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Perfiles latinoamericanos

versión impresa ISSN 0188-7653

Perf. latinoam. vol.17 no.33 México ene./jun. 2009

 

Artículos

 

El nuevo institucionalismo y la concepción representacionalista de la política

 

The New Institutionalism and the Representationalist Concept of Politics

 

Guillermo Pereyra*

 

* Maestro en Ciencias Sociales por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Sede México.

 

Recibido el 13 de septiembre de 2007.
Aceptado el 15 de julio de 2008.

 

Resumen

El principal objetivo de este ensayo consiste en criticar los supuestos representacionalistas de algunos trabajos de la corriente neo institucionalista de la política. Se sostienen dos tesis fundamentales: 1) la crítica del modelo institucionalista de la democracia a la noción de soberanía popular no tiene en cuenta que el pueblo es una categoría política que muestra el fracaso constitutivo de toda representación; 2) la teoría neoinstitucionalista, en particular en su vertiente histórico–sociológica, se basa en el supuesto representacionalista de que hay algo previo a lo político en la sociedad o en la cultura que debe ser fielmente representado por las instituciones para evitar el desorden.

Palabras clave: nuevo institucionalismo, representacionalismo, democracia procedimental, pueblo, inestabilidad institucional, dependencia de la trayectoria.

 

Abstract

The main objective of this paper is to offer a critique of the representationalist assumptions of some of the neoinstitutionalist studies. Two fundamental theses are upheld: 1) the institutionalist model of democracy's critique of the notion of popular sovereignty does not take into consideration that the people is a political category which shows the constituitive failure of any representation; 2) the New Institutionalism theory, and in particular from its historical–sociological perspective, is based on the representationalist assumption that there is something previous to politics in society, and culture that must be faithfully represented by the institutions to avoid disorder.

Key words: new institutionalism, representationalism, procedural democracy, the people, institutional instability, path dependence.

 

El nuevo institucionalismo y la concepción representacionalista de la política1

En las últimas décadas, el nuevo institucionalismo sentó las bases para una reflexión sobre la dinámica específica de la política, que había sido opacada tanto por los trabajos de la tradición marxista clásica como por la epistemología individualista neoclásica. La política, en su manifestación institucional, es un supuesto que gran parte de los científicos políticos acepta actualmente. De acuerdo con esto, las estructuras socioeconómicas no determinan por sí solas los resultados sociales, y las decisiones individuales están condicionadas por diferentes acuerdos institucionales.

El principal objetivo de este ensayo es criticar los supuestos representacionalistas de la corriente neoinstitucionalista de la política.2 Para evitar confusiones, el nuevo institucionalismo aquí será considerado y escudriñado como una corriente teórica, y las cuestiones relativas a sus implicaciones metodológicas no serán parte del análisis.

Este documento se estructura en tres partes. La primera presenta algunos de los principales supuestos teórico–epistemológicos del nuevo institucionalismo; aunque éste no asume exclusivamente, o avala desde el origen, una posición en favor de la democracia, me concentraré en los trabajos que establecen una vinculación inmanente entre instituciones, democracia, representación y libertad. En la segunda sección se discute la concepción relativista procedimental de la democracia, la cual encuentra en Schumpeter y su propuesta clásica a uno de sus principales y primeros ideólogos. La importancia del modelo schumpeteriano de la democracia radica en que la afirmación de que ésta debe reducirse exclusivamente a su aspecto procedimental se ha convertido en una idea ampliamente compartida en muchos sectores afines a la teoría institucionalista contemporánea. Confrontaré este supuesto con algunos textos de Rousseau en los que destaca una visión de la política más compleja y opaca que aquella que le otorga Schumpeter. En el tercer apartado me concentraré en algunas afirmaciones hechas en ciertos trabajos asociados a la vertiente histórico–sociológica del nuevo institucionalismo. Los tópicos que abordaré son tres: la inestabilidad de las instituciones, el cambio institucional y la idea de la "dependencia de la trayectoria".

 

El nuevo institucionalismo. Algunos supuestos teóricos

Para evitar imputarle a la heterogénea corriente neoinstitucionalista de la política (Hall y Taylor, 1996; Roland, 2004: 110) afirmaciones que tal vez no apliquen a todos sus adherentes, me voy a concentrar en la propuesta de Douglass North (1984; 2006), relevante porque ilustra algunos argumentos más o menos aceptados en el seno del nuevo institucionalismo, si bien esto no evita un desacuerdo con otras corrientes.

North afirma que el punto de partida epistemológico de su perspectiva es el individuo, no obstante que toda su propuesta es un intento por trascender la noción de un yo atomista, puntal, al margen de toda determinación histórico–social:

Las instituciones son una creación humana. Evolucionan y son alteradas por humanos; por consiguiente, nuestra teoría debe empezar con el individuo. Al mismo tiempo, las limitaciones que esas instituciones imponen a las elecciones individuales son generalizadoras (North, 2006: 16).

¿Por qué una teoría que se basa en el individuo como supuesto primario termina luego limitando severamente su campo de acción? Ofreceré dos respuestas a esta pregunta. La primera es que el individuo del que parte North —a diferencia del modelo subjetivo de la economía neoclásica—, es un individuo incompleto:

los individuos hacen sus elecciones basados en modelos derivados subjetivamente que divergen entre los individuos en tanto que la información que reciben los actores es tan incompleta que en la mayoría de los casos estos modelos subjetivos no muestran tendencia alguna a converger (North, 2006: 31).

Esta limitante en el nivel de las elecciones individuales puede ser subsanada con la creación de instituciones que resuelvan los problemas de acción colectiva y reducen la incertidumbre que genera la existencia de subjetividades que no convergen. Como señala North:

en cuanto nos alejamos de elecciones que entrañan actos personales y repetitivos para hacer elecciones que signifiquen intercambios impersonales y no repetitivos aumenta la falta de certeza en cuanto a resultados. Mientras más complejos y únicos son los problemas que afrontamos, mayor será la incertidumbre del resultado (2006: 37–38).

El último pasaje nos lleva a la segunda respuesta. El principal objetivo de las instituciones es solucionar el problema de la brecha insalvable entre lo individual y las elecciones socialmente factibles. Si bien las instituciones ofrecen un remedio, North considera que ésta es constitutiva de lo social:

La brecha entre la competencia del agente en cuanto a descifrar problemas y la dificultad que se presenta en la elección de las mejores alternativas [...] es una llave importante para explicar el modo en que se comportan los humanos [...] mientras mayor sea la brecha, más grande será la probabilidad de que los agentes impongan pautas regularizadas y muy limitadas de respuesta que pueden enfrentar las complejidades y las incertidumbres relacionadas con esa brecha (North, 2006: 39).

