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Perfiles latinoamericanos

versión impresa ISSN 0188-7653

Perf. latinoam. vol.20 no.40 México jul./dic. 2012

 

Artículo

 

La democracia secuestrada. Actores sociales y representatividad en México

 

Social Actors, Political Representation and Democracy in Mexico

 

Henio Millán Valenzuela*

 

* Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Iberoamericana. Profesor investigador de El Colegio Mexiquense.

 

Recibido el 21 de enero de 2012
Aceptado el 7 de mayo de 2012

 

Resumen

Escasa representatividad y modernidad son dos causales del abstencionismo y del nivel de apoyo que los mexicanos suministran a la forma en que se ejerce democracia. Ambos dan origen a dos conflictos. El primero es el más importante y manifiesta un reclamo generalizado, pero diferenciado, hacia la clase política por mayor representación. El segundo conflicto refleja una pugna entre actores sociales por el proceso de modernización mexicano. Así, la pugna por la representatividad oculta una lucha para que la élite política abra el Estado para que esos conflictos se expresen y se diriman. La metodología utilizada consiste en ecuaciones logísticas nutridas con una encuesta levantada quince días después de la última elección federal.

Palabras clave: democracia, representatividad, abstencionismo, actores sociales, modernización, México.

 

Abstract

Low representativeness and modernity explain electoral abstention as well as the level of support Mexicans give to democracy. I argue that both raise two conflicts. The first one is the most important and reflects a generalized, but differentiated, claim on the part of citizens for better representation. The second one points to disagreements regarding the Mexican modernization process. Therefore, behind the struggle for representation in Mexico lies the demand for more openness from the State in order for these conflicts to be expressed. These arguments are supported by a quantitative analysis comprising logistic equations and a survey conducted fifteen days after the federal election of 2006.

Key words: democracy, representation, abstentionism, social actors, modernization, Mexico.

 

Introducción

El abstencionismo es uno de los fenómenos que nos sorprenden cada vez que inspeccionamos las cifras electorales. En el caso de México, esa sorpresa es mayor porque la participación electoral ha mantenido una tendencia decreciente, que parece ajena o indiferente a la forma que asume el régimen (autoritario o democrático) y, sobre todo, porque se produce después del triunfo de una larga lucha histórica orientada al sufragio efectivo y a la limpieza electoral, que fueron identificados como la esencia misma de la democracia. Esta identificación fue forjada históricamente, porque en el pasado autoritario aquella encontró en la falta de respeto al voto libre y efectivo uno de sus principales obstáculos; el fraude siempre fue un expediente disponible para garantizar la continuidad del régimen y la hegemonía de un partido político. Por eso los aspectos medulares que condujeron a ese logro se centraron en la esfera comicial: incorporación de partidos proscritos a la contienda; financiamiento preponderantemente público; traslado del arbitraje de las disputas al Poder Judicial, lejos de la mano del Ejecutivo; ciudadanización de los órganos encargados de organizar elecciones y de garantizar su efectividad y limpieza, etc.

Si la lucha histórica por instaurar un régimen democrático ha sido larga, a veces cruenta y, sobre todo, orientada a —e identificada con— la efectividad del sufragio y la limpieza comicial, ¿por qué los ciudadanos se retiran tan tempranamente de las urnas, una vez que las instituciones federales han logrado garantizar esos atributos, y después de que la sociedad mexicana ha pagado altos costos —de toda índole— para lograrlos?

Gráfica 1

La pregunta es relevante, porque un comportamiento electoral de esta naturaleza puede marcar negativamente la calidad de la democracia mexicana, en la medida en que constituye un aliciente para que ésta se estanque en la esfera electoral e interrumpa su avance hacia un funcionamiento institucional estable y orientado a las libertades y la igualdad de la ciudadanos (Morlino, 2005), así como hacia el control sobre sus representantes (Schmitter, 2005). En segundo lugar, porque sin esa democratización del Estado es muy probable que la élite política permanezca indefinidamente desvinculada de los ciudadanos.

Salazar y Temkin (2007) encontraron que el abstencionismo en las elecciones de 2003 era un síntoma de la desconfianza ciudadana en las instituciones, en virtud de que en esos comicios se registró un cambio de signo en la relación usualmente directa entre educación y participación electoral, que postula la teoría de los recursos (Verba y Nie, 1972). Su sólido análisis apunta en la dirección correcta: no sólo se aleja de la tentación de atribuir ese comportamiento electoral al beneplácito de los electores con el sistema político, como llegaron a sugerir algunos enfoques (Jones, 1952), sino que descubre en él un síntoma de descontento con las instituciones que, en los hechos, definen la operación de la democracia.

Sin embargo, el análisis debe ser complementado. Por un lado, porque no permite distinguir si esa insatisfacción es con la democracia o con la forma en que es operada y alimentada por la clase política mexicana. La mayoría de las instituciones evaluadas por los autores son herencia del pasado autoritario y no propiamente de la democracia. En esta medida, no es posible dilucidar si la abstención manifiesta un descontento con este régimen o con aquel legado que, como han demostrado Davis y Coleman (1983), ya se registraba antes de la transición. Tampoco nos habilita para saber qué se le reprocha a la democracia: ¿que no se haya desprendido de dicho legado ("la democracia cambia poco o nada las cosas")?, ¿o su irrupción ha generado un nuevo tipo de descontento?

El objetivo de las líneas que siguen es responder a estas preguntas. Más específicamente: por una parte, me propongo encontrar una explicación al abstencionismo en un contexto democrático que —como el mexicano — simboliza el logro histórico de muchas generaciones, incluida la que actualmente la vive, la goza y la padece; por la otra, busco determinar si tal contexto puede ser asumido como un factor de descontento, no con la democracia, sino con la forma en que es ejercida por la clase política que la opera; me propongo, por último, desentrañar cuáles son los principales reproches que le dirigen los actores sociales.

La hipótesis central es que el abstencionismo en el contexto mexicano es una protesta contra la forma en que se ha instrumentado la democracia, porque ha sido secuestrada por la élite política, en el sentido de que este grupo ha cerrado los conductos de representación ciudadana y, al hacerlo, ha estrechado el espacio estatal como instancia para dirimir los conflictos de la propia sociedad.

La metodología que utilizo es una combinación de "tipos ideales" — para cada grupo de actores — y de estimación de ecuaciones logísticas, que usan la dicotomía abstención-voto como variable dependiente y un indicador de representatividad y/o de modernidad como independiente. Ello permite detectar la existencia y el sentido de la causalidad, y también la probabilidad de abstenerse por uno u otro motivo. Los cálculos se nutren con la base de datos de una encuesta financiada por el Instituto Federal Electoral (ife) y el Conacyt, diseñada por investigadores de la Universidad Autónoma de Querétaro y que derivó en un reporte de investigación, publicado por aquella institución (Ávila, Fernández, Millán y Morales, 2010). Este contiene todo el cuestionario y la base de datos completa. La encuesta fue aplicada a 1 200 personas, quince días después de la elección federal de 2009, de forma domiciliaria y en todo el territorio nacional, por la empresa ISA. El margen de error es de 5% a dos colas; es decir, de ± 2.5%. En una segunda etapa, se estiman las ecuaciones logísticas para combinaciones de tipos ideales, a efecto de determinar si su propensión al abstencionismo revela conflicto entre los actores sociales.

El principal hallazgo de la investigación es que detrás del abstencionismo se esconden dos tipos de conflictos: el primero unifica a los actores sociales en contra de la escasa representatividad de la élite política, en la medida en que todos ellos se sienten mal representados por ella. El segundo denuncia una pugna entre actores en torno a la modernidad y modernización del país. Para los modernos, la democracia debe coadyuvar a vincular el esfuerzo con el bienestar personal, en desmedro de prácticas premodernas, sustentadas en el privilegio y la extracción de rentas; para los demás, la defensa de esas prerrogativas. Sin embargo, aquellos actores están dispuestos a moderar su propensión a abstenerse, en virtud de que para ellos el voto, además de cumplir su función de representatividad, atiende a los otros dos objetivos clásicos: generar legitimidad y producir gobierno. Para los premodernos, la democracia es representatividad o simplemente no es.

La primera sección de este artículo se dedica a presentar a los actores y las variables operativas que los identifican; la segunda, a describir el modelo que genera las principales estimaciones que vinculan la abstención con la representatividad y la modernidad, mientras que la tercera aborda la representatividad de la élite política, según la perciben los ciudadanos y su influencia en la abstención, tanto en términos generales como por tipo de actor. En la cuarta, se examina el grado de modernidad como factor de incidencia en la decisión de votar, así como la pugna entre actores por motivos de modernización. Por último, incluye se incluye una sección de conclusiones.

 

Actores sociales: características y variables de identificación

Es posible definir a los actores sociales de distintas maneras: por su posición en la distribución del poder; por su relación con los medios de producción (clase); por su papel en las transiciones hacia la democracia (duro, reformador y moderado). Sin embargo, he escogido una manera distinta y poco explorada hasta ahora: el grado de modernidad.

