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Perfiles latinoamericanos

versión impresa ISSN 0188-7653

Perf. latinoam. vol.19 no.37 México ene./jun. 2011

 

Artículos

 

Problemas de acción colectiva en procesos de pacificación: oportunismo e instituciones

 

Collective Action Problems in Pacification Processes: Opportunism and Institutions

 

Laura Zamudio González*

 

* Maestra en Economía y Política Internacional por el Centro de Investigación y Docencia Económicas y doctora en Ciencias Sociales por la Universidad Iberoamericana. Profesora de tiempo completo en el Departamento de Estudios Internacionales de la Universidad Iberoamericana, Prol. Av. Reforma, núm. 880 Lomas de Santa Fe Álvaro Obregón C.P. 01219 México, D.F. Tel. 5959 40 00 ext. 7681 laura.zamudio@uia.mx

 

Recibido el 4 de mayo de 2010.
Aceptado el 19 de octubre de 2010.

 

Resumen

Este trabajo presenta una nueva lectura del proceso de pacificación salvadoreño (1992–1994), centrándose en el oportunismo como problema de acción colectiva y en su exitoso manejo, a través del diseño de instituciones, entendidas como reglas, normas y rutinas. Se argumenta que en contextos inciertos con asimetrías de información y altos costos de transacción, como en los periodos de posguerra, los actores locales enfrentan problemas de cooperación que los llevan a transgredir, engañar y posponer recurrentemente el cumplimiento de acuerdos pactados por ellos. Los resultados de este estudio permiten reinterpretar las posibilidades de éxito o fracaso de las nuevas operaciones para el mantenimiento de la paz a cargo de las Naciones Unidas.

Palabras clave: comportamiento oportunista, diseño institucional, acción colectiva, papel de actores locales.

 

Abstract

This article introduces what might be considered as a different approach to discus pacifications of countries affected by intra–state conflicts. Using the case of the process of pacification in El Salvador (1992–1994), I introduce several categories stemming from the new institutionalism in order to understand the role of institutions designed to tackle opportunism. The argument is that asymmetries of information and high transactions costs are particularly acute in postwar periods. This situation creates the ideal conditions and incentives for political actors to act opportunistically, which might derive in severe negative affectations of the peace agreements already in place. This is when the introduction of "rules of the game" designed specifically to tackle opportunism become critical for the success of a pacifications effort.

Key words: oportunistic behavior, institutional design, colective action, the role of local actors.

 

Introducción

Un hecho relevante del actual escenario mundial es que más de la mitad de los conflictos armados intraestatales que logran negociar un acuerdo de cese al fuego y de reconstrucción, retornan a las armas durante la fase de implementación de los acuerdos de paz (Licklider, 1995; Walter, 2002). Los casos de Angola y Somalia (1993), Ruanda (1994), Sri Lanka (1995) y Congo (1999) ofrecen un trágico testimonio del fracaso de los procesos de pacificación cuando llegó el momento de cumplir los acuerdos que con tanta esperanza y optimismo se habían firmado (Ratner, 1995).

¿Por qué suelen fracasar los procesos de pacificación internacional en sociedades que emergen de conflictos armados?, ¿por qué la implementación de acuerdos de paz previamente negociados y aceptados por las partes puede culminar paradójicamente en un regreso a las armas?, ¿por qué es tan difícil que los actores locales involucrados en el conflicto cumplan con las disposiciones pactadas por ellos mismos? Estos cuestionamientos obligan a redefinir el estudio de las operaciones para el mantenimiento de la paz (OMP) de las Naciones Unidas y ampliar el debate que desde la literatura de las relaciones internacionales se había centrado en el dilema de la seguridad como explicación dominante (Walter, 1997).1 Trabajos recientes incorporan nuevos argumentos y variables explicativas, como el papel de los reventadores o grupos excluidos del acuerdo de paz (Stedman, 1997; 2001); la cualidad –incluyente y flexible– de los acuerdos mismos (Hampson, 1996; Jones, 2001); la naturaleza, duración e intensidad del conflicto (Hartzell, Hodie y Rotchild, 2001); e incluso la construcción de marcos referenciales e interpretativos con los que los grupos abordan el conflicto y su resolución (Autesserre, 2009). Un elemento común de estas perspectivas es la importancia de comprender el conflicto intraestatal a partir de su contexto interno, es decir, desde el escenario político, histórico y contingente en el que los actores se mueven y toman decisiones tácticas, así como en el día a día.

La presencia de actores exógenos que intenten garantizar (económica, política o militarmente) el cumplimiento de las disposiciones negociadas y acordadas entre los actores locales, no parece entonces ser la condición necesaria o suficiente para construir un entorno pacífico autosustentable. El papel de los actores internacionales en su condición de mediadores eficientes entre los grupos en conflicto, o en su cualidad de gestores y administradores de recursos, de garantes armados o de impulsores institucionales, generalmente ha dejado fuera del debate el estudio de actores que se mueven tomando decisiones estratégicamente y actuando incluso en formas no previstas por la comunidad internacional. Cooperar o no efectivamente en la realización de un acuerdo de paz, boicotear o posponer indefinidamente las disposiciones establecidas, engañar, desatender e incluso resistirse al cumplimiento (en formas abiertas, pero muchas de las veces también veladas), suelen ser comportamientos recurrentes (y algunos argüirían que incluso racionales, desde un punto de vista egoísta) en los actores inmiscuidos e interesados en un conflicto local. La variable crítica por comprender es que los acuerdos de paz abren nuevos espacios de incertidumbre respecto de la posibilidad de que los demás actores acaten y respeten en forma continuada las nuevas reglas del juego. Sin dicho acatamiento, la cooperación es difícil de lograr, más allá de lo que formalmente un acuerdo de paz establezca explícitamente.

