SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.17 número34Atribuciones causales de la pobreza en los países menos desarrolladosRiccardo Viale (comp.). Las nuevas economías. De la economía evolucionista a la economía cognitiva: más allá de las fallas de la teoría neoclásica índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay artículos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Perfiles latinoamericanos

versión impresa ISSN 0188-7653

Perf. latinoam. vol.17 no.34 México jul./dic. 2009

 

Artículos

 

De la era de la revolución al imperio de la identidad: interpretando la modernidad en América Latina

 

From the Age of Revolution to the Empire of identity: Interpreting Modernity in Latin America

 

Lisandro Gallucci*

 

*Doctorando en Ciencia Política por la Universidad Nacional de San Martín. Actualmente se desempeña como becario del ISHIR–CONICET (nodo Comahue) y como profesor en la Universidad Nacional del Comahue.

 

Recibido el 29 de septiembre de 2008.
Aceptado el 28 de abril de 2009.

 

Resumen

La cuestión de la modernidad ha ocupado un lugar central en la historia de América Latina y, en razón de ello, ha sido objeto de numerosas reflexiones procedentes de las más diversas disciplinas y perspectivas teóricas. Sin embargo, la mayoría de tales reflexiones se ha mantenido en la definición canónica de la modernidad, según la cual ésta se entiende como un proceso más o menos lineal y acumulativo de racionalización. Esta visión ha tenido importantes implicancias en las sociedades latinoamericanas. Por esto, una revisión crítica de la idea misma de modernidad y, en particular, de los modos en que ha sido pensada desde América Latina, reportaría nuevas claves de interpretación de la trayectoria histórica de nuestras sociedades.

Palabras clave: América Latina, modernidad, movimientos sociales, sujeto, identidad, siglo XX.

 

Abstract

The issue of modernity has held a central place in Latin America's history and, for that reason, it has been the object of numerous reflections from a wide variety of disciplines and theoretical perspectives. However, most of these reflections have maintained a canonical definition of modernity, which conceives it as a linear and accumulative rationalization process. This vision has had important implications for Latin American societies. Thus, a critical revision of the very idea of modernity and the ways in which it has been perceived in Latin America could result in new keys for interpreting the historical trajectories of our societies.

Key words: Latin America, modernity, social movements, subject, identity, XXth century.

 

Introducción1

Cuanto más admiro la excelencia de la Constitución federal de Venezuela,
tanto más me persuado de la imposibilidad de aplicación
a nuestro Estado [...]. ¿No sería muy difícil aplicar a España el código
de libertad política, civil y religiosa de Inglaterra? Pues aún es más
difícil adaptar en Venezuela las leyes del Norte de América [...]. Tengamos
presente que nuestro pueblo no es el europeo, ni el americano
del Norte, que más bien es un compuesto de África y de América que una
emanación de la Europa; pues que hasta la España misma deja de ser
europea por su sangre africana, por sus instituciones y carácter.

Simón Bolívar

Discurso de Angostura

 

En nuestra revolución la libertad era un aliado extranjero que combatía
bajo el estandarte de la independencia, y que aun después de la victoria
ha tenido que hacer no poco para consolidarse y arraigarse. La
obra de los guerreros está consumada, la de los legisladores no lo estará
mientras no se efectúe una penetración más íntima de la idea imitada,
de la idea advenediza, en los duros y tenaces materiales ibéricos [...].
Para la emancipación política estaban mucho mejor preparados los
americanos que para la libertad del hogar doméstico.

Andrés Bello

Influencia de la conquista y del sistema colonial

 

Desde los comienzos mismos de la vida política independiente de las naciones latinoamericanas, la idea de que éstas encontraban dificultades para acceder a la modernidad fue una marca permanente entre los intelectuales y políticos de todo el continente. Las palabras que aquellas destacadas figuras de la primera mitad del siglo XIX empleaban para describir la realidad de las jóvenes repúblicas da cuenta de un tono ciertamente pesimista respecto de las posibilidades de estas últimas de ingresar al selecto grupo de sociedades que veían encarnado en las del Atlántico norte: representado sobre todo por Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia. Las convulsiones políticas que caracterizaron a las jóvenes repúblicas latinoamericanas constituían un elemento negativo para la mayor parte de dichos pensadores, preocupados ante todo por el establecimiento de un orden que permitiera mantener las desigualdades sociales heredadas del período colonial en tiempos que la igualdad política se afirmaba como principio de legitimidad. Pero, lejos de limitarse a una lectura estrictamente política de esa coyuntura, esos pensadores tendieron —con cada vez más insistencia a partir de mediados del siglo XIX— a situar sus reflexiones en una clave cultural que les permitiría explicar las dificultades que obstaculizaban a las sociedades latinoamericanas el ingreso a la modernidad. Reforzadas por una mirada "protosociológica" impulsada por autores como Sarmiento, esas lecturas abonaron la idea de una modernidad esquiva, cuando no inaccesible, a las sociedades latinoamericanas. Más allá de las formas particulares que adquirieron dichas interpretaciones, no puede soslayarse su enorme éxito. Durante todo el siglo XIX, e incluso en buena parte del XX, la imagen de una América Latina situada en los confines —o fuera de éstos— de la modernidad, se instaló como sentido común de las elites intelectuales y políticas de la región.

Esto no supone desconocer las transformaciones que, en torno a la cuestión de la modernidad, fue experimentando el pensamiento latinoamericano. En efecto, frente a las interpretaciones dominantes comenzarían a surgir, hacia fines del siglo XIX, nuevas miradas acerca de las sociedades latinoamericanas. Los discursos fuertemente europeizantes de las generaciones liberales y positivistas resultaron impugnados por quienes, como José Martí o José Enrique Rodó, empezaron a ver en las particularidades de esas sociedades el fundamento desde el cual podía construirse una identidad finalmente propia. No obstante, estas voces críticas compartían con sus adversarios la imagen de las sociedades del Atlántico norte como modelos de la modernidad y la idea del carácter extraño de esta última en relación con América Latina.

La asociación de la modernidad con un tipo específico de ésta y la visión de las sociedades latinoamericanas como eminentemente arcaicas o tradicionales, tendió a generar permanentes movimientos entre la aceptación fanática y el rechazo acrítico de una modernidad ciertamente idealizada tanto por unos como por otros.

Lejos de constituir un rasgo peculiar de los intelectuales decimonónicos, esa concepción de la relación entre la modernidad y América Latina se ha mantenido como uno de los temas más recurrentes al reflexionar la experiencia histórica de la región. La idea de la modernidad como un fenómeno fundamentalmente ajeno a esas sociedades no ha sido privativa de literatos y pensadores, su huella también puede encontrarse en el campo de las ciencias sociales latinoamericanas.

En efecto, numerosas reflexiones acerca del fenómeno de la modernidad en América Latina exhiben cierta tendencia a interpretar ese complejo proceso por medio de modelos explicativos duales. Lo significativo es que muchos de los más recientes y mejores desarrollos acerca de dicha problemática han recurrido a esquemas de ese tipo, reduciendo la cuestión de la modernidad a un conflicto originario entre aquélla y cualesquiera de los nombres que reciba su opuesto. Mucha de la reciente literatura sobre la temática ofrece ejemplos claros al respecto. Así, algunos han concebido la trayectoria histórica de las sociedades latinoamericanas como dominada por un movimiento pendular entre "la búsqueda de modernización o el reforzamiento de la identidad" (Devés Valdés, 2000: 15), entendidas como dos dimensiones opuestas que generan tensiones entre sí.

En una línea similar, se ha propuesto que "desde principios del siglo XIX la modernidad se ha presentado en América Latina como una opción alternativa a la identidad" (Larraín, 1997: 314). Abonando la misma representación de la identidad como algo exterior a la modernidad, otros han sugerido que los intelectuales latinoamericanos han mostrado una persistente inclinación a la búsqueda de "una postura más auténtica" (Guadarrama González, 2004: 172), frente a una modernidad entendida siempre como extranjera. Una variante más sofisticada del mismo 144 tipo de interpretaciones la ofrece José Joaquín Brunner (2001) en torno a los discursos acerca de la modernidad desarrollados en América Latina, a los cuales presenta como divididos entre quienes rechazan la modernidad y quienes la aceptan, ya sea ciegamente o con "una aguda conciencia sobre las dos caras de la modernidad; su impronta creativa y transformadora, por una parte, y su carácter destructivo por la otra" (Brunner, 2001: 12).

Otros especialistas han señalado la necesidad de atender el "lado oscuro de la modernidad", que no consistiría tanto en la razón instrumental —en sentido francfortiano—, como en una cierta relación de poder: "la colonialidad, el lado silenciado por la imagen reflexiva que la modernidad construyó de sí misma" (Mignolo, 2003: 57–58). Esto implica, para esa mirada deconstruccionista, que la modernidad aún se piensa como un fenómeno esencialmente ajeno a las sociedades de América Latina, cuya condición particular es la de la colonialidad.

No se trata, como resulta evidente, de un repaso exhaustivo de una bibliografía demasiado vasta como para ocuparnos de ésta en detalle. Sin embargo, este ejercicio permite observar que incluso las producciones más recientes de las ciencias sociales latinoamericanas se han mantenido, en líneas generales, ajustadas a la imagen canónica de la modernidad como un fenómeno extraño a América Latina o, en todo caso, presente pero en una forma incompleta o degradada. Sin proponer la existencia de una absoluta continuidad entre los discursos elaborados por las elites intelectuales en el siglo XIX, de cualquier modo es significativo que buena parte de las interpretaciones construidas desde las ciencias sociales parecen haber seguido atadas a la idea de la modernidad como una condición fundamentalmente ajena a las sociedades latinoamericanas.

Ciertamente, como veremos más adelante, no todos los estudiosos de la región han alimentado la imagen clásica acerca de América Latina como un espacio poco propicio a la modernidad. Sin embargo, la representación de esta última como algo impropio de las sociedades latinoamericanas aún conserva su enorme fuerza. Por este motivo, resulta necesaria la búsqueda de conceptualizaciones alternativas que permitan superar la condición elitista y etnocéntrica de una larga tradición de discursos acerca de la modernidad.

El objetivo de este trabajo es, entonces, retomar la reflexión sobre la modernidad en América Latina, desde una perspectiva que permita cuestionar la interpretación de aquel fenómeno como algo ajeno a la región. Como señala con acierto Jesús Martín Barbero, es necesario "superar aquella lógica según la cual nuestras sociedades serían irremediablemente exteriores al proceso de la modernidad y su modernidad sólo podría ser deformación y degradación de la verdadera" (2004: 4).

Esto implica, en primer lugar, adoptar un punto de partida diferente al de las nociones habituales que asocian la modernidad al desarrollo técnico–económico o a la creciente racionalización del mundo social. Una propuesta sugerente en esa dirección la ofrece Norbert Lechner cuando define la modernidad como un mundo social de normatividad autodeterminada, esto es, "un orden producido en que la sociedad ha de crearse a sí misma en tanto comunidad" (1993: 63). Pero, ¿dónde si no en los dominios de la razón o de la técnica se funda esa autodeterminación postulada como característica de la modernidad? Para Alain Touraine, la modernidad debe entenderse como compuesta de dos dimensiones necesariamente complementarias. De acuerdo con este sociólogo francés, "no hay una única figura de la modernidad, sino dos figuras vueltas la una hacia la otra y cuyo diálogo constituye la modernidad: la racionalización y la subjetivación" (Touraine, 1993: 205).

La modernidad no puede ser reducida a la razón, puesto que también el sujeto forma parte integral de la primera. De aquí que Manuel Antonio Garretón haya definido la modernidad no en relación con un particular estadio de desarrollo, sino directamente como "la manera como una sociedad constituye sus sujetos, es decir, la afirmación de sujetos, individuales o colectivos, constructores de su historia" (Garretón, 1999: 16).

Con todo, no se trata de adoptar una definición cualquiera sin considerar sus condiciones de aplicabilidad al problema que se intenta analizar. Por tal motivo, en este trabajo nos proponemos desarrollar un ensayo interpretativo que nos permita poner a prueba la capacidad de esa idea distinta de modernidad y así comprender mejor el lugar de esta última en América Latina. Al ensayar algunas reflexiones teóricamente guiadas acerca de las trayectorias históricas de las sociedades latinoamericanas, pensamos que es posible superar la idea tradicional de la modernidad como algo ajeno a aquéllas. Lo que intentaremos demostrar es, precisamente, que la modernidad ha tenido lugar en la historia de América Latina, como continúa teniéndolo en el presente. De ninguna forma esto implica omitir los importantes cambios experimentados por las sociedades latinoamericanas en la construcción de sus propias modernidades.