Pero la principal razón para escoger el grado de modernidad1 como criterio taxonómico, estriba en que se puede hacer una lectura de la historia mexicana en la que la lucha por instalar la democracia y, en general, un modelo cívico similar al de los países occidentales, siempre ha encarado un dilema entre este régimen y la gobernabilidad (Escalante, 1993; Guerra, 1980). Tal encrucijada oculta fuerzas propulsoras del —y antagónicas al— proyecto de modernidad y, a menudo, al proceso de modernización. La balanza siempre se ha inclinado hacia la salvaguarda de la gobernabilidad, porque así lo exigían las necesidades de constituir un Estado fuerte y centrado en el Ejecutivo, pero que sólo fue posible mediante una combinación de legalidad y de discrecionalidad personal, a fin de mantener el equilibrio entre actores modernos y premodernos.

La democracia mexicana que hoy nos gobierna se debate todavía entre esos dilemas y pugnas. Sin embargo, hay dos novedades: a) la aparición de un nuevo actor: el posmoderno; y b) el dilema no se ha resuelto mediante el sacrificio de la democracia, sino de la gobernabilidad. Para nuestros propósitos, el primero es el que interesa, porque cuando este nuevo protagonista despliega actitudes políticas, éstas tienden a coincidir con los movimientos premodernos, aunque sea producto del proceso de modernización y del proyecto de la modernidad, como ya se quejaba Habermas (1981:28) al referirse a las democracias occidentales más avanzadas.

En resumen, identificamos cinco grandes grupos de actores: el moderno, el posmoderno y el premoderno; a este último lo hemos dividido en dos categorías: el tradicional, cercano a núcleos indígenas y campesinos; y el rentista, ubicado en núcleos sindicales, empresariales, políticos y, en general, en aquellos que han explotado ciertos privilegios mono u oligopólicos mediante relaciones personales. Por último, encontramos el mixto, que comparte varias características con los grupos anteriores. Aunque son g preponderantemente modernos, sus integrantes muestra una inclinación a ponderar ciertas actitudes propias de los otros actores a la hora de gestionar el éxito personal; por tal razón, se muestran más tolerantes hacia § las formas de los otros que los modernos. Se los incluye bajo el ambiguo 5 término de "mixtos" porque su tipificación precisa incurriría en una injusticia metodológica.

La descripción de cada uno de los tipos —a excepción de los mixtos — se presenta a continuación.

 

El premoderno tradicional

Asume su condición como una fatalidad: no existen los mecanismos que le permitan imaginar otra vida que la que se vive: pobres y ricos permanecen en la situación en que nacieron, porque simplemente la movilidad no forma parte de la dinámica social. Cualquier trabajo es inútil, porque el esfuerzo es estéril para provocar mejoras en el bienestar que no provengan de la suerte o que no estén atadas a las de la colectividad. Es ésta la que construye a los seres humanos como entidades culturales, porque suministra la protección frente a un escenario en permanente vulnerabilidad: la suerte determina el volumen de la cosecha o que el ganado no se muera de sed o hambre, para no mencionar los efectos de los desastres de la naturaleza. Supervivencia es el nombre del juego; y ella demanda protección de la comunidad y una acentuada aversión al riesgo. Por tal razón, el trabajo adquiere una connotación simbólica y distinta a la instrumental: es esencialmente una de las tantas partes que conforman una economía consuntiva, ajena al lucro, y en la que los intercambios están orientados a la conservación de la unidad y cohesión del grupo, porque de ambas depende la protección frente a choques adversos y a riesgos incontrolables. Los individuos se funden en la comunidad y no hay vestigio de división entre lo público y lo privado.

La identificación entre origen y destino pone de relieve la inmovilidad social. Para operativizar este aspecto se han escogido dos variables como factor de éxito: la cuna y la suerte. Si se es afortunado, ésta inclina la balanza hacia el nacimiento en una familia con una condición económica y social acomodada; si no es así, hacia una donde priva la penuria y la posición en la escala social es baja. Pero también la suerte opera como una aproximación de la vulnerabilidad social: cuando sopla favorablemente, aumentan las cosechas, el ganado se reproduce y la naturaleza no se ensaña contra el grupo social; cuando es así, la supervivencia puede verse en peligro. Por tanto, la cuna y la suerte constituyen los dos componentes que dibujan este tipo ideal. Estos dos atributos han sido escogidos para elegir a los encuestados que encajan en él, cuando se les pregunta cuáles son los determinantes más importantes del éxito personal.

 

El premoderno rentista

Este tipo comparte con el anterior el papel central del privilegio, la importancia de las relaciones personales como eje de los intercambios sociales, y la sumisión a un colectivo, que toma la forma de una estructura de redes sociales. Se diferencia en que la movilidad individual es posible, gracias a que el privilegio se convierte en una fuente de rentas desvinculadas de la productividad y muy asociadas a la exclusión de otros grupos sociales: si es posible ingresar en las redes sociales mediante el aprovechamiento de las relaciones personales, se tendrá acceso a una porción de las rentas generadas y, por esta vía, a una mejora en la posición económica y social de partida.

Por lo tanto, el ámbito donde este tipo de premodernidad se desenvuelve demanda dos condiciones: el aprovechamiento del privilegio para suscitar la generación de rentas, y la inclusión en una red social, para distribuirlas. Ambas dimensiones pueden derivar de una situación original, en la medida en que una cuna afortunada no sólo suministra directamente las actividades monopólicas o cuasimonopólicas en las que encarna el privilegio, sino también el conjunto de relaciones sociales que permiten acceder a esas ventajas exclusivas. Por tal razón, comparte con el premoderno tradicional la importancia de la cuna en el destino individual.

Sin embargo, la inclusión en las redes que medran por medio del privilegio, aunque suele estar reservada a los grupos originales, no está del todo vedada a otros miembros externos: bajo ciertas y variadas circunstancias, puede ser ampliada a individuos que, provenientes de otros círculos y condiciones sociales más depauperados, representan algún tipo de utilidad para los integrantes de la red. Y por "utilidad" debe entenderse una gama amplia de acepciones, que va desde la simple amistad hasta la connivencia para desmantelar cualquier tipo de cuestionamiento sobre la legitimidad del privilegio. Por ello, no es extraño observar a personajes que a través de amistades con los privilegiados, pudieron ascender económica y socialmente; o a líderes sociales, capaces de intermediar entre las comunidades más pobres y el poder político, hasta formar parte de él; o a políticos que, mediante sus contactos con la élite económica, devienen empresarios usando el intercambio de favores para configurar y expandir su capital original.

Cualquiera de estas formas conduce a la configuración de vínculos personales, tejidos por acuerdos tácitos que rigen el intercambio de favores y la fidelidad entre los agentes. En este sentido, la solidaridad mecánica de la comunidad es transformada en capital social, en el sentido de Bourdieu (1983): un conjunto de relaciones sociales que pueden usarse para el escalamiento económico y social. Sin embargo, el componente más común es que el beneficiario acusa capacidades para proteger los privilegios y para expandir en el largo plazo el monto de las rentas. De esta forma, el premoderno rentista opera de la misma forma que un individuo moderno, al imitar sus intenciones maximizadoras; pero éstas apuntan hacia la obtención de rentas y no hacia ganancias, que derivan directamente de la actividad productiva. Por tanto, sólo pueden provenir de una extracción que carga las utilidades, el salario o el excedente del consumidor.

Por las razones anteriores, las variables operativas que dan cuenta del tipo premoderno rentista son la cuna y un concepto amplio, que resumimos con el término "amistades", para denotar la inclusión en una red determinada.

 

El moderno

Funda su existencia en el individuo y no en una figura colectiva. Las teorías del contrato social, desde Hobbes hasta Rousseau, lo ubican en el origen de la sociedad, como una forma de superar un "estado de la naturaleza", en el que la ausencia de un poder político se traduce en individuos atomizados y sin relaciones sociales significativas. Sus características fundamentales son, por ello, el individualismo y la racionalidad. Ambos aspectos conducen a la constitución de un poder configurado por un pacto social, que se traduce en el respeto a las leyes e instituciones, garantizados por un Estado fuerte, porque este marco regulatorio facilita la promoción del autointerés: tercera característica.

La cuarta es el liberalismo: el Estado, ya sea autoritario o democrático, está diseñado para servir al interés individual o, mejor dicho, para conformar y hacer respetar un marco institucional que facilite la libre iniciativa individual, sin que ésta derive en una competencia que transgreda las libertades y derechos de las personas. Su intervención debe ser reducida al mínimo y constreñirse al ámbito estrictamente público.

Con la modernización, asociada a la aparición del Estado moderno y al surgimiento del capitalismo, las esferas públicas y privadas dejan de confundirse y son separadas en espacios legalmente distinguibles. La persona se desdobla en dos instancias: el ciudadano, que participa en el ámbito público; y el individuo, dedicado al privado, donde se despliegan dos tipos de actividades: las familiares y las productivas. La condición liberal impone que éste último espacio no debe ser rebasado por la injerencia estatal. Por ello, el bienestar está asociado única y exclusivamente al esfuerzo personal. Este constituye el expediente más eficaz para labrar y controlar su propio destino y, al mismo tiempo, el único elemento que debe regir la diferenciación social. Estos procesos avanzan el proyecto de la modernidad.

