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Perfiles latinoamericanos

versión impresa ISSN 0188-7653

Perf. latinoam. vol.20 no.40 México jul./dic. 2012

 

Artículo

 

Las causas de la desconfianza política en México

 

Determinants of Political Distrust in Mexico

 

José del Tronco*

 

* Doctor en Ciencia Política por la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesor investigador de la Flacso México.

 

Recibido el 25 de julio de 2011
Aceptado el 2 de diciembre de 2011

 

Resumen

¿Qué factores explican la desconfianza de los ciudadanos en las instituciones representativas? La literatura especializada ha presentado dos tipos de respuestas a este problema. La "corriente culturalista" sostiene que las actitudes políticas son resultado del 227 proceso de socialización (Almond y Verba, 1963; Eckstein, 1988; Inglehart, 1996; Torcal y Montero, 2006; Segatti, 2006) y, por lo tanto, difíciles de cambiar en el tiempo. Por su parte, el abordaje "racional" considera que las actitudes de los ciudadanos son consecuencia del desempeño que éstos le atribuyen al sistema (Miller y Listhaug, 1999, Camoes y Mendes, 2000; Mishler y Rose, 2001; Magalhaes, 2006). A partir de la Encuesta Nacional de Cultura Política (2008), este trabajo demuestra, para el caso mexicano, que la desconfianza se explica mayormente a partir del deficiente desempeño que los ciudadanos atribuyen a sus representantes.

Palabras clave: Desconfianza política, México, cultura política, representación.

 

Abstract

From a culturalist perspective, political attitudes are the result of early life socialization and are, therefore, unlikely to change across time. The rationalist approach suggests that political attitudes are influenced by citizens' evaluations of the political system and its actors. Based on data from the National Political Culture Survey (2008), this article studies the conditions under which citizens distrust political institutions. The results suggest that political distrust in Mexico is related to the poor performance of representative institutions.

Key words: Political distrust, Mexico, political culture, representation.

 

Introducción

Este trabajo parte de un supuesto fundamental: la confianza política es esencial para la democracia en su formato representativo, al vincular a los ciudadanos con las instituciones diseñadas para representar sus intereses. Ello es particularmente cierto para países con regímenes democráticos recientes, donde la experiencia de los ciudadanos en su relación con las instituciones de gobierno no favorece la emergencia de pautas de confianza generalizada (Torcal, 2001; Mishler y Rose, 2001: 30-31).

En América Latina, los procesos de democratización experimentados durante las últimas tres décadas han puesto al tema de la "representación" y su relación con la "confianza ciudadana en las instituciones políticas" en el centro del debate. A diferencia de la legitimidad democrática1 —que es significativa entre los latinoamericanos— y de la satisfacción con el desempeño del régimen2 — que es oscilante y parece depender en buena medida de la cercanía ideológica con el gobierno de turno (Torcal, 2006)—, las y los latinoamericanos expresan (con diferencias entre países) sentimientos generalizados de alienación y cinismo respecto de la política y lo político. Si bien la democracia sigue siendo el sistema político preferido en la región, los niveles de confianza en las instituciones centrales de la democracia representativa — como los partidos políticos o el parlamento — se mantienen comparativamente bajos y de manera bastante paradójica tienden a caer a medida que las democracias adquieren más edad (Latinobarómetro, 1996-2009; Zmerli y Newton, 2008). Este trabajo intenta demostrar que México, pese a la particular trayectoria de su sistema político, no es una excepción a esa tendencia.

En el caso mexicano, sin embargo, las consecuencias de estas actitudes son de máxima gravedad en la actualidad. Los desafíos que enfrenta el Estado de derecho (corrupción, crimen, abusos sobre derechos humanos)se multiplican en un clima generalizado de desconfianza institucional que erosiona la legitimidad del régimen (Morris, 2011). Desentrañar sus causas, por tanto, resulta de gran relevancia para el fortalecimiento de la institucionalidad democrática.

