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Perfiles latinoamericanos

Print version ISSN 0188-7653

Perf. latinoam. vol.19 n.37 México Jan./Jun. 2011

 

Artículos

 

Violencia, Estado de derecho y políticas punitivas en América Central

 

Violence, Rule of Law, and Punitive Policies in Central America

 

Verónica de la Torre* y Alberto Martín Alvarez**

 

* Doctora en Estudios Iberoamericanos por la Universidad Complutense de Madrid. Profesora—investigadora de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad de Colima, Av. Universidad NÚM. 33 Col. Las Víboras, C.P. 28040 Colima, Colima, México Tel. (01 312) 316 1107. vdelatorre@ucol.mx

** Doctor en Estudios Iberoamericanos por la Universidad Complutense de Madrid. Profesor—investigador del Centro Universitario de Investigaciones Sociales de la Universidad de Colima. Centro Universitario de Investigaciones de Colima Av. Gonzalo Sandoval, núm. 44 colonia Las Vóboras, C.P. 28040 Colima, Colima México Tel. (312) 316 1127. matinal@ucol.mx

 

Recibido el 30 de septiembre de 2009.
Aceptado el 15 de octubre de 2010.

 

Resumen

Este artículo plantea que los elevados niveles de violencia y criminalidad en el Triángulo Norte de América Central –Guatemala, El Salvador y Honduras–, en presencia de aparatos estatales incapaces de hacer valer el Estado de derecho, está produciendo una ansiedad creciente en la población y concitando el apoyo de ésta para implementar medidas autoritarias que combatan el crimen. La respuesta de los gobiernos de esta región ante el auge de la criminalidad y la demanda ciudadana de seguridad han sido las políticas de "mano dura" contra el crimen y el recurso del "populismo punitivo" como estrategia para capitalizar electoralmente la profunda preocupación por la inseguridad.

Palabras clave: violencia, Estado de derecho, mano dura, populismo punitivo, Centroamérica.

 

Abstract

This article suggests that high levels of violence and crime in the so called North Triangle of Central America (Guatemala, El Salvador and Honduras), together with the incapacity of the state of enforcing the rule of law, are causing growing anxiety among the population and are attracting the support of the community to implement authoritarian measures to fight crime. The response of the governments of the region in the face of the rise of crime and public demand for security has been the policies of "iron fist", and the use of "populist punitiveness" as a strategy to gain the backing of an electorate deeply concerned by insecurity.

Key words: violence, rule of law, iron fist, populist punitiveness, Central America.

 

Introducción

A lo largo de la última década y media, la experiencia de altos niveles de delito se ha convertido en un hecho cotidiano para los habitantes del Triángulo Norte de América Central –Guatemala, El Salvador y Honduras–. El incremento de la violencia y el crimen se produce en un entorno caracterizado por la incapacidad de los Estados para ofrecer una respuesta adecuada ante la demanda ciudadana de seguridad. Pese a los progresos logrados, las reformas de los cuerpos de policía y de los sistemas de justicia en la región, no se han erradicado las prácticas y vicios de nepotismo, corrupción y politización heredados del periodo autoritario. A ello habría que añadir la capacidad de presión sobre el aparato de justicia criminal que aún tienen las redes de poder vinculadas a las élites económicas y militares en los tres países. Como resultado, la ineficacia en la persecución de los delitos y la impunidad aún caracterizan el funcionamiento del Estado de derecho en la región. El auge de la violencia y el crimen, así como la incapacidad de los Estados para ofrecer respuestas eficaces, han generado desconfianza en las instituciones y en las personas y, consecuentemente, una ansiedad ciudadana ante la falta de seguridad.

Esta ansiedad pública y la incapacidad de los Estados para enfrentarla se han concretado en una serie de respuestas de parte de la ciudadanía, de entre las que este artículo destaca el apoyo a medidas de justicia expresiva representadas por las políticas de "mano dura" contra el crimen. La extendida percepción de inseguridad ha sido también responsable de que se la politice, y ha abierto la puerta al aprovechamiento político del miedo al crimen y al uso del populismo punitivo como estrategia para originar consenso acerca de las medidas de justicia expresiva adoptadas, y para capitalizar electoralmente la ansiedad de la población.

El presente artículo analiza, desde una perspectiva crítica, la creciente importancia social y política del miedo al crimen en Centroamérica, destacando el origen múltiple de las causas de la inseguridad ciudadana en esta región. Se presenta, además, una reflexión sobre las consecuencias, en la esfera política, de la existencia de un miedo generalizado al delito entre la población centroamericana, mediante el examen de las medidas de mano dura contra la violencia juvenil implementadas en la región.