En efecto, lejos de querer presentar la cuestión de un modo unívoco, nuestro interés apunta también a identificar cuáles han sido las transformaciones más relevantes en lo que respecta a la condición moderna de dichas sociedades. No obstante, vale la pena destacar el carácter de ensayo interpretativo que reviste este trabajo, para no reclamar del mismo una mirada de conjunto sobre toda la historia latinoamericana. Antes bien, nuestra mirada es más modesta y se concentra solamente en un período específico de aquélla: la segunda mitad del siglo XX. La razón de esta selección estriba en que, concordando con Garretón (2001), consideramos que fue a mediados del siglo pasado cuando se consolidó en las sociedades latinoamericanas una configuración de relaciones políticas, sociales, económicas y culturales que permitió el surgimiento de importantes actores sociales y afianzó la condición de modernidad en sus respectivos países.

En este sentido, acordes con la definición de modernidad desde la que desarrollaremos nuestra reflexión, entendemos que una buena aproximación a las transformaciones de la modernidad en América Latina consiste en observar las características de los actores sociales surgidos antes y después de la crisis de aquella trama de relaciones a la que Garretón da el nombre de "matriz nacional popular" (2001: 32). Ello permite entender, como intentaremos demostrar, que lejos de ser una etapa a la que acceden las sociedades para nunca más salir de ésta, la modernidad es, ante todo, una condición inestable y sujeta a permanentes transformaciones.

Para cumplir con estos objetivos conviene explorar los debates sociológicos de los que ha sido objeto la modernidad, así como identificar cuáles son los criterios que permiten entender su trayectoria en la historia latinoamericana. De ninguna manera pretendemos una lectura acerca de la totalidad de la historia de las sociedades latinoamericanas, sino reflexionar sobre las posibilidades de interpretación que surgen de una precisa concepción de la modernidad.

Una vez fundamentada la elección de las herramientas teóricas adoptadas, exploraremos las transformaciones de las modernidades latinoamericanas, a partir de las experimentadas por ciertos actores que desempeñaron un importante papel en la historia de las mismas. Así, en primer lugar, se analiza ese peculiar tipo de actor que conformaron las vanguardias revolucionarias, mencionando a varias pero centrando nuestro análisis en el caso peruano. En segundo término, la mirada se desplaza hacia los llamados nuevos movimientos sociales, especialmente al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), al que también nos referiremos indistintamente con el nombre de zapatismo.

 

Las teorías sociales y las modernidades

Sería un error entender que las definiciones conceptuales identificadas en gran parte de los intelectuales y científicos sociales latinoamericanos constituyen un patrimonio exclusivo de ellos. Los debates librados en torno a la modernidad no pueden, de ningún modo, entenderse prescindiendo de los que se desarrollaron en otras latitudes. La discusión sobre la modernidad latinoamericana no puede ser orientada correctamente sin tener en cuenta las filiaciones, los préstamos e intercambios existentes entre los científicos sociales de uno y otro lado del Atlántico.

Como es sabido, las primeras teorizaciones sociológicas acerca de la modernidad centraron su interés en la transición hacia la sociedad moderna. Casi todos los exponentes de la sociología clásica que dedicaron atención a ese asunto tendieron a construir la imagen de un pasaje, complejo pero bastante lineal, de un tipo de sociedad a otro. Para Saint–Simon, dicho proceso era la superación de la sociedad militar por la sociedad industrial; de acuerdo con Comte, se trataba de la evolución desde el estadio religioso hasta el positivo; en Durkheim, ese proceso consistía en el reemplazo de la solidaridad mecánica por la solidaridad orgánica; mientras que para Weber el pasaje más relevante era el del triunfo de lo racional por sobre lo religioso (Therborn, 1996: 5).

Cuando la teoría sociológica clásica retomó el problema de la modernidad tendió a concebirla de un modo marcadamente teleológico que hacía de las sociedades occidentales —cabría precisar más: las del Atlántico norte— el modelo por antonomasia de la modernidad. Una forma específica de sociedad, definida por sus rasgos característicos —nacional, industrial y de clases— se aceptó como la expresión más concreta de la modernidad y se impuso como significado de esta categoría.

Esa definición descansaba en el supuesto de una fuerte correspondencia entre economía, política y cultura, dimensiones todas que evolucionaban de conjunto hacia la forma sociológica concreta que aquellos clásicos dotaron de universalidad. La unicidad de la modernidad, sostenida en la idea de que la modernidad era sólo una, constituía la espina dorsal de las tres dimensiones señaladas.

Una conceptualización tal puso en aprietos a los científicos sociales cuando tuvieron lugar fenómenos y procesos que desmintieron el carácter teleológico de aquella concepción de la modernidad. En este sentido, resulta difícil exagerar el impacto que las experiencias de las dos guerras mundiales y la crisis económica de los años treinta asestaron a las certezas de la teoría sociológica desarrollada hasta entonces.

Por una parte, se derrumbó la idea de un progreso lineal y acumulativo que, de forma más o menos directa, había alimentado las teorías clásicas. Por la otra, el ascenso de los nacionalismos y totalitarismos hizo trizas la idea de que las sociedades —al menos las occidentales— tenían a la razón como el principio estructurante de sus prácticas e imaginarios. Ante esta severa crisis cultural, algunos grupos de intelectuales reaccionaron denunciando a la modernidad como una racionalización puramente instrumental, como una técnica puesta al servicio de poderes totalitarios que perseguían metas no racionales. El resultado de esta relectura fue la reducción de la modernidad a la racionalización y, a su vez, "la racionalidad a un residuo: la racionalidad instrumental, la técnica" (Touraine, 1993: 103).

Los intelectuales de la Escuela de Francfort fueron quienes mejor representaron ese movimiento de crítica de la modernidad, denunciando la pérdida de la razón objetiva a manos de la razón subjetiva. Desde su perspectiva, esto significaba que el desarrollo de las capacidades racionalizantes generaba un aumento del potencial de dominación, proceso cuya demostración empírica señalaron en los totalitarismos fascistas y soviético. Como ha señalado Zygmunt Bauman, la modernidad que observaba la teoría crítica:

estaba endémicamente preñada de una tendencia al totalitarismo [...]. La modernidad fue enemiga acérrima de la contingencia, la variedad, la ambigüedad, lo aleatorio y la idiosincrasia, "anomalías" todas a las que declaró una guerra santa de desgaste; y se sabía que la autonomía y la libertad individual serían las principales bajas de esa cruzada (Bauman, 2000: 31).

La modernidad que esos pensadores encontraban se caracterizaba por un dato crucial: la muerte de la razón heredada de la Ilustración. En opinión de Touraine, la denuncia que los intelectuales de Francfort hacían de la técnica como instrumento de opresión no revelaba sino una postura elitista, adoptada frente a la consolidación de la sociedad y la cultura de masas. Ante "esta identificación de la razón, el tecnicismo y la dominación absoluta", nos dice el sociólogo francés, "la única defensa posible contra esta dominación ejercida por un poder técnico se encuentra en el pensamiento mismo" (Touraine, 1993: 155).

Según Bauman, el propósito que perseguía la teoría crítica era la defensa de la autonomía y la libertad humanas, de las capacidades de elección, la autoafirmación y el derecho a ser diferente respecto de las normas impuestas por los poderes (2000: 31). Pero que la última trinchera fuera identificada en el pensamiento, en un monopolio detentado por los intelectuales, significaba también que para Horkheimer, Adorno y los demás miembros de Francfort no existían sujetos capaces de hacer frente a la dominación de la razón instrumental. En esa sociedad dirigida por la técnica, el actor desaparecía como sujeto y mutaba en mero objeto de la dominación instrumental. La sociedad de masas quedaba de este modo necesariamente emparentada con la misma familia de los totalitarismos.

Para los herederos de la teoría crítica, hacia las décadas de los sesenta y setenta, la modernidad se convirtió en blanco de un rechazo todavía más explícito. Frente al consumo de masas, a la industrialización y al desarrollo de la técnica, críticos como Herbert Marcuse ganaron un amplio terreno presentando la modernidad como poder absoluto, como una herramienta de dominación que resultaba más eficaz entre más invisible fuera.

A partir de 1968, muchos intelectuales giraron directamente hacia el antimodernismo, condenando las sociedades en que vivían como un campo sometido al control pleno y constante de las tecnologías —"aparatos", en la terminología de Althusser— de dominación. De esta forma, los teóricos sociales "durante décadas nos han presentado la imagen de una sociedad enteramente dominada por una lógica de reproducción del orden social, en la cual las instituciones de control social y cultural eran todopoderosas" (Touraine, 1993: 158).

Lo cierto es que esta sociedad de masas nunca eliminó definitivamente a los actores sociales, sino que, todavía más, constituyó el suelo desde el que muchos de aquéllos 149 hicieron posible su existencia. Pero en esas décadas pocos intelectuales se ocuparon del sujeto, y quienes sí lo hicieron estaban interesados en demostrar que éste era una construcción de las propias tecnologías de dominación de la modernidad. La obra de Michel Foucault constituye acaso el ejemplo más claro de ese interés por el sujeto, aunque en su percepción la constitución del sujeto se explicaba como resultado de procesos de normalización —mediante diversos dispositivos de poder— y no de subjetivación, en la medida que se concedía poca atención a la autonomía del actor (Foucault, 2000). Aunque contribuyó a hacer del sujeto un tema de interés para los intelectuales, "lo que importa a Foucault es demostrar que el sujeto está creado por el poder", lo cual lo condujo a no advertir que, como precisa Touraine, "el sujeto es lo constitutivo del actor social que se define contra el dominio objetivante de los aparatos de poder" (Touraine, 1993: 167). En otras palabras, el sujeto no debe entenderse como una simple invención del poder, sino que nace en el acto de resistencia contra las normas que éste instituye (Touraine, 1997: 86).

El reconocimiento de la sólida vigencia del actor es lo que ha conducido a algunos intelectuales a desarrollar una conceptualización de la modernidad, que no la reduce a la razón instrumental, tal como hizo buena parte de la teoría sociológica del siglo XX. Para Touraine, la modernidad debe entenderse como un proceso abierto y compuesto de dos dimensiones necesariamente complementarias. De acuerdo con él, "no hay una única figura de la modernidad, sino dos figuras vueltas la una hacia la otra y cuyo diálogo constituye la modernidad: la racionalización y la subjetivación" (Touraine, 1993: 205). Mientras que la primera remite tanto al desarrollo de la técnica como a lo universal, la segunda se refiere a "la penetración del sujeto en el individuo y por consiguiente la transformación —parcial— del individuo en sujeto [...]. La subjetivación es lo contrario del sometimiento del individuo a valores trascendentes" (Touraine, 1993: 209). Esta propuesta conceptual busca superar tanto los dualismos mediante los cuales la teoría sociológica clásica intentó dar cuenta del fenómeno de la modernidad, como también la interpretación de quienes la redujeron a sus dimensiones más estrictamente instrumentales. A contramano de las teorías sociológicas del siglo XX, que habían desplazado la idea del sujeto a un lugar subordinado, Touraine la recupera porque entiende que con ésta es posible "reunificar el campo fragmentado de la modernidad", en la medida que sujeto y razón son sus dos pilares constitutivos (1993: 216). No puede haber modernidad a partir de una pura racionalidad, como tampoco puede haberla desde el dominio absoluto de la subjetividad.

En este sentido, la propuesta de Touraine toma distancia de otras que en tiempos recientes han gozado de una mayor difusión, pero que se mantienen atadas a la concepción racionalista e ilustrada de la modernidad, como sucede en el caso de Jürgen Habermas, para quien la modernidad consiste en el movimiento de lo particular —las identidades, las pasiones— hacia lo universal representado en la razón (Habermas, 1994). Aun cuando la teoría de Habermas superó muchos de los postulados de la Escuela de Francfort, comparte con ésta la concepción de la modernidad como primordialmente sustentada en la racionalización, sólo que ya no instrumental, sino ahora comunicativa o deliberativa.

En resumen, siguiendo a Touraine, se trata de "desligar la idea de modernidad de una tradición histórica que la ha reducido a la racionalización", para advertir a partir de esto que "la modernidad no descansa en un principio único, y menos aun en la simple destrucción de los obstáculos que se oponen al reinado de la razón; la modernidad es el diálogo de la razón y del sujeto. Sin la razón, el sujeto se encierra en la obsesión de su identidad; sin el sujeto, la razón se convierte en el instrumento del poder" (Touraine, 1993: 13).

