control y al efecto hipnotizante que provocan los liderazgos carismáticos en las masas, puede traducirse en determinadas circunstancias en nuevas formas de dominación o, si se prefiere, de interferencia arbitraria sobre las personas. La doctrina republicana tiene, precisamente, como uno de sus núcleos normativos centrales la noción de libertad como no dominación. Este ideal tiene su origen histórico en la República romana, donde la persona libre, el liber, era lo contrario al servus, el esclavo. Mientras el esclavo vivía a merced del amo, el libre era necesariamente un civis, un ciudadano. De manera que en la República romana lo que se contraponía a la libertad no era la “interferencia” ajena, sino la “esclavitud” o “dominación”. La libertad era, por tanto, un “estatus jurídico de los ciudadanos de la República” (Rosler, 2016, pp. 163-164).
Esta noción de libertad como ausencia de dominación, recuperada y desarrollada en nuestro tiempo por el filósofo irlandés Philip Pettit, está asociada de manera consistente con una concepción particular de la libertad diferente, en cierta medida, de la libertad negativa moderna de matriz liberal, y de la libertad positiva antigua de raíces democráticas.22 La noción de “libertad como no dominación”, es decir, como “no interferencia arbitraria”, defendida por la doctrina republicana, es diferente a la noción de “libertad como no interferencia”, sostenida por el liberalismo. Mientras el liberalismo tradicional sostiene que alguien es libre en la medida en que ningún hombre ni ningún grupo de personas interfieran en su actividad,23 de manera que la libertad es el espacio o lugar en el que un individuo puede actuar sin ser obstaculizado por otros; el republicanismo afirma que no toda interferencia es necesariamente arbitraria por definición, ya que pueden existir interferencias justas y, por tanto, no arbitrarias, como, por ejemplo, el pago de impuestos en un genuino Estado democrático y de derecho. Una interferencia es arbitraria y, por tanto, será sinónimo de dominación: “[…] en la medida en que esté controlada por el arbitrum -la voluntad o el juicio- de quien interfiere: en particular, en la medida en que éste último no se vea forzado a atender a los intereses, y a las interpretaciones de esos intereses, de quienes padecen la interferencia” (Pettit, 1999, p. 350). Una persona es libre, entonces, en la medida en que nadie ocupe una posición de dominus en su vida: ni “ningún déspota privado ni ninguna autoridad pública” (Pettit, 2005, p. 43. Cursivas mías). Nadie puede tener un poder de interferencia arbitraria sobre sus asuntos.
La libertad republicana como no dominación puede ser amenazada tanto por el dominium arbitrario de los agentes privados, legitimado por los defensores del neoliberalismo privatizador, como por el imperium público de los poderes arbitrarios del Estado, defendido por los promotores del cesarismo democrático ligado a eso que se llama “el chavismo”. En clave republicana, la propiedad privada sin límites y la libertad de mercado y comercio sin ninguna restricción pública, llevan necesariamente a la polarización de la riqueza, a la desigualdad extrema y, en el límite, conducen a la privación, la marginación y el hambre de multitudes de personas que, por la vía de los hechos, están siendo privadas de su libertad, ya que se encuentran sometidas y desprotegidas ante eventuales interferencias arbitrarias de los privados, por más considerados y solidarios que sean estos últimos.