El hiato que existe entre lo individual y lo colectivo es corregido por la teoría de las instituciones en un mundo libre (o al menos en un mundo en que las instituciones funcionan sin restricciones) (North, 2006: 32). En efecto, este autor parte de un supuesto conductual compatible con una concepción adecuada de las instituciones como estructuras que permiten la vigencia de la libertad. El nuevo institucionalismo visualiza un mundo con instituciones libres que es el reverso de un mundo de individuos incompletos que disponen de una racionalidad limitada. Esto significa que para que los agentes puedan actuar en un mundo incierto, es necesario restringir la libertad de sus posiciones de partida con instituciones que están hechas para dinamizar la libertad del conjunto de la sociedad. En el nuevo institucionalismo, el individuo —con minúscula, esto es, en su singularidad fáctica— es sustituido por las Instituciones —con mayúscula, porque alude a la instancia de la Ley cuyas repetición y desvinculación de situaciones únicas e irrepetibles hacen posible el orden social. Esto sale a la luz en la crítica que hace North (1984: 24–26) a los dilemas del prisionero de la teoría de juegos y del trabajador no sindicalizado de Olson, los cuales sugieren una desalentadora perspectiva sobre los problemas de la cooperación y la coordinación. Esas perspectivas individualistas reflejan una visión de la sociedad estática y un desconocimiento de que ésta adquiere sentido con la existencia de juegos institucionales recursivos que reducen la complejidad. Sólo en la repetición de las reglas que gobiernan a los juegos sociales, los individuos se sienten capaces para conformar grupos o instituciones estables (North, 2006).

En el enfoque de North, el individuo es el punto de partida porque busca garantizar las condiciones que permiten el libre desenvolvimiento de sus potencialidades. Sin embargo, el individuo atomista, autodeterminado o autoconstituido no puede ser el eslabón fundamental del lazo social, porque esta función recae en las instituciones. Éstas reparan las fallas inherentes a lo individual con la certidumbre de un entramado de limitaciones formales e informales que permite la cooperación social. En consecuencia, North concibe al individuo como una entidad sujeta a normas, en mayor medida que aquellos supuestos en otros trabajos neoinstitucionalistas de la elección racional. Desde la perspectiva del institucionalismo histórico, los agentes dejan de ser entendidos como individuos maximizadores absolutos y son concebidos como seguidores de reglas consolidadas (Thelen y Steinmo, 1998: 8–9). En otras palabras, hay límites institucionales, históricamente decantados, que restringen el éxito del autointerés. North no sólo pone en duda la teoría del individuo sin trabas sociales, sino también la idea del sujeto coherente cuya autonomía se mantiene constante en el tiempo. Esta perspectiva asume, por tanto, que el poder y las instituciones crean determinadas formas de subjetividad dependientes del contexto.

A pesar de lo dicho anteriormente, aún persisten algunos problemas en el tratamiento que el institucionalismo hace de la problemática del poder y su contingencia. Una forma de criticar este desarrollo temático es mostrando la concepción representacionalista de la política que asume el nuevo institucionalismo. Nadie duda que dicha corriente signifique un avance epistemológico importante al cuestionar el modelo del individuo desvinculado de las determinaciones sociales, dotado de una autonomía que trasciende la historicidad de las instituciones o de las relaciones de poder. Sin embargo, enseguida sostendré que el peligro de que el nuevo institucionalismo caiga en una concepción fundacionalista de la política, radica en el tratamiento que hace de las nociones de representación, inestabilidad institucional y dependencia de la trayectoria.

 

Las tensiones de la democracia formal

Capitalismo, socialismo y democracia es un clásico de las ciencias sociales. Entre otros motivos, porque aborda una de las más importantes concepciones de la democracia de la segunda mitad del siglo XX. Este modelo de democracia sostiene que la soberanía popular —tal como la entiende la "teoría clásica de la democracia"— se ha vuelto un concepto obsoleto. Las razones de ello se relacionan con la identidad que la filosofía de la democracia del siglo XVIII estableció entre los fines de la soberanía popular y la búsqueda de un bien común sustancial. Como su consecuencia, el modelo schumpeteriano busca separar la política democrática de su dimensión normativa, y para ello concibe el método democrático como un sistema institucional en el que los individuos adquieren el poder de decidir por medio de una competencia por el voto (Schumpeter, 1968: 343).3

Esta afirmación condensa tres de las dimensiones más importantes implicadas en el concepto de democracia schumpeteriana. La primera se refiere, como ya adelanté, al esfuerzo por desligar la democracia de cualquier fundamentación normativa. Schumpeter afirma que es necesario considerar las bases empíricas de la democracia antes que el deber ser de la misma. Esta crítica al normativismo no niega que en la vida política existan "voliciones de grupo"; más bien, el objetivo del análisis schumpeteriano es indagar "el papel que desempeñan en la realidad". Según esto, "tales voliciones no se afirman directamente, por regla general. Aun cuando sean vigorosas y definidas permanecen latentes, con frecuencia por espacio de décadas, hasta que son llamadas a la vida por algún leader político que las convierte entonces en factores políticos" (p. 345). En otras palabras, en la democracia schumpeteriana el caudillaje es el mecanismo esencial de toda acción colectiva (p. 344). Es decir, no pretende disimular este hecho ineludible con inertes ficciones normativas.

La segunda dimensión afirma que si la democracia es siempre una democracia de políticos o gobernantes, entonces es necesario atender exclusivamente sus bases institucionales y procedimentales, esto es, los métodos de selección de candidatos en un contexto de libre competencia partidaria. Esto lleva a Schumpeter (1968) a criticar la afirmación en la cual el pueblo es una facticidad que está por encima del orden legal–procedimental. En sus propias palabras:

La democracia no significa ni puede significar que el pueblo gobierna efectivamente, en ninguno de los sentidos evidentes de las expresiones <<pueblo>> y <<gobernar>>. La democracia significa tan sólo que el pueblo tiene la oportunidad de aceptar o rechazar los hombres que han de gobernarle [...] la democracia es el gobierno del político (p. 362).

Lo anterior es una vieja idea ya presente en el liberalismo clásico, la cual sostiene que la voluntad general no es más que la voluntad de la mayoría, y que los representantes deben encauzarla institucionalmente. Ya en sus Principios de política, Benjamin Constant denunciaba el carácter espurio de la cláusula fundamental del contrato social rousseauniano, a saber, la alienación absoluta de los particulares en el cuerpo colectivo que garantiza que todos, al darse a todos, no entreguen su poder a ninguna asociación de intereses particulares. Constant entendía la voluntad general sencillamente como la voluntad de algunos, esto es, de los representantes: "dándose a todos, no es cierto que no se dé a nadie cada cual, sino que, por el contrario, se da a aquellos que obran en nombre de todos" (Constant, 1946: 20–21).

No se ha homologado la tesis fundamental de Schumpeter con el cuerpo general de argumentos del liberalismo por un simple afán comparativo, pues esta equiparación tiene razones precisas que se relacionan con la tercera dimensión analítica. Al igual que el liberalismo contemporáneo, Schumpeter manifiesta un claro escepticismo sobre la posibilidad de encontrar la unidad de lo político en una concepción del bien común. Atendamos al siguiente pasaje:

aun cuando las opiniones y deseos de los ciudadanos individuales fuesen datos perfectamente definidos e independientes a elaborar por el proceso democrático [...] no se seguirá necesariamente que las decisiones políticas producidas por ese proceso, partiendo de la materia prima de esas voliciones individuales, representase algo que, en un sentido convincente, pudiera ser denominado voluntad del pueblo. Es, pues, no sólo concebible, sino muy probable que las decisiones políticas a que se llegue mediante ese proceso no concuerden con "lo que el pueblo quiere realmente", sobre todo cuando las voluntades están muy divididas (p. 326).

