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Perfiles latinoamericanos

versión impresa ISSN 0188-7653

Perf. latinoam. vol.19 no.38 México jul./dic. 2011

 

Artículos

 

Jóvenes víctimas de violencias, caras tatuadas y borramientos

 

Young victims of violence, tattooed faces and erasures

 

Mauro Cerbino*

 

* Doctor en Antropología Urbana por la Universitat Rovira i Virgili de España; profesor investigador y director de la revista Íconos de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), Sede Ecuador. Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Sede Ecuador La Pradera E13-287 y Av. Diego de Almagro Quito, Ecuador Tel. (593 2) 323 8888 mcerbino@flacso.org.ec

 

Recibido el 29 de junio de 2010.
Aceptado el 10 de noviembre de 2010.

 

Resumen

En este texto se propone repensar las modalidades de la violencia pandilleril, señalando un conjunto de causas que subyacen a esa violencia, la cual, al insertarse en el círculo de las violencias, permite problematizar la oposición entre víctimas y victimarios. Se toma el caso de las maras centroamericanas para desarrollar una interpretación del gesto de tatuarse la cara como una práctica que evidencia algunas de las formas en que los jóvenes, a la vez que ejercen violencia, la padecen. Además, se analiza el borramiento de los tatuajes de la piel interpretándolo como la escenificación de una violencia institucional aún más intensa. Estas prácticas se interpretan enfatizando algunos aspectos relacionados con los significados de posiciones de subjetivación o de sujetamiento.

Palabras clave: jóvenes, violencias, pandillas, maras, tatuajes, rostro, rostridad, borramiento de tatuajes.

 

Abstract

This article tries to rethink the diverse modalities of gang violence, and proposes a set of causes that explain them. It explores the spiral of violence, and the opposition between victims and perpetrators. Specifically, the paper looks at the case of the Central American maras and offers an interpretation of the act of tattooing the face, as a practice that shows paradoxically how young people suffer violence in exercising of violence. Furthermore, we analyze the practice of erasing tattoos from the skin as sign of a much more intense institutional violence. The interpretation of these practices emphasizes some of the aspects related to the meanings of positions of subjectivation.

Key words: juvenile, violence, gangs, maras, tattoos, face, faciality, tattoos erasing.

 

Introducción

Acostumbrada a reproducir modelos de oposición binaria entre agresores y víctimas, la opinión pública, llevada por la representación mediática de la violencia y no menos por algunos enunciados académicos, termina por atribuir a los jóvenes la responsabilidad de muchos de los actos violentos, especialmente en los g países de Latinoamérica y en los que hay una inmigración latinoamericana considerable. De tal modo que los jóvenes son vistos factualmente como portadores de violencia, en particular cuando se trata de organizaciones de tipo pandilleril. Se inscribe en esta postura un caso ya ejemplar: la acción de las maras centroamericanas. Éstas darían cuenta del grado al que llegaría la crueldad protagonizada por grupos de jóvenes que viven así su supuesta desadaptación social.

Más allá de elaborar una perspectiva que cuestione los postulados en los que se basa la opinión pública, mostrando sus inconsistencias, en este trabajo me propongo ofrecer un conjunto de reflexiones tendientes a mostrar a las pandillas juveniles y el caso particular de las maras centroamericanas como objeto de una doble violencia estatal (institucional y moral). En el caso de los mareros, lo haré circunscribiéndome a una interpretación de la práctica ritual de los tatuajes, especialmente de la cara y de la posterior operación de borramiento que se ha observado en años recientes. Se trata de intentar superar esos modelos de oposición binaria que invisibilizan los lugares donde las violencias se persiguen incesantemente unas a otras, dibujando un círculo que hace inviable el establecimiento de esa oposición. Ahí donde un sujeto o un colectivo actúan como agresor o victimario, también está inscrito el signo contrario: el ser víctima, a su vez, de otra violencia que muchas veces está oculta o se pretende inexistente. Estas afirmaciones no apelan a la aplicación de "atenuantes", o invocar cualquier falta de responsabilidad ante quienes cometen actos de violencia o, peor, sostener una actitud complaciente que esterilice y simplifique la mirada compleja que esos actos reclaman. Aquí propongo una reflexión que creo ha sido poco socorrida: interpretar el cuerpo y el rostro como lugares especialmente significativos en los cuales se inscriben las marcas de las violencias, tanto las actuadas como las padecidas. Respecto de lo primero, mucho se ha dicho, de un modo que no ha sido más que el de la reproducción del estereotipo: los violentos jóvenes. En cuanto a lo segundo, existe un vacío conceptual y una ausencia de aproximación empírica.

Si asumimos con Foucault (2007) que el cuerpo, con la modernidad, se constituye en el objeto privilegiado de las estrategias políticas de ejercicio del poder, por medio de la aplicación de dispositivos de control y dominio, y a la vez — o propiamente por ello — representa el escenario en el que confluyen las experiencias de subjetivaciones con las que se articula de algún modo una resistencia a ese poder, surge entonces una serie de preguntas: ¿cómo descifrar el significado atribuible a la doble violencia contenida en la presencia y ausencia (borramiento) de las marcas del tatuaje y cómo rastrear en dichas marcas los signos que permiten vislumbrar una aún tenue resistencia, o apenas un llamado de atención hacia — el Estado?, ¿no es el Estado en Centroamérica una institución frágil y maniatada —por lo que podríamos pensar lo público también por fuera de éste— y el tatuaje del rostro un performance que construye públicamente el cuerpo del marero, a la vez que lo representa como objeto de múltiples violencias institucionales? Y finalmente, ¿puede una interpretación del tatuaje del rostro permitir un análisis p que ponga en el centro de la discusión la condición de ser objeto de violencias de quienes han sido considerados como "irrecuperables" o "sujetos inviables" por parte de las autoridades, e incluso por reconocidos académicos?1

En el texto subsiguiente se ensayan posibles respuestas a estas interrogantes. Lo hará — e insisto en aclararlo— recurriendo al poquísimo o casi nulo trabajo — de campo;2 trabajo cuya concreción se da especialmente en el marco de una experiencia en el ámbito de la investigación antropológica de pandillas juveniles en la que me desempeño, lo cual ha permitido examinar el fenómeno desde la perspectiva y los enunciados de los que lo protagonizan, es decir, los propios mareros. De ahí el carácter de ensayo de las argumentaciones que se esgrimen y las conclusiones a las que se llega en este artículo, el cual consta de tres apartados: en el primero se lleva a cabo una discusión teórica en torno a la articulación entre violencias y juventud, con especial énfasis en la violencia de tipo pandilleril, enmarcada en lo que se denomina "el círculo de las violencias". Con ello se pretende ofrecer un cuadro general que permita romper con la oposición binaria entre agresores y víctimas, complejizando ambos términos y mostrando las vinculaciones existentes entre ellos. En el segundo apartado se analiza el fenómeno del tatuaje entre los mareros. Lo comparo con otras formas de tatuarse y se establece una distinción conceptual entre la operación de marcarse el cuerpo en relación con el de la cara. Además, se interpreta el posterior gesto de borramiento de los tatuajes como una violencia particularmente simbólica, más intensa que la que se leería en la experiencia misma de tatuarse. Por último, en el tercer apartado se esbozan unas breves conclusiones.

 

Violencias y pandillas

Cierto, en todas las iniciativas ilegales criminales
o políticas que sean, el grupo, en nombre de su
propia seguridad, pedirá "a cada individuo efectuar
una acción irrevocable", de modo que corte
los puentes con la sociedad respetable antes de
ser admitido en la comunidad de la violencia.
HANNA ARENDT (2002)

 

La problemática de la violencia ha atraído cada vez más la atención de los investigadores en el campo de los estudios de la juventud. A los ámbitos "convencionales" de análisis, como el empleo, la educación, la salud y más recientemente las culturas y las identidades juveniles, se ha agregado, en los últimos años, el de la violencia como un objeto específico por investigar. La violencia pandilleril en particular ha sido uno de los temas a los que se han dedicado bastantes esfuerzos.

Según la mayoría de los estudios consultados, el "espectro" de la violencia juvenil protagonizada por pandillas recorre prácticamente toda América Latina y, además, estaría en ascenso.3 Hay publicaciones de organismos internacionales o adscritos a gobiernos de la región, como el Informe de 2005 de la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA, 2006), el cual señala que: "La actividad criminal de estas pandillas juveniles asola a las comunidades y algunas de estas pandillas bien podrían estar a punto de embarcarse en el crimen organizado" (Thale, 2005: 1).

