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Perfiles latinoamericanos

versión impresa ISSN 0188-7653

Perf. latinoam. vol.20 no.39 México ene./jun. 2012

 

Artículos

 

El nexo entre calidad gubernativa y elecciones: discusión conceptual y aplicación al gobierno local mexicano

 

The Nexus between Quality of Governance and Elections: Conceptual Discussion and Evidence from Local Government in Mexico

 

Carlos Moreno Jaimes*

 

* Doctor en Políticas Públicas por la Universidad de Texas en Austin. Profesor investigador y jefe del Departamento de Estudios Sociopolíticos y Jurídicos del ITESO.

 

Recibido el 3 de octubre de 2010.
Aceptado el 28 de junio de 2011.

 

Resumen

Este trabajo presenta una discusión introductoria sobre la relación entre la democracia electoral y la calidad gubernativa. Para ello hace una breve revisión de los principales dilemas conceptuales que la literatura contemporánea ha enfrentado al tratar de definir el término "calidad gubernativa" y propone una definición centrada en la imparcialidad de los procesos gubernamentales, en la responsividad de los gobiernos y en su efectividad. A partir de dicha definición, se analiza las complejas relaciones que existen entre las elecciones democráticas y la calidad de los gobiernos desde una perspectiva teórica y, posteriormente, se reflexiona específicamente sobre los gobiernos municipales mexicanos para ilustrar los problemas de la calidad gubernativa en el ámbito local.

Palabras clave: democracia, calidad de gobierno, gobiernos locales, México.

 

Abstract

This paper presents an introductory discussion on the relationship between electoral democracy and the quality of governments. It briefly reviews the main conceptual dilemmas faced by the contemporary literature when trying to define the term "quality of government", and it proposes a definition that underlines the impartiality of governmental processes, the responsiveness of governments, and their effectiveness. Based on such definition, the paper analyzes the complex relationship between democratic elections and quality of government from a theoretical perspective. Finally, it discusses the case of municipal governments in Mexico to illustrate the problems of governmental quality at the local level.

Key words: democracy, quality of government, local governance, Mexico.

 

Introducción

Nunca como hoy, el debate político en México -y en otras democracias en proceso de consolidación- se enfoca en dilucidar una pregunta central: ¿cómo lograr que un régimen democrático mejore la calidad de los gobiernos? Dicho de otra manera, ¿cómo hacer que la democracia sirva para algo más que regular las vías de acceso al poder público y contribuya a mejorar el ejercicio del poder? Si bien hay todavía mucho por alcanzar en el aspecto de perfeccionar la transparencia y la equidad de los procesos electorales en México, la actual preocupación principal consiste en saber qué condiciones son necesarias para que los gobiernos cumplan tareas elementales como garantizar la seguridad de la población, proveer servicios públicos como el agua, la limpieza y el ingreso a los espacios públicos, la movilidad urbana, la protección del medio ambiente, y un largo etcétera. La interrogante que he planteado se encuentra todavía en una etapa incipiente de conceptualización y análisis, pero ha cobrado gran relevancia al constatarse que muchos gobiernos emanados de procesos electorales democráticos distan bastante de satisfacer las expectativas ciudadanas.

En este artículo presento una discusión introductoria sobre la relación entre la calidad gubernativa y una de las principales dimensiones de los regímenes democráticos: las elecciones, buscando aclarar ciertas ideas básicas, exponer algunos de los ejes y dilemas fundamentales y motivar la discusión. En primer lugar expongo una semblanza de los conceptos más controversiales que la literatura contemporánea ha discutido al definir la "calidad gubernativa" y propongo una definición de este término. A partir de allí, analizo, desde un plano teórico, las complejas relaciones que existen entre la democracia electoral y la calidad de los gobiernos. Finalmente, ofrezco una reflexión orientada al caso de los gobiernos municipales de México para ilustrar los problemas de la calidad gubernativa en el ámbito local.

Mi argumento primordial es que las elecciones democráticas constituyen una condición deseable y necesaria, mas no suficiente, para mejorar la calidad de los gobiernos que de ellas emanan. Las elecciones sirven a los ciudadanos como medio para optar por aquellas plataformas políticas que, desde su perspectiva, representen mejor sus intereses, pero también como un mecanismo por el que pueden, periódicamente, evaluar y sancionar en las urnas el desempeño de sus representantes electos. Sin embargo, esta concepción electoral de la rendición de cuentas resulta insuficiente cuando se constata que los ciudadanos padecen limitaciones en la información disponible para determinar el desempeño gubernativo; y que sus preferencias en política pública son cambiantes, e incluso hasta inconsistentes, y rara vez cuentan con los dispositivos adecuados para transmitir con precisión que se espera de los poderes públicos. A esto habría que añadir que el propio diseño institucional de los sistemas políticos contiene elementos que obstaculizan una buena rendición de cuentas, provocando que los representantes políticos actúen con oportunismo y que sus decisiones tengan poco que ver con el interés público, tal y como ha ocurrido con los gobiernos municipales mexicanos desde que éstos comenzaron a experimentar el fenómeno de la competencia electoral y la alternancia partidista.

En suma, sostengo que la democracia electoral es un procedimiento insuficiente para originar la calidad gubernativa, a menos que vaya acompañada de otros mecanismos institucionales explícitamente diseñados para promover que los representantes electos rindan cuentas tanto a los votantes como a los otros poderes públicos.

 

¿Qué es la calidad gubernativa?

Los problemas de claridad conceptual

La discusión sobre la relación entre democracia y calidad gubernativa debe comenzar por una definición de esta última. Lamentablemente, aquí se encuentra una primera gran dificultad: no existe una definición universalmente aceptada, pese a la abundante literatura teórica y empírica sobre el tema que se ha producido durante la última década. Además, hay que anotar que diversos autores utilizan nomenclaturas diferentes: desde "desempeño gubernamental" y "buen gobierno", hasta "gobernanza".

Probablemente, un pionero del tema es el libro clásico de Robert Putnam, Making Democracy Work. En éste el autor propone el término "desempeño institucional" para determinar en qué medida las instituciones de una democracia satisfacen dos grandes propósitos: la responsividad (responsiveness), es decir qué tan sensible es un sistema democrático a las demandas de sus electores; y la efectividad, entendida ésta como la utilización de los recursos públicos para satisfacer dichas demandas (Putnam, 1993: 65-73). Putnam crea, asimismo, diversos indicadores de desempeño institucional agrupados en tres categorías analíticas; a) el proceso de las políticas, es decir, la administración de los asuntos internos de un gobierno; b) los pronunciamientos políticos, o sea, la capacidad de la legislación para reaccionar ante los asuntos públicos de manera comprehensiva, coherente y creativa; y c) la calidad en la implementación de las políticas del gobierno.

Por su parte, Huther y Shah utilizan la idea de "buena gobernanza" (goodgovernance) definiéndola como "un concepto multifacético que abarca todos los aspectos del ejercicio de la autoridad, a través de instituciones formales e informales, para la gestión de los recursos de un estado" (Huther y Shah, 1998: 2). Al tiempo que afirman que la gobernanza debe evaluarse en función de los efectos que el uso del poder estatal tiene sobre la calidad de vida de los ciudadanos y proponen una definición operativa del concepto a partir de cuatro dimensiones observables: 1) el grado en que un gobierno asegura la transparencia y la voz de todos los ciudadanos; 2) la provisión eficiente y efectiva de los servicios públicos; 3) la promoción de la salud y la calidad de vida de la población, y 4) la creación de un clima favorable para un crecimiento económico estable.

Asimismo, un estudio del Banco Mundial utiliza la noción "gobernanza" aludiendo a "las tradiciones e instituciones mediante las cuales se ejerce la autoridad en un país. Esto incluye 1) el proceso a partir del cual los gobiernos son elegidos, monitoreados y reemplazados; 2) la capacidad del gobierno de formular e implementar políticas públicas con efectividad, y 3) el respeto de los ciudadanos y el estado a las instituciones que rigen las interacciones económicas y sociales entre ellos" (Kaufmann, Kraay y Mastruzzi, 2004: 3).

