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Perfiles latinoamericanos

versión impresa ISSN 0188-7653

Perf. latinoam. vol.18 no.36 México jul./dic. 2010

 

Artículos

 

Reflexiones italianas sobre el subdesarrollo. La revolución liberal de Piero Gobetti

 

Explaining Italian Underdevelopment. The Liberal Revolution of Piero Gobetti

 

Gonzalo Várela Petito*

 

* Doctor en Sociología por la École des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París. Profesor Titular del Departamento de Política y Cultura, Universidad Autónoma Metropolitana, Xochimilco, Calzada del Hueso 1100 Col. Villa Quietud Coyoacán, CP 04960 México, D.F. Tel. 5483 7000, E–mail: vapg7469@correo.xoc.uam.mx.

  

Recibido el 5 de abril de 2010.
Aceptado el 4 de mayo de 2010.

 

Resumen

Este artículo presenta al lector latinoamericano el pensamiento del liberal italiano Piero Gobetti (Turín 1900–París 1926), quien fuera amigo cercano de Antonio Gramsci y uno de los principales inspiradores del peruano José Carlos Mariátegui. Su libro más significativo, La Rivoluzione Libérale había permanecido hasta fechas recientes inédito en castellano, no obstante que Gobetti concibió ideas que —como entendió Mariátegui— pueden servir también al análisis de las formaciones latinoamericanas. Su liberalismo "movimientista", influido por la Revolución rusa y el pensamiento de filósofos como Georges Sorel, Gaetano Mosca, Benedetto Croce y Henri Bergson, contiene rasgos de acusada originalidad. En política, su mayor preocupación fue impulsar la formación de una nueva clase dirigente. A efectos de una mejor comprensión, el estudio de sus ideas se aborda aquí en contraste con las de Gramsci y Mariátegui.

Palabras clave: Gobetti, liberalismo, Latinoamérica, Mariátegui, Gramsci.

 

Abstract

This article presents to the readers in Latin America the thought of the Italian liberal writer and politician Piero Gobetti (Torino 1900–Paris 1926) who was a close friend of Antonio Gramsci and one of the main intellectual influences on the work of the marxist peruvian thinker José Carlos Mariátegui. His most relevant book, La Rivoluzione Libérale, was translated into Spanish only recently but —as Mariátegui understood— some of Gobetti's ideas are very relevant to an analysis of Latin American socialformations. His very original "movement oriented" liberalism was influenced by the Russian revolution as well as by philosophers like Georges Sorel, Gaetano Mosca, Benedetto Croce and Henri Bergson.Gobetti's major concern in politics was to promote the emergence of a new ruling class. For a better comprehension of his thought, Gobetti's ideas are here compared with those of Gramsci and Mariátegui.

Key words: Gobetti, liberalism, Latin America, Mariátegui, Gramsci.

 

En recuerdo de José Aricó y de Juan Carlos Portantiero

 

Introducción

En 1929, José Carlos Mariátegui, al iniciar el primero de tres artículos sobre Piero Gobetti, el intelectual italiano que más le había impresionado, se lamentaba de "La deficiencia de nuestra asimilación de la mejor Italia, la irregularidad de nuestro trato con su más sustanciosa cultura" (Mariátegui, 1964: 133). Desde entonces se ha mejorado, especialmente por la difusión de autores como Norberto Bobbio y otros politólogos y filósofos italianos, sin olvidar la notoriedad que en las décadas finales del siglo XX adquirió la obra de Antonio Gramsci. En Argentina, debido a fuertes lazos con Italia y a la huella que dejaran emigrados de la talla de Rodolfo Mondolfo y Gino Germani, ello es notorio. Entre otros ejemplos cabe recordar al grupo de "Pasado y Presente" (Burgos, 2004) que, dedicado a rescatar el diverso coro de voces muchas veces olvidadas o censuradas en la historia del marxismo, fue guiado por las ideas y las orientaciones editoriales de la izquierda italiana de los años sesenta y setenta.

Gobetti, empero, sigue siendo desconocido, por el simple hecho de que hasta ahora casi no se le había traducido, no obstante que se le menciona con mayor o menor extensión en los trabajos que abordan la formación de Mariátegui (Melis, 1978; Paris, 1981; Delogu, 1973; Meseguer Man, 1974; Vanden, 1975; Rouillon, 1975–1977; Sylvers, 1980; Beigel, 2006).1 La traducción de la edición crítica de La Revolución Liberal, llevada a cabo por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Sede México, viene a colmar este vacío.2

Se trata de un libro que el autor organizó a partir de artículos publicados en años previos a 1924 en la revista homónima de su dirección (La Rivoluzione Libérale) o en otros medios impresos, tratando de superar la fragmentación temática para darle una unidad que sirviera a una comprensión global de la situación italiana en un momento crítico luego de la Primera Guerra Mundial, cuando, según su creencia, Europa estaba por vivir una etapa similar a la de la Reforma protestante siglos atrás. En una nota al final aclaró: "Ofrezco un libro de teoría liberal [...] que mientras aparece como una historia de los hombres e ideas de su tiempo, aspiraría más bien a ser un programa positivo y una indicación de métodos de estudio y de acción"; su objetivo era proveer "la teoría de una clase dirigente" cuyo primer núcleo sería el grupo de jóvenes en torno a la revista (Gobetti, 2008: 166). Dicho en otras palabras, una orientación a la praxis, en que cultura, periodismo de alto nivel, comprensión intelectual y compromiso ético–político se vieran reunidos, en un formato similar —aunque con enfoque distinto— al de otro grupo un poco mayor en edad, que encabezado por Antonio Gramsci estaba haciendo en la misma época y en la misma ciudad (Turin) L 'Ordine Nuovo, y con el que Gobetti mantendría contactos decisivos para su formación.

Hay un motivo para que este autor haya permanecido inédito en castellano por tan largo tiempo. Su obra, al igual que la de Gramsci y Mariátegui —con quienes forma un triángulo de contemporáneos unidos por la experiencia italiana, la lucidez de análisis con algunos puntos compartidos, el empeño político y la temprana desaparición física— es en gran parte dispersa y muy imbuida de datos puntuales, por lo que requiere para el lector extranjero de un soporte informativo que ayude a ubicar la lectura. Además, si como afirma Spriano (1977) no conviene hacer por separado el estudio de Gramsci y Gobetti, lo mismo puede decirse de Mariátegui en relación con ambos italianos y ese es el enfoque que se adoptará en este artículo. De los tres, Gobetti (1900–1926) fue el más joven y el que vivió menos, pero dotado de una personalidad extraordinaria fue muy precoz, escribió mucho y animó grupos intelectuales y militantes, así como medios de opinión, logrando un temprano reconocimiento.

Su interés no es sólo arqueológico, sino que al reflexionar sobre Italia en tanto país nuevo de cultura católica, surgido en el siglo XIX de un proceso de independencia muy determinado por el contexto internacional, con una gran heterogeneidad regional, ofrece —con la debida asimilación de indudables diferencias— sugestivos elementos de comparación con América Latina. Abona a una tarea aún en germen, la contrastación de las trayectorias de los países latinoamericanos con las de dos naciones mediterráneas —España e Italia— a las que por distintas razones su historia ha estado vinculada, en un azaroso camino en pos del desarrollo económico y político. No es casual que la edición haya sido hecha por una institución académica dedicada a los estudios latinoamericanos, porque Gobetti puede relacionarse en más de un aspecto con América Latina.

 

La nación inconclusa

Un elemento necesario de ubicación es que la obra de Gobetti se inscribe en la posguerra de 1919 y años inmediatos, cuando la Revolución rusa estaba en marcha y Europa se hallaba sacudida por una profunda crisis económica, política, moral e incluso sanitaria (por los estragos de la gripe iniciada en China, que los soldados estadounidenses habían transportado consigo a Europa) lo que redundaba en las costumbres, la literatura, la moda, las artes y el pensamiento en general. Las secuelas de la guerra pesaban sobre viudas, huérfanos, enfermos y mutilados y pululaban los excombatientes irritados con los gobiernos y las clases dominantes que les habían enviado al matadero. Nuevos intentos revolucionarios estallarían en Alemania, Austria y Hungría y aun países liberales como Gran Bretaña y Francia resentirían la conmoción. En Moscú en 1919, se funda la Internacional Comunista, partido mundial destinado a propagar el socialismo. Entre las naciones periféricas del Mediterráneo, España —a pesar de no haber participado en la guerra— se vería muy afectada.

Si bien Italia figuraba nominalmente entre los vencedores, el panorama no era más halagüeño. El país no había ganado mucho con los despojos de la victoria y la situación económica era grave. En 1919–1920 se desata sobre todo en Turin—la ciudad de Gobetti y centro de la clase obrera italiana— el llamado "bienio rojo", signado por la ocupación de las empresas gestionadas autónomamente por los trabajadores mediante un organismo nacido espontáneamente al margen de los sindicatos, los "consejos de fábrica", en que algunos verán una réplica de los "soviets" rusos y el núcleo fundacional de un nuevo Estado socialista.

El bienio rojo terminará agotándose por falta de repercusión en otras regiones de Italia, porque el Partido Socialista (PS) no se decidirá a luchar por el poder y por limitaciones propias de los consejos de fábrica. A partir de 1921 el fascismo —nacido como una suerte de terrorismo al servicio de los empresarios agrícolas del centro y norte del país, trasladado luego a las ciudades— dominará los campos y las calles con el indolente beneplácito de los políticos liberales y las fuerzas de seguridad, y su líder Benito Mussolini será primer ministro en 1922. En 1925, Mussolini resolverá otra crisis suscitada el año anterior por el asesinato del diputado socialista Giacomo Matteotti excluyendo toda oposición y abriendo las puertas al Estado totalitario.

En este contexto, el título del libro de Gobetti era una provocación, o tal vez una invocación. Hablar de revolución liberal en la Italia y en la Europa de los años veinte parecía un sinsentido, como el mismo autor advierte. Pero el título y la adhesión ideológica implícita encerraban una redefinición del liberalismo que era al mismo tiempo una acerba crítica de la historia italiana.

