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Perfiles latinoamericanos

versión impresa ISSN 0188-7653

Perf. latinoam. vol.19 no.37 México ene./jun. 2011

 

Artículos

 

¿Memoria sin partidos o partidos sin memoria?

 

Memory Without Parties or Parties Without Memory?

 

Juan Mario Solís Delgadillo*

 

* Doctorando en Estudios Latinoamericanos por la Universidad de Salamanca. Becario de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID). Universidad de Salamanca Instituto de Iberoamérica Fonseca, núm. 2, 2ª planta C.P. 37002 Salamanca, España Tel. (01 312) 316 1107 vdelatorre@ucol.mx

 

Recibido el 16 de noviembre de 2009.
Aceptado el 21 de octubre de 2010.

 

Resumen

El presente trabajo explora el papel de los partidos políticos en Argentina, Chile y Guatemala, en relación con la instrumentación de las políticas públicas de memoria, tras el retorno a la democracia en cada uno de estos países. Para ello se plantea una discusión sobre el concepto de memoria y los peligros de la obsesión memorial; se hace una referencia sobre los usos y abusos de la memoria que los organismos de derechos humanos hacen sobre el tema, asimismo se examina el trabajo de los partidos sobre el nivel de adecuación que hacen de las demandas del movimiento de derechos humanos para transformarlas en políticas públicas.

Palabras clave: memoria, partidos políticos, organismos de derechos humanos, políticas de memoria.

 

Abstract

This paper explores the role of political parties in Argentina, Chile and Guatemala in relation to the implementation of public policies of memory after the return to democracy in each of these countries. To do this, we discuss the concept of memory and the problems of memorial obsession. We consider the uses and abuses of memory that human rights organizations manifest on the subject, and examine the work of the parties about the level of adaptation that allows claims of human rights movement to become matters of public policy.

Key words: memory, political parties, human rights organizations, political memory.

 

...para pasar página, primero hay que leerla.
AMNISTÍA INTERNACIONAL (2008).

 

Introducción1

No hay democracia sin partidos, pero acaso ¿hay democracia sin memoria? El presente trabajo explora el papel que han desempeñado los partidos políticos en Argentina, Chile y Guatemala durante el proceso de construcción de la memoria colectiva, tras la vuelta a la democracia en estos tres países. Al mismo tiempo, se intenta explicar por qué los partidos han propendido a apartarse del tema desde su cara no gubernamental2 y cómo ha sido posible que las demandas de los diferentes actores sociales se hayan incorporado a la agenda pública para articular políticas en torno a la memoria.

Desde esta perspectiva, se parte de una percepción en la que pareciera que los partidos políticos han sido los grandes ausentes en el proceso de construcción de la memoria en sociedades postautoritarias, en las que, en principio, deberían ser los actores centrales para dirigir la democracia y atraer las demandas e intereses de la sociedad en su conjunto. Por tal motivo, a lo largo de las siguientes páginas se responde a la incógnita sobre qué han hecho u omitido los partidos en torno a la promoción y articulación de demandas sobre la memoria, y de qué forma se perciben los mismos frente a la sociedad respecto de ese tema, sin soslayar cómo ha sido posible la articulación de las políticas de la memoria desde el accionar de los movimientos por los derechos humanos.

La hipótesis de inicio consiste en afirmar que la ambigua postura de los partidos políticos desincentiva la adecuación de las demandas sociales en torno a la memoria a través de ellos y, por tanto, éstas se articulan por la vía de los movimientos sociales, ya que la gran mayoría de los institutos políticos han optado por la "reconciliación nacional" derivada de los procesos de transición política.3 Para ello se propone partir de una breve discusión conceptual que permita retratar el estado de la cuestión tras el auge académico–editorial sobre el tema, así como los problemas derivados de la extensión del concepto mismo y sus adjetivos, para dar paso a un análisis sobre el dilema social entre el recuerdo y el olvido (usos de la memoria) y, finalmente, explorar el papel que han desempeñado los actores sociales para promover las políticas de memoria frente a la pasividad de los partidos.

 

La memoria como concepto: entre la artificialidad y la obsesión

Como producto histórico–social, la memoria no ha estado exenta de la tentación de los adjetivos que, con fines académicos, muchas veces suelen acompañar a un concepto para efectos de su "mejor comprensión" o discusión. Este fenómeno ampliamente extendido no es exclusivo y tiene efectos muy diversos en lo que toca a su afortunada o infortunada utilidad en el campo de la construcción del conocimiento. Ya Sartori (1994) lo destacaba cuando se ocupó de estudiar los problemas derivados de cómo "viajan" los conceptos y cómo éstos llegan a distorsionarse cuando no encajan en nuevos casos, pero también a causa de su heterogeneidad. En los últimos años, este problema de aplicación de categorías se ha notado especialmente con el auge de los temas de comparación histórica como el de las memorias de los autoritarismos y sus violaciones a los derechos humanos.

En esa paradoja, la memoria no ha quedado fuera del fenómeno académico de la adjetivación de conceptos y, en consecuencia, del debate sobre la extensión de lo que se debe entender por memoria. Al respecto, como punto de partida se tendría que replantear ¿qué es la memoria o las memorias que constituyen la construcción social del recuerdo? En el escenario académico actual y en el contexto popular, no es raro que el empleo de la memoria adjetivada tenga usos indistintos, e incluso intercambiables, que manifiestan que el concepto de memoria ha sufrido un desgaste o, dicho en otras palabras, ha experimentado un proceso de erosión de sus propias fronteras de significación. No resulta extraño que términos como memoria histórica o memoria colectiva se utilicen con mucha frecuencia como términos sinónimos, cuando en realidad son distintos. Ese problema inicial plantea la viabilidad, o al menos la efectividad, de las categorías académicas aplicadas al término memoria, pero también advierte sobre los usos y los abusos de este concepto (Todorov, 2000), a fin de convertirlo en un arma arrojadiza para justificar un discurso que llevaría a una especie de obsesión.

La memoria histórica se ha convertido en los últimos años en un fenómeno editorial sin parangón. La saturación de títulos que aluden a la memoria no es exclusivamente un fenómeno de interés para los historiadores, sino que también ha concitado a investigadores de diferentes disciplinas (la sociología, el derecho, la psicología, las artes o la ciencia política, por citar ejemplos). La variedad de enfoques desde los cuales se aborda el tema, además de enriquecerlo, refleja un interés académico, en parte, también social, por saber qué ocurrió en el pasado autoritario y cómo afrontar sus problemas hoy. Sin embargo, no es menos cierto que en esa explosión editorial de la memoria, la esencia del concepto ha cambiado y se le encorseta al enfoque de la disciplina desde la que se estudie.

Este marco de referencia, replantear qué es la memoria (y sus adjetivos) no deja de ser primordial. Volver al origen nunca será un retroceso si lo que se persigue es dilucidar la idea de un tema que, por lo demás, siempre tendrá frentes abiertos en tanto sea un asunto inacabado. Así, la memoria parte de una facultad psíquica por la que se retiene o recuerda el pasado; facultad individual cuya característica es la de ser selectiva, inconstante y voluble.4 Sin embargo, esa forma primigenia de memoria (individual), queda rebasada cuando se inserta en una experiencia mayor que incide directamente en el desarrollo de una sociedad y afecta a otros individuos de manera similar.5 Esta segunda categoría es lo que se ha denomina memoria social o colectiva. Según Aguilar Fernández, el acto de recordar supone estar vinculado a un marco colectivo y compartir puntos de referencia sociales que permiten coordinar las memorias en el tiempo y en el espacio: en el primero, porque la memoria pervive mientras la adscripción al grupo permanece; en el segundo, porque la memoria se vincula a las imágenes (2008: 47). En consecuencia, como sostiene Schudson, este tipo de memoria revela "los modos en que los recuerdos grupales, institucionales y culturales del pasado modelan las acciones presentes de los individuos"(citado por Aguilar, 2008), pero, sobre todo, y como subraya Halbwachs (1980), la memoria colectiva perdura mientras la generación que lo experimentó siga viva.6

Tras el cúmulo de memorias que dan cuerpo a la memoria colectiva, está la memoria institucional u oficial. Ésta es la que más visibilidad adquiere en el espacio público a través de las políticas de la memoria, y es considerada como una especie de memoria dominante.7 Este tipo de memoria, como sostiene Aguilar Fernández, la promueven los gobiernos o las cámaras legislativas, pero también, y en buena medida, el movimiento de derechos humanos que logra introducir sus propuestas en la agenda política. No obstante, el hecho de que este tipo de memoria sea la dominante, no obsta para que otras expresiones de memoria colectiva convivan con aquélla; es más, en un entorno democrático es posible y deseable que todas las memorias coexistan, aunque no todas estén dotadas de razón.8

La memoria histórica, por tanto, es lo que Halbwachs (1980) denominó una memoria prestada, es decir, que se trata de una memoria que es más histórica entre más distante se halle de los hechos recordados y a medida que sus testigos directos van muriendo. En ese sentido, es correcta la afirmación de Santos Juliá cuando dice que al hablar de memoria histórica, no se recuerda una experiencia propia, sino una ajena (2007). Existe otra categoría de memoria más reciente, de corte histórico–politológico, la memoria democrática, capaz de adoptar el sentido político de la historia en un escenario democrático. La memoria democrática, como precisa Bolaños, es "la reconstrucción social del recuerdo" que requiere del "enfrentamiento del peso del pasado en la agenda política del presente, a través de acciones políticas, sociales, jurídicas, económicas y culturales" (2007: 331–332); que para materializarse demanda políticas orientadas a legitimar el régimen democrático a través de la eliminación de los legados autoritarios, por medio de acciones concretas que eviten la prolongación de la impunidad moral, política e histórica (Garretón, 2004: 122).9 A diferencia de la institucional, la memoria democrática no sugiere que el Estado adopte un discurso único y oficial, alienante o dogmático –que le restaría en sí ser democrática–, sino que sea capaz de construir, a partir de la diferencia, un reconocimiento público de lo que no puede repetirse nunca más en un Estado plural.10

Mientras los problemas de la(s) memoria(s) tienen mucho que ver con sus "fronteras artificiales", existe otro fenómeno que no deja de ser, por lo menos, inquietante, al momento de articular políticas destinadas a reparar, en la medida que esto es posible, a las víctimas de las represiones autoritarias, o bien a ahondar concienzudamente en el estudio de dichos acontecimientos.11 Este fenómeno se relaciona con lo que Enzo Traverso (2007) ha denominado la obsesión memorial, consistente en la obcecación por redimir a las víctimas de cualquier forma y en todos los ámbitos, a raíz de la revelación pública de un pasado que durante mucho tiempo se "ocultó" y que, sin embargo, la sociedad civil "toleró".12 La focalización obsesiva por las víctimas y sus padecimientos se ha convertido en un inconveniente a la hora de estudiar el pasado, pues muchos actores reivindican la exclusividad del tema y la legitimidad para hablar en nombre de esos colectivos. En sociedades postautoritarias no es infrecuente que el debate de las memorias sobre el pasado se caracterice por el uso de un lenguaje totalizante y autorreferencial, en la medida en que cada grupo intenta apoderarse del pasado para imponer su verdad sobre los demás. En palabras de Todorov, se estaría frente a la disputa entre una "memoria literal" y una "memoria ejemplar", es decir, entre usos "buenos" y "malos" de la memoria (2000: 30–31).13

Si recapitulamos, la memoria, como construcción social del recuerdo, parte de un concepto individual–familiar que da paso a otros niveles que en lo social adquieren significaciones específicas que no deben confundirse para evitar una extensión indeseable del concepto, así como de una erosión de sus fronteras. Así, a partir de la memoria individual que aporta a las demás una característica esencial (la selectividad), existen otros tipos de memoria: la colectiva o social, la institucional, la histórica o la democrática. Por otro lado, la obsesión memorial es un peligro para las memorias sociales, en tanto que dinamita las posibilidades de una memoria democrática, a causa de una obcecación por redimir a las víctimas "a toda costa", lo que en definitiva no ayuda a ajustar las cuentas del pasado autoritario de la mejor manera.