En otros casos, se afirma que la acción violenta de las pandillas representa una real amenaza a la seguridad nacional de los países donde operan (Santacruz Giralt et al., 2001; Rodríguez, 2006; CEPAL, 2008). La problemática de la violencia ligada a la acción pandilleril encuentra especial atención en varios estudios realizados en Centroamérica acerca del fenómeno de las maras, siendo la Mara Salvatrucha (M13) y la Mara Barrio 18 las que se enfrentan en todos los países de la subregión, ¡ a excepción de Costa Rica y Nicaragua, país este último donde, sin embargo, se registra presencia de pandillerismo juvenil.

Nos concentraremos en las consideraciones contenidas en una publicación dada a conocer en México (ITAM, 2006), dividida para cada país centroamericano, en la que se señala en sus conclusiones que, si bien la violencia pandilleril es un problema común en todos los países, no existen estudios que profundicen sobre el significado y las formas de la violencia y las cambiantes condiciones de su constante transformación. Se hace hincapié en constatar que las políticas y acciones represivas de "mano dura" de los gobiernos centroamericanos no sólo no han disminuido la violencia juvenil, sino que han agravado la situación en dos sentidos: primero, porque, encarcelando a miles de jóvenes sospechosos de pertenecer a las maras, han permitido que éstas consoliden su papel de organización que protege a los sujetos juveniles hasta proyectarse como una verdadera instancia capaz de operar por medio de redes de apoyo y socorro. En segundo lugar, las políticas represivas han tenido una directa incidencia en el recrudecimiento de la violencia juvenil intra e interpandillas, además de la violencia hacia los jóvenes por parte de las autoridades de gobierno marcada por los abusos policiales. En dicho estudio se problematiza la violencia juvenil de las pandillas, relacionándola con las violencias políticas, las guerras civiles y conflictos militares suscitados en los países centroamericanos en los años ochenta y noventa.4 No se trata sólo de la relación directa entre estos hechos y las fuertes oleadas migratorias hacia Estados Unidos, en las que miles de jóvenes centroamericanos experimentan sus primeros contactos con pandillas latinas en ese territorio, especialmente en Los Ángeles. Se muestra también cómo las guerras y los conflictos internos han creado un ambiente propicio para el ejercicio de la violencia pandilleril en esos países (Martel, 2007; Nateras, 2007; Cruz, 2005).

Si se toma en consideración detalladamente el trabajo realizado por Carlos Mario Perea en el conjunto de investigaciones del mencionado proyecto del WOLA, ahí se establece que el ejercicio de la violencia pandilleril responde a necesidades, tanto de tipo individual como colectivo. En el caso de las pandillas mexicanas, lo que prima es la dimensión colectiva en la administración de la violencia, es decir, no está permitido y se castiga el acto violento (sobre todo el asesinato) que no sea por motivos ligados a la acción grupal, y el castigo puede ser la expulsión. Perea establece una diferencia con las agrupaciones pandilleras de Colombia, argumentando que entre éstas no sólo está permitido el uso de la violencia para fines personales, sino que, incluso, representa una condición para el ascenso en el grupo. Cabe señalar que, en ambos casos, se intenta concebir la violencia pandilleril " a partir de una especie de "economía del acto violento", ya que éste representa un recurso y una inversión con los que se puede alcanzar una mejor posición dentro del grupo o, cuando es mal empleado, determinar la salida del miembro que no o ha respetado el código colectivo que establece claramente las reglas que permiten su utilización.

Plantear una economía del acto violento significa apartarse de ciertas aproximaciones conceptuales que tienden a naturalizar la violencia juvenil, estableciendo así una asociación directa entre la edad y el comportamiento violento, y que no tienen en debida cuenta las condiciones históricas de mediano y largo aliento que estructuran la vida nacional de los países o de los lugares barrios, comunidades y ciudades— donde operan las pandillas. También significa ubicar el problema de la violencia en un contexto más amplio que en la exclusiva esfera de la moral, teniendo en cuenta que el recurso de la violencia es algo que se sitúa fuera de una distinción simple entre quienes serían potenciales portadores y quienes no, entre "malos" y "buenos", entre "víctimas" y "victimarios".

De ahí que el desafío es repensar la violencia juvenil no como expresión de comportamientos desviados de la norma social establecida o como signos de una patología juvenil, sino más bien como el terreno en el que muchos jóvenes encuentran lo mismo que aquellos que no recurren a ella: el reconocimiento en un espacio social altamente competitivo y conflictivo, como el que plantea la modernidad contemporánea (Concha Santacruz, 2001; Perea, 2006; Cerbino, 2006).

Otro elemento destacado en el trabajo de Perea es que el ejercicio de la violencia pandilleril está asociado, por una parte, a la necesidad de sostener lo que los jóvenes llaman "el respeto" y, por la otra, a un cierto manejo del miedo. También será útil subrayar la reflexión en torno a la relación entre violencia juvenil y niveles de cohesión social que se observa en los lugares de México donde actúan las pandillas.

El respeto es el valor más apetecido por el grupo — dice Perea (2006); véase también Bourgois (2003) — porque representa el "termómetro" con el que se mide la relación con las otras pandillas y su propia supervivencia y, además, es el mecanismo que permite obtener el reconocimiento interno entre los demás integrantes del grupo. La reflexión de Perea apunta a ubicar la utilización de la noción de respeto en los jóvenes pandilleros en una dimensión más amplia, en el sentido que suelen otorgarle los sectores populares. En éstos, el respeto es lo que garantiza la convivencia, porque la existencia de todos los días depende, en buena medida, de saber respetar a los demás, especialmente en ámbitos de precariedad social.

Al contrario, en dichos ámbitos sociales, entre los miembros de los grupos pandilleros, se exige reconocimiento por medio de lo que designan como "respeto", no para su integridad o dignidad, sino para demostrar su capacidad de violencia o brutalidad. De este modo, la noción de "respeto" adquiere, por las evidencias empíricas que los relatos de miembros de pandillas realizan, algunos matices que tienden a problematizar su concepción tradicional, relacionada con el intercambio, la reciprocidad y el reconocimiento mutuos. Sennett (2003: 13) señala que: "la sociedad tiene p una idea dominante: la de que tratándonos unos a otros como iguales afirmamos el respeto mutuo". Sin embargo, es irreal pensar que existe una estructura social de igualdad, la consecuencia de ello para Sennett (2003) es que "para ganar respeto, no hay que ser débil, no hay que padecer necesidad". Se puede considerar que el significante "respeto", utilizado por los pandilleros, apunta a definir una acción de compensación. La que se da por un permanente vacío de respeto padecido a lo largo de sus vidas tempranas: el no respeto de sus padres hacia ellos (la indiferencia, la escasez de afectos); el no respeto y no reconocimiento de empleadores u otros hacia sus padres (relaciones de explotación o de inferiorización) y el no respeto de los otros estamentos de la sociedad hacia los jóvenes (miradas estigmatizantes hacia los jóvenes populares, la falta de reconocimiento como actores y como sujetos que no caben en la rígida escala de niveles sociales).

Con la falta de respeto, afirma Sennett, no se reconoce a la persona que es objeto de aquélla, y esto hace que se vuelva invisible como un ser humano integral y que, de ahí, su presencia no importe. Por su parte, Bauman señala claramente que: "cada vez que se plantea la cuestión del 'reconocimiento', es porque ciertas categorías de personas se consideran relativamente desprovistas de él y juzgan a esto como una injusticia" (2001: 78).