Este artículo se centra en el estudio de estos problemas de cooperación y acatamiento que surgen en contextos posteriores a la guerra. Aplicando el planteamiento teórico metodológico que ofrece el nuevo institucionalismo económico (NIE), así como a partir del análisis del proceso de pacificación en El Salvador (1992–1994), se identifica la existencia de un comportamiento estratégico oportunista de los actores locales que dificultó el cabal cumplimiento de las disposiciones previamente acordadas y, en sus fases más agudas, amenazó incluso con el retorno a las armas (Zamudio, 2008).2 También se analiza cómo las instituciones creadas por la Misión de Observación de Naciones Unidas en El Salvador (ONUSAL) justamente estuvieron dirigidas en gran parte a reducir la posibilidad de este comportamiento estratégico oportunista, lo que quizá fue la clave del éxito de esta operación.3

Los resultados de este trabajo permiten señalar que, aunque la paz se percibe y se reconoce como un bien común, sufre claramente de los dilemas de la acción colectiva. Es decir, la efectiva aplicación de un acuerdo no escapa al hecho de que los actores se vean inmersos en contextos de información diferenciada y asimétrica, nuevas incertidumbres derivadas de la incapacidad (o el alto costo) de verificar permanentemente el cumplimiento de lo pactado y de las relativas ventajas que se pueden alcanzar de un cierto margen de desacato. Allí donde los actores locales se enfrentan al problema de hacer cumplir los acuerdos, también allí surge la posibilidad del comportamiento oportunista o, como establece Mancur Olson, del aprovechamiento con dolo de las ventajas de la información (Olson, 1965; 1971).

La aparición del oportunismo es uno de los asuntos más recurrentes en la acción colectiva (cuando se habla de bienes públicos), pero también aparece, sin duda, en los procesos de pacificación. Se trata de un fenómeno que deriva de la racionalidad estratégica de actores que buscan poner en práctica acuerdos en escenarios con asimetrías de información y altos costos de transacción, en los que priva la incertidumbre sobre las intenciones y recursos a disposición de otros en diversos momentos de interactuación. El oportunismo es un fenómeno quizá menos pronunciado, menos visible y menos violento que los llamados "reventadores" (Stedman, 1997), pero generalizable a todos los actores locales involucrados en el proceso de pacificación, debido a que emana de la incertidumbre contextual.

Así pues, mientras la literatura sobre reconstrucción en el periodo posterior al conflicto suele explicar el éxito o fracaso de los procesos de pacificación internacional en torno al dilema de seguridad (y más débilmente en torno a los dilemas de la complejidad contextual y de la exclusión), aquí propongo incluir también el dilema del oportunismo, ya que los actores buscan aprovechar la incertidumbre del entorno y las asimetrías de información para materializar ganancias y posiciones relativas en el periodo inmediato posterior al cese al fuego, independientemente de la cualidad y amplitud del acuerdo firmado o del compromiso e inclusión de terceros como garantes del proceso. El que la intervención externa de actores como la ONU tenga éxito dependerá, entre otras cosas, de su habilidad para crear instituciones capaces de controlar (o al menos dirigir) el oportunismo de los actores locales, con el fin de evitar que se aprovechen de las asimetrías de información oportunistamente, afectando las posibilidades de éxito de un acuerdo de paz.4

 

El oportunismo como dilema de acción colectiva en escenarios posconflicto

En la literatura sobre pacificación y reconstrucción posconflicto, las explicaciones sobre el éxito o el fracaso de las OMP de la ONU, predominan hasta ahora las explicaciones centradas en el dilema de la seguridad (Walter, 1997 y 1999; Stedman, 2001; Stedman, Rotchild y Cousens, 2002; Paris, 1997; Jervis, 1978). Walter sostiene, por ejemplo, que la cooperación de los actores en escenarios posconflicto está claramente limitada por la inseguridad que sienten al tener que desarmarse (Walter, 1997 y 1999). La entrega de armas y la desmovilización de efectivos suele ser el nudo crítico del proceso de implementación, ya que genera vulnerabilidad y limita el cumplimiento. La presencia de actores externos, dispuestos y capaces de otorgar garantías de seguridad –definidas como una promesa explícita o implícita de protegerlos (Walter, 1997: 325)–, determina significativamente el resultado del proceso en su conjunto. Así, cuanto más visible y sostenida sea la presencia militar de las potencias o terceros países en el escenario posconflicto, mayor será el rango de cooperación entre los actores. El problema del acatamiento queda entonces, desde esta perspectiva, completamente condicionado por la existencia de garantes externos como posible solución al problema de que los actores decidan no cooperar debido al dilema de seguridad (Jervis, 1978).

Desde una postura liberal no coercitiva, Peceny y Stanley sugieren que la construcción de instituciones políticas que limiten la habilidad del Estado en el uso de la fuerza contra sus ciudadanos, proveería también soluciones institucionales al dilema de seguridad, independientemente del número de fuerzas desplegadas (Peceny y Stanley, 2001). Si los grupos dominantes en un conflicto civil firman acuerdos creíbles sobre normas y prácticas liberales y democráticas, grupos potencialmente vulnerables (como los que se espera se desarmen) tendrán confianza razonable sobre su seguridad, aun en ausencia de garantías externas de fuerza. Se trata de la aplicación de una estrategia no coercitiva, en la que las normas, valores e instituciones liberales inciden en la definición de preferencias e intereses de los actores, modifican su conducta y generan un ambiente de confianza general. La ONU, por ejemplo, ha realizado algún intento de promoción liberal y democrática en 25 de las 33 OMP desplegadas entre 1989 y 1998, posiblemente con la intención expresa de generar condiciones para el sostenimiento de los acuerdos firmados, sin necesidad de tener un garante dispuesto a usar la fuerza (Ottaway, 2001).