 

La experiencia de la violencia y el delito como hechos cotidianos

Desde mediados de la década de 1990, las tres naciones del Triángulo Norte de América Central han experimentado un crecimiento casi continuo de diversas expresiones de violencia y delincuencia. Los homicidios, el pandillerismo violento, el crimen organizado y la limpieza social son hechos cotidianos en las sociedades de esta región.1 Durante este período, dichas naciones se encontraron entre los países con mayores tasas de homicidios en el mundo. En Guatemala, las cifras de este delito crecieron constantemente desde finales de los años noventa, mientras que, en El Salvador, las mismas tuvieron altibajos para aumentar drásticamente a partir de 2003 (gráficos 1 y 2) y alcanzar los niveles más elevados en la región.

En Honduras, la insuficiencia de datos fiables dificulta las afirmaciones categóricas, si bien diversas fuentes coinciden en que muestran la misma tendencia que en Guatemala (UNODC, 2007).

Los niveles de victimización de la población de la región respecto de otros tipos de delitos también son elevados. En 2006, 16% de la población salvadoreña, 19.2% de la hondureña y 19% de la guatemalteca habían sido víctimas de algún delito, especialmente del robo. Ahora bien, en el contexto latinoamericano estos niveles de victimización pueden considerarse normales; se encuentran por debajo de los de países como Perú (26.2%) o Chile (23.1%), (Córdova, Cruz y Seligson, 2006).

Por otra parte, desde principios de los noventa, las pandillas juveniles o maras Salvatruchay Barrio 18 han adquirido notoriedad pública y presencia en las principales ciudades de la región debido al sentimiento de inseguridad que provocan entre la población. Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), en 2006 había 60 500 pandilleros en los tres países objeto de estudio, que son con mucho los más afectados por este fenómeno en toda América Central (UNODC, 2007). Los integrantes de las pandillas se han convertido en el arquetipo del delincuente para los gobiernos, las agencias policiales, los medios de comunicación y la opinión pública. Como lo demuestran distintos estudios (Cruz y Santacruz, 2005; Cruz, Argueta y Seligson, 2007), la presencia de las pandillas ha sido responsable de un incremento en la percepción de inseguridad por parte de la ciudadanía en estos países.

Sin embargo, no está claro en qué medida las bandas juveniles se han encargado del aumento de ciertos delitos, en concreto de los homicidios. En 2005, 13.4% de los homicidios (FESPAD, 2006) y 20% del total de los delitos (Aguilar, 2006) cometidos en El Salvador podían adjudicarse con seguridad a los pandilleros. En Guatemala, las pandillas son responsables de un porcentaje muy similar de los homicidios cometidos (UNODC, 2007). De acuerdo con esta misma fuente, el porcentaje en Honduras podría ser bastante menor. Encuestas de victimización realizadas en El Salvador demuestran que, en 2004, menos de 5% de la población había sido víctima de alguna acción ejecutada por maras o pandillas (Cruz y Santacruz, 2005). No obstante, casi la mitad de las respuestas consideró que las pandillas eran el problema de seguridad que había que atender más urgentemente. Según la misma investigación, 91% de los encuestados afirmó que el problema de las pandillas era muy grande a nivel nacional, pero sólo 21% consideró que lo fuera en su propio barrio. Si bien es cierto que, en 2005, casi la mitad de los salvadoreños habían estado expuestos o habían presenciado un hecho de violencia o criminal en su lugar de residencia, atestiguaban con mayor frecuencia conflictos entre ciudadanos comunes y no entre pandillas. La misma relación parece repetirse en Honduras, donde la incidencia de homicidios es alta pero las pandillas no son los principales responsables. Sí lo son, en cambio, de otros tipos de delitos, como el robo (Cruz, 2007: 106). En 2006, 7.1% de la población afirmó que su barrio estaba muy afectado por la presencia de maras, y 9.4% señaló estar algo afectado (Cruz, 2007: 105). De modo que la gran mayoría de los hondureños no se sienten directamente afectados por las pandillas.

Cabe destacar la creciente importancia de la región centroamericana en el tráfico de drogas hacia Estados Unidos vía México. La fragmentación de los cárteles colombianos y la modificación de las rutas de estupefacientes a principios de los noventa, convirtieron el Triángulo Norte de América Central en un punto estratégico para las redes de distribución controladas fundamentalmente de los cárteles mexicanos. La responsabilidad de estas redes en el incremento de los homicidios en la región parece evidente. De acuerdo con la UNODC (2007), los departamentos con mayores tasas de homicidio en la región se sitúan sobre las rutas del tránsito internacional de drogas (La Libertad y Sonsonate en El Salvador, Escuintla, Petén e Izabal en Guatemala). En Guatemala existen, además, indicios crecientes de penetración del crimen organizado en la vida política (Durán, 2007: 1) por parte de los cada vez más poderosos cárteles locales asociados a organizaciones mexicanas y colombianas. De acuerdo con los datos de Carcach (2008) sobre la distribución espacial de homicidios, en El Salvador se observa un cambio entre 1995 y 2007, con una clara tendencia a que ese problema aumente en los municipios cercanos a las fronteras hondureña y guatemalteca, lo que refuerza la hipótesis de su vinculación con redes de crimen organizado. Del total de homicidios cometidos en Honduras en 2008, casi 37% es atribuible a sicarios, lo que evidencia su relación con el crimen organizado. Los departamentos hondureños de Cortés y Atlántida, situados el primero en la zona fronteriza con Guatemala y el segundo en la costa del Caribe, son los territorios con el mayor número de delitos de este tipo en la región (Iudpas, 2003). El tráfico de drogas en la costa hondureña se relaciona con otras formas de crimen organizado como el contrabando de armas y de animales exóticos.