En investigaciones anteriores (Cerbino, 2006), he tratado el problema de la envidia —en el sentido precisamente de invidencia— como uno de los factores desencadenantes de la búsqueda de respeto por parte de los pandilleros. La necesidad de compensación de esta invisibilidad ciertamente no se traduce en una medida proporcional, lo que significa que las respuestas frente a la invisibilidad asumen el carácter de una exageración en relación con lo que se quiere corregir, que es la falta de respeto. La humillación del "otro" pandillero, del enemigo o de quien pueda resultar "objeto" para la afirmación y supremacía, es el signo evidente de esa exageración, que como tal no es proporcional ni a la reparación ni a la compensación. Por lo tanto, el "respeto", mercancía altamente codiciada entre los miembros de las pandillas, se pensaría como la metáfora más significativa de las condiciones de desigualdad estructurales de la sociedad, y también como el síntoma de una incapacidad: la de los sujetos juveniles, de procesar por otros medios la falta de reconocimiento.5

El recurso de la violencia en las pandillas, utilizado para actos diversos que van desde el robo y el asalto a la pelea callejera y el asesinato, tiene que comprenderse a partir de que los jóvenes pandilleros aplican un complejo mecanismo imaginario-simbólico que sostiene el "tipo" de afirmación necesaria para dar sentido a su acción y, por supuesto, a su existencia. Es bajo el "régimen de la visibilidad",6 como o una de las condiciones constitutivas de la modernidad, que se estructura para el sujeto un modo de ser a través del "ser visto", del goce escópico que lo alimenta. Esto obliga, de alguna manera, a que los sujetos contemporáneos sostengan una lucha permanente para proyectarse por medio de su visibilidad. De esta lucha no escapan los mundos juveniles, por el contrario, encontramos en éstos los signos de su radical agudización, envueltos como están en una corriente dirigida por el mercado del consumo, el cual, como afirma Young (2003: 25), promete "no meramente la satisfacción de deseos inmediatos, sino también la generación de esa expresión característica de finales del siglo XX — estilos de vida".

Ahora bien, la mayoría de los jóvenes, organizados o no en colectivos y también de manera individual, actúan a través de complejos ámbitos imaginarios, sostenidos a partir de la apropiación de bienes simbólicos que circulan sobre todo en los medios y que representan la materia prima para las adscripciones identitarias, la afirmación y la diferenciación social. "El vestuario, el conjunto de accesorios que se utilizan, los tatuajes y los modos de llevar el pelo, se han convertido en un emblema que opera como identificación entre los iguales y como diferenciación frente a los otros".7 Sin embargo, para "otros" jóvenes, aquellos que forman parte de las pandillas, esa apropiación de bienes simbólicos queda subsumida a un uso abultadamente imaginario de la relación con el "otro", dado que lo que se vuelve imprescindible para la acción pandillera es la construcción de una escena conflictiva en la que las prácticas de la confrontación, sobre todo con otras pandillas, asumen el significado de una afirmación de superioridad que es posible, en la medida en que el otro es inferiorizable. Debido a la naturaleza relacional de las construcciones identitarias entre los jóvenes pandilleros, el respeto hacia el otro para hacerse efectivo en la relación entre dos pares o dos pandillas § requeriría de apelar a un tercer elemento que trascienda a ambos, es decir, a los posicionamientos imaginarios y parciales que atañen a cada pandilla, el cual sería la condición necesaria para hacer factible y establecer un vínculo social en la diferencia. Constatamos que ese tercer elemento no se apela, por lo cual el respeto se da en el enfrentamiento entre dos. El dispositivo de apelación a un tercer elemento queda desactivado, desactivación que se traduce en un encapsulamiento << imaginario de la diferencia, que termina por echar las bases de una autoexclusión que a su vez reduce todas las posibles relaciones sociales a una única relación — conflictiva con "la" otra pandilla.

Cuando se revisa la mayoría de literatura existente sobre organizaciones pandilleras, se observa con claridad cómo la acción violenta se limita básicamente a la disputa entre dos pandillas. Ahí la violencia, entendida como el uso de la fuerza física, representa la puesta en escena de ese abultamiento de la condición imaginaria de relacionamiento con el otro. Las formas que asume esta condición es consecuencia de una serie de factores sociales, culturales y económicos que se observan en los momentos actuales en las sociedades contemporáneas y no sólo latinoamericanas. En palabras de Young:

a estos jóvenes se les prohíbe la entrada a la pista de competición de la sociedad meritocrática; sin embargo, se quedan pegados a la pantalla de sus televisores y a los otros medios de comunicación que seductoramente presentan los espléndidos premios de una sociedad adinerada. Ante esta negativa a ser reconocidos, los hombres jóvenes recurren, en todas partes del mundo, a lo que debe ser casi una ley criminológica universal, es decir, a la creación de culturas del machismo, a la movilización de uno de sus pocos recursos, cuales son la fuerza física, la formación de bandas y la defensa de sus propias zonas. Ya que otros les deniegan el respeto, crean una subcultura que gira alrededor del poder masculino y el "respeto" (2003: 29).

Así, se puede hablar de una especie de "tribalización" de los grupos pandilleros, siendo radicales tanto el desconocimiento del otro como su configuración exclusivamente como enemigo (Martín-Baró, 2003), cuya existencia y significado es la de ser sólo el medio para la afirmación de uno.8 La consecuencia es que, muy lejos de ser una impugnación del orden constituido, se reproduce y da continuidad a un sistema dominante cuya supremacía actual, en palabras de Kaminsky (2000: 169), se sostiene en "la estrategia política de la exacerbación individualista, en el primado de las entidades atomísticas y sus identidades"; lo que se corta brutalmente son los "entres". O en la reflexión de Bauman (2004: 18-19), cuando afirma " que el sistema dominante tiene cabida en la modernidad que se anuncia como un proceso civilizador que, sin embargo, funciona en realidad como un proceso de civilización de un tipo de hombre que implica la incapacitación forzosa de otro o — y que promueve un modelo de funcionamiento de las relaciones sociales basara do sobre la coerción— .9

Este modelo tiene que ver, entre otros planteamientos, con lo que Connell (1987) define como el discurso de la masculinidad hegemónica. Un discurso que articula y da sentido (de modo exclusivo) a las prácticas (y a los usos lingüísticos) que demuestran tener coraje, virilidad, valentía, respeto y honor. Respeto y virilidad remiten a un discurso autoritario, dominante en la mayoría de los países latinoamericanos, que hace de las tradicionales oposiciones binarias fuerte/débil, grande/pequeño, superior/inferior, dominante/dominado, las categorías en las que se sustenta. En ausencia de capacidades de aplicación de otros recursos simbólicos y de apropiadas condiciones estructurales en los territorios en los que actúan las pandillas, es a través de la violencia, hablada y practicada, como los jóvenes pandilleros obtienen un lugar prominente, el ejercicio de un poder que afianza la posición y el liderazgo al interior de estos grupos. Hacer "carrera" y escalar hacia puestos de mando depende así de la demostración constante de saber defender a los otros miembros —lo que es posible por medio de la capacidad de reacción y de pelea— y la demostración de saber armar la "bronca" (el choque, la gresca) buscándola y haciéndola posible provocando a otra pandilla o simplemente en los actos de agresión a transeúntes en la calle.

La valentía y la hombría plasmadas en actos violentos en los que siempre existe ¡ un otro como objeto y víctima, se configura también en el uso de un lenguaje (y una coba) que se inscribe en el mismo marco valorativo, como lo señala también Alonso Salazar, refiriéndose al caso de pandillas en Colombia, donde el "parlache" es un

lenguaje que no es gratuito, sino portador de una axiología donde la agresión y la desvalorización del otro están en un lugar de preeminencia. El parlache es un habla que cohesiona relativamente a algunos grupos, pero refleja en palabras la actitud de intolerancia y desenfreno que prevalece en la sociedad (1998: 124).

Las organizaciones pandilleras inscriben su acción en un "afuera simbólico" y un desbande imaginario cuando, a nivel de la sociedad o de la nación en su con-       << junto, se han deteriorado los dispositivos culturales que garantizan la cohesión o el lazo social. A partir de este deterioro, se producen nuevas formas de guetización, como consecuencia del desmembramiento social y, a su vez, aparece el debilitamiento de estrategias de convivencia. En palabras de Bauman:

Cuanto más tiempo permanecemos en un medio uniforme — en compañía de personas semejantes, con las que podemos alternar de modo superficial y prosaico, sin exponernos a malentendidos y sin tener que bregar con la humillante necesidad de traducir significados radicalmente distintos—, más probabilidades hay de que "desaprendamos" el arte de llegar a fórmulas conciliatorias y a un modus convivendi (2006: 34).

Éste es uno de los argumentos más sólidos para concebir a la organización pandilleril como una estructura "neotribal", la cual no es más que un síntoma evidente de la descomposición social que en su conjunto padecen las sociedades contemporáneas, las cuales fosilizan las diferencias, las separan y las vuelven inconciliables.

Algunos investigadores resaltan el carácter evolutivo hacia manifestaciones de violencia de las organizaciones pandilleras, siendo que en un inicio funcionan como un grupo de amigos y un dispositivo de integración social al barrio (Rocha, 2006), como una organización de tipo fraternal que brinda a sus miembros autonomía respecto de la autoridad adulta (Goubaud, 2008), o como la conformación de grupos juveniles que sobrevivían en las marginalidades de las grandes ciudades (Cruz, 2005).