No obstante, la construcción del propio destino mediante el esfuerzo partía de una premisa que distaba de verificarse en el campo histórico: la igualdad original. En términos ideales, el liberalismo postulaba que todos los hombres son no sólo jurídicamente iguales, sino también dotados de las mismas capacidades, en virtud de que la razón se repartía de forma equitativa. Así la igualdad ante la ley y el reparto relativamente parejo de las capacidades sólo podían desembocar en una igualdad de oportunidades. Su aprovechamiento dependía solamente del despliegue del esfuerzo personal. Por tanto, la diferenciación de estas energías se constituía en el único sustento legítimo de la desigualdad social. Pero en los hechos, existían otras fuentes de inequidad, como las herencias, el acceso a la educación y a la salud, que marcaban trayectorias biográficas muy disímiles, precisamente porque la igualdad de capacidades no se veía correspondida con la de oportunidades. Es entonces cuando el Estado de bienestar, bajo cualquiera de sus modalidades (Esping-Andersen, 1990), rompe con el paradigma clásico liberal para equiparar de forma permanente las oportunidades.

Pero también bajo este paradigma se sostiene la importancia del esfuerzo como divisa de autorrealización individual: "enseñar a pescar" es prioridad frente a la dádiva del pescado, porque empareja oportunidades para que los individuos pueden valerse por sí mismo, después del apoyo temporal del Estado. Cualquier otro camino distinto conduce a una injerencia más cercana al populismo que al Estado del bienestar, figura tan moderna como su adversario liberal.

En resumen, la cultura del esfuerzo como expediente para apropiarse del propio destino y para determinar las condiciones individuales de vida, prevalece en las dos figuras más connotadas del Estado: el liberal y el de bienestar. Por ello, el liberalismo no es una condición de la modernidad.

 Como tampoco la democracia lo es de la modernización. Este tipo de régimen es el que mejor cuadra con las aspiraciones de los actores modernos, porque representa la mejor vía para controlar un poder político que, andando el tiempo, puede impulsar derechos de propiedad que estimulen la extracción de rentas (North, 1984). La consecuencia no puede ser sino que una parte del esfuerzo productivo no se traduzca en bienestar individual. Por tal razón, la democracia es vista como una forma de controlar el poder y de sujetarlo a leyes emanadas de los representantes de los propios ciudadanos. Sin embargo, el Estado autoritario —por el ejemplo, el Estado absoluto— puede ser aceptado por los actores modernos, cuando se trata de desplegar la batalla contra actores premodernos con suficiente fuerza para defender sus privilegios y rentas derivadas de la jerarquía. El cálculo es evidente: las rentas que finalmente puede extraer un Estado autoritario son menores que las derivadas de estratos que gozan desde antaño de ciertas prerrogativas por el lugar que consuetudinariamente les ha venido concediendo la tradición. En este escenario, los actores estarían dispuestos a apoyar Estados autoritarios con perfil democratizador y a posponer sus filiaciones democráticas, esenciales para el proyecto de la modernidad, pero no necesariamente para el proceso modernizador.

Nos parece que todas las características, incluso las circunstanciales, se funden en la defensa de los mecanismos que permiten traducir la mayor cantidad de esfuerzo en bienestar individual. En la medida en que éste suele ser el termómetro del éxito, podemos asociarlo con el esfuerzo, construido con dos variables emblemáticas: el trabajo y el estudio. Ambas han sido concebidas para prosperar; la primera mediante un aumento del producto; la segunda, de la productividad: la combinación clásica entre dotación y eficiencia de factores de las funciones típicas de producción. En este sentido, las dos variables dan cuenta de la simpatía de estos actores por la modernización. Pero también de su inclinación subjetiva hacia la modernidad: el esfuerzo no sólo debe ser motor de bienestar; al mismo tiempo es el arquitecto de la autonomía que los individuos necesitan para emanciparse y apropiarse de su propio destino. Ya no es necesario ceñirse a las reglas de la tradición ni depender de los demás para vivir bien. Ese bienestar obedece a lo que hacen o dejan de hacer los individuos.

 

El posmoderno

Es un actor que ha llamado crecientemente la atención en la sociología contemporánea. Los enfoques son muchos; pero algunos rasgos pueden ser subrayados porque recorren de forma permanente el amplio espectro literario. En primer lugar, resalta el hiperindividualismo, connotación que enfatiza no sólo el individualismo en un grado extremo, sino también y especialmente el relativismo ético, que amolda cualquier tipo de principio moral a la conveniencia e intereses del sujeto, con el propósito de legitimar todas las elecciones de vida personal y casi cualquier acción destinada a desprenderse fácilmente de situaciones que comprometan la libertad y la soberanía individual. En este sentido, la posmodernidad representa una acentuación de la modernidad

En segundo término, está la recuperación de la diversidad social y cultural, como una extensión de la legitimación de la variedad de biografías personales: si es válido que cada quién escoja la vida que quiere vivir, también lo es que los pueblos y las sociedades opten libremente por figuras asociativas y culturales que son afines a sus tradiciones y a sus propias identidades, y que éstas sean tan diversas y respetables como lo son las personalidades individuales. En consecuencia, el actor posmoderno se opone firmemente a los afanes uniformadores de la modernidad y tiende, por lo tanto, a identificarse con uno de los aspectos más importantes del premoderno tradicional: la defensa de la especificidad y particularidad.

Sin embargo, la característica más importante del actor posmoderno es la centralidad que en su vida y aspiraciones ocupa el hedonismo. Éste parece ser el impulso que organiza de manera más sentida y permanente sus acciones. Por ello, la cultura del esfuerzo pierde el valor que tenía en la modernidad: ningún sacrificio vale la pena, precisamente porque resta al presente la oportunidad para gozar de otras opciones y porque significa "una desutilidad", es decir, una insatisfacción, que difícilmente cubre cualquier remuneración, en contra de lo que postulaba el pensamiento neoclásico de la economía. Recordemos que para esta corriente los bienes y servicios provocan "utilidad" o satisfacción al consumidor; el trabajo, por el contrario, genera una desutilidad que sólo puede ser compensada con el salario. Para el posmoderno, esta relación se quiebra y no existe prácticamente un emolumento que pague la insatisfacción de trabajar. Por ello, el trabajo deja de ser un valor y sólo es atractivo cuando se despliega en actividades que uno haría aun sin un salario; es decir, en lo que le gusta. Por tal razón, la primera variable para construir este tipo ideal es "trabajar en lo que a uno le gusta" como determinante del éxito: quienes escogen y califican altamente esta opción, son candidatos para integrar el tipo posmoderno.

La otra dimensión de la cultura del esfuerzo es el estudio. También la hemos incorporado, porque para una buena parte de los posmodernos esta actividad no es una vía para elevar la eficiencia productiva, sino una ruta orientada al placer del conocimiento, que puede incluso redituar en labores placenteras como las académicas. Reorientado hacia el ego, el estudio conduce al conocimiento de sí mismo: una forma distinta de expresar el hiperindividualismo.

El trabajo por gusto, el estudio por el placer del conocimiento y el conocimiento de sí mismo son acciones que tienen en común el "crepúsculo del deber", para usar la frase afortunada de Lipovetsky (2002). Ninguna de ellas implica un compromiso de largo plazo (Sennett, 2000) y puede ser abandonada sin consecuencias graves para el futuro del individuo. Mientras el moderno se esfuerza para construir el futuro individual y familiar, para el postmoderno el futuro no existe —como llegó a postular la generación X— o no vale la pena sacrificarse por él; mientras el primero pretende controlar su destino, el posmoderno renuncia a esta tarea y se sume en el mundo de la incertidumbre, especialmente en sociedades como la mexicana, donde la renuncia al progreso no está correspondida con logros en el nivel de desarrollo, ni la despreocupación por el futuro con las garantías mínimas que suministra el Estado de bienestar. Por tal razón, reintroducimos la variable "suerte" como factor de éxito, de forma coincidente con el premoderno tradicional.

Para construir los tipos, se recurrió a la siguiente pregunta: Le voy a pedir que ordene los siguientes aspectos según el orden de importancia que tienen para el éxito de una persona según usted. Dígame primero aquél que considere más importante, luego el siguiente en importanda y así hasta el último (tarjeta P18)

A) De la suerte_

B) Del trabajo_

C) De las buenas amistades_

D) De la situación económica de la familia en que se nace_

E) Del estudio_

F) De hacer lo que a uno le gusta, aunque no se gane mucho dinero_

G) Del conocimiento de uno mismo__

Los que ordenaron en alguno de los primeros lugares las opciones B) y E, fueron catalogados como modernos; los que seleccionaron en esos espacios a A) y D), fueron inscritos en la categoría "premodernos tradicionales"; en cambio, los premodernos rentistas optaron por la combinación C) y D). En el caso de los premodernos, la selección demandó una combinación más amplia de respuestas: A), E), F) y G). Como se puede apreciar, la respuesta ausente en todos los tipos no modernos fue el trabajo como factor de éxito.

 

El modelo: relaciones, construcción de variables y resultados

En esta sección presentamos el modelo que guía las principales proposiciones de este trabajo. En esencia, consiste en un conjunto de relaciones entre la probabilidad de abstenerse o de votar, y en dos tipos de determinantes: la representatividad de la élite política, según la perciben los ciudadanos, y el grado de modernidad de los actores. El establecimiento de estos vínculos demandó construir las variables que dan cuenta de estos factores causales y, por último, estimar los parámetros que cuantifican la relación entre la variable dependiente y las explicativas.