Sin embargo, las formas de dominación o interferencia arbitraria que cuestiona el republicanismo, como aquí se ha señalado, no solo provienen de la esfera del dominium privado, sino también pueden presentarse en el campo del imperium público, es decir, del Estado que ejerce arbitrariamente el poder y sin someterse a ninguna forma de restricción constitucional. El cesarismo, por definición, es una forma arbitraria y personalista de ejercicio del poder, la política y el gobierno, que desconfía de cualquier mecanismo constitucional que tienda a restringir o acotar el poder ilimitado del César-Presidente. En todo caso, el único límite al poder del Presidente-César se encuentra en las relaciones de poder realmente existentes y quizás en la limitación constitucional del término de su mandato.24 El republicanismo, por el contrario, sostiene que para que el Estado republicano no se convierta él mismo en un agente arbitrario, vale decir, cesarista de dominación más próximo al imperium público que al dominium privado, tiene que preocuparse no solamente por los deberes u objetivos sociales que debe cumplir el Estado para garantizar la no dominación,25 sino también, y sobre todo, por las formas que este requiere adoptar para consumar adecuadamente esos propósitos. La República, en efecto, necesita someterse a una serie de restricciones constitucionales que eviten que el Estado asuma formas de poder arbitrarias o cesaristas. Restricciones que garantizarían que los instrumentos y las instituciones del Estado republicano no estén sujetos a manipulaciones interesadas y arbitrarias por parte de un individuo, sea el César-Presidente, o por parte de grupos, camarillas o facciones sociales distintas. Según Pettit, tres restricciones constitucionales pueden ser identificadas en la tradición del pensamiento republicano:
La primera condición es, por usar la formulación de James Harrington, que el sistema constituya “un imperio de la ley y no de los hombres”; la segunda, que disperse los poderes legales entre las diferentes partes; y la tercera, que haga a la ley relativamente resistente a la voluntad de la mayoría. La condición del imperio de la ley tiene que ver con el lugar y el contenido de las leyes; la condición de dispersión del poder, con el funcionamiento cotidiano de las leyes; y la condición contramayoritaria, con los modos de alterar legítimamente las leyes (Pettit, 1999, pp. 227-228. Cursivas mías).
Concentrémonos ahora en el imperio de la ley, el segundo pilar de la arquitectura republicana. El cesarismo es una forma de ejercicio personal del poder que parte del supuesto de que es mejor o preferible el gobierno de un hombre fuerte, carismático, conciliador y con vocación social que el gobierno impersonal y descafeinado de las leyes. ¿Qué argumentos ofrecen los cesaristas a favor de la primacía del gobierno personal del César sobre el gobierno impersonal de las leyes? Varios argumentos ofrecen sus apologistas. En primer lugar, el gobierno del hombre fuerte descansa en la figura del soberano-padre, es decir, en una concepción paternalista del ejercicio del poder (Bobbio, 1986, p. 129), que visualiza al Estado como una familia grande y el poder del soberano es equiparable con el del padre. Al igual que el padre, el César, visualizado como el jefe de una gran familia, no ejerce el poder a partir de normas generales y abstractas, sino de acuerdo a su sabiduría y al amor incondicional que profesa hacia sus súbditos-hijos. Sus lazos con la gran familia o población, por tanto, no son jurídicos sino éticos. Se trata de una modalidad de sociedad jerárquica y desigual en la cual el soberano-padre aplica la justicia caso por caso, dependiendo de su estado de ánimo o del buen o mal comportamiento de sus súbditos-hijos. Se trata también, como se señaló en el apartado anterior, de una forma singular de actualización del poder pastoral (Foucault, 1989).26
En segundo lugar, la superioridad del gobierno del hombre fuerte y bueno frente a las buenas leyes está representada en la figura del fundador de Estados, el héroe mitológico que “aparece en situaciones fuera de lo común y realiza sus acciones en momentos de inicio o de ruptura” (Bobbio, 1986, p. 133). El gobierno del César o héroe es una forma de subrogación (Freud dixit) o, si se quiere, sustitución necesaria en épocas de crisis, pues en momentos de incertidumbre, enojo o confusión pública siempre es posible volver a confiar en personajes excepcionales que transforman el poder impersonal y lejano de las leyes en un poder personal y cercano a las necesidades de la gente. Históricamente, la figura del fundador de Estados o héroe mitológico aparece cuando el gobierno de las leyes es débil, no ha surgido todavía o muestra su incompetencia ante el surgimiento de una situación de crisis.