Es decir, en las sociedades industriales modernas existe un desajuste constitutivo entre las preferencias individuales y la posibilidad de su agregación general homogénea. Esta irrepresentabilidad es producto de la ausencia de una idea de bien capaz de guiar certeramente la voluntad colectiva. Esto se vincula, según este economista (p. 368), con el "criterio estrictamente relativista" que gobierna las principales intenciones de su trabajo.

Empirismo, realismo político y relativismo son los términos privilegiados que organizan el modelo schumpeteriano de la democracia. Si bien Schumpeter discute explícitamente con el utilitarismo, su crítica a la noción de voluntad general afecta oblicuamente otras nociones clásicas de la política. La clave para entender que Schumpeter está discutiendo con algo más que con la doctrina utilitarista se encuentra en su análisis del modo en que la teoría clásica de la democracia se extendió en el ideario revolucionario del siglo XIX (p. 341). Además, afirma que el modelo clásico sigue ocupando un lugar privilegiado en el "corazón del pueblo y en el lenguaje oficial de los gobiernos" (p. 338). Por consiguiente, restringir la teoría clásica de la democracia sólo al utilitarismo es una operación teórica reduccionista, pues dentro de sus postulados básicos también se podrían incluir posturas republicanas y comunitaristas no necesariamente utilitaristas. Por este motivo confrontaré la teoría empírica de la democracia con algunos textos rousseaunianos.

El trabajo de Rousseau es más consciente de la precariedad y de la contingencia del mundo político que la lectura que hace Schumpeter de los textos del ginebrino.

En su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, considera que el estado natural es una situación de casi perfecta armonía imposible de recuperar:

Pues no es empresa ligera la de separar lo que hay de original y de artificial en la actual naturaleza del hombre y conocer bien un estado que ya no existe, que quizá no ha existido, que probablemente no existirá jamás y del cual, sin embargo, es necesario tener nociones ajustadas a fin de juzgar con exactitud de nuestro estado presente (1998: 111).

En otros términos, el estado natural es una plenitud originaria imaginada con fines analíticos, presupuesta como lo diferente del orden social para que sea posible la propia observación de este último. Rousseau es consciente de que todo trabajo de investigación —que para él consiste en explicar lo inexplicable: el paso de la armonía natural a la injusticia de los hombres que en sociedad permanecen encadenados— supone observar el mundo como un espacio de diferencias para que posibiliten establecer en su seno unidades o propiedades analíticas: "Cuando se quiere estudiar a los hombres es necesario mirar acerca de sí; pero para estudiar al hombre hay que aprender a llevar la vista a lo lejos; hay que observar primero la diferencia, para descubrir luego las propiedades" (Rousseau, 1993: 25).4

Debido a que estas cuestiones tienen consecuencias indirectas sobre la política rousseauniana, es necesario detenerse en los aspectos que están más directamente relacionados con ella. Como se recordará, Schumpeter criticaba a los clásicos de la democracia su intento de representar fielmente una unidad plena de sentido encarnada en la figura del pueblo. Pero Rousseau, a diferencia de lo que señala Schumpeter, afirma que entre la voluntad general y las voluntades particulares existe una brecha constitutiva que señala el fracaso permanente en la intención de representar el objeto sublime de la voluntad general.

Antes de rastrear esta tesis en los textos de Rousseau, es necesario aclarar en qué sentido la voluntad general es un objeto sublime. La teoría psicoanalítica llama al objeto sublime el "objeto petit a" (Zizek, 1992: 259; Copjec, 2006). La lógica del objeto a consiste en identificar una serie de objetos libidinales parciales (el pecho, la leche, etc.) con la encarnación contingente y fragmentaria del Uno materno perdido. En lugar de la satisfacción mítica que se deriva de "ser uno con la Cosa materna", el sujeto experimenta la satisfacción con el pecho en tanto objeto parcial (Copjec, 2006: 95). En otras palabras, el objeto a es un objeto sublime porque intenta representar en su parcialidad algo que le excede, esto es, el Uno perdido; pero esa representación significa un permanente ir y venir tras la Cosa. Esta idea ha sido rescatada en una serie de lecturas posestructuralistas de la noción de pueblo: el pueblo es unaparte que es todo pues trata de combinar la representación de la comunidad política como totalidad con la construcción de una frontera dicotómica de exclusión (Rancière, 1996; Laclau, 2005).

La articulación entre particularidad y totalidad que define al pueblo se encuentra expresada en la Carta a D'Alembert, donde Rousseau se detiene en las formas plurales de expresión que asumen los espectáculos humanos en cada pueblo particular:

de un pueblo a otro hay una prodigiosa diversidad de costumbres, temperamentos, caracteres. Sólo hay una naturaleza humana, estoy de acuerdo; pero modificada por religiones, gobiernos, leyes, costumbres, prejuicios y climas, se hace tan diversa que no podemos buscar entre nosotros lo que sería bueno para la generalidad de los hombres, sino lo bueno para ellos en un momento y país determinados (Rousseau, 1994: 21–22).

Por supuesto, Rousseau aún cree, como hombre del siglo XVIII, que existe una naturaleza humana. Pero el pasaje anterior anticipa la concepción posestructuralista de pueblo porque los pueblos son totalidades de sentido en donde es posible identificar más allá de ellos una diferencia antagónica que los delimita; la existencia humana es plural porque encuentra su expresión en diferentes unidades populares que son, a la vez, una particularidad histórico–contingente y una totalidad sublime.

Veamos cómo esta brecha irreductible, que separa y simultáneamente liga lo particular con lo universal del pueblo, se traduce en la articulación que existe entre las voluntades parciales y la voluntad general. En El contrato social, Rousseau sostiene que la coacción que posibilita el orden civil debe ser entendida como un artificio:

quien se niegue a obedecer a la voluntad general será obligado por todo el cuerpo [...] pues ésta es la condición que garantiza de toda dependencia personal, al entregar a cada ciudadano a la patria; condición ésta que constituye el artificio y el juego de la máquina política, y que hace legítimos los compromisos civiles (Rousseau, 1995: 19).

Si las exigencias de la voluntad general constituyen un "artificio" que es propio de un cuerpo inmaterial, esto relativiza la existencia de una identidad total entre la voluntad general y la voluntad de todos. Esta cuestión se presenta de modo más claro en el siguiente pasaje:

Se sigue de todo lo que precede que la voluntad general es siempre recta y tiende a la utilidad pública, pero no que las deliberaciones del pueblo tengan siempre la misma rectitud. Se quiere siempre el bien, pero no siempre se sabe dónde está. Nunca se corrompe al pueblo, pero frecuentemente se le engaña, y solamente entonces es solamente cuando parece querer lo malo (Rousseau, 1995: 28).