 

¿De quién es la memoria? Patrimonialización vs. extensión de la memoria: una historia de policías y ladrones

Un par de elementos que se debe considerar en el análisis de las memorias subyace en los usos y abusos de algunos grupos que buscan protagonismo bajo esta bandera. La batalla por apropiarse de este tema entre distintas asociaciones de derechos humanos induce a pensar que estos movimientos no son del todo homogéneos (y, en ocasiones, no del todo democráticos), ya que existen disputas importantes que a la postre suponen obstáculos significativos en la canalización de sus demandas ante los poderes públicos. Si a este fenómeno se añade la crispación que aún generan otros grupos que todavía sostienen que la labor de los militares fue redentorista y alejó la subversión de sus sociedades, es evidente que las líneas de tensión son muy marcadas, porque en esencia las alocuciones siguen manteniendo una carga ideológica muy fuerte y un sesgo maniqueo para distinguir entre "buenos" y malos". Esta confrontación de visiones reproduce, de alguna manera, el pasado autoritario en el presente democrático, lo que quizá signifique que en la hora cero de la democracia se pensó que el régimen por sí sólo conciliaría a unos y a otros.

El clima desfavorable que se ha creado en torno al tratamiento del pasado, se traduce en teorías como la de los dos demonios que responsabiliza por igual a los agentes del conflicto, sin tomar en cuenta la asimetría de fuerzas entre sí. Esta teoría se construyó a partir de la concepción de diversas corrientes intelectuales y mediáticas que ganaron un amplio consenso en la opinión pública –sobre todo en la clase media no radicalizada–, que necesitaba eximir sus responsabilidades para justificar su "inocencia". En ese sentido, y como explica Duhalde (1998), la teoría de los dos demonios, explícita o subliminalmente, ha encontrado eco, sobre todo en los sectores medios de la sociedad argentina, y se ha convertido en uno de los pilares del discurso narrativo del poder (Forster, 2007; Carassai, 2010). Así, mientras unos avalan la represión y la asocian a la disciplina como garante del orden social, otros asumen que las violaciones a los derechos humanos no deben quedar impunes para resarcir el daño.14

Bajo ese contexto, hay quienes miran con reserva la memoria por considerarla un artilugio de los vencidos en una "guerra justa" para vengar el pasado, o quienes creen que es un patrimonio de la izquierda, a través de los movimientos sociales, para tener un electorado cautivo, toda vez que la memoria despunta como un tema inacabado.15

En sociedades como la argentina y la chilena, el debate de las memorias del pasado destaca por el uso de un lenguaje totalizante y autorreferencial, en la medida en que algunos organismos de derechos humanos han pretendido patrimonializar el tema para imponer su verdad sobre los demás, mientras que en Guatemala la memoria democrática tiende a ser más subterránea, quizás porque es un país gobernado históricamente por la derecha, muy verticalista y en donde la movilización social al respecto no tiene mucho eco.

En las últimas décadas, se ha observado que la participación política de la sociedad civil organizada ha tenido un impacto significativo en los ámbitos de decisión pública y adopción de políticas. Para algunos autores, esta activación política de la sociedad civil guarda estrecha relación con los procesos de democratización de la tercera ola (Huntington, 1991), y atribuyen a estos organismos, sin obviar a los partidos políticos, un papel destacado en el debilitamiento y caída de los regímenes autoritarios. En los casos concretos de Argentina y Chile, no es menos cierta esta apreciación, no tanto en el caso guatemalteco, donde prima una tendencia a la intolerancia política de los ciudadanos hacia la oposición, producto quizás de que el conflicto del pasado continúa en la actualidad, ahora bajo el paraguas de la democracia, y con el telón de fondo de unos fallidos acuerdos de paz que han sido incapaces de reconciliar al país (Pérez Guevara et al., 2010: 34–49).16

Pero también se observa el afán de algunos grupos por reivindicar la legitimidad de sus discursos como los únicos y autorizados para hablar de las memorias del pasado autoritario, en oposición a otras asociaciones que se ocupan del tema, pero desde ámbitos no militantes, lo cual permite evidenciar que, en pos de este propósito, el movimiento de derechos humanos, en su conjunto, además de ser heterogéneo, tampoco es tan democrático como se supondría a primera vista.17 El contenido de esos discursos exponen los problemas sobre el uso y abuso de las memorias sociales, especialmente cuando develan que son particulares, interesados, fuertemente antagónicos, propensos a la rivalidad y con el único objetivo de manifestar oposición y alimentar la polarización sobre un tema que no conviene terminar (Martínez de la Escalera, 2007: 46–47). Las marcadas líneas de tensión mantienen abierto un frente en el que la carga ideológica es muy fuerte y los sesgos intencionadamente buscan diferenciar entre buenos y malos.

En suma, esto significa que "cuando el Estado no desarrolla canales institucionalizados oficiales y legítimos que reconocen abiertamente los acontecimientos de violencia de Estado y represión pasados, la lucha sobre la verdad y sobre las memorias apropiadas se desarrolla en la arena societal". En ese escenario

hay voces cuya legitimidad es pocas veces cuestionada: el discurso de las víctimas directas y de sus parientes más cercanos. En ausencia de parámetros de legitimación sociopolítica basados en criterios éticos generales (la legalidad del Estado de derecho) y de la traducción o traslado de la memoria a la justicia institucional, hay disputas permanentes acerca de quién puede promover o reclamar qué, acerca de quién puede hablar y en nombre de quién (Jelin, 2002: 61).

 

¿Ciudadanos o autistas? El dilema entre recordar u olvidar

Los ciudadanos, como base de una comunidad política, son los depositarios del pasado colectivo de sus antecesores, y corresponde a ellos modelar la historia al seleccionar los acontecimientos que se quieren recordar y cómo se quieren conmemorar. Esto significa que el uso de la historia y sus memorias, más allá de estar a merced de cómo quiera interpretarse, se constituye en un referente esencial en la construcción cognitiva e imaginaria de la ciudadanía.

La construcción del relato histórico en sociedades postautoritarias como las que aquí se analizan, resulta complicado por las líneas de tensión social a las que se hacía referencia en el apartado previo, y supone un difícil escollo en la medida que, en medio de la batalla discursiva que sostienen las visiones antagónicas del pasado, se halla un número considerable de ciudadanos que optan por mirar hacia otro lado, ignorando que ese pasado también les corresponde para asumir socialmente la historia. En vista de esto, el andamiaje histórico forma parte de la cultura política que recibe el ciudadano para identificarse políticamente con la nación, el Estado y el grupo social en el que se encuentra inmerso.18

La ausencia de un discurso histórico en torno al pasado autoritario que sea mediador de la democracia, convierte a los ciudadanos en espectadores lejanos de un conflicto que no reconocen como propio y del que incluso pueden mostrar desafección. Esto, en sí, resultaría peligroso, no sólo porque los ciudadanos desconozcan su pasado, sino porque poco a poco restan legitimidad a las instituciones, toman distancia del espacio público y pasan de ser ciudadanos para convertirse en una especie de autistas.19 La falta de participación ciudadana y su tendiente desinterés, muestra una de las caras más acusadas de los Estados en América Latina: su debilidad, y aun más, la ausencia de Estado de derecho. Lo anterior no es una expresión meramente arrojadiza si se repara que, en materia de memoria, invariablemente –y con sus respectivos matices–, la estrategia que han adoptado los Estados en democracia es la del "mal menor", en la que se confunde la paz con el olvido y el silencio con la reconciliación. Un reflejo de esto se aprecia en el carácter no vinculante de los informes de las comisiones de la verdad en estos países, lo cual trajo consigo un efecto de decepción entre las víctimas del conflicto, quienes percibieron de este modo un proceso de transición sin justicia. De tal suerte que cuando se envía este tipo de señales de arriba hacia abajo, se expide a la vez un mensaje a los ciudadanos en el que se justifica la permisividad de la ley o bien, se refrenda la garantía de impunidad.

En oposición a ese modelo de autismo ciudadano, se cree que la vigencia del Estado de derecho afirma la posibilidad de que el Estado asuma su responsabilidad institucional por el daño producido en su fase terrorista, para dar paso a una serie de acciones que no sólo compensen a las víctimas, que merecen el respeto debido y la reparación, sino que al mismo tiempo coadyuven a formar ciudadanía con base en la verdad, sin la pretensión de homogeneizar un discurso, pero sí apelando a la importancia del valor simbólico de los actos (Said, 2007; Vinyes, 2007). En otras palabras, la construcción de un discurso transparente y democrático sobre la memoria ha de ser activo y participativo, y debe llevar a que tanto el Estado como sus ciudadanos reconozcan la tragedia, la asuman como propia y rememoren a las víctimas en una convivencia esencialmente democrática (Scantelbury, 2007).

 

Resistencia a la amnesia. Los actores sociales como impulsores de las políticas de memoria

Los actores más combativos en la promoción del derecho al recuerdo y sus políticas en los casos argentino, chileno y guatemalteco no han sido propiamente los partidos políticos, sino otras experiencias de organización social, como las asociaciones de víctimas, familiares, grupos de derechos humanos, ONG y, en algunos casos, las iglesias.20 En todos los casos, estos colectivos han tenido muy claros sus objetivos, han perdurado en el tiempo y han sido capaces de movilizar a otros ciudadanos para que apoyen sus demandas. Sin embargo, también es cierto que no todos estos actores sociales tienen ideas u orientaciones homogéneas, como ya se señaló previamente, y así, en donde unos piden la aplicación de políticas más abarcadoras que no sólo se focalicen en las víctimas y sus familiares, hay otros que asumen que las acciones de reparación simbólica y económica del Estado sólo les corresponde a ellos.