La relevancia de esta definición de la modernidad no se agota en que permite superar las teorías sociológicas mencionadas. Su valor teórico descansa en dos cuestiones adicionales. Por un lado, se aparta de la idea de la modernidad como un conjunto de transformaciones societales definitivas, advirtiendo así el carácter potencialmente reversible de la condición moderna. Por el otro, al señalar que ésta se constituye con base en el diálogo entre razón y sujeto, cuestiona la idea de unicidad de la modernidad, debido a que abre la posibilidad de pensar en múltiples formas de modernidad. Esto de ningún modo implica aceptar resignadamente un estallido particularista del concepto de modernidad —lo que haría perder a éste todo su sentido—, sino más bien significa apuntalar la idea de que el sujeto es, tanto como la razón, parte constitutiva fundamental de la modernidad y que, por lo tanto, sus posibles formas dependen siempre de las acciones que aquél emprende en diferentes contextos históricos concretos. Sólo entendiendo esto cobra pleno sentido la advertencia de Garretón acerca de que "no se puede hablar de 'la' modernidad, sino que hay que hablar de 'las' modernidades" (2001: 32).

Por su parte, Göran Therborn ha señalado que las teorías sociológicas no han mostrado demasiada preocupación por la existencia de diferentes rutas a la modernidad y por dar cuenta de los rasgos propios de cada cual. El motivo de una omisión tan duradera se encuentra en la idea de la unicidad de la modernidad, suscrita por gran parte de las teorías sociológicas que repasamos en el apartado anterior. Si bien no resulta del todo claro que Therborn abandone la idea de que la modernidad es una, en aras de explorar la diversidad de caminos que conducen hacia la misma, identifica cuatro rutas principales: la europea, endógena; la de los "nuevos mundos", representada por las Américas del norte y del sur; la de la zona colonial, donde la modernidad se impone coercitivamente y, finalmente, la modernización inducida, que remite a los casos en que las elites logran una importación selectiva de lo moderno, pero sin abandonar su tradición (Therborn, 1996: 5–6).

Sin duda, la ubicación de América Latina en la misma vía a la modernidad que la transitada por Estados Unidos resulta materia de controversia para cualquier observador atento a la trayectoria latinoamericana. Por eso algunos investigadores interesados por dar cuenta de esa especificidad han propuesto la existencia de una quinta vía de acceso a la modernidad, que sería precisamente la recorrida por América Latina (Larraín, 1997: 317–319).2 Pero aunque necesaria para comprender los modos de constitución de la modernidad en diferentes contextos sociohistóricos, en la reflexión en torno a las rutas hacia la modernidad parece esconderse, agazapada, la idea de su unicidad. Menos frecuentes han sido los intentos por dar cuenta no ya de un camino diferente hacia la misma meta, sino de un modo específico de modernidad, una manera particular de ingresar a ésta. El desafío no se encuentra entonces tanto en descubrir una "vía latinoamericana" a la modernidad, sino preguntarse por la existencia de una modernidad latinoamericana puesto que, como señala Brunner, "no hay algo así como una única vivencia prototípica de la modernidad, situada por fuera y por encima de los límites de la geografía, el tiempo, la clase social y las culturas locales" (2001: 7).

En esa dirección, algunos investigadores han definido los rasgos específicos de la modernidad latinoamericana.3 Luego de entender con Habermas que el rasgo definitorio de la modernidad es la autonomía que el campo de la cultura alcanza respecto de otras esferas sociales, Néstor García Canclini ha propuesto que la modernidad latinoamericana se define precisamente por el bajo grado de autonomía de la cultura (García, 2001: 81–83).4 Esa falta de autonomía determinaría la formación de "culturas híbridas", en las que los límites entre lo moderno y lo tradicional, lo culto y lo popular, se muestran muy difusos (2001: 86–87). En esto se acerca a las definiciones aportadas por estudiosos como Mary Louise Pratt —para quien "en América Latina, el carácter de la modernidad se distingue por la interacción entre corrientes importadas o impuestas y las profundas y heterogéneas tradiciones de la cultura popular" (Pratt, 1999: 70)— o Renato Ortiz, quien sostiene que la modernidad latinoamericana no está constituida exclusivamente por lo moderno que simplemente barre con lo tradicional, sino que "en América Latina la tradición es algo presente en la historia" (Ortiz, 1995: 20). Interesantes como resultan, este tipo de definiciones comparten la misma debilidad: la necesidad de apoyarse de manera casi exclusiva en la descripción idiosincrásica de la modernidad latinoamericana.

En efecto, ¿no es posible pensar que lejos está la combinación de lo tradicional y lo moderno, lo culto y lo popular, de ser el rasgo que define la modernidad latinoamericana?, ¿no es posible hallar indicios de la misma hibridación en otras modernidades? Sin intentar responder aquí a estas interrogantes, nos interesa encontrar definiciones que permitan aprehender mejor la condición particular de la modernidad latinoamericana, que referirnos simplemente a su carácter híbrido. Un camino posible es el que se abre al entender la modernidad ya no en los exclusivos términos de la razón, sino en relación con los actores–sujeto que le dan a la primera existencia y en la que ésta a su vez se concreta.

Al concentrar la mirada sobre la forma particular de modernidad que representó la matriz nacional–popular, no se intenta sugerir que la historia de la modernidad en las sociedades latinoamericanas comienza en la primera mitad del siglo XX. Mientras algunos autores establecen alrededor de esas décadas el despegue de la modernidad en América Latina a partir de la emergencia de circuitos culturales masivos (Pratt, 1999: 65; Ortiz, 1995: 20–21; 2005: 85), otros ubican ese punto de partida mucho más atrás.5

No obstante, a partir de la afirmación de dicha matriz, la modernidad adquirió en los países de América Latina un perfil diferente al que mostraba en otras sociedades. Si modernidades como las europeas se desarrollaron teniendo como eje las clases sociales (Therborn, 1996: 14), ¿dónde radica la especificidad de las modernidades latinoamericanas? Para Garretón, el elemento característico de estas últimas se encuentra en la centralidad que la esfera política ocupó en aquéllas. De ahí que la matriz nacional–popular, que representa a su juicio la forma más característica de la modernidad en América Latina, se le defina como "político–céntrica" (Garretón, 2001: 26). Esto significa que los distintos ámbitos de la vida social tenían una escasa autonomía respecto de la esfera política, lo que se reflejaba en que "la principal característica de la matriz nacional–popular, en términos típico–ideales, era la fusión entre sus componentes, es decir, el Estado, los partidos políticos y los actores sociales" (Garretón, 2001: 16).6

En las líneas siguientes no nos proponemos analizar el proceso histórico de formación de la matriz nacional–popular (Garretón, 2001 y 2002), tampoco explorar cuál sería la forma de matriz emergente en América Latina a principios del siglo XXI, dadas las profundas transformaciones que han experimentado nuestras sociedades en las últimas décadas (Garretón et al., 2003). Lo que nos interesa más bien es analizar qué tipo de sujetos emergieron durante la etapa de auge de la matriz nacional–popular y cuáles fueron las consecuencias de la crisis de dicha matriz sobre los procesos de formación de actores colectivos en las sociedades latinoamericanas.

Esta preocupación acerca de las transformaciones experimentadas por el sujeto se ajusta al concepto de modernidad que, se recordará, definimos como no reducida a la razón. Empero, es importante añadir que para Touraine "el sujeto sólo existe como movimiento social" (1993: 232). Es decir, como el resultado de una acción colectiva por la cual un conjunto particular de individuos "pone en cuestión una forma de dominación social, a la vez particular y general, e invoca contra ésta valores, orientaciones generales de la sociedad que comparte con su adversario para privarlo de tal modo de legitimidad" (Touraine, 1997: 99–100). Explicado ese carácter esencialmente colectivo del sujeto, una estrategia adecuada para entender las transformaciones acontecidas en los procesos de su constitución tiene en el análisis de los movimientos sociales una puerta de acceso privilegiada. En ese mismo sentido parecen dirigirse las reflexiones de otros teóricos, para quienes la modernidad se define, ante todo, por la existencia de manifestaciones colectivas que dan lugar a la existencia de actores o movimientos sociales de relativa perdurabilidad (Therborn, 1996: 13; Tarrow, 1997). Por estas razones, nuestra mirada se centrará en esa coyuntura decisiva que para América Latina representó la década de los setenta, intentando comprender el surgimiento de ciertos actores–sujetos7 que consideramos característicos de los tiempos anteriores y posteriores a la crisis de la matriz nacional–popular.

 

Las aves del ocaso. Ascenso y caída de las vanguardias revolucionarias en América Latina

Además de centrarse en la esfera política, la matriz nacional–popular se caracterizó por una significativa expansión de ese campo, lo que se tradujo en una importante ampliación de la participación de sectores sociales antaño excluidos de la vida política de sus respectivos países. Esa inclusión no siempre encontró un cauce institucional a través de la forma clásica de los partidos políticos, dando lugar, en más de una oportunidad, a una lógica de cuño movimientista. En todo el proceso constitutivo de esa matriz nacional–popular, el movimiento obrero desempeñó un papel central, llegando en la mayoría de los casos a convertirse en el actor–sujeto más importante en el sostenimiento de dicha matriz (Garretón, 2002: 11).

La posición destacada del movimiento obrero fue posible por las condiciones económicas establecidas por esa matriz, las cuales orientaron a buena parte de las sociedades latinoamericanas a impulsar procesos de crecimiento dirigidos —aunque no de manera exclusiva— hacia el mercado interno y basados en una industrialización sustitutiva de importaciones que paulatinamente se asumió como política de Estado, que no necesariamente había sido así desde sus comienzos. Por supuesto que varios países, especialmente los de América Central y el Caribe, donde el movimiento obrero se mostró más débil y donde el Estado nacional tuvo una conformación más tardía, los procesos se manifestaron en una forma mucho menos evidente.

En algunos casos, la sustitución de importaciones apenas alcanzó a ciertos productos agrícolas, sin que la industrialización modificara sensiblemente las estructuras económicas y sociales de esos países. Asimismo, la precaria institucionalización de sus sistemas políticos se reflejaba en partidos con escasa capacidad de movilización, al menos si se les compara con la que en esa misma época mostraban los existentes en otros países de la región.

Pero estas precisiones no deben hacer perder de vista que los diferentes populismos surgidos a mediados del siglo XX ocuparon un sitio decisivo en la matriz nacional–popular, y que con razón han sido considerados una de las manifestaciones más originales de la modernidad latinoamericana (Mackinnon y Petrone, 1998; Laclau, 2008). Sin embargo, sería un equívoco entenderlo como plenamente identificable con la matriz sociopolítica. Si se considera que el populismo representó una fuerza en la construcción de la matriz nacional–popular, ha de reconocerse que, en lo que respecta a la reproducción de esta última, compartió un lugar con el desarrollismo.

En efecto, populismo y desarrollismo conformaron, en nuestra opinión, los pilares constitutivos de esa particular forma de modernidad que, en buena parte de las sociedades latinoamericanas, representó la matriz nacional–popular. Si se sigue la formulación de Touraine (1993), se afirmaría que mientras el populismo representó una poderosa fuerza de subjetivación, el desarrollismo constituyó la expresión más clara de la racionalización. Esto no significa concebir al populismo y al desarrollismo como fuerzas antitéticas, sino más bien sugiere la posibilidad de entenderlos —aunque reconociendo la existencia de préstamos e imbricaciones entre ambos— como el par constitutivo de esa forma peculiar de modernidad que representó la matriz nacional–popular latinoamericana.

Esta aproximación al problema permite entender la fortaleza que durante varias décadas mostró esa matriz en diversas sociedades de América Latina. El mantenimiento de esa matriz sociopolítica dependió fuertemente de cierta complementariedad entre populismo y desarrollismo, siendo que cada uno representaba una de las fuerzas constitutivas de la modernidad: mientras el primero dio forma al actor–sujeto más importante del período, el "pueblo–nación" (Garretón, 2001: 16), el segundo condensó las expectativas, ilusiones y proyectos de la faceta técnico–instrumental de la modernidad —es decir, la racionalización—, asumiendo como real la posibilidad de incorporar las sociedades latinoamericanas al universo de las naciones desarrolladas. En el siglo XX latinoamericano, numerosos ejemplos dan cuenta de esa complementariedad entre populismo y desarrollismo: en Brasil, un régimen militar de fuerte impronta desarrollista que, sin embargo, mantuvo muchos elementos heredados del populismo varguista; la alternancia entre programas distributivos y desarrollistas en Argentina a partir del peronismo —y que, más allá de algunas intermitencias liberales frustradas, se mantuvo incluso durante la proscripción de aquél—; en México, la asunción del programa desarrollista por parte del mismo partido que gozaba de una fuerte identidad populista; en el mundo andino, los regímenes militares nacionalistas que durante los años sesenta y principios de los setenta abrazaron un programa reformista.

Como el propio Garretón señala, la matriz nacional–popular se constituyó a partir de "la fusión de diferentes procesos: desarrollo, modernización, integración social y autonomía nacional. Toda acción colectiva estaba cruzada por estas cuatro dimensiones y todos los diferentes conflictos reflejaban estas fusiones" (2001: 15).