Gobetti no creía que Italia hubiera pasado verdaderamente por una etapa liberal, sino que era ésta una tarea pendiente que encabezaba su programa político. Sólo se había accedido a una forma de "democracia" censurable, determinada por la diferenciación entre, por un lado, un norte privilegiado sostenido por el compromiso de políticos profesionales con industriales protegidos y sindicatos volcados al cooperativismo y la mera lucha económica y, por otro lado, un sur marginado, librado al dominio de terratenientes con costumbres de explotación remanentes de la era feudal. El resultado era el burocratismo, el corporativismo, la corrupción (por los acuerdos entre políticos e industriales beneficiarios del proteccionismo aduanero), el clientelismo, la ausencia de ciudadanía sobre todo en el sur, la expoliación tributaria en lugar de una auténtica fiscalidad y la leva forzosa en lugar del ejército de patriotas. Por su estructura de clases Italia no tenía una burguesía independiente y emprendedora al estilo inglés y tampoco un proletariado revolucionario, sino sobre todo "clases medias", entendidas como un conjunto de burócratas, empleados y desempleados, que al igual que la burguesía vivían de la política de subsidios del Estado, aparte de los míseros jornaleros agrícolas del sur, con una vaga ideología anárquica privada de sentimiento nacional. El crecientemente poderoso Partido Socialista se sumaba a esta dinámica, al preocuparse más que nada por asegurar beneficios del Estado de bienestar a los obreros, por medio de acuerdos con el seudoliberalismo gobernante.3 Era lo que Gobetti llama despectivamente "socialismo de Estado":

La pobreza de la economía general causaba una situación de parasitismo: el régimen dominante se consideraba una casta de empleados interesados en conservar los privilegios y en impedir cualquier participación popular. [...] la lucha política se [confundía] con la caza de empleos (Gobetti, 2008: 24–25).

las primeras aristocracias obreras, en lugar de mantener sus posiciones de intransigencia, invocaron burguesamente la protección de la legislación social [...] El logro de la izquierda como reformismo económico fue, entonces, la coronación lógica de nuestra impotencia revolucionaria (Gobetti, 2008: 26).

O también "proteccionismo demagógico":

un gobierno sin autoridad ni autonomía porque está alejado de las condiciones económicas efectivas y fundado sobre el compromiso; un pueblo educado en la materialidad y en permanente actitud anárquica respecto de la organización social (Gobetti, 2008:26).

Por tanto, añadía, el problema no era de autoridad sino de libertad y de responsabilidad. Las clases y actores políticos adolecían de la autonomía e intransigencia necesarias para su desarrollo y el del país. La causa inmediata residía en la formación del Estado italiano en el período del "Risorgimento", hecha desde arriba por el reino de Piamonte sin mayor participación ciudadana —a pesar de las proezas de Garibaldi y los suyos— y muy condicionada por la geopolítica de potencias extranjeras como Francia y Austria. Es el tema de la nación inconclusa que luego será retomado por Mariátegui para América Latina.

Pero había razones de más largo plazo relacionadas con la aplastante presencia de la Iglesia católica en la historia italiana. Italia, sede del papado, no había vivido la Reforma Protestante sino que —a la par de España— había sido reducto de la Contrarreforma. Tampoco había experimentado, sino como un fenómeno externo, el influjo de la Revolución francesa, que Gobetti consideraba en línea con la Reforma. Ahora bien, la Reforma había permitido uno de los requisitos del liberalismo, al generar individuos independientes autonomizados del control de las conciencias ejercido por la Iglesia y las viejas corporaciones, y la Revolución había creado las instituciones de la modernidad apoyadas en dichos individuos. Al no contarse con este requisito antropológico no había en Italia, según Gobetti, sino un mero "liberalismo de instituciones", caparazón que recubría una sociedad que no había pasado verdaderamente por la revolución liberal que cambiara la faz de otras naciones, por carecer de los individuos y de las clases soportes de tal transformación.

Completando las falencias, la Iglesia había incidido en la generalización de "un tranquilo espíritu de conciliación" propio de la ética católica, pero también presente en liberales y socialistas decimonónicos (lo que el vocabulario de la época bautizó como "transformismo", adaptando un término de la biología evolutiva) que Gobetti catalogaba como negativo por propenso al estancamiento.4 Para él lo propio de una política liberal no sería la conciliación sino la lucha, en lo que se revela no sólo la impronta del marxismo clásico (y tal vez del darwinismo social) sino en particular del eminente Benedetto Croce y del inclasificable neomarxista Georges Sorel. Sin perjuicio de las certeras críticas que jóvenes como Gobetti dirigirían a Croce (y más a otro distinguido filósofo luego volcado al fascismo, Giovanni Gentile) su generación había aprendido a pensar al resguardo del idealismo italiano, liberándose del positivismo y del determinismo.

El quid radicaba en la noción de política y de Estado. El Estado debía ser neutro (es decir laico) proveyendo un marco institucional a la política. La política a su turno debía ser lucha, expresión de diferentes opiniones e intereses —aunque también, y sobre todo, de objetivos de utilidad colectiva no necesariamente ligados a perspectivas particulares y corporativas—. En una observación de corte existencial, la política constituía un espacio de indefinición–definición–redefinición en que se precisaban por medio del conflicto los principios y orientaciones éticas, siendo por consecuencia aceptación de la incertidumbre y del riesgo. Lo que suponía, una vez más, individuos audaces y responsables, capaces de enlazar contingencia y decisión, el equivalente a "virtud" en la terminología de Maquiavelo, el renacentista en cuya obra Gobetti veía la prefiguración de una abortada Reforma italiana.5

La unidad y el compromiso podían lograrse y ser fructíferos si eran producto de esta confrontación en que aparece un pluralismo irreductible como esencia de la política:

El contraste verdadero [...] no es entre dictadura y libertad, sino entre libertad y unanimidad: el vicio histórico de nuestra formación política ha consistido en la incapacidad de sopesar los matices y de conservar en las posiciones contradictorias una honesta intransigencia [...] las antítesis son necesarias y la lucha las coordina, en lugar de suprimirlas (Gobetti, 2008: 9–10).

Nótese que hablaba de antítesis y no de síntesis: Gobetti rechazaba el "hegelianismo teórico" fuerte en la cultura italiana transida de idealismo, y sólo consideraba válido el hegelianismo aterrizado en la historia y en la acción concreta a la manera de Marx. Por eso veía negativos los llamados a la unidad nacional en abstracto, por encima de las diferencias de clases y de creencias, al estilo del nacionalismo conservador que acabaría proveyendo al fascismo de la ideología corporativista de que careciera originalmente. O la también apriorística tendencia a la conciliación con que la iglesia católica había impregnado la política italiana, que ponía en su opinión un freno al cambio, pues prevenía y sofocaba el conflicto que institucionalmente enmarcado habría sido una forma de desarrollo.6

Por último estaba el factor regional. Ya hemos mencionado el atraso del sur; pero los intelectuales más perceptivos comprendieron que en la cuestión meridional se encerraba la cuestión nacional, porque la soldadura del bloque agrario liderado por los terratenientes renuentes a aceptar el dominio del Estado, con el bloque de los políticos e industriales del norte, era causa de la no integración nacional, de la escasa participación popular y del desarrollo económico deforme. En Italia, como en otros países, había tendencias federalistas (también llamadas regionalistas) que enfocaban el problema. Un precursor había sido Gaetano Salvemini (1873–1957), quien desencantado de la indiferencia de la izquierda al respecto se había alejado del PS para concentrarse en crear conciencia en torno a la cuestión meridional. Dicha temática estimulará a Gramsci a introducirse en el análisis de la hegemonía y del papel dirigente de los intelectuales, al notar que el peso de grandes intelectuales meridionales en la producción de ideas influyentes a nivel nacional o regional servía implícitamente a la finalidad de afianzar en el nivel ético–político el matrimonio contra natura del sur atrasado y el norte industrial.7

 

El liberalismo

Gobetti mantenía elementos del liberalismo clásico añadiéndoles a menudo una elaboración personal:

1) El Estado como institución neutra, que proporciona un marco normativo al conflicto político y a la competencia económica.

2) La atención puesta en el individuo, en la medida en que las instituciones y las organizaciones virtuosas son fruto de la suma de las acciones de individuos virtuosos. Pero Gobetti, que critica el individualismo desorganizado de la sociedad italiana, concluye en una afirmación clasista de la acción colectiva, tal como lo entendió Gramsci:

[...] los principios del liberalismo se proyectan en [la concepción de Gobetti] desde el orden de los fenómenos individuales al orden de los fenómenos de masa. Las cualidades de excelencia y de prestigio características de la vida de los individuos se trasponen a las clases, concebidas casi como individualidades colectivas (Gramsci, 1998b: 324).

3) La preferencia por la libertad antes que por la igualdad, dado que la libertad produce las diferencias positivas que surgen de la lucha y permiten seleccionar a la clase dirigente. En la misma línea de pensamiento Gobetti, pese a sus elogios a Marx, descarta la doctrina de la desaparición de las clases, por ser una creencia mística en contradicción con un proceso histórico que no hacía más que generar nuevas diferencias y nuevas clases sociales (lo que la revolución soviética vendría a confirmar). Gobetti —que criticaba la metafísica y el romanticismo y permanecía fiel al historicismo— pertenecía a la escuela de los realistas contrarios a la profecía, inclinados a tomar la historia tal cual es de modo de cambiarla para mejor por obra de la previsión de los individuos y de las clases activas.

4) La bienvenida a la libre concurrencia. Gobetti era —según la frase de Mariátegui con frecuencia citada— "un crociano de izquierda" y Croce (1952) sostenía que para salvar al liberalismo, ya muy cuestionado a fines del siglo XIX, era necesario volver contingente su vínculo con el capitalismo.8 Por eso acudió a un neologismo para distinguir al liberalismo económico del liberalismo en general: liberismo (que los traductores correctamente han trasladado a nuestra lengua como "librecambismo", palabra que responde al mismo sentido); y razonaba que aun el liberismo no debía ser estimado por razones materiales sino éticas. La respuesta de Gobetti —emparejada con la del economista Luigi Einaudi (1874–1961)— era que el liberalismo no se agota en lo económico, pero lo comprende (Bobbio, 1989). El ser liberal radica en la pasión y la conciencia de libertad e iniciativa, pero el individualismo económico es una moral que se liga con el liberalismo en conjunto, sobre todo por la insistencia en la competencia, que es el equivalente de la lucha en el terreno económico. La política para Gobetti no respondía a necesidades de la economía (aquí radicaba otra de sus críticas a Marx), pero cobraba importancia por cuanto ponía las condiciones para la lucha política —de donde se deduce que la segunda no estaría totalmente indeterminada— y porque el problema de Italia era también de desarrollo material. Frecuentemente criticará la ignorancia o improvisación en economía. Más específicamente, junto con Einaudi defenderá la libre competencia como fórmula para acabar con el acuerdo parasitario de industriales y Estado proteccionista, que aherrojaba la economía italiana, discusión que ha reverdecido a nivel internacional en las últimas décadas.9

5) El respeto por el pluralismo —condición sine qua non de la lucha— que se verifica en su percepción del papel que debería tener el conservadurismo. El problema de Italia no sería sólo la falta de un partido revolucionario sino también de un partido conservador que ayudara a consolidar los avances y moderara los excesos. Seguramente pensaba en el Partido Conservador británico. Una organización así, sostenía, podría cumplir una función indirectamente liberal en cuanto insistiera en el cumplimiento de la ley, la seguridad y la dignidad de las tradiciones que contribuyen a la cohesión social. Basada socialmente en la agricultura que busca industrializarse, habría podido reforzar el control parlamentario y la descentralización del Estado, oponiéndose a las aventuras en el exterior, "la manía por el empleo y los frenesíes plutocráticos" (Gobetti, 2008: 38–39). Por el contrario, la realidad del latifundio había sumido al sur en la herencia del pasado absolutista fomentando la pobreza y la extensión de la delincuencia que —dice Gobetti en una frase plena de actualidad— a la sombra de la unidad nacional había trasladado el bandidismo (léase la corrupción y el crimen organizado) al centro del Estado.