A pesar de los diferentes enfoques con que operan, los actores sociales constituidos han sido los que han mantenido el tema de la memoria abierto y han canalizado a los distintos gobiernos sus demandas, las cuales en mayor o menor medida se han incorporado en la agenda, para convertirse, en algunos casos, en política pública. Ante la omisión de los partidos políticos, los movimientos sociales son los actores más visibles en las transformaciones del sistema de derechos humanos de sus respectivos países, y han sido también los evaluadores más próximos de las políticas que en torno a la memoria despliegan los gobiernos. Para estos grupos, la mayor incertidumbre sobre las políticas que han podido introducir se relaciona con su perdurabilidad en el tiempo, al estar éstas supeditadas a los estilos particulares de gobernar o a las orientaciones ideológicas de quienes llegan legítimamente al poder.

En los casos aquí analizados, se observa que el discurso de la memoria y sus políticas ha sido fuertemente impulsado, al menos de manera más visible y protagónica, por los familiares de las víctimas, sin embargo, el auge de los derechos humanos en estos países vino tiempo después de los adioses de los gobiernos autoritarios, hasta alcanzar niveles de penetración social muy fuertes. Esto quiere decir que, mientras en el comienzo los círculos de familiares se ciñeron en torno a sus historias personales, con el paso del tiempo asimilaron la idea de los derechos humanos, les dieron forma, los pusieron en la primera línea de debate en los momentos de la transición a la democracia y se convirtieron en sus defensores más visibles. Así, por ejemplo, encontramos que mientras en Argentina, hacia los años setenta, ya existían algunos organismos de derechos humanos como la Liga Argentina por los Derechos del Hombre (LADH), el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos (MEDH) o la Asamblea Permanente de Derechos Humanos (APDH), es sólo con la aparición de las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo, pero también del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), la Asociación de Detenidos Desaparecidos, entre otros, como los derechos humanos y los reclamos de memoria, verdad y justicia cobraron una dimensión de relevancia política de suma importancia –sobre todo durante la transición democrática–, en la medida que uno de los ejes de la campaña electoral de 1983 tuvo que ver con la reivindicación de juicio y castigo a los responsables de los crímenes de la dictadura.

En Chile no fue muy distinta la experiencia que posibilitó el asentamiento del discurso de los derechos humanos en el centro de la agenda política, una vez recuperada la democracia; pero, a diferencia del caso argentino, y mucho más allá de lo que en sí significaron para la democracia los enclaves autoritarios del régimen dictatorial de Pinochet, en este caso la Iglesia católica, a través de la Vicaría de la Solidaridad, se constituyó en el centro de las acciones de los primeros organismos de derechos humanos, como la Asociación de Víctimas de Familiares de Detenidos Desaparecidos (AFDD) y la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos (AFEP), quienes encabezaron las principales demandas de reparación, una vez recuperada la institucionalidad democrática.

En el caso de Guatemala fueron las expresiones más progresistas de la Iglesia católica, representadas en la teología de la liberación, las que permitieron reunir los reclamos de paz que millones de guatemaltecos exigían tras varios años de guerra civil, en los que la pauta generalizada fue la imposición de un ideario político con fuertes anclajes en las distinciones de raza y clase. En este sentido, se percibe que en Guatemala la reivindicación de políticas reparatorias no sólo tiene que ver con un reclamo de justicia derivado de una situación política fincada en una rivalidad ideológica –ampliamente extendida en toda la región desde los años sesenta y hasta fines de los ochenta–, sino que en el caso guatemalteco encontró sus expresiones más desbordantes en los crímenes raciales perpetrados durante el largo periodo de la guerra civil.

En relación con los casos chileno y argentino, éstos son canónicos, pues a pesar de las grandes diferencias en sus procesos de transición, ambos han experimentado puntos de quiebre que han traído nuevamente a la tierra las militancias políticas de los que en un primer momento fueron encapsulados en la categoría de víctimas. Como sostiene Crenzel, "a poco de recobrarse el orden constitucional [...], la descripción de los desaparecidos como 'mártires' era asociada a su 'lucha por la democracia', y no con su compromiso con la revolución"(2008: 48). Al respecto, y a diferencia de la primera construcción colectiva de la memoria en Europa Central, en torno al Holocausto, como una memoria de víctimas, en América Latina la noción de ese concepto giró sobre la idea de una memoria de la revolución, que fue reconfigurándose en tanto el poder de los militares se desvanecía y los regímenes democráticos se fueron consolidando.21 De esta manera, mientras en Argentina, en medio de una transición operada en un contexto de derrota militar, el gobierno de Alfonsín impulsó una serie de políticas orientadas a juzgar y castigar a los jefes de las Juntas que gobernaron el país entre 1976 y 1983; en Chile, la estrategia del primer gobierno de la Concertación se centró en instrumentar políticas de reparación económica y prestacional, dado que las condiciones de la transición se habían presentado en una atmósfera de pactos que impedían cualquier acción judicial en contra de los responsables de la dictadura. En ambos casos, los sendos informes de las comisiones de la verdad (Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas, Conadep, y Comisión Rettig), se preocuparon por presentar los vejámenes que padecieron las personas detenidas/desaparecidas por el accionar represivo del Estado, y así reconstruir las memorias soterradas de los centros clandestinos de detención. En esa tarea, tanto la Conadep como la Comisión Rettig catalogaron como víctimas a ese nutrido grupo de desaparecidos o sobrevivientes, como eco al reclamo de sus familiares que así lo demandaban.22

En Argentina, la confesión pública del ex capitán de corbeta Adolfo Scilingo, quien relató al periodista Horacio Verbitsky la operación de los llamados vuelos de la muerte y, por otro lado, cuando en Chile se supo de la detención del general Pinochet en Londres, a solicitud del juez español Baltasar Garzón, catapultaron los procesos de memoria que hacia la década de los noventa habían entrado en una fase de congelamiento, en tanto que el proceso de apertura a los mercados internacionales marcaron la agenda pública de los gobiernos en aquellos años, especialmente al argentino de Carlos Menem, quedando los asuntos irresueltos del pasado como una categoría residual que se pensaba superar con el paso del tiempo. Si bien a primera vista la sola mención de estos dos hechos no ofrece evidencia suficiente para asegurar que hubo un cambio sustancial en la aplicación de las políticas de la memoria y en el tratamiento de sus afectados directos, la situación cambia cuando se repara que a raíz de ellos, en Argentina hubo un impulso muy fuerte en torno a las políticas de reparación económica y prestacional destinadas a los sobrevivientes afectados y sus familiares, en tanto que en Chile se despertó todo un movimiento que reclamó la apertura de causas judiciales para juzgar a los represores. Estas circunstancias permitieron consolidar la idea, estudiada en el seno de las organizaciones de familiares, de prescindir en lo primario de la imagen de víctimas con la que fueron catalogados en los inicios de la democracia, incluso a petición de ellos mismos, para sacar a flote las militancias de sus parientes sobrevivientes o desaparecidos en las dictaduras.

La expansión de asociaciones de familiares y víctimas de la represión, así como de otras organizaciones en defensa de los derechos humanos pone de manifiesto que los puntos de abordaje en torno a la memoria son muy diversos y abren un abanico muy amplio y heterogéneo sobre las demandas que de ellos surgen. En el cuadro 1 se expone una pequeña muestra de asociaciones cuyo propósito es la reivindicación del derecho a la memoria. En ese cuadro, acotando que es sólo una muestra no significativa, se puede dar una idea de la elasticidad y vigencia que el tema de la memoria tiene en estas sociedades, y que a pesar de la intensidad, de mayor o menor latencia, de los momentos políticos, sus impulsores han sido capaces de difundir sus mensajes con éxito para que éstos sean hoy ampliamente conocidos y tengan una penetración significativa entre la sociedad.

Se puede decir que el terreno ganado en materia de memoria, traducido en políticas públicas, tiene mucho sustento en la acción cívica que desarrollan los actores sociales, aun a costa del distanciamiento de los partidos políticos, que no se han caracterizado por acoger el tema, quizás porque en principio son más máquinas electorales que partidos programáticos, a excepción de ciertos casos en Chile.23 La vigencia que mantiene la memoria como insumo de la democracia, se debe en gran medida a la lucha combativa que han dado los movimientos sociales que se han edificado en torno a la defensa de los derechos humanos, más que en el interés recogido en las diferentes tiendas políticas, a las que se echa mucho de menos. No obstante, no debe confundirse la legitimidad con la representatividad. Los organismos de derechos humanos y las OSC en general no representan a nadie, pero tienen la legitimidad para hacerlo, en función de sus motivaciones para articular la acción colectiva (Pochak, 2007: 173).24

La incidencia de las OSC parte de la destreza que puedan tener para incluir temas en la agenda pública, a la par de su pericia para motivar a los actores que toman las decisiones políticas (Tsebelis, 2002). No obstante, determinar hasta qué punto inciden no está del todo claro, especialmente cuando se trata de indagar su participación en la fase de implementación de una política pública.25 Tanto en Argentina, como en Chile y Guatemala, el movimiento de derechos humanos no ha sido ajeno en el seguimiento de las dinámicas que aquí se describen, además de demostrar que en la galaxia de este tipo de organizaciones, en sí muy heterogéneas, el éxito varía, en buena medida, en función de su grado de profesionalización interna.

 

¿Y dónde están los partidos?

Analizar el desempeño de los partidos políticos en relación con el impulso de las demandas sociales que giran sobre la memoria no resulta sencillo. Para ello habría que ponderar una serie de factores derivados de las transiciones políticas en cada país: la (re)configuración de las fuerzas políticas, la incorporación de los viejos actores en disputa en un contexto institucionalizado democráticamente, los pactos que hicieron posible la transición –en los casos en que los hubo–, el diseño institucional que se adoptó, etc. Pero, al mismo tiempo, habría que precisar que, en buena medida, el desempeño de los partidos políticos respecto de los temas de la memoria es muy disímil en función de las caras del partido desde el cual se aborde; es decir, que pareciera ser que los partidos políticos son ajenos a adoptar la agenda de la memoria desde su cara no gubernamental, pero que cuando son gobierno son capaces de recoger las demandas de los actores sociales constituidos y poner en práctica políticas públicas que dan cumplimiento, aunque no siempre por completo, a estas organizaciones. No obstante, la gran pregunta que muchos se hacen sobre los partidos es ¿por qué ese comportamiento tan disímil? Catterberg (1989: 75) afirma que, en un régimen político estable, los partidos políticos son elementos constitutivos de aquél, pues canalizan conflictos sociales, resuelven instancias de sucesión del poder, proveen previsibilidad política, regulan la participación y diseñan políticas públicas.