¿Cuáles son los factores que explican la desconfianza ciudadana en las instituciones políticas mexicanas? Para los teóricos de la modernización, la desconfianza es producto del cambio de valores sociales predominantes, producido por las nuevas pautas de consumo y relacionamiento social en las sociedades complejas (Dalton, 1999 y 2005). La individualización y el desprestigio de las autoridades tradicionales motiva —especialmente en las nuevas generaciones — un sentimiento de desconfianza hacia las instituciones políticas (Inglehart y Wezel, 2005). Por su parte, la corriente culturalista más tradicional sostiene que no es el cambio cultural sino más bien la persistencia de valores no democráticos (evidenciados por siglos de historia política autoritaria y bajos niveles de capital social entre su población) el elemento determinante de su desconfianza hacia las nuevas instituciones (Torcal y Montero, 2006; Moreno y Catterberg, 2005). Finalmente, la hipótesis racional-culturalista sostiene que la desconfianza hacia las instituciones y actores políticos se explica por el deficiente desempeño de éstos en relación con las expectativas generadas durante la transición (Camoes yMendes 2000; Mishler y Rose, 2001).

No obstante la proliferación de posibles explicaciones, no hay acuerdo sobre las verdaderas causas de la desconfianza institucional. Tampoco está claro si los ciudadanos observan diferencias de comportamiento significativas entre las instituciones (partidos, parlamento y presidente) o si les atribuyen responsabilidades comunes. El desarrollo del documento se orienta a dar respuesta a estos interrogantes. En el segundo apartado se hace un recorrido por la literatura que ha intentado analizar la cultura política mexicana a lo largo del siglo XX y hasta el inicio de la transición. A continuación, se presentan los cambios más generales experimentados por el sistema político mexicano y sus repercusiones sobre las actitudes ciudadanas. En la sección cuarta se realiza un análisis estadístico para encontrar los determinantes de la desconfianza en las instituciones representativas en el México democrático, y en el final, se exponen algunas conclusiones a la luz de los resultados y de su consistencia con los postulados de la literatura especializada.

 

La cultura política mexicana antes de la transición

El 2 de julio del año 2000, México ingresó al conjunto de países regidos por un gobierno surgido de elecciones limpias, libres y competidas por primera vez en su larga historia. Luego de setenta años de gobiernos electos en el contexto de un régimen de partido único que controlaba los resortes de poder estatal, las elecciones intermedias de 1997 y las nacionales de 2000 fueron las primeras en las cuales la competencia abierta y el sufragio S universal libre y secreto permitieron traducir preferencias individuales en una decisión colectiva de manera no distorsionada (Becerra, Salazar y Woldenberg, 2000).

En este contexto —setenta años de partido único, más unos cuantos siglos de regímenes oligárquicos o dictatoriales, ya bajo la dominación española ya a partir de la independencia alcanzada a principios del ochocientos—, no es sorprendente que diversos estudios a lo largo del siglo XX hayan calificado a la cultura política mexicana como heredera de una tradición marcadamente autoritaria.

A dos décadas de la Revolución de 1910, y desde un enfoque psicoanalítico, Ramos (1934) señalaba que el machismo y el sentimiento de inferioridad constituían rasgos salientes del mexicano mestizo típico, versión confirmada por Octavio Paz en su famoso Laberinto de la soledad. Wolf (1959), por su parte, remarca el predominio de estas características, señalando que mucho de lo que ocurre en la política mexicana puede ser entendido a partir de la comprensión del carácter mestizo.

Es hasta la publicación del clásico (y ya citado) libro de Almond y Verba (1963), uno de cuyos casos de estudio es México, que los enfoques teóricos para analizar la cultura política se modifican y alcanzan mayor sofisticación. Estos autores sostienen que los mexicanos tienen mayoritariamente una cultura política parroquial (25%) o tipo subdito (66%), y sólo una proporción marginal de la población es poseedora de una cultura política participante.3

Desde esta misma perspectiva, Segovia (1975) remarca que la cultura política mexicana se deriva de la educación autoritaria e intolerante a la diversidad que reciben los niños en la infancia, tanto en el seno familiar como en la escuela. Dicha educación, caracterizada por el respeto a toda forma de autoridad, independientemente de su origen y criterio de aplicación, desincentiva un involucramiento eficaz en cuestiones públicas y genera un sentimiento generalizado de apatía y cinismo hacia la política.

Independientemente de su valor académico y documental, tales estudios fueron realizados desde perspectivas culturalistas tradicionales, y con metodologías diferentes a las utilizadas en las últimas décadas para medir y clasificar los tipos de cultura política ciudadana en el país y el resto del continente. El estudio de Booth y Seligson (1984) es el primero que analiza los rasgos de la cultura política mexicana desde una metodología similar a la utilizada en los estudios más recientes. Esta investigación, basada en los trabajos de Dahl (1971) y Sullivan et al. (1979), se propone analizar si efectivamente, tal como decían los estudios tradicionales, la cultura política predominante en México se caracterizaba por su contenido autoritario.