Según estos autores, la evolución hacia el recurso de la violencia y a la acción delictiva se debe, entre otras causas, a una mayor jerarquización y consolidación de la estructura organizativa, como consecuencia de las medidas represivas adoptadas por los gobiernos centroamericanos, una cada vez mayor clausura identitaria relacionada con el control de un territorio claramente delimitado, como el del barrio y, especialmente, la reiterada incapacidad de los gobiernos para pensar políticas públicas dirigidas hacia la juventud en general.

Recluida en la delimitación del barrio, la pandilla opera por medio de demostraciones de fuerza y ofrece así un espacio de protección frente a las amenazas que g provienen de otros barrios en los que actúan otras pandillas. Se instaura de este modo un mecanismo por el cual "la existencia de pandillas en otros barrios es un aliciente para tener una pandilla en el propio barrio" (Rocha, 2006: 6); de ahí que o la actitud de los moradores de estos barrios sea ambigua hacia el pandillerismo: "muchos habitantes de los barrios sólo perciben a los pandilleros externos como dañinos" (Rocha, 2006: 6). Los barrios a los que se refiere Rocha son los que pertenecen a las zonas urbano-marginales de Managua, en Nicaragua; uno de éstos, llamado Reparto Shick, se describe como un gigantesco conglomerado de barrios donde viven más de cuarenta mil habitantes, como consecuencia de sucesivas migraciones que llevaron a la gente a luchar para conseguir los servicios básicos. Ello se cumplió gracias a las luchas encabezadas por líderes comunitarios que en el pasado hicieron posible obtener la dotación de luz y agua, calles asfaltadas, escuelas y otras infraestructuras para el barrio.

Sin embargo, en la actualidad, los líderes han desaparecido y no han podido ser reemplazados por otros, debido a que como señala Rocha: "No es época de luchas comunitarias, sino del cada quien por su cacaste. Los sueños actuales tienen una dimensión más diminuta e individual" (Rocha, 2006: 6). Reparto Shick es un barrio dormitorio y dominio de desempleados, donde la única sociabilidad o presencia pública colectiva que marca la vida es la de las sectas religiosas o la de la pandilla, ambas actúan excluyendo, habiendo sido excluidas, y ambas recurren a la construcción de identidades primarias, significados y códigos morales propios.

La descripción de este barrio de Managua nos obliga a reflexionar sobre la relación existente entre un conjunto de condiciones de vida de los barrios (más allá de los aspectos ligados a las desigualdades económicas) y la constitución de pandillas juveniles. Se trata de condiciones que muestran el fracaso de los dispositivos que posibilitan el mantenimiento del tejido social y la reproducción de la vida en comunidad, basada en reglas de respeto mutuo y reciprocidad. Esos dispositivos son de naturaleza social, cultural y psicológica, y para citar algunos haremos referencia a 1) las formas rituales de convivencia, como las actividades sociales públicas y de vecindad que convocan a la colectividad y la hacen partícipe de la construcción del tejido social; 2) la presencia de referentes claros, distribuidos en el territorio, que permiten las prácticas cotidianas del ocio, de la recreación y del tiempo libre y que cumplen con la función de aglutinantes de las agrupaciones juveniles; y 3) las formas inhibitorias de tipo moral que operan como amortiguadores ante situaciones conflictivas y posibilitan el autocontrol porque canalizan las tensiones por medio de la aplicación de otras modalidades de actuación (no violentas), que de este modo terminan por sublimar esas tensiones.

Bourdieu (1999), reflexionando sobre lo que denomina "efectos de lugar" y sobre los "suburbios problemáticos", advierte que "las evidencias más sorprendentes y las experiencias más dramáticas" que ahí se viven o se ven, tienen su origen en un lugar completamente distinto, son lugares que se definen por una ausencia: "esencialmente, la del Estado y todo lo que se deriva de éste, la policía, la escuela, las instituciones sanitarias, las asociaciones, etcétera" (1999: 119. Cursivas en el original).

Las consecuencias de esta ausencia se reflejan en las modalidades de circulación de capital simbólico y su aprovechamiento para la reproducción social. Por medio de una comparación, no sólo física ni sólo económica entre el "barrio elegante" y el "barrio estigmatizado" (el del suburbio), Bourdieu hace notar que, en el primer caso, se trata de un barrio que, funciona como un "club fundado en la exclusión activa de las personas indeseables, consagra simbólicamente a cada uno de sus habitantes", en cuanto al barrio estigmatizado, éste "degrada simbólicamente a quienes lo habitan, los cuales, a cambio, hacen lo mismo con él, ya que al estar privados de todas las cartas de triunfo necesarias para participar en los diferentes juegos sociales, no comparten sino su común excomunión" (Bourdieu, 1999: 124).

Estas reflexiones ponen al descubierto que las condiciones sociales del barrio generan una conflictividad interna, que a su vez da lugar a manifestaciones violentas de grupos pandilleros, ante lo cual cabe decir que esas condiciones sociales las causan factores que no se ubican en el mismo contexto barrial y que se originan en la incapacidad de las administraciones públicas de dotar a los barrios periféricos de condiciones adecuadas.

De ahí que "es indispensable reubicar el Estado y el destino de un barrio (sea aristocrático o desheredado, noble o infame) en la serie diacrónica de las transformaciones históricas de las cuales es expresión material, transformaciones que jamás hallarán su fuente y su principio en el seno del barrio en cuestión" (Wäcquant, 2007: 22. Cursivas en el original).

Entre los investigadores de la violencia juvenil y el pandillerismo, quizá exista un relativo consenso en cuanto a la necesidad de ubicar este fenómeno en los procesos históricos de mediano y largo aliento, en los contextos públicos relacionados con los ámbitos culturales, sociales y económicos, así como en el contexto privado de la familia en cada país. De los modos como se han concebido y puesto en marcha los proyectos de nación, construyendo estos contextos y ámbitos que organizan la reproducción de la vida de los sujetos juveniles, dependerá en última instancia la emergencia, consolidación y los niveles de violencia relacionados con el pandillerismo.

Masculinidad hegemónica, ausencia de espacios lúdicos de recreación, debilitamiento de la función simbólica de los ritos de cohesión, son algunos elementos que asoman en el ámbito de lo cultural. Inseguridad y conflictos, riesgos de disolución del lazo social como deriva de la ausencia de referentes colectivos en el espacio g público y su privatización, barrios que demuestran no ser aptos para la vida porra que están desprovistos de infraestructura básica, son elementos que problematizan lo social. Desempleo, subempleo y precariedad laboral, empobrecimiento, falta de o oportunidades laborales, contradicción entre poder adquisitivo y ampliación del consumo, tienen que ver con lo económico.

Y, finalmente, en el ámbito de la familia, se observa la crisis que ésta atraviesa como núcleo primordial de distribución de afectos, de socialización básica, de seguridad yóica, de atribución de roles y del ejercicio diario de violencia simbólica y psicológica (inferiorización del sujeto adolescente y juvenil), así como física. Sintéticamente, se afirmaría que la acción de las organizaciones pandilleriles responde a un conjunto de condiciones que hacen de la marginación social, económica y simbólica su terreno más fértil.

Es menester explicar las diferentes formas de violencias ubicándolas en un esquema circular: las que se ejercen desde arriba (desde una estructura social desigual) y desde abajo (reacción de los sectores populares a esta estructura) (Wäcquant, 2007) y, por el otro, debido a la ausencia de "amortiguadores" que son posibles y se activan cuando los sujetos tienen un capital social y simbólico10 lo "suficientemente" grande. La utilización de estos capitales dependerá, sin embargo, de que exista un ambiente en el cual estén garantizadas la circulación de recursos y las condiciones estructurales apropiadas que tiendan a institucionalizarlos. De lo contrario, como señala Wäcquant: "En un universo de recursos básicos y con una alta densidad de predadores sociales, la confianza no está para nada asegurada, de manera que todos deben cuidarse de la violencia, al mismo tiempo que estar listos a valerse de ella en cualquier momento" (2007: 90. Las cursivas son mías). De ahí que el empleo de la violencia o su padecimiento resulten ser las dos caras de la misma moneda.