En un primer esfuerzo por explicar esta situación, parecería incomprensible que los partidos políticos, entendidos como grupos que compiten electoralmente por el poder, pero que además son las estructuras intermediarias entre la sociedad y el gobierno (Sartori, 1976: 90)26 no sean capaces de acopiar demandas tan sensibles como las que suponen el tratamiento del pasado en sociedades postautoritarias; y diera la impresión que esto es así porque, a pesar de que muchos de aquéllos fueron proscritos, prohibidos y en el mejor de los casos declarados en receso por las dictaduras, por lo general han omitido pronunciarse al respecto.27 Esto es así porque en el contexto de las transiciones políticas se pactó una salida en silencio, y porque se asumió que la democracia todavía era frágil y no soportaría un choque con las fuerzas armadas que aún poseían un alto grado de control de la situación. En cualquiera de los casos, los partidos políticos se desdibujaron de alguna manera frente a la sociedad que, esperando mucho de ellos, percibió su actuación como pobre o simplemente desinteresada.

A los partidos es difícil valorarlos sólo desde las dimensiones antes anotadas, y es más difícil juzgarlos uniformemente porque está claro que no todas las transiciones fueron iguales, que los contextos internos y externos incidieron, que hay que saber sortear las líneas de tensión ideológica y, sobre todo, que la cultura política importa. Por tal motivo, el tratamiento de los partidos políticos y su relación con la memoria, desde su faceta no gubernamental, es un interesante objeto de estudio.

Para empezar, cabe advertir que ni por mucho los partidos políticos en Argentina, Chile y Guatemala son parecidos. Por el contrario, se diría de éstos que son muy diferentes en virtud de su grado de institucionalización y de su aceptación de las reglas democráticas como el único juego posible. Así, los partidos argentinos se describen más como movimientos capaces de movilizar lealtades, en función de que los clivajes ideológicos son muy ambiguos, pero sobre todo, a partir del sentimiento por definirse como peronistas o antiperonistas (Acuña, 1995; Riz; 1989 y 1990). En Chile, "la división de los partidos en dos bloques está determinada por el mantenimiento de visiones difícilmente reconciliables, sobre lo que ha sido el pasado inmediato del país" (Picazo, 2001: 245), pero, por otro lado, se diría que han sabido adaptarse a las reglas del juego y han alcanzado un importante grado de institucionalización. En cambio, los partidos guatemaltecos se caracterizan por su debilidad, su inconsistencia en el tiempo y porque históricamente se han organizado alrededor de élites familiares afines o cooptadas por los militares (Pásara, 2004: 131).

Con base en lo antes señalado, se asumiría que mientras en Argentina los partidos se caracterizan por su desconfianza mutua y su confrontación, en Chile se adecuaron a la institucionalidad pactada a costa de una discontinuidad social (Riz, 1989: 51–52), mientras que en Guatemala éstos se caracterizan por ser tiendas familiares con una fuerte impronta conservadora y débilmente institucionalizados. Bajo estas características, en el estudio sobre la relación de los partidos políticos y la memoria no deben perderse de vista algunas particularidades que explican el estado de la cuestión actual de este tema.

 

Argentina

Según Catterberg (1989: 19), si bien la democracia en Argentina comparte su origen con otras transiciones operadas en países derrotados militarmente, en esta nación no existió un garante externo en dicho proceso. El retorno de la democracia supuso, además del restablecimiento del orden constitucional y la normalización de la vida partidaria, la posibilidad de que un gobierno electo democráticamente hiciera justicia por los abusos del régimen militar.28 En Argentina, los partidos se congregaron en torno a una mesa que se llamó Multipartidaria, la cual agrupaba a la Unión Cívica Radical (UCR), al Partido Justicialista (PJ), al Partido Intransigente, a la Democracia Cristiana y al Movimiento de Integración y Desarrollo (Crenzel, 2008). Desde esta plataforma, los partidos exigieron el restablecimiento del orden constitucional, la celebración de elecciones y se convirtieron en los interlocutores sociales frente al gobierno militar, que se vio obligado a ceder ante una situación política y económica francamente insostenible. No menos importante es señalar que, entre 1982 y 1983, los partidos exhibían un importante respaldo de la sociedad, la cual veía en ellos instrumentos de cambio o "la última carta por jugar" (Catterberg, 1989: 87). A diferencia de Chile, en Argentina, la Multipartidaria pronto se desintegró y ya desde la campaña electoral de 1983 se había recobrado el histórico código discursivo de confrontación entre radicales y peronistas. En efecto, la campaña electoral de 1983 estuvo marcada por una fuerte confrontación entre Luder y Alfonsín, caracterizada por la ambigüedad del primero en abordar el tema de los militares y los derechos humanos, y el arrojo del segundo por diferenciarse y definirse al respecto. Las ambiguas declaraciones de Luder se entienden, en parte, con las altas expectativas de victoria que tenía al presentarse por el justicialismo; en cambio, la estrategia de Alfonsín se concentró en aglutinar electores que deseaban escuchar un discurso de justicia sobre los militares que el PJ omitió (Acuña y Smulovitz, 1995; Catterberg, 1989; Escudero, 2001). Sin embargo, y a pesar de que la UCR hizo de los derechos humanos la bandera de su campaña, la verdad es que ni el partido ni Alfonsín mismo tenían una idea clara de cómo hacer frente al pasado una vez en el poder, por lo que quizás no resulte extraño encontrar voces que califiquen las políticas de Alfonsín, cuando menos, como contradictorias (Barahona, 2002: 201; Acuña y Smulovitz, 1995: 160).

El proceso electoral de octubre de 1983 también explicaría la euforia de una mayoría que, como señala Catterberg, apoyó al partido cuya posición parecía más opuesta al régimen autoritario y se desvió de aquellos casos en los que el electorado, en situaciones de transición, había favorecido a partidos con posturas más moderadas como en España o Uruguay, tal vez a causa de su bancarrota política y moral, pero quizás también como consecuencia de los casos ampliamente difundidos sobre la tortura y desaparición de personas que sólo alcanzó proporciones reales una vez publicado el informe Nunca más en 1984.

De este modo, la transición política argentina se distinguió por la confrontación y la competencia, más que por el consenso, lo que determinó que a pesar de los esfuerzos de Alfonsín por promover la Conadep y el Juicio a las Juntas, nunca hubiera un equilibrio y, por lo tanto, los partidos experimentaran un empeoramiento considerable en su imagen a pocos años de la transición.29

Sin embargo, cabe señalar que tanto la UCR como el PJ fueron partícipes, invariablemente, de las sucesivas crisis institucionales que a lo largo del siglo XX derivaron en la ruptura de los regímenes democráticos en Argentina. El serial golpista que desde 1930 se abrió paso en Argentina, tuvo en ambos partidos políticos a sus protagonistas más importantes en el fenómeno de polarización y desestabilización del sistema político de este país. Basta con mencionar que el accionar represivo de los años setenta se diseñó e instrumentó durante el gobierno democrático de Isabel Martínez de Perón. En ese sentido, la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A) fue un organismo paramilitar de la ultraderecha argentina bajo el mando de José López Rega (mano derecha de Perón), cuyo objetivo era aniquilar a los sectores de izquierda que simpatizaban dentro del peronismo.

En otra dimensión, el desencanto por la democracia no sólo fue producto de la marcha atrás en la persecución de responsabilidades del pasado, sino también por situaciones sumamente difíciles de procesar como el conflicto del canal de Beagle, la crisis económica, la deuda externa, la relación con los sindicatos y el trato con los militares. Durante la presidencia de Menem, el país experimentó lo que algunos académicos llaman un vaciamiento, derivado no exclusivamente de sus políticas neoliberales, las cuales tuvieron un fuerte impacto negativo hacia el futuro, sino porque en materia de memoria su gobierno navegó bajo la premisa de una reconciliación mal diseñada, basada en indultos para todos, lo que sin duda generó un nuevo distanciamiento con los actores sociales que promovían la reivindicación del asunto (Bolaños, 2007: 348). Pero en el plano social, no es menos cierto que muchos sectores de la sociedad argentina

prefirieron no mirar la corrupción y la traición del menemismo, la venta–entrega del país, la brutal polarización del ingreso durante los años de la ilusión, del despegue, el peso fuerte y la política como mascarada televisiva. El desconocimiento de esa responsabilidad fue un signo particularmente visible durante todo el periodo menemista que, por lo mismo, replicó y consumó, a su manera, algunos rasgos del proceso (Calveiro, 2007: 303–304).

Tras la crisis de 2001, el tema de la memoria ha vuelto a tomar relativa centralidad desde que el presidente Kirchner anulara las leyes de Obediencia Debida y Punto Final30 y la Corte Suprema declarara su inconstitucionalidad, se reactivaran los juicios a los represores y se formularan políticas de carácter simbólico, no obstante, los partidos como tales, siguen su camino sin pronunciarse al respecto.31 Desde 2003, la política de derechos humanos en Argentina ha navegado entre el desbloqueo de las leyes de impunidad y un extraño compromiso militante, sobre todo de las Madres de Plaza de Mayo, por apoyar todas las actuaciones de la gestión gubernamental. La invasión del espacio de los derechos humanos por parte de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández, no tiene sentido si no se explica como una apropiación política de estos derechos para legitimar una construcción de poder. Sin embargo, esa edificación de poder no sería posible sin la voluntad de receptores dispuestos a colaborar y recibir incentivos para establecer una relación de lealtad. De esta manera, existen comprensibles sospechas en torno hasta qué punto la incidencia política de las Madres y de las Abuelas de Plaza de Mayo, en la actualidad, se ha debido más a un intercambio de capital simbólico por capital político y, consecuentemente, hasta qué punto están involucradas en el trabajo político electoral del Frente para la Victoria. Parafraseando a Acuña y Smulovitz (1995: 155), aun cuando el silencio de los partidos puede ser atribuido al hecho de que en un primer momento sus cuadros fueron unas de las principales víctimas de la represión, en una segunda etapa y hasta el día de hoy, no han encabezado el proceso de denuncias de la represión.

En conclusión, Argentina se distingue porque su transición osciló entre una ruptura total con el régimen militar y cierta continuidad. En otras palabras, si bien no hubo una continuidad legal con el régimen anterior, tampoco ha existido, hasta hace muy poco, señales de corte abrupto con éste, pero no a causa del papel de los partidos (Catterberg, 1989: 19–20).