¿Tiene sentido la afirmación de Schumpeter de que las teorías basadas en la noción de pueblo buscan una representación plena entre el orden de las decisiones políticas y lo que el pueblo demanda contingentemente?

Para seguir avanzando es pertinente identificar tres consideraciones que surgen de la disertación, hecha hasta aquí. En primer lugar, el procedimentalismo no es, claro está, la única forma de relativismo político; pues incluso las teorías que hacen hincapié en la idea de que el pueblo es la articulación específica de la voluntad colectiva se basan en el cuestionamiento de una identidad automática entre el artificio de la unidad y la facticidad de las deliberaciones populares parciales. En segundo lugar, todo formalismo se encuentra, tarde o temprano, asediado por una facticidad o una materialidad que la excede. Esto ha sido oportunamente advertido en el campo de la ciencia política en otro trabajo clásico: Politics and Markets, de Charles Lindblom (1977), en donde se plantea que los regímenes poliárquicos están amenazados por el poder de los empresarios, que son capaces de exceder el control poliárquico. Al respecto Lindblom es categórico: "Una obstrucción a la poliarquía es la posición privilegiada de los empresarios. Esta posición es rival, como hemos visto, del control poliárquico del gobierno" (1977: 202).5 La amenaza que ejercen los empresarios no debe ser vista necesariamente como una presencia dislocatoria para la estabilidad de las poliarquías, puesto que la posición privilegiada que éstos tienen es estructural e inmanente al sistema poliárquico. Si, por un lado, la poliarquía tiene límites fácticos en cuanto a la concreción de sus promesas democráticas, por otro, los empresarios no tienen límites en el ejercicio de su poder coactivo. El poder empresarial no es homologable al poder que ejercen los grupos de intereses clásicos (sindicatos, asociaciones civiles, etc.). Al contrario, "a los ojos de los agentes del gobierno, los empresarios no aparecen simplemente como representantes de un interés especial, como representantes de grupos de interés. Ellos aparecen como funcionarios ejerciendo funciones que los agentes de gobierno consideran como indispensables" (Lindblom, 1977: 175). Los hombres de negocios, al no tener límites en su poder, difuminan los límites político–semánticos, introduciendo un permanente juego de desplazamiento de sentido. En otros términos, actúan en nombre de su propio interés particular pero son capaces de convertir la particularidad de su propia demanda en el horizonte universal de los intereses de la "nación", de la "libertad" o de la "democracia". En pocas palabras, su poder de influencia excede los límites del mercado y colonizan el espacio de la política; hacen de lo particular algo universal.

En este punto Lindblom se acerca a otro autor clásico que cuestionó la dimensión puramente formal de la democracia burguesa. Nos referimos, por supuesto, a Marx. En cierta forma, Lindblom y Marx sostienen una tesis similar: la democracia formal sólo es posible sobre la base de su imposibilidad; su límite, su resto particular irreductible —el interés privado de los empresarios— es su condición positiva. Más precisamente, los intercambios equivalentes formales de la democracia de mercado son la expresión de la no–equivalencia de los contenidos, puesto que los empresarios, aunque dicen obrar en nombre de un interés general, detentan un poder particular que se ha universalizado como consecuencia de su posición privilegiada.

En síntesis, el trabajo de Lindblom provee una serie de herramientas analíticas precisas para hacer un análisis del modelo schumpeteriano de la democracia. Sin embargo, a pesar de su utilidad para desconfiar del procedimentalismo, en algún grado Lindblom reduce lo político a principios estructurales fijos, puesto que desde su perspectiva los empresarios siempre tendrán una posición privilegiada que les permitirá eludir los controles de la poliarquía. Aunque es cierto que los empresarios tienen un gran poder de fijación de la agenda política, ¿es heurísticamente apropiado hacer de esta conducta recurrente un principio invariante de la política democrática contemporánea?

Para responder esta pregunta, consideremos dos cuestiones. Primero, habría que tener en cuenta el trabajo de Geoffrey Garret (1998), que cuestiona la tesis de que la globalización ha erosionado el poder de las izquierdas y su capacidad política para controlar los excesos del capital. Si bien Garret (1998: 6–11) reconoce la tesis de Lindblom, según la cual los hombres de negocios tienen una posición privilegiada en todas las economías capitalistas, advierte que la globalización ha incrementado los incentivos políticos de los partidos de centro–izquierda para perseguir políticas económicas que redistribuyen la riqueza en favor de los sectores adversamente afectados en el corto plazo por las dislocaciones del mercado, especialmente en los países donde las organizaciones laborales son todavía fuertes.

Segundo, los empresarios no son los únicos que intentan hacer de su interés particular una demanda potencialmente compartida por otros sujetos, ni el capital es lo único que asedia el intento de la democracia procedimental de reducir lo político a la defensa de los derechos abstractos del ciudadano. Por ejemplo, considérese el accionar de los "nuevos movimientos sociales" de las últimas décadas (la ecología, el feminismo, el movimiento pacifista). Slavoj Zizek resume la actitud ambiguamente particular y universal que estructura la forma en que éstos hacen política. En su opinión, los nuevos movimientos sociales se diferencian de los movimientos políticos tradicionales (los partidos)

por una cierta autolimitación, cuyo reverso es un cierto excedente: quieren ser al mismo tiempo menos y más que los partidos tradiciones [...] son renuentes a entrar en la lucha política habitual [...] pero al mismo tiempo dejan en claro que su meta es mucho más radical [porque] luchan por una transformación fundamental del modo de actuar y de las creencias (2002: 269).

En otras palabras, no es posible ser ecologista o feminista del mismo modo en que se puede ser liberal o socialdemócrata en una democracia formal. En el primer caso no está en juego sólo una creencia política sino toda una actitud vital, una forma de vida. "Y este proyecto radical de cambio del paradigma de vida, una vez formulado como programa político, necesariamente socava las bases mismas de la democracia formal" (Zizek, 2002: 269).6

Más allá de que los nuevos movimientos sociales sean o no efectivos en la transformación de las instancias políticas que ellos proponen, la afirmación de Zizek sobre las dislocaciones que producen es útil para señalar que la lógica de lo político —la acción por medio de la cual una parcialidad asume el papel del todo— no es utilizada privilegiadamente ni por los políticos profesionales ni por los empresarios. Lo político no se deja representar por ningún principio de carácter institucional–formal (la democracia entendida por Schumpeter como el "gobierno de los políticos") o estructural (según el cual existen ciertos grupos que, en función de su posición en el topos o en el edificio de lo social, tienen siempre una posición privilegiada de poder, como los empresarios de Lindblom).