El trabajo de Booth y Seligson abordó el problema del autoritarismo cultural a partir de tres indicadores: a) la propensión de los mexicanos a participar activamente de los asuntos públicos (mayor participación, menor autoritarismo); b) la propensión a aceptar como válido el derecho al disenso (mayor aceptación de lo diferente, menor autoritarismo), y c) la propensión a adoptar una postura de oposición a la supresión de libertades democráticas: expresión, reunión, asociación, prensa (a mayor oposición, menor autoritarismo).

Entre sus principales hallazgos, los autores encontraron, en primer lugar, que por su participación y aceptación de la validez de las libertades civiles y los derechos constitucionales, los mexicanos de áreas urbanas (la muestra no incluía zonas rurales) eran significativamente prodemocráticos. Sin embargo, esos mismos ciudadanos estaban menos dispuestos a aprobar posturas opositoras al gobierno cuando éste decidía suspender o denegar tales libertades o derechos democráticos. Sólo 26% aprobaba las críticas hacia el gobierno en estas situaciones, mientras que 52% consideraba que tales actitudes de oposición no eran válidas (Booth y Seligson, 1984: 112).

¿Cómo explicar esta combinación de rasgos democráticos en las formas y no democráticos en los hechos? Booth y Seligson rechazan la posibilidad de que tales actitudes fueran arraigadas en la historia política mexicana, como consecuencia del temor de los mexicanos a que las críticas pudieran traducirse en una nueva versión de las cruentas rupturas institucionales que caracterizaron al país durante las primeras tres décadas del siglo XX.

Por el contrario, los autores señalan que tales actitudes eran también habituales en regímenes democráticos, y para ello muestran los resultados del mismo estudio aplicado en la ciudad de Nueva York.

Uno de los hallazgos adicionales del mencionado trabajo es que, en México, la educación es el factor más importante para explicar la valoración de las libertades civiles y los derechos políticos, así como la propensión a aceptar actitudes de oposición a las prácticas autoritarias del gobierno (mayor educación, más democráticos), mientras que es la clase social la que más influye en la propensión a participar en política de manera autónoma; los sectores de clase media tienen mayor propensión que los sectores obreros (Booth y Seligson: 117).

Así, los autores concluyen que la naturaleza autoritaria del sistema político mexicano no puede explicarse como resultado de una cultura política autoritaria. De acuerdo a esta evidencia, los mexicanos "urbanos" apoyan fuertemente los valores liberales democráticos, y sus diferencias respecto de los neoyorquinos son lo suficientemente estrechas como para dar cuenta de las diferencias institucionales existentes entre ambos contextos.

La información presentada por estos autores es de mucha utilidad (al arrojar luz sobre algunos factores inexplorados hasta allí), pero deja sin analizar otros elementos importantes para el análisis de la cultura política en México durante el período autoritario. Alba (1960) ya había argumentado —en el mismo sentido— que el ciudadano mexicano es básicamente prodemocrático, participante e incluso individualista. Sin embargo, su manera de entender la democracia armoniza con las características del sistema político: sus rasgos movilizantes, la ideología oficial y el carácter corporativo del régimen-partido-gobierno (Reyna, 1977; Varela, 1979). La movilización de la participación a través del PRI, sumada a la socialización de sus bases sindicales y partidarias como los esfuerzos por promover el apoyo popular reforzaban, paradójicamente, tanto el carácter prodemocrático del ciudadano mexicano como el vigor del sistema político corporativo que lo gobernaba (Booth y Seligson: 119).

En este mismo sentido, Sara Schatz (2000) sugiere que la transición a la democracia en México es un fenómeno tardío respecto de la cultura política de sus ciudadanos y, especialmente, del nivel de modernización económica del país. Si se analiza la falta de acceso de la oposición a cargos públicos, el carácter corporativo y monopólico de la representación política, así como la capacidad del partido-gobierno de legitimar su dominación, puede concluirse que la democratización en México fue "inhibida" y "retardada" por el antiguo régimen durante un tiempo considerable, en relación con lo sugerido por las teorías clásicas (5-17).