Desde un punto de vista distinto, y a partir de un esquema más sensible al problema de la complejidad contextual, otros especialistas se han abocado a la búsqueda de variables clave para explicar el éxito o fracaso de los procesos de aplicación. Fen Osler Hampson (1996), Jones (2001) y Hartzell, Hodie y Rotchild (2001), entre otros, se han dado a la tarea de analizar las características de los conflictos civiles (como el número de beligerantes, la duración e intensidad del conflicto, la distribución del poder después de la contienda, etc.), el escenario internacional (la presencia de terceros que alienten el conflicto, la disposición de recursos para atenderlo, la distribución de fuerzas a nivel regional, etc.), así como la calidad de los acuerdos alcanzados (inclusión, flexibilidad, comprensión, entre otros), como elementos explicativos del enorme costo que en escenarios complejos implica la cooperación. La definición ex ante de un acuerdo consensuado por los grupos en lucha, que limite las posibilidades de interpretaciones diversas y hasta encontradas por parte de los actores involucrados, además de que reduzca igualmente las posibilidades de que surjan reventadores (grupos excluidos), constituye para Hampson una de las garantías más efectivas del proceso. Un buen acuerdo –comprensivo e incluyente–, además de la presencia y apoyo internacional, constituyen también para Rotchild y Hartzell los factores clave para aumentar las posibilidades de una pacificación exitosa. Acuerdos ambiguos, excluyentes y coyunturales que inducen al acatamiento temporal y táctico son, en buena medida, los primeros culpables del fracaso en los procesos de intervención (Hampson, 1996; Hartzell, Hodie y Rotchild, 2001). La deficiente coordinación estratégica entre las agencias, la duplicidad o incumplimiento de las funciones asignadas a éstas contribuyen también a explicar el fracaso de todo el proceso, desde el dilema de la complejidad contextual (Jones, 2001).

Por otra parte, el dilema de la exclusión hace referencia a actores que no formaron parte de la negociación y firma del acuerdo, que se encuentran dispuestos a descomponer o derribar el proceso de aplicación en su conjunto (Stedman, 1997). El énfasis en los actores excluidos, a los que generalmente se les conoce como reventadores, nos acerca considerablemente a la dimensión local del conflicto, aunque con las limitaciones derivadas de centrar la explicación en el manejo estratégico de estos grupos desde agentes externos. Stedman identifica, por ejemplo, reventadores agresivos con quienes es inútil negociar y más socializados con quienes sí funcionan las estrategias de inclusión. Dependiendo del tipo de reventador, será el tipo de política a aplicar. El acatamiento, desde esta perspectiva, queda entonces sujeto al grado de inclusión, participación y naturaleza de los reventadores, quienes plausiblemente habrán de resistirse a la aplicación de las nuevas reglas del juego (Newman y Richmond, 2006).

Pese a estos intentos de aproximación con los actores locales, los procesos de intervención internacional, por lo general, no buscan comprender y atender la dinámica real del conflicto en su lógica local, interna, desde la cual, los diversos actores negocian, se esconden, deciden tácticamente, todo dentro de un contexto de decisiones, particularidades y contingencias muy diversas. Estudios recientes demuestran que la aproximación cognitiva, así como la configuración lingüística y simbólica de la intervención internacional, incluyendo las OMP, se siguen ubicando en una dimensión macrorregional y nacional. La continuación de la violencia a ras del suelo, que, paradójicamente, suele continuar y convivir con los acuerdos de paz y el cese al fuego formal, es uno de los espacios explicativos apenas explorados por la literatura (Autesserre, 2009; Khalivas, 2006; Straus, 2006). El contexto de posguerra suele darse por hecho, cuando en realidad es allí, en este contexto, donde los individuos se mueven y donde habrán de aplicar los acuerdos. Ramsbotham, Woodhouse y Miall (2005) abonan también a favor de conocer la peculiaridad de los contextos posteriores a la guerra, desde una perspectiva que obliga a entender la firma de un acuerdo no como el fin último y esperado del conflicto armado y político, sino como un momento de definición de nuevas reglas y, por ende, como el inicio de un nuevo proceso de acuerdo político.

Este trabajo se suma a ese reciente esfuerzo por comprender mejor la relación entre el contexto interno de la inmediata época posterior a la guerra y las decisiones estratégicas que toman los actores a partir del estudio de los problemas de acción colectiva y de cooperación en contextos complejos, así como del análisis del papel de las instituciones, definidas como reglas, normas y rutinas que limitan y encausan el comportamiento individual (Olson, 1965 y 1971; North, 1990).

El comportamiento oportunista es uno de los problemas de acción colectiva que se manifiesta recurrentemente en los procesos de pacificación, ya que en contextos de asimetrías de información y altos costos de transacción, donde es muy difícil verificar el cumplimiento, los actores buscarán beneficiarse a partir de ciertos márgenes de desacato. A diferencia de los reventadores, que fueron excluidos de los acuerdos pactados, el oportunismo que atiende el NIE asume que los actores locales (incluidos y excluidos por igual) se comportan de manera oportunista, atendiendo una racionalidad contextual. Cualquier actor puede ser oportunista cuando el acatamiento de las reglas se presenta en contextos de información diferenciada y altos marcos de incertidumbre sobre la posición, los recursos y las intenciones de otros.

El proceso de pacificación en El Salvador, en el que participó activamente la ONU, permite observar la manera como se presentó y resolvió este dilema de acción colectiva, pues, un año después de la firma del Acuerdo de Paz de Chapultepec, el proceso de pacificación entró en crisis y amenazó con retornar a las armas.

Conviene, entonces, entender mejor las razones por las que, en distintos momentos, los actores locales (gobierno, fuerzas armadas y frente guerrillero) intentaron ignorar, engañar o posponer el acatamiento de los acuerdos pactados. Usando sus ventajas en información, los actores violaron disposiciones muy precisas del acuerdo, retardaron el acatamiento, buscaron modificar los términos del acuerdo original, evadieron o se anticiparon a procesos de verificación, manipularon o alteraron información, e incluso amenazaron con recurrir a la fuerza para presionar a favor de sus posiciones. En suma, conviene entender mejor el ambiente de escasa cooperación en el que se vieron envueltos los actores locales como un problema serio de acción colectiva.

La intervención de la ONU, por intermediación de la ONUSAL, permite atender también el muy sutil trabajo que llevó a cabo aquella organización internacional para "atajar" el oportunismo de actores locales heterogéneos. La creación de un sistema de reglas, costos e incentivos muy complejo –orientado por nociones de transparencia, reciprocidad y rendición de cuentas– fueron importantes para desincentivar las posibilidades de comportamiento oportunista al generar un entorno de certidumbre, de disminución de costos de transacción y de asimetrías de información.

 

Estudio de caso: la crisis del proceso de implementación del acuerdo de paz en El Salvador (1992–1994)

Cuando se firmó el Acuerdo de Paz de Chapultepec (1992), se puso fin a doce años de guerra civil en El Salvador. En ese entonces, el secretario general de la ONU, Boutros Boutros–Ghali, declaró que se había logrado una revolución por medio de la negociación (Boutros–Ghali, 1992).5 Lo que entonces no se preveía era que, a un año de la firma del acuerdo de paz, la histórica revolución negociada estaría a punto de ser abortada, debido a una serie de crisis derivadas del incumplimiento de los acuerdos.

En los meses posteriores a la entrada en vigor del cese al fuego, el entusiasmo inicial por los acuerdos fue progresivamente reemplazado por la cautela y la mutua desconfianza. En palabras de Óscar Santamaría, coordinador de la Comisión de Negociación del Gobierno de El Salvador: "uno de los temas más complicados que nos dio la negociación fue la desconfianza. Yo no podía ser de la confianza de la guerrilla ni la guerrilla podía serlo para mí" (Santamaría, 2005).

El contexto histórico–político previo a la guerra civil está marcado por la abrumadora presencia de las fuerzas armadas en la vida civil y en las instituciones de gobierno, en alianza permanente con las clases oligárquicas; el fracaso de los modelos agrario de monoexportación y de industrialización y diversificación de exportaciones; un sistema político caracterizado por la exclusión de los partidos de izquierda y un escenario cotidiano de violencia y transgresión, acompañado de una tremenda polarización económica y social en el país (Gilly, 1980; Gordon, 1988; Lungo, 1991; Benítez, 1989).

Así, el fracaso, en los años setenta, de las fuerzas reformistas pequeño burguesas con respaldo popular para acceder al poder por medios electorales, radicalizó las opciones, desalentó la participación electoral y condujó a la lucha armada.

Como resultado del "empate militar" en que terminó el conflicto civil, se abrió la posibilidad de acometer una auténtica reforma de Estado que pasaba por la redefinición de la seguridad pública y la modificación de las relaciones civiles–militares en el país (Samayoa, 2003). Se trataba de un proceso de construcción institucional simultánea en las áreas electoral, judicial, policial, agraria y constitucional, por lo que la ejecución de todas las provisiones que en orden pragmático sostenían los acuerdos de paz, abrió considerablemente el espacio para la transgresión y el incumplimiento de actores heterogéneos.6

Bajo esta dinámica, el proceso de aplicación hizo crisis en mayo y julio de 1992, y se repitió con mayor fuerza en mayo de 1993, cuando los actores locales involucrados en el cumplimiento de los acuerdos comenzaron a engañar, a desconocer y a resistir la aplicación cabal de los acuerdos. Las Fuerzas Armadas (FA) del gobierno salvadoreño, el gobierno mismo (GOES) y el Frente Guerrillero Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) aprovecharon la dinámica contextual para mejorar posiciones derivadas del incumplimiento del acuerdo, de los altos costos de transacción (esto es, verificar el cumplimiento), las asimetrías de la información (conocimiento sobre recursos e intenciones de otros) y los tiempos de cumplimiento en general.

Como resultado de la guerra, el FMLN no pudo forjar un esquema de copartición del poder político, tampoco pudo insertar a sus combatientes en las fuerzas armadas del país. Esto fue bloqueado sistemáticamente en los acuerdos. Lo que sí logró fue colocar una pequeña parte de sus combatientes dentro del nuevo cuerpo de seguridad pública, dirigido por civiles y controlado por el Poder Ejecutivo. La creación de la Policía Civil Nacional (PCN), la reducción y depuración de las fuerzas armadas y la reforma general de la seguridad pública, constituyeron, pues, los puntos neurálgicos de la reforma del Estado, que se ofreció a cambio de la desmovilización de la guerrilla y de su aceptación de convertirse en partido político (Samayoa, 2003).

La nueva policía estaría integrada en su mayoría por civiles, no combatientes y de manera minoritaria por ex guerrilleros del FMLN, así como antiguos policías con credenciales aprobadas en materia de derechos humanos.7 Todos sus miembros deberían egresar de la Academia Nacional de Seguridad Pública (ANSP) recién creada y sujeta a la supervisión directa del presidente de la república, de la Comisión para la Consolidación de la Paz (COPAZ) –organismo de verificación integrado por representantes de los partidos políticos–8 y por la ONU (Costa, 1999).

En los hechos, la integración del primer contingente de alumnos de la ANSP, donde se entrenaría a los nuevos policías, marcó el inicio de una serie de crisis de implementación, pues la evaluación de los aspirantes fue hecha sin supervisión de COPAZ y sin verificación de la ONU; se incluyeron asesores militares que debían haber sido depurados; se trasladó un batallón militar que debió haber sido disuelto y se presionó para el traslado de la Comisión de Investigación de Hechos delictivos a la Fiscalía General, comisión cuya dirección pertenecía a las FA, lo que implicaría mantener la presencia militar en áreas constitucionalmente ya sin competencia. La ONU informó que el GOES faltó a su compromiso de no presentar como candidatos para la dirección de la PCN a los antiguos miembros de los cuerpos de seguridad y al trasladar íntegro el Batallón Belloso a la Policía Nacional (UN, 1995).9

Retrasos en la concentración de las fuerzas en los cuarteles y en la designación del director general de la PCN demoraron también la definición del régimen especial para mantener la seguridad pública en las antiguas zonas de conflicto, tal como lo exigían los acuerdos, ya que el nuevo equipo de seguridad pública implicaba también la disolución de la Policía de Hacienda y de la Guardia Nacional Rural, ambas controladas por el Ministro de Defensa, que, según la Constitución, ahora derogada, habría sido el responsable de la seguridad interna (Costa, 1999).

A esta compleja crisis de implementación (mayo de 1992), le sucedió otra, vinculada con la demora por parte del GOES en la transferencia de tierra y en la legalización de los títulos de propiedad en las antiguas zonas de conflicto (julio de 1992). Se trataba de un asunto muy complejo, debido a que en los acuerdos de paz no se había establecido con claridad la ejecución de este apartado y se complicó aún más por las ocupaciones de tierras en las antiguas zonas de conflicto, algunas de las cuales fueron protagonizadas por ex combatientes del FMLN (Aguiyón, 2005). El acuerdo de paz establecía que la situación de la tenencia de la tierra en zonas conflictivas debía respetarse hasta que se encontrara una solución legal definitiva. Sin embargo, el FMLN orquestó ocupaciones adelantadas de grupos campesinos para forzar la entrega de tierras y postergó la movilización del primer 20 por ciento de sus combatientes (UN, 1991). El FMLN también entregó informes abultados de los posibles beneficiarios de la reforma agraria (UN, 1995: 29), al tiempo que rechazó la propuesta del GOES de entregar una pequeña parcela a cada ex combatiente, en calidad de propietario individual, pues lo consideraban insuficiente para generar excedentes que sostuvieran un proceso de inversión (Cardenal, 1992).

La mayor resistencia, empero, provino del lado de la reforma a la seguridad pública, pues por vez primera en la historia republicana de El Salvador, el mantenimiento del orden y de la seguridad pública dejó de ser parte esencial de las actividades del ejército. Las reformas constitucionales definieron una nueva misión de las FA, limitándolas a la defensa de la soberanía e integridad territorial del Estado, reduciendo sus amplios poderes de decisión, rango de acción y autonomía, poniéndolas bajo el control del Ejecutivo. La esencia de la reforma militar se concentró en depurar a su cuerpo de oficiales, reducir a 50 por ciento las fuerzas armadas y desmovilizar a los batallones de infantería de reacción inmediata o unidades ofensivas de combate. Las FA fueron reducidas de 63 175 a 31 000 miembros, incluyendo la desintegración de unidades de seguridad pública y de inteligencia, así como de los batallones de combate especiales. Las partes también acordaron desintegrar las organizaciones paramilitares, la defensa civil y el servicio territorial (UN, 1993a).

La resistencia de las FA a la aplicación de las disposiciones fue evidente y se negaron, por ejemplo, a que la ONU verificara in situ el proceso de reducción de sus efectivos, así como el de los programas de reinserción para ex soldados. Ésas y otras resistencias se reflejaron en los múltiples retrasos del calendario original, que establecía que para el 30 de noviembre de 1992, el GOES debía haber designado al cuerpo académico de la Escuela Militar, disuelto la Dirección Nacional de Inteligencia, sustituido efectivamente el Servicio Territorial por un nuevo régimen de reservas y puesto en funcionamiento la inspectoría General de las FA; y, para antes del 15 de diciembre, debía de haber recogido las armas de uso privado del ejército, disuelto el Batallón Atlácatl, difundido la nueva doctrina de las FA, puesto en funcionamiento el sistema de admisión a la ANSP y ejecutado las decisiones de la Comisión Ad Hoc,10 todo lo cual se había claramente pospuesto (UN, 1993b).

El reporte de la Comisión Ad Hoc entregado a la ONU identificó a 103 oficiales de servicio activo como violadores de los derechos humanos y estimó que 26 de ellos debían ser transferidos y 76 dados de baja (UN, 1993b). Los militares resistieron fuertemente lo que consideraron un cambio inesperado y el GOES no ejecutó estas recomendaciones en el tiempo previsto y en repetidas ocasiones solicitó prórrogas para cumplirlas.

El retraso en el cumplimiento resultó ser una estrategia gubernamental que buscaba obtener ventaja del cumplimiento de los acuerdos por parte del FMLN, independientemente de que, como dice Cardenal, el esfuerzo de Cristiani de salvar a catorce oficiales de la depuración y de entre ellos al propio ministro de Defensa, fuese fundamental para que el ejército acabara aceptando los acuerdos sin dar un golpe de Estado.11

La situación alcanzó un nivel crítico el 15 de marzo de 1993, cuando la Comisión de la Verdad presentó otro informe en el que se estableció que el 95 por ciento de la violencia había sido cometida por los militares, las fuerzas de seguridad y los escuadrones de la muerte. Más del 60 por ciento de esos actos de violencia se clasificaron como ejecuciones extrajudiciales, 25 por ciento como desapariciones forzadas y más de 20 por ciento como casos de tortura. El reporte identificó por su nombre a los oficiales implicados en la planeación y encubrimiento de los asesinatos y estableció, además, que el ejército había sido el responsable de la matanza de El Mozote (1981), por lo que el gobierno estaba obligado a depurar a las FA. Sugería el retiro o la inhabilitación de oficiales para ocupar cargos públicos durante diez años al menos y descalificarlos permanentemente de cualquier actividad relativa a la seguridad pública y la defensa nacional (UN, 1993b).

A menos de una semana del informe, la Asamblea Legislativa de El Salvador aprobó una Ley de Amnistía General para los implicados en las violaciones y abusos de guerra (CEPAZ, 1991). El alto mando del ejército atacó verbalmente a la comisión, alegando que se había excedido en sus funciones, mientras diversos miembros de la ONUSAL recibían amenazas anónimas de muerte. En mayo de 1993, la situación degeneró hasta el punto de posible ruptura y reincidencia del conflicto armado, cuando se descubrió, accidentalmente, un depósito clandestino de armas del FMLN en Managua, Nicaragua. En dicho depósito se incluían misiles tierra–aire, grandes cantidades de municiones, armas y variedad de explosivos. Investigaciones realizadas por la ONUSAL en El Salvador llevaron al descubrimiento de otros 114 depósitos clandestinos en El Salvador, Honduras y Nicaragua (UN, 1993c).