Las tres naciones centroamericanas objeto de este estudio enfrentan, por tanto, el incremento de determinados tipos de delitos –especialmente homicidios–, y la extensión de la delincuencia juvenil y el crimen organizado, lo que ha elevado, a su vez, la percepción de inseguridad entre la población, especialmente en El Salvador y Guatemala. En 2006, 47.1% de la población salvadoreña y 43.4% de la guatemalteca se sentía poco o nada segura como consecuencia de la prevalencia del crimen (Córdova, Cruz y Seligson, 2006: 121). Según las encuestas de la Corporación Latinobarómetro, en 2005, la delincuencia ya era percibida por la población guatemalteca como el problema más importante, por encima del desempleo, la inflación o los problemas políticos, mientras que para los ciudadanos hondureños y salvadoreños el desempleo seguía siendo el problema principal, seguido de la delincuencia (Corporación Latinobarómetro, 2005).

 

Las fallas del Estado de derecho

Frente a los desafíos planteados por la ola de criminalidad iniciada en los noventa, las naciones del Triángulo del Norte han dado muestras de que el Estado de derecho permanece débil, sobre todo en El Salvador y Guatemala –a pesar de las reformas implementadas a lo largo de la década pasada–, debido a la dificultad para erradicar prácticas y procedimientos heredados del período autoritario.

Durante la prolongada guerra civil de Guatemala (1960–1996), el Poder Judicial y el aparato de seguridad estuvieron subordinados a los militares. A lo largo de ese período, afirma Sieder (2003: 65), la resolución de disputas, con frecuencia, se solucionaba mediante mecanismos extrajudiciales y recurriendo a elevados niveles de violencia. De acuerdo con Snodgrass (2002: 644), las Fuerzas Armadas guatemaltecas mantuvieron a las autoridades civiles en estado de "ineptitud institucional", lo que les permitió justificar la construcción de un sistema paralelo de justicia militar; así, al término de la guerra, el Poder Judicial se encontraba totalmente deslegitimado frente a la población.

Uno de los objetivos de los Acuerdos de Paz de diciembre de 1996 que pusieron fin al conflicto armado fue precisamente la reforma del sistema de justicia criminal. En ese marco se introdujeron reformas al Código Procesal Penal dirigidas a garantizar el debido respeto a los derechos humanos de los detenidos y a mejorar el acceso a la justicia –especialmente para la población indígena–. Sin embargo, aun cuando entre 1996 y 2001 estas reformas contaron con el apoyo de diversas instituciones financieras y de donantes internacionales, sus resultados no estuvieron a la altura de las expectativas en términos de independencia de los jueces, funcionamiento del Ministerio Público y desaparición de poderes paralelos al sistema judicial.

De acuerdo con Sieder (2003: 72–75), los principales problemas que afectan el sistema de justicia guatemalteco se relacionan con la deficiente preparación de los jueces, la persistencia de prácticas clientelistas y nepotismo en su selección, y su alta exposición (junto con fiscales y abogados) a la corrupción y la intimidación (favorecidos por los bajos salarios). Lo anterior propicia la intervención de grupos de poder en la resolución de los procesos judiciales, lo que obstruye el funcionamiento del sistema. Es también relevante la ineficacia del Ministerio Público en la resolución de las causas criminales –con muy bajos índices de éxito en su desempeño–. A lo que se suman, además, las fallas de coordinación entre aquél y el cuerpo de policía –la nueva Policía Nacional Civil creada en 1997 como producto de los Acuerdos de Paz–, y la escasa capacidad de este último para realizar labores de investigación. Hay que señalar, finalmente, la existencia probada de vínculos de la policía con redes de tráfico de drogas; en 2002, por ejemplo, más de 80% del personal del departamento antinarcóticos fue despedido por robar cocaína decomisada (Durán, 2006: 3). La suma de estos factores explica, en buena medida, la persistencia de la impunidad en Guatemala y la desconfianza de la población en el sistema de justicia, así como el apoyo de la ciudadanía a los discursos de mano dura contra el crimen y el recurso de medidas extrajudiciales como la "justicia por propia mano", cuya manifestación extrema la constituyen los linchamientos de presuntos delincuentes (Snodgrass, 2002).