 

El modelo

El modelo que hemos escogido consiste en estimar una ecuación logística multivariada que relaciona una variable dependiente dicotómica, "Y" (abstenerse o votar), con las dos variables explicativas que me interesan: la representatividad de la élite política (igr) y el grado de modernidad (gme):

Al estimar la ecuación logística, la anterior expresión se transforma en:

Donde P es la probabilidad de abstenerse; 1 - P, la probabilidad de votar; IGR, el índice global de representatividad; GME, el grado de modernidad; β0, β1 y β2, los parámetros de la nueva ecuación. Cuando β1 y/o β2 son significativos (< .05) puede postularse que existe una relación entre la variable independiente y la dependiente. Si además son positivos, esa relación indica que cuando aumenta la representatividad o el grado de modernidad, aumenta la probabilidad de abstenerse; pero si son negativos, la representatividad o el grado de modernidad abaten esa probabilidad.

De la ecuación (2) puede desprenderse la probabilidad de abstenerse o de votar:

Mediante operaciones algebraicas, obtenemos:

De esta forma, la probabilidad condicionada de abstenerse variará con los valores distintos de Z (igr, por ejemplo), dado un valor determinado de la otra variable X (gme, por ejemplo). En las secciones posteriores se explícita cómo fueron estimados estos índices. En caso de que el análisis multivariado arroje algún coeficiente no significativo (>0.05) y otro significativo, la ecuación (2) es estimada en forma univariada:

Donde C y c son las constantes. La probabilidad se estima, en este caso, de conformidad con estas ecuaciones y en forma incondicional.

 

Índices de representatividad y del grado de modernidad: construcción de las variables

Este apartado está dirigido a mostrar la forma en que se construyeron las variables independientes del modelo: el índice de representatividad de la élite política y el grado de modernidad. La construcción de ambas variables se realizó tanto para todos los encuestados como para cada grupo actoral en particular.

 

El Índice Global de Representatividad de autoridades electas y partidos políticos

Para determinar el grado de representatividad, preparamos tres indicadores: uno para autoridades y legisladores electos; otro, para partidos políticos; y un tercero, que combina ambos en un indicador global.

 

Representatividad de autoridades electas

El cuestionario inquiere al encuestado:¿qué tanto le interesa a (cada una de las autoridades electas) lo que usted piensa? Las respuestas son cerradas y se clasifican en "Totalmente", "Mucho", "Poco"; "Nada" y "No sabe". Cada una de ellas recibe una valoración, de conformidad con el siguiente procedimiento:

Donde VR es el valor de la respuesta z-ésima; L, es el lugar que ocupa la respuesta de mayor a menor, y n es el número de respuestas posibles. Como se puede observar, el rango de VR va de 0, que corresponde a "nada", hasta 10, que equivale a "totalmente".2 Entonces para cada autoridad j-ésima:

Donde IR es el índice de representatividad de la autoridad j-ésima; f las frecuencias o número de casos que asignaron la respuesta i-ésima a esa autoridad; VR, el valor de la respuesta z-ésima, y DP, los datos perdidos.

Por otro lado, el Índice General de Representatividad de las Autoridades (IGA) es un promedio simple de los índices:

Los resultados arrojan un promedio general de 2.7 (D.E: 2.7) y una media para cada una de las autoridades: municipales, 3.2; gobierno estatal, 3.1; diputados locales, 2.6; gobierno federal, 2.7; diputados federales, 2.4; 3 y senadores, 2.1.

En la medida en que el indicador registra una escala de cero a 10, los datos exhiben una representatividad muy baja de las autoridades electas, en la que ninguna alcanza el mínimo aprobatorio. También se aprecia que los gobiernos y legisladores locales superan a sus colegas federales, así como que los ejecutivos todavía permanecen más próximos a lo que la gente piensa que los miembros del Poder Legislativo.

 

Índice de representatividad de los partidos

En relación con los partidos políticos, la construcción del índice de representatividad se obtuvo mediante un promedio simple entre la valoración que, siguiendo el procedimiento descrito por las ecuaciones (4), (5) y (6), le otorgan los encuestados a dos preguntas: "¿Qué tanto los partidos representan a los ciudadanos?", y "¿qué tanto los partidos buscan el interés de la gente?".3 De esta forma, se obtuvo un promedio de 3.42 (D.E: 2.55), en una escala de 0 a 10. De esta forma, también en el caso de los partidos políticos los ciudadanos se sienten escasamente representados.

 

La representatividad conjunta de autoridades elegidas y partidos políticos

Si el divorcio con los gobernados es un hecho que cobija tanto a las autoridades como a los partidos políticos, se debe manifestar en un índice que recoja lo que ocurre con ambas instancias. Este índice lo hemos llamado "Índice Global de Representatividad":

Donde IGR es el índice global de representatividad que le otorga el encuestado i-ésimo a partidos y autoridades; j, son los rubros calificados, que incluyen tanto a autoridades como a partidos; VR, el valor de la respuesta que el i-ésimo encuestado le da a la autoridad o a las dimensiones relativas a los partidos: "buscan el interés de la gente" y "representan a los ciudadanos".

Así el índice global de representatividad para el conjunto de encuestados es:

Donde DP son los datos perdidos.

El resultado arroja un promedio de 2.88 (D.E: 2.2). Como ya anunciaban sus componentes, la representatividad conjunta de partidos y autoridades no sólo es baja, sino también reprobatoria, si recordamos que este indicador global oscila en una escala entre cero y diez.

Es este Índice Global de Representatividad el que será usado para estimar las ecuaciones logísticas que se presentan más adelante en el cuadro 2, tanto para todos los encuestados como para cada grupo de actores considerado aisladamente.

 

El grado de modernidad

Aunque los aspectos de la modernidad son variados, la racionalidad, el individualismo y la cultura del esfuerzo parecen ser sus rasgos más distintivos. Sin embargo, es este último aspecto el sustrato último que articula e imprime sentido a los dos anteriores: el esfuerzo se despliega para rendir frutos individuales, cuya maximización depende de actos racionales que adecuen fines a medios y que ubiquen a éstos ahí donde los beneficios son más redituables. Por tal razón, se ha construido un índice fincado en dos variables directamente relacionadas con el esfuerzo: el estudio y el trabajo como factor de éxito.

El instrumento lo aportó una pregunta de la encuesta mencionada, en la que se le pidió a los entrevistados que ordenaran, según su importancia, cuáles de estos factores eran más importantes para el éxito:4 la "suerte", el "trabajo", las "amistades", la "cuna", "hacer lo que uno le gusta" y el "conocimiento de sí mismo". En virtud de que cada uno puede, en determinadas circunstancias, contribuir al éxito personal, todas las respuestas recibieron una valoración, que fue transformada en una escala del 1.43 al 10 mediante la siguiente expresión:

Donde VR es el valor de la respuesta i-ésima; L, es el lugar que ocupa la respuesta de mayor a menor, y n es un factor fijo que se obtiene al dividir 10 entre el número de respuestas posibles (10/7 = 1.43). Una vez obtenidas, se estima el promedio simple que cada entrevistado le asignó exclusivamente al trabajo y al estudio:

Donde GME es el grado de modernidad fincado en el esfuerzo; t, trabajo; y E, estudio. Es claro que este indicador fluctúa entre 2.15 y 9.29. Como se puede apreciar, ese promedio implica la selección de sólo dos respuestas: la del trabajo y el estudio. De esta forma, una variable que habría sido ordinal si se hubieran escogido todas las respuestas, se convierte en una variable intervalo-razón. Por ello, el grado de modernidad se construye, a partir de la misma pregunta, de una forma distinta a la que rigió la conformación de los tipos ideales. Este último caso dio lugar a una variable categórica, mientras que en el primero se despliega como una variable a escala o intervalo- razón. Ello posibilitó la introducción del grado de modernidad como determinante de la abstención, de tal forma que las variaciones en ésta fueron simétricas a las ocurridas en el índice de modernidad; cuestión que no habría sido posible si se hubiera conservado como variable categórica.

El grado de modernidad, GME, expresado en la ecuación (10) será utilizado como variable explicativa para estimar las ecuaciones logísticas del cuadro 2, tanto para cada encuestado como para cada uno de los actores, considerados aisladamente.

El valor promedio de gme fue de 7.5, en una escala que —como he dicho— oscila entre 2.15 y 9.29. Tal valor representa 80.8% de su límite superior.

Por otro lado, aprovecho el grado de modernidad para avalar, por otros medios, la clasificación tipológica de los actores sociales. De esta forma, usé el método de estratificación de Dalenius5 para dividir esa variable en rangos de modernidad, en un eje que inicia en un nivel muy bajo y termina con uno muy alto:

Esta estratificación corrobora, por otros medios, la clasificación de nuestros actores, en la medida en que usa sólo una dimensión (la importancia del esfuerzo en el éxito), mientras la original se vale de otras relacionadas con la tipología presentada inicialmente. Si observamos, la tabla de contingencia avala la completa compatibilidad:

Como se puede apreciar, la mayoría de los actores modernos (91.2%) se ubica en los rangos de alta y muy alta modernidad, mientras los dos tipos de premodernos y los posmodernos se alojan en los dos primeros rangos —baja y muy baja modernidad—, con cifras que superan 86%. Ello corrobora la afinidad de posiciones en torno a esta dimensión que sostienen pre y posmodernos, base de sus alianzas en la esfera política. Los mixtos, por su parte, son esencialmente modernos (66.3%).