El presidente Cristiani expresó su preocupación, alegando que el FMLN no debería ser aceptado como partido político, con lo que se ponía en entredicho uno de los elementos sustantivos del acuerdo de paz, a saber: que el FMLN aceptaba las reglas jurídicas vigentes y la competencia partidista, antes que la toma violenta del poder. Así, a poco más de un año de haberse concretado la firma de los acuerdos de paz, las partes parecían regresar a las posturas radicales originales y de escasa cooperación. En los cuatro meses siguientes, más de 143 personas habían sido asesinadas, siguiendo los mismos parámetros de ejecución de los escuadrones de la muerte, mientras la División de Derechos Humanos de la ONUSAL recibía denuncias por asesinatos descritos como ejecuciones sumarias y amenazas de muerte dirigidas a los pacificadores de la misión.

David Holiday y William Stanley (1997) sostienen que el cumplimiento cabal de los acuerdos iba en realidad en contra de las estrategias de apoyo político de los mismos actores involucrados. Para el FMLN, la centralidad de los acuerdos en materia de reforma militar había significado un duro golpe en materia de reformas económicas y, por ende, la aplicación estricta de los acuerdos los orillaba a desarmarse y reintegrarse sin haber resuelto las graves injusticias económicas que aquejaban al país, y que habían llevado a muchos campesinos a apoyar la lucha armada. El FMLN tenía, pues, incentivos para no cumplir a cabalidad los acuerdos y, por lo tanto, orquestó ocupaciones ilegales de tierras y presentó listas abultadas de propiedades y de sus respectivos ocupantes, con el propósito de maximizar la cantidad de tierra concedida a sus partidarios, además de que adoptó otras medidas que mostraron incumplimiento, como postergar la desmovilización de sus fuerzas hasta que los donantes internacionales prometieran financiar programas especiales de becas, capacitación y préstamos para los comandantes de nivel medio, o incluso ocultar armas.

El GOES, por su parte, al firmar los acuerdos de paz, aceptó un conjunto diferente de responsabilidades en materia de seguridad, cuyo cumplimiento implicaba abrir una brecha entre el gobierno de derecha y los militares. Los militares y las antiguas fuerzas de seguridad pública, no obstante todas las violaciones que cometieron durante la guerra civil, se vincularon históricamente a los intereses de los grupos sociales elitistas que ayudaron a fundar el partido en el poder (Alianza Nacionalista, ARENA) y el cumplimiento de lo pactado les imponía un altísimo costo que, a juicio de Holiday y Stanley (1997), bien podría significar una fractura dentro del partido, o incluso generar un abierto desafío al control civil. La extrema derecha salvadoreña llegó ciertamente a acusar al presidente Cristiani de ser un "traidor de la patria" (Boivin, 1992), al tiempo que se registraban nuevos incidentes de violencia en las calles de un país que acababa de salir de una guerra civil.

Así pues, como se puede observar, el escenario de la implementación fue bastante complejo y no estuvo exento de un posible fracaso. El cumplimiento de lo acordado implicaba ciertos riesgos en materia de apoyo político o pérdida de ventajas relativas en materia de posiciones y beneficios, así como las posibilidades de ser engañado o de engañar, esto como mecanismo para lidiar con la incertidumbre general, lo cual condujo a que los actores tomaran decisiones de escasa cooperación, aun cuando en su conjunto todo ello pudiera descarrilar el proceso y regresar a la guerra.

 

Oportunismo y diseño institucional: el papel de la ONU en la definición de incentivos, reglas y normas que alentaron la cooperación

En contextos cargados de incertidumbre, desconfianza y resentimiento entre las partes, producto de una prolongada lucha armada, en la que los intereses de los actores pueden llevarlos a buscar beneficios particulares a costa de los derechos de otros, la pregunta que surge es, ¿cómo implementar entonces acuerdos de paz que resulten creíbles, estables y efectivos?, ¿cómo garantizar el cumplimiento de lo pactado en escenarios particularmente sensibles a la transgresión?

Facilitar la cooperación de actores heterogéneos que se mueven en contextos de incertidumbre y desconfianza, requirió no sólo del desarrollo de instituciones de gobierno liberales y democráticos que alentaron la protección de los derechos humanos y la competencia político electoral, sino también, en un sentido menos explorado, la provisión de mecanismos institucionales que redujeron la incertidumbre contextual, disminuyeron las asimetrías y facilitaron la verificación de los acuerdos. Reglas, normas y rutinas enfocadas a la reciprocidad, la transparencia, la rendición de cuentas y otras por el estilo, parecen haber sido la clave del éxito de este proceso.

La intervención de la ONU, por medio de la ONUSAL, proveyó de un entorno reglamentado y calendarizado en el que el costo del oportunismo se encareció. Aun cuando en sus tareas de verificación las partes podían mentirle, como ocurrió con el FMLN en materia de inventario de armas, o podían simplemente excluirla o ignorarla, impidiéndole la verificación, como hizo el gobierno con los programas de reinserción para soldados, la ONU logró alentar la cooperación entre las partes a través de la creación de un entramado de reglas y normas que encarecían el no acatamiento general.

En primer lugar, Naciones Unidas generó un entorno dirigido para evitar que un actor pudiera, a través de la violación del contrato, redefinir los derechos de propiedad establecidos. En este sentido, las acciones encaminadas a la verificación del cumplimiento del calendario de acuerdos, resultaron ser decisivas para que los acuerdos en sí no se alteraran, aunque sí se modificaron las fechas de cumplimiento. En más de una ocasión, la ONU redefinió las fechas de los compromisos exigidos y diseñó un mecanismo de cumplimiento recíproco. Así, el que un actor no cumpliera con una de las fechas, cuestionaba todo el proceso de paz y exigía una intervención de alto nivel de dicho organismo. No se trataba de una pequeña infracción, sino que por el propio procedimiento estaba sobredimensionada y evidenciaba una falta de voluntad de las partes.