En suma, Gobetti, siguiendo a Croce, defendía una especie de liberalismo entendido como totalidad por encima del partido liberal propiamente dicho:

la concepción liberal [...] es metapolítica, supera la teoría formal de la política y, en cierto sentido, de la ética, y coincide con una concepción total del mundo y de la realidad (Croce, 1952: 244; subrayado suyo).

O como diría otro continuador de la misma filosofía, hecha para sustentar el pluralismo político, el liberalismo en tanto lucha por el cambio requería dialécticamente de su opuesto, la conservación, pues en caso contrario no se daría la lucha que estaba en su esencia. El liberalismo en conjunto era ambos opuestos sin los que no podría existir y al mismo tiempo uno solo, el cambio. En consecuencia: "La función de gobernar tiene un carácter sintético" (Ruggiero, 1944: 359–361).

Por contraste, Mariátegui y Gramsci, si bien describían al liberalismo en términos parecidos a Gobetti, en tanto marxistas lo percibían como un dato histórico ya superado. Para el primero había sido un fenómeno revolucionario que la burguesía, una vez afianzada, se había visto obligada a abandonar, fusionándolo con el conservadurismo (Mariátegui, 1972: 57). Gramsci, fastidiado por la práctica de cuotas políticas y presupuéstales del transformismo, se explayaba más cáustico:

Liberales eran los burgueses que por sí solos, sin pedir más apoyo que el sentimiento de su responsabilidad, sin defender otra cosa más que la libertad, creaban un nuevo mundo económico y moral, quebrando los límites de toda previa esclavitud. [...] Llamar liberales a los burgueses de hoy, que del valor moral de la libertad han perdido la conciencia, es más que una rareza [el liberalismo] ya no ha sido teoría de libertad y afirmación de responsabilidad, sino teoría y práctica de equilibrio y acomodo (Gramsci, 1972b: 162–163).

 

La clase dirigente

En parte coincidente, lo decisivo para Gobetti era que al país le faltaba —con algunas excepciones como la del fundador de la fábrica Fiat— una clase dirigente, una "burguesía conquistadora", en la expresión del historiador francés Charles Morazé. El compromiso gatopardesco con los terratenientes semifeudales que fundara la estabilidad del reino de Italia, había redundado en la imposibilidad de lo que Marx señalara como base de la industria moderna, la industrialización de la agricultura misma. En consonancia, el desarrollo de la economía fabril del norte (en gran medida circunscrita a Turin), así como de la agricultura más avanzada del centro y norte del país, habían sido limitados. La necesidad de una clase dirigente que surgiera por selección de la lucha era un requisito fundamental, al que Gobetti dirigía su labor intelectual y política. Pero dicha nueva clase que conduciría la revolución liberal pendiente ya no sería la fallida burguesía italiana, sino más probablemente el proletariado de los consejos de fábrica; vuelta de tuerca explicable a la luz de la realidad convulsa y de las corrientes de pensamiento de los años de 1920.

Aunque ahora resulte difícil de creer, la repentina revolución rusa había sido saludada por algunos como un evento que podría acarrear reformas liberales en un país que hasta entonces no había rebasado el absolutismo.10 Gobetti es en más de una ocasión elogioso de Lenin (tanto como de Marx, de quien rescata el concepto de lucha de clases) y su idea de una clase dirigente que pudiera formarse en torno a un periódico tiene un eco de familiaridad con lo expuesto por el dirigente bolchevique al final del "¿Qué hacer?"11, como también lo tiene su afirmación repetida de que las masas se educan a través de la lucha (de ahí su negativa a la conciliación y al transformismo).

Más genéricamente esta visión se conecta con la reflexión de época acerca de la relación entre dirigentes y dirigidos. El ascenso de masas resultante de la industrialización, la urbanización, el nacimiento de las grandes empresas y la extensión de las clases medias (condicionada a su vez por el crecimiento del Estado) había puesto en primera fila el tema de la organización y conducción de multitudes,12 de donde surgiría con distintos enfoques la teoría de las elites o minorías dirigentes, reflejada en el "¿Qué hacer?" bajo el disfraz de una adaptación de la teoría de la clase revolucionaria. Lo que con diversa óptica y sentido político es "clase política" o "elite" para Mosca y Pareto, es "vanguardia" para Lenin y será "intelectuales" para Gramsci dentro de su concepción de la hegemonía, así como "clase dirigente" o "aristocracia" para Gobetti. En lo que también era coherente con Croce, quien al tiempo que proponía la relación no necesaria entre liberalismo y capitalismo, sostenía la bondad de que el liberalismo se mantuviera como una tendencia aristocrática (Galasso, 2002). Pero acudiendo a Sorel, entonces muy leído en Italia, Gobetti ponía también aquí un toque de izquierda, al afirmar que la teoría de las elites sólo era válida si se la combinaba con la de la lucha de clases.13

Por lo que concierne a la postulación excéntrica de que el núcleo dirigente de la | o revolución liberal podría ser el proletariado, no hay que ignorar que una discusión similar (posteriormente estereotipada en la tradición marxista) existía en Rusia. En función del peso que habían adquirido la clase obrera y el socialismo en toda Europa en las postrimerías del siglo XIX, incluso un sociólogo de derecha como Vilfredo Pareto opinaba que dada la inevitable rotación de las elites, si no se le combatía, el próximo sujeto dominante podría ser el proletariado. ¿Pero qué haría éste una vez en el poder? En Rusia, bajo el supuesto evolutivo decimonónico aún vigente de que la historia procedía por etapas, no era evidente para muchos socialistas que se pudiera pasar directamente del absolutismo al socialismo, saltando la etapa de la llamada revolución democrático–burguesa, que en ausencia de una burguesía fuerte debía encarar el proletariado.14

En un período de fermento revolucionario Gobetti creyó que, en vista de la inconsistencia de las clases sociales posrisorgimentales —campesinos conservadores, jornaleros anárquicos, burguesía pasiva y aislada de la nación, clases medias a la caza del empleo y aristocracias obreras domesticadas— el librecambismo sumado a la ofensiva consejista podría fomentar el nacimiento de nuevas elites proletarias y empresariales, permitiendo "un desarrollo autónomo de las iniciativas" (Gobetti, 2008: 32) que resolviera la cuestión meridional y acabara con la politiquería. Por descolocada que pueda parecer esta propuesta (la gran industria no había promovido el fascismo, pero acabaría conviviendo cómodamente con él15), no es tan rara a la luz de su ya explicado pluralismo, que veía como progresiva la coordinación de diferencias inabatibles. Lo que lo acercaría al neocorporativismo de hoy, si no fuera porque Gobetti pensaba en términos "movimientistas" y de desarrollo histórico por encima de intereses particulares, sintiendo repugnancia por todo tipo de corporativismo.

Lo que sucede es que concebía ambas clases en términos de "moral de productores", como diría Sorel. Confiaba en el sentido de dependencia y coordinación social que genera la industria avanzada en el trabajador, fortaleciendo una ética de trabajo que cimenta una voluntad orgánica de libertad y de poder, trazando una diferencia entre el taylorismo mecánico al estilo estadounidense y el taylorismo que por medio de la autoconciencia produce una aristocracia obrera rebelde. Y que lo mismo podía encontrarse en el empresario de libre competencia que toma su lugar en el mercado mundial aprendiendo las leyes inexorables de la producción moderna, nutriendo una sicología de dominio frente a lo imprevisto.

Todo esto era causa y consecuencia de su proximidad a L'Ordine Nuovo, que durante el bienio rojo se convirtiera en portavoz de los consejos de fábrica. Gobetti (2008: 90–93) será el primero en resaltar proféticamente la personalidad de Gramsci y éste —a punto de pisar la cárcel— en un texto clave de su bibliografía extenderá un vibrante reconocimiento a Gobetti ya fallecido, como alguien que "había entendido la posición social e histórica del proletariado y no conseguía ya pensar prescindiendo de este elemento. [...] se encontró por obra nuestra en contacto con todo un mundo vivo que antes no había conocido más que por las fórmulas de los libros. Su característica más destacada era la lealtad intelectual y la falta completa de toda vanidad y mezquindad" (Gramsci, 1998b: 324).

Pero el insobornable Gobetti no dejará también de ver fallas en la conexión entre los impulsos y necesidades de las masas y el instinto revolucionario de los consejos de fábrica, perjudicados además por la coyuntura internacional.

No menos interesante es su balance del joven grupo comunista salido de L'Ordine Nuovo (Gobetti, 2008: 99–105). En el mismo afluían, según él, los elementos más concientes del proletariado, pero no podría resistir el peso muerto de la herencia socialista, la incapacidad de los viejos dirigentes del PS, el espíritu pequeñoburgués y utilitario, el ánimo reaccionario de los campesinos afiliados al partido por conveniencia, entre otros factores. Esto, junto a la integración del PS al gobierno traería la ruptura, más que la discordancia por la adhesión a las condiciones de la Tercera Internacional. A su vez, los comunistas que seguían la directiva rupturista de Moscú iban solos a la batalla cuando se necesitaba un frente único. También la desocupación les privaba de elementos obreros disciplinados. Se convertían en una herejía, más que en la vanguardia que pretendían ser, aislados de toda comunicación con la vida nacional, limitándose a afirmar como una fe revelada su política exterior internacionalista, cuando justamente el gran paso de L'Ordine Nuovo había sido desprenderse del abstracto internacionalismo socialista para encarnar en un movimiento local. Fieles a una coherencia abstracta y teórica según cálculos meramente dialécticos y silogísticos, confiaban en que su rígida disciplina atraería al pueblo, pero no tenían ninguna inserción en la vida económica italiana, cuando los consejos de fábrica se habían estancado. ¿Para que hablar de organismos y de organicidad cuando no hay materia que encuadrar? Se aislaban en discusiones internas de espaldas a la clase obrera y pagaban tributo al espíritu general del país al introducir el parasitismo burocrático en la vida del partido. La dependencia financiera de Moscú les restaba más iniciativa y su prensa en vez de reflejar problemas concretos devenía en aburridísimas antologías de escritos de los dirigentes bolcheviques. No obstante proclamar la unidad, los afiliados caían en rencillas y odios personales, se perdía el espíritu de libertad y los mejores hombres se desgastaban en pequeñas encomiendas.