 

Resultados estimados del modelo

A continuación presentamos los resultados del modelo, tanto para el conjunto de ciudadanos entrevistados como para cada uno de los actores sociales, definidos en la tipología. El cuadro 2 se encarga de esta tarea. En él se refleja la estimación de la ecuaciones multivariadas y univariadas, consignadas en las ecuaciones (3), (3.1) y (3.2). La estimación general se efectuó sobre todos los entrevistados, mientras que la actoral se realizó de forma aislada para cada grupo, mediante la selección de los ciudadanos que respondían a su clasificación previa como actor moderno, premoderno tradicional, premoderno rentista, posmoderno o mixto.

Los "mensajes" más importantes para nuestros fines son los siguientes:

i. En la estimación general (conjunto de entrevistados), las variables que dan cuenta de la representatividad y del grado de modernidad resultaron significativas, tanto en el análisis multivariado como en el univariado.

ii. Los signos negativos de los parámetros confirman la relación inversa entre la probabilidad de abstenerse y la representatividad, por un lado, y el grado de modernidad, por el otro.

iii. Al nivel desagregado, el índice de representatividad es significativo para todos los actores sociales, a excepción de los premodernos tradicionales. En cambio, el grado de modernidad no tuvo la significación suficiente para ninguno de los actores considerados aisladamente.

A partir del cuadro 2, se obtienen las probabilidades de abstenerse por motivos de representatividad y de modernidad en los apartados correspondientes, tanto para el conjunto de la muestra como para cada uno de los actores y bloques de los mismos.

 

Actores sociales y élite política: la pugna por la representatividad

Esta sección se dirige a evaluar la influencia de la representatividad de las élites políticas en las decisiones que los ciudadanos toman a la hora de asistir a las urnas. Consta de dos grandes apartados. El primero examina el tema para el conjunto de electores, sin introducir distingo alguno entre o ellos. El segundo analiza el mismo tema a la luz de las eventuales diferencias entre los actores sociales. En ambos casos, se trata de interpretar la relación entre la abstención comicial y la representatividad.

La estimación de los indicadores de representatividad revela que, a pesar de que la élite política debería cumplir la función de agregar preferencias ciudadanas o de transformarlas en actos de gobierno, falla de forma notable en una y otra tareas. Esta debilidad emerge como una posible causa del abstencionismo. Antes de abordar esta relación, conviene preguntarnos por qué si el sistema democrático mexicano exhibe una baja representatividad, existe una porción considerable de los electores que acude a votar.

Una respuesta está en el ordenamiento de preferencias de los usos de la democracia. Entre sus múltiples funciones, la primordial es la gestación de un gobierno. Los ciudadanos ponderan por encima de todo la necesidad de una autoridad. Ése es uno de los principales mensajes de Hobbes y de todos aquellos que han resaltado que en las sociedades modernas, a diferencia de las tradicionales, la cohesión social no es automática ni, mucho menos, natural, sino que debe ser gestionada por el Estado. El segundo lugar lo puede ocupar la defensa de los procedimientos democráticos, si consideramos que la erección de un gobierno no exige quórum6 y, por tanto, unos cuantos pueden correr con los costos asociados a tal acto. Dicha defensa representa una modalidad del free rider en la que poco se ha reparado, a pesar de que Olson (1965) no dejó de enfatizarla: la consecución de un bien público puede obtenerse aun cuando se presente el problema del gorrón, si al menos uno de los integrantes de un grupo encuentra que es más beneficiosa la presencia de ese bien que el costo total de adquirirlo, incluso cuando los demás no contribuyan y sea imposible evitar que gocen del mismo. En el caso extremo, remoto y muy poco probable, de que ningún ciudadano común estuviera interesado o dispuesto a sufragar los costos de elegir autoridades, siempre existiría un núcleo que se ubicaría en la situación expuesta: los políticos. Bajo las reglas democráticas, seríancapaces de sacar adelante la elección y beneficiarse de ella, así como defender las instituciones que le dan sentido a su quehacer profesional.

En cualquiera de los dos escenarios, la representatividad debería ocupar un lugar secundario en una sociedad moderna, pero no en una premoderna, donde, por definición, la cohesión social está garantizada y los métodos democráticos resultan ajenos.

Otra explicación es la prevención de riesgos o males mayores: "Sacar al PRIde los Pinos" o "evitar un peligro para México", como afirman Aguilar Camín y Castañeda (2009), fueron divisas que apuntaban hacia esta dirección, más que a un proyecto nacional. En ambos casos, los candidatos no representaban el sentir ciudadano, sino temores y hartazgos. Sólo así la baja representatividad es compatible con la participación electoral.

 

La probabilidad de abstenerse por motivos de representatividad

Sin embargo, lo que me interesa es la relación entre abstencionismo y representatividad. Con este propósito, se estimó la probabilidad de abstenerse por motivos de representatividad, a partir de los resultados reportados en el cuadro 2 para el conjunto de entrevistados (renglón 1). Como se puede apreciar, la probabilidad de abstenerse electoralmente declina con el ascenso de la representatividad de las autoridades y partidos, así como de la global. Para determinar cuál es esa probabilidad, proseguimos con el procedimiento descrito en la ecuación (3). Los resultados los presentamos en la gráfica 2.

De la misma se extraen algunas conclusiones. En primer lugar, la probabilidad media de abstenerse por motivos de representatividad es de 39.6% para el conjunto de autoridades y partidos; 43.1%, para las primeras; y 36.6% para los segundos. Este promedio corresponde al valor medio que registraron los índices correspondientes. En segundo lugar, para todos los niveles de los índices, las autoridades provocan una probabilidad mayor de abstenerse que los partidos. En otras palabras: para un mismo grado de representatividad, es más probable que los electores se abstengan porque las autoridades electas no responden a sus necesidades o no consideran sus opiniones, a que lo hagan porque los partidos fallen al representar sus intereses. Una lectura análoga es que una misma probabilidad de abstenerse exige mayor nivel de representación de las autoridades que de los partidos. Si asumimos que la asistencia a las urnas es una de las formas más decisivas de apoyar la democracia o, correlativamente, de ejercerla, un respaldo a cualquiera de las dos posibilidades depende más de las autoridades electas que de los partidos. El hecho de que, a partir de niveles similares, aumente la distancia de probabilidades implica que, tras una crisis de representación, como las que suelen suceder en el tránsito de un régimen autoritario a uno democrático, los electores tienden a asignar inicialmente una responsabilidad similar a partidos y autoridades electas, a la hora de reconstruir la representatividad. Pero a medida que ésta avanza, esta misión recae crecientemente en los gobernantes y legisladores.

Esto es lo que ha sucedido en México. La hegemonía priista y, en general, el pacto social cardenista, se fincaron en un esquema de representación corporativo, que pudo sostenerse mientras predominaban los actores sociales premodernos y la sociedad y la economía exhibían una débil diversificación. Pero el proceso de industrialización y urbanización que inició en los años cuarenta amplió no sólo el espectro económico sino también el social. En concreto, se abultaron los estratos medios y nacieron así actores que, por su propia naturaleza, constituyeron una amenaza a largo plazo al viejo sistema político. En primer lugar, porque son sectores no corporativizables o de difícil corporativización; en segundo, porque su proclividad a la meritocracia los inclina contra las prácticas patrimonialistas y, en general, contra la asignación de encargos públicos fincada en relaciones personales; en tercer lugar, esa misma meritocracia los constituye en uno de los principales agentes de la modernidad y de la modernización y, por ello, en antagonistas de toda forma de actuación que desvincule el nivel de bienestar del esfuerzo personal; en cuarto término, porque con ellos nace la opinión pública en México, o al menos porque pasan a conformar su núcleo dinamizador, en un contexto en el que esa opinión desplazaba al apoyo de las masas como fuente de consenso y legitimidad. Y por último, porque con el surgimiento de las clases medias emerge por primera vez el individuo y el ciudadano, fundamentos de la democracia.

Todos estos elementos contribuyeron a desgastar el corporativismo y el presidencialismo metaconstitucional como bases del sistema político mexicano. Pero también ayudaron a impulsar la transición hacia la democracia y a dotar de legitimidad al modelo llamado neoliberal (Millán, 1998), cuando los estratos medios emprendieron, al lado de los empresarios, las críticas contra las administraciones de Luis Echeverría y José López Portillo, y a partir de ahí, contra el propio sistema político mexicano y el modelo de intervención estatal, que viabilizó la sustitución de importaciones.

Si el corporativismo — cuando aún estaba en auge — no ofrecía esquemas adecuados de representación para los actores modernos, éstos pugnaron por abrirse espacios en los partidos políticos y en autoridades democráticamente electas. Es esta pugna la que antecede, como modelo explicativo, a las reformas electorales que, según la mayoría de los analistas, condujeron a la democracia. Para echarla andar, apoyaron a los partidos en su tarea de modificar el régimen y ampliar su presencia en los gobiernos y legislativos locales y nacionales, en un afán de instituir nuevos canales de representación. Sin embargo, los datos anteriores nos dicen que tanto los partidos como las autoridades que emanaron de ellos, fallaron en la misión encomendada. Por tal razón, el abstencionismo no sólo no disminuyó sino que ha mostrado una tendencia a aumentar, en la medida en que la representatividad de ambos se ha detenido en los rangos más bajos.