El círculo de las violencias puede ser representado —siguiendo a Bourdieu— como la expresión de la violencia inerte de las estructuras económicas y mecanismos sociales transmitidos por la violencia activa de la gente, la cual se ejerce cada día en las familias, fábricas, talleres, bancos, oficinas, comisarías de policía, cárceles, incluso hospitales y escuelas, esta violencia cotidiana es, en última instancia, el producto de aquella violencia inerte. De ahí que Bourdieu hable de una ley de conservación de la violencia, con la que se entendería que, debido a que toda violencia se paga, hay que evitar sembrarla (citado por Bourgois, 2005). Bourgois nos da más elementos para pensar el círculo de la violencia, los cuales nos permiten afirmar que los actos de violencia no pueden ni deben ser considerados bajo la simple óptica de la responsabilidad personal de quien los comete, ya que son reconducibles a condiciones estructurales que hay que tomar en cuenta (Martín-Baró, 2003).11 Bourgois establece una tipología de la violencia mediante la cual distingue entre violencia política (la que administran las autoridades oficiales o su oposición), violencia estructural (en términos de desigualdad de condiciones políticas y económicas), violencia simbólica (las humillaciones y la inferiorización sistemática) y, finalmente, la violencia cotidiana (la que se expresa en los entornos microinteraccionales de la familia o del barrio). Cada vez que hablamos de violencia, deberíamos hacer el esfuerzo de ubicar el tema en el cruce posible de estas cuatro tipologías, y no reducirla a una sola causa como a menudo se hace cuando, por ejemplo, se indica a la pobreza como tal única causa.12 De acuerdo con Zizek, el problema que se nos presenta es que, mirando de frente a las manifestaciones de la violencia, al horror que nos produce y a la piedad que nos suscitan las víctimas, tendemos a perder la capacidad de pensar más a fondo lo que él define como una tipología de la "violencia invisible". Ésta contempla especialmente las formas de violencia objetiva y sistémica, o sea, el modo "catastrófico del funcionamiento bien aceitado de nuestros sistemas económicos y políticos" (Zizek, 2007: 8. La traducción es mía), y que impide que el lugar de observación de las violencias (subjetiva y objetiva) sea el mismo, puesto que la primera de éstas se observa como si se diera en el vacío de la otra.

Alonso Salazar (1998: 163), citando un trabajo de investigación realizado por Ugalde en algunos barrios de Caracas, señala: "como en un círculo vicioso, la violencia finalmente es la respuesta a la falta de esperanzas en la vida, que se produce precisamente por la violencia de la que se es objeto, casi da lo mismo vivir que morir, se acorta la distancia entre las polaridades, y la violencia y la muerte, en tanto definen el modo de vivir, establecen toda una cultura de la muerte".

Hace unos años, en una entrevista con un miembro de una pandilla ecuatoriana, " éste se refirió a que siempre asomaba en él la imagen de su muerte, "ahí botado en la calle como un perro", decía, y, sin embargo, con los hermanitos a su alrededor para enterrarlo con los honores del grupo. La incorporación de que la muerte, como o una posibilidad nada remota, siendo más bien cotidiana, es una condición que dice mucho de cómo el uso de la violencia se ha interiorizado en las agrupaciones pandilleriles y de que se borra una distinción clara entre ser victimario o víctima de ésta.

Por su parte, Reguillo habla de una especie de "transferencia" de responsabilidades cuando se trata la violencia sin tener en cuenta los contextos sociopolíticos en los que se despliega, haciendo aparecer a los jóvenes, especialmente a los de sectores marginales, como los responsables directos de la inseguridad en las ciudades. La investigadora mexicana, además, capta muy bien la relación entre condiciones de marginación y exclusión en las que están inmersos muchos jóvenes de las periferias de las ciudades latinoamericanas y el ejercicio de la violencia, y advierte: "La marginalidad y la exclusión son condiciones que se aprenden, se vuelven piel, se hacen conducta y ésta es una violencia mayor" (1995: 72). Como veremos más adelante en las experiencias relativas a tatuarse la cara, los jóvenes mareros de Centroamérica son una muestra de esas violencias escritas en la piel.

 

Huellas de violencias: caras tatuadas y borramientos

La aproximación crítica en torno a la relación de violencias y juventud desarrollada en el primer apartado y que permitió enmarcar la problemática del pandillerismo en el círculo de la violencia, nos condujo a complejizar las dicotomías de agresor y víctima que a menudo se utilizan para denominar la condición juvenil del pandillerismo. En este apartado se enfatizará en la interpretación de los signos de algunas huellas de violencias registradas en el cuerpo de los jóvenes pandilleros miembros de la Mara Salvatrucha y de Barrio 18. Esto nos permitirá avanzar en el análisis de las formas de las violencias institucionales que, ejercidas contra los jóvenes, son mantenidas ocultas para afirmar que éstos sólo pueden ser portadores de violencias mas no ser objeto de éstas. Existe ya una vasta literatura sobre los modos en que determinados sectores de la sociedad actúan violentamente contra los jóvenes, basta señalar el hostigamiento y represión de que son víctimas especialmente los jóvenes de sectores populares por parte de las fuerzas policiales.

Como ya se ha señalado, es en Centroamérica — subregión en la cual a partir de 2003 los gobiernos que se han instalado han expedido un conjunto de leyes denominadas "Plan Mano Dura" y "Plan Super Mano Dura"—13 donde se detecta la mayor concentración de crímenes o abusos policiales en contra de los jóvenes definidos como sospechosos de pertenecer a las maras, muchas veces sólo aplicándoles la presunción de delito por la forma de vestir, o por encontrarse en lugares definidos por las autoridades policiales como no adecuados.

En general, se observan también otras modalidades por las cuales los jóvenes p son objeto de violencias: las sufridas en el seno familiar, y no sólo las físicas, sino las que se expresan en el registro simbólico del desafecto, el abandono o la incapacidad de ofrecer un horizonte de sentido de vida, considerando que la familia debería atender la creación de un espacio de socialización primaria, función que, sin embargo, como sabemos, hoy está en crisis. Así como las violencias sufridas en el ámbito de los sistemas educativos caducos que lastimosamente son la característica común en muchos de los países latinoamericanos, y que crean las condiciones y el ambiente propicios para abonar la reproducción de violencias.

La tesis que sostiene las reflexiones siguientes es que tatuarse la cara es una operación y experiencia que marca una diferencia radical y significativa con el gesto de tatuarse el cuerpo. Y lo es en la medida en que tatuarse la cara nos obliga a reflexionar sobre la dimensión del rostro o de la rostridad en la dirección señalada por Lévinas (1977) o por Deleuze y Guattari (2002). El primero señala que el rostro es la parte más desnuda del cuerpo, el lugar donde se inscriben todos los movimientos de la subjetividad y donde se es como absoluta exposición o exterioridad hacia el otro, hacia su mirada. Deleuze y Guattari, por su parte, definen a la máquina de rostridad como un dispositivo no de individualidad, sino de tecnología política, de producción de un mapa, de una política: el rostro es un "verdadero portavoz" (2002: 184).

Por un lado, el tatuaje facial, permite a los miembros de la mara radicalizar su pertenencia y producir una distancia o una verdadera y propia ruptura con cuanto queda externo a aquélla, un "afuera" que difícilmente puede ser nombrado sin caer en reduccionismo o estereotipos como los que a menudo se utilizan por medio de la expresión "sociedad normal". Quizás se pueda emplear el término integratividad (acuñado por Hannerz, 1986; a pesar de que él mismo señale que sería un neologismo poco afortunado) que alude a un modo de habitar la ciudad de parte de quienes establecen redes y modos de circulación que se extienden más allá de cualquier tendencia que obligue a concentrarse en un ámbito o dominio particular. En todo caso, está claro que sea en términos de integratividad o de construcción de espacios de "entres", como señala Kaminsky (2000), sería un error considerar que la no concreción de la integratividad, es decir, de las condiciones de movilidad, recaiga exclusivamente en los mareros, siendo la ausencia de más y mejores oportunidades generadas por el Estado —en el sentido de políticas públicas en pro de la juventud — un factor de corresponsabilidad a tomarse en cuenta. Los tatuajes que se inscriben en una rostridad, "en un dar la cara" (en esta circunstancia casi literal), representan el signo de esta corresponsabilidad y el punto de sutura entre ambas. Y también el encuentro de dos violencias: la actuada por los mareros, quienes además de tatuarse los signos identitarios de la mara a la que pertenecen (números y letras), también se tatúan a manera de "trofeos" las muertes que han cometido, así como para poder elevar su posición en la escala del "respeto" entre sus pares. Junto con esa violencia aparece la otra, la de esa ausencia y el conjunto de violencias padecidas que de una u otra manera se simbolizan en los tatuajes.