Por otra parte, esa complementariedad entre populismo y desarrollismo generó las condiciones de posibilidad para la emergencia de un movimiento central —el nacional–popular (Garretón, 2000a: 31)—, en referencia al cual cobraban sentido y se articulaban los demás movimientos sociales particulares que se constituyeron bajo dicha matriz: el movimiento obrero, el campesinado y el movimiento estudiantil, entre otros. Sin embargo, esa matriz sociopolítica comenzó a mostrar signos de agotamiento hacia los años sesenta. Por lo general, cuando se trata de explicar esa nueva coyuntura, los investigadores suelen referirse a las constricciones que la economía capitalista imponía sobre esos modelos de crecimiento endógeno (orientado hacia adentro). Así, las condiciones estructurales habrían vuelto insostenible el mantenimiento de la matriz nacional–popular. No obstante, una lectura que carga el peso explicativo de la crisis de dicha forma societal sólo en factores de tipo económico, no permite ver la importancia que los propios actores sociales tuvieron en ese proceso.

Hemos señalado que uno de los rasgos característicos de la matriz nacional–popular era el de una escasa autonomía de sus diferentes componentes: Estado, partidos políticos y actores sociales se presentaban como fusionados entre sí (Garretón, 2001: 32). Ese alto grado de integración implicaba que buena parte de los actores sociales se encontraban estrechamente incorporada a tal matriz sociopolítica y que llegaba a convertirse en pieza central en su reproducción. Quizás el ejemplo más claro, en este sentido, lo ofrece la trayectoria de los movimientos obreros latinoamericanos, cuyas organizaciones tendieron, sobre todo a partir de los años cuarenta y cincuenta, a una paulatina pero firme institucionalización como actores sociales. El reverso de esa mayor participación en el campo político y en los beneficios del crecimiento económico fue el de una progresiva pérdida de autonomía del movimiento obrero frente a los partidos y el Estado (Roxborough, 2001). De cualquier manera, esa fusión entre Estado, partidos políticos y los actores sociales, que eran vistos como agentes históricos de cambio —la clase obrera o el campesinado, básicamente—, configuró un entramado de compromisos que favoreció la reproducción de la matriz nacional–popular.

Esta situación planteaba dificultades para quienes comenzaron a ver en esa matriz un obstáculo para el arribo del que consideraban como un nuevo paradigma de modernidad, superior al representado por los países del Atlántico norte: el socialismo. En la perspectiva de estos sectores, el acceso a ese nuevo horizonte exigía una ruptura revolucionaria en sus respectivas sociedades. El desafío radicaba entonces en lograr la desarticulación de dicha trama de compromisos–integraciones en la que se sostenía la matriz nacional–popular, inyectando conciencia al actor en el que depositaban la energía revolucionaria y ganando con esto su apoyo para el proyecto de cambio social.8

En la medida que el éxito de esta misión se revelara como un objetivo imposible, la apuesta consistía en sortear directamente los límites impuestos por dicha matriz mediante el camino de las armas. Desde los años sesenta, las impugnaciones revolucionarias a la matriz nacional–popular se convertirían en moneda corriente en el escenario latinoamericano. En ello influyó que Cuba, abonando la imagen que el nuevo régimen buscaba dar sobre sí mismo, se convirtiera en un símbolo de lo que en realidad nunca había sido: el del triunfo de una vanguardia revolucionaria marxista que, con la fuerza de su convicción y voluntad, lograba alzarse victoriosa. Poco importaba que el Movimiento 26 de Julio había estado lejos de ser el único actor que combatió al gobierno de Batista, que el colectivo liderado por Castro no había hecho uso de un discurso marxista durante todo el proceso revolucionario o que el régimen nacido en 1959 tomara el rumbo hacia el socialismo algunos años más tarde, dentro del juego geopolítico al que obligaba el contexto de la Guerra Fría (Mires, 2001: 327). Pronto todos los actores comprometidos con la impugnación revolucionaria de la matriz nacional–popular hicieron de la experiencia cubana el faro que guiaba su acción política.

En un contexto marcado, además, por la legitimación intelectual del marxismo en los ámbitos académicos latinoamericanos, los actores de ruptura que fueron las vanguardias revolucionarias se aferraron a la idea de que el recurso de las armas constituía el único medio para abrir camino hacia el socialismo. Esto se advierte sobre todo allí donde la prédica de esas vanguardias no recibió un claro respaldo de los que éstas definían como sujetos históricos de la transformación (la clase obrera, el campesinado, el pueblo trabajador).9 Esto significó que la lógica de la política, que, como vimos, constituía la argamasa de la matriz nacional–popular, fue crecientemente desplazada por la lógica de la guerra, situando la resolución de los conflictos afuera del campo de las mediaciones institucionales.10

Ya no se trataba de derrotar políticamente al adversario, sino de vencer militarmente al enemigo.11 Así, durante los años sesenta y setenta, la matriz nacional–popular, cuyo principio constitutivo radicaba en la política, resultó cuestionada por la emergencia de una serie de actores, discursos y estrategias, ubicadas deliberadamente fuera de la esfera política, a la que denunciaban como expresión de una dictadura civil de las clases dominantes (burguesía, oligarquía).12

La opción por el campo militar y no por la esfera política como espacio de transformación social tuvo profundas consecuencias para las vanguardias revolucionarias. En efecto, esa orientación implicó un creciente aislamiento en relación con otros actores sociales y un enfrentamiento directo con las fuerzas armadas, lo cual permite comprender por qué, en casi todos los casos, el furor revolucionario de esas décadas enfrentó un fracaso tan contundente como las esperanzas que había suscitado (Castañeda, 1993: 101–133).

El proyecto de la "vía pacífica" al socialismo perseguido por el gobierno de la Unidad Popular en Chile (1970–1973) fue una notable excepción al derrotero transitado por amplios sectores de la izquierda latinoamericana de los años sesenta y setenta. Sin embargo, se trató de una experiencia que confirmó trágicamente las enormes dificultades que en ese contexto enfrentaron los actores comprometidos con la resolución política de los conflictos, es decir, con el respeto de los marcos institucionales. Durante esos años, los ojos de distintos observadores a lo largo del mundo estuvieron puestos en Chile, que parecía ofrecer un camino a un socialismo alternativo al de las armas, el cual suscribían las vanguardias revolucionarias que eran sus contemporáneas.13

El carácter distintivamente partido–céntrico de la matriz sociopolítica chilena, junto a la existencia de un movimiento obrero sólido y portador de una tradición de intensos vínculos con partidos de izquierda —el Partido Comunista (PC) y el Partido Socialista (PS)—, permitieron que la coalición de izquierdas y fracciones socialdemócratas —sobre todo las provenientes de la Democracia Cristiana— que era la Unidad Popular (UP) obtuviera el triunfo en las elecciones presidenciales de 1970. Sin embargo, esa trayectoria de plena integración a la matriz nacional–popular que mostraba la izquierda chilena debió enfrentar, entre otras cosas, el desafío que supuso la estrategia de algunos socios de la coalición, quienes se asumieron como vanguardia revolucionaria, como sucedió en el caso del MIR por ejemplo, pero también de los sectores más radicalizados del propio PS.

La idea de "profundizar" la revolución que alentaba estos sectores supuso una contradicción fatal para la supervivencia de la UP que, con divisiones cada vez más importantes en su interior, se volvió más vulnerable al embate de sus enemigos. A la paradoja de una izquierda que era gobierno, pero que, al mismo tiempo, enarbolaba el imaginario revolucionario del asalto al Estado (Mires, 2001: 348–352), debe añadirse la debilidad ideológica derivada de la inexistencia de una teoría social que sustentara la posibilidad de una revolución dentro del marco constitucional.

Hasta aquí nos hemos referido a las vanguardias revolucionarias como actores de ruptura, en tanto concebían que la superación del presente y el acceso al futuro — encarnado en la sociedad socialista— exigía el quiebre de las formas sociopolíticas existentes, por esto su constitución se apoyará, sobre todo, en el principio de totalidad al que se subsumían las identidades particulares que tuvieran los miembros de esas organizaciones y sus relaciones de alteridad con otros actores.14

En esto último radica una de las características más notorias de dichas vanguardias: el no reconocimiento del otro, un aspecto clave en la construcción de todo actor. Para que éste se constituya como tal, señala Touraine, "es necesario que el sujeto se afirme reconociendo al otro como sujeto para salir de la conciencia y sus trampas" (1993: 221). Ese reconocimiento es vital para la conformación de un actor–sujeto, puesto que le otorga un juez de sus discursos y acciones diferente a él mismo.

En palabras de Touraine, "la transformación del individuo en sujeto sólo es posible a través del reconocimiento del otro" (1997: 21), debido a que "la conciencia de sí mismo no puede hacer aparecer al sujeto; por el contrario, lo oculta" (Touraine, 1993: 225). El asunto apuntado por el sociólogo francés es de una relevancia que difícilmente podría exagerarse: un actor–sujeto que se toma a sí mismo como valor y medida de todos los demás, oculta su carácter de sujeto y escapa a las alturas de lo trascendente, alejándose cada vez más de la modernidad y tornando más frágil su condición de actor.

Éste fue, en efecto, el camino transitado por muchas de las vanguardias revolucionarias surgidas en América Latina durante las décadas de 1960 y 1970, las cuales nacieron en oposición a un otro que no debía reconocerse sino ser directamente eliminado.15 Esto dio lugar a la formación de actores–sujeto de frágil constitución, con escasa capacidad para entablar comunicación con otros actores, situados precariamente en el terreno de la modernidad. Aunque no todos fueron tan extremos, pocos casos ilustran tan claramente las consecuencias de una subjetivación sin reconocimiento del otro como el de la escisión del Partido Comunista Peruano, que a fines de los sesenta derivó en la creación de Sendero Luminoso.

Para esta organización guerrillera, el campesinado peruano, predominantemente indígena y habitante de la sierra, representaba el vehículo de la transformación histórica de esa nación andina. Los fundadores recogían el pensamiento de José Carlos Mariátegui, quien desde su retorno de Europa orientó sus esfuerzos a adaptar la teoría marxista a las condiciones específicas de Perú. En la falta casi absoluta de un proletariado industrial que asumiera el papel que el marxismo asignaba a la clase obrera, el campesinado indígena aparecía, por su importancia en la sociedad peruana, como el perfecto sustituto.16 Los seguidores del "pensamiento Gonzalo" —que se presentaba como una adaptación del maoísmo al Perú—17 identificaron en ese campesinado indígena al sujeto cuya adhesión debían conquistar, proveyéndolo de conciencia histórica y acción política.

Pero desde el comienzo la dirigencia se encontró con dificultades para cumplir con ese objetivo. En la medida que ese apoyo se mostraba esquivo, o mucho más modesto de lo esperado, Sendero Luminoso no sometió a revisión su discurso y prácticas revolucionarias, sino que las profundizó. Si las comunidades indígenas no brindaron un claro respaldo a la convocatoria de esa organización, su respuesta no fue la de abrirse a la voz de las primeras, sino imponer su voluntad política, sin descartar incluso el ejercicio abierto de la violencia.18 La masacre de Lucanamarca, en 1983, donde fueron asesinados 69 miembros de dicha comunidad —acción más tarde reivindicada por el propio Abimael Guzmán—, fue una cruenta demostración de las decisiones que fue capaz de tomar una vanguardia cuyo proyecto revolucionario quedaba crecientemente volcado sobre sí misma, potenciando su aislamiento respecto de otros actores sociales al no reconocerlos como tales, es decir, como sujetos con voz y racionalidad propia.19

Fue precisamente el cierre sobre sí mismo de Sendero Luminoso lo que terminó por deshacer el carácter de sujeto alcanzado en sus primeros años. Esa falta de reconocimiento del otro —primero del adversario y luego de quienes eran los destinatarios de su prédica— lo condujo a encerrarse en una subjetivación casi absoluta que ulteriormente condujo a sus miembros a la construcción de un discurso de fuertes connotaciones metafísicas o fundamentalistas.20 En la medida que para cualquier actor "ninguna experiencia es más importante que esa relación con el otro, en virtud de la cual ambas entidades se constituyen como sujetos" (Touraine, 1993: 272), ese encierro sobre sí mismo experimentado por Sendero Luminoso se conceptualizaría como hipersubjetivación, entendiendo este término como un movimiento en el que el sujeto abandona la reflexividad constitutiva de esa condición.