Por lo demás, la creciente superioridad de las autoridades electas sobre los partidos políticos en la responsabilidad de la abstención, tiene una importante consecuencia para los objetivos de este texto: indica que el ejercicio legislativo y el de gobierno deben reflejar los intereses de la sociedad y que, cuando éstos se encuentran en pugna, están obligados a dirimirlos en un sentido o en otro. Si no cumplen estas funciones, los ciudadanos lo interpretan en un sentido inequívoco: el Estado se usa para promover los intereses de la propia clase política, y no para resolver los problemas que padece la sociedad, en lo general, y la de los actores sociales, en lo particular.

En tercer término, las pendientes declinantes de las curvas nos advierten que la probabilidad de abstenerse responde cada vez menos a variaciones en los tres índices de representatividad. En un contexto de baja representatividad, como el que registran los políticos mexicanos y las autoridades electas, el abstencionismo es altamente sensible a la forma en que éstos recogen y promueven las preferencias de los ciudadanos. En este sentido, puede ser interpretado como una forma de protesta, más que como simple indiferencia respecto al alejamiento de la élite política de los electores.

 

Los gestores del abstencionismo por motivos de representatividad

Una cosa es sentirse mal representado, y otra, traducir ese nivel de representatividad en abstención. Todos los actores reseñados anteriormente perciben que ni las autoridades electas ni los partidos los representan adecuadamente, si juzgamos por el igr, que, en promedio, registra cada uno de ellos: moderno, 2.88 (de: 2.2); premoderno rentista, 3.1 (de: 1.97); premoderno tradicional, 2.99 (de: 2.1); posmoderno, 2.8 (de: 2.1), y mixto, 2.7 (de: 2.1).

Sin embargo, esta debilidad no activa automáticamente la abstención: el cuadro 2 muestra que —con independencia de que la regresión logística sea estimada en forma uni o multivariada— los actores premodernos tradicionales no están influidos por la representatividad, a pesar de que presentan, junto con sus homólogos rentistas, los valores medios más altos del índice respectivo.

La información importante es que la relación general entre abstencionismo y representatividad se mantiene para el resto de los actores, aunque no tenga necesariamente que ser así. Para cada uno de ellos, los parámetros no sólo son significativos, sino que exhiben que la probabilidad de abstenerse se reduce a medida que aumenta la representatividad. El valor de la misma se presenta en el mismo cuadro.

En él se puede apreciar que las probabilidades medias7 más altas corresponden a los actores premodernos rentistas y a los posmodernos, cuyos valores superan notablemente el promedio general. Una posible explicación la encontramos en que, con el arribo de la democracia, el primer tipo de actor fue el que más resintió la quiebra del modelo de representación corporativa, ligado al Estado de la Revolución y al pacto social cardenista. Con el surgimiento del nuevo régimen, se acentuó la tendencia al azolvamiento de los canales que vinculaban al Estado con las organizaciones que encuadraban a estos agentes; dicha tendencia había comenzado con el proceso de modernización, la instalación del neoliberalismo y el desplazamiento de las masas por los individuos como fuente de legitimidad. La hegemonía del PRIpreparó y sembró el terreno para que el rentismo cosechara sus mejores frutos. Con ello, construyó y mantuvo en marcha un conjunto de mecanismos que engranaban armónicamente en la dinámica conjunta del Estado y esos núcleos sociales. Su funcionamiento dependía crucialmente de una élite política ad hoc, no sólo por su capacidad de intermediación entre ambos, sino también porque la operación de la maquinaria demandaba a menudo el soslayo de la ley y su reemplazo por criterios orientados a la gestión del privilegio y la excepcionalidad. De tal forma, la identificación entre los premodernos y la vieja élite política era un subproducto natural de esa práctica política. Cuando la modernización y la democracia la vuelven obsoleta, emerge una distancia entre la nueva élite política y los actores premodernos rentistas.

Los posmodernos suelen acompañar —como ya lo dije— a los premodernos en sus luchas. Buena parte de éstas son una reacción al intento del Estado de desmantelar el sistema de privilegios, independientemente del éxito o el fracaso de tal empresa. En este papel de comparsas, los posmodernos tienden a reproducir las simpatías y animadversiones que desarrollan los premodernos en sus pugnas políticas y sociales. Por ello, no es casual que registren una de las distancias más amplias —aproximada por el valor de la probabilidad de abstención— con las élites de la democracia. Tal alejamiento se agranda porque los políticos —viejos y nuevos— no entienden ni atienden las inquietudes de las nuevas generaciones, que son las que portan las banderas de la posmodernidad (Durán y Nieto, 2006). Especialmente las que involucran facilidades para el goce y la recreación individual, así como las asociadas a la expansión de los nuevos derechos, que también registran un alto componente ligado al hedonismo y a formas de vida dictadas por la soberanía individual.

Para los actores modernos, los procedimientos democráticos aportan los canales idóneos de representación. Por tanto, las probabilidades de abstenerse no reflejan —como en el caso de los premodernos rentistas— un rechazo a este régimen sino a la clase política que lo opera. Por tal razón, sus niveles son los más bajos del espectro social. Aunque el valor que asume el índice para este conglomerado no difiere sustancialmente del resto de actores, el nivel de la probabilidad sí es notoriamente inferior. El déficit puede ser interpretado simultáneamente como un apoyo moderno y un rechazo o indiferencia del resto de los agentes hacia la democracia. Por lo menos, así lo sugiere la gráfica 3.

Como se puede apreciar, en ausencia total de representatividad el conglomerado moderno exhibe una probabilidad de 70% de asistir a las urnas, mientras que el resto registra niveles de 50%. En el primer caso, se trata de apoyar una de las principales instituciones democráticas, así como de provocar la erección de gobiernos mediante el voto, con independencia de su capacidad de representación, en virtud de que —como lo he afirmado— sus preferencias ubican a la existencia de autoridades en primer término. En ello parece residir la diferencia entre las probabilidades cuando la representatividad es nula para todos los actores. En el segundo caso, la decisión de votar es prácticamente un "volado": un acto azaroso, equivalente al lanzamiento de una moneda, que a su vez es una buena aproximación a la indiferencia. En esta situación, la decisión puede ser inclinada hacia el voto con un incentivo adicional: la compra del sufragio con prebendas otorgadas en los días cercanos a los comicios, que —aunque sin poder demostrarlo— opera para los segmentos populares de la premodernidad. Por más pequeño que sea este estímulo, inclinará la balanza, siempre y cuando supere los costos asociados a la concurrencia a las urnas.

Esta exégesis encuadraría perfectamente con los datos, de no ser por lo que ocurre con los actores mixtos: a pesar de que éstos registran valores muy similares al núcleo moderno, la ausencia total de representatividad los ubica al lado de los otros actores. En este sentido, la interpretación del diferencial de probabilidades arroja dudas sobre si estos déficits pueden ser asumidos siempre como apoyo a la institución democrática más conspicua.

Proposición 1. Aunque todos actores sociales se sienten mal representados por la élite política, no todos traducen esta falla en abstención a la hora de votar. La gran mayoría lo hace por este motivo como una forma de protesta contra este grupo; pero las dosis se diferencian claramente en dos categorías: la de los modernos y la de los no modernos. Los primeros registran niveles más bajos de probabilidad de abstenerse, porque a pesar de su repudio a los políticos, perciben el sufragio como un apoyo a la democracia. Avalan este régimen, pero no a quienes lo administran y viven de él. Para los segundos, la democracia es representación o simplemente no es. Por tanto, la importancia de las reglas de acceso al poder está subordinada al desempeño de quien lo ejerce. En el mejor de los casos, ambos son indistinguibles. Esta actitud es herencia del pasado autoritario, en el que las fuentes de legitimidad no pasaban por las urnas (Millán, 1998), sino por otras vías, como el crecimiento económico, el nacionalismo, la política social y la unidad nacional, que distribuían sus frutos materiales y simbólicos mediante un esquema de representación particular: el corporativismo. Para estos grupos, la democracia carece de sentido si no provoca el surgimiento de una élite capaz de representar. Para los modernos, las instituciones democráticas tienen un valor intrínseco, en la medida en que abre la posibilidad de remover a sus miembros, a pesar de que tiendan a comportarse de forma similar al ensimismarse y alejarse de la dinámica ciudadana. Pero también —y quizás esto sea más importante—, para ellos la primacía de función electoral de producir gobierno legítimo frena su propensión de abstenerse por motivos de representatividad. Ello implica que ese valor trascendente también está salpicado por un sentido instrumental. El elemento común a ambos grupos sociales es que, bajo su forma actual, la escasa representación del sistema ha conducido a una democracia secuestrada: un régimen de los políticos, por los políticos y para los políticos. Si éste se sostiene, es gracias al apoyo de los modernos a la democracia, aun cuando comparta el repudio con el resto de actores.