Gobetti hace un resumen modélico del sectarismo que aqueja a muchas organizaciones, no sólo de izquierda. Si antes había elogiado los consejos por practicar un fructífero hegelianismo inconciente que iba de lo abstracto a lo concreto, esta crítica del encierro comunista —sobre todo en el período de la dirección de Amadeo Bordiga (1921–1923)— recuerda los vituperios que había dirigido a los "hegelianos abstractos" de la derecha. Su lección apuntaba a que la suerte de este u otro partido no estaría en la adhesión a un dogma mesiánico o a una causa cosmopolita, sino en la capacidad de incidir en coyunturas nacionales cruciales lo que, sin evitar rispideces y profundas diferencias interpartidarias (ni cortar el cordón umbilical con la Unión Soviética) haría el Partido Comunista Italiano (PCl) en la segunda posguerra, logrando ser la organización de su género más grande fuera del bloque soviético.16

 

Acción e indeterminación

Además de ubicación histórica, la obra de Gobetti requiere conocer sumariamente el contexto filosófico en que se originó, que cargaba las tintas en la indeterminación histórica y el papel redentor de la acción. Ya hemos evidenciado la fuerte presencia de Croce y Sorel, sobre lo que cabe añadir algo más.

Sorel, con su estilo disperso y su pesimismo, que le hacía criticar airadamente la confianza apriorística de liberales y socialistas en el progreso, era más escuchado en Italia que en su natal Francia, porque en la península "había un desagrado hacia los esquemas y sistemas y una preferencia hacia el pensamiento "global', en oposición al análisis, una predilección por el ensayo discursivo (...) Era especialmente difícil para los italianos (...) creer en una teoría del progreso histórico ininterrumpido, pues toda la historia de su país en la época moderna venía a probar lo contrario" (Kolakowski, 1982: 178–179).

La confusa pero sugerente propuesta de Sorel (1976; Rossignol, 1948) consistía en que a partir de su indefinición, la historia podía ser moldeada por la acción; en que la política no dependía de la economía, sino que ambas se relacionaban sistémicamente interactuando con autonomía; en que la teoría o la ideología no valían por su contenido científico o su eficacia predictiva sino en cuanto "mito", que podía o no concretarse, pero que servía para movilizar a las masas en función de un ideal;17 en el elogio, lindante con lo irracional, de la violencia, asociada al mito de la huelga general (y contradictoriamente, en el rechazo al derramamiento de sangre a la manera de la Revolución francesa); en la suposición —teñida de darwinismo social— de que el futuro sería de las nuevas aristocracias surgidas de la lucha (el proletariado no aburguesado ni encuadrado en partidos, pero también la burguesía, si abandonaba el tibio humanitarismo de fin de siglo y retomaba su lugar en la lucha de clases, privilegiando el desarrollo de las fuerzas productivas). Comprensiblemente Sorel terminaría sus días repartiendo sus simpatías entre Lenin y Mussolini (no sería el único caso de tal ambivalencia).

En una época en que la sociología y la antropología empezaban a estudiar el fenómeno religioso por sus efectos cohesivos y movilizadores —superando la crítica ilustrada deísta o atea, que lo había visualizado como superstición o falsa conciencia— Sorel analizaba el movimiento social y la revolución como formas de religiosidad sui generis, capaces de liberar grandes energías, punto de vista también adoptado insistentemente por Gobetti y Mariátegui. Sorel es un insólito antecesor del marxismo de la praxis del siglo XX.

Croce era un pensador más ordenado, que, sin embargo, por las razones arriba expuestas apreciaba a Sorel, de quien rescataba el valor de la lucha y el sentido de indeterminación, para desembocar en un radical historicismo inspirado en Hegel y en el ilustrado napolitano Giambattista Vico (1668–1744). Afirmaba que la trayectoria humana no estaba signada por el abstracto derecho natural del liberalismo clásico, sino por una pugna dialéctica entre libertad y opresión, de donde la primera saldría avante.18

Insistía en la unidad de política y ética, en cuanto actividades prácticas, mérito que atribuía a Maquiavelo. Una de sus orientaciones era concebir al burgués liberal no sólo como agente económico sino como factor civilizatorio en lo político y espiritual, lo que —no obstante su negación de la sociología en tanto "mala filosofía"— lo acercaría a la elaboración tipológica de sociólogos alemanes como Max Weber y Werner Sombart.19 En este rango la clase alta cumplía una tarea igual a la de "todos aquellos que conservan vivo el sentimiento del bien público", haciendo una mediación no económica en las luchas utilitarias (o de clase) parecido al que Hegel en su Filosofía del derecho reservaba a los funcionarios en tanto "clase universal" (Croce, 1952: 286–287). Otro elemento sociologizante en Croce era la afirmación de que la política no constituía un ámbito tan separado del conjunto social, pues se componía de relaciones humanas iguales a las otras y el Estado no era una sustancia metafísica, sino un agregado de acciones de los individuos. A causa de ello veía —igual que Sorel y Ostrogorski— que era necesario enfocar la política más allá de las instituciones jurídicas del liberalismo, lo que más o menos se encierra en el concepto actual de sistema político.

No es difícil entrever en lo anterior el análisis fluido de las instituciones y del Estado que se trasmuta en el singular marxismo de Gramsci, ya desprendido del idealismo de Croce: el Estado clásico podía ser un aparato burocrático, pero el Estado moderno es la suma de "sociedad civil más sociedad política", donde el burgués cumple un papel de unificación hegemónica, al actuar como un verdadero intelectual y organizador, aun cuando no se desempeñara como político ni como funcionario. Esto era también para Gramsci un componente "ético–político", no neutral pero sí universal, al establecer una visión del mundo liderada por un interés de grupo. En consecuencia, la inestable correlación de fuerzas de clase en la sociedad civil podría variar no por una mecánica fatal del modo de producción, sino por medio de una lucha por la hegemonía que cambiaría al Estado.20 De ahí la importancia que daba a los intelectuales como portadores de un acervo cultural que podía redundar en visiones universales con contenido de clase contradictorio. No cabe duda de que Croce y Gentile habían ayudado a pensar distintamente a las nuevas generaciones de italianos.

Mas la piedra fundamental de la crítica al determinismo y al cientificismo decimonónicos se encontraba en la obra del francés Henri Bergson, a cuyas clases había asistido Sorel. Buscaba cuestionar, en una comprensión global de la naturaleza y de los fenómenos humanos, el evolucionismo darwinista (asociado al positivismo) tanto como el finalismo teológico o metafísico. En su libro más importante (de 1907) afirmaba que la historia se hace desde el presente, en lo que Marx asentiría, pero con una diferencia: que para Bergson desde el presente el conocimiento puede organizar la historia hacia atrás viendo las causas que lo produjeron, pero no se puede proyectar para predecir el futuro, porque éste se despliega como un árbol de variadas trayectorias divergentes y sorpresivas, con puntos de quiebre inesperados. El futuro "desborda el presente y no puede representarse en una idea" (Bergson, 1973: 100). Esto se resume en su concepto de impulso (o "élan") vital, un principio metafíisico no finalista que produce estructuras emergentes. La vida no es adaptación pasiva al ambiente, ni curso de acuerdo a un plan preconcebido, sino resultado de un estímulo motor que a nivel físico se identifica con la acumulación de energía solar en la materia, que enciende una chispa que inicia la evolución.

El sentido o dirección del movimiento no está determinado, pero hay acción por medio de la elección. Hay elección para el ser vivo antes de la acción, porque la visión o percepción, al divisar los cuerpos, muestra diversos modos de relacionarse con ellos. Fuerza explosiva de la vida y resistencia de la materia bruta dan la variedad y características de la respuesta. El impulso se va dividiendo, disociando, bifurcando, hay estancamientos y regresiones, porque la vida pone el impulso y la materia bruta la resistencia y el resultado es el encuentro de ambos. Puede haber progreso si el resultado se da en la dirección original elegida, pero la evolución no obedece a un plan ni a un sistema causal discernible, pues distintas combinaciones de causas pueden dar los mismos efectos.

En lo animal prima lo orgánico, regido por principios de totalidad e interdependencia, pero esta complejidad no hace sino crear mayor indeterminación y libertad. Conciencia e inconciencia son fenómenos relativos, porque hay plantas inteligentes y animales atrofiados y la conciencia es una estructura emergente que se despega de su base física.

La evolución no se da por despliegue de facultades como supone Aristóteles, yendo de lo simple a lo complejo, sino por divergencia. Los filósofos no ven el corte radical entre lo organizado y lo inorganizado; piensan, adoptando un modelo geométrico de determinaciones recíprocas, que hay una gradación lineal entre lo inerte y lo orgánico. Vida vegetativa, vida instintiva y vida racional tampoco son un continuo como quiere el positivismo, sino tres caminos distintos de desarrollo. Si luego se dan similitudes evolutivas en líneas separadas (como la aparición del ojo en especies que se diferenciaron mucho antes de haber desarrollado este órgano) es porque en la evolución se mantuvieron latentes posibilidades comunes que estaban desde el inicio y no porque haya un medio ambiente similar en que se desarrollan las especies.

El conocimiento y la acción no son sino dos aspectos de una misma facultad:

La función esencial de la inteligencia será la de discernir, en cualquier circunstancia, el medio de salir del paso. Buscará lo que pueda servir mejor, es decir, procurará insertarse en el marco propuesto [...] a las relaciones entre la situación dada y los medios de utilizarla. Lo que tiene de innato es la tendencia a establecer relaciones (Bergson, 1973: 140).

La acción toma a la materia,

como un inmenso tejido en lo que podemos recortar lo que queramos, para recoserlo luego a nuestro gusto. [...] cuando nos representamos nuestro poder sobre esa materia, es decir, nuestra capacidad de descomponerla y de recomponerla a nuestro gusto, proyectamos en bloque, todas esas posibles descomposiciones y recomposiciones más allá de la extensión real, bajo la forma de un espacio homogéneo, vacío e indiferente, que la subtendiese. Ese espacio es [...] el esquema de nuestra acción posible sobre las cosas (Bergson, 1973: 145).

El ejemplo es la manipulación experimental en el laboratorio del biólogo o del químico, pero también, en lo social, las relaciones privadas, las operaciones de mercado o la planeación —y podría pensarse, en el extremo más ominoso, el totalitarismo.