En tercer lugar, la imagen del César-Presidente como el padre o el fundador de Estados tiene como correlato la representación del Pueblo como el Uno que adquiere su identidad indivisible a partir de un elemento extraño: el Enemigo. El proyecto cesarista no reconoce la alteridad democrática que supone la aceptación de la legitimidad del discurso y la acción pública de los muchos otros. El No Pueblo, el otro radical solo puede aparecer bajo el estigma del enemigo, el extranjero, el apestado. Si ese enemigo o ese otro no existen, eso es lo de menos, en cualquier momento pueden ser inventados. En palabras de Lefort (1983, p. 16): “La constitución del pueblo-Uno exige la producción incesante de enemigos. No sólo es necesario convertir fantásticamente adversarios reales del régimen y opositores reales en figuras del Otro maléfico; hay que inventarlas”. Solo mediante la amenaza real o ficticia del enemigo interno o externo identificado e identificable, el Pueblo-Uno puede mantener actualizada su unidad inquebrantable. La clave de su éxito radica en que siempre permanezca abierta la expectativa de cerrar filas ante el peligro que representa el enemigo interior o exterior real o ficticio. La lógica cesarista del Pueblo Uno y su correlato en el Otro como enemigo tiene muchas semejanzas con la noción schmittiana de lo político como una relación entre “amigo y enemigo” (Serrano, 1998, p. 42). Carl Schmitt señala que el enemigo político no es el adversario privado al que se rechaza por cuestión de antipatía o diferencias personales, sino es el enemigo público. El enemigo público-político, por tanto, es aquel con quien el conflicto puede desembocar en una guerra, entendida como la lucha armada entre unidades sociales organizadas que buscan exterminarse mutuamente.27
A contracorriente de las representaciones anteriores, la tradición republicana sostiene la superioridad del gobierno de las leyes sobre el gobierno de los hombres. La distinción entre cesarismo y república se explica, en principio, a partir de la oposición entre decreto y ley. Mientras en el régimen cesarista, el César-Presidente gobierna en primera persona mediante decretos particulares que tienen supremacía sobre las leyes, en la república se gobierna colectivamente a través del recurso impersonal y universal de la ley. El decreto se refiere a casos particulares, es modificable y, por definición, no está exento del capricho, las pasiones, el juicio o la voluntad específica del César gobernante. Las leyes, por el contrario, son la expresión de lo general, de lo universal, es decir, del bien común, de la racionalidad colectiva alejada de los caprichos y las pasiones humanas.28 Cuando los decretos prevalecen sobre las leyes, todo está sujeto al arbitrio del César-gobernante, es decir, a su voluntad, capricho, pasiones y juicio particular. De manera que cesarismo puede ser sinónimo de arbitrariedad y particularismo. En cambio, cuando las leyes predominan sobre los decretos, todo está sujeto a la regulación y control universal de la ley, la cual puede proteger al ciudadano, si fuera el caso, del arbitrio del mal gobernante. De suerte que república es sinónimo no de arbitrariedad y particularismo, sino de “universalidad, racionalidad, y, en fin, de libertad” (De Francisco, 2002, p. 279).
Al mismo tiempo, el imperio de la ley y no de los hombres, como sostiene Harrington, es una suerte de garantía última para garantizar la efectiva realización de la libertad republicana entendida como no dominación. Existen por lo menos dos maneras distintas de entender la relación entre libertad y ley. Según una primera posición, que se podría denominar como liberal -más bien, en honor a la verdad, como liberal no igualitaria-, existe una relación de contraposición entre libertad y ley, es decir, mientras más avanza la libertad más retrocede la ley y mientras más se afirma la ley más se niega la libertad. Se trata de la ya conocida noción liberal de libertad negativa no como libertad en o por el Estado, sino frente al Estado. El republicanismo, en cambio, mantiene una relación menos conflictiva con la libertad, pues sostiene que libertad y ley son dos caras de la misma moneda. En palabras de De Francisco (2012, p. 111. Las cursivas son del autor): “La libertad para el republicanismo es libertad por las leyes, no, como piensa el liberalismo, libertad frente a las leyes”.