 

La pugna entre actores y la democracia: la modernidad

El proceso de democratización ha sido acompañado por otro de envergadura similar en el ámbito de la modernidad, aun cuando sus ritmos no necesariamente estén sincronizados. Es en este ámbito donde se ha manifestado la principal fuente de conflicto entre los actores. ¿Hasta qué punto esta pugna se ha traducido en apegos y desapegos a la forma en que se ejerce la democracia en México, si los medimos —como lo hemos hecho— por la probabilidad de abstenerse?

 

La modernidad como factor de disputa

La pregunta se justifica porque el régimen autoritario prohijó un conjunto de prácticas premodernas en las que el bienestar individual dependía sobremanera de la red de relaciones personales y del privilegio. Para los actores pre-modernos rentistas, este esquema encajaba perfectamente en sus estrategias de ascenso económico y social; para los modernos, resultaba un obstáculo g para el mismo propósito, en la medida en que generaba una anomia que S desvincula el esfuerzo del bienestar personal. La crítica contra el Estado de la Revolución que emprendieron durante la administración de Echeverría y López Portillo, fungió, en el fondo, como la partera de dos siameses —la democracia y la modernidad— que, en sus expectativas, debían fundar un nuevo imperio: el de la meritocracia. Por tanto, su impulso estaba destinado a confrontar a los actores no modernos. Por tal razón, el grado de modernidad es una variable destinada a captar, aunque sea de manera parcial, el conflicto entre actores sociales y, por esta vía, su influencia en el abstencionismo como expresión de descontento contra la forma en que la democracia se ha instrumentado en México. En la medida en que tal conflicto exista, no es posible sostener la hipótesis de que el abstencionismo manifieste el beneplácito con el nuevo régimen mexicano si de manera simultánea coexiste con una escasa representatividad de la élite política. Por ello, su inclusión como determinante probable de la abstención se vuelve crucial.

Así, es razonable que el abstencionismo disminuya con el grado de modernidad. Para estimar esta relación, partí de los resultados de ecuación logística general multivariada (cuadro 2), que corroboran que la probabilidad de abstenerse disminuye con el grado de modernidad, como lo muestran el signo del parámetro correspondiente y la gráfica 4, que describe esta probabilidad.

Como se ha señalado, la sociedad mexicana es, en general, una sociedad moderna, en virtud de que la media de este atributo es de 7.5, en una escala que registra como máximo 9.29. Es decir, ese promedio representa 81% de ese pico de medición. Dicho de otra forma, los mexicanos se encuentran en el rango de modernidad alta, conforme a la clasificación expuesta anteriormente. Los datos corroboran otros estudios que apuntan en el mismo sentido, desde mediados de los años ochenta (Alduncin, 1986). La composición de los encuestados también lo confirma, según nos muestra el cuadro 3.

En segundo lugar —y esto es lo que importa para nuestro estudio—, a pesar de la relación positiva entre modernidad y participación electoral, aquélla no se ha traducido suficientemente en un apoyo decidido a la forma en que se ejerce la democracia en México, si se trae a consideración los altos niveles que, de acuerdo con la gráfica 4, todavía registra la probabilidad de abstenerse para grados altos y muy altos de modernidad. Lo que resulta sorprendente es la magnitud de la pendiente de la recta, que nos advierte que se necesitan grandes avances en la modernidad para que descienda un poco la probabilidad de abstenerse por este factor. Si la comparamos con la pendiente de la recta de representatividad, podemos observar que ésta es más inclinada: el abstencionismo refleja más el descontento con la clase política que el conflicto entre actores sociales.

¿Repercute este conflicto en el apego a la democracia mexicana? Para explorar la respuesta, recurrimos de nuevo al cuadro 2, que registra las estimaciones de las ecuaciones logísticas por tipo de actor. Como se observa tanto en el análisis uni como multivariado, en ninguno de los casos la relación entre abstención y modernidad resulta significativa, a pesar de que la ecuación general sí lo es en ambos casos. Para que un tipo de actor traduzca su grado de modernidad en abstención, es preciso la presencia de al menos otro actor.

El cuadro 4 muestra que sólo cuando los modernos se combinan con los rentistas y los premodernos, las relaciones entre abstencionismo y grado de modernidad resultan significativas. Son estas combinaciones las que provocan la relación general entre ambas variables y las que permiten traducir ésta última en una decisión sobre abstenerse o no. Las dos mezclas corroboran la hipótesis de conflicto entre los actores modernos, por una parte, y los pre y posmodernos, por la otra. Esto nos conduce a nuestra segunda proposición:

Proposición 2. El apoyo a la democracia mexicana, medido por la probabilidad de abstenerse, depende del grado de modernidad de los ciudadanos, de tal forma que aquélla decrece cuando éste último avanza. En el fondo, la relación de causalidad reposa en el conflicto entre los actores que impulsan la modernidad y quienes se oponen a ella. Entre estos últimos destacan los premodernos rentistas, que resisten ese impulso en aras de proteger los privilegios que les permiten obtener rentas desvinculadas de la productividad y del esfuerzo personal, y los actores postmodernos que, por las razones antes expuestas, tienden a aliarse con ellos. Esta alianza suele cobrar la forma de una oposición a las reformas estructurales, etiquetadas como "neoliberales", un membrete cada vez más ambiguo y que, por lo mismo, sirve como paraguas para aglutinar a movimientos muy heterogéneos, que sólo tienen en común su resistencia contra la modernización.

Por otro lado, las ecuaciones expresadas en las filas 5,6 y 7 nos advierten del papel de los actores mixtos. Sabemos que —por lo menos en términos empíricos— son fundamentalmente modernos; pero esta modernidad no es absoluta, sino que está matizada por otros componentes que son propios de otros actores. Este hecho los convertiría en candidatos ideales para mediar entre modernos y no modernos. Los resultados de esas regresiones así lo confirman: la relación entre abstencionismo y grado de modernidad no es significativa cuando este grupo se combina con cualquiera de los otros grupos: es un grupo que no exhibe conflicto con los demás —o por lo menos, no se expresa en abstencionismo—, a pesar de su alto grado de modernidad. Su carácter mixto le posibilita tender puentes entre todos los actores. Por tanto, su papel habría sido fundamental en la transición si su peso en la composición social hubiera sido mayor: más tersa y menos conflictiva. Pero sólo representan 8.5% del total de los ciudadanos (cuadro 3).

 

Modernidad y representatividad

Los argumentos anteriores nos confirman que, sin pretender agotar sus causas, el abstencionismo encierra dos tipos de conflictos: el que mantienen los actores con las élites políticas por su escasa representatividad, y el que libran entre sí, por motivos de modernidad. ¿Están relacionados entre sí o son dos pugnas independientes? Una hipótesis tendería a vincularlos de la siguiente manera: los actores se sienten poco representados porque, para unos, los políticos han emprendido reformas a favor de la modernización y del desmantelamiento de los privilegios (la reforma de pensiones del IMSS y del ISSSTE; la desaparición de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro, la Alianza para la Calidad Educativa, etc.), mientras que para otros las reformas se han detenido o han desembocado en leyes de compromiso, que no atienden el fondo de los problemas de modernización. Entre éstas, son notables la reforma energética, la laboral, la fiscal, por mencionar algunas. En este sentido, ninguno de ellos se siente lo suficientemente representado. Esta versión se somete a prueba mediante una regresión lineal simple, donde el Índice Global de Representatividad, que mide la representatividad conjunta de partidos y autoridades, es la variable dependiente, y el Grado de Modernidad, la explicativa. Los resultados se presentan en el cuadro 5.

Contra lo que podríamos esperar, la representatividad no está relacionada con el grado de modernidad;8 es decir, el conflicto entre los actores no influye en la representatividad. Es, en este sentido, independiente del que libran contra la clase política. Ésta aparece como un tercero en disputa, y no como un aliado de uno de los bandos.

Proposición 3. El conflicto entre actores es independiente del que éstos mantienen con la clase política. En su ensimismamiento, ella sólo se representa a sí misma. Este resultado es compatible con la universalmente escasa representatividad: la desvinculación con la ciudadanía es el síntoma de que esta élite no ha trasladado el conflicto entre los actores hacia el terreno propicio para dirimirlo: el Estado. Así, la primacía de la pugna contra la élite política sobre las tensiones entre los actores sociales, revela que esta clase ha invadido el Estado y que debe despejar el campo para que una nueva élite, con mayor capacidad de representación, libre las batallas actorales en el escenario estatal. Ello demanda, por supuesto, transitar de la democratización del régimen a la democratización del Estado, para que éste refleje la pugna por la hegemonía (Gramsci, 1975) entre actores sociales y no sólo la contienda entre las élites políticas. Esta segunda transición ha sido obstaculizada precisamente —y por las razones antes expuestas— por la élite política que acarreó la alternancia.

 

Conclusiones y reflexiones finales

Usada como aproximación del grado de apoyo a la forma en que se ejerce en México la democracia, la abstención refleja dos tipos de conflictos: el que los ciudadanos sostienen contra la élite política por su escasa representatividad, y el que mantienen los actores sociales entre sí, en torno al proyecto de modernización del país. En el fondo, el reclamo de representatividad es una batalla para que la actuación de los políticos profesionales refleje privilegiadamente la pugna de intereses de los actores, y no sólo sus intereses personales y partidarios, que deberían ocupar un lugar secundario. El primer conflicto es primordial, porque revela que el Estado ha sido ocupado por esa élite y, por esta vía, ha cerrado los canales para que se manifieste la pugna actoral en su seno.