Pero la inteligencia es limitada porque se basa en lo dado y deja escapar lo imprevisible, al buscar "que unos antecedentes determinados den un consecuente determinado, calculable en función de aquellos [...] no admite la novedad completa, como tampoco admite el devenir radical" (Bergson, 1973: 151–152). En consecuencia, si bien es necesaria, no comprende la vida, mientras que el instinto está moldeado sobre ésta. El instinto al igual que la inteligencia integra el espíritu, por medio de sentimientos, simpatías y antipatías irreflexivas que también se proyectan en actividades humanas supuestamente racionales, como la política y la economía. Inteligencia e instinto se necesitan mutuamente y la teoría del conocimiento debe integrar los dos. La intuición comprende lo orgánico, la inteligencia sólo la materia inerte a la que aplica el principio de causalidad, puesto en duda por Bergson a la par del razonamiento analítico, en cuanto a su pertinencia para los fenómenos vivos —incluida la vida social— en vista de la incertidumbre en que estos se desenvuelven. Las cosas reales no se pueden descomponer sino mentalmente, porque su realidad es completa y total, sintética, imprevisible y se resiste a la deducción. La materia es un todo indiviso, un fluir más que una cosa (Bergson, 1973: 202–203). En el orden físico la repetición es natural, en el orden orgánico es accidental. La vida es una creación incesante y los fenómenos orgánicos implican un progreso hasta el infinito.

En conclusión: "Es propio del razonamiento encerrarnos en el círculo de lo dado. Mas la acción rompe el círculo" (Bergson, 1973: 175). La acción empieza en una insatisfacción e idea de ausencia de donde se define un fin (dirección o sentido) y se va de la nada a algo. Sin embargo, no rigen los mismos principios en el origen y en el término de un proceso y para la acción no se necesita siempre información sino intuición, como lo demuestra quien aprende a nadar echándose al agua, sin entrenamiento previo.

No obstante su abstracción y ambición, esta teoría podía sonar algo conocida a los italianos versados en Maquiavelo, pues el florentino había dicho que la acción podía conquistar a la fortuna, no suprimir el azar. La capacidad política era la facultad de responder a una sucesión de eventos imprevistos y distintos órdenes podían surtir los mismos efectos (Maquiavelo, 1987).

 

Mariátegui lee a Gobetti

Abundemos en la relación entre Gobetti y Mariátegui, que concierne a los latinoamericanistas. Hay varios detalles a dilucidar hurgando en la literatura pertinente: por qué Italia, cuál era la índole intelectual de Mariátegui y de su marxismo, y por qué Gobetti.

Mariátegui partió de Lima en 1919, desembarcó en Francia por poco tiempo y a fines de año ya estaba en Genova (Náñez, 1978). Se han alegado razones de salud (el clima de Italia le resultaba más benévolo), pero él dio otra pista: era necesario que los intelectuales latinoamericanos ampliaran su repertorio, demasiado concentrado en Francia y España.21 No era una ocurrencia del todo original, porque la cultura decadentista y esteticista europea finisecular muy estimada en Perú y otros países de América Latina incluía escritores italianos como Gabriele D'Annunzio (respetado por Mariátegui, incluso cuando ya se perfilaba como un proveedor de consignas e imágenes aprovechables por el fascismo) y la olvidada Ada Negri (Paris, 1981; Náñez, 1978). Italia, con su riqueza inagotable en arte, antigüedades y tradiciones, ejercía fascinación sobre otras naciones europeas que podía trasminarse a los latinoamericanos.

La decisión de Mariátegui no pudo ser más acertada, porque si bien Francia, preferida por los viajeros latinoamericanos, seguía siendo un centro muy dinámico de la cultura universal y de la sociabilidad cosmopolita, desde el punto de vista político no tenía el mismo atractivo. La vida pública estaba dividida y envenenada tras la debacle de 1870 ante los prusianos más el subsiguiente caso Dreyfus, y ni el esfuerzo de la Primera Guerra ni los "años locos" posteriores modificarían este rasgo. Parte no desdeñable de la actividad intelectual gala con trascendencia más allá de fronteras radicaba en la factura de obras ultraconservadoras y racistas; había una pérdida progresiva de fibra nacional que desembocaría en lo que Marc Bloch llamó "la extraña derrota" de 1940. Italia ofrecía dos elementos inapreciables: la vivencia de un movimiento revolucionario (antes de la némesis fascista) y una cultura en algunos aspectos más variada. En tanto país periférico, además de su no tan difundida pero muy rica producción propia, permanecía abierta a los aportes de otras naciones como Francia, Gran Bretaña y Alemania, fecundas pero con frecuencia ensimismadas en una orgullosa autosuficiencia intelectual.

No hay duda de que el peruano era ecléctico y parece que había en ello una elección conciente (Rouillon, 1975–1977; Vanden, 1975; Quijano Obregón, 1982). Su aprendizaje y uso del marxismo es libre en lenguaje y espíritu, su adhesión al comunismo es espontánea, su asimilación de pensadores de diversas vertientes —Croce, Sorel, Bergson, Freud, Hilferding, Kant, Einstein, Spengler, Unamuno— es creativa y sin prejuicios. En una etapa tardía de su existencia no vacila en seguir poniendo heréticamente a Sorel a la altura de Marx y de Lenin, sin perjuicio de que era conciente del ascendiente de Sorel en Mussolini (quien había pertenecido al socialismo de izquierda). Contradiciendo aunque sólo fuera parcialmente a la Internacional Comunista no quería construir una vanguardia proletaria sino un partido socialista más amplio (Flores Galindo, 1980a; Aricó, 1978), pues en un país mayoritariamente rural y de población indígena, en manos, según su definición, de hacendados feudales, la cuestión indígena era la palanca de la cuestión agraria y por tanto de la cuestión nacional, y al estudiar el nacimiento del Partido Popular italiano —antecedente de la Democracia Cristiana— se había detenido en la forma en que éste realizaba un hábil reclutamiento policlasista. Da pruebas de manejar el marxismo, pero son "escasas las citas directas de Marx a lo largo de sus trabajos [...] No hay en realidad ni una cita de Marx o Engels en Defensa del marxismo, y solamente dos en los 7 ensayos" (Sylvers, 1980: 60 y 71, nota). Por si fuera poco nunca quiso renegar abiertamente de la religión y exhibía su carácter "místico" (Chang–Rodríguez, 1957; Quijano Obregón, 1982); no sabemos si ello fue consentido por su recepción de la idea de religiosidad en Sorel (que no implicaba creer en un dios) o al revés, si la misma no estuvo acaso predeterminada por un sentimiento residual que provenía de una temprana educación católica. Como su esposa era creyente admitió bautizar a su primer hijo nacido en Italia (Basadre, 1980) y a otro lo nombró Sigfrido por afición al compositor Wagner.

Los apristas, que mantienen una relación ambivalente con Mariátegui, se han cebado en que era un intelectual puro marcado por sus orígenes esteticistas (Sánchez y Vallenas, 1994) o en que nunca dejó de ser un romántico (Manuel Seoane en AA.W., 1973: 163).

Lo anterior abre espacio a distintas interpretaciones, por lo que algunos trabajos reflejan cierta ansiedad por asegurar que Mariátegui era efectivamente marxista (Vanden, 1975; Flores Galindo, 1980b). No es necesario discutirlo, porque él mismo nos lo recuerda en una página sí y otra no de sus escritos, donde menudean además las expresiones admirativas a Lenin. La pregunta es qué marxismo y el hecho es que el amauta se sentía lo bastante libre y seguro de sí mismo como para usar a Marx y otros autores marxistas o no marxistas como y cuando mejor le pareciera, por lo que nos eximió de las estériles ristras de citas que reprochara Gobetti a los primeros comunistas italianos. Antonio Melis ha sugerido incluso la idea de que Mariátegui esbozaba un pluralismo epistemológico, con distintas llaves de acceso a la comprensión de la realidad.22 De tal suerte que la obra señera del marxismo latinoamericano se inicia con una frase de Nietzsche y a vuelta de página del primer capítulo ya aparece Gobetti, en nota (Mariátegui, 1969: 14).

Es claro que éste cautivó al peruano, porque lo dice: "Piero Gobetti, uno de los espíritus con quienes siento más amorosa asonancia [escritor de] admirables ensayos" (Mariátegui, 1969: 229). Se ha contabilizado que su revista Amauta publicó cuatro artículos de Gobetti aparte de los tres que el propio Mariátegui le dedicó (un honor similar sólo se lo deparó al estadounidense Waldo Frank: Sylvers, 1980). Pero Gobetti aparece mencionado de paso en muchas otras páginas de Mariátegui, por lo que su influencia es más extendida. No se trata de una manía juvenil, pues el amauta entró en contacto sistemático con la obra del turinés en la etapa final, intelectualmente madura de su existencia (Beigel, 2006).23 Gobetti planea repetidamente en sus obras más importantes: en Defensa del marxismo por ejemplo, donde Mariátegui (1974) no se molestó en citar a Marx. Náñez (1975) habiendo sido uno de los adolescentes habituales en casa de Mariátegui, rememora que el turinés venía nombrado seguidamente por el anfitrión también en sus conversaciones.

Aparte de una natural empatia (los dos eran espíritus mundanos, cultivados y comprometidos, hechos a la prensa escrita) Gobetti le proporcionaba, siquiera en forma periodística, un panorama histórico de Italia como nación frustrada, muy conveniente —con los debidos ajustes— para la interpretación renovada de los países latinoamericanos, empezando por Perú, que buscaba Mariátegui. Sobre todo en rasgos como: la injusta diferenciación regional; lo que mucho después el estructuralismo marxista llamaría "articulación de modos de producción", pues el abordaje de la cuestión meridional no pretendía que hubiera un "dualismo" o disociación de estructuras entre norte y sur, sino una integración sui generis con efectos perversos para el desarrollo; los vínculos interesados de clase y de elite para estabilizar dicho entronque; el papel de los intelectuales y de las corrientes ideológicas; y el gravamen que imponía a Italia desde el Renacimiento la geopolítica de las grandes potencias europeas. Y algo más: la convicción de los meridionalistas italianos sustanciada por la revolución soviética (y antes por la revolución mexicana), de que una situación así no se podía transformar sin movilizar a la gran masa de los pobres del campo —el "pueblo" de los populistas rusos— relegada y embrutecida por los convenios oligárquicos.

¿Y entonces por qué no Gramsci que elaboró una temática parecida? Lógicamente porque el Gramsci que más conocemos, que es el de la cárcel, todavía no existía en los años veinte, mientras Gobetti era ya todo lo que su corta vida le permitió ser. Si repasamos la obra de Gramsci (1972a y 1972b) que Mariátegui pudo leer, publicada en L'Ordine Nuovo o en el diario socialista Avantil, encontramos un articulista maduro (había nacido en 1891) incisivo, frío, analítico, en plena posesión de la lengua italiana, pero con excepciones en sus contribuciones prima lo coyuntural y no el aliento histórico y teórico de los Cuadernos de la cárcel. Adicionalmente, la mayoría de estos trabajos se publicaba sin firma: pese a que en L'Ordine Nuovo había individualidades que arrojarían una larga sombra sobre la política italiana del siglo XX, de acuerdo con la costumbre socialista y luego comunista, el medio se hacía en forma colectiva (Bocca , 2006). Al parecer, Mariátegui y Gramsci se entrevistaron una vez (Rouillon, 1975–1977, vol. II) y no deja de ser significativo que entre escasas menciones, el segundo y su periódico aparezcan citados justo cuando el primero dedica una serie de artículos a Gobetti (Mariátegui, 1964: 139). Pero más que en una relación personal debe pensarse en una influencia de L'Ordine Nuovo en conjunto (Paris, 1981; Delogu, 1973; Rouillon, 1975–1977, vol. II; Beigel, 2006) que, sumada a la de otras publicaciones italianas —tal vez no sólo de izquierda y no sólo de política, dada la flexibilidad con que se movía Mariátegui—, le sirviera de modelo pata. Amauta y otras iniciativas.

En sus tres breves notas escritas en 1929, Mariátegui (1964: 133–145) presenta a Gobetti, para luego exponer elementos de su obra que ya conocemos: la marginación de Italia del proceso de la Reforma protestante; los límites del Risorgimento; la modernización sofocada por el provincianismo; el atraso económico que impedía estar a la altura de otras naciones capitalistas; la pobreza que embargaba a dos tercios de la población del país, de tal suerte que aun los emigrantes italianos en el exterior se comportaban como huidos de la necesidad y no como pioneros; el enlace de los bloques sociales del norte y del sur; la pasividad obrera; el absolutismo terrateniente, susceptible de controlar a la masa rural en el adocenado estilo del "¡Vivan las caenas!" del siglo XIX español; el fracaso del laicismo y del liberalismo; el papel de la iglesia católica; la derrota "sin combate" de la revolución socialista, que preparaba la consecuente revancha de la Italia pequeñoburguesa contra el Estado liberal y su endeble clase dirigente.

Mariátegui destacaba la importancia que Gobetti daba a la economía en la medida en que se dirigía a un análisis de clase que, como vimos, tanto en uno como en otro superaba el simple economicismo. Le parecía de excepcional interés para el estudio de España y de sus colonias: "[el] rol que atribuye al parasitismo y a la pobreza, a la corrupción de las plebes conservadoras por la beneficencia y las limosnas del absolutismo y la Iglesia, a la ausencia de una economía robusta y de masas operantes y productoras. La lucha por la libertad y la democracia no fue sentida suficientemente, en sus fines ideales, en su necesidad histórica, por el pueblo" (Mariátegui, 1964: 144). Juzgaba "trágicas" las consecuencias de esta "domesticidad de las clases parasitarias, del servilismo de las plebes menesterosas" (Mariátegui, 1964: 141).

En sus Cuadernos Gramsci también hablaría años más tarde de lo que llamaba categorías "pasivas", dependientes y parasitarias, o también arduamente trabajadoras en oficios marginales y mal remunerados, sin inserción económica relevante. Y en relación con la masa rural de desheredados abandonados por el Estado, ya mucho antes había abordado otra consecuencia que Mariátegui pasaba por alto y que Gobetti sólo había esbozado. Conocedor de la Italia profunda escribió:

La sicología de los campesinos era, en tales condiciones, incontrolable [...] La lucha de clases se confundía con el bandidismo, con el chantaje, con el incendio de los bosques, con el ataque al ganado, con el secuestro de niños y mujeres, con el asalto al municipio: era una forma de terrorismo elemental [...] El campesino ha vivido siempre fuera del dominio de la ley, sin personalidad jurídica, sin individualidad moral: ha permanecido como un elemento anárquico [...] refrenado sólo por el temor a la policía y al demonio. No comprendía la organización, no comprendía al estado, no comprendía la disciplina; paciente y tenaz en la fatiga individual [...] capaz de sacrificios inauditos en la vida familiar, era impaciente y salvajemente violento [...] (Gramsci 1972a: 23).

Auguraba que, de continuar esto después de la guerra, "se convertirá en un tumulto descompuesto de pasiones exasperadas hasta la barbarie más cruel de sufrimientos inauditos que se perfilan cada vez más horrorosamente" (Gramsci, 1972a: 26).

No por casualidad éste era el ámbito social cada vez más capitalizado por el crimen organizado en sus diversas formas, convertido en heredero del control territorial de los señores feudales en desafío al Estado..., pero también dispuesto a un nuevo matrimonio morganático con el mismo Estado. Encuestas judiciales, académicas y periodísticas han revelado que en la segunda posguerra la elite gobernante y los poderes fácticos (legales o ilegales) incurrirían en acuerdos subrepticios, así fuera para transacciones económicas ilícitas u operaciones políticas, tales como contrarrestar la implantación de la izquierda en las regiones meridionales. A cambio de ello y al amparo de la reforma agraria, el Estado asistencial y clientelar criticado por Gramsci y Gobetti extendería sus tentáculos hacia el sur, pero las mafias llevarían su modelo de negocios a todo el país. Sicilia es una metáfora, diría el escritor Leonardo Sciascia—y no sólo de Italia se podría agregar.

 

Conclusión

Nos hemos centrado en la obra de Gobetti y su contexto; ensayaremos para terminar algunas críticas. Su juicio, muy independiente, estaba empero sujeto a la crítica al parlamentarismo de democracia restringida y a la hipocresía sensual y conformista de la burguesía de la "Belle Epoque". Esto se agravaba en Italia porque su parlamento no funcionaba en la práctica de acuerdo al modelo británico de un colectivo regido por una mayoría unificada en apoyo al gobierno, sino con la lógica de un gobierno convencional que contrapesaba al ejecutivo (Maranini, 1985). Como cada momento genera su opuesto, junto al movimiento obrero socialista en las zonas industriales y del anarquismo aún más allá, hasta algunos positivistas dudaban del optimismo determinista y utilitario (Galasso, 2002). En toda Europa filósofos y científicos como Nietzsche, Pareto, Mosca, Ostrogorski, Michels, Bergson, Weber, Sorel y Freud, se interrogaban por los límites del racionalismo y de la conciencia o por la validez de las instituciones basadas en el principio del derecho natural, había quienes exaltaban el instinto y la fuerza, mientras la física enseñaba que la realidad y la materia no son tan consistentes. La música era para Bergson un ejemplo del movimiento impredictible pero armónico de la acción; Mariátegui se interesaba por el cinematógrafo, producto de la tecnología que podía generar una realidad virtual. Pero podían también fraguarse mezclas ideológicas confusas y peligrosas, sobre todo entre los jóvenes, que propiciaran confluencias objetivas de izquierda, derecha y liberales descontentos, verificables en la presión para que Italia entrara en guerra y expandiera sus fronteras (Gentile, 2004). Con fatales consecuencias, porque "Toda crítica de la democracia que no se acompañe de una reflexión sobre las condiciones de su profundización, termina a menudo por conducir a una negación brutal de ésta" (Rosanvallon, 1979: 20–21).

Gobetti (2008: 30 y 153–166), que murió tempranamente —cuando Mussolini se acababa de asentar luego del delito Matteotti—, no comprendió bien la siniestra innovación del fascismo. Obsesionado por su crítica del pasado italiano creyó que era un retorno de la Italia medieval oligárquica, patriotera, corporativa y teocrática, un temor a lo imprevisto, una aspiración del pueblo al reposo que delegaba su libertad en un Estado paternal aliado a la plutocracia que volvería a sofocar toda iniciativa. Fueron más precisos Gramsci yTogliatti, al señalar la base de clase media del fascismo y (dejando de lado los pobres análisis de la Tercera Internacional) al definirlo como un fenómeno reaccionario de masas, que producía un violento ajuste incluso en la relación entre los grupos dominantes. Lo que era una novedad de graves implicaciones, pues hasta entonces la contrarrevolución en Europa se había limitado a sacar el ejército a la calle. También Mariátegui (1975b), quien captó las dos caras del fascismo, una pequeñoburguesa y fincada en el pasado, la otra agresiva y aventurera, que llevarían el país al desastre (en lo que coinciden historiadores actuales: Gentile, 2004). Sin embargo, acertó Gobetti al decir que el régimen de Mussolini sería un interregno —y de nuevo Mariátegui, cuando vaticinó que la confrontación del futuro no sería entre fascismo y liberalismo, sino entre socialismo y liberalismo.

En otro orden de cosas, Gobetti se ve determinado por su óptica de época en su juicio acerca del Estado de bienestar y la ubicación de la clase obrera. Ciertamente hacía una crítica muy válida de los acomodos de minorías, el burocratismo y el corporativismo, más el abandono y la pobreza en que quedaba la mayoría rural. Pero su suposición de que ello podría remediarse principalmente por la lucha y la selección parece no contemplar en forma clara el hecho —llamativo para alguien que adoptara un pensamiento dialéctico— de que toda selección es también un sistema de descarte y que una buena política debe contemplar esta posibilidad. Era natural que los trabajadores ansiaran una mejora inmediata de sus condiciones de vida y su rechazo a la revolución en la mayoría de Europa occidental no era sólo un asunto de las aristocracias obreras, como tendría ocasión de meditar Gramsci en la prisión. El dilema de reforma o revolución se plantearía al socialismo desde el siglo XIX y al comunismo en el XX, y en circunstancias en que la práctica avanza más rápido que la teoría —según la frase repetida por Lenin luego de 1917— la solución no se encontraría en ningún texto sagrado. Como en el tema de la democracia, las críticas de Gobetti son pertinentes si se las liga a una profundización del bienestar colectivo que reduzca las exclusiones, perfeccione los mecanismos de financiamiento y depure en lo posible los vicios del proteccionismo y el clientelismo, así como el derroche de recursos, el consumo innecesario y el maltrato a la naturaleza. Puede tener razón Gobetti en cuanto a que esto requeriría una revolución en los valores de la sociedad actual.

También es polémica la evaluación del Risorgimento. Gobetti, al igual que Gramsci, echaba de menos una revolución desde abajo (ése era justamente su concepto de auténtica "revolución liberal"). Pero la unidad italiana se había hecho en condiciones internas de debilidad política y militar y en un contexto internacional no del todo favorable. Como asumiría el literato y político Francesco de Sanctis (1995 [1872]) luego de la experiencia francesa, Europa se había vacunado contra la revolución. Un brote de jacobinismo en Italia podría haber volcado incluso a Francia (soporte y freno de los piamonteses) a una Santa Alianza con Austria–Hungría, el papado y los borbones de Napóles, que hubiera dado continuidad al desmembramiento territorial y al arbitraje de la Santa Sede. Con todos sus lastres, la unificación no dejaba de ser un primer paso festejado sinceramente por muchos italianos; el propio Gobetti celebraba el virtuosismo de Cavour y lamentaba su temprana desaparición.

Una último punto concierne a la idea de revolución. Gramsci y Mariátegui reprochaban al liberalismo la pérdida de su espíritu de libertad, Gobetti no creía que hubiera habido un verdadero liberalismo en Italia. En lo material, el libro El capital financiero de Rudolf Hilferding hacía suponer que el capitalismo de libre empresa — corazón y conciencia del liberalismo económico— estaba en trance de muerte por la fusión de las grandes corporaciones y la banca, que cerraba el mercado y haría de los empresarios especuladores apartados de la producción y de la innovación, cuando no buscadores de arreglos con los gobiernos en aras de ganancias sin esfuerzo. En palabras de Gramsci, se pasaba de los "capitanes de la industria" a los "caballeros de la industria". Para Mariátegui, que también leía a Spengler, si se le sumaba la guerra esto era señal de una crisis de civilización por decadencia de la burguesía, pronta a ser rebasada por una clase obrera revolucionaria.

Gobetti, dado su pluralismo, no excluía —y hubiera deseado— un reciclamiento de la burguesía por medio de su reingreso a la competencia y a la confrontación institucionalmente enmarcada con la clase obrera. En esto se mostraba más actual que los anteriores, pero, en términos generales, los tres coincidían en lo que debía ser una revolución. Estaba muy contextualizado por los movimientos liberales y socialistas del pasado y por los primeros años de la revolución soviética. Entusiasmados con los soviets, esperaban que el próximo sacudimiento alumbrara una sociedad activa, que de acuerdo a la utopía lograra una acompasamiento de individuo y colectividad en que cada uno ocuparía su lugar independiente y responsable en un mundo organizado. Sin embargo, el pesimista Ostrogorski había dicho que en la sociedad democrática los gobiernos viven atemorizados por las multitudes. Y otro autor del siglo previo entonces poco o nada atendido —Alexis de Tocqueville— al estudiar desapasionadamente la historia francesa había llegado a la conclusión, en contradicción con el pensamiento conservador, de que la revolución no era un principio de caos sino de orden, pues al estallido desbordante de energías colectivas e individuales sólo podía sucederle una nueva y más poderosa concentración del poder. También Marx había notado algo perplejo, que revolución tras revolución en Francia no hacía más que engrandecer la "máquina monstruosa" del Estado. La verdadera novedad de la primera posguerra del siglo XX no sería el movimiento libre de las masas sino el totalitarismo, una dosificación antes desconocida de hegemonía, organización y violencia, suceptible de provocar un cambio radical y acelerado de la sociedad mediante el encuadramiento del hombre–organización prohibido de opinión y decisión propias, fuera de los márgenes dictados por el líder, el partido o la doctrina sacralizada por el Estado. La percepción histórica de los sucesos de 1919–1939 ha quedado marcada por el impacto causado por la movilización de multitudes a cargo de las grandes dictaduras de izquierda y de derecha; ello difícilmente se puede explicar sin tener en cuenta que antes se había producido un colosal disciplinamiento de las mismas masas. En Rusia, los soviets quedarían privados de poder real: los tres lectores de Bergson habían sido rebasados por el futuro.

Hemos buscado hasta aquí proveer una guía para el conocimiento de la obra de Piero Gobetti en castellano. Tratamos a la vez de mostrar —aunque sea un hecho autoevidente— que la misma se enriquece notablemente si se le cruza con la de otros autores, contemporáneos o antecesores. Su lectura sirve también de homenaje a un hombre que pasó por la peor crisis italiana del siglo XX sin torcerse, cuando una mayoría de la intelectualidad encontraba motivos para apoyar a Mussolini. De salud frágil y espíritu fuerte, perdió la vida por no ceder ante el fascismo y eso, junto con el inconformismo y la originalidad de sus escritos, le ha valido un culto perdurable. A él se aplica la sentencia de Dante: liberta va cercando, ch'e sí carajcome sa chiper lei vita njiuta24.

 

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Notas

1 Destaca Beigel (2006: 115–130) que examina la obra editorial y política de Gobetti más allá de su posible influencia en Mariátegui.

2 Piero Gobetti, La Revolución Liberal. Ensayo acerca de la lucha política en Italia, Flacso México, México 2008, LXXII+181 pp. (en adelántese le cita como Gobetti, 2008). La publicación italiana original fue hecha en 1924; la edición crítica tomada como referencia para la traducción es de la casa Einaudi (Turin, 1995; y antes, 1964 y 1983) y estuvo a cargo de Ersilia Alessandrone Perona. La versión al español contiene un prólogo de Giovanna Valenti y los ensayos de Paolo Flores D'Arcáis y Ersilia Alessandrone Perona, quien también redactó una nota introductoria. Con un índice onomástico al final y un tiraje de mil ejemplares. Traducción de Matteo Dean, Giovanna Valenti y Pedro Salazar.

3 Durante mucho tiempo el Partido Socialista italiano ni siquiera veía necesario reclamar la vigencia del voto universal en un país de veintisiete millones de habitantes, en que sólo medio millón estaba inscrito en los registros electorales. Posiblemente jugara el temor de que al activarse como votante un enorme caudal de población rural analfabeta, en gran parte dependiente espiritualmente de la iglesia católica, el resultado fuera negativo para la izquierda (y en primer lugar para el liberalismo). Ello ponía en el tapete la "cuestión campesina", sinónimo para Gramsci de "cuestión vaticana" relacionada a su vez con la "cuestión meridional", descuidadas por la mayoría de los socialistas y que serían en cambio fundamentales en la meditación de Gobetti.

4 "Transformismo" era el término usado en Italia para definir la política muy identificada con el estadista liberal predominante por varias décadas, Giovanni Giolitti (1841–1928), que buscaba no confrontar sino cooptar las disidencias, abriéndoles espacios en el sistema político de voto restringido y reparto de subsidios. Lo que críticos como Gramsci y Gobetti consideraban una influencia corruptora enfilada a mantener el statu quo, si bien Gobetti reconoció méritos de honradez y mantenimiento de la paz a Giolítri, y otros como Croce (1977) y Bobbio (1989) juzgan que permitió una era de progreso.

5 Maquiavelo había hecho en El príncipe el elogio de la toma de decisiones de cara a la incertidumbre, mientras en Discursos sobre la primera década de Tito Lívío había puesto en evidencia el efecto positivo del conflicto en el desarrollo de la república. Dos piezas, como se ve, del planteo de Gobetti. Ello, junto a la apreciación del pluralismo (que abordaremos a continuación) ubica a Gobetti cerca del moderno concepto de sistema político, refinado —y a veces suavizado— por la ciencia política estadounidense de la segunda posguerra, que tiene entre sus pilares a uno de los teóricos de las elites bien conocido a principios del siglo XX: Moisei Ostrogorski, creador de la distinción entre "movimiento" y "partido" (Ostrogorski, 1979; Lipset, 1982).

6 No en vano Mussolini —en un gesto que Gobetti no alcanzaría a presenciar— daría el nombre de "Vía de la Conciliación" a la avenida que abriría en Roma para celebrar el concordato de 1929 con la Santa Sede.

7 Pueden extraerse hipótesis sugestivas para América Latina de la cuestión meridional italiana; pero a diferencia de los ardientes debates latinoamericanos de los años sesenta y setenta en torno al dualismo, el desarrollo y la dependencia, el análisis de Gramsci no es predominantemente estructuralista, pues pone el acento en la cultura, ámbito de expresión y procesamiento de las contradicciones de clase donde se unifican infraestructura y superestructura, según el vocabulario del marxismo clásico. Algo parecido a lo que una sociología académica más neutra llamaría "socialización". Por supuesto, sus tesis tanto como las de Gobetti no escapan a los intentos de refutación (Romeo, 1998). El análisis en el ámbito europeo de la combinación entre atraso y desarrollo que redundaba en estructuras socioeconómicas heterogéneas —lo que León Trotsky llamara "desarrollo desigual y combinado"— se llevaba a cabo asimismo en Rusia en el seno de la izquierda (marxista o populista) y más tarde repercutiría en posturas de la Internacional Comunista en América Latina. En Alemania, Max Weber investigó la modernización de la economía rural semifeudal del este del río Elba a causa de la expansión capitalista, y su impacto en el Estado nacional, hasta entonces apoyado en la nobleza terrateniente de la zona.

8 Croce —que había tenido un pasaje temprano por el marxismo de la mano de Antonio Labrióla y Georges Sorel— no era un entusiasta del socialismo, pero su liberalismo político y cultural en teoría podría coexistir con la socialización de los medios de producción, siempre que ésta no implicara una regulación excesiva que causara "una mortificación de la facultad inventiva del hombre y [...] un obstáculo para el aumento de [...] la riqueza" (Croce, 1952: 271–272). Por su lado, el liberalismo económico no podía tampoco ser "ley suprema de la vida social", sin devenir en "ilegítima teoría ética, en una moral hedonística y utilitaria para la cual el bien consiste en la máxima satisfacción de los deseos en cuanto tales" (Croce, 1952: 270–271). Su aporte en economía consistió en teorizar que esta actividad no representaba "lo egoísta" sino "lo útil", que tenía su lugar junto a lo bueno, lo verdadero y lo bello (Romanell, 1946).

9 La evolución de la izquierda hacia posiciones proteccionistas y regulacionistas vuelve extrañas estas apreciaciones de Gobetti, que en política hace propuestas radicales. Pero no hay que ignorar un pasado de afinidad peculiar entre el socialismo revolucionario y el librecambio. Marx consideraba un factor de atraso las "Corn Laws" británicas que protegían el precio del grano inglés en beneficio de los terratenientes y en desmedro de industriales y obreros, puesto que juzgaba benéfico el liberalismo económico, pese a sus injusticias, en la medida en que aceleraba el desarrollo de las fuerzas productivas y la transición involuntaria a un modo de producción más equilibrado. También Gramsci, que había estudiado a Einaudi, opinaba que el proteccionismo italiano perjudicaba a los obreros al atarlos al carro de la burguesía industrial (Salvadori, 1970). La postura de Einaudi y Gobetti era más similar a la de Schumpeter, en cuanto a considerar al capitalismo de libre concurrencia como un sistema de destrucción–reconstrucción productivo. En general ello significaría concebirlo semejante a la política, como una esfera en libre redefinición permanente; en lo inmediato, las indudables capacidades destructivas del mercado sin frenos hubieran servido a su juicio para la reforma de costumbres e instituciones económicas.