Por otro lado, Naciones Unidas buscó evitar que un actor pudiera engañar a otro con base en información que éste no conocía. En este sentido, la Organización, a través de ONUSAL, realizó investigaciones sobre violaciones a los derechos humanos, sobre el problema del reparto agrario y sobre irregularidades del proceso electoral que en su conjunto arrojaron información veraz a los actores. Al hacer pública toda esta información y al reportar constantemente a la ONU sobre los avances del proceso, los actores se convertían en sujetos y acreedores de ayuda económica internacional, y así fortalecían o debilitaban su imagen dentro del país en materia de apoyo político electoral en el mediano plazo.

Evidentemente, el incentivo de obtener recursos era una motivación que trascendía el entorno institucional desarrollado por la ONU, pero la evaluación permanente y rigurosa de la conducta de los actores, hecha pública por medio de los reportes de la ONUSAL, ofrecía un indicador confiable para el manejo de fondos internacionales.12 Se definió así, a través de los reportes, una pauta de conducta rutinaria que fortalecía el cumplimiento o una lógica de lo adecuado.

Finalmente, Naciones Unidas buscó evitar que un actor engañara al otro, dada la dificultad de honrar los acuerdos. Su presencia constituyó una garantía para el desarme y la reintegración de los ex combatientes a la vida civil, a través de su trabajo y asistencia en la creación, acompañamiento y verificación de nuevas instituciones de gobierno como la PCN y en el fortalecimiento del sistema de derechos y la nueva misión de las FA. Participó también decididamente en erradicar la violencia como forma de política, a través de la impartición de cursos especiales sobre derechos humanos a jueces, magistrados y fiscales, así como campañas de educación consecuentes para toda la población. Así, se buscó crear una cultura del ejercicio del poder, basada en el respeto irrestricto a los derechos humanos y conforme a criterios legalmente establecidos. Este cambio era por demás significativo en la historia de un país que, durante años, había aprendido a ejercer el poder a través de la violencia.

Sin duda, la creación de instituciones que fortalecieron el gobierno civil y desmilitarizaron al Estado, a la política y a la sociedad salvadoreña, constituye un eje explicativo fundamental del proceso de pacificación (Córdova, 2001).. Sin embargo, la aplicación del modelo teórico del NIE permite una lectura que justifica el entramado institucional como un diseño teórico–racional, y no sólo político ideológico, pues se analiza desde el reacomodo de fuerzas y del complejo proceso de creación de nuevas reglas. La desmilitarización y democratización del Estado no termina de responder el hecho insólito de que, en el caso de El Salvador, la guerrilla estuvo dispuesta a entregar las armas e insertarse de forma minoritaria a las estructuras coercitivas del Estado, al tiempo que el ejército (que controlaba al país) estuvo dispuesto a reducir significativamente su tamaño y competencias, en aras del fortalecimiento del gobierno civil. No entendemos estos resultados sin antes pasar por la construcción de una nueva institucionalidad, expresada a través de cálculos racionales y de intereses individuales.

 

Conclusión

Este artículo sugiere que la implementación de un acuerdo de paz hará frente, inevitablemente, a actores locales que se comportan de manera oportunista, debido a que el contexto posterior a la guerra presenta asimetrías de información y altos costos de transacción, en torno a los cuales los actores buscan obtener ganancias relativas. Engañar, posponer, desalentar o incluso resistir abiertamente algunas de las disposiciones encaminadas al cumplimiento del acuerdo general es propio de la racionalidad estratégica de actores locales que desconocen las intenciones, los recursos y las decisiones que tomarán otros actores en iguales circunstancias. No es un comportamiento exclusivo de ciertos grupos o facciones, y en términos generales tampoco puede ser completamente evitado.

La intervención externa orquestada por la ONU en El Salvador, debió enfrentar precisamente este dilema de acción colectiva. Las interpretaciones que advierten sobre el papel de la organización como gestora de instituciones de gobierno democráticas y liberales, se quedan en el estudio de las OMP como instrumentos de diseño ideológico y político, sin llegar a reconocer que detrás de este entramado institucional se teje también un conjunto de reglas, normas y rutinas orientadas a evitar el engaño, la transgresión o la simulación del acatamiento por parte de los actores involucrados en el proceso.

Durante la intervención de la ONUSAL, Naciones Unidas demostró capacidad para evitar que los actores engañaran con base en el uso de información que solo ellos conocían; buscaran alterar los acuerdos pactados mediante retrasos o problemas de acatamiento; desconocieran sus atribuciones o trataran de posponer indefinidamente los acuerdos. A partir del entramado de reglas y tiempos, los actores locales percibieron que el incumplimiento por actos de oportunismo sería contraproducente a mediano plazo (con vistas a un proceso electoral o en aras de obtener legitimidad ante la comunidad internacional para ser sujeto de donaciones y recursos económicos, por ejemplo), y se vieron obligados a moverse en formas más transparentes y obligados a rendir cuentas a la sociedad y a responsabilizarse de los costos en los fracasos o aletargamientos del proceso de implementación.

Los actores internacionales deben cuestionarse entonces sobre el menor entendimiento del comportamiento de actores locales, así como la continuación de la violencia o de la continuada resistencia a hacer cumplir lo pactado. Ello facilitaría asumir que la atención de agendas locales y espacio de oportunismo son fenómenos recurrentes que han de contemplarse en las operaciones de pacificación en sociedades que emergen de conflictos armados.

 

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Notas

1 El dilema de seguridad establece que el éxito o fracaso del proceso de pacificación reside en la capacidad de actores externos (preferentemente Estados poderosos) para ofrecer garantías –que incluyen el uso de la fuerza militar– y forzar a que se cumplan los acuerdos; y parte de la idea de que los actores locales no cumplen los acuerdos por razones de inseguridad e invulnerabilidad al tener que desarmarse.