Las reformas aplicadas en el sistema de justicia en El Salvador se realizaron durante la guerra civil que asoló al país entre 1980 y 1991. Con apoyo del gobierno estadounidense y como parte de las reformas implementadas en el marco del proyecto contrainsurgente, se hicieron esfuerzos por incrementar la capacidad de investigación de la policía y la administración judicial. Tales acciones no erradicaron las enraizadas prácticas de corrupción y amiguismo o la dependencia del Poder Judicial, características del período autoritario, debido a la escasa voluntad política y al bloqueo ejercido por las élites salvadoreñas (Call, 2003:849). A raíz de los Acuerdos de Paz de Chapultepec de enero 1992 –que pusieron fin al conflicto armado–, y las recomendaciones de la Comisión de la Verdad –establecida para esclarecer las violaciones a los derechos humanos ocurridas durante la guerra–, se implementaron reformas en los sistemas judicial y de seguridad pública que incluyeron el establecimiento de una nueva y única fuerza de policía. La Corte Suprema de Justicia de El Salvador, máxima instancia judicial del país, se convirtió entonces en un órgano más profesionalizado e integrado con base en un mayor pluralismo político. Sin embargo, la elección de los magistrados –responsabilidad de la Asamblea Legislativa–, todavía se encuentra muy politizada y abierta a componendas entre los partidos que cuentan con representación parlamentaria.

Como producto de los acuerdos, también se modernizó el papel de la Fiscalía General de la República –a la que se dio la responsabilidad de investigar los delitos–. De acuerdo con Call (2003: 85), en 1996 se promulgó un nuevo Código Procesal Penal que contribuyó a modernizar el proceso penal, aunque el entrenamiento y la financiación de las fiscalías continuaron siendo deficientes. Persisten, asimismo, los problemas relativos a la formación y la acreditación de los profesionales de la abogacía. Según la Fundación para el Debido Proceso Legal (DPLF, 2007: 162), una investigación reveló –a mediados de la década de 2000– la existencia de cientos de títulos irregulares de abogados; no obstante, el esclarecimiento de estos casos, que corrió a cargo de la Fiscalía General, no arrojó resultados sobre las sanciones a los responsables de los hechos. La corrupción política y la dependencia del Poder Judicial respecto del poder político en El Salvador permiten la elección de jueces y magistrados sometidos a las órdenes de funcionarios corruptos que manejan los asuntos judiciales conforme a intereses económicos o políticos. Éste es probablemente uno de los problemas más graves de la justicia salvadoreña y que más daña la imagen pública del Poder Judicial. Cabe señalar, al respecto, el desgaste que causaron a dicha imagen las acusaciones de la Fiscalía y la Policía Nacional Civil (PNC) contra la judicatura, a la que responsabilizaron de la ola de criminalidad y de ineficacia para condenar a los acusados presentados. Call (2003: 859) afirma que el sistema judicial salvadoreño sigue siendo débil, ineficiente y partidista, y continúa sujeto a corrupción.

A mediados de la década de los ochenta –tras el desplazamiento de los militares de la titularidad del poder político–, se emprendió en Honduras una serie de reformas en el sistema judicial; entre éstas el impulso a la carrera judicial, la organización de un centro de formación para los jueces y la puesta en marcha de jurisdicciones especializadas en menores, la familia y lo contencioso–administrativo (DPLF/Banco Mundial, 2008). Afirma Salomón (1996: 10) que, no obstante, en esta primera fase de la transición a la democracia –inserta en un contexto marcado por la crisis centroamericana y el papel jugado por Honduras como aliado estratégico de Estados Unidos–, los militares conservaron un gran peso en la definición del juego político.

Hubo que esperar el fin de los conflictos en Nicaragua y El Salvador para que Honduras comenzara a eliminar los obstáculos autoritarios al desarrollo de un régimen democrático. Fue entonces cuando se emprendieron reformas profundas en los aparatos de justicia y de seguridad. En 1993, en el marco del Programa de Modernización del Estado implementado por la administración del presidente Rafael Callejas (1990–1994), la Dirección Nacional de Investigación –una estructura policial de control militar acusada de violaciones sistemáticas de los derechos humanos–, fue sustituida por una nueva estructura controlada por la Fiscalía General de la República, también de nueva creación. Un año después, toda la estructura de la policía –denominada Fuerza de Seguridad Pública–, pasó a depender de responsables civiles, quienes en 1998 transfirieron sus competencias a la nueva Policía Nacional. A mediados de los noventa, se emprendió el Programa de Modernización de la Justicia para desarrollar la infraestructura del sistema judicial y fortalecer la Defensa Pública y la Inspectoría de Tribunales (DPLF y Banco Mundial, 2008: 30). En la década de 2000, se introdujeron, en el Poder Judicial, reformas constitucionales encaminadas a despolitizar la Corte Suprema de Justicia y otorgarle una mayor estabilidad. Entre 2002 y 2005, el ordenamiento jurídico se modernizó con la promulgación de nuevas leyes y códigos.

No obstante, el sistema de justicia hondureño aún enfrenta graves problemas que mantienen el Estado de derecho en una situación de debilidad, entre los que destacan la falta de independencia del Poder Judicial, la incapacidad de los fiscales para asumir la dirección de las investigaciones y la falta de profesionalización de la policía. Los nombramientos para la Corte Suprema de Justicia continúan muy politizados, por lo que el organismo judicial más importante de la nación sufre la injerencia de los partidos políticos, lo que menoscaba su independencia, su profesionalismo e imparcialidad, y deteriora su imagen de cara a la población. Persiste el ingreso fraudulento a la carrera judicial gracias a influencias familiares o políticas y, en general, hay una fuerte discrecionalidad en el acceso y la promoción al interior de la judicatura. Las limitaciones del Ministerio Público se traducen en una persecución penal deficiente, ausencia de protección a las víctimas de los delitos e impunidad de los delincuentes (FDPL, 2008: 137). Los funcionarios encargados de la investigación criminal adolecen frecuentemente de falta de profesionalismo y carecen de medios, lo que repercute en la calidad de las acusaciones presentadas por los fiscales y, de forma más general, en la eficiencia del sistema de justicia penal y, por lo tanto, en elevados niveles de impunidad.

 

La politización de la inseguridad

La ansiedad pública ante la falta de seguridad e incapacidad de los Estados para ofrecer respuestas eficaces a la demanda correspondiente ha generado diversas respuestas en la ciudadanía de la región. En primer lugar se percibe, como lo observa Sieder (2003:76), una mayor implicación de la sociedad civil en la denuncia de las fallas del Estado de derecho y en el combate a la impunidad, especialmente en Guatemala y El Salvador. En segundo término, la ineficacia del Estado ha generado un escepticismo ciudadano respecto del funcionamiento del Poder Judicial y la policía. Cabe citar, a manera de ejemplos, que 48.8% de los salvadoreños consideraba en 2008 que la policía estaba involucrada en actividades criminales (Córdova, Cruz y Seligson, 2006: 77), y que, en 2006, sólo 46.2% de los guatemaltecos expresaba confianza en el sistema de justicia (Azpuru, Pira y Seligson, 2007). En tercer lugar está la construcción de alternativas privadas: ya la adquisición de armas de fuego, ya la contratación de servicios de seguridad privados, ya las diversas formas de justicia "por mano propia" suscitadas en la región en los últimos años: linchamientos, rondas ciudadanas, "limpieza social", entre otras. Está finalmente el apoyo ciudadano a medidas autoritarias o de "mano dura" para combatir el crimen, incluyendo el aumento y el endurecimiento de las penas, el uso de las fuerzas militares y la reinstauración de la pena de muerte, entre otras. En la región del Triángulo del Norte, la extendida percepción de inseguridad ha conducido, a lo largo de la última década, a la politización del combate al crimen y al subsecuente aprovechamiento político de la ansiedad pública, y el empleo de lo que los criminólogos denominan "populismo punitivo" en la definición de estrategias de seguridad pública.

El concepto de populismo punitivo fue elaborado por el criminólogo Anthony Bottoms (1995: 39–41) para referirse a la adopción de políticas punitivas por parte de los responsables políticos con la convicción de que éstas reducen la criminalidad, refuerzan el consenso moral de la ciudadanía contra las actividades delictivas y, sobre todo, resultan atractivas para determinados sectores del electorado. De acuerdo con Bottoms, es oportuno calificar estas políticas de populistas porque se sustentan en la creencia de que serán populares. En palabras del propio autor (Bottoms, 1995: 40), el concepto "populismo punitivo" expresa la noción de los responsables políticos, quienes aprovechan para sus propios propósitos lo que perciben como una postura punitiva del público. Para Bottoms, determinados líderes políticos responden a la ansiedad de la ciudadanía con medidas de tolerancia cero contra el crimen, incremento de las penas y, en general, un enfoque punitivo, buscando réditos electorales. Arteaga (2004: 205) va más allá, al afirmar que el populismo punitivo incluye la noción de acercar los mecanismos de control social a la ciudadanía, haciéndola corresponsable de las tareas de vigilancia. El planteamiento que subyace en ello, según este autor, es el de acercar el poder al pueblo. Los discursos del populismo punitivo enfatizan la idea de que la sociedad y el Estado comparten los mismos objetivos, medios y estrategias, así como la responsabilidad por los resultados obtenidos en la lucha contra el crimen.