Aunque sin llegar al extremo de esa guerrilla peruana, la posibilidad de la hipersubjetivación representó un riesgo latente en las vanguardias revolucionarias de los años sesenta y setenta. Claro que algunas eludieron los callejones sin salida a los que conducía la hipersubjetivación. Las que lo lograron y que no fueron directamente eliminadas enfrentaron mejor las nuevas condiciones de juego que trajo aparejadas la década de los ochenta. De esta manera, algunos grupos que veían en la opción armada el único camino posible para una transformación social real, se integran al juego político de las democracias latinoamericanas, ya de reciente fundación como en Nicaragua y El Salvador, o allí donde la institucionalidad se estaba restaurando, tal como acontecía en Uruguay y Colombia, por ejemplo.21

Pero el hecho de que no dieran muestra de la misma capacidad de adaptación a las transformaciones del contexto, no implicó que las vanguardias —que se mantuvieron aferradas al viejo paradigma de revolución— simplemente desaparecieran. La supervivencia de Sendero Luminoso en Perú y, aún más evidente, de las FARC en Colombia, comprueba que los actores ligados al recurso de las armas no se extinguieron y que su fracaso para incorporarse al juego político profundizó su aislamiento respecto de otros actores–sujeto.22

En la medida que se encerraron en sí mismos a través de la hipersubjetivación, estos actores han terminado por convertirse en antimovimientos sociales, porque "las formas absolutas de movilización ideológica [... provocan la destrucción de los movimientos sociales, ya que las ideologías que se creen las más radicales sustituyen la pluralidad por el uno, el conflicto por la homogeneidad" (Touraine, 1997: 127). En cualquier caso, el destino diverso que han conocido esas vanguardias en la América Latina reciente, permite identificar uno de los rasgos de la matriz que todavía no ha cobrado un perfil definido: mientras algunas de esas vanguardias se han mantenido aferradas a la estrategia de lucha armada (Sendero Luminoso, FARC), otras la han abandonado para integrarse al juego político (FMLN, FSLN, M–19), incorporándose de tal forma al movimiento democrático que tiende a situarse como nuevo movimiento central (Garretón, 2001: 26).

 

La primavera de la identidad. Los movimientos sociales recientes en América Latina

Las vanguardias revolucionarias analizadas en el apartado anterior fueron de los primeros actores que explícitamente se plantearon romper con la matriz nacional–popular: si hasta los tardíos años sesenta los actores sociales se constituían alrededor de una demanda de integración, las vanguardias lo hicieron en torno a la superación de dicha matriz. No obstante, la matriz nacional–popular no recibió su herida de muerte de manos de quienes buscaban el horizonte de la revolución, sino más bien de quienes combatían la posibilidad que esta última se produjera.

Los regímenes dictatoriales que se implantaron en diversos países de América Latina, sobre todo en los setenta, no sólo perseguían el objetivo de aniquilar a los que definían como enemigos de la nación, sin descartar ningún medio para cumplir con ese fin. También apuntaron al objetivo —de más largo plazo— de poner en marcha una serie de reformas que impidieran en lo sucesivo la emergencia de nuevos grupos revolucionarios y, al mismo tiempo, sometieran al resto de los actores a un duro disciplinamiento. De allí que algunos estudiosos de América Latina calificaran a esos regímenes como "fundacionales" (Rouquié y Suffern, 1997; Garretón, 2000a), ya que en prácticamente todos los casos se pretendía construir las bases para una nueva forma de sociedad. Esto implicó que los militares abandonaran sus anteriores modos de intervención, que, en términos generales, pretendían la restauración del orden institucional cuando se entendía que éste se encontraba en riesgo. En cambio, hacia los años setenta, para esos militares y sus aliados civiles, directamente se trataba de tomar el control del Estado para encarar desde allí la construcción de un nuevo tipo de sociedad.

Los regímenes dictatoriales de la década de 1970 se comprometieron fuertemente en ese camino poniendo en marcha una verdadera ocupación del Estado y la clausura del sistema de representación y el ejercicio de formas directas de coerción contra los actores–sujeto existentes. Sin embargo, esta faceta represiva sólo les permitió lograr la desarticulación de los componentes de la matriz nacional–popular. La transformación estructural de la sociedad a la que transitaron las dictaduras requirió, además, de la aplicación de una serie de medidas que buscaban impedir la reproducción de la matriz nacional–popular. Es muy conocido que las políticas neoliberales en América Latina iniciaron con dichas dictaduras, aunque en muchos países los impulsores de tales reformas debieron lidiar con la reticencia de los militares a su aplicación más profunda. Sin embargo, esto no debe encubrir que fueron las decisiones tomadas por los gobiernos militares que la matriz nacional–popular encaminarse a su fin.

En este sentido, si las dictaduras de los años setenta lograron la desarticulación de la mencionada matriz, sólo hasta después de la crisis de la deuda, al comenzar la década siguiente, con la aplicación más sistemática de las políticas neoliberales se completó el proceso de su desmantelamiento.

Más allá de los diferentes ritmos en el despliegue de las reformas, tanto desde su puesta en marcha en los setenta, como en su profundización posterior, conviene observar que el neoliberalismo se presentó como un proyecto de modernización de sociedades cuya falta de progreso se imputaba a la subsistencia de un modelo arcaico de relaciones entre sociedad y Estado, representado sobre todo en el populismo (Garretón, 1996: 6). Para los ideólogos neoliberales más entusiastas, una condición necesaria para la racionalización de las sociedades latinoamericanas era garantizar la subordinación de la política a la economía, a la que, deliberadamente, se representaba como una ciencia exacta y no como una disciplina social. Esto implicaba que el dominio supuestamente racional de la economía no debía ser afectado por el universo de pasiones de la política.

Desde esa racionalización en la que el neoliberalismo buscó construir su legitimidad, se quiso hacer del mercado el sujeto de transformación que permitiría la definitiva incorporación a un mundo globalizado. Pero a pesar de las insistentes referencias a los "comportamientos" y "humores" del mercado, éste nunca se constituyó como sujeto en el sentido estricto del término. En realidad, se trataba de una aspiración imposible, pues el mercado no representa, en todo caso, más que una esfera de la sociedad.

Resulta muy ilustrativo que, en todos los casos, la puesta en marcha de programas de reforma neoliberal dependió de dos posibilidades: ganar la adhesión de los regímenes militares —con un éxito limitado donde éstos se resistieron a dar rienda suelta a los neoliberales más fervientes— o tomar prestada la legitimidad de partidos y líderes nacidos bajo la vieja matriz nacional–popular, que incluso podían prometer una restauración de esta última.

A propósito del escenario de tiempos recientes, Martín Hopenhayn ha comentado que con el neoliberalismo "la modernización sudamericana ha cobrado ímpetus renovados [...]. Racionalidad instrumental puesta al día, privatización acelerada, apertura de los mercados y una carrera contra el tiempo por modernizar lo modernizable y administrar lo no modernizable, son sus manifestaciones más vistosas" (Hopenhayn, 1995: 32).

Pero si esto es cierto, no lo es menos que se trata de un proyecto de modernización exclusivamente apoyado en la racionalización: en la medida que no está respaldado en ningún actor–sujeto, esto es, en tanto se encuentra vacío de subjetivación, el neoliberalismo se pensaría como un movimiento de hiperracionalización.23 Proponer que el neoliberalismo representa un proyecto de modernización sin subjetivación no implica de modo alguno sugerir que esta última dimensión haya desaparecido. Antes bien, y contra las lecturas más pesimistas, conviene recordar que aun bajo el dominio del mercado, en las sociedades latinoamericanas —como en las del resto del mundo— los actores no han cesado de constituirse. No obstante, el neoliberalismo ha tenido profundas consecuencias sobre los procesos de conformación de los sujetos y, por tal motivo, resulta necesario indagar las características que esas dinámicas presentan en tiempos posteriores al desmantelamiento de la matriz nacional–popular.

Bajo esta última, como hemos señalado, los actores se constituían en un juego complejo de relaciones con los partidos políticos —con los que en muchos casos mantenían fuertes vínculos identitarios— y con el Estado, con cuyas instituciones estaban estrechamente ligados los actores–sujeto existentes. Para quienes se habían formado al abrigo de esa matriz, la política representaba una esfera decisiva, puesto que a través de ésta se constituían como actores. Éstos se articulaban alrededor del movimiento nacional–popular, lo que resultaba posible porque se conformaban desde principios generales compartidos —pueblo, nación, desarrollo— (Garretón, 2001: 15), lo que a su vez permitía que las luchas y demandas de esos actores fueran comunicables con las de otros.

Precisamente la comunicación permitió comprender la masividad que fue rasgo de la política bajo la matriz nacional–popular. En efecto, más allá de la diversidad de sus posiciones sociales y de sus marcos identitarios, obreros, campesinos y estudiantes podían ser imaginados como partes de un todo que los abarcaba y que permitía concebir un destino común para todos ellos.

Pero el desmantelamiento de la matriz nacional–popular socavó las condiciones materiales y simbólicas que habían hecho posible la existencia de un espacio político común, en el que los actores se reconocían entre sí. Severamente afectados los lazos con los partidos políticos y con los sistemas de representación por los embates de las dictaduras y de la oleada neoliberal, los actores se vieron crecientemente aislados de aquel campo crucial para su constitución que era la esfera política. Esto puso en aprietos a sujetos que tradicionalmente habían mantenido una estrecha relación con la política, como era el caso del movimiento obrero. También implicó que los actores nacidos bajo las nuevas condiciones no se constituyeron ya en el ámbito universal de la polis, sino en el terreno particular de la identidad.

Al movimiento de hiperracionalización del neoliberalismo, los nuevos actores respondieron con una reacción identitaria. Los movimientos sociales emergentes —indigenismos, feminismos, localismos— tendieron a constituirse como actores a partir de la reivindicación de identidades particularistas y los principios de alteridad y detotalidad ocuparon un lugar definidamente secundario en esos sujetos.

Claro que este proceso no es exclusivo de las sociedades latinoamericanas, sino que la cada vez más frecuente constitución de los actores en términos identitarios se reconoce también en otras sociedades. Pero como nuestro propósito solamente consiste en explorar las características y resultados a los que ha dado lugar aquel proceso en los países de América Latina, no buscamos ofrecer ninguna reflexión general —en tanto que tipo ideal— acerca de esos movimientos sociales de cuño identitario.

Por otro lado, es verdad que aun girando en torno a demandas particularistas y de base identitaria, esos nuevos actores son portadores de una legítima voluntad emancipatoria respecto de relaciones de poder que no habían sido cuestionadas en la matriz nacional–popular. Como es sabido, los llamados nuevos movimientos sociales han recibido tal caracterización por parte de la literatura sociológica, dado su cuestionamiento a relaciones de dominación no fundadas en demarcaciones de tipo clasista. Etnias, géneros, grupos etarios, entre otros, se han constituido como actores precisamente a partir de la denuncia de situaciones de opresión que no encontraban una explicación adecuada bajo el tradicional paradigma de la clase social. Esto implica que, si bien existían en tanto que sectores o grupos, su conformación como actores fue más tardía.

Como Susan Eckstein ha señalado acerca del surgimiento de movimientos indigenistas en América Latina, dicho proceso se basó "en una articulación de identidades previamente latentes o reprimidas: en identidades que las elites habían obligado a los grupos subalternos a ocultar o a expresar en formas transmutadas toleradas" (Eckstein, 2001: 394). Pero sin que todo esto deje de ser cierto, también parece posible identificar en estos nuevos movimientos sociales las marcas de lo dominante.

Quizás por la atención recibida por parte de diversos analistas, el zapatismo se erigió en emblema de lo que esos nuevos movimientos sociales representaban en América Latina. Aunque su irrupción en el año nuevo de 1994 se produjo echando mano de un recurso tradicional como el de las armas y definiendo una estrategia también tradicional que convocaba a sumarse a las filas insurreccionales y avanzar hasta lograr la ocupación del Distrito Federal,24 el movimiento pronto se distanció de aquel modelo de vanguardia revolucionaria. Una demanda de fuerte contenido identitario fue la bandera con la que el zapatismo saltó a la escena pública, afirmando el derecho de los pueblos indígenas a integrarse a la sociedad mexicana, sin perjuicio de sus identidades y tradiciones.

Pero poco a poco el zapatismo fue tomando distancia respecto de esa imagen indigenista y, aunque sin abandonarla del todo, se dedicó a situar su lucha en un campo más amplio al definir al neoliberalismo como el enemigo común de una pléyade de diversos movimientos sociales. En otras palabras, el neoliberalismo se define como el vértice de las situaciones de dominación contra las que cada uno de los movimientos particulares se alzaba.25

Pero si algo destacó al zapatismo entre todos los nuevos movimientos sociales fue su revisión fuertemente crítica de las empresas revolucionarias de los años sesenta y setenta —frustradas en la mayoría de los casos—, lo que llevó a dicho movimiento a desechar todos los elementos propios de la estrategia que habían seguido aquéllas: la organización de la vanguardia, la inyección de conciencia en el agente de la revolución, la toma del poder y el asalto al Estado. Al apartarse de esa tradición, que tenía su columna vertebral en el pensamiento marxista–leninista y aproximándose a la herencia de Gramsci —sobre todo evidente en la recurrente referencia de la dirigencia zapatista a las nociones de contrapoder o contrahegemonía—, el movimiento se propuso como objetivo no tomar el poder, sino construirlo, no ocupar el Estado sino ganarse a la sociedad civil.