Ahora sólo resta presentar la última dimensión crítica del modelo formal de la democracia. La crítica procedimental a la noción representacionalista clásica del bien común no genera, en contrapartida, una teoría política capaz de superar el problema del representacionalismo. En el próximo apartado sostendré que el nuevo institucionalismo —en su versión sociológico–historicista— asume una noción representacionalista de la política. Desde este punto de vista hay algo previo a lo político en lo social y lo cultural que busca ser fielmente representado por las instituciones; y lo político siempre consiste en la búsqueda de una estabilidad institucional que es la expresión de un orden que lo social busca inmanentemente. Aunque los institucionalistas asumen que el conflicto es constitutivo de lo político, en sus propuestas es más fuerte la idea de la necesidad de encauzar institucionalmente ese conflicto para evitar el desorden.

 

Representacionalismo, inestabilidad institucional y dependencia de la trayectoria

Comencemos confrontando la visión institucionalista con la idea de Carl Schmitt en la cual plantea que lo político constituye un exceso respecto de lo social que no puede ser representado de manera estable. La postura no–representacionalista de la política encuentra, con el trabajo de este autor, a uno de sus primeros exponentes. Normalmente se considera que fue Schmitt quien buscó una conceptualización "específica" de lo político. Como es sabido, la categoría propiamente política a la que él nos remite es la distinción de amigo y enemigo. Ahora bien, la especificidad de lo político no consiste en otorgarle un contenido fijo.7 Para Schmitt (2001: 177) lo político es "un criterio, no una definición exhaustiva o una definición del contenido". La distinción amigo–enemigo es autónoma respecto de las categorías de lo estético (lo bello versus lo feo), lo económico (lo útil versus lo inútil), lo moral (lo bueno versus lo malo), etc. Mientras las distinciones no–políticas son dicotomías regionales —esto es, ocupan un lugar preciso y discernible en la organización de la comunidad—, lo político circula o se desplaza por todas esas regiones, politizándolas al introducir en ellas el espectro del antagonismo. Si lo político es un criterio autónomo (no es necesario que el enemigo sea estéticamente feo, económicamente improductivo o moralmente malo), la otra cara de esta realidad es que nada puede sustraerse a sus efectos; cualquier región de la vida humana puede transformarse en la sede de un antagonismo.

Lo "político" puede extraer su fuerza de los más diversos sectores de la vida humana, de contraposiciones religiosas, económicas, morales o de otro tipo; no indica, en efecto, un área concreta particular sino sólo el grado de intensidad de una asociación o de una disociación de hombres, cuyos motivos pueden ser de naturaleza religiosa, nacional (en sentido étnico o cultural), económica o de otro tipo y que pueden causar, en diferentes momentos, diversas uniones y separaciones (Schmitt, 2001: 187).

Si nada se sustrae de lo político es porque ninguna particularidad regional–institu–cional puede representarlo de modo privilegiado; lo político es todo porque, al mismo tiempo, es nada concretamente. Si "el concepto de Estado presupone el de 'político'" (Schmitt, 2001: 171), y si lo político es un exceso que fracasa en su representación, entonces lo institucional (el Estado, la burocracia, el parlamento, etc.) no puede ser considerado el único campo de juego político. En otras palabras, la institución estatal presupone la categoría de lo político, pero lo político es algo más que la mera dimensión institucional del Estado. De este modo, Schmitt aleja su mirada de la visión de la política del liberalismo del siglo XIX que había confinado lo político en estrechos márgenes institucionales.

Esto no quiere decir que lo político se reduzca pura y exclusivamente a la dimensión del conflicto o del antagonismo, como se suele interpretar. La propia delimitación del campo del amigo frente al del enemigo significa presuponer sus fronteras, lo que queda fuera de tal comunidad. Y el establecimiento de esta frontera implica no sólo el antagonismo, sino también un momento de orden en la fijación de los límites simbólicos de la comunidad. Pero ese orden surcado por el antagonismo no tiene una localización institucional específica; es un criterio totalmente abierto al acto contingente de decisión que le conferirá distintos contenidos. Desde el punto de vista de Schmitt, como lo político puede ser todo pero, circunstancialmente, toma cuerpo en alguna región de lo social, su lógica comprende la dimensión institucional del Estado pero no se ciñe a él.

En la literatura del nuevo institucionalismo existe un debate amplio referido a la posibilidad de circunscribir analíticamente el término institución. Según B. Guy Peters, lo más importante en una institución es que es un rasgo estructural de la sociedad y la forma de gobierno. En este contexto, existen cuatro condiciones que se derivan de la definición anterior: 1) las instituciones trascienden a los individuos, pues consisten en "un conjunto de interacciones pautadas que son predecibles según las relaciones específicas que existen entre los actores; 2) son estables o duraderas en el tiempo; 3) tienen la facultad de afectar y restringir el comportamiento individual; y 4) articulan un cúmulo de valores compartidos" (Peters, 2003: 36–37). Sin embargo, para algunos autores la definición anterior incurre en un estiramiento conceptual que le resta utilidad analítica. Por ejemplo, en un trabajo reciente, Alejandro Portes (2006) propone una aproximación sociológica al tema que evite la articulación de diferentes términos (valores, normas, roles) que tienen una connotación diferente a la de "institución". Según su punto de vista, la literatura neoinstitucionalista comete un error cuando afirma que las diferentes manifestaciones de la vida social, política o económica sólo adquieren sentido gracias a los determinantes de carácter institucional. Para él, existen otros elementos subyacentes que tienen un rol igualmente importante en la estructuración de lo social, a saber, los valores que toman cuerpo en la cultura y los diferenciales de poder que se cristalizan en las estructuras de clases. Una vez que se toma conciencia de esto, es posible comprender que los cambios operados en lo que Portes llama los "niveles profundos de la vida social" (la cultura y la estructura de clases) pueden filtrarse o no en los niveles institucionales más visibles. Esto le permite al autor tres conclusiones destacables: 1) las instituciones no son absolutamente restrictivas de la conducta individual (puede o no ser efectivo su poder de constreñimiento); 2) como toda institución está sujeta al problema del anclaje social, puede haber gran dife rencia entre las reglas formales y el funcionamiento "real" de las instituciones; 3) cuando los planes institucionales importados se superponen a "valores profundamente arraigados" muy diferentes, no es difícil imaginar el fracaso de la ingeniería política (Portes, 2006: 25, 27).

Es posible encontrar la idea anterior, de modo implícito, en un trabajo clásico de Juan Linz (1994) acerca de la discusión sobre la inestabilidad institucional de las democracias presidenciales. Según este autor, la mayoría de los problemas de los regímenes presidencialistas se deriva de sus dos rasgos inherentes: una "legitimidad democrática dual" —gracias a la cual, tanto el presidente como el poder legislativo, tienen legitimidad democrática— y la rigidez derivada del carácter fijo del periodo de mandato presidencial. Los defensores del presidencialismo sostienen que éste favorece la estabilidad institucional al ofrecer un liderazgo personalizado. Pero según Linz, este argumento "ignora el hecho de que los presidentes muy a menudo no son líderes fuertes, sino candidatos resultado de compromisos. Aunque su cargo les concede considerables poderes, la obstrucción del congreso puede hacer imposible su liderazgo, como muestran ejemplos recientes en la historia latinoamericana" (1994: 86).