También hay autores para quienes la calidad de un gobierno se define principalmente en función de los efectos deseables de la actuación gubernamental sobre el desarrollo económico. Tal es el caso del ampliamente citado trabajo de Rafael La Porta y colegas (La Porta et al. 1999), para quienes la calidad de un gobierno descansa en cinco dimensiones: el aseguramiento de los derechos de propiedad privada (lo cual implica que el intervencionismo estatal sea reducido, por ejemplo, a través de una tributación moderada y una regulación que no interfiera excesivamente con el funcionamiento de los mercados); la alta calidad de la burocracia; la provisión exitosa de bienes públicos esenciales (como salud, educación o infraestructura); un gasto público efectivo y, finalmente, la democracia, entendida ésta como la existencia de libertades políticas básicas.

Como puede observarse, las definiciones aludidas son sumamente amplias y difieren bastante en los aspectos utilizados para conceptualizar y, posteriormente, medir la noción de calidad gubernativa. Por ejemplo, la definición de Huther y Shah (1998) se refiere a todas las instituciones formales e informales que intervienen en el ejercicio de la autoridad pública, pero nunca puntualiza cuál es la diferencia fundamental entre ambas ni qué tan deseable es que ciertas instituciones informales -que no necesariamente son congruentes con los principios básicos de la democracia liberal- acaben imponiéndose por encima de los mecanismos constitucionalmente establecidos para la gobernación de un país. Por otra parte, dichos autores incluyen en su definición atributos que no necesariamente están bajo el control directo de un gobierno, como la promoción de la salud y la calidad de vida de los ciudadanos, pues hay factores exógenos que pueden ser más determinantes sobre esas variables que la intervención del gobierno.

Algo similar ocurre con la definición de Kaufmann, Kraay y Mastruzzi (2004), la que no sólo es muy inclusiva, sino que además mezcla elementos que no están directamente relacionados con la calidad de los gobiernos, por ejemplo, los procesos que regulan la forma como los líderes políticos llegan a los cargos públicos, los cuales tienen más que ver con los mecanismos de la democracia electoral. La definición de La Porta et al. (1999), en cambio, tiene la desventaja de descansar exclusivamente en una serie de supuestos basados en la teoría económica neoclásica, cuya premisa es que la intervención del Estado en la economía debe ser siempre moderada para asegurar el correcto funcionamiento de los mercados, ya que éstos son el principal mecanismo de asignación de los recursos. Es decir, su definición tiene una alta carga valorativa que bien podría ser cuestionada por otros enfoques teóricos alternativos.

Cabe señalar que tanto La Porta et al. (1999), como Kaufmann, Kraay y Mastruzzi (2004), incorporan a su definición la idea de democracia (la principal variable explicativa a discutir en este trabajo), por lo que, insisto, debería ser tratada de manera independiente al concepto de la calidad del gobierno. Posiblemente, la definición de Putnam (1993) es la más centrada en aspectos sobre los cuales los gobiernos sí tienen alguna influencia, es decir su grado de responsividad a las demandas ciudadanas y su efectividad en procesarlas y atenderlas.

Las definiciones presentadas arriba son ejemplos de la vasta información existente sobre el tema de la calidad del gobierno, y pese a que dicha literatura ha desarrollado un gran cúmulo de indicadores para medirlo y hacer amplias comparaciones entre países, ha contribuido poco a esclarecer su significado teórico. Uno de los trabajos más recientes y sobre este tópico es el de Cejudo, Sánchez y Zabaleta (2009), quienes arguyen que varias de estas definiciones presentan diversos problemas que limitan su utilidad analítica. En primer lugar, estos autores sostienen que no hay una diferenciación clara entre los mecanismos de acceso y los del ejercicio de la autoridad. Los primeros corresponden a los arreglos institucionales explícitamente diseñados para regular la manera como los líderes políticos llegan a ocupar cargos públicos a través del proceso electoral; mientras que los segundos tienen que ver directamente con las instituciones que controlan la actuación de los representantes políticos durante su mandato. Otra crítica de los autores citados se refiere a la frecuencia en que se incurre en problemas de causalidad revertida, donde es difícil establecer qué factores son causa y cuáles consecuencia de la calidad de un gobierno. Por ejemplo, las visiones en las que la calidad gubernativa debe entenderse en función de los resultados esperados no permiten establecer una "separación entre los atributos institucionales del gobierno y los productos que dicho entramado institucional genera" (Cejudo et al., 2009: 128).

Para los propósitos de este artículo considero conveniente resaltar dos premisas. Por un lado, y en coincidencia con el argumento de Cejudo, Sánchez y Zabaleta, propongo que cualquier definición del concepto de calidad gubernativa requiere enfocarse en los mecanismos del ejercicio del poder y no en los de acceso al poder. Con lo anterior no quiero decir que los mecanismos de acceso al poder político no puedan tener una influencia importante sobre la forma en que los gobiernos, una vez electos, ejercen el poder. Pero sí considero relevante subrayar que debe haber una clara discriminación entre los dos ámbitos para analizar sus posibles interrelaciones. De hecho, uno de los propósitos del presente artículo es analizar cómo las elecciones inciden sobre la calidad de los gobiernos. Por otro lado, hay que enfatizar que no existe una relación causal inevitable entre los atributos del ejercicio del poder y las consecuencias o resultados esperados de dicho ejercicio. Dicho de otro modo, un gobierno cuyo diseño institucional fue creado con el propósito de prevenir el abuso indiscriminado del poder público y de fijar reglas claras para la interacción económica y social de los ciudadanos (atributos del ejercicio de la autoridad) podría generar resultados positivos sobre la calidad de vida de la población (consecuencia esperada del gobierno); sin embargo, esto no necesariamente ocurrirá, pues es posible que muchos otros factores ajenos al entramado institucional de un gobierno provoquen que dicha hipótesis no opere en la realidad. ¿Debe la calidad gubernativa evaluarse sólo en función de procedimientos y no de los resultados del gobierno? Discuto esta interrogante a continuación.

 

La dimensión normativa de la definición: ¿procesos o contenidos?

El debate sobre la definición de la calidad gubernativa contiene un elemento adicional de naturaleza ético-normativa sobre lo que un gobierno debería buscar y la forma en que los ciudadanos tendrían que involucrarse en la fijación de tales principios. Si bien este trabajo no pretende resolver este dilema, considero oportuno discutir lo que otros autores han dicho al respecto para ubicar los ejes de la discusión y derivar algunas implicaciones útiles para el análisis de la calidad de los gobiernos.

Según Rothstein y Teorell (2008), la calidad gubernativa debe sustentarse en el principio normativo de la imparcialidad, entendida ésta como la aplicación de criterios universales en la implementación de leyes y políticas públicas; es decir que este proceder no lo dicten consideraciones particularistas, a menos que ello se encuentre previamente estipulado por las propias leyes o políticas. Lo anterior significa que los métodos de decisión gubernamentales, una vez asentados en el marco jurídico, deben aplicarse sin deferencias basadas en criterios como la afiliación política, religiosa, étnica o cualquier otra de los beneficiarios de dichas políticas. En síntesis, Rothstein y Teorell abogan por una definición de la calidad gubernativa que tenga fundamento en procesos imparciales de ejecución de políticas públicas y no en su contenido específico, pues, en su opinión, el principio de imparcialidad genera diversas ventajas sobre la calidad gubernativa: hace que la actuación del gobierno sea más predecible para los ciudadanos y agentes económicos, contribuye a resolver problemas de coordinación y acción colectiva entre los gobernados, genera información confiable, y reduce la discriminación, la corrupción y la arbitrariedad en el ejercicio del poder público.

La propuesta de Rothstein y Teorell no ha estado exenta de críticas. Longo (2008) señala, por ejemplo, que el principio de imparcialidad, a pesar de que es un requisito importante en un entorno caracterizado por intereses amplios y diversos, no es un elemento suficiente para evaluar la calidad de las decisiones que se toman en el ámbito público y en el que el gobierno es sólo uno de los múltiples actores involucrados. Longo afirma que el término "gobernanza" es preferible al de "gobierno" para describir la naturaleza relacional en la que opera la esfera pública en el mundo contemporáneo, donde la coordinación y la colaboración entre múltiples instancias gubernamentales, privadas y sociales es premisa indispensable. En un marco así, la imparcialidad no es suficiente para evaluar la actuación de servidores públicos que requieren amplios márgenes de autonomía para ofrecer soluciones creativas e innovadoras en el tratamiento de problemas públicos complejos. Por tanto, Longo sostiene que criterios como el de eficiencia y efectividad no pueden ser soslayados en la evaluación de la calidad del gobierno.