En particular, la importancia que asignó a esta última dentro de su estrategia fue tal que terminó por identificar como un actor lo que en realidad es sólo un campo societal.26 Sin embargo, al denunciar la "ilusión estatal" de la que veía prisionero al modelo clásico de revolución, el zapatismo tendió a autolimitarse al marco de la sociedad civil, renunciando deliberadamente a participar en el sistema político, llegando sólo a establecer un tibio y breve acercamiento con el PRD.27

Más allá de los detalles relativos a la historia de ese movimiento, de los que no vamos a ocuparnos aquí, conviene advertir las características diferentes que cobra la subjetivación en el zapatismo y en las vanguardias revolucionarias de los años sesenta y setenta. Mientras que en las segundas la subjetivación se daba en la forma de un cierre sobre sí mismo —al que hemos caracterizado como hipersubjetivación—, en el caso del zapatismo encontramos que el mismo proceso se manifiesta como un repliegue sobre la sociedad civil. Esto significa que el zapatismo asume como positiva la existencia de diferentes actores a los que reconoce como "otros" y con los cuales mantiene una relación horizontal, ya no vertical como en el caso de las vanguardias, que se asumían llevando conciencia a los actores. Pero implicaba al mismo tiempo cierta subestimación de la importancia de elementos clave en toda matriz societal moderna, como el Estado y los partidos políticos.

Pese a que define al neoliberalismo como su enemigo, el zapatismo parece compartir con éste una concepción fundamentalmente negativa del Estado, las instituciones representativas y los partidos políticos, al mismo tiempo que traza una imagen idealizada de la sociedad civil como espacio libre y democrático.28 Claro que en esto no debe verse un rasgo singular del zapatismo, sino más bien una marca que la época ha impreso a los nuevos movimientos sociales.

En relación con estas transformaciones operadas en el escenario latinoamericano, Emir Sader ha comentado acertadamente que "el movimiento de resistencia al neoliberalismo se sustentó en la idea de sociedad civil [...]. La crítica del estatismo fue incorporada también por sectores de la izquierda como una extensión de la crítica al modelo soviético. El resultado es algo muy confuso en que "el otro" de la sociedad civil es el Estado, y con él, los partidos e incluso la política" (Sader, 2001: 36).

Esa construcción exageradamente positiva de la sociedad civil como depósito de virtudes, bien puede ser una clave para comprender por qué el zapatismo parece haberse paralizado políticamente en los últimos años, pasando a convertirse en una pieza pintoresca del paisaje político mexicano. Ese cierre sobre la sociedad civil que el zapatismo ha escogido como estrategia política es un signo bastante claro de las consecuencias que el desmantelamiento de la matriz nacional–popular ha traído para las sociedades latinoamericanas.

En efecto, allí parece posible identificar un doble divorcio que caracteriza a dichas sociedades en la actualidad: el primero es el que se produce entre Estado y sociedadad entre régimen político y sociedad civil, del cual la imagen algo sobreestimada y sin duda simplificada que el zapatismo ha construido de la sociedad civil es un buen reflejo. La descomposición de la matriz nacional–popular parece haber abierto una profunda brecha entre la sociedad y sus instancias de representación o, dicho en otros términos, entre los ciudadanos y la política. La crisis de representación que numerosos analistas han diagnosticado para las más diversas sociedades latinoamericanas en las últimas dos décadas parece explicarse, entonces, por cambios sociales más profundos que la falta de accountability y el supuesto autismo de la llamada clase política. El segundo de los divorcios al que la descomposición de la matriz nacional–popular ha dado lugar es el de una creciente separación entre subjetivación y racionalización que —recordamos junto con Touraine— representan los dos pilares de la modernidad. Al fundarse en una propiedad intransferible, como la identidad, los nuevos actores de los movimientos sociales parecen constituirse como actores–sujeto sobre la base casi exclusiva de la subjetivación. Al tener como eje el principio de identidad, esa subjetivación da lugar a la conformación de actores de los que sólo se formaría parte por adscripción, mas no por incorporación voluntaria. Si bien no puede entenderse solamente como un movimiento indigenista, resulta difícil negar que la identidad se sitúa en el centro mismo del zapatismo. En efecto, es desde la afirmación identitaria donde el zapatismo concibe la resistencia al neoliberalismo.

Pero, ¿por qué la proliferación de movimientos —cuyo eje se halla en la afirmación de una identidad— puede entenderse como signo de una creciente separación de los dos pilares constitutivos de la modernidad? Porque si en ésta el sujeto se define por lo que hace (Touraine, 1997: 39), al sostenerse en lo identitario, los nuevos movimientos definen al sujeto por lo que es. Esta sustitución del hacer por el ser es, según Touraine, síntoma de la creciente separación entre subjetivación y racionalización a la que denomina "desmodernización" (1997: 33).

Para este sociólogo francés, ese proceso "no es más que el reverso de la modernización" y su aparición se produce precisamente con "el gran desgarramiento que separó a la economía globalizada de identidades que dejaron de ser sociales para convertirse en culturales" (Touraine, 1997: 53–54). Esto no supone que asistimos en la actualidad a la desaparición de los actores, sino más bien a una mutación en su naturaleza: si antes se definían por las funciones que desempeñaban en una determinada sociedad, de manera cada vez más frecuente tienden a constituirse en torno a fundamentos culturales.

Así, la multiplicación de actores de base cultural que ha tenido lugar en América Latina no parece obedecer sólo a un florecimiento de identidades hasta entonces acalladas o a un simple proceso de complejización de la sociedad latinoamericana, sino que representa también una consecuencia de la escisión entre economía y política, entre Estado y sociedad civil, que el proyecto de hiperracionalización neoliberal ha desplegado sobre la región en las últimas décadas.

Reconocer esto es útil para advertir, contra las interpretaciones más optimistas, que la constitución de una nueva matriz societal que permita restituir el lugar de la política no surgiría de la mera proliferación de actores fundados exclusivamente en la reivindicación de una identidad, tal como se asumiría desde una postura posmoderna.

Sobre la base de un puro particularismo cultural, las posibilidades de reconstrucción de una polis desde la que se constituyen proyectos colectivos parecen disminuir, como lo muestra que esos actores de cuño identitario no han articulado sus demandas en torno a un nuevo movimiento central, a pesar de las elocuentes invitaciones que en ese sentido se han hecho desde el zapatismo y otros actores similares.

Por otra parte, es erróneo entender que la defensa del derecho de ser diferente no puede ser más que puramente positivo. Claro que la diversidad es un valor que debe defenderse frente a la homogeneidad que impone la racionalidad instrumental tan enfáticamente denunciada por los teóricos de Francfort. Pero, como bien advierte Hopenhayn (1995: 45–50), detrás de la multiplicación de los actores identitarios de base cultural asoma el peligro del neocomunitarismo, lo que daría lugar a la formación de diversos tipos de fundamentalismos, que pueden no ser de carácter religioso, sino incluso de tipo político o instrumental. Esto ha llevado a algunos estudiosos a proponer que las sociedades latinoamericanas se encuentran atravesadas por la tensión irresuelta entre, por un lado, "una diversidad de movimientos sociales fraccionados, autónomos, monádicos y meramente reactivos" y, por el otro, "nuevos patrones de dominación sustentados en los efectos de la revolución tecnológica, la cultura de mercado y la producción de relaciones sociales sin sentido" (Calderón y Reyna, 1995: 392).

Si todo esto se considerara válido para las sociedades latinoamericanas —aunque por supuesto no sólo para éstas—, el desafío más importante que aquéllas enfrentan en la actualidad radica en la construcción de un nuevo tipo de matriz sociopolítica que permita avanzar en una dirección alternativa a la modernización neoliberal de las décadas más recientes.

 

Reflexiones finales

En este artículo intentamos un sucinto recorrido por las últimas cuatro décadas del siglo XX, con el fin de identificar algunas transformaciones significativas en la modernidad latinoamericana. Si no nos ocupamos en detalle de la historia de cada uno de los movimientos sociales mencionados en las páginas previas ha sido porque nuestro interés se centró en mantener una perspectiva más amplia sobre el conjunto de América Latina. De ahí que en este trabajo hicimos referencia a casos concretos que más bien han sido de carácter ilustrativo.

En lugar de ofrecer un relato minucioso de la formación de un movimiento en particular, optamos por una lectura teóricamente orientada acerca del devenir de la modernidad en la segunda mitad del siglo XX. Esto no sólo nos permitió ubicar mejor cada caso a los que aludimos, sino también ensayar la aplicabilidad de algunas definiciones conceptuales que creímos pertinentes para el estudio de la modernidad en Latinoamérica. La comparación entre las características de los actores–sujeto en dos períodos diferentes de la segunda mitad del siglo XX, nos permitió identificar en los años setenta una verdadera bisagra temporal, dados los cambios que los primeros experimentaron después de esa fecha.

Al observar los modos de constitución de los actores, antes y después de los años mencionados, comprobamos que las sociedades latinoamericanas han enfrentado una profunda transformación a partir del desmantelamiento de la matriz nacional–popular que constituyó la forma clásica de la modernidad en nuestra región. Los vínculos que bajo el signo de esa matriz se habían conformado entre Estado, partidos políticos y actores sociales, sufrieron un proceso de desgarramiento más o menos violento, según el caso, pero en todos igualmente efectivo.

Sin embargo, su desarticulación y posterior desmantelamiento no implicó que la citada matriz fuera inmediatamente sustituida por otra de nuevo cuño. Podría decirse, en todo caso, que esa nueva matriz se halla aún en proceso de constitución. Una buena prueba de ello es que, en las sociedades latinoamericanas actuales, coexisten actores nacidos al amparo de la matriz nacional–popular —si bien readaptando sus identidades, discursos y estrategias, como vimos que ocurría con las vanguardias revolucionarias en la década de los ochenta—, con otros surgidos bajo las condiciones impuestas por la desarticulación de dicha matriz.

Como constata Eckstein, el escenario latinoamericano se ha vuelto más heterogéneo en las últimas décadas, en tanto que "algunos de los movimientos más viejos continuaron, aunque a menudo en una forma modificada, mientras que surgieron movimientos nuevos, nacidos de nuevas preocupaciones" (Eckstein, 2001: 367). Esto implica que en la actualidad las modernidades latinoamericanas se definen por la superposición de temporalidades diversas, las cuales determinan la coexistencia de actores cuyo comportamiento sigue atado a la matriz nacional–popular, junto con otros que nunca mantuvieron relaciones profundas con esta última.

No se trata de presentar esta situación como la de una conflictiva convivencia entre actores "viejos" y "nuevos", sugiriendo que unos están destinados a desaparecer y los otros a volverse cada vez más numerosos. Presentar la cuestión en esos términos es engañoso, puesto que tanto unos como otros se ubican, en efecto, en el terreno de la modernidad. De lo que se trata es, más bien, de advertir la pertenencia de dichos sujetos a distintos tipos societales —que pudieron haber desaparecido o no haberse constituido aún—, ya que esa yuxtaposición de temporalidades y actores parece hacer más dificultosa —mas no imposible— la comunicación entre estos últimos, afectando así las posibilidades de formación de un nuevo movimiento central.

En la actualidad coexisten en las sociedades latinoamericanas actores muy diversos, como sindicatos obreros o campesinos, guerrillas, movimientos indigenistas, feministas, ecologistas y muchos más. Existen pocas dudas acerca de que las posibilidades de articulación entre actores tan heterogéneos sean bastante escasas. Quizás estamos ante una pista para comprender por qué hoy, mientras se observa una permanente multiplicación de los movimientos sociales de raíz identitaria —los que se definen en torno al ser y "movilizan unas categorías definidas no socialmente" (Touraine, 1997: 112) —, se torna más difícil la constitución de movimientos societales, es decir, los que refieren "a actores capaces de derribar una dominación social para hacer triunfar, contra su adversario, las orientaciones culturales que éste, como ellos mismos, reivindica" (Touraine, 1997: 109). En el caso de América Latina, entendemos que la razón de esto ha de buscarse en la modernización neoliberal y su proyecto de hiperracionalización de la sociedad. Por un lado, ha desmantelado la matriz nacional–popular, dejando desorientados a los actores que, constituidos bajo esta última, buscan nuevas direcciones y elaboran estrategias en un escenario que se desmorona ante sus ojos. Por el otro, al acechar tan ferozmente a la política y sus expresiones institucionales, la hiperracionalización neoliberal arrinconó a los sujetos de reciente conformación en el refugio de las identidades particulares.