En cuanto a la rigidez, Linz (1994: 17–18) sostiene que un poder fuerte parecería favorecer al presidencialismo pero, paradójicamente, una serie de acontecimientos inesperados —desde el de la muerte del que ostenta el cargo, hasta errores graves en las decisiones, especialmente al enfrentarse a situaciones inestables— hacen a menudo más débil el gobierno presidencial que el de un primer ministro, el cual puede siempre reforzar su legitimidad democrática por medio del voto de confianza. Además, Linz (1994: 53, 135), señala otros problemas que generan que el presidencialismo ponga en riesgo una política democrática estable, entre los que destacan la condición de suma–cero de las elecciones en donde el ganador se lleva todo, su carácter mayori–tario —que puede llevar a una desproporcionalidad que deje a más de 60 por ciento de los votantes sin representación—, y la polarización potencial.

Desde la perspectiva de Linz, el presidencialismo es una institución que no cumple con todas las reglas propias de una institución porque es incapaz de institucionalizarse, de originar la condición de predecible y moldear eficazmente la conducta de los agentes.8 De esta manera, los trabajos de Linz y de Portes significan un avance en relación con las posturas más incautas del institucionalismo que afirman que toda institución tiende de modo natural a la estabilidad como resultado del carácter recursivo de sus reglas internas. Sin embargo, ambos autores no asumen una teoría del fracaso constitutivo de la representación característico de lo político, pues sus trabajos aún operan sobre la base de la distinción clásica de lo social versus lo político, distinción que Schmitt somete a un juego de desplazamientos que difumina sus fronteras.9

En el caso de Portes (2006: 32), aunque su análisis resalta que el cambio institucional puede ser resultado de grandes transformaciones operadas en los "niveles más profundos de la estructura social", su intención de volver a los clásicos de la sociología lo hace caer en la idea decimonónica de que existe un ámbito social–estructural que es autónomo respecto de lo político. Él está consciente de que los cambios estructurales, incluso drásticos, son posibles, pero sólo las propuestas institucionalistas más ingenuas podrían negar semejante afirmación. La cuestión relevante es que Portes aún está atado a una visión del campo social que lo concibe como un topos que, a pesar de sus disrupciones, tiende inmanentemente al orden. El hecho de que existan "niveles profundos", como la cultura y la estructura de clases, remite a la concepción clásica según la cual hay núcleos sociales objetivos que son autónomos respecto de lo político. Esto se manifiesta cuando este sociólogo (2006: 27) critica el "injerto" de dinámicas institucionales que "no se corresponden" con los valores o la forma de ser de los latinoamericanos. ¿En qué radica el "modo de ser" propio de la política en América Latina? El pasaje de Zizek referido al accionar de los nuevos movimientos sociales en las democracias formales avanzadas, nos indica que el asedio de ciertos modos de hacer política que dislocan la armonía de lo formal está lejos de ser un fenómeno propio de países inmaduros o atrasados en términos cívicos. Es decir, incluso las democracias formales más consolidadas deben hacer frente a demandas y protestas sociales que exceden sus prístinos canales institucionales procedimentales.

El trabajo de Linz se ve sujeto a problemas similares. Para mostrarlo consideremos dos pasajes. El primero sostiene que:

todos los regímenes dependen [...] del talante de la sociedad y de todas las principales fuerzas sociales para contribuir a su estabilidad. Dependen también del consenso que se alcance para dar legitimidad a la autoridad adquirida mediante procesos democráticos, por lo menos mediante los períodos entre elecciones y dentro de los límites de la constitución (Linz, 1994, 124; las cursivas son mías).

El segundo alude a las consecuencias disfuncionales para la democracia que genera la elección con segunda vuelta en el presidencialismo. En este sistema, la mayoría que se produce "puede que no represente un electorado más o menos homogéneo políticamente o una coalición de partidos auténtica"; también puede ocurrir que "uno de los candidatos sea una persona que esté fuera del sistema de partidos, sin base de partido en el congreso" (Linz, 1994: 58).

Como puede verse, en el análisis de Linz hay algo previo a lo político (una homogeneidad electoral, un espacio social más o menos unificado) que debe ser fidedignamente canalizado por medio de las instituciones, y de no ocurrir esto, el resultado es crítico para el orden social. Aunque lo que es previo a lo político puede no ser representado de manera fiel —por ejemplo, el presidencialismo no genera una dinámica institucional estable; las instituciones "injertadas" no responden al orden de los valores, la cultura, la estructura de clases, etc. —, pertenece a la naturaleza de las instituciones que busquen la forma en que lo representable sea un buen reflejo de lo representado. Tanto para Linz como para Portes, un mal reflejo es la causa de la pérdida de consenso en los sistemas políticos.

Ahora bien, Linz también sostiene al final de su artículo que, para superar los dilemas del presidencialismo, es posible y deseable una innovación institucional próxima al parlamentarismo, a pesar de los costes que ello implica y de las dificultades de desafiar la tradición. En su opinión, "la experiencia de España y de otras democracias europeas, especialmente la República Alemana, muestra cómo el liderazgo innovador y una constitución cuidadosamente pensada y elaborada puede en gran medida ayudar a generar las condiciones para una democracia estable" (1994: 137; las cursivas son mías). Peters (2003: 61) también alude al liderazgo como un componente necesario cuando una institución necesita ser cambiada o reformada, entendiendo por "liderazgo" la capacidad de un individuo dotado de una capacidad personal excepcional. Para el caso de América Latina, Guillermo O'Donnell (1997: 284) considera que el fortalecimiento de las instituciones democráticas depende en muchos casos de encontrar acciones diestras (en particular del gobierno) para ampliar los horizontes temporales de los actores fundamentales y el alcance de las solidaridades entre ellos. Es decir, la solución a los dilemas de acción colectiva puede provenir de una decisión gubernamental.

De este modo, es posible dar solución a los círculos viciosos de la reproducción institucional por medio de la decisión de sus miembros. Hay una forma de remediar los dilemas de acción colectiva, pero ésta se asienta sobre un terreno extrainstitucional (el "liderazgo", las "capacidades excepcionales" de un individuo, la "acción del gobierno"). En otras palabras, el cambio institucional al que se refieren Linz y O 'Donnell no encuentra respaldo ni en la cultura o la tradición política latinoamericana (caudillesca) ni en el entramado institucional personalista. Lo que estos autores proponen sólo puede ser entendido en términos de una decisión que, en palabras de Jacques Derrida (1997: 34), únicamente puede ser apoyada en sí misma; una decisión que no tiene fundamento alguno porque, en última instancia, es una arbitrariedad sin fundamento. De esta forma, para imponer un plexo de instituciones democráticas realmente estables, es necesario romper con la "estabilidad de la inestabilidad", mediante la dislocación de determinada estabilidad, para que aparezca otra. Para decirlo nuevamente en los términos de Derrida, las condiciones de posibilidad de estabilidad democrática serán al mismo tiempo sus condiciones de imposibilidad, dado que la institucionalidad tendrá que reconocer su fundamento extrainstitucional, y la estabilidad el sustrato de decisión o de ruptura originaria que la soporta.