Otra crítica fundamental a la propuesta de Rothstein y Teorell es la de Wilson (2008), quien afirma que utilizar el principio de imparcialidad como estándar de evaluación del desempeño del gobierno no solamente es una tarea inviable -ya que es imposible regular de antemano el comportamiento de los funcionarios públicos ante todas las situaciones posibles-, sino inclusive poco deseable -pues hay circunstancias que justifican que las burocracias públicas actúen con cierto margen de flexibilidad y autonomía-. Para Wilson, lo sustancial es que el comportamiento de las burocracias profesionales sea consistente con un ethos público vigilado por instituciones políticas que aseguren una buena rendición de cuentas:

La buena gobernanza implica decidir intercambios difíciles entre fines altamente deseables. La buena gobernanza se logra tratando de asegurar que quienes se encargan de tomar dichas decisiones estén lo mejor motivados como sea posible (es decir, mediante un ethos público) y que, sobre todo, estén sujetos a mecanismos de rendición de cuentas que aseguren que sus decisiones estén justificadas, aun cuando éstas sean discutibles (Wilson, 2008: 200).1

¿Es deseable restringir la definición de calidad gubernativa a un aspecto puramente procedimental sin hacer una alusión mínima a los resultados de la actuación de un gobierno? La discusión planteada en párrafos anteriores claramente sugiere que no, pues si bien es difícil establecer una posición concluyente -libre de juicios valorativos- sobre lo que el gobierno debe hacer, a qué grupos sociales debe beneficiar y quiénes tienen que asumir los costos de sus políticas públicas; me parece que la definición de calidad de un gobierno no puede quedar totalmente exenta de alguna referencia mínima a los resultados previstos del desempeño de las autoridades gubernamentales, sobre todo considerando que la legitimidad de un gobierno proviene, en gran medida, de las consecuencias concretas que sus acciones tienen sobre la ciudadanía. Dicho de otro modo, una evaluación de la calidad gubernativa exclusivamente fundada en los procesos conllevaría al absurdo de afirmar que un gobierno con métodos estables, imparciales y de aplicación universal, pero sin una claridad mínima sobre los propósitos públicos que guían su actuación, es un gobierno de buena calidad.

Por tanto, la definición de calidad gubernativa, para los propósitos del presente estudio, centrará su atención tanto en la naturaleza de los procesos de confección y puesta en práctica de las políticas públicas, como en los resultados de éstos sobre los ciudadanos, pero sin abogar por los contenidos específicos, ya que éstos suelen estar influidos por factores históricos, culturales y de filosofía política. De esta manera propongo que la calidad gubernativa se entienda a partir de tres atributos: la imparcialidad, la responsividad y la efectividad.

El principio de imparcialidad parte de la noción weberiana de la "autoridad legal-racional", mediante la cual los individuos fundan su obediencia a la autoridad convencidos de la legitimidad de las normas que conceden el ejercicio del poder. Es decir, la autoridad del Estado se fundamenta en un principio de legalidad y en un conjunto de reglas impersonales y universalmente aceptadas. En consecuencia, la calidad gubernativa implica que los procesos de implementación de políticas públicas se basan en leyes, reglamentos, pautas de operación u otros ordenamientos de carácter universal que eviten el favoritismo personal o político en decisiones tales como la asignación de los recursos o la selección de beneficiarios de un programa público. El precepto de imparcialidad es esencial en la operación del aparato administrativo de un gobierno, pues determina el funcionamiento de las burocracias encargadas de llevar a la práctica las políticas públicas, ya que da precisión, estabilidad, disciplina y confiabilidad a la actuación del Estado en las sociedades modernas (Gerth y Wright Mills, 1946: 196-233). Para que dichas burocracias cuenten con las capacidades institucionales que den a las políticas un soporte técnico, organizacional " y humano suficientemente sólido, es necesario que la selección de los empleados de la administración pública se realice bajo el criterio del mérito profesional, en lugar de hacerlo conforme al patrimonialismo, lo que significa que la incorporación, movilidad, desarrollo y separación de los puestos burocráticos estén regulados por un sistema profesional meritocrático que evite la utilización del empleo público como una manera de retribución a los activistas políticos del gobernante en turno.2

En cuanto al principio de responsividad, éste se refiere a la capacidad de un gobierno de satisfacer los intereses de los ciudadanos, tal y como lo plantean Putnam (1993) y Morlino (2007). Implica que los procesos de formulación, aplicación y evaluación de políticas públicas consideren las prioridades ciudadanas, en lugar de funcionar de manera ajena a los intereses de éstas; la agenda gubernamental debe ser permeable a las preferencias y prioridades del ciudadano. Esto presupone la existencia de procedimientos explícitos y criterios transparentes para determinar qué prioridades son incluidas en la agenda del gobierno, cuáles no y por qué; asimismo, que su operación no es una caja negra cuyos procesos internos son totalmente opacos a los ojos del ciudadano; y, también, que la evaluación de las políticas permite aplicar acciones correctivas cuando sus resultados se desvían de los objetivos públicos originalmente establecidos.

En ocasiones, la responsividad se ha utilizado como sinónimo de "representación" o de "rendición de cuentas", aunque, como sostienen Manin, Przeworski y Stokes (1999a), este concepto significa que hay una relación estrecha entre las señales que envían los ciudadanos a los funcionarios del gobierno y las políticas que éstos acaban adoptando; mientras que la rendición de cuentas entraña una relación entre los resultados emanados de las políticas públicas y las sanciones (electorales y no electorales) impuestas a los funcionarios públicos. Por otra parte, como discutiré más adelante, para que la responsividad equivalga realmente a una buena calidad del gobierno, hay muchas condiciones que deben cumplirse en cuanto a la información disponible para los ciudadanos.

Finalmente, el principio de efectividad significa no sólo que el gobierno responde a las preferencias de los ciudadanos mediante políticas públicas, sino que además es capaz de conseguir que dichas políticas produzcan resultados concretos, de forma tal que exista congruencia entre los fines públicos que sustentan una política y sus efectos específicos. No niego que la capacidad de un gobierno para hacer coincidir objetivos con resultados está mediada por un sinnúmero de factores exógenos que limitan su efectividad, tal y como reconoce la amplia investigación sobre el tema. Putnam (1993) afirma, por ejemplo, que no es razonable evaluar el gobierno en función de la tasa de mortalidad infantil, pues en esta variable intervienen muchos otros factores, por ejemplo, los hábitos alimenticios de las familias o su situación económica. A cambio, la efectividad tendría que evaluarse en función de los productos del gobierno, por ejemplo en la cobertura territorial de sus campañas de vacunación o en el número de pacientes atendidos en las clínicas que dependen del financiamiento público. Sin embargo, reitero mi opinión de que un gobierno que sistemáticamente es inefectivo en lograr sus objetivos públicos esenciales, acaba siendo un gobierno de mala calidad, ya que termina minando la confianza de los ciudadanos respecto de su quehacer cotidiano.

 

La relación entre la democracia electoral y la calidad gubernativa

La concepción electoral de la rendición de cuentas

¿En qué medida puede un sistema democrático generar calidad gubernativa? Esta pregunta ha permanecido desde los estudios clásicos de la ciencia política, en especial entre aquellos que conciben que una democracia representativa está pensada para actuar en favor del interés de los ciudadanos. Sin embargo, de nueva cuenta es necesario definir lo que se entiende por "democracia", pues este concepto tiene también diversas acepciones.

Una de las definiciones más convencionales de la democracia, aunque también de las más discutidas, es la de Schumpeter, quien la concibe como un "mecanismo institucional cuyo fin es llegar a decisiones políticas, en el cual los individuos adquieren la facultad de decidir mediante una lucha competitiva por el voto de la gente" (Schumpeter, 1976). Esta explicación minimalista de la democracia se limita a su dimensión estrictamente electoral. Las principales críticas a la misma arguyen que las elecciones, por más competidas que sean, pueden acabar excluyendo la defensa de los intereses de segmentos importantes de la población, o dejar decisiones importantes fuera del control de los funcionarios popularmente electos (Diamond, 1999).