Existe un motivo adicional que permite explicar las dificultades existentes para la emergencia de movimientos societales. En América Latina, la modernización neoliberal ha producido un dramático aumento de la desigualdad y una fragmentación social que, como se deduce, impone enormes dificultades para la incorporación de los criterios universalistas fundantes de una polis. Sobre estas bases materiales de exclusión, las posibilidades de concebir una comunidad política resultan profundamente afectadas (y con ello las de los distintos actores–sujeto de reconocerse como integrantes de una misma polis), ya que un amplio sector de personas "tiene relaciones muy débiles con la sociedad, y se vincula a la globalización pasivamente en forma puramente simbólica o mediática" (Garretón, 2000b: 29). Todo lo cual dificulta la conformación de un movimiento central que opere como articulador de la diversidad de sujetos de la que dimos cuenta líneas arriba. Esto no significa que en estas condiciones la constitución de movimientos centrales se haya vuelto imposible,29 pero sí lleva a advertir que ese proceso será sumamente difícil y dependerá del éxito que obtengan los "actores y movimientos particulares en búsqueda de un sujeto o principio constitutivo central" (Garretón, 2001: 42).

Este ensayo interpretativo nos permitió, además, someter a crítica la interpretación que asocia la modernidad con las sociedades del Atlántico norte o aquella otra que la entiende como sinónimo de racionalización. Mantener una idea semejante de la modernidad limita severamente nuestra comprensión de esta última. Pero si reconocimos, al menos a grandes rasgos, algunos de los perfiles asumidos por la modernidad en América Latina, también llegamos a advertir la permanente fragilidad de esa presencia, sobre todo cuando parece experimentar un proceso de desmodernización al que nos referimos en los párrafos anteriores.

En efecto, fue sólo bajo la matriz nacional–popular cuando logró configurarse un cierto equilibrio entre subjetivación y racionalización, dando lugar a la consolidación de un régimen relativamente estable de relaciones entre Estado, partidos políticos y actores sociales. Más allá de sus diferencias, populismo y desarrollismo compartían su pertenencia a una misma matriz sociopolítica y apuntaban a su reproducción. Empero, esas décadas parecen haber constituido un momento excepcional en la trayectoria de la modernidad en las sociedades latinoamericanas.

Como hemos visto, buena parte de las reflexiones que se han hecho desde América Latina sobre esa cuestión tendieron a suscribir la unicidad de la modernidad, es decir, la idea de que es una sola y que está representada en su sentido cabal por una sociedad determinada: las democracias capitalistas, los países desarrollados, el primer mundo o los países socialistas, dependiendo de la voz enunciante. Este modo de abordar el problema orilló a que intelectuales y políticos latinoamericanos se trenzaran en interminables debates acerca de la aceptación o rechazo de la modernidad, su adecuación o inadaptabilidad a la realidad de nuestras sociedades.

Desde los tiempos de Bolívar y Bello, cuando tales sociedades se adentraban definitivamente en la modernidad, las elites políticas e intelectuales parecen haberse movido entre la ensoñación con un modelo ideal y el rechazo del mismo por ajeno. Al desechar la idea de su unicidad, no sólo identificamos la presencia de la modernidad en América Latina, sino que también ensayamos una interpretación posible de sus trayectorias en la región, que, lejos de ser caóticas, muestran ciertos patrones comunes entre sus diferentes sociedades.

 

Bibliografía

Allende, Salvador, 1971, "La 'vía chilena al socialismo'", en http://www.marxists.org/espanol/allende/21–5–7 1.htm.        [ Links ]

Barbero, Jesús Martín, 2004, "Nuestra excéntrica y heterogénea modernidad", Estudios Políticos, núm. 25, Medellín.        [ Links ]

Bauman, Zygmunt, 2000, Modernidad líquida, (trad. de Mirta Rosemberg y Jai me Arrambide), Buenos Aires, FCE.        [ Links ]

Boron, Atilio, 2002, "La selva y la polis. Interrogantes acerca de la teoría política del zapatismo", Revista Chiapas, núm. 12, México.        [ Links ]

Brunner, José Joaquín, 2001, "Modernidad: centro y periferia. Claves de lectura", Estudios Públicos, núm. 83, Santiago de Chile, Centro de Estudios Públicos.        [ Links ]

Calderón, Fernando y José Luis Reyna, 1995, "La irrupción encubierta", en José Luis Reyna (comp.), América Latina a fines de siglo, México, FCE.        [ Links ]

Castañeda, Jorge, 1993, La utopía desarmada. Intrigas, dilemas y promesa de la izquierda en América Latina, Buenos Aires, Ariel.        [ Links ]

Devés Valdés, Eduardo, 2000, El pensamiento latinoamericano en el siglo XX Del Ariel de Rodó a la CEPAL (1900–1950), Buenos Aires, Biblos–Centro de Investigaciones "Diego Barros Arana".        [ Links ]

Eckstein, Susan, 2001, "Epílogo ¿Qué ha sido de todos los movimientos? Los movimientos sociales latinoamericanos en vísperas del nuevo milenio", en Susan Eckstein (coord.), Poder y protesta popular. Movimientos sociales latinoamericanos, México, Siglo XXI.        [ Links ]

MNL–Tupamaros, 1970, "El MNL–Tupamaros y la lucha electoral del Frente Amplio", 1970, en www.archivochile.com/America_latina/html/americalatina_jcr_tupa.html.        [ Links ]

EZLN, 2005, "Sexta Declaración de la Selva Lacandona", en http://www.EZLN.org/documentos/2005/sexta.es.htm.        [ Links ]

EZLN, 1994, "Segunda declaración de la Selva Lacandona", en http://www.EZLN.org/documentos/1994/19940610.es.htm.        [ Links ]

EZLN, 1994, "Declaración de la Selva Lacandona", en http://www.EZLN.org/documentos1994/199312xx.es.htm.        [ Links ]

FARC, 2000, "Saludo del comandante Manuel Marulanda Vélez en el lanzamiento del movimiento bolivariano", en http://resistencianacional.net.        [ Links ]

FMLN, "Declaración de principios", en http://fmln.org.sv/portal/index.php?module=htmlp.        [ Links ]

Foucault, Michel, 2000, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, México, Siglo XXI.        [ Links ]

García Canclini, Néstor, 2001, Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, México, Grijalbo.        [ Links ]

Garretón, Manuel Antonio et al., 2003, Latin America in the Twenty–first Century: Toward a New Sociopolitical Matrix, Miami, North South Center Press, University of Miami.        [ Links ]

Garretón, Manuel Antonio, 2002, "La transformación de la acción colectiva en América Latina", Revista de la CEPAL, núm. 76, Santiago de Chile.        [ Links ]

Garretón, Manuel Antonio, 2001, Cambios sociales, actores y acción colectiva en América Latina, Santiago de Chile, CEPAL(serie Políticas Sociales, 56).        [ Links ]

Garretón, Manuel Antonio, 2000a, Política y sociedad entre dos épocas. América Latina en el cambio de siglo, Rosario, Argentina, Homo Sapiens.        [ Links ]

Garretón, Manuel Antonio, 2000b, La sociedad en que vivi(re)mos. Introducción sociológica al cambio de siglo, Santiago de Chile, Lom.        [ Links ]

Garretón, Manuel Antonio, 1999, "Las sociedades latinoamericanas y las perspectivas de un debate sociocultural. Una introducción al debate", en Manuel Antonio Carretón (coord.), América Latina: un espacio cultural en el mundo globalizado. Debates y perspectivas, Santa Fe de Bogotá, Convenio Andrés Bello.        [ Links ]

Garretón, Manuel Antonio, 1996, "Democratización, desarrollo, modernidad. ¿Nuevas dimensiones del análisis social?", Excerpta, núm. 2, Santiago de Chile.        [ Links ]

Guadarrama González, Pablo, 2004, "Humanismo y autenticidad cultural en el pensamiento latinoamericano", Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, núm. 21, Madrid, Universidad Complutense de Madrid.        [ Links ]

Habermas, Jürgen, 1994, Historia y crítica de la opinión pública, Barcelona, Gustavo Gili.        [ Links ]

Handal, Schafik ("Sánchez"), 1992, "Discurso durante la ceremonia de la firma del Acuerdo de Paz", en http://www.marxists.org/espanol/handal/1990s/1992ene16.htm.        [ Links ]

Handal, Schafik ("Sánchez"), 1964, "La proletarización orgánica e ideológica del partido", en http://www.simpatizantesfmln.org/pcs1964.htm.        [ Links ]

Holloway, John, 2002, "La lucha de clases es asimétrica", Revista Chiapas, núm. 12, México. Holloway, John, 1997, "La resonancia del zapatismo", Revista Chiapas, núm. 3, México.        [ Links ]

Hopenhayn, Martin, 1995, Ni apocalípticos ni integrados. Aventuras de la modernidad en América Latina, Santiago de Chile, FCE.        [ Links ]

Laclau, Ernesto, 2008, La razón populista, Buenos Aires, FCE.        [ Links ]

Larraín, Jorge, 1997, "La trayectoria latinoamericana a la modernidad", Estudios Públicos, núm. 66, Santiago de Chile, Centro de Estudios Públicos.        [ Links ]

Lechner, Norbert, 1993, "Modernización y modernidad: la búsqueda de ciudadanía", en Centro de Estudios Sociológicos del Colegio de México, Modernización económica, democracia política y democracia social, México, El Colegio de México.        [ Links ]

Mackinnon, María Moira y Mario Petrone (comps.), 1998, Populismo y neopopulismo en América Latina. El problema de la Cenicienta, Buenos Aires, Eudeba.        [ Links ]

Mariátegui, José Carlos, 1959, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, Lima, Amauta.        [ Links ]

Mignolo, Walter, 2003, "La colonialidad a lo largo y a lo ancho: el hemisferio occidental en el horizonte colonial de la modernidad", en Edgardo Lander (comp.), La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas, Buenos Aires, Clacso.        [ Links ]

Mires, Fernando, 2001, La rebelión permanente. Las revoluciones sociales en América Latina,México, FCE.        [ Links ]

Morse, Richard, 1982, El espejo de Próspero. Un estudio de la dialéctica del nuevo mundo, México, FCE.        [ Links ]

Ortiz, Renato, 2005, Otro territorio. Ensayos sobre el mundo contemporáneo, Bernal, Argentina, UNQ.        [ Links ]

Ortiz, Renato, 1995, "Cultura, modernidad e identidades", Nueva Sociedad, núm. 137, Caracas.        [ Links ]

PCP–SL, 2007, "¡Viva el 79° aniversario del Partido Comunista del Perú! Proseguir la guerra popular hasta el comunismo sin arriar las banderas jamás", en http://www.solrojo.org/mpp_doc/mpp_20071007.htm.        [ Links ]

PCP–SL, 1988, "Documentos fundamentales", en http://www.solrojo.org/pcp_doc/pcp_gd88.htm.        [ Links ]

PCP–SL, 1988, "Revolución democrática" en http://www.solrojo.org/pcp_doc/pcp_lpg.rd.htm.        [ Links ]

Pratt, Mary Louise, 1999, "Repensar la modernidad", Espiral, núm. 15, Guadalajara, Universidad de Guadalajara.        [ Links ]

Reyna, José Luis (comp.), 1995, América Latina a fines de siglo, México, FCE.        [ Links ]

Rodríguez Cascante, Antonio, 2002, "Hibridación y heterogeneidad en la modernidad latinoamericana: la perspectiva de los estudios culturales", Revista Comunicación 12, núm. 1, San José, Instituto Tecnológico de Costa Rica.        [ Links ]

Rouquié, Alain y Stephen Suffern, 1997, "Los militares en la política latinoamericana desde 1930", en Leslie Bethell (ed.), Historia de América Latina, vol. 12, Barcelona, Crítica.        [ Links ]

Roxborough, Ian, 1997, "La clase trabajadora urbana y el movimiento obrero en América Latina desde 1930", en Leslie Bethell (ed.), Historia de América Latina, vol. 12, Barcelona, Crítica.        [ Links ]

Sader, Emir, 2001, "La izquierda latinoamericana en el siglo XXI ", Revista Chiapas, núm. 12, México.        [ Links ]

Sala de Touron, Lucía, 2007, "Democracia y revolución: sus usos en América Latina, particularmente en los años setenta", en Waldo Ansaldi (dir.), La democracia en América Latina, un barco a la deriva, Buenos Aires, FCE.        [ Links ]

Tarrow, Sydney, 1997, El poder en movimiento. Los movimientos sociales, la acción colectiva y la política, Madrid, Alianza.        [ Links ]

Therborn, Göran, 1996, European Modernity and Beyond. The Trajectory of European Societies 1945–2000, Londres, Sage.        [ Links ]

Touraine, Alain, 1997, ¿Podremos vivir juntos? Iguales y diferentes, Buenos Aires, FCE.        [ Links ]

Touraine, Alain, 1993, Crítica de la modernidad, Buenos Aires, FCE.        [ Links ]

 

 

Notas

1 Agradezco a los evaluadores anónimos por sus valiosos comentarios críticos.

2 La caracterización que Jorge Larraín ofrece de la modernidad latinoamericana ofrece un buen ejemplo de los resultados a los que lleva el mantenimiento de una concepción fundamentalmente etnocéntrica de la modernidad. Para Larraín, la modernidad latinoamericana se identifica en forma negativa, esto es, por todo lo que se observa como faltan te en una comparación con la modernidad europea. De allí que Larraín atribuye a la modernidad latinoamericana una serie de rasgos que considera inexistentes en la modernidad europea o estadounidense, como el personalismo, el tradicionalismo ideológico, el autoritarismo, el racismo, la falta de autonomía de la sociedad civil, la economía informal y la fragilidad de las instituciones políticas (Larraín, 1997: 325–331). Ya no existen razones tan sólidas para pensar que esos rasgos son exclusivos de América Latina.