Los problemas y dilemas anteriores han sido reconocidos y atendidos por un sector importante de los investigadores del campo neoinstitucionalista. Me refiero a los trabajos que desarrollan la noción de "dependencia de la trayectoria" (en adelante, DT). En lo que resta de este trabajo revisaré dicha noción y sostendré que tampoco resuelve satisfactoriamente los problemas que he detectado en el representacionalismo político–institucional más clásico. Para ello me detendré particularmente en un libro de reciente publicación de Paul Pearson (2004), dedicado exhaustivamente a analizar el concepto en cuestión.10

Politics in Time hunde sus raíces en la vertiente historicista del nuevo institucionalismo. Pearson sostiene que el mundo político está atravesado por una "ambigüedad intrínseca" (p. 49). El campo de lo político es ambiguo porque usualmente existe gran inconmensurabilidad entre las metas de los agentes; esos fines, cuando son definidos, nunca dejan de ser complejos; por otra parte, existen vínculos difusos entre las acciones de los agentes y sus resultados (p. 38). Esa ambigüedad se cristaliza en la noción de DT que remarca, además, la importancia de la temporalidad en la política. Las principales dimensiones de este término son las siguientes: 1) los patrones de tiempo y secuencia son importantes; 2) las consecuencias de largo plazo pueden originarse en eventos insignificantes o contingentes; 3) los cursos particulares de acción, una vez introducidos, pueden ser virtualmente imposibles de revertirse (p. 18).

Pearson afirma que la DT es capaz de articular la ambigüedad propia de la política porque combina de forma inestable sus dos momentos definitorios: la necesidad y la contingencia. Las instituciones tienen un origen contingente, pues un conjunto de eventos menores o insignificantes pueden desencadenar efectos que no necesariamente están contenidos en el comienzo. Por ello, para él los procesos políticos son esencialmente no–lineales y resisten una explicación del tipo estructural–funcionalista:

Un tema importante del proceso de la dependencia de la trayectoria es la relativa <<apertura>> o <<permisividad>> de las etapas tempranas de la secuencia comparada con la naturaleza relativamente <<cerrada>> o <<coercitiva>> de las etapas tardías. Visto ex ante, tales procesos pueden producir mucho más que un posible resultado. Una vez que una trayectoria particular se establece, sin embargo, los procesos de autorreforzamiento tienden a la consolidación o a la institucionalización (p. 51).

Por consiguiente, la DT no señala que los procesos políticos sean ni absolutamente abiertos (ya que, poco a poco, se va forjando el camino del que resulta difícil regresar) ni totalmente cerrados (no niega que las instituciones cambien en algún momento) (p. 153). El pasado va determinando las posibles trayectorias del futuro comportamiento de una institución, pero la DT "no es un relato sobre la inevitabilidad en el cual el pasado predice el futuro" (p. 52). Aunque la DT analiza los motivos por los que las instituciones son a veces extremadamente persistentes (p. 52), no es una dialéctica en la que el pasado contiene de modo esencial la dirección del curso futuro. "La dependencia de la trayectoria argumenta que opciones previamente viables son excluidas en las consecuencias de un sostenido periodo de feedback positivo" (p. 52). En conclusión: la DT no concibe una necesidad originaria que impida el cambio; más bien es el mismo proceso arbitrario de autorreforzamiento, lo que va generando la dificultad de las transformaciones.

En cierta forma, la teoría de la DT se asemeja a la teoría del lenguaje del "bautismo primigenio" de Saul Kripke, que afirma que las palabras no son portadoras de un significado esencial, ya que no se refieren a un sinnúmero de características descriptivas. Así pues, para él, una palabra está conectada a un objeto mediante un acto de bautismo contingente, y este vínculo se mantiene aun cuando el cúmulo de rasgos descriptivos —que inicialmente determinó su significado— cambie por completo. Lo que importa es la forma en que el significado de una palabra se ha transmitido de un sujeto a otro en una cadena de tradición que es prácticamente irreversible. Por ejemplo, aun cuando se descubriera que existe una sustancia que tiene todas las propiedades del oro, sería muy costoso llamarlo ahora "oro" falso, "oro primigenio", y llamar al reciente, "nuevo oro" (véase Zizek, 1992: 128–130).

¿Quién puede negar que la noción de DT, que es similar a la lógica del bautismo primigenio, desconozca la contingencia? Al parecer, el desarrollo de esta noción parece cuestionar definitivamente la visión representacionalista de la política que antes presentamos. Indudablemente, la DT supone un gran avance respecto de las explicaciones funcionalistas, que entienden que hay una conexión inmanente entre el origen de una estructura y su función. Pero hay diferentes maneras de tratar y lidiar con la contingencia. Por ello, según mi juicio, la lógica de la DT puede ser cuestionada en función de dos posibles escenarios teóricos.

El primero de ellos nos lleva a afirmar que la teoría de la DT parte de la creencia de que es posible nominar o circunscribir por medio de representaciones lingüísticas los sucesos políticos. La teoría del acontecimiento de Alain Badiou, por ejemplo, no aceptaría que ello sea una dimensión definitiva de la política.11 Para la noción de la DT, el hecho de que las arbitrariedades del pasado se puedan institucionalizar significa que esa arbitrariedad puede ser domesticada simbólicamente en una suerte de experiencia comúnmente compartida. Esa aprehensión simbólica implica la configuración de un espacio común de representación donde todos los implicados en una institución son capaces de representarse un pasado que —aunque plural en sus orígenes— se vuelve común y coercitivo. Para Badiou (1990), en algunos acontecimientos como mayo de 1968 y sus secuelas, la revolución cultural china, la revolución iraní y el movimiento obrero y nacional de Solidaridad en Polonia, hay algo que escapa a la nominación, a pesar de que generaron instituciones y fueron ideados en marcos simbólico–teóricos precisos. Para decirlo de alguna manera, hay en ellos un resto de materialidad que siempre es elusivo en términos de su aprehensión lingüística–simbólica. En sus propias palabras:

Mayo del 68 o la revolución cultural se referían comúnmente al marxismo–leninismo, cuya ruina —como sistema de representación política— estaba precisamente inscrita en la naturaleza misma de los acontecimientos, según apareció pronto. Lo que estaba pasando, aunque pensado en este sistema, no era en él pensable. De la misma manera, la revolución iraní se ha inscrito en una predicación islámica arcaizante, mientras que el núcleo de la convicción popular y de su simbolización excedía por todas partes esta predicación (1990: 55–56).

Más específicamente, en estos acontecimientos tuvo lugar la producción de una "voluntad general como fuerza anónima de toda voluntad nombrable" (Badiou, 1990: 77). Lo que este autor está señalando es similar a lo que antes he sostenido respecto de la noción de pueblo rousseauniano: hay siempre "algo en él más que él mismo" (un resto inaprehensible, un plus de significación) que escapa a su circunscripción nominal–institucional.