Una visión alternativa que ha surgido como reacción a la falacia del electoralismo se ha dado en llamar "democracia liberal", la cual incluye requisitos adicionales a las elecciones competitivas: 1) que los militares u otros grupos que no son directa o indirectamente responsables ante el electorado no mantengan un coto de poder exclusivamente reservado para ellos; 2) que, además de los mecanismos verticales de rendición de cuentas (como las elecciones periódicas), existan mecanismos horizontales que aseguren su realización entre los poderes, de forma tal que se protejan los principios constitucionales, la legalidad y el proceso deliberativo; 3) que se establezcan condiciones institucionales para promover el pluralismo político y cívico, así como las libertades individuales y grupales, de manera que los intereses y valores se expresen y compitan en un proceso continuo de articulación y representación más allá de las elecciones periódicas (Diamond, 1999).

Vale mencionar que otras teorías democráticas que no atienden en específico las elecciones subrayan que las instituciones de la democracia representativa no son capaces por sí mismas de asegurar el buen desempeño de la democracia, a menos que vayan acompañadas de otros instrumentos que promuevan la participación de la gente en los asuntos colectivos. Las teorías de la democracia participativa arguyen que la participación cumple una función predominantemente educativa, pues dota a los individuos de las capacidades necesarias para mejorar su intervención en los asuntos públicos (Pateman, 1970).

Finalmente, se debe considerar la definición propuesta por Schmitter y Karl, para quienes una democracia es "un sistema de gobierno donde los gobernantes son responsables de sus acciones en el ámbito público ante los ciudadanos, actuando indirectamente a través de la competencia y la cooperación de sus representantes electos" (Schmitter y Karl, 1991: 76).

De las nociones referidas acerca del significado de democracia, es posible sacar conclusiones importantes para el análisis de la calidad gubernativa. La primera es que las elecciones periódicas y competidas sirven como mecanismo vertical de rendición de cuentas. Según Manin, Przeworski y Stokes (1999a y 1999b), la hipótesis de que las elecciones permiten que los electores premien o castiguen al gobierno en turno mediante el uso del sufragio (a lo que ellos denominan la "teoría electoral de la rendición de cuentas") tiene como premisa que la gente vota de manera retrospectiva, evaluando si el desempeño previo de las autoridades públicas amerita su reelección para el periodo siguiente. La teoría del voto retrospectivo (Fiorina, 1981) implica que los gobernantes, al estar conscientes de que la ciudadanía tomará en cuenta su desempeño a la hora de emitir su voto, tratarán de mejorar la calidad de su gobierno.3

Una segunda deducción es que las elecciones son un medio insuficiente para promover que los gobiernos operen bajo los tres principios de la calidad gubernativa propuestos en este artículo (imparcialidad, responsividad y efectividad), pues, además del mecanismo vertical (es decir el voto), es necesario que los sistemas políticos cuenten con aparatos horizontales de rendición de cuentas.4 O'Donnell (1999) define estos mecanismos como "la existencia de agencias del Estado que están legalmente facultadas [...] para emprender acciones [...] en relación a actos u omisiones ilegales por parte de otras agencias del Estado" (O'Donnell, 1999: 38); por ejemplo, las fiscalías encargadas de investigar casos de corrupción, las contralorías y auditorías que vigilan el ejercicio de los recursos públicos, las dependencias que garantizan la transparencia en la información gubernamental, entre muchas otras. En suma, la calidad gubernativa también requiere de la existencia de instituciones explícitamente diseñadas para evitar que el poder público se ejerza de manera excesiva.

La tercera consecuencia es que la calidad gubernativa no depende únicamente de las instituciones formales de la democracia representativa -tales como el sufragio y las instituciones horizontales para la rendición de cuentas- sino, fundamentalmente, de la cooperación de los ciudadanos en las cuestiones públicas por vías no exclusivamente electorales, incluyendo consultas ciudadanas, deliberación pública, colaboración con grupos sociales organizados y contacto directo con autoridades gubernamentales, entre otras, pues éstas promueven una mejor rendición de cuentas por parte de los funcionarios públicos (Robinson, 1999; Putnam, 1993).

En este artículo centraré mi atención en la dimensión estrictamente electoral de la democracia, exponiendo en el apartado siguiente las diversas razones por las que la supuesta relación virtuosa entre elecciones y calidad gubernativa no se cumple. Para ello, tomo como base la teoría electoral de la rendición de cuentas, la cual supone que el proceso de elaboración de políticas públicas comienza con la existencia de ciudadanos cuyos intereses y valores se convierten en preferencias de política pública. Los ciudadanos hacen que sus preferencias sean visibles a los políticos a través de diversos caminos (por ejemplo, mediante encuestas de opinión, elecciones, consultas, etc.). Pero las preferencias ciudadanas se constituyen en mandatos para los políticos sólo cuando se emiten por la vía electoral, es decir, cuando a través de la regla mayoritaria los votantes eligen una plataforma política entre todas las que los políticos contendientes ofrecen durante las campañas electorales. Una vez electos, los gobernantes adoptan dichas políticas que, eventualmente, se transforman en resultados concretos (aunque los resultados de las políticas se ven influidos por múltiples factores). Al final del periodo gubernamental, los ciudadanos evalúan el rendimiento de las políticas públicas y deciden si retener o no, nuevamente a través de su voto, al gobierno en turno. En esta descripción esquemática del proceso, la calidad gubernativa sería el producto lógico de la interacción entre los políticos y los ciudadanos, los primeros actuando con el interés de retener el poder a través de la calidad de sus acciones y los segundos evaluando en las urnas los efectos de dichas acciones (Manin, Przeworski y Stokes, 1999a).

 

¿Cuándo la democracia electoral no mejora la calidad de los gobiernos?

Pese a lo sugerente del modelo expuesto arriba, existen diversas razones por las que la hipotética relación virtuosa entre la democracia electoral y la calidad gubernativa puede derrumbarse en la práctica, no sólo tratándose de democracias en vías de consolidación, sino inclusive en las que ya están consolidadas.

La primera razón es que los ciudadanos generalmente no están del todo informados sobre lo que los gobiernos hacen o de las condiciones bajo las que actúan (Manin, Przeworski y Stokes, 1999b). Los ciudadanos podrían desconocer las acciones de sus gobiernos por el hecho de que sólo éstos pueden obtener dicha información. Por ejemplo, en una situación de crisis económica, únicamente los funcionarios gubernamentales tienen acceso restringido a ciertos datos para tomar decisiones. Incluso puede pensarse que, en un ambiente así no sería deseable que los ciudadanos conozcan tal información, pues ello dificultaría un manejo adecuado de la crisis. Pero también hay que tomar en cuenta que las acciones de los gobiernos se ven influidas por elementos ajenos a su control directo, de tal manera que los resultados no son fácilmente predecibles ni manipulables. Si los ciudadanos no tienen un conocimiento preciso sobre las condiciones (internacionales, financieras, legales) en que los gobiernos se desempeñan, difícilmente podrán evaluar con exactitud en qué medida los resultados son consecuencia de las decisiones gubernamentales o de las circunstancias en que se tomaron. Esta situación de información asimétrica entre gobiernos y ciudadanos se ve agravada por el hecho de que en ninguna democracia existe un sistema perfecto para que los ciudadanos transmitan o indiquen sus preferencias e intereses a sus representantes políticos, ni la posibilidad de que dichas tendencias se constituyan en un mandato obligatorio para el gobierno en turno (Manin, Przeworski y Stokes, 1999a).