Estos hallazgos sugieren entonces que el régimen autoritario no fue sólo, ni fundamentalmente, un resultado de los valores predominantes en la cultura política de los mexicanos. Por el contrario, la aceptación de dicho régimen por parte de ciudadanos con valores prodemocráticos podría ser el resultado del impacto que la comunicación oficial y sus capacidades de movilización tenían sobre los conceptos mismos de democracia en buena parte de la población. Es el régimen político influyendo sobre las actitudes ciudadanas, y no al revés (Lane, 1992).

Así, el presente trabajo adopta la perspectiva racional. De acuerdo con esta corriente, los valores son un ingrediente importante para explicar las actitudes y comportamientos políticos de los ciudadanos, pero éstos últimos —lejos de ser estables— pueden cambiar como resultado del desempeño institucional (Miller y Listhaug, 1999). Dicho de otro modo, los ciudadanos son individuos racionales capaces de juzgar consistentemente la utilidad de una institución, sus consecuencias distributivas y sus efectos sobre el bienestar individual (Knight, 1996), por lo que tenderán a confiar más en los actores e instituciones políticos más efectivos en la representación de sus intereses (Fiorina, 1981; Stokes, Manin y Przeworski, 1999).

¿Cómo cambiaría entonces la cultura política de los ciudadanos mexicanos a partir de la transición hacia un régimen democrático? A continuación, se presenta la evidencia de este cambio institucional, y de su impacto sobre las actitudes ciudadanas, después de la alternancia.

 

Los nuevos tiempos políticos en el México de la transición

Más allá de la sincronía del proceso de apertura del régimen político mexicano con el momentum histórico en el que tuvieron lugar las experiencias democratizadoras propias de la Tercera ola (Huntington, 1994), la literatura sobre transición a la democracia en México suele coincidir en la descripción de tres rasgos que, en conjunto, diferencian a la experiencia mexicana del resto de las transiciones ocurridas en el último cuarto del siglo XX.

En primer lugar, la mexicana fue una transición larga, sinuosa, que no incluyó un pacto fundacional, sino que fue resultado de sucesivos acuerdos entre los representantes del régimen-partido-gobierno y los partidos políticos opositores. A diferencia de las transformaciones ocurridas en los países de Europa del Sur y del Este, o en el resto de América Latina, México no necesitó derribar un régimen autoritario, esperar su implosión a causa de crisis económicas o militares, ni mucho menos la presión de fuerzas internacionales que apoyaran a líderes prodemocráticos en su cruzada política contra el "antiguo régimen". En México no fue necesario "instaurar 3 la democracia", sino simplemente "hacerla democrática" (Merino, 2003).

La segunda particularidad del caso mexicano entre las democratizaciones de la Tercera ola, radica en la dificultad para distinguir claramente a los integrantes del "antiguo régimen" de los líderes reformadores. La estructura del sistema político mexicano ha ido cambiando a lo largo de las sucesivas reformas implementadas en el sistema electoral (1962, 1973, 1977, 1983, 1993, 1994, 1996), y todas ellas han hecho posibles mayores niveles de competencia partidaria y pluralidad en la representación, especialmente en el parlamento nacional y en los gobiernos locales (Merino, 2003: 21-23). Tales secuencias, sin embargo, han permitido el reciclaje del gobernante Partido Revolucionario Institucional, que ha pasado de ser el único actor político relevante de un sistema político de partido hegemónico (régimen-partido-gobierno), al más importante entre los actores y partidos políticos que protagonizan, hoy, una "más abierta" democracia mexicana.

Finalmente, como en el resto de las transiciones, la mexicana implicó cambios en las reglas de juego, aunque exclusivamente en el ámbito electoral. La apertura comenzó en el año 1962 —primer hito de pluralidad—, al introducirse un sistema mixto que hacía posible la elección de los "diputados de partido" (y se otorgaba a todos los partidos que obtuvieran más de 2.5% de los votos en las elecciones nacionales), y culminó el 25 de julio de 1996, cuando luego de dos años de negociaciones entre los partidos políticos se aprobó la reforma electoral que garantizaba — a través de la creación del Instituto Federal Electoral Ciudadano y del Tribunal Federal Electoral, con sede en la Suprema Corte de Justicia— la transparencia y equidad de los procesos electorales, condición mínima indispensable de cualquier régimen democrático (Merino, 2003; Camou, 1996).

Así, una vez asegurados el ejercicio efectivo de los derechos políticos democráticos de los ciudadanos y la limpieza de los procesos electorales (de principio a fin), el principal indicador de la transición institucional hacia la instauración de un régimen democrático fue un aumento significativo y constante de la competitividad electoral.

Esta variable está compuesta por tres dimensiones: el margen de la victoria del partido vencedor, la fuerza de la oposición y la desigualdad en la distribución de las victorias entre partidos o, dicho de otra forma, el índice de concentración de victorias de un solo partido (Méndez de Hoyos, 2009).

Cuando el margen de la victoria de un partido y el índice de concentración es menor, y la fuerza de la oposición mayor, la competitividad aumenta, tal y como ha venido sucediendo en las últimas tres décadas gracias a las reformas electorales. La figura 1 muestra que el incremento de la competitividad es constante desde principios de los años ochenta, pero significativamente más acelerado a partir de los cambios institucionales de 1996.

Si se analizan los modos en que las elecciones se convirtieron en la pieza fundamental de la nueva mecánica institucional (Becerra, Salazar y Woldenberg, 2000), debe destacarse que la democratización electoral mexicana fue desde la periferia hacia el centro —desde los gobiernos locales al federal— y desde abajo hacia arriba —desde los partidos hacia el Estado (Woldenberg, s/f: 4).

Figura 2

En 1977, año de la primera reforma que reconoce a los partidos como entidades de interés público4 y legitima de esa manera la vía electoral como el modo admisible de cambio político en México, había sólo cuatro municipios gobernados por la oposición en toda la República. Las elecciones municipales y estatales se convirtieron, a partir de allí, en un largo período de ensayo, error y experiencia democrática. Más de 4 400 comicios en el lapso cíclico de seis años en todos los municipios del país; de 64 elecciones para integrar congresos locales y de 31 elecciones para elegir gobernadores por sexenio (Woldenberg, s/f: 5), más las elecciones intermedias para el Congreso de la Unión y para jefe de gobierno en el Distrito Federal, moldearon la siguiente pintura.

Así, todo aquello que se destaca tradicionalmente como manifestaciones propias de un régimen democrático —gobiernos divididos, poder compartido, triunfos electorales a los que sigue una derrota, desahogo jurisdiccional de las controversias, alternancia— (Dahl, 1971; Przeworski, 1995) aparecieron en los estados y los municipios antes que a escala nacional, y el cambio político se hizo tangible, visible, cotidiano para millones de mexicanos (Woldenberg, s/f: 5).

Estos elementos han distinguido al proceso de transición a la democracia en México del resto de las experiencias latinoamericanas, y establecen ciertas características institucionales de relevancia para entender la evolución de las actitudes políticas de los ciudadanos mexicanos, como respuesta a las señales ofrecidas por el sistema político. Sin embargo, tales antecedentes hacen mucho más compleja la tarea de analizar el impacto de la transición, y especialmente de la calidad de las instituciones democráticas, sobre las actitudes políticas de los ciudadanos mexicanos. Por un lado, debido a que los ciudadanos mexicanos están acostumbrados a votar regularmente desde hace más de 70 años, y a influir cada vez más con su voto desde hace 20. Por el otro, porque dados los nuevos tiempos de la globalización, la "caída" del muro de Berlín y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, entre otros hechos relevantes, la democracia —pese a su mayor pluralidad— pudo ser asociada con los inferiores rendimientos sociales y económicos observados durante los años de su instauración.

¿Cómo ha cambiado la cultura política de los mexicanos durante esta evolución? ¿Qué tipo de cambio ha significado la transición en las actitudes ciudadanas y cuál ha sido la sostenibilidad en el tiempo de estos últimos? ¿En qué medida las dimensiones de apoyo político a la democracia —entre ellas la confianza en las instituciones políticas— han mejorado con la transición y, en ese caso, qué dimensiones de análisis contribuyen a su mayor y mejor explicación?

 

¿Una cultura política en o de transición? Las actitudes políticas de los ciudadanos desde el regreso a la democracia

El contexto político cambiante de un país puede verse reflejado en las actitudes de sus ciudadanos. En este sentido, México no es una excepción. Mientras que en 1990 sólo 33% de los mexicanos decía tener mucha libertad para elegir y controlar lo que pasaba en su propia vida, en 1997 dicho porcentaje había subido a 41%, y en 2000, antes de las primeras elecciones presidenciales democráticas, tal proporción era de 56% (Moreno, 2003).

Parece poco probable que dichos cambios sean totalmente independientes de las transformaciones vividas por el sistema político. De hecho, la profunda crisis económica que afectó a gran parte de la población durante 1995 pudo haber tenido consecuencias negativas sobre esta sensación generalizada de mayor autonomía y libertad. A pesar de ello, los mexicanos —que sí acusaron el impacto económico de dichas crisis— parecen sentir actualmente un mayor control sobre las decisiones que guían su vida, o al menos tener un mayor conocimiento de las alternativas de elección disponibles, así como de su mayor capacidad real para escoger entre ellas la que consideren de mayor utilidad (Moreno, 2003).

Durante los últimos años de la década de 1990, que presenciaron los cambios institucionales hacia una mayor y más efectiva pluralidad, fue significativo el crecimiento de la conciencia ciudadana de vivir en un régimen democrático. En mayo de 1999, 37% de los mexicanos expresaba que México era una democracia. En enero de 2000, recién iniciada la campaña electoral para las elecciones presidenciales del mismo año, el porcentaje había crecido hasta 45%, y en agosto de 2000, un mes después de las elecciones, la proporción de mexicanos que decía estar viviendo en democracia era de 66% (Moreno, 2003: 234).

Ahora bien, ¿qué entienden los mexicanos cuando hablan de democracia? Ésta es una de las cuestiones centrales para analizar si se quiere entender los rasgos de la cultura política ciudadana en México. La tabla 2 ofrece un panorama de los "sentidos" otorgados por la ciudadanía al concepto "democracia" en México, durante los primeros años posteriores a la alternancia.

Para quienes la consideran positivamente, el término "democracia" es identificado con una serie de valores como libertad de organización, de expresión, de participación y de elección; es decir, implica tomar en cuenta lo que piensa la gente.5 Entre los elementos negativos, la democracia se asocia — al parecer — con las promesas incumplidas de igualdad, representación y justicia, que los ciudadanos identificaban — en un principio — con la vigencia del régimen democrático.

Otro interrogante es la forma en la que se ven los mexicanos a sí mismos en su rol de ciudadanos. ¿Qué tan capacitados se consideran para ejercer sus derechos políticos? ¿Qué tanto se perciben a sí mismos como sujetos de derechos y responsabilidades públicas? Dicho de otra forma: ¿cuál es el nivel de eficacia política interna de los ciudadanos mexicanos en el régimen democrático?

Los datos de la tabla 3 muestran que la eficacia política interna de los ciudadanos mexicanos tiende a ser baja; es decir, se ven —en buena medida— incapaces de influir en las decisiones de sus representantes o como mínimo de involucrarse en asuntos públicos, ya sea informándose, ya opinando sobre ellos.

Además, quizás como consecuencia de la baja eficacia política interna, el interés general de los ciudadanos en la política es bajo. En 2001, dos de cada tres mexicanos decían estar poco o nada interesados en política, mientras que esta proporción se elevó a 87% (6 de cada 7 mexicanos) en 2003 y 2005.

A partir de los datos presentados, parece razonable pensar que los ciudadanos mexicanos no sólo están muy poco interesados en cuestiones políticas, sino que perciben mayoritaria y persistentemente que los gobernantes no toman en cuenta lo que ellos piensan. Las tablas 4 y 5 nos muestran la evolución de este indicador entre 2001 y 2005, así como con el interés por la política y la eficacia política interna. Para México, en sus primeros años de democracia, la propuesta teórica de Torcal (2001) sobre la desafección política (concepto que refiere al estado generalizado de alienación y cinismo que experimentan los ciudadanos respecto del sistema político) parece ser válida.

De acuerdo con estos datos, la cultura política de los mexicanos durante los primeros años de la democracia confirma de alguna forma la imagen presentada por Moreno (2003). Por un lado, una proporción del electorado cada vez más independiente de las etiquetas de los partidos, que se caracteriza por su creciente movilidad cognitiva (Temkin, Solano y Del Tronco, 2008), por valores liberales y por una actitud crítica hacia las instituciones políticas (Temkin y Salazar, 2007). Por el otro, una proporción de ciudadanos que se percibe incapaz de influir en las decisiones de los gobernantes, y cuyo vínculo con el sistema político se mantiene, de acuerdo con Dalton (2002), por lazos rituales, a partir de su pertenencia a redes partidistas de tipo clientelar (Cleary y Stokes, 2006). ¿Se confirma esto a partir de las actitudes de apoyo político?

Los datos presentados hasta aquí sugieren que puede estar surgiendo en México un nuevo tipo de ciudadano: defensor de las libertades democráticas, poco satisfecho con el funcionamiento del régimen y, como consecuencia de esto último, escéptico respecto de las instituciones políticas en general, y de las representativas en particular (García Clark, 2003). La tabla 7 corrobora este bosquejo.

Según muestra la tabla 6, el mexicano modal tiene valores prodemocráticos, si bien sus actitudes son críticas respecto del funcionamiento de la democracia representativa; cree que partidos políticos, diputados y gobierno tienen un desempeño deficiente. ¿Se refleja esto en los niveles de (des) confianza en las instituciones representativas?

 

Desempeño, cultura política y confianza institucional en México a 10 años de la democratización

A continuación se analizan las posibles causas de la (des)confianza de los ciudadanos en tres instituciones centrales del sistema democrático representativo: el Poder Ejecutivo (en este caso, el presidente), el Congreso (aquí, la Cámara de Diputados) y los partidos políticos a partir de los datos de la Encuesta Nacional de Cultura Política 2008.

Si se analizan detenidamente los resultados aquí presentados, se confirma que la evaluación que los ciudadanos hacen del desempeño de sus representantes —al igual que en el resto de los países de América Latina y en el continente en general— es el factor más importante para explicar la desconfianza de los ciudadanos en las instituciones políticas. Si bien algunas dimensiones y variables del enfoque "culturalista" son significativas y contribuyen a explicar la probabilidad de que un ciudadano confíe de las instituciones representativas (especialmente la identificación partidista con el prd, pero también la importancia dada a los partidos en general, la aceptación de la diversidad, y el interés en la política), la capacidad explicativa de las variables del enfoque "racional" es mayor.

En segundo lugar, hay que destacar que las variables que explican la desconfianza ciudadana son muy similares en el caso de los partidos políticos y los diputados, y ligeramente diferentes en el caso del presidente. En las primeras dos instituciones, las variables con mayor poder explicativo (responsiveness y eficacia política externa) refieren a la "calidad de la política" con la sola excepción de la identificación partidista, correspondiente al enfoque culturalista. Por su parte, en el caso de la desconfianza hacia el presidente, se agregan a estas variables dos indicadores de la calidad del desempeño: el funcionamiento deficiente de la economía respecto del año anterior (calidad de los resultados) y la creencia en que las elecciones no fueron limpias (calidad institucional), que impactan negativamente en la disposición de los ciudadanos a confiar en el jefe de Estado.

En tal sentido, la (des)confianza de los ciudadanos mexicanos en las instituciones representativas está determinada, como en el resto de América Latina —pese a las diferencias históricas y culturales— por la percepción del desempeño institucional, aunque sí existe cierta especificidad en las expectativas que tienen acerca del origen y funcionamiento de cada una de ellas (Del Tronco, 2011).

 

Epílogo: Los resultados a la luz de la literatura especializada

A principios de los años noventa, el gobierno mexicano —en ese entonces encabezado por Carlos Salinas de Gortari— motivó la promulgación de leyes que establecían serias barreras al levantamiento de encuestas de opinión pública, fundamentalmente a las que tenían lugar durante los períodos electorales. Nada que se pareciera a una amenaza a la estabilidad del régimen, en buena medida expresada en el desencanto popular que alcanzó su cénit durante la elección presidencial de 1988, podía tener lugar en el México de ese entonces (Basáñez, 1990).

Afortunadamente, a partir de mediados de dicha década las encuestas de opinión pública adquirieron mayor frecuencia, autonomía y pertinencia. La Encuesta Nacional de Cultura Política, fuente de datos con la que se ha trabajado en este artículo, es uno de los resultados de esa situación.

Los trabajos realizados a lo largo de los años 2000 —ya iniciada la alternancia— muestran algunas tendencias interesantes que es necesario recuperar: a) los mexicanos presentan niveles significativos de valoración normativa del régimen democrático: seis de cada 10 mexicanos consideran que es el mejor régimen de gobierno, y tres de cada cuatro creen que vivir en democracia es bueno o muy bueno (Moreno, 2008); b) la satisfacción con la democracia entre los mexicanos es muy baja. Pese a un leve aumento en el período 2000-2003, en promedio sólo uno de cada cuatro está satisfecho con el funcionamiento de la democracia, lo que ha sugerido que los mexicanos pudieran ser caracterizados como "demócratas insatisfechos"; c) los mexicanos mantienen cierto nivel de escepticismo frente a las instituciones representativas, especialmente los partidos políticos y en menor medida los diputados. En ese sentido, los niveles de confianza han disminuido desde 2001 de manera progresiva, hecho que ha desembocado también en el crecimiento del abstencionismo, especial ¿y paradójicamente? en los sectores mejor educados, con bajos niveles de identificación partidista (Temkin,Salazar y Ramírez: 2003). La única excepción — ya evidenciada en el docu mento para el resto de América Latina— es la confianza en el jefe de gobierno. Para algunos autores, la desconfianza institucional como resultado del bajo desempeño de partidos y parlamentos conduce a la personalización de los procesos políticos (García Clark, 2003), mientras que para otros es más bien el resultado de esquemas culturales previos, vinculados al caudillismo (Torcal, 2001). Aquí nos postulamos partidarios de la primera corriente, pero en cualquier caso, la relación entre ambos fenómenos —como se sugiere en las conclusiones finales— parece cada vez más evidente.

Estos resultados evidencian que la situación en México no difiere de la del resto de América Latina (Del Tronco, 2011), independientemente de la fuente de datos utilizada para realizar el análisis, si bien las consecuencias de estos patrones, dado el contexto sociopolítico mexicano, resultan más preocupantes (Morris, 2011). Esto refuerza la validez del análisis y, especialmente, de la propuesta teórica sostenida por esta investigación. Si el contexto y los valores importan (especialmente las simpatías partidistas), la capacidad de los ciudadanos para evaluar el desempeño de sus representantes importan bastante más.

 

Anexo

 

Bibliografía

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Notas

1La concepción tradicional de legitimidad deriva de Weber, y refiere a las actitudes de aquiescencia de parte de los ciudadanos a un determinado tipo de dominación política. En este caso, y derivado de allí, la legitimidad implica asimismo una valoración positiva; es decir, la dimensión normativa (de lo que "debe ser" un régimen político) está presente en su definición. Es lo que Easton denominó "apoyo político difuso" (1975), porque no está condicionado al desempeño de las instituciones políticas.

2 La satisfacción refleja una actitud de tipo cognitivo, que es expresión ya no de una dimensión normativa sino del nivel de bienestar asociado al funcionamiento de un determinado tipo de régimen o gobierno. (Enciclopedia Blackwell, disponible en línea en el siguiente vínculo: "http://www.blackwellreference.com/public/tocnode?id=g9781405131995_chunk_g978140513199521_ss55-1)

3 La cultura política de tipo parroquial, para Almond y Verba, es aquella en la cual el individuo no percibe al sistema político como algo diferenciado. Por su parte, los individuos impregnados de una cultura de tipo subdito ven al sistema político como una fuente potencial de beneficios personales pero no se ven a sí mismos como sujetos activos, capaces de influir políticamente en el sistema. Finalmente, la cultura participante es aquella en la cual el individuo se percibe diferenciado del sistema y concibe a ambos como portadores de derechos y obligaciones. En la cultura participante, los individuos son, a diferencia de las anteriores, sujetos activos en la promoción de sus objetivos y sus derechos. Almond y Verba señalaron que la "cultura cívica" siempre es mixta, ya que si bien predomina el tipo de cultura participante, la cultura parroquial y súbdito siempre están presentes (citado en Durand Ponte, 2005).

4 Hasta la reforma de 1977, la presencia de partidos de oposición era prácticamente testimonial. Al ser una atribución exclusiva de la Secretaría de Gobernación el otorgamiento del registro a los partidos políticos, las barreras de entrada —requisitos legales— dejaban al sistema político virtualmente cerrado a nuevos partidos. De los pocos partidos registrados, sólo el pan podía ser considerado de oposición (Córdova, 2009: 4).

5 Estos resultados son consistentes con los del estudio Cultura política de la democracia en México, en el cual puede verse que los mexicanos tienen mayoritariamente un concepto normativo de la democracia, al asociarla con un proceso de gobierno y con determinados valores como la libertad de expresión. En dicho estudio, a su vez, se muestra que el concepto normativo aumenta respecto de otro tipo de conceptos (vacío, utilitario y negativo) con el "tamaño de la localidad", el "nivel educativo", el "nivel de ingreso" y la "juventud". Todas estas características se asocian a un perfil prodemocrático entre los ciudadanos mexicanos (LAPOP, 2006: 30-32).

 

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José del Tronco

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