Legem omnes servi sumus, ut liberi esse possimus: “Somos siervos de las leyes para poder ser libres” reza la clásica sentencia de Cicerón en su defensa de Aulus Cluentius Habitus. ¿Qué significa ser “siervo” de la ley? Significa que obedecemos la ley, que nos sometemos al imperio de la ley -y no al imperium arbitrario de los hombres-, porque es la garantía última que tenemos a la mano para defender nuestra libertad. Es Nicolás Maquiavelo quien asocia claramente el destino de la libertad al recurso de la ley y lo hace cuando explora la grandeza de la República romana. En los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, el pensador florentino expone en qué consiste la virtud de la Roma antigua: “Creo que los que condenan los tumultos entre los nobles y la plebe atacan lo que fue la causa principal de la libertad en Roma, se fijan más en los ruidos y gritos que nacían de esos tumultos que en los buenos efectos que produjeron” (Maquiavelo, 1987, p. 41). Para Maquiavelo, la virtud de la República romana radica en el conflicto que se presentaba entre la plebe y el Senado, el cual no era un factor de desintegración social, como sucede en la guerra de corte schmittiana, sino era un mecanismo de integración política.29
La grandeza de Roma, según Maquiavelo, descansa en la sabiduría que tuvieron los antiguos romanos para interponer entre los nobles y los plebeyos la institución de la Ley. Entre ambas clases sociales no mediaba el poder personal de un Príncipe absoluto o un César carismático, generoso y conciliador, sino una institución impersonal, constante y universal como la Ley. La institución de las leyes, en este sentido, garantiza una igualdad de principio entre los hombres que no se encuentra ni en la sociedad civil ni en la naturaleza, cruzadas por múltiples desigualdades. Pero esas leyes no pueden mantenerse vigentes y fuertes si no se encuentran expuestas a las consecuencias provocadas por los deseos del pueblo. Maquiavelo, en efecto, descubre en el conflicto entre las clases sociales el fundamento clave de la libertad política: “[…] en toda república hay dos espíritus contrapuestos: el de los grandes y el del pueblo, y todas las leyes que se hacen en pro de la libertad nacen de la desunión entre ambos” (Maquiavelo, 1987, p. 42. Cursivas mías). En toda república, sostiene el político florentino, existen dos deseos u humores antagónicos: el deseo de los “Grandes” de oprimir y dominar y el deseo de los “pequeños” o el pueblo de no ser oprimido ni dominado. Para Maquiavelo, la fuerza del deseo del pueblo mantiene abierto el principio de la Ley y la unidad del Estado. La Ley, en este sentido, es producto de una suerte de “desmesura”: el exceso del deseo de libertad de los pequeños o el pueblo. De manera que el contenido de las leyes está estrechamente ligado a la mayor o menor intensidad del deseo de no opresión del pueblo. El Estado, por su parte, no es una simple fachada que oculta o garantiza en última instancia la dominación de la clase dominante. El deseo del pueblo, en clave maquiaveliana, prohíbe rebajar lo Universal al registro del dominio de clase: “los deseos de los pueblos libres raras veces son dañosos a la libertad, porque nacen, o de sentirse oprimidos, o de sospechar que puedan llegar a serlo” (Maquiavelo, 1987, p. 43). De manera que la ambición y rapacidad de los Grandes encuentran un freno en la figura de la Ley, que se hace en cierta medida según los deseos del pueblo.