En suma, el problema de la información asimétrica puede afectar negativamente tanto a la responsividad como a la efectividad de gobiernos democráticamente electos: si los ciudadanos no están bien informados, el gobierno tiene mayor margen de acción para imponer su agenda de temas, sin atender necesariamente las preferencias de la población. Además, si los resultados de la actividad gubernamental se desvían de sus objetivos originales, el gobierno puede eximirse de su responsabilidad aduciendo que las condiciones del entorno no eran favorables para una actuación efectiva. Una segunda razón que complica el nexo entre democracia y calidad gubernativa es que las preferencias de los ciudadanos no siempre son consistentes a lo largo del tiempo. Por ejemplo, es posible que al inicio de un periodo de gobierno, los votantes valoren más intensamente el corto que el largo plazo (es decir, que esperen beneficios inmediatos y estén dispuestos a postergar los costos), pero que dicha tendencia se revierta al final del periodo gubernamental (que los votantes, retrospectivamente, juzguen que los beneficios deberían haberse materializado al final y que los sacrificios deberían haberse hecho al principio). Tal inconsistencia inter temporal, evidentemente, complica la responsividad gubernamental, pues los representantes políticos difícilmente podrán interpretar con objetividad las señales contradictorias enviadas por los electores. Además, la efectividad también es posible que se mermara ante el fenómeno de las preferencias inconsistentes, debido a la imposibilidad de formular objetivos claros de políticas públicas y de llevar a cabo acciones congruentes con éstos.5

Una tercera explicación que pone en tela de juicio la capacidad de las elecciones para producir calidad gubernativa proviene de una visión alternativa al modelo de "representación promisoria" que hasta ahora he venido discutiendo: me refiero al "modelo de representación anticipatoria" desarrollado por Jane Mansbridge (2003). El primer modelo -de representación promisoria- supone que los representantes electos tratan de satisfacer las preferencias de los votantes que los llevaron al cargo, cumpliendo con las promesas de campaña hechas en la última elección. Supone también -como ya comenté al describir la teoría electoral de la rendición de cuentas- que los electores votan retrospectivamente, premiando o castigando -a través del sufragio- el desempeño de dichos representantes durante su gestión. En contraste con esto, el modelo de representación anticipatoria de Mansbridge presume que los representantes políticos no están preocupados por las preferencias de los votantes de la elección pasada, sino por las de los votantes que sufragarán en la elección subsecuente. Al actuar con antelación, los actores gubernamentales llevarán a cabo políticas públicas que, a su juicio, sean acordes con los intereses de quienes votarán en una próxima elección. Esto lo pueden hacer tratando de inferir las predilecciones futuras de los electores, o bien intentando influir -a través de su gestión gubernamental- sobre éstas. Por tanto, en su intento por influir las preferencias de política pública de la población, los actores gubernamentales utilizarán una gran variedad de instrumentos que abarcan desde la franca manipulación político-electoral (incluyendo el fraude o el clientelismo), hasta el uso de recursos más sofisticados de persuasión y deliberación pública.

En suma, el modelo de representación anticipatoria, si bien no forzosamente tiene implicaciones negativas para la calidad gubernativa, sí abre la posibilidad de que las elecciones no conduzcan a gobiernos imparciales, responsivos o efectivos en su generación de políticas públicas, sino conduzcan a prácticas contrarias a estos principios. Una de ellas es el clientelismo, consistente en un intercambio de favores entre los políticos que ocupan cargos públicos y sus activistas electorales.

El clientelismo, por lo general, funciona mediante el otorgamiento de beneficios particulares —financiados con cargo al erario público— para aquellos sectores de la población cuyos votos aseguran la permanencia de los políticos en sus cargos (Scott, 1972). En un sistema clientelar, los gobiernos retribuyen el apoyo político de sus activistas electorales proveyéndolos de diversos bienes y servicios que no necesariamente se traducen en un mejor desarrollo económico, social y político; tal y como lo expone Stokes al afirmar que el clientelismo, entendido como una estrategia de compra de voto, es una práctica antidemocrática (Stokes, 2009). Una de las formas más comunes del clientelismo, sobre todo en democracias no consolidadas, es proporcionar empleos a las burocracias públicas como retribución a los partidarios políticos, lo cual contraviene considerablemente una de las dimensiones de la calidad gubernativa apuntadas arriba: la imparcialidad en la instauración de las políticas públicas (Geddes, 1994). En consecuencia, cuando un gobierno recurre sistemáticamente al uso del empleo público para corresponder al apoyo electoral, en lugar de apegarse a criterios meritocráticos en la contratación de los servidores públicos, está socavando, a largo plazo, la calidad de la administración pública y la efectividad de la implementación de políticas públicas.

Pero también hay otro conjunto de argumentos de índole institucional que cuestionan la capacidad de una democracia electoral para generar calidad gubernativa que tiene que ver con la propia estructura de incentivos de los sistemas políticos democráticos. La cuestión del diseño institucional es demasiado amplia para abordarse exhaustivamente en este artículo, sin embargo, apuntaré algunos aspectos que se discuten actualmente en el caso de las democracias en vías de consolidación y que pueden dar cuenta de su todavía baja calidad gubernativa.

El primer punto radica en la desigualdad que tienen los ciudadanos para acceder a la agenda gubernamental, pues no todos poseen la misma capacidad organizativa y de movilización para influir en la toma de decisiones públicas. Los grupos mejor organizados y con mayores recursos suelen ser los que conocen de manera privilegiada la agenda gubernamental. La literatura especializada los identifica como "buscadores de rentas", y cuentan con la capacidad de proveer a los partidos y a sus candidatos de diversos beneficios, tales como financiamientos para sus campañas, movilización electoral de ciertos sectores de la población y proyección mediática, entre otros.6 A cambio de ofrecer dichos beneficios a los políticos, estas asociaciones obtienen diversas prerrogativas del poder público, por ejemplo, gozar de exenciones fiscales, mantener su poder monopólico en los mercados en los que operan, recibir subsidios especiales por las actividades que realizan e inclusive prevenir la adopción de regulaciones ambientales, sanitarias o de cualquier otro tipo que obstaculicen sus ganancias particulares. A este fenómeno se le denomina también "captura regulatoria", la que, además de producir políticas públicas ineficientes que agravan la desigualdad económica, socava el principio de imparcialidad que caracteriza a la calidad gubernativa.7

Un segundo punto institucional (que dificulta el nexo causal entre democracia y calidad gubernativa) consiste en que el poder está organizado territorialmente según un esquema fiscal federalista y las decisiones de gasto público están descentralizadas hacia los gobiernos subnacionales, pero sin que éstos asuman plenamente el financiamiento de dicho gasto (Bird y Vaillancourt, 1998). Se trata de un esquema de descentralización fiscal donde los gobiernos locales no responden directamente por el costo de sus decisiones de gasto público (pues prefieren financiarlas con cargo al presupuesto nacional en lugar de hacerlo mediante la tributación local), lo que conduce a una baja corresponsabilidad fiscal: los políticos locales enfrentan las presiones de la competencia electoral mediante el uso del gasto público financiado nacionalmente, sin incurrir en el costo político asociado a la tributación de los ciudadanos locales. Si, además, los gobiernos locales no enfrentan contrapesos institucionales suficientemente efectivos en el ámbito local para vigilar la calidad del gasto público, es muy probable que exista una amplia discrecionalidad en el ejercicio del gasto y que la calidad gubernativa no sea óptima.

 

Una reflexión para el caso de los gobiernos municipales de México

Los elementos que conforman la complicada relación entre la democracia electoral y la calidad gubernativa pueden visualizarse con claridad al analizar el caso de los gobiernos municipales en México. El proceso de apertura política en este país comenzó desde finales de la década de 1970 hasta dar pie, a finales de los noventa, a la llegada a la Presidencia de la República de un partido diferente del Partido Revolucionario Institucional (PRI), gobernante único durante setenta años ininterrumpidos, gracias al férreo control del sistema electoral que le permitió monopolizar prácticamente todos los puestos de elección popular. La primera gran experiencia de alternancia partidista en el Poder Ejecutivo nacional del año 2000 fue producto de una serie de cambios institucionales puestos en práctica desde inicios de la década de 1970, al buscar -de manera gradual- ir abriendo espacios para los partidos de oposición en diversos órganos de representación política, como son las alcaldías, los congresos locales, los gobiernos estatales, el congreso federal y, finalmente, la Presidencia de la República.8

Cabe subrayar que el alto grado de competencia electoral que hoy caracteriza al sistema político mexicano en su conjunto comenzó a gestarse en el orden municipal de gobierno desde mediados de 1980, con la llegada de los partidos de oposición a los ayuntamientos. En 1990, el PRI controlaba 96% de los más de 2400 municipios del país, pero doce años después gobernaba 70% de éstos. Esto significa que, a inicios de la década del 2000, más de la mitad de la población mexicana estaba siendo gobernada por partidos diferentes al PRI en el nivel municipal (Moreno Jaimes, 2008). En la actualidad se reconoce que el proceso de democratización electoral mexicano fue una transición que comenzó a gestarse desde el ámbito local para ir imponiéndose, poco a poco, en la esfera del poder nacional (Merino, 2003).