La emergencia de formas contemporáneas de escritura corporal, como la de los tatuajes (y su correlato de perforaciones y otras modificaciones del cuerpo), ha sido concebido a partir de un discurso médico-psiquiátrico conectado con una perspectiva criminológica (Nateras, 2002; Le Breton, 2005; Piña Mendoza, 2009). Una de las imágenes más recurrentes de cuerpos tatuados es la que se asocia a los escenarios de las cárceles. De ahí que esos cuerpos hayan sido a menudo relacionados con sujetos delincuentes y violentos. En buena medida se debe a esa asociación que el tatuaje haya sido y sea objeto de estigma; porque, si tenemos en cuenta que hay grupos sociales que tradicionalmente ubican el tatuaje entre las operaciones culturales más relevantes de su vida social —por ejemplo, los maorí de Nueva Zelanda—, podemos afirmar que el juicio que la opinión pública tiene sobre el tatuaje dependerá del lente con el que se mira. Y ese lente está fuertemente condicionado por un discurso que criminaliza a los sujetos portadores de tatuajes y los condena de antemano como patológicos o peligrosos.14

Ahora bien, incluso si admitiéramos que la práctica del tatuaje se desarrolla principalmente dentro de los centros penitenciarios, debemos señalar que esa práctica, lejos de ser el reflejo de una conducta anómala o antisocial, es el signo visible de las condiciones de vida que se dan en la reclusión y también una reacción ante la mirada estigmatizadora del delito. En otras palabras, ha de considerarse que la experiencia de tatuarse tiene que ver con una voluntad de simbolización y no con un gesto mecánico.15 En la cárcel, muchos reos hacen evidentes, por medio del tatuaje, las profundas injusticias que han vivido y las múltiples formas de violencias de las que han sido objeto. No exageramos al decir que en muchos tatuajes se leen representados los signos de esas violencias que, de ese modo, se hacen piel y carne, con huellas que están ahí para que la memoria se actualice en cada momento p y que viabilizan, de algún modo, la construcción de vínculos con "los de afuera" (familiares y amigos) que, de otra manera, serían imposibles.

Además, como sabemos, esas huellas son el signo de una evidencia: del tiempo transcurrido en la prisión, de las destrezas para sobrevivir en ésta, pese al ambiente conflictivo que la caracteriza y, por lo tanto, de la alcanzada meta de ser un recluido dotado de lo que sería la condición más preciada dentro del centro penitenciario: el respeto que los demás le tienen. Como un signo de la manifestación de "superioridad masculina", el tatuaje es algo que se ha impuesto en los últimos tiempos como una característica muy presente entre los jóvenes, quienes la adoptan para hacer frente a la necesidad de autoafirmación y de aplacamiento de las dudas existenciales que atormentan al sujeto juvenil. En palabras de Le Breton (2005: 74): "El tatuaje [..] también aquel realizado de modo aproximativo, crea un aura imaginaria de potencia y peligro alrededor del sujeto, incitando a los demás a quedarse a distancia y a evitar el conflicto".

Si abandonamos el discurso que estigmatiza a los tatuajes y nos disponemos a encontrar el valor cultural que representan y la subjetividad que expresan, podremos analizar otros aspectos relacionados con esta práctica entre los miembros de las maras. Esta práctica opera como un dispositivo simbólico de diferenciación mutua, en la que la identidad grupal se interioriza y exterioriza a la vez, o como "una forma de comunicación exclusiva (nosotros frente a los otros), que se sirve del cuerpo como medio de comunicación y de ciertos símbolos que son valorados por el grupo" (Le Breton, 2005: 227). Sin embargo, debemos concentrarnos en analizar el tatuaje facial partiendo de la hipótesis ya señalada, según la cual esta práctica marca una diferencia sustancial en relación con el tatuaje del cuerpo.

La experiencia de marcarse la cara nunca puede ser sólo un gesto individual y tampoco pensarse sólo como lo que se produce a consecuencia de una retirada o repliegue identitario, o de ruptura del lazo social con un "afuera" más amplio. La escritura que se produce al entintar la sangre de los poros para hacer aparecer unas letras, números o figuras en el rostro, una operación que indudablemente deja huellas en lo más profundo del sujeto, registra el doble significado del "barrio" como territorio e identidad grupal, y a la vez el significado del gesto que devuelve a su remitente — "la sociedad del afuera" — el mismo signo que la produjo; esto es, o el conjunto de violencias institucionales que bajo las diferentes denominaciones de exclusión, marginación, abandono y castigo han padecido los jóvenes mareros. Esta devolución tendría efectos sorprendentes que sólo una etnografía revelaría: los tatuajes faciales dibujan un rostro que quiere desafiar la mirada del otro, que quiere forzarlo a experimentar dos posibilidades, cada una a su manera extrema: o mirar, o bajar la mirada; o mirar para luego bajar la mirada. En el primer caso podría ser una experiencia insoportable, además de peligrosa, ya que no existen elementos suficientes en el contexto cultural donde se produce, para darle un sentido aceptable. En el segundo, se trataría de la demostración de que quien capitula no es el marero, sino el otro en sus propios miedos, y que si existe ruptura ésta se debe a ambos. El marero, cuyo rostro es la petrificación de una representación ritual, a la cual la sociedad en su conjunto ha impedido que sea del tipo señalado por Durkheim (2003) cuando habla de los "piaculares" —los que se realizan en medio de la tristeza y la inquietud, y que cumplen con suturar simbólicamente las catástrofes—, se convierte en la mayor evidencia de una fractura estructural que viven las sociedades centroamericanas, que parecen tolerarla o que son incapaces de suturarla.

Así, en cada marero se observa cómo el sentido de lo humano naufraga y se convierte en un espectáculo digno de la peor publicidad que sólo la indiferencia o el cinismo pueden catalogar como estético.16 El marero, a diferencia de los miembros de otras agrupaciones pandilleras, no oculta su pertenencia a la mara. Su acción, no obstante, se circunscribe a un territorio, se hace visible en la exterioridad extrema del tatuaje facial que, como se ha dicho, no funcionaría exclusivamente hacia adentro del grupo. Si bien es ahí donde las figuras tatuadas se convierten en emblema, no es menos cierto que gracias también a los medios de comunicación, que se encargan de proyectar incluso en los modos estigmatizante y estereotípico las imágenes de los mareros, éstas sobrepasan los límites del espacio de las maras.

Así, dentro del grupo ocurre la transformación del estigma en emblema (Goffman, 2003),17 afuera de él, el estigma es devuelto a la sociedad de los otros (de "los normales"), bajo las huellas del tatuaje facial, como si se tratara de posibilitar que la mirada de los otros se refleje allí. No sabemos si esto acontece o no, o si se da todo lo contrario; o sea, que el estigma construido socialmente siga funcionando como un portentoso mecanismo de producción de estereotipos, los cuales — en palabras de Hall (1997)— reducen, esencializan, naturalizan y fijan la "diferencia", lo que condenaría a los mareros a un "exilio" y olvido forzosos sin retorno.

Se diría que, de alguna manera, el tatuaje facial es un signo de resistencia hacia lo que lo ha hecho posible, esas condiciones que, como ya señalamos, no pueden ser producto exclusivo de una decisión individual o grupal. De ser así, el tatuaje facial, con su permanencia, se resiste a caer en el olvido o a ser simplemente criminalizado. En su aparente inmovilismo, podría producirse una línea de fuga respecto de la máquina de rostridad, la cual, de acuerdo con Deleuze y Guattari 29 (2002), siempre funciona de modo biunívoco por medio de dicotomías: por ejemplo, un hombre o una mujer, un rico o un pobre, un adulto o un niño, etc. A contrapelo de una máquina de rostridad que en relación a las maras crea las dicotomías de inviables o ciudadanos, de desadaptados o normales, de crueles o buenos, los mareros han generado su propia rostrificación por medio de tatuajes que reproducen de modo mimético los signos de su propia exclusión: el barrio, las muertes, la pertenencia. Así, el tatuaje facial en su cuasi silencio simbólico (por la limitada representación sígnica) y, sin embargo, en su estruendosa imagen de violencias, funcionaría como un desplazamiento, un devenir en el cual asoma el signo de lo imprevisto: entrar a disputar frontalmente con sus ambivalencias —mas no ambigüedades— el poder que ha hecho posible su aparición.

Con Lévinas se diría que el tatuaje es el rostro, lo que obliga a un cara a cara entre el marero y el "otro", a quien le tocará resolver si acepta o no el desafío ético de responsabilizarse de esta confrontación y asumir su propia alteridad como parte de sí mismo. El rostro que el tatuaje facial engendra tiene el valor de un testimonio, el de acontecimientos traumáticos que convocan e interpelan al otro, probablemente en sus propios miedos. Podemos leer el rostro del marero como un registro de la historia y la memoria nacional, especialmente del conflicto armado en los países centroamericanos y las masivas emigraciones hacia Estados Unidos.

Si partimos de la noción lacaniana de trauma, entendido como lo real que perfora lo simbólico, el rostro es el trauma de unas sociedades y de los Estados que no han querido procesarlo o tratarlo simbólicamente como se señaló antes en relación con la realización de ritos cuya fuerza reside, propiamente, en introducir el elemento simbólico para volver cotidiana la memoria de eventos catastróficos o traumáticos y no permitir el olvido. De ahí que Lacan nos recuerda que el trauma o es una insistencia, la de "no dejarse olvidar por nosotros. El trauma reaparece en ellos, en efecto, y muchas veces a cara descubierta (Lacan, 1984: 63. Las cursivas son mías). Las anotaciones de Lacan refuerzan la idea aquí expresada de que el rostro de los mareros es el signo de una radical exterioridad que no sólo no pretende ocultar las marcas de traumas colectivos, sino que los hace evidentes a quienes se niegan a afrontarlos encerrados en sus vergüenzas y miedos.

Para no querer seguir viendo estos tatuajes, se les ha criminalizado volviéndolos ilegales por medio de la aplicación de medidas represivas contenidas en los planes de "Mano Dura" y "Súper Mano Dura". De ahí es probable que la práctica de tatuarse el rostro y el cuerpo haya disminuido en tiempos recientes debido a esas medidas. En efecto, estos planes se plasman en una "ley antimara", cuyo objeto fue el establecimiento de "un régimen especial y temporal para el combate legal de las agrupaciones conocidas como maras o pandillas". Asimismo, definieron como asociación ilícita a la pandilla y la conceptualizaron como "aquella agrupación de personas que actúen para alterar el orden público o atentar contra el decoro y las buenas costumbres, y que cumplan todos o varios de los criterios siguientes: que se reúnan habitualmente, que señalen segmentos de territorio como propio, que tengan señas o símbolos como medios de identificación, que se marquen el cuerpo con cicatrices o tatuajes".18

Paralelamente a la criminalización de los tatuajes, las medidas adoptadas (las cuales, a pesar de haber sido declaradas inconstitucionales, han producido efectos relevantes) se han puesto en marcha a partir de 2003 (el mismo año de tales medidas) especialmente en El Salvador y Honduras, por parte de ONG o instancias vinculadas a las iglesias, proyectos que, con el objetivo de reinsertar a jóvenes ex mareros a la "sociedad normal" y al empleo, han puesto en marcha la operación de borramiento de los tatuajes. Realizada con diferentes técnicas, desde el empleo de ácidos o el uso de planchas, hasta la utilización del láser, esta operación evidencia, con más intensidad que la anterior, otra modalidad de violencia institucional sufrida por los jóvenes, sin importar si es el mismo joven que la pone en práctica o es una institución la que la facilita.

José, un joven hondureño hoy "reinsertado", que he entrevistado en un suburbio de San Pedro Sula, me muestra las huellas de ese borramiento y narra cómo muchas veces ha tenido que mostrarlas cuando se le ha presentado la oportunidad de solicitar un empleo. Las muestra sin ocultar el hecho de que siente vergüenza de éstas. Le pregunto si cuando se borró los tatuajes tuvo el mismo sentimiento que cuando se los hizo. Su respuesta es tajantemente negativa. Del gesto de tatuarse destaca la dimensión colectiva en la que se efectuó, de participación de los otros miembros del grupo, del ambiente festivo en que lo vivió, las ganas de ser alguien y de poderlo mostrar principalmente por medio de los tatuajes. El sentido que atribuye al conjunto de estas condiciones le hace decir — que si bien sintió mucho dolor, su nivel de aguante encontró ahí un aliciente. En cuanto al borramiento, sólo habla del dolor que ha probado, de la soledad en la que estuvo, de la vergüenza que sintió y de la caída en un estado de resignación. Además, nombra ese momento con la expresión "como si se hubiese despertado de un sueño".

Con su testimonio, José nos ofrece unas pistas interpretativas en torno a la operación de borrar los tatuajes. En primer lugar, permite establecer una asociación entre tatuaje y borramiento. Pueden parecer prácticas similares las de un sujeto que decide utilizar el cuerpo como un lienzo para expresar su modo de estar en el mundo. Sin embargo, son dos experiencias muy diferentes por el lugar que asume el sujeto ante el terreno común de las violencias sufridas: si el tatuaje pone en escena el estigma y en éste se inscriben los potenciales cuestionamientos a lo que lo produjo, su borramiento funciona como un potente signo de disciplina-miento del cuerpo y del sujeto, que de este modo se representa bajo el signo de la infamia.

La violencia es el imperativo que obliga a un acto que pretende borrar la expresión de una subjetividad que había generado el gesto extremo de una potencial resistencia, del desafío de "un cara a cara". El imperativo tiene el sentido de una mortificación, de una humillación profunda que apunta a anular ese gesto. El dolor que produce el borramiento de los tatuajes se convierte, así, en la irrupción de un hecho real y un sinsentido en el sujeto, que lo vive como un "puro dolor" disociado de una experiencia vital. El borramiento es el signo de una expiación sin experiencia subjetiva, porque no va acompañado de ninguna ritualidad reparadora que viabilice la "restitución" de la persona a la colectividad. No creo exagerar afirmando que es la producción de un paria. Por eso hay una profunda diferencia entre mostrar los tatuajes y las huellas de su remoción: mientras con lo primero se encaran, devolviéndole al remitente (la sociedad del "afuera") los signos de su derrota; con lo segundo se evidencian las intenciones de que sea la propia persona quien se vea obligada a asumir su derrota. En otras palabras, lo " que está en juego es la intención de quebrar toda posibilidad de una aún tenue representación simbólica de la existencia por parte de los jóvenes provenientes de los sectores populares que son quienes con mayor intensidad padecen los procesos de desocialización que se han vuelto sistémicos en las últimas décadas (Valenzuela, 2007).

Si el tatuaje como signo de una relativa soberanía del cuerpo representaba el escenario de una subjetivación, el borramiento expresa la marca de un sujetamiento que intenta transformar a la persona en un ente pasivo o dócil. No se puede nombrar de otro modo el hecho de que los jóvenes sospechosos de haber pertenecido a las maras, cuando buscan un empleo, tengan que mostrar las huellas de la remoción de los tatuajes para probar que han cumplido con el principal requisito de una expiación de culpas. ¿Se puede definir el borramiento de los tatuajes como un mecanismo adecuado de reinserción? Resulta patente la inviabilidad de proyectos de esta naturaleza que, en lugar de reintroducir condiciones mínimas de socialización, parecen ahondar aún más en lo contrario, en lo que Arendt (2002) llama "cortar los puentes con la sociedad respetable" y provocando un evento de cuya violencia se diría que ésta sí es imborrable.19

En efecto, ¿qué significado adquiere el querer borrar los signos de una violencia aplicando otra mayor? Como se puede imaginar, borrar la violencia no es posible; porque la remoción no lo es, ni materialmente —porque la marca que deja ahí estará para siempre— ni simbólicamente (lo que es más grave aún) porque los jóvenes seguirán llevando esa marca bajo el enorme peso de una profunda vergüenza.

 

A modo de cierre

Las interpretaciones que se realizan en torno a la problemática de la violencia ¡ juvenil de tipo pandilleril tienden a concentrarse en las acciones violentas protagonizadas por estos grupos y a invisibilizar la existencia de otras formas de violencias institucionales de las que son objeto estos mismos jóvenes. Esta mirada parcializada es posible en la medida en que ha sido incapaz de incluir una reflexión sobre lo que aquí se ha denominado como "círculo de las violencias", de las cuales la de tipo pandilleril es una expresión más, cuyo tratamiento, desde la perspectiva analizada en este texto, permite romper o complejizar la oposición binaria y mutuamente excluyente de agresores y víctimas de las violencias. Estas consideraciones tal vez repercutirían profundamente en las políticas de juventud en Latinoamérica y podrían subvertir las visiones ya anquilosadas e impotentes que insisten en justificar la aplicación de ulteriores medidas represivas en los sectores juveniles de extracción popular que ya han sido reiteradamente objeto de políticas excluyentes.

Más allá del significado político que se desprenda de este análisis, las reflexiones en torno a las dos prácticas de tatuarse — especialmente la cara y del borramiento posterior, han mostrado cómo cada una, con matices distintos, principalmente la segunda, encierra las huellas de unas violencias que el discurso dominante se empecina en negar.

Seguir criminalizando el tatuaje, desconociendo que en la experiencia de sus portadores subyace un conjunto de significaciones que lo convierten en un signo complejo de registro de violencias actuadas y sufridas, debe ser ya comprendido como una actitud miope o abiertamente hipócrita.

Lo que queda claro es que nos encontramos ante una escena en la que priman los elementos de una profunda injusticia, que por momentos parecería apoyarse en la búsqueda de una venganza hacia esos jóvenes que con sus tatuajes han osado desafiar el "orden impuesto". Esos jóvenes son parte de la producción de un residuo más (Bauman, 2005) de los actuales ordenamientos sociales, los mismos que necesitan de aquéllos para seguir funcionando como lo han hecho hasta ahora. Habrá que descifrar con mayor pregnancia empírica los dispositivos funcionales de la economía política de esos ordenamientos sociales y su relación con el significado de la acción del Estado, su naturaleza, las transformaciones o reiteraciones que lo caracterizan en la actualidad, para seguir dando cuenta de cómo se despliegan las violencias institucionales.

 

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NOTAS

1 Estos juicios forman parte de un repertorio más o menos extenso utilizado por funcionarios estatales o municipales, líderes políticos de tres países centroamericanos (El Salvador, Honduras y Guatemala) donde existen las maras. Recientemente, la reconocida académica Rossana Reguillo utilizó la mencionada expresión de "sujetos inviables", en referencia a los mareros (en 2008, en Quito, en una conferencia dictada en la Universidad Andina Simón Bolívar), replicando una expresión muy en moda en el lenguaje utilizado por el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional en alusión a Estados como Haití.

2 En 2006, entrevisté a algunos ex mareros (o "mareros calmados") en la ciudad de San Pedro Sula (Honduras), con quienes traté básicamente la cuestión del borramiento de los tatuajes del cuerpo, mas no de los tatuajes de la cara ni de su borramiento.

3 Para Centroamérica, véase Aguilar y Carranza (2008), Acevedo (2008), Cruz (2005; 2006), Guobaud (2007), Gaborit (2005), Rubio (2006), Fournier (2000), para toda la región: bid (2006), WOLA (2006) y Concha-Eastman (2000).

4 Un interesante estudio realizado sobre las sociedades marcadas por el posconflicto y su vinculación con el deterioro de la democracia, como escenario para pensar el surgimiento de pandillas juveniles violentas, se encuentra en Wielandt (2005).

5 Desde el psicoanálisis y antes, desde las reflexiones de Hegel sobre la dialéctica del amo-esclavo, sabemos que la búsqueda del reconocimiento es una cuestión fundamental para todo ser humano. Una lectura que sintetiza ambas perspectivas es la que afirma que nunca obtendremos un reconocimiento pleno, alcanzable por medio del cumplimiento, asimismo de una identidad plena con nosotros mismos en la victoria frente a un enemigo, porque la victoria es el momento de una pérdida mayor: la de la conciencia de un autobloqueo presente en uno mismo, que funciona como la externalización de una autonegatividad que ningún "otro" puede hacer desaparecer (Zizek, 1990: 260).

6 Según Rancière (2000), un régimen de visibilidad es la capacidad de ver y decir, se refiere a la relación entre poder y condiciones de producción, en función de la exposición.

7 Reguillo (2000) sugiere el término de "socioestética" como un elemento característico de las culturas juveniles.

8 Martín-Baró (2003: 143) señala que el "enemigo" es el estereotipo por excelencia en las situaciones de polarización social: "El estereotipo del enemigo puede desempeñar un papel significativo en el desarrollo de un conflicto, en la medida en que contribuye a endurecer la polarización y a bloquear los mecanismos de comprensión y acercamiento entre los rivales".

9 Bauman (2004: 18-19) argumenta en torno al supuesto proceso civilizador de la modernidad lo siguiente: "La modernidad se legitima a sí misma como un 'proceso civilizador', un proceso continuo que consiste en convertir lo áspero en suave, lo cruel en benigno, lo basto en refinado. Sin embargo, como en la mayoría de las legitimaciones, esto es más un anuncio que una presentación de la realidad. En cualquier caso, esconde tanto como revela. Y lo que se oculta es que sólo por medio de la coacción que perpetran pueden las agencias de la modernidad mantener a raya la coerción que han jurado aniquilar; que el proceso civilizador de un hombre es la incapacitación forzosa de otro. El proceso civilizador no es una cuestión de desarraigo, sino de redistribución de la violencia" (cursivas en el original).

10 Bourdieu y Wäcquant (1995: 82) definen como capital social la suma de los recursos, actuales o potenciales, correspondientes a un individuo o grupo, en virtud de que éstos poseen una red duradera de relaciones, conocimientos y reconocimientos mutuos más o menos institucionalizados, esto es, la suma de los capitales y poderes que semejante red puede movilizar.

11 Pienso que puede entenderse también como violencia estructural el contexto subyacente a la producción de lo que Martín-Baró (2003) denomina "trauma social", para referirse a las implicaciones no exclusivamente individuales, sino más bien colectivas de situaciones de guerra o conflictividad prolongadas como las que se presentaron en los años ochenta en El Salvador, y que han terminado por constituir lo que el autor llama "normal anormalidad"; sobre el trauma, retornaré a propósito de los tatuajes faciales.

12 Amartya Sen (2007) alerta en contra, precisamente, de la visión simplista de lo que define como "reduccionismo económico" por medio del cual se asocia la violencia con la pobreza de manera lineal.

13 Cuando escribía este texto, estas leyes fueron declaradas inconstitucionales en El Salvador y Honduras, sin embargo, en la nueva administración del presidente Mauricio Funes, de tendencia progresista, se han reeditado algunas de esas medidas, proponiendo la Ley de Proscripción de Pandillas o Maras y Grupos de Exterminio.

14 Está claro que no nos referimos a la práctica de tatuarse que, en los últimos años, ha adquirido el significado de una moda difusa entre jóvenes y menos jóvenes. Se afirmaría, con un grado satisfactorio de pregnancia empírica, que la operación de tatuarse recaería bajo la dimensión de una moda moral y socialmente aceptada, cuando quien lleva el tatuaje está exento de "sospecha"; este alguien difícilmente sería un joven popular, negro o callejerizado.

15 Incluso cuando nos referimos al denominado tatuaje cosmético.

16 Me refiero, por ejemplo, a las fotografías de Isabel Muños, quien retrata los cuerpos y los tatuajes de los mareros presos y cuya excesiva estetización los condena a una mirada exótica contemplativa e irreflexiva, en línea con los modelos espectaculares de los medios.

17 Erving Goffman ha subrayado el carácter relacional del estigma cuya definición — sostiene — no es un asunto de atributos en sí mismos del portador del estigma, sino de cómo éste permite confirmar la normalidad de quien lo genera por medio de la desacreditación del individuo estigmatizado. De ahí que lo que está realmente en juego con el estigma es la imposibilidad de que el individuo estigmatizado sea aceptado por los "normales".

18 Las citas de la referida ley fueron tomadas de <www.elfaro.com.sv/Secciones/Noticias/20040614/Fes-pad2_LeyAntimaras.doc>, consultada el 14 de octubre de 2008.

19 Cabe señalar que de este "cortar puentes" del que habla Arendt, y que se aplica tanto a los mareros activos como a los "destatuados", podría padecer también el trabajo investigativo, una práctica que al contrario reconstruiría esos puentes, pero que para hacerlo, debe asumir el enorme reto formulado por Mertz en los siguientes términos: ¿cómo configurar un acto cercano de comprensión de fenómenos donde las condiciones básicas de certeza sobre alguna conexión social desaparecen, o donde la propia fibra de la condición humana ha sido trastocada? (Mertz citado por Jiménez-Ocampo, 2008: 42. Las cursivas son mías).

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