Ahora bien, ¿quién puede defender mejor la libertad política, los Grandes o los pequeños? Para el pensador florentino, el deseo de los Grandes puede llevar a la ruina a la libertad. El miedo a cualquier pérdida, dice el autor en los Discursos, puede ser fuente de violencia: “[…] quién es más ambicioso, el que quiere mantener o el que quiere conquistar, pues fácilmente ambos apetitos pueden ser causa de grandísimos tumultos. Estos, sin embargo, son causados la mayoría de las veces por los que poseen, pues el miedo de perder genera en ellos las mismas ansias que agitan a los que desean adquirir, porque a los hombres no les parece que poseen con seguridad lo que tienen si no adquieren algo más” (Maquiavelo, 1987, p. 46). El apetito de riqueza, poder o fama nunca queda plenamente satisfecho ya que siempre queda un hueco por llenar. Sin embargo, la conducta del pueblo no se distingue demasiado de aquella que caracteriza a los Grandes. Su deseo está comúnmente motivado por la envidia y el rencor hacia los Grandes. Luego entonces, ¿puede la libertad ser esclava tanto de los Grandes como del pueblo? No, no es así. Maquiavelo afirma que las consecuencias de ambos deseos no son las mismas: mientras que la especificidad del deseo de los Grandes es querer siempre más riqueza, poder o prestigio, la del pueblo es simplemente el no ser oprimido. Esa negatividad coincide, precisamente, con la libertad civil, es decir, con la Ley. De manera que es la ley civil (lex civilis), como sostiene el Maquiavelo de los Discursos, la que funda la libertad entre los hombres en la República, no la que la restringe.
En suma, la libertad como no dominación y el imperio de la ley representan, como aquí se ha sostenido, dos de los pilares centrales de la arquitectura republicana que pueden ayudar, eventualmente, a contrarrestar los efectos arbitrarios que necesariamente están asociados al ejercicio personal e ilimitado de la política, el poder y el gobierno por parte de la figura del César y su correlato el cesarismo.
Cesarismo o republicanismo: la disputa por el futuro. A manera de conclusión
¿Qué escenarios políticos se pueden presentar en el futuro sobre el cesarismo y el republicanismo en América Latina? De cara al futuro se pueden perfilar por lo menos tres escenarios: a) la consolidación del proyecto cesarista, b) el repliegue de los presidencialismos cesaristas a la luz de algunos principios republicanos y acaso liberales, y c) el surgimiento de salidas políticas distintas al cesarismo y el republicanismo. Por supuesto que no existe ninguna certidumbre sobre la aparición en forma pura de cada uno de estos escenarios. La historia de los pueblos y las naciones suele ser el resultado de una mezcla no siempre virtuosa de intereses, proyectos, ideologías y aspiraciones de distinto signo. Sin embargo, la elaboración de escenarios sobre el futuro puede ayudar en alguna medida a ofrecer algo de luz para no extraviarse en el camino. Veamos estos tres escenarios.
La consolidación del proyecto cesarista. La seducción cesarista tiene su mejor caldo de cultivo en la desafección democrática que se vive actualmente en América Latina. Si las democracias latinoamericanas realmente existentes no son capaces de hacerse cargo en el corto y/o mediano plazo de los malestares en y con la democracia -i.e., violencia e inseguridad, corrupción e impunidad, falta de crecimiento e inflación, pobreza y desigualdad, etcétera-, entonces seguirá apareciendo como plausible la emergencia y consolidación de presidencialismos cesaristas basados en liderazgos fuertes y carismáticos sin ningún contrapeso o control institucional. Los ciudadanos de a pie parecen preferir presidentes fuertes y carismáticos con amplios poderes que prometan resolver, para decirlo en pocas palabras, la llamada “cuestión social”, que sistemas presidenciales impersonales y descafeinados de corte democrático, liberal o republicano.30 Si la gente de a pie tuviera que elegir, por ejemplo, entre el gobierno del hombre fuerte y bueno de corte cesarista frente al gobierno de las buenas leyes de matriz republicana, me temo que elegiría, por ahora, el gobierno del hombre (o mujer) bueno(a). Cosas de la psicología y fenomenología del poder que Elías Canetti retrata muy bien en su ya clásico libro Masa y poder. Quizás el desgaste del ejercicio del poder y la falta de respuesta a las promesas ofrecidas podría erosionar las bases de legitimidad de los gobiernos cesaristas y abriría el camino a la apuesta republicana.
El repliegue de los presidencialismos cesaristas a la luz de algunos principios republicanos y acaso liberales. La respuesta republicana y acaso liberal democrática a la emergencia de presidencialismos cesaristas en el contexto de la desafección democrática en América Latina no atraviesa su mejor momento. El malestar democrático ha puesto a la baja los principios generales del liberalismo en la bolsa de los valores políticos y el republicanismo es hoy en día una tradición del pensamiento que, en honor a la verdad, tiene poca eficacia política. Sin embargo, el péndulo podría eventualmente cambiar de sentido en el supuesto de que emergieran en la región latinoamericana nuevos liderazgos y proyectos políticos que reconocieran -al mismo tiempo y con la misma intensidad- tanto los enormes problemas sociales y déficits de legitimidad y credibilidad política que enfrentan las democracias liberales latinoamericanas, como los riesgos y/o peligros que supone el ejercicio personalista e ilimitado del poder presidencial, al margen de cualquier contrapeso institucional o social. Si se cumplieran estas condiciones, podría renacer el gobierno de las buenas leyes y de la libertad como no dominación como una opción política no solo factible sino también deseable. La cuestión social tendría que estar en el centro de las preocupaciones de la agenda republicana, sin menoscabo del reconocimiento de un conjunto de restricciones constitucionales que evitarían que el Estado asumiera formas de poder arbitrarias o cesaristas. ¿Se convertirá el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador en un ejemplar más de los presidencialismos latinoamericanos de corte cesarista, o dará paso a un sistema presidencial con anclajes republicanos? Dado que no soy profeta, la respuesta que puedo ofrecer es necesariamente especulativa, pero no por ello sin sustento. Me parece que el liderazgo carismático de Andrés Manuel refleja una extraña paradoja: como líder civil y ahora presidente de México tiende a favorecer la percepción de una personaje de corte cesarista que probablemente en la Presidencia concentrará todo el poder del Estado en su persona, gobernará con base en decretos particulares y no leyes generales, recurrirá a plebiscitos populares para legitimar socialmente su política, despreciará a los otros poderes de la Unión y ejercerá arbitrariamente el poder del Estado sin someterse a ninguna forma ni mecanismo de restricción constitucional. Su papel de árbitro entre las clases y facciones sociales parece incuestionable. Sin embargo, el gobierno de López Obrador también presenta algunos tintes republicanos que vale la pena destacar: su vocación genuina y democrática por controlar o limitar, a través del recurso de las leyes y de las políticas públicas, las formas de dominación social que se suelen ejercer especialmente hacia las personas más pobres y vulnerables (como los adultos mayores o los jóvenes llamados ninis), y su vocación incuestionable de honradez en el ejercicio público y de austeridad republicana en la gestión gubernamental y en la vida personal. ¿Cuál de los dos “Andrés Manueles” acabará por gobernar México en el sexenio 2018-2024? No lo sé. Solo el tiempo lo dirá.
El surgimiento de salidas políticas distintas al cesarismo y al republicanismo. Más allá de la seducción del cesarismo y más acá de una eventual respuesta en clave republicana, el malestar en y con la democracia latinoamericana también ha provocado la emergencia de salidas políticas de otra naturaleza. Me refiero en particular al fascismo. El triunfo del líder fascista Jair Bolsonaro en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de Brasil del pasado 28 de octubre de 2018 es una seria llamada de atención que ejemplifica la emergencia de nuevas derechas extremistas en el contexto de la desafección democrática. Históricamente, recordemos, la crisis de la democracia no solamente se ha traducido en demagogia, cesarismo o bonapartismo, sino también ha generado el surgimiento de los fascismos. El simplismo de la teoría fascista se expresa en maniqueas distinciones donde la democracia y los demócratas, en permanente conspiración, ilustran y personifican el mal que hay que combatir. Esta lucha, regularmente violenta, necesita apoyarse en liderazgos carismáticos que recaen sobre un caudillo permanentemente exaltado. Liderazgos que en el presente aprovechan la crisis de legitimidad de los partidos tradicionales para formar nuevas agrupaciones políticas que no dudan en competir electoralmente por el poder del Estado. Asunto, por cierto, muy interesante, y sobre todo preocupante, que valdría la pena analizar a detalle en otra ocasión.