Aunado a esto, la creciente democratización electoral del régimen municipal mexicano estuvo además acompañada de un fuerte proceso de descentralización político-administrativa de los gobiernos municipales, adquiriendo éstos importantes responsabilidades en diversas áreas de la política pública: desde la prestación de servicios públicos básicos establecidos por la propia Constitución nacional en 1983 (por ejemplo, agua potable, drenaje, alumbrado público y seguridad pública), pasando por nuevas atribuciones regulatorias en materia de urbanización, hasta convertirse en actores clave dentro de la compleja red de desarrollo de programas federales y estatales.9 Es por esto que tanto la descentralización de políticas públicas como la democratización electoral de la esfera municipal han ocasionado que los gobiernos municipales de México sean hoy el primer gran punto de contacto entre los ciudadanos y el Estado, o sea, donde la calidad gubernativa adquiere una trascendencia especial.

Es importante reconocer que los municipios mexicanos son altamente heterogéneos, ya que difieren sustancialmente en su tamaño poblacional, en la situación socioeconómica de sus habitantes y en muchos otros factores estructurales que condicionan significativamente la capacidad de los gobiernos locales para desempeñarse con estándares de calidad. En otras palabras, la gran variedad que caracteriza a los municipios del país y a sus propios gobiernos induce a que la calidad gubernativa en ese nivel sea en particular difícil de establecer a priori, pues en algunos casos -sobre todo en municipios pequeños y rurales-, sus funciones y recursos son bastante modestos y su aparato administrativo relativamente simple; mientras que en otros -principalmente en municipios urbanos-, la gama de asuntos que los gobiernos tienen que incorporar en sus agendas es muy extensa, los actores involucrados en su gestión son diversos y la estructura administrativa para su atención sumamente grande y compleja. Sin embargo, pese a su heterogeneidad, es posible discutir la calidad gubernativa de los municipios mexicanos a la luz de los tres requisitos propuestos en este trabajo y, en algunos casos, enfatizar su relación con las condiciones de competitividad electoral que hoy caracterizan al ámbito municipal mexicano.

 

La débil institucionalización del gobierno municipal mexicano

La discusión que presento en éste y los siguientes dos apartados gira en torno a los tres elementos con los que se ha circunscrito la noción de calidad gubernativa: la imparcialidad, entendida como la aplicación de criterios impersonales y universales en la implementación de políticas públicas; la responsividad, es decir, la capacidad del gobierno de responder a los intereses ciudadanos; y, finalmente, su efectividad para producir resultados concretos.

Pese a la gran relevancia que los gobiernos municipales han conseguido en la esfera político-administrativa del país, muchos de sus procesos y decisiones se realizan todavía con un bajo grado de institucionalización, entendida ésta como la existencia de reglas y procesos, sobre todo de tipo formal, que estructuran y dan estabilidad al quehacer cotidiano de los gobiernos a lo largo del tiempo y que contribuyen a dar imparcialidad a la aplicación de políticas públicas.10 Hay dos factores que explican esta debilidad. En primer lugar, la gran mayoría de las constituciones estatales establece una duración de tres años para el periodo gubernamental de los ayuntamientos, lo cual parece ser insuficiente para establecer con éxito un programa mínimamente sólido de política pública. En segundo lugar, la prohibición constitucional de la reelección consecutiva de los presidentes municipales ha ocasionado que estos actores tengan pocos incentivos para adoptar decisiones con efectos de largo plazo, pues la presión de la competencia electoral los obliga a priorizar acciones con resultados inmediatos y de mayor visibilidad para los votantes. Esto no ha impedido que muchos gobiernos municipales emprendan innovaciones significativas en diversas áreas de la gestión pública, aunque éstas rara vez trascienden los tres años de una administración municipal, pues su iniciación y puesta en marcha dependen fuertemente del liderazgo del presidente municipal en turno y pierden continuidad en cuanto un nuevo gobierno llega al poder.11

Un primer ejemplo de ineficiencia institucional en los municipios es la poca capacidad reglamentaria de los gobiernos. La enorme gama de responsabilidades a cargo de los municipios obliga a contar con un sistema administrativo complejo que incluye la reglamentación apropiada de los servicios, el establecimiento de dependencias responsables, los mecanismos de coordinación, los manuales de procedimientos, procesos presupuestarios, etc. Desafortunadamente, hay diferencias abismales entre los municipios del país en este sentido como lo revela el cuadro 1, donde se muestra el porcentaje de municipios que, en 2004, reportaron contar con diversos reglamentos esenciales para normar el funcionamiento tanto de la administración como de los servicios públicos. Los datos son contundentes: con excepción de algunos ordenamientos municipales básicos (por ejemplo, el bando de policía y buen gobierno o el reglamento interior del ayuntamiento), la gran mayoría de los gobiernos locales carecía de instrumentos normativos para regular aspectos tan relevantes como la protección civil, la obra pública municipal o la zonificación y el uso del suelo, situación grave por las repercusiones que esto tiene en la calidad de vida de la gente.

 

Un segundo ejemplo de la debilidad institucional municipal es el relativo al servicio civil de carrera en las administraciones públicas locales. Durante las siete décadas de gobierno unipartidista en México, el establecimiento de un sistema profesional y meritocrático para regular las burocracias públicas fue un asunto postergado, ello generó que la discrecionalidad y el patronazgo político fueran los criterios predominantes en las decisiones de selección y ascenso de los funcionarios gubernamentales. Sin embargo, tal condición comenzó a cambiar en 2003 con la creación de la Ley del Servicio Profesional de Carrera en la Administración Pública Federal, cuyo objetivo es garantizar la igualdad de oportunidades en el acceso a la función pública bajo los principios de legalidad, eficiencia, objetividad, calidad, imparcialidad, equidad y competencia por mérito. Sin embargo, su aplicación se limita a los funcionarios del gobierno federal, pero no a las burocracias municipales, donde el empleo público sigue siendo, predominantemente, una forma de recompensar el activismo político-electoral. Según la encuesta del Instituto Nacional de Administración Pública y la Secretaría de la Función Pública (INAP-SPF, 2008) realizada a los presidentes municipales, en 2008 sólo 28% de los municipios contaba con un sistema de servicio profesional.12 Esta carencia abre un amplio poder discrecional a los alcaldes para nombrar a la mayoría de los funcionarios de la administración pública, aunque sus decisiones no necesariamente garanticen que los funcionarios cuenten con el perfil profesional adecuado para asumir sus responsabilidades; como lo muestra el cuadro 2, muchísimos altos funcionarios municipales que ocupan cargos clave en la administración pública no cuentan, por lo menos, con el grado de licenciatura.

 

Sin embargo, pese a la deficiente capacidad reglamentaria y al bajo nivel promedio de instrucción formal entre los altos funcionarios municipales, hay desigualdades significativas entre los municipios, y su explicación puede darse, por lo menos parcialmente, en función del grado de competitividad de las elecciones municipales, tal y como supondría la teoría electoral de la rendición de cuentas.

Para sustentar tal afirmación, construyo dos índices a partir de la base de datos de la Encuesta Nacional de Gobiernos Municipales llevada a cabo en 2004 por la Secretaría de Desarrollo Social. El primero es un índice de reglamentación municipal que mide la proporción de reglamentos formalmente aprobados y actualizados en cada municipio, los cuales regulan las actividades cotidianas de los municipios, como los descritos en el cuadro 1.13 El promedio nacional de este índice, en 2004, fue igual a 38%, con una desviación estándar de 27%. El segundo es un índice del promedio de instrucción formal de los funcionarios municipales de más alto rango administrativo en cada municipio. Para cada uno de los puestos administrativos típicos en un gobierno municipal, la encuesta reporta un máximo de siete niveles posibles de instrucción (desde "ninguna" hasta "posgrado").14 Por tanto, el índice de instrucción formal por municipio se calcula promediando el nivel de instrucción de todos los funcionarios de los que se obtuvo información. El promedio nacional de esta variable en 2004 fue igual a 4.6 (es decir, por debajo de preparatoria), con una desviación estándar de 1.16.