10 Así Croce (1952: 267): "el comunismo o seudocomunismo no arraigó sino en un país que había quedado fuera del mundo liberal; y quizá acabe por abrir en él un camino a la vida de libertad que el anterior autocratismo no supo conseguir". YMariátegui anotaba: "pensadores liberales [...] afirman que la función del liberalismo, histórica y filosóficamente, ha pasado al socialismo"; su propia conclusión era que la Rusia socialista "se muestra más liberal que los estados formalmente liberales" (Mariátegui, 1976: 77).

11 Aunque la idea era bastante común en la época.

12 Mussolini tomará el título de "Duce", "el que conduce".

13 Mariátegui veía en Lenin a un marxista que había incorporando las críticas de Sorel al socialismo "aburguesado" de la Segunda Internacional. Naturalmente Lenin, aunque despotricaba contra la "aristocracia obrera" reformista, no habría aceptado esta asimilación: Paris (1981) bien señala que había definido sus posiciones antes que el francés. En cuanto a que el liberalismo sea una forma de introducir una nueva aristocracia en la sociedad de masas es una idea recurrente, aunque no siempre aceptada. En tiempos más recientes, el liberal conservador Leo Strauss estaba de acuerdo. ¿Pero cómo juzgar al progresista John Stuart Mill que para garantizar la paz social proponía en el siglo XIX dar doble voto a los burgueses y voto simple a los obreros? Por su lado Croce (1942) — probablemente también alentado por Sorel— sostenía inclusive una interpretación aristocrática de la personalidad de Marx y del papel que éste atribuía al proletariado como clase dominante de reemplazo.

14 La debilidad de la burguesía como factor de cambio cultural y político en un país nuevo con permanencia del poder señorial, también preocupaba a Max Weber en Alemania (Mitzman, 1976). Sin embargo, Alemania era un país capitalista próspero, por lo que Weber era otro de los que ponían en duda el vínculo obligado entre liberalismo económico y político, así como creía cierta la probabilidad del socialismo resultante del proceso de racionalización y de burocratización. Gobetti en cambio pensaba que la formación nacional en Alemania y Japón había sido más sólida que en Italia, lo que ratificaría la ya apuntada evolución de la agricultura del este de Alemania (equivalente a la gruesa de la región meridional italiana) hacia relaciones capitalistas, mediante la sustitución de la mano de obra servil por jornaleros inmigrantes extranjeros. Mas se puede argumentar que esto tuvo una deriva trágica, pues la socialización de la base popular campesina —mediante la alfabetización y el serviciomilitar— en la cultura chovinista pautada por la simbiosis de ideología feudal y desarrollo industrial en Alemania y Japón, permitió a estos países alimentar un militarismo mucho más potente. Gobetti (que por edad no llegó a combatir durante la Primera Guerra), en buen liberal era también nacionalista y de forma similar a Max Weber no parece oponer reservas al imperialismo y la guerra en sí, sino a la forma poco coherente en que habían sido encarados por los políticos italianos desde fines de siglo (diletantismo continuado por Mussolini).

15 Mussolini no era menos proteccionista en economía que los viejos liberales. Sin embargo, Gobetti, dada su perspectiva antideterminista que ponía énfasis en la acción, no habría analizado este viraje de la alta burguesía como una necesidad funcional del capitalismo, sino como resultado de la indecisión de los socialistas que no habían sabido tomar la oportunidad, en contraste con la resolución de los extremistas de derecha, capaces de actuar como "tribunos" en las instituciones y "guerreros" en las calles (Gobetti, 2008: 83–86).

16 Su principal dirigente durante décadas, Palmiro Togliatti, no olvidaría tampoco la importancia de la cultura, no tanto como "frente" de lucha (según el lenguaje militarizado de la Internacional Comunista) sino como ámbito plural de confrontación de ideas y expresiones artísticas: "se le reconocía por haber hecho un partido comunista diferente de los otros, un partido que tenía respeto por la cultura. Poco antes de morir [...] confiaba su único gran pesar: no haber hecho bastante por la cultura italiana, estar en deuda con la cultura no comunista" (Bocca, 2006: 12).

17 Esta variante de "mito" ideada por Sorel, también influyente en Gramsciy Gobetti —y equivalente a "intuición" en Bergson (Salazar Bondy, 1967)— le habría servido a Mariátegui, según Filippi (2002), de apoyo cognoscitivo para superar el determinismo y elaborar su concepción de la revolución socialista en Perú.

18 En su polémica con Croce, Giovanni Gentile —que sostenía una posición monista acorde con el fascismo, según la cual la libertad sólo se realizaría por la integración del individuo en un Estado que suprimiera la lucha—se burlaba de que la valorización del conflicto llevara a que lo negativo fuera tan necesario como lo positivo, por lo cual se convertía en positivo. Si lo negativo era negativo resultaba una pérdida de tiempo incluirlo en la historia para tener que superarlo después, y si contradictoriamente era positivo ¿por qué luchar contra él? (Romanell, 1946). La solución del acertijo es que en el historicismo de Croce —y de Gobetti— sin una confrontación la humanidad no podría saber que es lo positivo ni progresar. La libertad no podría existir fuera de una lucha recurrente con la opresión (los "corsi e recorsi" de Vico) y la historia quedaría detenida. En consecuencia, para estos autores tampoco habría un punto de llegada tal como la sociedad comunista de Marx y Engels.

19 También Mariátegui creía inconveniente "considerar exclusivamente el aspecto económico de los fenómenos históricos, y [...] descuidar su aspecto moral y sicológico" (Mariátegui, 1975b: 65); y más en detalle: "El capitalismo no es sólo una técnica; es además un espíritu [...] que en los países anglosajones alcanza su plenitud, entre nosotros es exiguo, incipiente, rudimentario" (Mariátegui, 1964: 34, nota).

20 Por eso, en la cita que encabeza una de las compilaciones usuales de Gramsci en castellano éste afirma que "es evidente que todas las cuestiones esenciales de la sociología no son nada más que las cuestiones de la ciencia política" (Gramsci, 1998a: 11). Sin embargo debe verse también aquí la influencia de Croce, para quien la sociología era sospechosa, entre otras razones, por pretender ocupar el lugar de la ciencia política (que era para él conjuntamente filosofía y estudio histórico). La desconfianza de los idealistas italianos hacia las ciencias empíricas endiosadas por el positivismo —incluida la sociología, aunque ésta, como advertía también Croce, se desplazaba a veces a lo meramente discursivo— llevó a que cuando Croce y Gentile incidieron en la formulación de los programas de educación pusieran como reina del currículo a las humanidades, lo que luego los haría blanco de críticas, por retrasar el conocimiento científico. Croce se defendería diciendo que no negaba la ciencia, pero que sí consideraba a la filosofía en tanto comprensión de la realidad total, como madre del conocimiento parcelado.

21 La designación gubernamental de Mariátegui como "Agente de propaganda periodística" lo había asignado a Italia ya antes de salir de Perú, seguramente por elección suya, así como su amigo César Falcón —que lo acompañó en el viaje transatlántico— había preferido España (Rouillon, 1975–1977).

22 Quijano Obregón (1982) realiza una buena descripción de las variadas fuentes de Mariátegui; entre otras cosas señala correctamente una influencia existencialista. Sin embargo, sus críticas se ven lastradas por la creencia en un marxismo unificado, históricamente incomprobable, según el cual Mariátegui ostentaría una "curiosa amalgama de tendencias filosóficas no solamente ajenas sino opuestas al marxismo", por lo que "hoy nos asombra" que pese a "esos elementos teóricamente espurios [Mariátegui] haya logrado hacer los descubrimientos teóricos más importantes de la investigación marxista de su tiempo en y sobre América Latina" (Quijano Obregón, 1982: 64 y 77). Eso no le impide al mismo Quijano (1982: 108–109) dar pábulo a la extravagante declaración de Mao Zedong de que se puede tener una dirección proletaria sin obreros en la base y quizá tampoco en la dirección, con tal de que se asuma la línea comunista —lo que parece venir de Hegel, pero en realidad es la justificación de una elite partidaria—. Pero no le pasa por la mente que tal vez Mariátegui hiciera su obra original precisamente porque era capaz de depurar en forma inteligente y desprejuiciada una pléyade de autores muy dispares (obviamente no los tomaba a todos al pie de la letra). Tal obra sólo se puede interpretar en términos de ortodoxia/heterodoxia (Beigel, 2003) porque tenía de las dos, en teoría y acción. Cabe agregar que posteriormente Quijano Obregón (1995, por ejemplo) en la busca de un marxismo no eurocéntrico, matizó su posición: hay algo como un sortilegio que se cierne sobre los críticos de Mariátegui –apristas, marxistas ortodoxos o marxistas "críticos"– haciéndolos vacilar en sus juicios. (Por lo demás, la búsqueda de un marxismo no eurocéntrico parece constituir una revancha, postmortem de Víctor Raúl Haya de la Torre y de Luis Alberto Sánchez.)

23 Por la misma razón, probablemente, Gobetti no es mencionado en las tempranas Cartas de Italia del amauta. En el escrutinio que hizo Van den (1975) de los restos de lalibrería de Mariátegui (muy incompleto según Rouillon, 1975–1977, vol. II, debido a pérdidas irreparables del acervo), figuran cuatro tomos de la recopilación de obras de Gobetti, en Le Edizioni del Baretti (Turin, 1926–1927). Mariátegui (1964: 134) reporta que leyó estos volúmenes. Por el contrario, no dice conocer el libro que comentamos —La Revolution Liberal (1924)—, que tuvo una distribución accidentada; pero si leyó a Gobetti en la prensa como es probable, pudo haber conocido de antemano artículos luego incorporados en ésta u otras obras del turinés. Las ideas de Gobetti que comenta son básicamente coincidentes con las de La Revolución Liberal. Sobre todos estos detalles y respecto al contenido de las notas de Mariátegui dedicadas a Gobetti, véase el muy completo análisis de Sylvers (1980).

24 Gobetti padecía del corazón y tras sufrir la agresión física de las escuadras fascistas se refugió en Francia donde murió casi enseguida. Su esposa e hijo preservaron y difundieron su legado, que hoy se encuentra custodiado por el Centro Studi Piero Gobetti en la última casa que habitó en Turin (www.centrogobetti.it). Ambos familiares participaron en la resistencia durante la Segunda Guerra Mundial. Su viuda, Ada Prospero, que fue condecorada por su valentía y mantuvo una prolongada amistad con Benedetto Croce (Bobbio, 1986) radicalizando la filosofía del maestro y de su difunto marido declaró: "No tengo ideas políticas, sólo convicciones morales".

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