El concepto de populismo punitivo remite, en Centroamérica, tanto a un estilo retórico como a políticas que destacan el papel del ciudadano en la lucha contra la criminalidad y en la corresponsabilidad Estado y la ciudadanía en dicho combate. Como estilo retórico, el populismo punitivo no está asociado a opciones políticas concretas, si bien en la región del Triángulo del Norte dicho populismo ha sido utilizado por formaciones políticas conservadoras. Aquí, la extendida sensación de inseguridad y las fallas del Estado de derecho han propiciado el apoyo de la población a políticas penales basadas en lo que el sociólogo David Garland (2005: 42) ha denominado "medidas de justicia expresiva". Esto es, medidas de justicia criminal que expresan los sentimientos de la ciudadanía de ira y odio contra los delincuentes, que buscan castigar antes que rehabilitar, y que no pretenden tanto reducir el delito como compensar moral y emocionalmente a las víctimas y, por extensión, a una población insegura. Así, 81.2% de los ciudadanos salvadoreños señalaba en 2004 la necesidad de implantar leyes más duras para combatir el crimen (Cruz y Santacruz, 2005), y un año más tarde 44% de los salvadoreños estaban dispuestos a pasar por alto el respeto de las leyes con tal de combatir la delincuencia (Córdova, Cruz y Seligson, 2006). En 2006, en Honduras, 55.6% –y, en Guatemala, 43.1%– de la población justificaba que las autoridades actuaran al margen de la ley con tal de frenar la delincuencia (Cruz, Argueta y Seligson, 2006; Azpuru Pira y Seligson, 2007).

El discurso punitivo ha sido profusamente utilizado en los últimos años por diversos líderes y partidos políticos, ya sea como herramienta electoral o como mecanismo para aumentar su popularidad o para incrementar su legitimidad en momentos de crisis o ante la falta de resultados sustantivos de la acción de gobierno. En Honduras, la politización de la seguridad culminó en la figura de Ricardo Maduro (2002–2006), quien en campaña prometió "tolerancia cero" ante la corrupción y la inseguridad; mensaje con que supo llegar a un electorado cuya primera preocupación era la delincuencia. En Guatemala, la violencia común se volvió asunto político durante la presidencia de Álvaro Arzú Irigoyen (1996–2000), pero pasó a ser central en la agenda política con el ascenso de Alfonso Portillo a la candidatura de la Presidencia de la República por el Frente Republicano Guatemalteco (2000–2004). En su campaña, Portillo hizo especial hincapié en la salvaguardia de la seguridad pública, prometiendo mano dura contra los delincuentes. La inclusión de la delincuencia como prioridad de la agenda política en El Salvador tuvo lugar durante el mandato de Francisco Flores (1999–2004), si bien ya el presidente Armando Calderón Sol (1994–1999) había tratado de poner freno a la violencia con el endurecimiento de las penas. En julio de 2003, Flores anunció la puesta en marcha del Plan "Mano Dura", teniendo en la mira las elecciones de marzo de 2004 y la buena perspectiva que hasta ese momento tenía el opositor Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Los sondeos de opinión de mayo de 2003 daban por ganador al FMLN por una abultada diferencia: 40.6 % frente a 23.9 % de ARENA (IUDOP, 2003a). La elección de Antonio Saca como candidato de ARENA y la mala imagen de Schafick Handal como candidato del FMLN, así como la popularidad de las políticas de mano dura, parecen haber ayudado sustancialmente a la recuperación del voto de ARENA que, en octubre de 2003, contaba con una intención de voto de 41.1% frente a 22.3% del FMLN (IUDOP, 2003b).

 

Las políticas de "mano dura"

Una vez en el poder, los líderes políticos arriba mencionados aplicaron medidas de política criminal muy semejantes en sus características y su intencionalidad. Más que intervenir sobre las causas del delito y la violencia, estas políticas se concentraron en reducir la sensación de inseguridad mediante despliegues policiales masivos, el encarcelamiento de jóvenes de barriadas marginales y el endurecimiento de las penas.

La reducción del miedo al delito se convirtió en un objetivo político; en esta dirección se comenzó a implementar en Honduras, durante la presidencia de Ricardo Maduro del Partido Nacional, una línea de políticas de "mano dura" contra la violencia juvenil. El decreto legislativo 117 del 12 de agosto de 2003 –denominado "Ley Antimaras"–, introdujo reformas al artículo 332 del Código Penal hondureño. El nuevo texto incluía la calificación de las pandillas como asociaciones ilícitas y preveía multas de entre 525 y 10 000 dólares para los líderes de las bandas y otros grupos que se asociaran para ejecutar actos constitutivos de crimen (Mejía, 2007: 28). Asimismo, las penas de prisión por asociación ilícita imputables a los jefes de maras aumentaron de nueve a doce años. Además de las modificaciones legislativas, se implementaron operativos policiales como parte del denominado "Plan Escoba", en los que también participaron fuerzas militares. El objetivo central del plan era detener a pandilleros a los que se identificó por sus tatuajes, mismos que se convirtieron en prueba fehaciente de culpabilidad; era innecesario probar que la pertenencia a una pandilla pudiera ser lesiva de la integridad física o del patrimonio de terceros. La legislación antipandillas continuó en vigor tras el cambio de partido en el gobierno y la toma del poder por parte del presidente Manuel Zelaya en 2006. Sin embargo, la fuerte presión del parlamento para que se reimplantara la pena de muerte en 2004 y se aplicara a los miembros de pandillas no prosperó y fue desestimada por el entonces presidente Maduro.

En El Salvador, el 23 de julio de 2003, el presidente Francisco Flores, del partido ARENA, ordenó el despliegue del operativo "Plan Mano Dura" a cargo de la Policía Nacional Civil (PNC) y de las Fuerzas Armadas, con la finalidad declarada de reducir la delincuencia mediante la desarticulación y la captura de miembros de todas las pandillas juveniles en las áreas urbanas y rurales. Se desplegaron operativos policiales –con gran cobertura de prensa– para la detención masiva de jóvenes pertenecientes o que aparentaban pertenecer a pandillas. Al mismo tiempo, el presidente Flores remitió a la Asamblea Legislativa el proyecto "Ley Antimaras", que fue aprobado el 9 de octubre de 2003. Aunque dicha ley debía entrar en vigencia el 10 de abril de 2004, el texto incluía elementos que contradecían los principios de la Carta Magna salvadoreña, por lo que se presentaron demandas de inconstitucionalidad desde diversas instancias no gubernamentales. La Corte Suprema de Justicia de El Salvador aceptó dichas demandas y el 1 de abril de 2004 declaró la "Ley Antimaras" como inconstitucional. Ese mismo día, el presidente remitió a la Asamblea otro instrumento, la "Ley para el Combate de las Actividades Delincuenciales de Grupos o Asociaciones Ilícitas Especiales", que fue aprobado de inmediato con los votos de las dos formaciones políticas de derecha: ARENA y Partido de Conciliación Nacional (PCN), con una vigencia inicial de 90 días (del 1 de abril al 29 de junio de 2004). Aunque se dijo que esta nueva ley superaba las inconstitucionalidades de la anterior, instituciones como la Fundación de Estudios para la Aplicación del Derecho (FESPAD) sostuvieron que el texto de una y otra eran prácticamente iguales (FESPAD, 2005).

Durante la presidencia de Antonio Saca se puso en marcha, el 30 de agosto de 2004, el Plan Súper Mano Dura como parte del plan de gobierno 2004–2009, "País Seguro". Este plan ofreció establecer mesas de concertación sobre las pandillas, para lo que se convocó a diversas entidades del gobierno, la sociedad civil, los sectores religiosos y la cooperación internacional, en un esquema que pretendía prevenir la violencia. Sin embargo, la mayor parte de los recursos del plan se dirigieron a la represión policial –particularmente a las detenciones–, sin un esfuerzo equivalente en la investigación criminal, por lo que tan sólo una pequeña parte de los pandilleros detenidos fue encontrada culpable de algún delito. Si bien las cifras de secuestros, extorsiones, robo y hurto disminuyeron con la entrada en vigor de dicho plan, las relativas a homicidios y lesiones permanecieron sin cambios. Hay que resaltar que los tribunales de justicia salvadoreños ejercieron una labor destacable de protección de las garantías individuales, lo que comprueban las cifras de jóvenes puestos en libertad sin cargos: 84% de los 19 275 detenidos entre el 23 de julio de 2003 y el 30 de agosto de 2004 (FESPAD, 2005).

El 9 de febrero de 2005 fue elevada en Guatemala una iniciativa legislativa para aprobar una ley antimaras similar a la de El Salvador: aquí también las maras eran vistas como asociaciones ilícitas, y los tatuajes o el lenguaje gestual –como código de comunicación– se consideraron prueba de pertenencia. Ese mismo mes de febrero –durante la presidencia de Óscar Berger, del partido Gran Alianza Nacional (GANA)–, se puso en marcha un plan "Libertad Azul", cuya eficacia en la reducción de la criminalidad parece cuestionable, ya que la aplicación de la política de arrestos masivos sin pruebas de culpabilidad condujo, desde los primeros meses de su implementación, a la liberación de casi 70% de los detenidos (Monterroso, 2003: 13), incluso cuando algunos jueces avalaron detenciones arbitrarias. La falta de consenso entre la clase política guatemalteca ha impedido que se apruebe la legislación antimaras. En este sentido, la propuesta de la "Ley Escoba" del Partido de Avanzada Nacional (PAN) de agosto de 2003, fue rechazada por el partido de gobierno Frente Revolucionario Guatemalteco (FRG) por considerarla electoralista. Asimismo, destaca, en el panorama guatemalteco, la rehabilitación en 2008 –aprobada por una aplastante mayoría en el Congreso guatemalteco, incluyendo al partido gobernante Unidad Nacional de la Esperanza (UNE)– de la pena de muerte para castigar delitos de secuestro y asesinato; una pena que se había mantenido en suspenso desde 2002.