Cada uno de estos dos índices se incluye como variable dependiente en un análisis de regresión cuya finalidad es analizar si el grado de competitividad electoral ha tenido alguna influencia sobre la capacidad reglamentaria y el nivel de instrucción formal de los altos mandos municipales. Para medir dicha competitividad en el ámbito municipal mexicano utilizo el número efectivo de partidos políticos que contienden en las elecciones municipales, medido a través del algoritmo desarrollado por Laakso y Taagepera (1979), el cual toma un valor mínimo de uno (lo que denota una ausencia total de competencia electoral) y crece conforme la votación se distribuye entre más partidos. Esta variable se estima a partir de la base de datos de las elecciones locales proporcionada por el Centro de Investigación para el Desarrollo (CIDAC),15 como un promedio anual del periodo que comienza en 1995 y concluye en 2000.16 Asimismo, se incluyen únicamente dos variables de control. La primera es el índice de pobreza municipal (determinada por el porcentaje de la población económicamente activa que recibe menos del salario mínimo oficial), considerando que los municipios más pobres tienen menos capacidad para desarrollar su estructura reglamentaria y seleccionar funcionarios con un perfil educativo mejor. La segunda variable es el tamaño poblacional de cada municipio, cuya premisa es que los municipios más pequeños (generalmente rurales) enfrentan esas mismas limitaciones. Por último, se incluyen 31 variables dicotómicas para distinguir el efecto fijo que pueda tener cada estado de la república.

Los resultados que se reportan en el cuadro 3 indican que la competitividad electoral sí parece haber influido positivamente tanto en el desarrollo de capacidades reglamentarias como en el perfil educativo de los funcionarios municipales. No obstante, la magnitud de su efecto es relativamente modesta, sobre todo en comparación con variables sociodemográficas como la pobreza y el tamaño poblacional. Evidentemente, la principal limitación de este modelo de estimación es que no incorpora explícitamente los cambios que la reglamentación municipal y el grado de instrucción formal de los funcionarios pueden tener a lo largo del tiempo, lo cual dificulta conocer su proceso de construcción a través de diversas administraciones municipales.

 

¿Gobiernos cercanos a la gente?

Las teorías clásicas de la descentralización fiscal suponen que los gobiernos locales, por su cercanía con la población, son más aptos para identificar los problemas y necesidades de política pública de los ciudadanos y, en consecuencia, son más eficientes al asignar el gasto público. Es un hecho que, en los últimos años, los gobiernos municipales de México se han convertido en la instancia a la que los ciudadanos acuden con mayor frecuencia, en comparación con otros órdenes de gobierno. Una encuesta sobre cultura política democrática de 2006 reveló que 27% de los encuestados habían pedido ayuda al gobierno local durante los últimos doce meses, mientras que sólo 14% manifestó haber acudido al gobierno federal para realizar algún trámite (Parás y Coleman, 2006). Sin embargo, el grado de responsividad municipal deja mucho que desear, pues una abrumadora mayoría de las personas encuestadas en dicho estudio (70%) declaraban que las autoridades del gobierno local ponían poca o ninguna atención a las demandas cotidianas de los ciudadanos. Por otra parte, más de la mitad manifestaba que los servicios prestados por los gobiernos municipales tenían una calidad regular, mientras que apenas 26 % los calificaba como buenos o excelentes. Todo lo anterior ha generado que la población mexicana esté perdiendo confianza en el nivel local de gobierno: según el mismo estudio, sólo 35% de la gente opinaba que los gobiernos municipales deberían asumir más obligaciones y recibir más dinero para cumplirlas, mientras que la mitad expresaba que el gobierno federal debería hacerse cargo de las tareas que llevan a cabo los municipios.

Probablemente, parte de la explicación para los problemas de baja responsividad municipal es que -al contrario de lo que supone la teoría clásica de la descentralización fiscal- el proceso de elaboración de políticas públicas en el nivel local es muy poco permeable a la participación de los ciudadanos. Esto puede observarse en los datos del estudio del INAP-SPF (2008) que aparecen en el cuadro 3 y que muestra importantes rezagos en la existencia de estrategias explícitas para estructurar tal participación ciudadana. De aquí que los mecanismos más frecuentemente utilizados sean aquéllos que por ley los gobiernos locales están obligados a establecer para poder obtener diversos recursos provenientes de otros órdenes de gobierno. Tal es el caso de los comités de planeación de desarrollo municipal (Coplademun), conformados por representantes sociales de las colonias y localidades municipales, además de funcionarios del propio gobierno local; estos comités deben estar debidamente constituidos y sesionar regularmente para definir los proyectos de obra pública que son financiados con fondos federales y destinados a la infraestructura social básica. Sin embargo, como también puede apreciarse en el cuadro 3, se utilizan con mucha menor frecuencia otros métodos para involucrar a la ciudadanía, sobre todo tratándose de tareas que conllevan una participación más sofisticada por parte de los ciudadanos; por ejemplo, la evaluación y supervisión de la gestión gubernamental, la contraloría social o la elaboración de proyectos que requieren de un dictamen conjunto entre gobierno y sociedad. Merece especial atención la baja utilización de encuestas de satisfacción de usuarios de los servicios municipales, lo que sugiere que los gobiernos locales son poco propensos a medir sistemáticamente la calidad de su desempeño.

 

Los datos expuestos coinciden con diferentes estudios sobre la relación entre la participación ciudadana, la rendición de cuentas por la vía electoral y el desempeño de los gobiernos municipales. Por ejemplo, Grindle (2007) encuentra varios casos en los que los ciudadanos organizados han sido exitosos para conseguir de las autoridades locales beneficios tangibles para satisfacer sus necesidades más apremiantes. Sin embargo, Grindle enfatiza que los beneficios derivados de la participación ciudadana son de tipo material y de corto plazo, pero que no modifican en lo fundamental la calidad de la rendición de cuentas entre los gobernantes y los votantes del municipio. Igualmente, el trabajo de Díaz-Cayeros (2006) también parece apoyar esta hipótesis, pues encuentra que los partidos políticos que gobiernan los municipios de México tienen por lo general una alta probabilidad de mantenerse en el poder en elecciones subsecuentes, independientemente de su calidad gubernativa. En su investigación, este autor argumenta que la reelección de los partidos municipales obedece más a las redes clientelares que poseen en aquellos territorios donde gobiernan, que a motivos directamente relacionados con la calidad de sus políticas públicas.

Cabe destacar que la responsividad de los gobiernos municipales está íntimamente ligada a factores político-electorales. Por ejemplo, un estudio sobre las decisiones del gasto municipal a lo largo de un periodo de doce años encontró que el gasto en obra pública aumenta de manera significativa en los años en que hay elecciones municipales; y también se incrementa en los municipios gobernados por un alcalde cuyo partido político es diferente al del gobierno estatal (Moreno Jaimes, 2007). De esto se deduce que los años electorales son un momento políticamente idóneo para que el gobierno local en turno haga ostensibles sus acciones ante los ojos de los votantes, y que el gasto en obra pública es un instrumento de enorme rentabilidad electoral, en la medida en que permite a los actores políticos locales distinguirse frente a su electorado de otros órdenes de gobierno cuyo origen partidista es diferente. La motivación electoral de las decisiones de los gobiernos municipales en México no debe sorprendernos, pues es lo esperable en cualquier democracia: al contrario de lo que ocurría en la época de la hegemonía unipartidista, la supervivencia política de las autoridades gubernamentales contemporáneas depende fundamentalmente de la percepción que los votantes tienen de sus decisiones públicas. Lo anterior no implica, sin embargo, que los gobiernos dispuestos a escuchar las demandas ciudadanas sean realmente efectivos en atenderlas. A continuación discuto este asunto.