 

Chile

La democracia chilena y su consolidación institucional llaman la atención por ser un producto híbrido que combina la aceptación de reglas democráticas y la persistencia de enclaves y productos autoritarios, como lo es su constitución (de 1980). Nunca mejor dicho, a esta democracia se le ha rotulado como democracia tutelada (O'Donnell, 1997), toda vez que su desarrollo ha estado al amparo de un diseño institucional que garantiza a la derecha más identificada con Pinochet asegurar al menos una minoría representativa en el Congreso.32 La división de los partidos en dos grandes bloques habla de la configuración de fuerzas sociales que, desde la época de la dictadura, bregaban por la salida o permanencia en el poder del general Pinochet, pero también de la polarización ideológica que el proceso de la dictadura y sus prolegómenos trajeron consigo. La división partidista (y ciudadana) se manifiesta, por un lado, respecto de la valoración de los derechos humanos durante el gobierno militar y la necesidad de arrojar luz y justicia en ese tema; y, por el otro, por la permanencia de herencias institucionales o "enclaves autoritarios" que impiden la real democratización de Chile, como la misma Constitución de 1980 (Picazo, 2001: 245).

Una primera nota sobre la transición en Chile sería que ésta se dio por un desgaste de la dictadura, tanto a nivel interno como externo, y no porque Pinochet fuera propiamente un demócrata. Como explican Cavarozzi y Garretón, luego de un periodo de congelamiento y represión de los partidos, el régimen militar se vio obligado a aceptar su reaparición, no sin antes imponerles algunas restricciones en sus líneas políticas y en su proyecto de institucionalización. Sin embargo, el mayor problema que debieron sortear los partidos fuera de las condiciones impuestas por el régimen tuvo que ver con la renovación de sus liderazgos, que en muchos casos se estancaron, pero quizás mayormente en su renovación ideológica, motivo por el cual se les dificultó captar las transformaciones sociales y complicó hasta cierto punto sus relaciones con otros actores (1989: 17–20).

El regreso de los partidos estuvo condicionado, en consecuencia, por una serie de imposiciones desde el régimen que quería asegurar, sobre todo, que las agrupaciones políticas de la oposición no estuvieran ligadas ideológicamente al marxismo contra el que "luchó" Pinochet. Al igual que en Argentina, los partidos se aglutinaron en una gran coalición que concitó a demócrata–cristianos, socialistas, radicales, humanistas y movimientos obrero y campesino, que en un primer momento se hizo llamar Concertación de Partidos por el No, en relación con la oposición que ejercieron para el plebiscito de 1988, y que a partir de las elecciones de 1989 pasó a llamarse Concertación de Partidos por la Democracia (CPPD), conservando a sus socios fundacionales unificados.

Por tanto, en un primer momento, la aceptación de las reglas impuestas por el régimen se asimiló porque los partidos más a la izquierda del espectro político advirtieron que sólo juntos y jugando bajo esas pautas era la única forma como derrotarían a Pinochet.

La elección presidencial de 1989 fue mucho más pacífica que la de un año antes convocada para el plebiscito; sin embargo, las candidaturas reproducían en buena medida el eje de la confrontación política chilena, incluso previa al golpe de 1973. La división partidista en dos grandes bloques puso de manifiesto las amplias brechas de opinión ciudadana entre quienes, como ya se dijo, percibían al régimen y su herencia como lo mejor que le pudo haber pasado al país, y el resto que no sólo estaban inconformes con Pinochet, sino que veían en la democracia la oportunidad para poner luz al tema de las violaciones de los derechos humanos (Picazo, 2001; Baño, 1990).

A diferencia de Argentina y de otros países de la región, como Uruguay, Brasil o Paraguay, Chile comenzó su andadura democrática con la ventaja de conocer aquellas experiencias (Barahona de Brito, 2002 y 210), con lo que en la misma campaña presidencial el clima de confrontación fue más contenido. La victoria electoral de Patricio Aylwin ratificó la voluntad de la mayoría de los chilenos de darle vuelta a la historia y hacer justicia. Los mismos miembros de la Concertación habían delineado claramente sus políticas de derechos humanos en el programa de gobierno presentado para las elecciones de 1989, sin embargo, al ser una coalición dominada por demócrata–cristianos, entre ellos el propio Aylwin, lo cierto es que sus políticas se caracterizarían por ser más cautelosas, legalistas y con el objetivo de buscar la "reconciliación" (Barahona et al., 2002a: 45), quizás porque, como dice Garretón (1989: 438), el aprendizaje vivido bajo la dictadura fortaleció la capacidad política para concertar acuerdos que en el pasado no fueron posibles y precipitaron el derrumbe democrático.33

Las victorias en el referendo de 1988 y la elección presidencial de 1989 no sólo abrieron paso al cambio de régimen, sino a la difícil tarea de lograr acuerdos con los viejos actores de la dictadura, y eso no siempre fue comprendido por la sociedad. Las leyes de amarre y la autonomía institucional y financiera de las Fuerzas Armadas fueron el costo más alto de la nueva democracia chilena. A pesar de ello, los gobiernos de la Concertación han dado algunos pasos importantes respecto del tratamiento del pasado y su reparación. No obstante, es importante destacar las resistencias que dentro de la misma Concertación existían en relación con las políticas de derechos humanos a las que esta coalición se comprometía en su programa electoral. Para Lira y Loveman (2005), esta agenda generaba tensiones, sobre todo entre los demócrata–cristianos que eran más de la idea de olvidar y perdonar, o a lo sumo, postergar el conflicto y esperar que esas demandas se diluyeran con el tiempo. La propia experiencia vivida en otros países, como en Argentina, hacía pensar que una política muy decidida a las reparaciones y la justicia desestabilizaría a la nueva democracia, sobre todo por las condiciones institucionales en las que renacía la democracia, y particularmente porque, a diferencia de Argentina, en Chile los militares (y Pinochet mismo) tenían una gran injerencia en el diseño institucional. De esta forma, iniciativas como la derogación de la Ley de Amnistía de 1978, pronto tuvieron que ser abandonadas, no como una renuncia a los compromisos de los miembros en el gobierno, sino por la imposibilidad de generar una mayoría legislativa que lo permitiera, sobre todo en el Senado, con los anticipados votos en contra de los senadores designados.34

No obstante, no cabe duda que cada presidente surgido de esta coalición ha intentado imprimir su sello y procurar justicia "en la medida de lo posible" en las conocidas palabras de Patricio Aylwin. Producto de ello son los informes de las comisiones Rettig y Valech, las reparaciones económicas y prestacionales a las víctimas y la expansión de un amplísimo catastro de monumentos y memoriales en homenaje a las víctimas a lo largo de todo el país.35 Pero también es cierto que estas políticas no se vinculan directamente con un partido en específico, ni por el hecho de que algunos políticos estén ligados a algunos movimientos de derechos humanos, pues en esta faceta éstos tienden a definirse más como "militantes" del movimiento que de un partido en concreto (Garretón, 1989: 461–462).

A diferencia de Argentina y Guatemala, los partidos políticos chilenos han sido históricamente más estables, entre otras cosas, porque este país se ha caracterizado por tener una honda cultura legalista, que ha estado muy presente en el imaginario colectivo de sus ciudadanos. De acuerdo con Cavarozzi y Garretón (1989: 15), en Chile (antes del golpe) el sistema partidario expresaba bien el fraccionamiento social e ideológico, pero quizás precisamente por este último aspecto, se experimentaba poca autonomía para la sociedad civil, lo que se tradujo en una creciente amenaza para la polarización por las dificultades de concertación y establecimiento de coaliciones mayoritarias. El aprendizaje de los partidos, tras la dictadura, no sólo les permitió reemerger, sino que logró fortalecer su responsabilidad política para asumir acuerdos y evitar así el colapso del sistema democrático, como ocurriera en 1973.

En ese orden de ideas, las políticas de memoria instrumentadas por los gobiernos de la Concertación, hasta hace muy poco, estuvieron motivadas por un espíritu de resarcimiento apegado a un fuerte sentido de la responsabilidad burocrática para reparar adecuadamente a las víctimas, no sólo a través de la figura de la indemnización económica, sino también a través de servicios prestacionales. En ese juego complicado, por lo que suponen los enclaves autoritarios, los partidos políticos, incluso algunos sectores de Renovación Nacional (RN), han acercado posiciones para dar un trato justo al pasado reciente de los chilenos. Sin embargo, y a pesar de estos esfuerzos, los partidos políticos siguen manteniendo una considerable distancia sobre las formas de cerrar el pasado y vincularse con las víctimas, aun cuando el tema sigue siendo, en momentos muy puntuales, motivo de fuertes debates en las campañas electorales.

En conclusión, y a pesar de las herencias del autoritarismo, la opinión pública reconoce el papel de los partidos y los considera insustituibles, pero no acepta su injerencia en campos que no sean el estrictamente político, por lo que asuntos como el de la memoria recae más en la acción movimentista de sus impulsores en la sociedad civil.

 

Guatemala

El caso de Guatemala es el más paradójico de los que aquí se estudian, y posiblemente también uno de los más extraños de sociedades postautoritarias. Luego de más de treinta años de guerra civil, Guatemala alcanzó la paz en 1996; sin embargo, desde 1986 se reestableció el orden democrático, con el objetivo de finalizar la guerra que tuvo en la población civil, sobre todo la indígena, a los más grandes afectados. Este conflicto, el más largo en su tipo en todo el continente, también fue el más desigual de todos –sin menospreciar la desproporcionalidad que tuvieron todos los casos aquí estudiados–. Así, una de las explicaciones sobre la aceptación del proceso de paz sería que las partes en conflicto cayeron en cuenta sobre la futilidad e insostenibilidad de la guerra y la adopción de un sentido de la historia que los hiciera trascender. Al respecto, Pásara enfatiza el protagonismo que quisieron asumir los presidentes guatemaltecos (Serrano y Arzú) para alcanzar la paz, y conseguir así protagonismo internacional y trascender en la historia (Pásara, 2004: 19–29). Con base en esto, la paz estuvo condicionada, entre otras cosas, por la aceptación de institucionalizar al adversario e incorporarlo al juego político.

De esta forma, los otrora actores de la guerra civil pasaron al ámbito institucional sus disputas, pero sin conceder un viaje al centro del espectro ideológico que posibilitara acuerdos básicos para encabezar la nueva democracia. El resultado de esto ha devenido en una permanente tensión, cruzada por posiciones irreconciliables, con discursos autorreferenciales y buenas dosis de intolerancia política. En otras palabras, tras el proceso de paz, en Guatemala se estila la guerra por otros medios (ahora institucionales), en donde los actores de la guerra pasaron a ser los actores políticos del presente, en un contexto que, además, está marcado históricamente por la patrimonialización y concentración del poder en pocas familias, la conciencia de casta, un modelo de sociedad vertical, la ausencia de Estado de derecho, la cooptación de las instituciones, la debilidad de los partidos y su inconsistencia en el tiempo, la aparición de liderazgos efímeros y una larga tendencia de voto conservador. De hecho, tras la guerra, la competencia política pasó a reflejar la desproporcionalidad experimentada en el conflicto armado, de tal suerte que en el continuo izquierda–derecha, en Guatemala predominaron dos variantes de derecha (Frente Republicano Guatemalteco, Gran Alianza Nacional), a costa de una izquierda marginal (Unidad Revolucionaria Nacional de Guatemala). Esto de alguna manera refleja la histórica composición de la élite guatemalteca, que se caracteriza por un nivel agudo de "conciencia de casta", por sus prácticas políticas excluyentes y sus históricas actitudes racistas hacia la población indígena (Pásara, 2004: 107).