2 Desde otros planteamientos teórico–metodológicos, como el nuevo institucionalismo sociológico (NIS), las posibilidades de acatamiento también se relacionan con el tema de la legitimidad y el ya mencionado significado que tienen los acuerdos para los actores. Para mayor comprensión del NIS, véanse Peters (1999), Hall y Taylor (1999), March y Olsen (1984).

3 La ONU ha puesto en marcha más de cuarenta OMP en diversas partes del mundo; los casos de El Salvador (1992–1994), Nicaragua (1989–1992), Guatemala (1997) y Mozambique (1992–1994), son algunos de los más exitosos. El mandato, las tareas y la composición de cada operación fueron diferentes, pero en todos los casos se aprecian problemas de cooperación y dificultades para el cumplimiento derivados de contextos inciertos de posguerra. Para mayor información sobre las OMP de la ONU, véase un (2001).

4 El papel de la ONU en los procesos de pacificación e implementación posteriores al conflicto es, por supuesto, muy debatido. Diversos autores sostienen que la presencia de la ONU no genera ningún efecto positivo en los procesos de implementación de los acuerdos y explican los casos en que no hay vuelta a las armas, aun sin la presencia internacional (véanse Tharoor, 1995; Luttwak, 1999; Hartzell, Hoddie y Rotchild, 2001; Dubey, 2002, y Page, 2004).

5 Por razones de espacio, aquí no se analiza el largo y complejo proceso de negociación que condujo a las partes a la firma del acuerdo. No se explican las razones por las que los actores decidieron moderar o cambiar sus intereses y preferencias originales, a tal grado que se posibilitara la resolución negociada del conflicto. Al respecto, véase Córdova (1988, 1993 y 2001) para el análisis del FMLN y Wood (2000 y 2001), para el cambio a nivel de las élites. El trabajo de Wood ilustra particularmente bien el patrón de dependencia que emerge de la movilización insurgente y los mecanismos de refuerzo que llevan a las élites a aceptar la resolución negociada del acuerdo.

6 Los partícipes en el conflicto salvadoreño no eran actores homogéneos. El Frente Farabundo estaba compuesto por cinco organizaciones político–militares: Fuerzas Populares de Liberación Farabundo Martí, Ejército Revolucionario del Pueblo, Resistencia Nacional, Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos y Fuerzas Armadas de Liberación, que gradualmente se integrarían en un Frente Democrático Revolucionario ideológicamente más flexible. El partido ARENA en el poder tenía una identificación de origen con la extrema derecha por la figura de Roberto D'Aubuisson (creador de los escuadrones de la muerte) y con los militares más conservadores. En los años ochenta, comenzaría a incorporar a la clase empresarial con un proyecto modernizante y más afín a la cultura democrática y la competencia electoral. La existencia de otros partidos políticos (incluyendo los partidos de izquierda), como Convergencia Democrática, integrada por el Movimiento Nacional Revolucionario, el Partido Social Demócrata y el Movimiento Popular Social Cristiano, atestigua la transformación del sistema político, con inclusión del centro y la centroizquierda (Córdova, 1992).

7 Los criterios para integrar la PCN fueron: 20 por ciento para ex combatientes del FMLN, 20 por ciento para ex policías nacionales y 60 por ciento para civiles no combatientes.

8 La Comisión para la Consolidación de la Paz (COPAZ), se creó por virtud de los Acuerdos de Nueva York (1991) para supervisar el cumplimiento de los acuerdos políticos alcanzados por las partes, pero sin facultades ejecutivas. Estuvo integrada por dos representantes del gobierno: dos del FMLN, un representante de los partidos Demócrata Cristiano, Coalición de Convergencia Democrática, Conciliación Nacional, Movimiento Auténtico Cristiano, Alianza Republicana Nacionalista y Unión Democrática Nacionalista. El gobierno y el FMLN tendrían cada uno dos votos y los partidos y la coalición uno. El arzobispo de El Salvador y un delegado de la ONUSAL tendrían acceso a los trabajos y deliberaciones de la COPAZ en calidad de observadores (COPAZ, 1992).

9 La verificación es sustantiva y no siempre fue alcanzada por Naciones Unidas. Como se observa en el párrafo anterior, los actores también fijaron obstáculos para una verificación real y efectiva, lo que entorpeció el proceso de pacificación y abrió espacios de oportunismo.

10 El proceso de depuración se basaría en las recomendaciones de la Comisión Ad Hoc y la Comisión de la Verdad. La primera estaría formada por tres salvadoreños (nombrados por el secretario general de la ONU), encargados de revisar los expedientes de los oficiales en relación con alegatos de violaciones a los derechos humanos. Esa comisión debería recomendar medidas administrativas para depurar a quienes podrían constituirse en una amenaza para el nuevo orden democrático, tendría facultades para revisar los expedientes de más de dos mil altos oficiales de las FA y sus recomendaciones serían entregadas al secretario general de Naciones Unidas (CEPAZ, 1991).

11 Cristiani intentó que quedara a su arbitrio y conveniencia el cómo y el cuándo ejecutar la depuración. Quiso negociar con Naciones Unidas que permitiera la permanencia de los oficiales afectados hasta que cumplieran el término de su servicio o hasta que pudiera convencerlos de pedir baja voluntaria, para lo cual pensaba ofrecerles becas, remuneraciones económicas y puestos diplomáticos en el extranjero (Cardenal, 1992).

12 El costo del acuerdo de paz fue de 20 812.78 millones de colones (2.4 millones de dólares) (Córdova, 1999). De ese monto, 6 656.9 millones de colones fueron donados por la comunidad internacional (32 por ciento). La ayuda económica que recibió El Salvador fue significativa y se contabiliza de la siguiente manera: 699.6 millones de dólares (Banco Mundial, Corporación Financiera Internacional, Banco de Desarrollo Interamericano, Unión Europea) y 1 068.9 millones de dólares provenientes de naciones individuales (Estados Unidos, Alemania, Japón, Italia, Holanda y España) (UN, 1995).

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