 

La efectividad de los gobiernos municipales

¿En qué grado los gobiernos municipales de México han sido capaces de traducir sus responsabilidades de política pública en resultados concretos para los ciudadanos y qué papel han tenido las elecciones competitivas en producir gobiernos efectivos? Estas interrogantes —pese a su gran importancia — han sido muy difíciles de responder con suficiente rigor, principalmente porque no hay indicadores que den cuenta de lo que los gobiernos municipales producen en su actuar cotidiano. Sin embargo, sí ha sido posible derivar algunos hallazgos del análisis de dos servicios públicos de jurisdicción municipal: el agua potable y el drenaje. Por un lado, existen dos estudios que coinciden en señalar que el aumento de la competitividad de las elecciones municipales durante la década de 1990 no influyó en mejorar las tasas de cobertura de esos dos servicios (Cleary, 2004; Moreno, 2008). Este hecho pone en duda la hipótesis electoral de la rendición de cuentas, pues sugiere que el sufragio no ha servido para promover la efectividad de los gobiernos municipales. Por otro lado, un estudio más reciente (Moreno Jaimes, 2010) analiza si el gasto municipal contribuyó a mejorar la cobertura de agua y drenaje a lo largo del periodo que abarca desde 2000 hasta 2005, después de controlar algunos otros factores exógenos que repercuten en el comportamiento de la cobertura de los servicios básicos. La conclusión fundamental de este trabajo es que el gasto municipal logró aumentar significativamente dicha cobertura únicamente en los municipios con mayores rezagos iniciales en ambos servicios, mas no así en otros cuya cobertura inicial se encontraba en niveles medios o relativamente altos. Además, el mismo análisis demostró que el principal obstáculo que los municipios enfrentan para mejorar dichos servicios son los altísimos niveles de dispersión poblacional que prevalecen en varias regiones del país y el elevado costo de proveer servicios básicos en localidades aisladas. En síntesis, el gasto de los gobiernos municipales ha tenido una contribución más bien modesta en cuanto al acceso de la gente a los servicios básicos, sobre todo por las imperantes restricciones de un entorno sociodemográfico caracterizado por la marginación y el aislamiento.

 

Comentarios finales

El estudio sistemático sobre la calidad gubernativa se encuentra todavía en una fase incipiente, pero es claro que su abordaje es esencial para entender las posibilidades y límites de la construcción democrática, especialmente si se pretende que ésta genere gobiernos de mayor calidad, capaces de mejorar las condiciones de vida de la gente. En este trabajo he expuesto algunos factores que dificultan que un régimen democrático — entendido exclusivamente desde su dimensión electoral— se traduzca en calidad gubernativa, y he tratado de ejemplificar tales dificultades a la luz de los problemas que enfrentan los gobiernos municipales mexicanos desde que la competencia electoral se instaló plenamente en la esfera local de gobierno y los convirtió en protagonistas del proceso político mexicano. Tanto la discusión teórica como el análisis de los gobiernos municipales demuestran claramente que contar con elecciones libres, competidas y transparentes no es una condición que automáticamente se transforme en gobiernos más abiertos a las preferencias ciudadanas, más imparciales en sus procesos de establecer políticas públicas, más capacitados en su aparato administrativo y más efectivos en conseguir sus objetivos públicos. Las indudables ventajas de tener un sistema electoral más plural, competitivo y profesionalizado deben complementarse con otro tipo de reformas institucionales más profundas orientadas a promover una efectiva rendición de cuentas.

Uno de los factores que podría contribuir a desarrollar la calidad gubernativa —y que se desprende del análisis presentado aquí— es que los ciudadanos estén mejor informados sobre las acciones de los gobiernos. Para esto hay que contar con una política de acceso a la información pública que no se limite únicamente a revelar lo que un gobierno hace y cuánto dinero gasta, sino que además obligue a las autoridades gubernamentales a exponer las razones de fondo de sus decisiones, qué proceso siguieron para tomarlas y, sobre todo, qué resultados concretos y medibles se derivaron de aquéllas. Asimismo, es necesario liberar al aparato gubernamental de la interferencia excesiva del clientelismo político-electoral, promoviendo leyes tendientes a la profesionalización de las administraciones públicas donde el mérito profesional sea el criterio central de acceso y movilidad en el servicio público y que la permanencia en los cargos burocráticos esté fuertemente ligada al desempeño. La calidad gubernativa también exige que haya una mayor correspondencia entre gasto público y recaudación, especialmente si observamos que el arreglo fiscal vigente del federalismo mexicano no ha responsabilizado suficientemente a los gobiernos locales a asumir el costo de sus decisiones. Finalmente, para que el voto libre y secreto tenga la capacidad de servir como instrumento de control ciudadano sobre los gobiernos, hace falta que el régimen constitucional mexicano permita la reelección consecutiva de legisladores y alcaldes, de tal manera que el incentivo electoral cumpla con su función de sanción al desempeño gubernamental.

 

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NOTAS

1 La traducción es mía.

2 Es importante reconocer que la institución del servicio civil de carrera ha sido objeto de diversas críticas por la inflexibilidad burocrática que ha generado en varios países y que incluso desembocó en la creación de reformas administrativas orientadas a romper el excesivo poder de las burocracias públicas durante la década de los noventa. Sin embargo, dichas fallas no han invalidado el principio fundamental sobre el cual descansan los sistemas profesionales de carrera, es decir, el mérito, la igualdad de oportunidades, la calidad y las competencias profesionales.

3 Una visión diferente sobre la función del voto es la "concepción del mandato", cuya premisa consiste en que las elecciones permiten que la gente seleccione lo que, a su juicio, son políticas públicas o candidatos apropiados. De esta manera, la gente vota de manera prospectiva, es decir que su decisión de voto está en función de la actuación probable de sus representantes políticos durante su gestión gubernamental futura (Keeler, 1993: 433-486).

4 Según Schedler, "A rinde cuentas a B cuando A está obligado a informar a B sobre sus acciones y decisiones (pasadas o futuras), a justificarlas y a sufrir un castigo en caso de mala conducta" (Schedler, 1999: 17). Ello significa que la rendición de cuentas contiene tres atributos: información, justificación y sanción.

5 De hecho, hay quienes sugieren que es papel de los gobiernos actuar en función de lo que "es mejor para la gente", aun cuando esto contravenga las inconsistentes preferencias ciudadanas (Manin, Przeworski y Stokes, 1999a). En tal situación, la responsividad no necesariamente indicaría un buen gobierno.

6 El concepto "buscadores de rentas" proviene del clásico trabajo de Buchanan, Tollison y Tullock (1980).

7 Sobre el fenómeno de captura regulatoria, véase el trabajo clásico de George Stigler (1975).

8 Para conocer las principales reformas institucionales al sistema electoral mexicano consúltese a Lujambio (2000).

9 Hay que observar que fue hasta 1999 cuando la Constitución nacional concedió al municipio su calidad de gobierno como tal, al reconocerle competencias exclusivas y protegerlo de autoridades intermedias.

10 Esta definición se basa en la de Douglass North, según la cual las instituciones "son las reglas del juego en una sociedad [...] son limitaciones ideadas por el hombre que dan forma a la interacción humana [y que] reducen la incertidumbre por el hecho de que proporcionan una estructura a la vida diaria" (North, 2006: 13-14).

11 Muchas de las innovaciones de la gestión municipal están documentadas en el trabajo de Cabrero y Carrera (2008). Por su parte, Grindle (2007) destaca el problema de la baja institucionalización de tales innovaciones.

12 La Primera Encuesta a Presidentes Municipales del INAP y la SFP seleccionó para el estudio a 700 municipios de los 2440 existentes en el país en 2008.

13 El cuestionario menciona un total de 32 reglamentos posibles, los cuales no se reportaron en el cuadro 1 por razones de espacio.

14 El cuestionario menciona un total de 17 cargos administrativos posibles, los cuales no se reportaron en el cuadro 2 por razones de espacio.

15 Consultado en la liga <www.cidac.org.mx> entre los meses de agosto y septiembre de 2006.

16 No cuento con información electoral de años más recientes para todos los municipios del país. Sin embargo, considero razonable inferir que la posible influencia de la competencia electoral en el desarrollo de las dos capacidades institucionales analizadas ocurrió durante un periodo relativamente largo, sobre todo a raíz del derrumbe del unipartidismo a mediados de la década de 1990.

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