En este sentido, basta echar un vistazo a determinados actores políticos del presente, que durante la guerra civil fueron personajes clave en la profundización del conflicto armado, como Efraín Ríos Montt (Frente Republicano Guatemalteco) y Otto Pérez Molina (Partido Patriota). Como explica la Fundación Myrna Mack (2007):

Está confirmado que el cese de los combates, la inserción de la guerrilla en la vida política y legal del país, el cumplimiento de algunos acuerdos de paz operativos y el desarrollo de nuevas estructuras institucionales, no constituyen avances suficientes para garantizar una paz sólida y un ambiente adecuado para restañar las heridas e intentar una nueva convivencia. Por eso, es válido decir que vivimos un periodo de no guerra y que, en el fondo, nos siguen enfrentando los mismos problemas que acuciaron la lucha insurgente; además de que aún tienen vigencia los modelos contrainsurgentes, mismos que son utilizados para "analizar" actividades que algunos todavía ven como "subversivas".

Esto significa que en Guatemala los ciudadanos no tienen confianza en las instituciones democráticas y, en consecuencia, los partidos políticos no se perciben como útiles para resolver los problemas del país, por lo que quizás eso explique el elevado nivel de abstencionismo en las diferentes citas electorales, y en el caso que aquí se analiza, no se consideren legitimados para procesar la reivindicación de la memoria. En resumen, en Guatemala si bien existen autoridades electas a través del voto, tanto los partidos como los ciudadanos transitan por caminos diferentes, se ignoran mutuamente y viven "bajo la inercia de la destrucción" (Pásara, 2004: 115).

 

¿Cómo son las políticas de la memoria?

A diferencia de lo realizado por los partidos políticos, que en líneas generales han omitido vincularse con los temas de las políticas hacia el pasado, las políticas de la memoria se han instalado en la agenda de las políticas públicas, en mayor o menor medida cuando existen coyunturas históricas o cuando hay un momento de crisis de las memorias que resulta imposible a los gobiernos no pronunciarse al respecto. Sobre este punto, basta con reparar que los tiempos de la memoria suelen estar ligados a los momentos de transición, a los aniversarios, pero también a circunstancias derivadas de las políticas de impunidad, las transformaciones institucionales, o incluso a las señales internacionales que revolucionan el escenario interno de las políticas de la memoria.

En los casos aquí descritos, se aprecia que sus trayectorias se diferencian entre sí básicamente en un aspecto: directamente con el estilo de hacer políticas, pues mientras en Argentina los gobiernos muestran una tendencia mayoritaria a reaccionar ante las coyunturas, en Chile se aprecia que las políticas de la memoria tienden a buscar "consensos", en tanto que en Guatemala hay una enorme resistencia por parte de un buen sector de los actores políticos, que antaño fueron parte activa del conflicto armado en el país. Buena parte de esto se explicaría en los rasgos generales de cultura política que han caracterizado históricamente a cada país, los cuales indican que mientras en Argentina predomina una cultura de la confrontación y una combinación de actitudes que se deslizan entre el autoritarismo y el populismo, en Chile campea una mayor proclividad a la negociación en función del profundo sentido legalista que existe sobre la figura del orden, en tanto que en Guatemala destaca una profunda polarización, producto de una organización social muy vertical con tendencias autoritarias. Indistintamente de estas consideraciones, en los tres casos se registra que las políticas de la memoria han aparecido en momentos muy importantes de la reconstrucción democrática de dichos Estados, aunque no se afirmaría que dichas políticas hayan sido fundamentales para su consolidación. Sin embargo, difícilmente se negaría que la construcción social del recuerdo, traducida en las políticas de la memoria, ha sido fundamental en el proceso de profundización de la democracia en estos países, aun y cuando existen muchas memorias en conflicto.

Las trayectorias de las políticas de la memoria, a través de los gobiernos argentinos, chilenos y guatemaltecos demuestran que éstas se explican mejor en clave interna que externa, aunque ello no significa que la influencia del exterior sea marginal o residual –véase especialmente el caso de Guatemala–, sobre todo si se observa que en el ámbito de las políticas de justicia, por ejemplo, un impulso para desbloquear la impunidad ha tenido que venir desde fuera. Cabe decir, al mismo tiempo, que esas trayectorias también están cruzadas, en buena medida, por los estilos de cultura política predominantes en cada país, que sumados a las circunstancias específicas de sus últimas transiciones a la democracia le han dado características muy particulares tanto a la forma de hacer políticas como a la manera en que se ha asumido y reelaborado el pasado político.

Una vez analizado cada uno de los casos a grandes rasgos, se concluiría que indistintamente de las tensiones de la hora cero de la transición política en cada uno de los países que aquí se estudian, en ninguno de los casos la cara no gubernamental de los partidos políticos ha sido vía de canalización de las demandas de los diferentes grupos sociales que reivindican el tema de las políticas de la memoria (salvo los ya comentados casos del ps y el PPD chilenos), y que, por el contrario, el papel de los partidos políticos se percibe como meramente residual. En el cuadro 2, se expone la relación de políticas públicas de la memoria en los distintos gobiernos en democracia y su proporción entre los gobiernos y las asociaciones de derechos humanos.

A partir del cuadro 2, se puede hacer una lectura en dos niveles: en la que los casos de Argentina y Chile tienen una tendencia "más similar", y el de Guatemala transita por un derrotero muy diferente. Con base en dicho cuadro, se infiere, por ejemplo, que en Argentina, las presidencias de Alfonsín, Menem y Kirchner han sido las más activas en relación con las políticas hacia el pasado; mientras que en Chile sobresale por mucho la presidencia de Aylwin, seguida un poco por detrás de la de Lagos. No así en el caso de Guatemala, donde se aprecia que el cúmulo de políticas instrumentadas son producto del llamado Programa Nacional de Reparaciones (2003–2014).

Sin embargo, y como se comprenderá, esto no es una competencia por saber qué presidente ha implementado más políticas, sino de examinar qué tipo de políticas fueron más predominantes en cada administración y tratar de dar alguna posible explicación a esas tendencias. Así, de acuerdo con el cuadro 2, se destaca que mientras en el gobierno de Alfonsín se corrobora una mayor preferencia por las políticas de justicia, en la administración de Menem se percibe una mayor predilección por las políticas de reparación, mientras que en la de Kirchner hay más equilibrio entre las políticas de justicia y las simbólicas, en especial por estas últimas. Tratando de comprender por qué se dan estas tendencias, es posible argumentar que en el caso de Alfonsín su proclividad a las políticas de justicia se asocie a su intención de construir la paz y la concordia entre los argentinos, con base en un Estado de derecho que persiguiera los fines éticos de la justicia.

En el caso de Menem, la propensión hacia las políticas de reparación se explicaría como una forma de clausura del pasado, para dar vuelta a la página. Basta con mirar el tipo y los montos de las reparaciones para darse una idea de que era un interés firme y continuado de su gobierno zanjar el tema y pasar a otro asunto, sobre todo cuando lo que le interesaba a Menem era darle un giro al modelo económico del país, que encontró muy buena acogida entre la mayoría de la clase media argentina que prefirió no mirar hacia el pasado para vivir a plenitud la bonanza económica de lo que Calveiro llamó "los años de la ilusión" (2007: 306). En ese sentido, para Menem era de vital importancia diseñar una política de reconciliación que cabalgara con sus objetivos generales, por ello otorgó indultos a diestra y siniestra, aun incluso a quienes jurídicamente no podía beneficiar con esta medida, y compensó a las víctimas a través de indemnizaciones cuantiosas, que en buena medida habían sido una recomendación insistente de los organismos internacionales.

El caso de Menem resulta paradigmático no sólo porque las estadísticas demuestran que ha sido el presidente que más políticas de la memoria ha instrumentado en Argentina, sino porque, dada su orientación ideológica, rompería la regla no escrita en América Latina que tiende a asociar a los gobiernos más próximos a la izquierda como los más proactivos a la hora de desplegar políticas de reparación histórica. Con esto no se pretende decir que las políticas de Menem no sirvan o que no deban tomarse en cuenta, sino al contrario, pues muchas de éstas fueron muy importantes, a pesar del uso político que se les intentaba dar. En todo caso, en lo que respecta a las políticas de memoria aplicadas por Menem hay que tener especial cuidado al momento de analizarlas para no confundir entre su impronta ideológica y lo que realmente significaron esas políticas, en función de las condiciones coyunturales por las que fueron posibles.

En relación con Kirchner, se puede asegurar que su política de derechos humanos, como ya se dijo en párrafos anteriores, fue producto de una estrategia de legitimación y una forma de construcción de poder político, sobre todo cuando se observa que la mayoría de sus políticas se ejercieron en el periodo de su primer año y medio como presidente, y que, como en ningún otro caso en Argentina, éstas también tuvieron en su mayoría un trasfondo simbólico asociado a algunas fechas de la memoria. Nadie pondría en duda, en cambio, que gracias a la administración de Kirchner los juicios contra los represores se reactivaron, y tampoco nadie cuestionaría que en su administración las políticas simbólicas se instalaron firmemente y que ello ha representado, más allá de las vicisitudes del país, una señal de que la democracia argentina es lo suficientemente sólida como para incorporar públicamente en su discurso que lo que ocurrió en el pasado fue vergonzoso, pero que ese pasado es de todos los argentinos.

En el caso de Chile, el cuadro 2 refleja que Aylwin ha sido el presidente que mayor número de políticas de la memoria ha instrumentado, y en ese registro destaca por mucho la cantidad de políticas de reparación que durante su mandato se ejecutaron. Sobre estas políticas y por qué al final se convirtieron en las más numerosas durante su administración, cabe encontrar algunas explicaciones en dos elementos fundamentales: a) los enclaves autoritarios y b) el informe de la Comisión Rettig. Respecto de los primeros, resultaba evidente que, a diferencia de Argentina, en Chile juzgar a los militares que protagonizaron la dictadura hubiera sido un suicidio político, debido a que el tipo de transición en dicho país fue por transacción y no por derrumbe o colapso. En función de ello, no resulta incorrecto sugerir que Aylwin no se equivocó cuando dijo que en el caso de las violaciones a los derechos humanos se haría justicia en "la medida de lo posible", y que ello se tradujo en buena parte en políticas de reparación. Estas políticas, por otro lado, fueron producto en su gran mayoría de las recomendaciones que en su momento emitió la Comisión Rettig, a través de su informe entregado en marzo de 1991, y que marcó una notable diferencia respecto del Nunca más argentino, en cuanto sus sugerencias se tradujeron efectivamente en políticas de resarcimiento, que se instrumentaron de manera más sistemática que lo registrado en Argentina. No obstante, no se puede obviar que durante la administración de Aylwin también se llevó a cabo una buena cantidad de políticas de justicia que fueron de gran valor, sobre todo para poner en libertad a los cientos de presos políticos que heredó la democracia, y que, por otro lado, logró llevar adelante las primeras obras de reparación simbólica, aun y a pesar de las difíciles tensiones que se experimentaban en aquellos primeros años de la transición.

Ricardo Lagos es quien ha tenido un equilibrio más armonioso entre los diferentes tipos de políticas hacia el pasado aplicadas durante un mandato presidencial. Ello muy probablemente se deba a que en su administración se conjugaron, más que en ningún otro gobierno en Chile, una serie de factores que conllevaron a rediseñar la estrategia sobre las políticas de los derechos humanos, pero también a impulsar una serie de reformas estructurales que culminaron con la adopción de un nuevo modelo de justicia penal, así como una serie de cambios a la Constitución que permitieron derrumbar, después de muchos años, algunos de los enclaves autoritarios más importantes con los que Chile había transitado en sus primeros años en democracia.

Bajo ese contexto, en el que además tuvo que administrar el conflicto de la "posdetención" de Pinochet en Londres y llevar a buen término los trabajos de la Mesa de Diálogo iniciada por su antecesor Eduardo Frei, a Lagos le tocó abrir las puertas de la reparación a las miles de personas que durante la dictadura fueron presos y torturados políticos, que la Comisión Rettig no atendió en función de su mandato en 1990, así como llegar con esos frentes abiertos a la conmemoración del trigésimo aniversario del golpe militar de 1973, que encontró a Chile reeditando viejas disputas sobre los orígenes de la violencia de aquellos años, pero con la madurez suficiente como para soportar las marcas públicas que las obras de reparación simbólica fueron esparciendo por todo el país a partir del año 2002. En otras palabras, la presidencia de Lagos es paradigmática en cuanto que pudo desbloquear los candados que impedían los juicios, logró resarcir a miles de personas cuyas memorias hasta entonces estaban soterradas y que habían sido tan víctimas como los desaparecidos y ejecutados políticos y, finalmente, encontró las condiciones precisas para restituir simbólicamente el honor de las víctimas del terrorismo de Estado.

En el caso de Guatemala, las políticas hacia el pasado no son una prioridad para los partidos, como tampoco para los gobiernos en particular. El Plan Nacional de Reparaciones es un mapa de ruta, con objetivos definidos, pero bajo la constante incertidumbre de que en efecto se lleve a cabo. De hecho, la información sobre políticas de reparación no es tan fácilmente disponible como ocurre en otros países en relación con este mismo tipo de políticas. En resumen, en Guatemala, a diferencia de Argentina y Chile, las políticas hacia el pasado no sólo no tienen difusión, sino que además no son efectivamente verificables, lo que se consideraría un elemento más de la frágil estabilidad política del país, o bien, un botón de muestra más del negacionismo de las élites políticas para afrontar las violaciones a los derechos humanos durante los 36 años de conflicto armado.36

 

Conclusiones

Se puede afirmar que el recorrido de la memoria en países postautoritarios no es nada lineal, sino más bien retorcido, con momentos de mayor o menor latencia, y en función de los actores y las circunstancias. En ese entramado, los partidos políticos no se han caracterizado por ser actores centrales para acopiar las demandas de los grupos de derechos humanos que reclaman verdad y justicia en estos países. Asumiendo que la memoria es la construcción social del recuerdo, la elaboración de una memoriademocrática es deseable en tanto que ésta es capaz de adoptar el sentido político de la historia en un escenario democrático, al requerir un enfrentamiento del peso del pasado en la agenda política del presente, a través de acciones políticas, sociales, jurídicas, económicas y culturales.

En ese plano, son los grupos de derechos humanos, las víctimas y sus familiares quienes han mantenido vigente el tema de la memoria a lo largo del periodo democrático, a pesar de que no todos son tan homogéneos ni tan transparentes como se pensaría. Al respecto, una crítica seria a éstos es que al apropiarse del tema y asumirlo como exclusivo, muchos de estos grupos excluyen a la sociedad, reproducen los viejos tópicos del pasado y son corresponsables, en parte, del lento andar de las políticas de la memoria.

Por otro lado, los partidos políticos, desde su faceta no gubernamental, han sido los grandes ausentes en este tema, a pesar de que muchos de éstos y sus líderes fueron perseguidos, proscritos o declarados en receso por los regímenes autoritarios. Desde esa dimensión, los partidos han erosionado su credibilidad al ser percibidos como actores residuales incapaces de hacer un corte abrupto con las herencias políticas del pasado.

Cada país, adecuado a su dinámica interna y a su contexto externo, ha retomado el tema en la medida de sus posibilidades, pero también esas posibilidades están cruzadas por la cultura política que existe y por la aceptación de las reglas del juego democrático por parte de los actores políticos. De esta manera, los procesos de memoria y sus avances están estrechamente ligados a determinados factores que se reflejan en sus partidos políticos. Así, en Argentina persiste la idea de que tanto el PJ como la UCR, es decir, los partidos mayoritarios, son máquinas electorales que movilizan lealtades más que partidos programáticos (Escudero, 2001; Riz, 1990: 23). Sobre el primero, se destaca su condición de movimiento y su capacidad para aglutinar masas expresadas en distintas identidades que recorren todo el espectro político, aunque tras la presidencia de Carlos Menem haya quienes ubiquen al peronismo como un partido más a la derecha, y otros que señalen que tras el kirchnerismo el justicialismo ha vuelto a la izquierda. Y por lo que respecta al radicalismo, se dice que es un partido con un marcado carácter ético (Escudero, 2001), que comparte con el PJ su flexibilidad para viajar ideológicamente hacia cualquier dirección.

Por su parte, en Chile se expresa que, tras el retorno de la democracia, la división de los partidos en dos grandes bloques está determinada por la herencia de percepciones a raíz del golpe de Estado de 1973. Esto quiere decir que la dictadura modificó los clivajes tradicionales no sólo por sus hechos, sino por sus legados institucionales, entre los que destaca la imposición de un sistema electoral binominal.37

Los partidos proclives a la derecha representan en buena medida a los sectores más identificados con el régimen militar, en especial la UDI, al que se definiría como lo hace Picazo (2001): como un partido híbrido, liberal en lo económico, conservador en sus posturas morales y culturales y populista en lo político. Su socio, Renovación Nacional (RN), es una organización en la que confluyen grupos históricos de la derecha chilena y moderados del régimen que no se sentían plenamente identificados con el gobierno militar. Frente a ellos, los partidos que dieron vida a la Concertación expresan las voluntades de quienes se constituyeron en la oposición legal y clandestina en el régimen de Pinochet. Se trata de una coalición de centro–izquierda que considera los derechos humanos como parte de su eje programático. Conformada por demócrata–cristianos, socialistas, socialistas renovados y radicales, la Concertación trascendió a la derrota de Pinochet en el plebiscito de 1988, además de que formó gobierno durante veinte años bajo las propias reglas dejadas por el gobierno militar y teniendo que encabezar la transición.38

En cambio, los partidos guatemaltecos se caracterizan por su debilidad e inconsistencia en el tiempo, y porque históricamente se han organizado alrededor de élites familiares afines o coptadas por los militares.

El difícil camino de la memoria, por tanto, halla mucho de su explicación en función de que todos los políticos son también, de cierta manera, toda la sociedad o todas las apuestas que una sociedad ha sido capaz de construir e institucionalizar (Calveiro, 2007: 305–306), y así como después de un gran horror hay un gran silencio, la construcción de la memoria está a medio camino entre su persistencia combativa en la calle y su aturdimiento en los partidos.

 

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Notas

* Agradezco a mis evaluadores anónimos y a los profesores Mario Sznajder, Luis Roniger, Benedetta Calandra, Maria Rosaria Stabili, Bruno Napoli y Elena Martínez Barahona, quienes comentaron previamente este texto y han sido los más cercanos a mi trabajo de investigación.

1 Una versión de este trabajo se presentó en el XXVIII Congreso de la Latin American Studies Association, en Río de Janeiro, 11–14 de junio de 2009.

2 Se entiende por "cara no gubernamental de los partidos políticos" su faceta como organización política fuera de su ejercicio en el gobierno (Catteberg, 1989).

3 El uso político de la "reconciliación nacional" fue un arma para todas las partes porque, a pesar de ser una frase hueca, pero popular, era además difícil de oponerse a ella.

4 Para Paloma Aguilar, el ser humano pierde sentido sin la memoria, pero también con ésta cuando se le impone de forma obsesiva y tiránica (2008: 29–30).

5 Para Jelin "las memorias son simultáneamente individuales y sociales, ya que en la medida en que las palabras y la comunidad de discurso son colectivas, la experiencia también lo es" (2002: 37).

6 De acuerdo con Aguilar (2008: 32), el estudio de las generaciones está íntimamente ligado al de la memoria, puesto que el estudio ayuda a interpretar cómo evoluciona la memoria, a medida que nuevas cohortes van liderando un país. Por otro lado, para Schuman y Scott (1989: 377), las memorias de acontecimientos políticos están estructuradas por la edad, pues la adolescencia y la primera edad adulta son fundamentales en la grabación generacional de memorias políticas.

7 Se entiende por políticas de la memoria las medidas de democratización social, cultural e históricas implementadas por un gobierno para reconocer los excesos del pasado, reparar el daño a las víctimas del autoritarismo y construir un patrimonio colectivo sustentado en los valores de una sociedad plural.

8 Un ejemplo sería la competencia directa de las memorias de algunas asociaciones de víctimas de las últimas dictaduras de Chile y Argentina, en relación con las políticas de los gobiernos constitucionales en torno a la interpretación de la historia, las políticas de reparación, la construcción de museos y monumentos o los juicios a los represores.

9 Parafraseando a Vinyes (2007), el reclamo de memoria no es un reclamo de conocimiento histórico académico, profesional, sino un desacuerdo moral frente al modelo de impunidad y sus consecuencias en el seno de una sociedad democrática, que demanda del Estado la articulación de políticas concretas que ayuden a superar el pasado que aún pervive en el presente.

10 En otras palabras, el ejercicio de recordar en un clima democrático debe procurar que "nadie pued[a] sentirse legitimado, como ocurrió en el pasado, para utilizar la violencia con la finalidad de imponer sus convicciones políticas y establecer regímenes totalitarios contrarios a la libertad y dignidad de todos los ciudadanos, lo que merece la condena y repulsa de [una] sociedad democrática" (Grupo Parlamentario IU–ICV, 2006). "El orden democrático implicaría, entonces, el reconocimiento del conflicto y la pluralidad, más que buscar reconciliaciones, silencios o borraduras. Pero ese reconocimiento del conflicto requiere también de un anclaje fuerte en la ley y el derecho" (Jelin, 2002: 137). En palabras de Enzo Traverso (2007), una sociedad democrática no puede tener una memoria monolítica.

11 Traverso está convencido de que resulta imposible reparar las violencias del pasado, pero que es posible conocerlas, reconocerlas y profundizar en ellas, como paso fundamental para ajustar cuentas con el pasado.

12 Cabe resaltar, por citar un ejemplo, que en Argentina, desde mediados de los años setenta, existía un fuerte consenso en la clase media (y en los primeros organismos de derechos humanos) de que la violencia que se vivía venía por igual de la guerrilla y de las fuerzas paraestatales de la Triple A; este consenso fue un motivo para validar lo que tras la dictadura se denominó la teoría de los dos demonios. Según Sebastián Carassai (2010), el malestar social en torno a la violencia política en Argentina hacia 1975 fue una pieza central en la estrategia de legitimación de la dictadura, porque buena parte de la clase media no radicalizada políticamente recibió con alivio el golpe de Estado.

13 Como afirma Jelin, "durante los periodos dictatoriales de este siglo –el stalinismo, el nazismo, el franquismo, las dictaduras militares en Brasil, Chile, Argentina o Uruguay, el stronismo en Paraguay– el espacio público se ha monopolizado por un relato político dominante, en el que "buenos" y "malos" están claramente identificados. La censura es explícita, las memorias alternativas son subterráneas, prohibidas y clandestinas, asimismo se agregan a los estragos del terror, el miedo y los huecos traumáticos que generan parálisis y silencio" (2002: 40–41).

14 Duhalde explica (1998): "A poco que se bucee en nuestra historia, la violencia institucional, entendida en su componente brutal de ejercicio de la fuerza y del terror, aparece como una constante histórica recurrente a partir de 1810, desde el mismo inicio del proceso emancipador, ya que el único pathos que recorre todo el curso de nuestro pasado como una continuidad sin fracturas es el de 'matar al disidente'".

15 Para un sector de la sociedad, los organismos de derechos humanos son una excusa para reivindicar a los subversivos. Los intentos por deslegitimar las acciones de estos organismos giran en acusaciones como la media memoria o los derechos humanos de los subversivos (Carassai, 2010).

16 Los acuerdos de paz de Guatemala pusieron fin a una guerra civil de 36 años. Dichos acuerdos fueron posibles gracias a la intermediación en el proceso del secretario general de la ONU y un grupo de países cercanos o limítrofes. La firma de la paz se efectuó el 29 de diciembre de 1996, bajo la presidencia de Álvaro Arzú.

17 Para Theiss–Morse e Hibbing (2005) no todas las organizaciones de la sociedad civil (OSC) promueven valores democráticos, porque el hecho de reunir a personas parecidas entre sí en sus intereses no favorece necesariamente la promoción de actitudes pluralistas. Para Acuña (2007: 191–220), por su parte, la forma de gobierno de las OSC, por lo general, no es democrática, puesto que sus autoridades suelen ser continuidad de la conducción "fundadora", critica que la rendición de cuentas no existe y sostiene que en este tipo de organizaciones las minorías no sólo no cuentan con representación en la toma de decisiones internas, sino que, además, tampoco cuentan con el reconocimiento como tales, y que esto es esperable en agrupaciones relativamente especializadas o con liderazgos personalizados.

18 En su conocido trabajo, Almond y Verba (1963) conciben la cultura como un conjunto de patrones psicológicos hacia los objetos sociales, que en el campo político comprende una triple orientación: cognitiva, afectiva y evaluativa.

19 Esto en sí se agrava en la medida que muchos ciudadanos que no vivieron la fase de represión autoritaria conviven directamente con otros ciudadanos–deudores directos a los que no comprenden, dificultando así los consensos.

20 El caso de la Iglesia católica resulta muy paradójico, pues así como en algunos casos la cara institucional bendijo a las dictaduras, otra cara más adaptada a los cambios que introdujo el Concilio Vaticano II hizo una decidida defensa de los derechos humanos. No obstante, cabe también matizar que en casos como Guatemala, la Iglesia fue un actor clave en el proceso de paz a través de los obispos Rodolfo Quezada Toruño y Juan Gerardi; y en el caso de Chile, la Vicaría de la Solidaridad desempeñó un papel central de denuncia contra los excesos de la dictadura.

21 "...la memoria tiende a convertirse en el vector de una religión civil del mundo occidental, con su sistema de valores, creencias, símbolos y liturgias" (Traverso, 2007: 14).

22 La Conadep la creó el presidente Alfonsín mediante Decreto Ley 187/83, emitido el 15 de diciembre de 1983, tan sólo a cinco días de haber llegado al poder. La Comisión Nacional de Verdad y Reparación (Comisión Rettig) se estableció formalmente el 25 de abril de 1990, a poco más de un mes del cambio de gobierno en Chile. El presidente Aylwin le dio vida a través del Decreto Supremo 355.

23 Los casos del Partido Socialista y el Partido Por la Democracia son muy significativos, pues son los únicos partidos políticos que han adoptado una posición con relación al tema de la memoria y han sido impulsores de algunas demandas provenientes de los grupos de derechos humanos. Asimismo, son los únicos partidos que tienen una clara línea sobre este tema.

24 Sobre la legitimidad que asumen los organismos de derechos humanos sobre los temas de la memoria y las políticas hacia el pasado, véase Jelin (2002).

25 La inclusión de un tema en la agenda pública, así como la probable formulación de una ley, el cambio de un reglamento o el diseño de un programa, pueden ser acontecimientos en los que la incidencia de las OSC sería más visible y atribuible, no así en el momento de la implementación de una política, en el que su papel tiende a difuminarse.

26 Para Alcántara, los partidos políticos son grupos de individuos que, compartiendo ciertos principios programáticos y asumiendo una estructura organizativa mínima, vinculan a la sociedad y al régimen político conforme a las reglas de éste para obtener posiciones de poder o de influencia mediante las elecciones (2004: 30).

27 El caso de la Democracia Cristiana en Chile es un ejemplo de partido declarado en receso por la dictadura de Pinochet (Garretón, 1989: 407–408).

28 En noviembre de 1982, el gobierno hizo conocer a los partidos quince temas que, entendía, era necesario "concertar" para "concluir con la institucionalización del país". Entre éstos estaban "la lucha contra el terrorismo", "los desaparecidos", "el conflicto Malvinas", "la investigación de ilícitos" y "la presencia constitucional de las FFAA en el próximo gobierno constitucional". Ante la imposibilidad de conseguir la aceptación de los mismos en un "pacto de salida", el gobierno militar se vio obligado a imponer, unilateralmente, las condiciones que consideraba intransigibles (Acuña y Smulovitz, 1995: 157–158).

29 En efecto, como señala Catterberg, en 1988 los niveles de evaluación de los partidos incluso llegaron a ser inferiores a los existentes hacia el final de la dictadura (1989: 87).

30 La Ley de Punto Final (23.492) fue sancionada el 24 de diciembre de 1986 y la de Obediencia Debida (23.521) el 4 de junio de 1987. Por estas leyes se puso límite a los juicios en contra del personal militar indiciado en violaciones a los derechos humanos durante la dictadura. Por la primera ley se benefició a los militares de mayor rango en el estamento militar; pocos meses después, y tras el levantamiento de Semana Santa (abril de 1987) los rangos inferiores del ejército lograron presionar lo suficiente a Alfonsín para que promoviera la segunda ley en alusión a la "obediencia debida".

31 En relación con las políticas de memoria instrumentadas por los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner, cabe suponer que éstas tienen un sesgo más electorero y de legitimación en el poder que una perspectiva programática. Así lo hace pensar el hecho de que Néstor Kirchner se haya acogido a la bandera de los derechos humanos para legitimar su presidencia, tras haber llegado a ésta con tan sólo 22 por ciento del apoyo electoral, o bien la extraña relación que han sostenido con la línea de Madres de Plaza de Mayo, dirigidas por Hebe de Bonafini, a quienes incluso han utilizado para defender sus políticas en general. Basta con recordar que las Madres estuvieron presentes en las marchas en favor de las políticas del agro de la presidencia de Cristina Fernández en 2008.

32 Cabe matizar que algunos grupos de esa derecha representada en Renovación Nacional (RN) y la Unión Demócrata Independiente (UDI) han cambiado su posicionamiento y han marcado una distancia en relación con otras corrientes que aún mantienen un discurso de apoyo al extinto general.

33 De acuerdo con Barahona (2002b: 213), "entre la campaña electoral de diciembre de 1989 y el cambio de gobierno en marzo de 1990 se aprobaron más 'leyes de amarre' que limitaban todavía más la naciente democracia".

34 La Ley de Amnistía (Decreto Ley 2.191), promulgada por el régimen de Pinochet en 1978, se convirtió en el "amarre" judicial más significativo para evitar juicios por violaciones a los derechos humanos.

35 La Comisión Valech entró formalmente en funciones el 11 de noviembre de 2003 (Decreto Supremo 1.040) y llevó por nombre Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, más conocida como Comisión Valech, en referencia a monseñor Sergio Valech, quien durante muchos años estuvo al frente de la Vicaría de la Solidaridad.

36 Para mayor información sobre el proceso de la transición política y las comisiones de la verdad en Guatemala, véase Stabili (2008).

37 Para Picazo, la división partidista (y ciudadana) se manifiesta, por un lado, respecto de la valoración de los derechos humanos durante el gobierno militar y la necesidad de arrojar luz y justicia en ese tema; y, por el otro, por la permanencia de herencias institucionales o "enclaves autoritarios" que impiden la real democratización de Chile, como la Constitución de 1980.

38 Según Picazo (2001), los socios de la Concertación tienen identidades muy diferentes en algunos aspectos ideológicos: por un lado, el Partido Demócrata Cristiano se inspira en principios católicos, pero, además, es el partido con mayor tradición de los que sobrevivieron tras el colapso democrático de 1973. De hecho, muchos cuestionan su posicionamiento frente al régimen militar, ya que en un primer momento respaldaron sus acciones y tiempo después se convirtieron en la plataforma legal y visible de la oposición a la dictadura. El Partido Socialista fue uno de los muchos partidos de izquierda proscritos por la dictadura. Tras el receso a los partidos, el PS se definió, además de agrupación partidaria, como un movimiento, y concibe a la Concertación como una fuerza capaz de proporcionar el desarrollo de Chile y garantizar su consolidación democrática. El Partido por la Democracia (PPD) es la agrupación más joven de la Concertación, y está conformado por socialistas renovados, y es, posiblemente, el partido más ligado (de todos los de esta coalición) con los organismos de derechos humanos.

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