Así, en los tres países objeto de estudio la tendencia ha sido considerar el delito como falta de control social, más que un problema relacionado con las privaciones sufridas por la población o con las fallas del Estado de derecho. Se pretendía fundamentalmente satisfacer la necesidad de justicia punitiva de la población, aprovechando la ansiedad que provocan la percepción de inseguridad y las altas tasas de delito, y buscando de paso capitalizarlas electoralmente. Es decir que se ofreció una respuesta simple –la cárcel, el sistema de justicia criminal–, a un problema tan complejo como el de la delincuencia juvenil. Esto implica, parafraseando a Newburn (2001), poner en marcha la doble falacia que significa considerar las altas tasas de criminalidad como algo pasajero y achacable exclusivamente a la fortaleza de las bandas juveniles, y afirmar que la delincuencia tiene unas pocas causas fácilmente identificables sobre las que se puede actuar; o lo que es lo mismo, desarticular a las pandillas y encarcelar a sus líderes como solución a todos los problemas de seguridad ciudadana.

 

Conclusiones

El auge de la violencia y el crimen en un entorno marcado por la incapacidad de los Estados para hacer valer el Estado de derecho han generalizado una fuerte percepción de inseguridad en la población de Guatemala, El Salvador y Honduras. El crimen –y particularmente algunas de sus manifestaciones, como la delincuencia juvenil– se ha convertido en un problema político de primera importancia en las sociedades de la región, desplazando de la agenda política otros asuntos que atañen a los tres países del área, como la extensión del subempleo, la desprotección social o la penetración del crimen organizado en las estructuras del Estado.

En el análisis del caso centroamericano se observa que Estados débiles con instituciones frágiles y una democracia en fase de consolidación privilegian las respuestas defensivo–adaptativas ante el auge de la delincuencia, reforzando las penalidades y excluyendo casi totalmente las respuestas preventivas. En los últimos años, se han implementado medidas de lucha contra la criminalidad que priman el castigo antes que la rehabilitación, que persiguen reducir el miedo y no actúan sobre las causas de la criminalidad; que no pretenden tanto reducir el delito como compensar moralmente a las víctimas y al público en general. Entre las complejas razones de ello se pueden citar las siguientes: por una parte, la existencia de niveles muy elevados de criminalidad caracterizados por una fuerte presencia de violencia que genera alarma social. Por la otra, la poca confianza en la capacidad de las instituciones para impartir justicia y la histórica desigualdad en su distribución –con la existencia recurrente de grupos excluidos de su aplicación– ha llevado a los habitantes de la región a buscar compensaciones mediante canales y métodos extrajudiciales o la aceptación de respuestas violentas por parte del Estado para enfrentar el crimen.

Hay que destacar, finalmente, que el carácter de las fuerzas políticas que han ocupado el poder en la región también determina las respuestas desplegadas. Los partidos políticos que han abogado con mayor fuerza por las medidas de mano dura han sido formaciones políticas conservadoras de raigambre autoritaria –tal es el caso de ARENA en El Salvador y del FRG en Guatemala–. Para dichas agrupaciones, las soluciones punitivas constituyen una respuesta ideológicamente coherente para enfrentar el conflicto social y, en determinadas coyunturas, han resultado electoralmente rentables, como sucedió en El Salvador. Sin embargo, la evidencia disponible demuestra que el uso de medidas de justicia expresiva no es patrimonio exclusivo de un signo político, y que se da también en formaciones políticas del centro–izquierda del espectro político, como la gobernante Unidad Nacional de la Esperanza (UNE) guatemalteca. Al respecto, el triunfo electoral del FMLN en El Salvador, en marzo de 2009, ofrece la oportunidad de examinar las diferencias en la aproximación a la violencia y el crimen a lo largo del espectro ideológico de las fuerzas políticas centroamericanas. Hasta el momento, el abordaje gubernamental de los problemas de violencia y crimen en la región implica haberlos considerado fundamentalmente como problemas de falta de control social. Queda por ver si los magros resultados de las políticas de "mano dura" estimulan un replanteamiento de las políticas dirigidas a enfrentarlos.

Los efectos políticos y sociales de los altos niveles de violencia extralegal que vive la región son profundos y diversos. La incapacidad de los Estados para mantener el monopolio de los medios de coerción afecta negativamente la legitimidad de unos regímenes democráticos incapaces de garantizar los derechos básicos de la ciudadanía. Por otra parte, como afirman Koonings y Krujit (2004: 14), el miedo y la desconfianza de los individuos contribuyen a la desintegración paulatina de la fábrica social, lo que facilita el surgimiento de nuevas expresiones de violencia. Por ello, la búsqueda de soluciones que trasciendan los objetivos políticos de corto plazo y encaren los múltiples factores implicados en el problema debería ser una prioridad política de los gobiernos de la región.

 

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Nota

1 Cuantificar el crecimiento de estas expresiones de violencia y criminalidad en la última década y media es una tarea compleja debido a la falta de estadísticas fiables. Por ello, se ha optado aquí por reducir el análisis a los delitos de homicidio. Éste es un delito habitualmente bien registrado y permite la comparación entre diferentes países, si bien en la región es frecuente encontrar cifras muy dispares, dependiendo de las fuentes.

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