Pero ignoremos la noción acontecimental de la política de Badiou y supongamos que es posible nominar los acontecimientos políticos, dándole un orden de significación. Aun cuando esto sea posible, el déficit de la teoría de la DT es que no avizora que la retro actividadde la nominación hecha desde el presente es lo que da forma a los procesos institucionales, y no su "bautismo primigenio" contingente.12 Haciendo uso de los términos de Derrida, en la teoría de la DT el pasado se revela portando cierto valor de presencia, pues permanece a pesar de todo; su origen se ha perdido pero sus huellas aún nos marcan certeramente el camino. Si sólo retroactivamente, desde el presente, accedemos a ese pasado, ¿cómo delimitarlo con precisión?, ¿cómo discriminar su presencia si su sola interpretación retroactiva implica una modificación constante de su naturaleza?, ¿qué importancia puede seguir teniendo lo diacrónico cuando esa diacronía es retroactivamente aprehendida desde la sincronía del presente?

La noción de DT está finalmente atada a la perspectiva representacionalista de la política debido a que afirma que el pasado insignificante y contingente —para lograr sus efectos de ordenamiento social en el presente— debe ser representado, nominado o aprehendido simbólicamente de manera estable. Y hemos visto que, o bien los acontecimientos no se pueden nominar puesto que siempre queda un resto que es inasible (Badiou); o, en el mejor de los casos, si se les puede nominar, esta operación se hace siempre desde un presente que retroactivamente modifica su pasado (Zizek). De acuerdo con la segunda perspectiva, más que contar con una trayectoria estable, lo que tenemos es una permanente subversión de sus reglas operatorias cuando son puestas en práctica, ya que son asiduamente alteradas en el presente por medio del acto retroactivo de la nominación.

 

Conclusiones

Este ensayo abordó los principales aspectos de los supuestos representacionalistas de la corriente neoinstitucionalista de la política, fundamentalmente en su vertiente histórico–sociológica. Se sostuvieron dos tesis fundamentales: 1) la crítica del modelo procedimental–institucionalista de la democracia a la noción de soberanía popular no tiene en cuenta que el pueblo es una categoría política que muestra el fracaso constitutivo de toda representación; 2) la teoría neoinstitucionalista, en particular en su vertiente histórico–sociológica, se basa en el supuesto representacionalista de que hay algo previo a lo político (la sociedad, la cultura) que debe ser fielmente representado por las instituciones para evitar el desorden.

La crítica al modelo institucionalista fue tanto externa como interna. Externa, porque fue confrontada con una visión opuesta que concibe lo político como imposibilidad última de representación institucional (el pueblo rousseauniano, la distinción amigo–enemigo de Schmitt, el acontecimiento–verdad de Badiou). Interna, porque a partir de la concepción irrepresentable de la política se mostraron algunos problemas internos de la política institucionalista. Estos nudos problemáticos pueden ser sintetizados de la siguiente forma:

• Una lectura atenta de los textos rousseaunianos vuelve dudosa la tesis del modelo schumpeteriano según la cual las teorías basadas en la noción de pueblo plantean una representación plena entre el bien común y las decisiones populares.

• En contrapartida, la crítica del modelo institucionalista de la democracia a la noción representacionalista del bien común no genera una teoría política capaz de superar el problema del representacionalismo. Concretamente, el primero reedita la idea decimonónica de que hay algo previo a lo político que debe ser fielmente representado por las instituciones para evitar el desorden. A diferencia de este argumento, la visión no–representacionalista concibe que hay un exceso propio de lo político que toma cuerpo en diferentes regiones de lo social, sin circunscribirse estrictamente a los límites de lo institucional.

• Algunas posturas dentro de la literatura neoinstitucionalista aceptan que las instituciones no generan de modo natural el orden y, por tanto, éstas pueden volverse inestables o conducir a resultados ineficientes. Sin embargo, la solución que proponen es ambigua, pues para generar las condiciones óptimas de la institucionalidad o resolver los dilemas de acción colectiva es necesario recurrir a una decisión extrainstitucional que tiñe de opacidad dicha propuesta.

• La perspectiva de la DT asume plenamente el supuesto de que el origen de toda institución es la particularidad insignificante de un suceso que contingentemente produce un autorreforzamiento que torna difícil revertir el camino institucional que se va forjando. Esta postura podría ser vista como la respuesta del nuevo institucionalismo al problema presentado en el apartado anterior. Sin embargo, tampoco puede librarse fácilmente de la epistemología representacionalista, porque afirma que ese pasado, a pesar de su intrascendencia originaria, puede ser establemente representado en el presente. Y, desde el punto de vista de la política como exceso irrepresentable, o bien siempre queda un resto de materialidad inasible en todo acontecimiento singular que no se puede nominar; o bien, si se puede representar, esta operación modifica constantemente las reglas institucionales a partir de su nominación retroactiva.

 

Referencias

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Notas

1 Agradezco los comentarios y las sugerencias de José Luis Velasco, así como las indicaciones y críticas de los evaluadores anónimos. Por supuesto, los eximo de toda responsabilidad sobre el contenido de este trabajo.

2 En este punto sigo, en términos generales, el trabajo de Aboy Carlés (2001: 21–32).

3 A menos que se indique lo contrario, todas las referencias que contengan sólo el número de páginas pertenecen a Schumpeter.

4 Al respecto, Rousseau advierte que no hay un modo certero de explicar el origen del lenguaje: "dejo para quien lo quiera la empresa de discutir este difícil problema: qué ha sido más necesario, si la sociedad ya unida para la institución de las lenguas, o las lenguas ya inventadas para el establecimiento de la sociedad" (Rousseau, 1998: 145).

5 Todas las traducciones de este ensayo son mías.

6 Cabe aclarar que desde El espinoso sujeto (2005), Zizek ha modificado la opinión favorable que tenía de los nuevos movimientos sociales a fines de los ochenta y comienzos de los noventa, considerándolos el suplemento ideológico del capitalismo global y las democracias liberales.

7 Hay trabajos que cuestionan esta afirmación. Por ejemplo, para Derrida (1998) la guerra involucra un telos de intensidad no tematizado, cuestión que la convierte en una esencia invariante de lo político.

8 Linz (1994: 124) es cuidadoso al respecto, y señala que la tendencia inestable del presidencialismo es una "probabilidad". Sin embargo, como los científicos sociales no trabajan con leyes universales sino con correlaciones probabilísticas, esto no lo hace inmune a las críticas que más adelante presentaré.

9 Para una crítica a la distinción analítica de lo social versus lo político como categorías propias del siglo XIX, donde lo social es autónomo respecto de lo político y tiende inmanentemente al orden, véase Tilly (1991: 41–42).

10 Todas las referencias de Pearson pertenecen al libro citado.

11 Para Badiou (1990: 76), un acontecimiento es "un procedimiento singular" que escapa a la explicación por parte del saber, y que tampoco puede ser incluido en una red futura de encadenamientos de sentido (esto es, en un trayecto que poco a poco va adquiriendo inteligibilidad, como sostiene la teoría de la DT).

12 Sobre el carácter retroactivo de la nominación y sus efectos en la desestabilización permanente de las reglas del pasado, véase Zizek (1992: 134–135).

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