Es en este sentido que se ha calificado a la mexicana como "democracia secuestrada". La definición más elemental de este régimen —la que moldea la visión social más generalizada— subraya tres proposiciones y un sustantivo: "de", "por" y "para" el pueblo. La baja representatividad conserva las primeras, pero sustituye el sujeto por el de "los políticos". Así, la larga prosecución de una democracia que funcione en favor de los ciudadanos, desemboca en una que es de los políticos, por los políticos y para los políticos.

Los mensajes que deja esta forma de percepción son varios y, creo, importantes. En primer lugar, el más obvio: la democracia mexicana ha servido para favorecer, fundamentalmente, a la élite política. En la medida en que sus intereses subordinen a los de los ciudadanos y, sobre todo, que no estén alineados con los de estos últimos, la democracia como vehículo para gestionar el bienestar social pierde una parte importante de su capacidad potencial para abonar a la consecución de este fin.

Se ha argumentado abundantemente que la democracia no está hecha para promover el desarrollo y, por este medio, el bienestar social. Tengo mis dudas. No creo que la entronización de esta forma de gobierno, armada por politólogos y científicos sociales, sea compartida por el ciudadano común. No quiero parecer trivial, y por tal razón recurro a opiniones más autorizadas que las mías: las del nuevo institucionalismo, que han demostrado las estrechas vinculaciones entre desarrollo económico y consolidación de la democracia, precisamente porque ésta última ha sido un expediente para desmontar la fuente de toda extracción de rentas: los privilegios.

Pero si esta contra-argumentación no es suficiente, tengo otra: el papel que el autoritarismo cumplió —por lo menos, en el imaginario ciudadano— en la gestación de las crisis económicas más recientes de México. Los colapsos económicos de 1976, 1982 y 1995 están asociados a la forma personal, autoritaria y poco democrática de ejercer el poder que desplegaron los gobernantes en turno. Achacar toda la responsabilidad a estos sucesos para invocar la lucha y el avance democrático que los siguieron, me parece un exceso; pero negarla, es una negligencia imperdonable.

En este sentido, una democracia para los políticos no cambia sustancialmente la lógica en la que se usa el poder en un régimen democrático como el que se práctica en México, a la hora de relacionarla con el bienestar. Ello no implica una añoranza por el viejo régimen. En primer lugar, porque los resultados que éste arrojó en este rubro, no fueron mejores que los actuales, por lo menos para las generaciones que están en posibilidades de comparar; y, en segundo, porque el viejo régimen autoritario estrecha las posibilidades suscitar un cambio hacia la democracia "que queremos".

¿Cuál es esa democracia? Depende de los actores: para todos ellos, una que represente; para los modernos, la que permita vincular el esfuerzo con el bienestar y, en consecuencia, una que genere un Estado que iguale oportunidades, desmonte privilegios y rentas, y obstaculice la iniciativa individual, salvo en aquellas zonas públicas donde se presentan las "fallas del mercado". Ésta es la visión liberal, que tiene una de sus mejores expresiones intelectuales en el texto de Elizondo (2011).

Para los no modernos, se trata de una democracia orientada hacia la expansión de los derechos, no sólo los individuales de última generación, sino también y particularmente los de índole social, empezando por la protección de los adquiridos durante el régimen de la Revolución. Aun a costa y riesgo de perpetuar la estructura de privilegios y rentas, sobre la cual se montó, y de incurrir en las consabidas fallas de Estado. Una democracia que, en el fondo, recupera la policy del viejo régimen, pero se desprende de su politics. Una expresión intelectual de este tipo de democracia se puede encontrar en Cordera et al. (2011).

La combinación del "de" y el "por" los políticos podría interesarle a los politólogos y científicos sociales. Aunque amerita una reflexión más detenida y profunda, la idea central es ésta: si lleváramos al extremo (al límite) el ejemplo de Olson que cito más arriba, dibujaríamos una imagen en la que la democracia mexicana se sostendría únicamente por la actividad de los políticos, sin el concurso de los ciudadanos.9 Recordemos que en este ejemplo, el problema del free rider puede resolverse en una situación en la que solamente una persona encuentre rentable proveer el bien público, aun cuando los demás decidan que es más conveniente no participar en su provisión. La condición es que ese individuo detecte que los beneficios de contar con el bien en cuestión sean mayores que los costos de suministrarlo con recursos propios. Su provisión está garantizada y la única función de la participación del resto es abatir el costo individual del interesado.

Ahora supongamos que ese bien público es la democracia. En principio, cumple con los requisitos de no exclusividad y no rivalidad que demanda el adjetivo. ¿Quiénes son los interesados en proveerla y cuáles son sus beneficios netos? En primer lugar, la élite política; en segundo, el "círculo rojo". Para conservar el ejemplo en el límite, me concentro sólo en la primera.

¿Qué beneficios ha acarreado esta democracia a la élite política mexicana? Varios, entre los cuales quisiera destacar dos: la desconcentración del poder y una mayor independencia individual para sus miembros, que aquellas que prevalecían durante el régimen priista. El efecto más conspicuo del arribo de la democracia ha sido el debilitamiento del poder del Ejecutivo y su desplazamiento hacia el Legislativo, los partidos y los gobiernos estatales, que lo ejercen fundamentalmente como jugadores de veto (veto players), lo que ha permitido que amplíen sustancialmente su poder de negociación y su capacidad para atraer recursos de todo tipo. Donde no hay democracia, la oposición encarnada en estas instancias no puede obtener ese beneficio. En otras palabras: la democracia ensanchó el espectro de actores políticos que pueden capitalizar esa capacidad de negociación y la robusteció, tanto para políticos de oposición como para aliados del gobierno en turno.

Ello también se ha reflejado en el plano individual. En el viejo régimen, las conductas individuales reprobables podían — y probablemente serían—castigadas, arbitrariamente, por una estructura vertical que tenía en su vértice superior al Ejecutivo federal. Por ejemplo, un escándalo público o un abandono del partido hegemónico, podían ser penalizados con la interrupción, temporal o definitiva, de una carrera política. Con la democracia, la probabilidad de que esto ocurra es notoriamente menor. Por ello, la independencia individual de la élite política era mucho más reducida. Con el advenimiento del nuevo régimen, la democracia aumentó la independencia individual de la élite política. En este sentido, ensanchó los canales y las posibilidades para que esos individuos que la integran promovieran más libremente sus propios intereses. Sin ser el único, éste un factor que explica el carácter de "secuestrada" que ostenta la democracia mexicana.

De esta forma, la desconcentración del poder aumenta los beneficios que para los políticos acarrea la democracia; la mayor independencia individual se traduce en una disminución de los costos de promover libremente sus intereses particulares. En su interés está, por lo tanto, proveer y sostener la democracia, aun cuando —en el límite— en ella no participen ni beneficie a los ciudadanos.

Aquí no termina la similitud con el ejemplo de Olson. Si, en los términos expuestos, los políticos son los principales promotores de la democracia y, en el límite, los ciudadanos no participan en su gestión, la proclividad a generar un "derecho de propiedad" sobre la democracia se acentúa a medida que se reproduce el círculo vicioso entre no participación y promoción exclusiva de este régimen. La democracia pasa a ser privatizada o semiprivatizada, en la medida en que pierde uno de los principios de todo bien público: la "no exclusividad". El otro, el de "no rivalidad", necesita una mayor reflexión que, por ahora, no estoy en condiciones ni siquiera de comenzar.

 

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Notas

1 Para una distinción entre modernidad y modernización, Habermas (1981 y 2008); Giddens (2002); Touraine (1994) y Berman (2001).

2 Este procedimiento se aplica, a menos que se indique lo contrario, a todas las respuestas del cuestionario.

3 "Poco" ; "Nada" y "No sabe".

4 Le voy a pedir que ordene los siguientes aspectos según el orden de importancia que tienen para el éxito una persona según usted. Dígame primero aquél que considere más importante,luego el siguiente en importancia y así hasta el último (tarjeta P18): A) De la suerte_B) Del trabajo_C) De las buenas amistades_D) De la situación económica de la familia en que senace_ E) Del estudio_ F) De hacer lo que a uno le gusta, aunque no se gane mucho dinero _ G) Del conocimiento de uno mismo.

5 Una breve explicación de este método se puede encontrar en la página del INEGI:http://www1.inei.gob.pe/biblioineipub/bancopub/est/lib0385/anex13.htm

6 No olvido las segundas vueltas electorales. Pero éstas exigen cierto porcentaje de la votación, no del padrón electoral, que es al que me refiero cuando hablo de quórum.

7 Estimadas de forma univariada, en virtud de que la regresión multivariada por tipo de actor arrojó coeficientes no significativos.

8 Para no saturar la exposición con un exceso de cuadros, tampoco resultaron significativas las regresiones lineales por tipo de actor.

9 Me hago cargo de que los políticos también son ciudadanos. La distinción semántica es para facilitar la exposición y para no recurrir reiteradamente a los ciudadanos comunes y a los políticos profesionales.

 

Información sobre el autor:

Henio Millán Valenzuela. El colegio Mexiquense. Ex-hacienda Santa Cruz de los Patos, Zinacantepec, México CP 51350 Tel. (722) 279 9908 <hmillan@cmq.edu.mx>

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