3 Sin ubicarse estrictamente dentro del campo sociológico, el estudio clásico de Richard Morse (1982) constituyó un aporte sustancial al reposicionamiento del universo cultural hispánico dentro de la modernidad, buscando cuestionar su representación como situado por fuera de esta última.

4 Una crítica al concepto de hibridación cultural se halla en Rodríguez Cascante (2002).

5 Así lo hacen, por ejemplo, quienes señalan que la modernidad nace con la construcción de América como otredad de una Europa hasta entonces periférica (Mignolo, 2003: 57; Barbero, 2004: 4). Otros autores consideran que el ingreso de América Latina a la modernidad se produce a comienzos del siglo XIX, como consecuencia del movimiento representado por la Ilustración (Larraín, 1997: 319; Brunner, 2001: 3).

6 El concepto de matriz remite a la forma de articulación —históricamente contingente— de tres elementos diferentes, aunque relacionados entre sí: el Estado como instancia de dirección de la sociedad; el sistema de representación, en el que los partidos políticos ocupan un papel protagónico y, por último, la base socioeconómica que es el campo desde el cual se gestan las demandas de los sujetos y actores sociales (Garretón, 2001: 13). En la medida que se subordinan unas a otras, o mantienen relaciones de intensidad variable entre sí, estas dimensiones se combinan de manera distinta en cada caso, configurando así un modo específico de articulación que permite identificar la existencia de un tipo particular de matriz sociopolítica.

7 Para Garretón, los actores–sujetos son aquellos capaces de "acción individual o colectiva que apelan a principios de estructuración, conservación o cambio de la sociedad, que tienen una cierta densidad histórica, que se definen en términos de identidad, alteridad y contexto, que se involucran en los proyectos y contraproyectos, y en los que hay una tensión nunca resuelta entre el sujeto o principio constitutivo y trascendente de una determinada acción histórica y la particularidad y materialidad del actor que lo invoca" (Garretón, 2001: 13).

8 Al respecto, es interesante recordar las imágenes que muchas organizaciones revolucionarias de los años sesenta y setenta del siglo XX elaboraron acerca de actores clave en la matriz nacional–popular. Las burguesías nacionales, por ejemplo, fueron denunciadas como un actor incapaz de establecer ninguna alianza duradera con los sectores populares y, por consiguiente, se entendía que no debían tener sitio en la sociedad futura. Algo similar ocurría con las dirigencias sindicales. La burocracia sindical se veía como un escollo que impedía que las bases obreras siguieran el comportamiento naturalmente revolucionario que se les atribuía. En algunos casos, esto implicó pensar en la necesidad de eliminar a esas dirigencias denunciadas como coptadas por la burguesía.

9 Por ejemplo, a quienes decían que "en El Salvador la industria es muy poco desarrollada", la dirigencia del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional contestaba en 1964 que "en nuestro país, no puede decirse que la clase obrera sea pequeña". Para esto, se buscaba demostrar estadísticamente la existencia de un proceso de gran crecimiento de esa clase en la sociedad salvadoreña. La operación que permitía comprobar esa idea consistía en un sencillo expediente: considerar sin más a la población asalariada como clase obrera. Véase Schafik Handal ("Sánchez") (1964), "La proletarización orgánica e ideológica del partido", en http://www.simpatizantesfmln.org/pcs1964.htm.

10 La clásica sentencia de Tupamaros —"Habrá Patria para todos, o no habrá Patria para nadie. Libertad o muerte"— destaca la relevancia que la idea de la muerte tenía en los discursos políticos de las vanguardias revolucionarias latinoamericanas y, asociado a esto, la concepción de la política como guerra. Véase "El MNL–Tupamaros y la lucha electoral del Frente Amplio" (1970), en www.archivochile.com/America_latina/html/americalatina_jcr_tupa.html.

11 Ese camino no lo recorrieron en soledad las vanguardias revolucionarias. Quienes se adherían a la doctrina de la seguridad nacional, por ejemplo, concebían el problema en el mismo sentido, aunque en la dirección exactamente contraria: las armas no eran vistas como instrumento de transformación social, sino como herramientas de conservación de una nación concebida de manera esencialista.

12 En Uruguay, hacia 1970, a tres años del golpe de Estado, Tupamaros denunciaba las persecuciones de "la dictadura de los oligarcas". "El MNL–Tupamaros y la lucha electoral del Frente Amplio" (1970), en www.archivochile.com/America_latina/html/americalatina_jcr_tupa.html.

13 Al dirigirse a los parlamentarios chilenos en 1971, el propio Salvador Allende comentaba: "Chile se encuentra ante la necesidad de iniciar una manera nueva de construir la sociedad socialista: la vía revolucionaria nuestra, la vía pluralista, anticipada por los clásicos del marxismo, pero antes jamás concretada [...]. Chile es hoy la primera nación de la Tierra llamada a conformar el segundo modelo de transición a la sociedad socialista [...]. Nuestro pueblo aspira legítimamente a recorrer la etapa de transición al socialismo sin tener que recurrir a formas autoritarias de gobierno". Salvador Allende (1971), "La 'vía chilena al socialismo', en http://www.marxists.org/espanol/allende/21–5–71 .htm.

14 Seguimos aquí a Garretón, para quien los actores se constituyen a partir de tres principios —identidad, alteridad y totalidad—, combinándose de distinta manera en cada caso (Garretón, 2001: 13).

15 Para otros autores, las guerrillas se situaban en relación de continuidad con los movimientos sociales de los años sesenta y setenta (Sala de Touron, 2007: 217). Sin embargo, de la contemporaneidad de esas luchas no se deriva que existiera una estrecha relación entre sí.

16 Al respecto, resulta altamente interesante que Mariátegui había dado los primeros pasos en ese sentido, presentando lo que en verdad era el comunalismo incaico como una forma de "comunismo indígena" o "socialismo práctico" (Mariátegui, 1959: 43). Con esto, su intención era clara: mostrar que en Perú la construcción del socialismo era posible, pues existían precedentes concretos en la historia del país.

17 Para el Comité Central de Sendero Luminoso, el pensamiento Gonzalo es producto del "presidente [Gonzalo] quien aplicando creadoramente el marxismo–leninismo–maoísmo a las condiciones concretas de la realidad peruana, lo ha generado, dotando así al Partido y a la revolución de un arma indispensable que es garantía de triunfo", PCP–SL, "Documentos fundamentales" (1988), en http://www.solrojo.org/pcp_doc/pcp_gd88.htm.

18 Todavía a finales de los ochenta, Sendero Luminoso definía como puntos centrales de su estrategia la "militarización del partido" y el impulso a la "guerra popular que, mediante un ejército revolucionario de nuevo tipo, bajo la dirección absoluta del Partido, destruya por partes el viejo poder". PCP–SL, "Documentos fundamentales" (1988),http://www.solrojo.org/pcp_doc/pcp_gd88.htm.

19 Cinco años después de los sucesos de Lucanamarca, la dirección senderista entendía que "la sociedad peruana contemporánea está en crisis general, enferma, grave, incurable y sólo cabe transformarla a través de la lucha armada, como lo viene haciendo el Partido Comunista del Perú dirigiendo al pueblo y que no hay otra solución". PCP–SL, "Revolución democrática" (1988), en http://www.solrojo.org/pcp_doc/pcp_lpg.rd.htm.

20 En 1988, el Comité Central de Sendero Luminoso alentaba a "continuar la revolución y mantener el rumbo siempre hacia la única grandiosa meta, el comunismo". PCP–SL, "Documentos fundamentales" (1988), en http://www.solrojo.org/pcp_doc/pcp_gd88.htm. No deja de ser sorprendente que aún en 2007, la dirección de la organización llamaba a "proseguir la marcha de toda la humanidad hacia nuestra única meta, el siempre dorado comunismo". PCP–SL, "¡Viva el 79° aniversario del Partido Comunista del Perú! Proseguir la guerra popular hasta el comunismo sin arriar las banderas jamás" (2007), en http://www.solrojo.org/mpp_doc/mpp_20071007.htm.

21 Entre esos casos de abandono de las armas e incorporación a la democracia se destacan, entre otros, los del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional en El Salvador; el Frente Sandinista de Liberación Nacional en Nicaragua; el M–19 en Colombia y el Ejército de Liberación Nacional Tupamaros en Uruguay. La adhesión a la democracia por parte de algunos de tales actores se observa en las palabras de Schafik Handal cuando se refería a la firma de los acuerdos de paz de 1992, como "la culminación de una etapa decisiva en la larga lucha del pueblo salvadoreño por sus ideales de libertad, justicia, democracia, dignidad y progreso." Schafik Handal, "Discurso durante la ceremonia de la Firma del Acuerdo de Paz" (1992), en http://www.marxists.org/espanol/ handal/1990s/1992ene1 6.htm. La idea de revolución ya no ocupaba el lugar central.

22 En los ochenta, las FARC intentaron avanzar en la construcción de su brazo político. Sin embargo, la Unidad Patriótica no prosperó frente al asesinato de casi cinco mil miembros y simpatizantes. Esto provocó que las FARC profundizaran la estrategia militar (Eckstein, 2001: 407); el fracaso de esa vía política las condujo a continuar actuando clandestinamente. Véase "Saludo del comandante Manuel Marulanda Vélez en el lanzamiento del movimiento bolivariano" (2000), en http://resistencianacional.net/index.php?option=com_content.

23 No muy distantes de esa idea parecen estar sociólogos como Garretón, para quien el neoliberalismo se entiende como un "intento de negar la política a partir de una visión distorsionada y unilateral de la modernización expresada en una política instrumental que sustituye la acción colectiva por la razón tecnocrática y donde la lógica de mercado parece aplastar cualquier otra dimensión de la sociedad" (Garretón, 2002: 13).

24 Cuando saltó a la escena pública, el objetivo inicial del EZLN consistía en "avanzar hacia la capital del país venciendo al ejército federal mexicano". EZLN (1994), "Declaración de la Selva Lacandona", en http://www.ezlnorg/documentos/1994/199312xx.es.htm

25 El inicio de la Primera Declaración de la Selva Lacandona no deja dudas respecto del carácter inicialmente indigenista del zapatismo: "Somos producto de 500 años de luchas", afirman los dirigentes del movimiento. EZLN (1994), "Declaración de la Selva Lacandona", en http://www.ezlnorg/documentos/1994/199312xx.es.htm Sin embargo, en la Sexta Declaración, emitida en 2005, se decía que "no queremos luchar sólo por el bien de nosotros o sólo por el bien de los indígenas de Chiapas, o sólo por los pueblos indios de México, sino que queremos luchar junto con todos los que son gente humilde y simple como nosotros y que tienen gran necesidad y que sufren la explotación y los robos de los ricos y sus malos gobiernos aquí en nuestro México y en otros países del mundo". EZLN (2005), "Sexta Declaración de la Selva Lacandona", en http://www.EZLN.org/documentos/2005/sexta.es.htm.

26 En la Segunda Declaración, el EZLN expresaba que "mantendremos el respeto al cese al fuego para permitir a la sociedad civil que se organice en las formas que considere pertinente para lograr el tránsito a la democracia en nuestro país". EZLN (1994), "Segunda declaración de la Selva Lacandona", en http://www.EZLN.org/documentos/1994/19940610.es.htm.

27 Para un debate acerca de estas dimensiones del zapatismo, véase Holloway (1999; 2002) y Boron (2002).

28 No obstante, esta representación positiva de la sociedad civil no es condición exclusiva del zapatismo. En su declaración de principios, el Frente Farabundo Martí establecía la "primacía de la sociedad civil" y entre sus objetivos programáticos ocupaba un lugar destacado el "fortalecimiento y vigorización de la sociedad civil". FMLN, "Declaración de principios", en http://fmln.org.sv/portal/index.php?module=htmlpages. Sin embargo, lo que separa a ambos movimientos es que mientras el primero se ha mantenido fuera del sistema político, el FMLN se ha incorporado al sistema.

29 Para Touraine ese conflicto existe y es el que consiste en la posibilidad de combinar la universalidad del Sujeto con el particularismo de las identidades culturales (Touraine, 1997: 99).

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons