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Perfiles latinoamericanos

versión impresa ISSN 0188-7653

Perf. latinoam. vol.13 no.27 México ene./jun. 2006

 

Ensayos

 

El culturalismo: atrofia o devastación de lo social

 

José Sánchez Parga*

 

* Investigador Principal del Centro Andino de Acción Popular, (CAAP), Quito, Ecuador.

 

Recibido en agosto de 2005.
Aceptado en agosto de 2005.

 

Resumen

El culturalismo, ya presente en la ideología dominante de los estudios culturales, es un fenómeno complejo, que hace de la cultura una encrucijada de intereses ideológicos, sociales, económicos y políticos, asociándola tanto a las actuales obsesiones etnicistas e identitarias, como a un relativismo que pretende interpretar y justificar todos los hechos sociales en razón de las diferencias culturales. El artículo busca explicar esta moderna fenomenología culturalista, precisando de qué manera responde a una idea y experiencia —muy neoliberales— de cultura sin sociedad, e incluso a una reducción de lo social a lo cultural, lo que contribuye a encubrir y neutralizar las lógicas sociales que atraviesan el mundo moderno. Aunque la culturología, discurso paranoico sobre la cultura, ha hecho de la interculturalidad su principal ideario, incapacita para entender que esta interculturalidad sólo es posible cuando la "otra" cultura tiene sentido y valor para la propia cultura.

Palabras claves: sociedad postsocietal, "razón de mercado", etnicismos identitarios, relativismo, cultura, interculturalidad, diferencias significantes.

 

Abstract

Culturalism, already present in the dominant ideology of Cultural Studies, is a complex phenomenon, that views culture at the crossroad of ideological, social, economic and political interests, linking it to present identitary and ethnicist obsessions, as a relativism that pretends to interpret and justify all social facts as a reflection of cultural differences. This article attempts to explain this modern culturalist phenomenology, by showing the manner in which it holds —in a very neo-liberal vein— a vision of culture without society, and even a reduction of the social to the cultural. Such an approach contributes to hide and neutralize the social logic that runs across the modern world. Even though "culturology", a paranoic discourse about culture has claimed inter-culturality as its main aspiration, it is incapable to understand that such an ideal becomes possible only when the "other" culture has meaning and value for one's own culture.

Key words: postsocietal society, "reason market", ethnicismes and identities, relativism, culture, interculturality, meaning differences.

 

El culturalismo, con sus frenesís étnicos y obsesiones identitarias, responde en la sociedad actual a una hipertrofia de lo cultural, que trata de ocultar y compensar la atrofia de lo social. Como si todos los efectos destructivos y transformadores de la "sociedad societal" en una "sociedad de mercado" (exclusión social, ruptura del vínculo social, desigualdades y luchas sociales...) pudieran quedar en parte encubiertos y en parte compensados o sustituidos por las diversas categorías del culturalismo: pertenencia e identidades culturales, interculturalidad, diferencias y luchas culturales. La pretensión de explicar la sociedad por la cultura, además de reforzar el relativismo, propicia el desconocimiento de la sociedad actual, facilitando su dominio y manipulación por los intereses y automatismos del nuevo orden global del mundo. Finalmente el culturalismo bajo la ideología compensatoria e interpelaciones de la "interculturalidad" encubre su incapacidad para todo posible reconocimiento e identificaciones interculturales.

La cuestión cultural no sólo se ha puesto de moda, sino que parece imponerse como la ideología dominante en la sociedad moderna. Tanto en el plano intelectual como en el político (advierte Augé) el tema de la cultura además de interpelar y seducir, tiende a convertirse en factor explicativo y razón última de todos los fenómenos y procesos en las sociedades actuales.1 Esta preocupación por la cultura y lo cultural se encuentra, a su vez, asociada a una galaxia de otros fenómenos, cuyas variaciones contribuyen a reforzar el síndrome culturalista: lo étnico, la etnicidad y las etnogénesis, lo identitario y la identidad, la interculturalidad, los derechos culturales, etc.2 Por eso, lo que había sido hasta ahora objeto específico de la antropología, la cultura, hoy se ha vuelto tema de todas las ciencias humanas y sociales, pero también origen de todo género de discursividades, prácticas e instrumentalizaciones.3

Basta una ojeada por los ámbitos académicos o las políticas públicas, donde pululan estudios y programas culturales, por los discursos y representaciones y valoraciones sociales, para descubrir la fuerte inflación social de lo cultural, y de los constantes usos sociales de la idea de cultura en la sociedad moderna. Resulta muy curioso que el culturalismo se haya convertido en un fenómeno sociológico —que será necesario explicar— cuando ese mismo culturalismo resulta de negar a la cultura sus fundamentos sociológicos. ¿No será esta obsesión culturalista un síntoma de que dicha sociedad actual, tan preocupada por la cultura, estaría enferma de cultura? ¿No estará destinado tanto culturalismo a sanar o subsanar las profundas carencias culturales —o la carencia de una profundidad cultural o de la más sustantiva dimensión de la cultura— en la moderna sociedad de mercado? ¿O son quizá las nuevas formas de concebir y de vivir la cultura las que necesitan urgentes interpretaciones y justificaciones ideológicas? Una respuesta se encuentra en la profunda crisis de sociedad que el culturalismo pretende encubrir y compensar.

En cualquier caso no es la cultura sino el actual culturalismo, lo que requiere con cierta urgencia y seriedad una comprensión y explicación en cuanto fenómeno característico de la sociedad moderna y del nuevo modelo capitalista de desarrollo en el mundo global. Aunque una crítica interpretativa del moderno culturalismo imponga a su vez una redefinición de lo que es la cultura y sus significaciones en la sociedad y el mundo actuales. La profunda insatisfacción que provoca una versión y experiencia culturales reducidas a un "sistema de objetos" (Baudrillard), a un mercado de prácticas y productos ¿no estaría obligando a procurarse una múltiple, diversa y heteróclita dosis de antídotos culturalistas, para compensar no ya "el malestar en la cultura" (Freud) sino el mal de cultura, que aquejaría la actual postmodernidad?

Este síndrome culturalista no es ajeno a una sociedad de mercado, que ha hecho de los objetos y prácticas culturales una de las mercancías de más rentable producción y distribución, como tampoco es ajeno a la geopolítica de la globalización que pretende hacer de los conflictos y guerras culturales y entre civilizaciones un sucedáneo o encubrimiento de las reales luchas económicas y políticas en todo el mundo.

Otros dos fenómenos asociados al culturalismo que contribuyen a reforzar la patología cultural en la sociedad moderna son el síndrome etnicista y el identitario con todas sus dolencias de identidad. Ambos responden a la misma lógica y dinámica antisociológicas o des-sociologizadoras de los hechos y procesos sociales: mientras que lo étnico pretende atribuir a la cultura un arraigo biológico y hereditario, la identidad busca subjetivar los referentes de identificación arraigándolos en la conciencia, desconociendo que tanto la cultura como la identidad son construcciones históricas y sociales. Touraine llamará a estas "búsquedas subjetivas de identidad", a falta de referentes sociales de identificación, "identidades de repliegue" (1993:237). No viene al caso detallar aquí por qué razones y de qué manera las ideas de etnia y etnicidad han alcanzado tanto éxito en la sociedad moderna a pesar de sus déficit teórico y conceptual.4 Se diría que su divulgación reside, precisamente, en su doble equívoco: porque sustituye eufemísticamente a la idea de raza, al investirse de una supuesta legitimidad antropologista, al mismo tiempo que pretende significar las raíces genéticas y hereditarias de la cultura, como si ésta comportara un cierto parentesco de sangre (Blutsverbandschaft), según Max Weber.

El declive de un origen y pertenencia políticos, como fue durante los últimos cinco siglos el Estado-nación, obligaría a buscar un origen y pertenencia metasociales y metahistóricos, no político sino parental en lo étnico. Aunque Touraine ve en la etnicidad y la etnogénesis no tanto una sustitución de lo político cuanto una resistencia "a la empresa dominadora de los mercados".5 E incluso, el mismo Touraine sugiere pensar el culturalismo como "la nueva figura del racismo que es también un antimovimiento social".6

Por su parte, el haber vinculado de manera inflexible la identidad a una versión y experiencia inmóvil (a-histórica y a-asociológica) de la cultura, se hace de la identidad cultural un referente de identificación basado exclusivamente en el reconocimiento-de-sí-mismo y en el des-re-conocimiento de cualquier otro, de toda otra alteridad o diferencia; sólo a partir de lo cual se puede construir la propia identidad.7 Todas las disquisiciones y patologías de la identidad giran en torno a un doble problema: a) considerar que en el hombre y las sociedades humanas la identidad se define (como en el caso de las realidades físicas) como la identificación consigo mismo, cuando el hombre además de un ser vivo es un ser libre, y por ello mismo cambiante en su identidad; b) considerar que la identidad humana puede ser pensada y vivida como una realidad subjetiva al margen de la referencia social a la alteridad, no sólo respecto de un "otro" diferente, sino incluso respecto de la posibilidad de ser uno mismo diferente de sí mismo.8

Frente a esta actual renovación de lo cultural varias tareas críticas se imponen: estudiar qué idea o noción de cultura presupone el moderno culturalismo; a qué razones y factores de la sociedad moderna responde tal fenómeno; cómo explicarlo desde dicha modernidad social; y, finalmente, habría que analizar las implicaciones y consecuencias del fenómeno culturalista. Que la cultura se haya convertido en un hecho social con una autonomía sociológica y sociológicamente identificable, explica que se desarrollara durante las últimas décadas una sociología de la cultura, y que con ella se haya modificado no sólo la concepción sino también la misma experiencia de cultura.

Pero el culturalismo ha sido también consecuencia de antropologías vulgares, aplicadas y de vulgarización, así como de una culturología sin investigaciones que le sirvieran de soporte y justificación. Las interpelaciones culturales, la conversión de la cultura en norma, la proliferación de ensayos de divulgación, son los que facturaron una noción de cultura muy descriptiva, demasiado topológica (como si fuera un lugar), esencialista y cosificada; todo ello ha contribuido a aumentar el enorme déficit conceptual que reflejan los discursos y tratamientos sobre cultura, desarrollados al margen de investigaciones culturales y de los presupuestos teóricos de la sociología y la antropología.

 

El culturalismo o la cultura sin sociedad

El modo de producción capitalista, desde sus inicios, introdujo en la sociedad una división fundamental entre la estructura económica y la superestructura ideológica, política y cultural, tal división ha sido la base de todas "las contradicciones culturales del capitalismo"; "las contradicciones que veo en el capitalismo derivan del aflojamiento de los hilos que antes mantenían unidas la cultura y la economía; lo que desde hoy es una radical disyunción de la cultura y la estructura social".9 En el transcurso de la dos últimas décadas la disyunción social de la cultura ha dado lugar a una concepción de la cultura sin sociedad, al margen de la sociedad y a costa de lo social. La cultura ya no se piensa como la cualidad de una sociedad o grupo humano; cualidad por la que toda sociedad o pueblo se diferencia significativamente de cualquier otro.10

Esta ruptura y mayor separación de la cultura respecto de la sociedad, la creciente autonomía de aquella respecto de ésta no sólo vuelve más complejas y tensas las relaciones entre ambas realidades, genera también una confusión muy diversa en los mismos discursos culturales, en los modos de representar y de pensar la cultura, y hasta en las experiencias culturales. Lo que el mismo Bell llama "las escisiones del lenguaje cultural" (1997:91ss), y añade: "pero el problema subyacente, sostengo, está menos en estos procesos sociológicos manifiestos que en una ruptura de los discursos mismos —los lenguajes y la capacidad de éstos para expresar una experiencia—, que dan a la cultura su actual incoherencia" (1997: 92). De hecho nada parece haber confundido ni enredado tanto la comprensión de los fenómenos y procesos culturales, y hasta la misma experiencia de cultura, como la incontinente culturolalía actual.

En este sentido, a la disyunción entre cultura y sociedad, cabría añadir la disyunción entre la racionalidad y racionalización de los hechos culturales y todos los imaginarios, instrumentalizaciones y emotividades condensados en torno a lo cultural. Este último fenómeno de inflaciones discursivas resulta del anterior, puesto que cuando un discurso sobre la cultura no se construye y elabora desde la sociedad ni en sus referentes sociológicos, dicho discurso se vuelve un discurso delirante e ilimitado, al fundarse sobre su propio objeto o contenido. De ahí que el moderno culturalismo se encuentre estrechamente asociado a un generalizado "desconcierto cultural" (Bell, 1997:52).

Al separar la sociedad de la cultura, el modo de producción capitalista hace de ésta una esfera o ámbito tan diferente y autónomo de lo social, que la cultura se irá progresivamente identificando en una suerte de superestructura de la superestructura de la sociedad con las artes, la literatura y la ciencia. De dicha forma esta "sorprendente separación entre estructura social y cultura" hace que, para Bell, la cultura quede limitada sobre todo al universo artístico, literario e ideológico. De ahí que se pueda hablar de una "clase cultural" poco numerosa pero distinguida del resto de la sociedad (Bell, 1997: 51), o de una "mayoría (social) sin cultura propia intelectualmente respetable" (Bell, 1997: 52). Esta concepción capitalista de la cultura, compartida por el mismo Bell, no sólo supone que haya clases con cultura y clases sin o con poca cultura, sino que además implica una versión muy reaccionaria de la historia y de las sociedades humanas, según la cual siempre habría habido pueblos de "cultura elevada" (Bell, 1997: 105), como las antiguas Grecia y Roma, y otros de culturas subalternas o con infraculturas y subculturas.

Tal visión capitalista de la cultura no sólo permite que se piense la cultura sin sociedad (y, por consiguiente, cabe también la posibilidad de pensar la sociedad sin cultura), y que aquélla pueda "valorarse" al margen de ésta, sino que además hace que sea la burguesía, quien convierta la cultura en mercancía y "las cosas culturales en mercancías sociales", según Hannah Arendt.11 Aun cuando esta transformación de la cultura en mercancía, con la consiguiente y equivalente transformación de la mercancía en cultura, un proceso más reciente y que corresponde de manera específica a una sociedad de mercado, ya estaba prefigurado desde hace más de medio siglo en las "industrias culturales" y "empresas culturales".

Mientras que en su fase formativa, hacia el siglo XV, los Estados absolutos y nacionales habían nacionalizado la cultura estrechando la correspondencia e identificación de lo social y lo cultural, la "política cultural" del Estado capitalista rompe tal articulación entre sociedad y cultura, contribuyendo así al inicio de una nueva y progresiva rearticulación entre cultura y mercado. Pero la "política cultural" no sólo contribuyó a separar la cultura de lo social, sino que reforzó además la autonomía y singularidad de la cultura, identificándola con las artes, la literatura y la ideología o el conocimiento, ya que únicamente bajo la forma de estos objetos, prácticas y discursos podía ser la cultura contenido de la acción estatal. En la concreta objetivación de la cultura, en su institucionalización burocrático-administrativa en cuanto separada de la sociedad, en su realización como contenido de una práctica, desempeñó un papel decisivo "la invención de la política cultural", la que hizo de la cultura un objeto de la acción estatal.

En este mismo sentido también el Estado mecenas, de una manera directa o indirecta, contribuía a reforzar la función o hegemonía cultural de la burguesía, atribuyéndole así una adicional legitimidad social; en otras palabras, estrechaba la relación entre cultura y capital en la medida que separaba cultura y sociedad.

La figura del Estado mecenas de la cultura —fuertemente asociada al Estado benefactor— es doblemente importante, ya que prepara y hasta anticipa la figura del Mercado mecenas de la cultura, a la vez que fija los límites de la políticas culturales en una sociedad de mercado, donde la cultura termina por despolitizarse para volverse mercancía. La política cultural más que definir programas culturales de la acción estatal, comportó "una reflexión de la sociedad sobre sí misma", y sobre todo la pretensión de que las políticas públicas de la cultura pudieran afectar, mejorar o transformar la sociedad; como si el "bienestar cultural" fuera capaz de incidir en el "bienestar social" de los ciudadanos. Esta separación iniciada por las políticas estatales entre cultura y sociedad será completada aún más radicalmente por la acción del mercado, cuando éste en la década de 1980, comience a supeditar y finalmente sustituir las políticas culturales del Estado por las de la economía de mercado.

Hay que reconocer, sin embargo, que las políticas culturales del Estado se enmarcaron desde sus orígenes en un modelo particular de Estado, Estado social de derecho, "Estado benefactor", y en una fase o modelo particular del desarrollo económico capitalista, cuando todavía la producción de riqueza daba lugar a su relativa distribución y a márgenes más o menos amplios de participación social en ella; de ahí que las políticas culturales del Estado tuvieran la finalidad y el efecto de redistribución y participación en el "capital cultural" de la sociedad. Aunque este "capital cultural" fuera monopolio de la burguesía, todavía podía ser compartido y redistribuido por el resto de la sociedad.12

Resulta por ello extraordinariamente significativo que algunos autores hayan llegado a establecer las fechas de la "política cultural" entre la primera década de la última postguerra mundial y la última década del siglo xx, precisamente cuando no sólo la acción del mercado empieza a sustituir la acción del Estado respecto de la cultura, sino sobre todo cuando se establece una nueva relación con lo cultural: cuando en definitiva hasta se altera la misma noción y experiencia de cultura.13 En una sociedad de mercado, donde incluso la "razón de Estado" es sustituida por la "razón de mercado", la cultura como la riqueza dejan de ser objeto de distribución y participación social, para convertirse en objeto de concentración y acumulación, y por ello mismo en realidad cada vez más separada de la sociedad y lo social.

 

La sociologización y desociologización de la cultura

La sociología de la cultura emprendida por P. Bourdieu ponía de manifiesto cómo cada clase social, cada fracción de clase, grupo o sector sociales se distinguían culturalmente en sus prácticas, discursos, estilos y gustos o valoraciones.14 En este sentido Bourdieu destacaba el carácter sociológicamente plural de cada cultura, "la cultura en plural" (M. de Certeau), y cómo el concepto de cultura es a la vez que analítico, porque es capaz de descubrir formaciones culturales diferentes al interior de una misma cultura o área cultural, sintético por abarcar las características comunes o relativamente homogéneas de un conjunto de culturas.15 Ahora bien, la sociología de la cultura ha dado lugar a una progresiva sociologización de la cultura, lo que produce nuevas concepciones y usos de la cultura, que terminan por separar lo cultural de lo social, como si fueran realidades diferentes. También, en este sentido, Bourdieu se refería a las "producciones simbólicas" como productos culturales, y a las "obras culturales" o prácticas culturales, así como a los diferentes modos de "consumos culturales".

Otra característica de esta sociologización de la cultura consiste en volver cultural un hecho social cuando éste adquiere una particular actualidad que permea las prácticas, las instituciones y las relaciones sociales, transformándolo en una cualidad de la sociedad: bajo esta idea se habla en la sociedad moderna de una cultura del rumor o de una cultura de la corrupción. Pero una consecuencia abusiva de este proceso será el convertir el rumor y la corrupción en factores explicativos o justificativos.

En sus orígenes la sociología de la cultura nunca trató la cultura al margen de la sociedad. Todo lo contrario, los fenómenos y procesos culturales se consideraban en relación con lo social. Inclusive Marcuse explícitamente trabajaba las relaciones de la cultura en cuanto background con la sociedad (como su ground).16 Esto demostraría que fueron las grandes transformaciones de la sociedad moderna, a partir de la última década del siglo XX, las que dieron lugar a una progresiva separación entre lo cultural y lo social. De ahí la necesidad de buscar en dichas transformaciones sociales y en el nuevo modelo de sociedad las causas del culturalismo y la sociologización de la cultura sin sociedad.

Ahora bien, la sociologización de la cultura se ha desarrollado paralelamente a una vulgarización de la antropología cultural, la cual "no siempre procede sin contrasentidos o excesivas simplificaciones; de esta disciplina se retoman con frecuencia sus tesis originarias más discutibles, y que desde entonces habían sido abandonadas por la mayoría de los antropólogos" (Cuche, 1997:97). Nada traiciona mejor el culturalismo de la antropología norteamericana, siempre proclive a pensar la cultura al margen de la sociedad, como la imagen del melting pot, como si la "mezcla de culturas" en la sociedad norteamericana no afectara la misma sociedad norteamericana (el pot); como si ésta no fuera más que simple recipiente de aquéllas; cuando el recipiente, la sociedad misma, no sólo se transforma culturalmente sino que hace de la supuesta "mezcla" una real producción de cultura. Las culturas nunca se "mezclan", a menos que sea para formar una cultura tan nueva y original como significativamente diferente de los elementos "mezclados".

El culturalismo se encuentra ya embrionariamente en los orígenes mismos de la antropología y en las primeras definiciones de la cultura propuestas por el positivismo de la etnología británica. Cuando Edward B. Taylor sostiene que "es cultura todo lo que el hombre adquiere", falsamente presupone que el hecho de adquisición no sea ya cultural, que el hombre que adquiere la cultura se encuentra fuera de ella, o que la cultura adquirida sea diferente y ajena del hombre que la adquiere; y finalmente se ignora que toda adquisición de cultura es siempre producción de cultura.

Pero tras la sociologización de la cultura por parte de la sociología es preciso reconocer un proceso de desociologización de la cultura, por el cual la cultura se irá diferenciando y separando de la sociedad, para representarse como una realidad autónoma e independiente de lo social. En este proceso de realización o cosificación de la cultura y de su transformación en objetos y productos materiales ha operado de forma decisiva el mercado capitalista. Lo que en un principio se denominó "un desbordamiento entre cultura y sociedad" (D. Bell), se refería a la creciente "tensión existente entre una sociedad moderna, que se desarrolla en términos de una razón económica y administrativa, y una cultura modernista, que contribuye a la destrucción de la base moral de una sociedad racionalizada".17 Pero lo que en un principio aparecía como tensión entre modernidad social y modernidad cultural, terminaría primero separando ambos hechos, y finalmente haciendo que la cultura sirviera como sinónimo de sociedad, y concluyera suplantando la sociedad, como si ésta pudiera encontrar una forma de existencia sublimada en la cultura. En este sentido, cuando los neoconservadores declaraban que "la crisis actual es sobre todo una crisis cultural", hoy se comprende mejor que lo que realmente está en crisis es una concepción y una experiencia de la misma cultura en la sociedad moderna; de una cultura cada vez más pensada y vivida al margen de lo social.18

Pero además de la convergencia de una sociologización de la cultura, de una vulgarización de la antropología cultural y de una politización administrativa de la cultura, el culturalismo moderno será también producto de un tercer factor: la industrialización y comercialización culturales, a medida que la sociedad de mercado hace de la cultura uno de sus productos y mercancías más rentables.19 Incluso cabe suponer que la rentabilidad de cualquier mercancía depende hoy en gran medida de un cierto valor cultural agregado.20 De esta manera es el mercado, el valor de cambio, la oferta y la demanda los que terminan por materializar y objetivar la cultura. Y nada tiene de casual que tampoco el universo del desarrollo en todas sus dimensiones, ideológicamente asociado al crecimiento económico, haya ignorado el componente cultural, en gran medida para legitimar a aquél.21

Hoy ya no se trata de una simple fragmentación. B. Taylor sostiene que la cultura es lo "adquirido por el hombre en cuanto miembro de la sociedad", tal noción descriptiva y objetiva supondría que el hombre se define sociológicamente por la cultura, la cual permite que cualquier grupo humano, clase o sector social reivindique una cultura propia; actualmente no hay institución social, ámbitos y prácticas sociales, que no definan su cultura y no se identifiquen culturalmente por sus diferencias significantes. De esta manera, la cultura se pulveriza y "la cultura se desmigaja" en ilimitadas culturas: "cultura empresarial", "cultura del turismo", "cultura televisiva", "cultura del fútbol", "cultura del teléfono móvil", "cultura rapera"... Ahora bien, todas estas prácticas y "lo que implican no puede ser asimilado a los sistemas globales de interpretación del mundo y de estructuración de los comportamientos correspondientes a lo que la antropología entiende por cultural".22

Pero dichas compartimentación y fracturación de lo cultural en prácticas y ámbitos sociales tan recortados y reducidos comportan una cierta contradicción respecto del concepto de cultura, pues en la medida que identifica y diferencia también aísla, negando o impidiendo lo que es esencial a la misma cultura: las ósmosis y metástasis entre culturas, los intercambios e interculturalidades, las homogeneizaciones y las diversificaciones. Como si la intensidad con la que se viven ciertos perímetros culturales muy restringidos, se compensara con la falta de participación en espacios o dimensiones culturales más ampliamente compartidos. Así, esta misma acepción de la cultura resulta extraordinariamente moderna y pertinente respecto de la actual concepción y vivencia de lo cultural, que hace de cada cultura un espacio irreductible de identificaciones e identidades refractarias al intercambio cultural.

No sólo la transformación de la cultura en mercancía y la transformación de la misma mercancía en soporte cultural y de cultura contribuyen a alterar profunda y definitivamente la concepción y experiencia de la cultura, también un nuevo fenómeno se añade para reforzar esta objetivación de lo cultural y despojar a la cultura de su específica realidad cualitativa: la educación. Por primera vez en la historia la cultura se convierte, en la sociedad moderna, en objeto y contenido de una educación específica, de una enseñanza y un aprendizaje.23

Esta reificación o cosificación de la cultura ha dado lugar a toda una serie de discursos y comportamientos entre interpelativos e ilusorios en relación con la cultura: se pasa de considerar la cultura como si se tratara de algo genético, inherente a los individuos y los pueblos, a considerarla como si fuera un documento de identidad o una propiedad, que se tiene o se pierde o con la que uno se muda, cuando "la cultura no es un equipaje que se puede transportar, cuando uno se desplaza. No se transporta una cultura como se transporta una valija" (Cuche: 106). Así, mientras que por una parte el gran éxito alcanzado por la idea de etnia, etnicidad, etnogénesis está muy vinculado a una biologización o genetización de la cultura, como si lo cultural fuera algo orgánico, por la otra la cultura se cosifica en prácticas y objetos materiales y concretos.

 

Hipertrofia cultural de la atrofia social

Nada ha contribuido tanto a modificar la idea y la experiencia de la cultura como la "producción destructora" de un nuevo modelo de sociedad, que ha supuesto el fin de la sociedad societal, con su propia concepción y vivencia de cultura, y el declive del Estado-nación, el cual había dado lugar a una formación cultural enmarcada en la unidad del espacio social de la nación y arraigada, acumulada y condensada en su temporalidad histórica. Expresada en el "gran relato" de la historia nacional y tan amplia e intensamente compartida, la cultura nacional, atravesada por la "razón de Estado", se había convertido en el máximo exponente de la identidad y de todas las interpelaciones afectivo-imaginarias.

Al derrumbarse la arquitectura de la cultura nacional con todas sus representaciones y cohesiones, lo cultural a la vez que se vuelve invertebrado, se fragmenta en una multiplicidad de modos de concebirlo y vivirlo. Pero el efecto más desestructurador, y que afecta la misma esencia de la cultura es su separación de la sociedad. La cultura deja de ser una cualidad de la sociedad, esa forma de existir que la diferencia significativamente de otras sociedades. En la sociedadpostsocietal lo cultural y lo social aparecen como realidades diferentes y separadas o superpuestas; aunque ambas se encuentren realmente atravesadas por una misma lógica y una misma fuerza: la "razón de mercado". Este nuevo fenómeno, que hemos convenido en llamar culturalismo, y que consiste en pensar y tratar la cultura no sólo separada de lo social y al margen de la sociedad, sino en sustitución de la misma sociedad, pretende explicar y encubrir culturalmente los reales fenómenos y procesos sociales del mundo actual.

Se trata de algo más que una simple "separación de la cultura y la economía, del mundo instrumental y del mundo simbólico".24 Entre estos ámbitos se establecen más bien relaciones de encubrimiento y de sustitución e instrumentalización de lo social por lo cultural. La desestructuración de la sociedad y la devastación de las instituciones sociales por el nuevo modelo postsocietal son de tal índole, que hacen cada vez más impensable lo social, más difíciles de comprender sus inescrutables lógicas y fuerzas. En definitiva, una vez liberada la cultura de la sociedad, una vez cambiada su condición de cualidad en objeto y contenido, la cultura puede convertirse en uso social, lo que permitirá entender hoy cuáles son los usos socio-políticos de la cultura. Lo que formulado en otras palabras supone preguntarse para qué sirve la cultura en la sociedad moderna, o para qué puede ser utilizada.

Otro fenómeno concomitante al declive del Estado-nación y a la producción de un modelo postsocietal de sociedad —sociedad de mercado— ha sido el proceso de globalización, que desde otra dimensión también ha contribuido en la alteración del concepto y la experiencia de la cultura. Mientras que históricamente los procesos de a-culturación e inter-culturalidad habían ocurrido en un primer momento circunscritos a determinados espacios, sociedades y regiones, entre pueblos y grupos humanos relativamente vecinos o cercanos, y después en un segundo momento se desarrollaban y difundían "en la larga duración" y a ritmos de cambio relativamente lentos hacia otras sociedades y grupos humanos, en la actualidad tales procesos se operan no sólo a nivel global y simultáneamente en todo el mundo, sino que además suceden "en la corta duración", provocando rupturas bruscas y cambios precipitados al mismo tiempo en todas las sociedad y grupos humanos.

En este contexto la cultura deja de ser el horizonte más permanente o inmóvil de los cambios sociales, deja de estar asociada con la tradición y el pasado de un pueblo, con el capital acumulado de experiencias históricas (el "capital cultural", según Bourdieu), para identificarse con el cambio, con las novedades e innovaciones, con las modas, gustos y estilos efímeros de la sociedad. Y es que la globalización no es únicamente una categoría espacial equivalente a la mundialización, sino que es también una categoría dinámica y temporal, que ha de ser pensada en términos de "flujos" (Castells) y como sinónima de simultaneidad?25 Mientras que antes en la historia los grandes procesos tenían lugar en un sitio, para difundirse después por todos los lugares y a otras regiones y sociedades, en la actualidad, bajo el efecto de la globalización, todo ocurre simultáneamente en términos glocales; poco importa que los efectos de dicha globalización sean diferentes de acuerdo a las regiones, países y sociedades.

Los precipitados procesos globales de transformación que propician rápidos ritmos de cambio, lo mismo que la fuerza y la lógica del mercado provocadoras de un consumo insaciable, contribuyen a que la cultura pierda una de sus cualidades esenciales: la permanencia y la duración, todo lo que se acumula y condensa. El nuevo valor de la cultura, lo que mejor parece definirla y lo que pretende convertirse en su misma sustancia es precisamente su caducidad, su carácter efímero, la brevedad y fugacidad; en definitiva todo lo que se gasta y consume por consumo. De ahí que los gustos y los estilos, la moda y lo "ocasional" se conviertan en valores y categorías culturales; el nuevo valor agregado a la cultura. De ahí también que la innovación y el neologismo posean por sí mismos un valor y sentido. Precisamente por esto la cultura sería destructiva no sólo de lo social sino también de la historia, ya que al volverse sinónima de brevedad y fugacidad, la nueva versión y experiencia de la cultura tienden a abolir todo pasado, en cuanto dimensión temporal de las duraciones y acumulaciones.

Resulta extremadamente ilustrativo que en la moderna sociedad postsocietal, cuando declina el actor social y la acción social, aparezcan los actores culturales y las acciones o prácticas culturales, como si los procesos de cultura y las transformaciones culturales pudieran ser objeto de una acción y una práctica independientes, autónomas y, en cierto modo, sustitutivas de la acción social; como si la producción de cultura, la acción cultural y los cambios culturales pudieran ser posibles al margen de la producción y transformación de la sociedad.26 Ahora bien, en la sociedad globalizada del mundo actual son las fuerzas e intereses anónimos, los automatismos de la tecnología y del mercado, los que producen sociedad y la transforman; y hasta los mismos actores económicos, que parecieran protagonizar la sociedad de mercado, no son más que agentes de un capitalismo sin capitalistas.27 La sociología de la acción y la producción de sociedad sólo son posibles, cuando la acción social opera eficientemente en contra de la lógica interna del sistema; de lo contrario no tenemos más que un "sistema social sin actores sociales".28

Será precisamente en este contexto del "declive del actor social", que los actores y las prácticas culturales aparecen como sucedáneos más o menos ilusorios o imaginarios; como si el hecho de hacer o producir cultura supliera la falta de acción y participación sociales. No hay que olvidar un principio fundamental cuestionador de toda supuesta autonomía de lo cultural: las culturas no pueden ser realmente creadoras más que como producto de una sociedad o colectividad real.29 Y tanto más si se tiene en cuenta que, en realidad, la misma producción de cultura y los productos culturales responden a las mismas fuerzas anónimas e intereses difusos del mercado. El mismo Touraine proporciona la clave explicativa del paso del actor social al actor cultural: "quien ya no es definido por su actividad se construye o reconstruye una identidad a partir de sus orígenes", en otras palabras: desde su cultura (cfr. 1993:237).

Este fenómeno de la inacción social o del declive del actor social se encuentra estrechamente articulado a otro, que expresa todavía mejor la característica de la sociedad actual, y que, en cierto modo, contribuye a explicarlo: la exclusión social. En una sociedad dominada por la exclusión no hay posible acción social porque tampoco hay participación en la sociedad. Entendida la exclusión social no como un estado o condición al margen o fuera de la sociedad (puesto que nadie está nunca fuera de lo social), sino como las dinámicas y lógicas sociales que constantemente impiden la participación en la sociedad, en este contexto actual la cultura aparece como la compensación y sustitución imaginarias de la sociedad; ya que no habría hipotéticamente una posible exclusión cultural. Como si se pudiera participar en la cultura sin hacerlo en la sociedad, o como si la exclusión social no impidiera seguir participando de la cultura.

En una sociedad donde el modo de producción se funda en la concentración y acumulación de riqueza, no hay posibilidad para la distribución; y por ello tampoco hay posible crecimiento económico sin creciente inequidad. Tal es la nueva economía política y nueva fase financiera del desarrollo capitalista, que ha dado lugar a una sociedad de exclusión; donde la explotación laboral ha sido sustituida por la exclusión laboral.30 Sería sin embargo muy simplista, repetimos, representar la exclusión de la sociedad como si se tratara de una estado o condición social al margen de la sociedad, puesto que nadie está nunca "fuera" de la sociedad; hay que pensar más bien la exclusión como el sistema de fuerzas y lógicas sociales, que constante y violentamente excluyen de participar en la sociedad, a la que todos los miembros de la sociedad pertenecen y en la que están más integrados como nunca antes. Para compensar y encubrir o equilibrar el fenómeno de la exclusión, la misma sociedad moderna hace de una supuesta unidad cultural (cuando de hecho "no hay unidad cultural completa", según Touraine) y de la participación en una misma cultura, una forma imaginaria e ilusoria de integración. Uno de los efectos de esta ilusión culturalista y de la misma globalización cultural son precisamente los integrismos culturales, los cuales al no responder a una real integración social, como tampoco a una integración en el orden global, se fanatizan tan suicidiarios como etnocidiarios.

No cabe ignorar, en qué medida los integrismos culturales en todas sus modalidades e intensidades son la inevitable consecuencia de la exclusión social —y exclusión del orden global—, y que la integración en una cultura se busca de manera tanto más desesperada, cuanto mayor puede ser la exclusión social. El desfase entre la real exclusión social y la aparente o imaginaria integración cultural tiene consecuencias más contradictorias en la sociedad de mercado, donde simultáneamente se opera el doble conflicto y violencia entre una total participación sin integración y una integración sin participación.

Mientras que en los anteriores modelos de sociedad las diferencias económicas no impedían las igualdades sociales, más aún, éstas garantizaban en tal medida los derechos y libertades compartidos igualmente por todos los ciudadanos, que hacían posible la reducción de aquellas diferencias económicas; por el contrario, en la actual sociedad de mercado y de exclusión las diferencias económicas generan y agravan las desigualdades sociales, las cuales se amplifican por efecto de la globalización de aquellas diferencias. Es también en esta dimensión y en este proceso, que el culturalismo aparece como una ideología de compensación, y con poderosos efectos de encubrimiento, al hacer de las diferencias culturales un sucedáneo de las desigualdades sociales; como si éstas pudieran sublimarse o resolverse en aquéllas, o aquéllas pudieran compensar o atenuar éstas. Cuando, en realidad, se trata de dos fenómenos contradictorios entre sí, pues mientras que la diferencia es una categoría cultural, una cualidad de la cultura, aquello por lo que una sociedad se diferencia de otra, la desigualdad, lejos de ser inherente a la sociedad, tiende a la eliminación de los vínculos sociales, a romper la socialidad y solidaridad fundamentales, para terminar destruyéndola.

En este sentido el culturalismo se ha prestado a que se hiciera de las diferencias culturales el supuesto gran problema y la supuesta gran crisis de las sociedades modernas y del mundo globalizado (con el supuesto "clash of civilizations" de Huntington), cuando: nunca las diferencias culturales habían dado lugar a los conflictos y crispaciones que producen en el mundo moderno y nunca las desigualdades sociales fueron en el mundo y al interior de cada sociedad tan destructoras de lo social. Cabría preguntarse, por consiguiente, si el falso problema planteado por las diferencias culturales en el mundo actual no debería ser pensado, tratado y resuelto a partir de las enormes y violentas desigualdades encubiertas por aquéllas o que aquéllas pretenden neutralizar.

Por otra parte la diferencia cultural, una diferencia inherente al mismo concepto de cultura, se ha convertido en la sociedad moderna en exponente y paradigma de todas las diferencias y alteridades posibles (sexuales, etarias, religiosas, étnico-raciales...), las cuales con sus confrontaciones, conflictos y hasta guerras tienden también a encubrir, y en cierto modo atenuar, las verdaderas y profundas desigualdades en el mundo y sus reales luchas. Más aún, erróneamente se supone que son las diferencias culturales las que separan y enfrentan las sociedades, cuando en realidad se trata de lo contrario: aquéllas encubren los verdaderas causas y razones de las luchas entre éstas; y la historia ha demostrado siempre que son los intercambios culturales los que han relacionado las sociedades y promocionado la comunicación entre ellas.

El equívoco que confunde las desigualdades sociales con las diferencias culturales, hace que sea fácil sustituir las reales luchas socio-económicas por luchas culturales. Como si fueran las luchas entre culturas las que realmente enfrentan hoy los pueblos, sociedades y grupos humanos, cuando de hecho son éstos los que luchan entre sí, tanto para disputarse la riqueza y su distribución, como para disputarse aún más encarnizadamente la escasez. Las luchas culturales no son más que una coartada para una nueva forma de lucha, que ya no es política, porque no tiene límite: la económica. Pues mientras que las luchas políticas siempre tienen un límite, el poder, "las luchas por las riquezas, que se derivan del mercado, son ilimitadas (α-peiros)", y por consiguiente extremas (cfr. Aristóteles, Política, I, iii, 1275b). Por esta precisa razón se vuelve tan necesario encubrirlas bajo apariencias o pretextos culturales.

Más allá de la eficacia ideológica de cada uno de los elementos (la cultura en su sentido de práctica y producción, la integración en una sociedad de la exclusión, la cultura como diferencia ocultadora de la desigualdad social, las luchas culturales coartada de las luchas económicas...), el culturalismo, en cuanto fenómeno global, aparece como la fase terminal y más completa de un proceso ideológico por el cual el desarrollo capitalista ha hecho de la superestructura cultural el fenómeno más visible, más interpelativo y, supuestamente, más decisivo de la sociedad moderna. Y, como toda ideología compensatoria, el culturalismo cumple con el objetivo de sobrevalorar todas aquellas realidades, instituciones, procesos y relaciones sociales, concepciones y mentalidades, esto es, aquello que el nuevo modelo postsocietal de la sociedad de mercado precisamente impugna, ha comenzado a devastar y terminará por destruir. Todas las prácticas y discursividades investidas en el culturalismo como paradigma ideológico tratan de compensar y ocultar la progresiva liquidación y transformación de las realidades culturales y del mismo hecho cultural por parte de la sociedad de mercado.

En el fondo, el culturalismo no es más que la fase de transición o preparación para una liquidación de lo cultural en cuanto cualidad significante, por la cual se diferencian todas las sociedades humanas bajo la lógica y dinámica homogeneizadoras del mercado. La sociedad de mercado, para legitimar el irreversible proceso de mercantilización de todo lo social, hace del culturalismo y de su paranoico elogio de la cultura la forma más inofensiva e indolora de destrucción de lo social. El culturalismo aparece así como la mejor coartada de la atrofia social o de la "devastación" (sustitutiva) de la sociedad por el mercado. La idea de "devastación intelectual" de K. Marx puede ser aplicada también a la cultura, puesto que el capital supone una real destrucción de todo lo que como el pensamiento y la cultura no puede ser explotado o transformado en mercancía.31

De igual manera que bajo el ciclo político del Estado la "razón estatal" tendía siempre a encubrir el absoluto secreto de la acción política, su ejercicio de violencia y relaciones de dominación, ocultando y legitimando las "razones de Estado", exactamente del mismo modo el ciclo económico del mercado tiende a encubrir la acción económica y las "razones del mercado", sus violencias y dominaciones, ocultándolas y legitimándolas bajo lo que aparece como lo más opuesto: el culturalismo y toda la fenomenología culturalista.

 

Relativismo cultural y culturología

El culturalismo declina hacia una suerte de culturología, cuando no sólo se pretende hacer de la cultura una ciencia o discurso científico y explicar los hechos y fenómenos culturales al margen de la sociedad, sino incluso cuando sus pretensiones explicativas tienen por objeto los mismos hechos y procesos o instituciones sociales. Una cosa es que de manera espontánea y sin intenciones de rigor o prurito científico se aduzca la razón cultural, para explicar o justificar cualquier hecho histórico-social, pero otra muy diferente es que de manera sistemática se argumente, recurriendo a razones culturales, para explicar los hechos sociales. Cuando en realidad sólo la sociedad puede explicar la cultura y sólo factores y lógicas sociales permiten comprender e interpretar los fenómenos culturales en cuanto hechos de sociedad.

En otras palabras, si nunca la cultura explica lo social, sino siempre lo social permite comprender y explicar la cultura, el culturalismo y la culturología tienen el doble efecto de: a) deslegitimar la sociología y la misma sociedad como principios de comprensión e interpretación de los hechos humanos (en su naturaleza de hechos sociales); b) introducir un relativismo cultural en la comprensión de los hechos histórico-sociales. Pero la culturología, en cuanto discurso sobre la cultura, no sólo al margen sino incluso a costa de la sociología y de las competencias de la explicación sociológica, tiende a volverse un discurso o ideología delirante, ya que al carecer de referente real es un discurso ilimitado, y, por consiguiente, capaz de relativizar todo conocimiento y criterio de certeza o verdad. En este sentido el culturalismo, como la culturología, conducen inevitablemente a un relativismo cultural, que todo lo relativiza culturalmente.

Si se pretendiera encontrar un origen al moderno relativismo cultural habría, que remontarse al historicismo de Dilthey, quien ya recurría a un modelo de argumentación, que anticipaba las más actuales posiciones culturalistas, al sostener que ni siquiera las categorías espaciales y temporales, en cuanto formas fundamentales de experimentar la realidad son fijos y comunes, sino que están condicionadas por las diferencias culturales.32 Es obvio que cuando un niño "aprende a hablar" aprende una lengua y no otra, dependiendo de la sociedad en la que nace y crece; pero lo que no está condicionado socio-culturalmente es su capacidad para "adquirir una lengua" sea la que sea, y para estructurar un lenguaje; en otras palabras, todos los niños nacen "sabiendo hablar". De igual manera, no son propiamente las categorías espaciales y temporales, las que cambian según las sociedades, sino sus modos de representación estrechamente vinculados a los usos temporales y espaciales propios no sólo de cada sociedad sino incluso de grupos y clases sociales dentro de una misma sociedad. Pero nada impide que las transformaciones y cambios de una sociedad modifiquen no sólo sus representaciones sino también su comportamientos temporales.

El relativismo cultural no es más que una de las modalidades, quizás la más ilustrativa e ilustrada, de un relativismo moderno, que se encuentra muy condicionado por causas y razones propias del actual modelo de sociedad. De ahí que la intuición premonitora de Tocqueville, que veía en el relativismo el principal síntoma de la descohesión de una sociedad, y de las desadhesiones sociales, aparezca hoy completamente verificada, cuando la sociedad ha perdido el referente de lo "común" y sufre la ruptura del vínculo social: cuando los hombres no están ligados por ideas y convicciones compartidas sino únicamente por intereses, las opiniones humanas se vuelven una polvareda de relativismo; cuando no hay creencias comunes y compartidas, las creencias propias adquieren un poder y convicción superiores, capaces de relativizar las de todos los demás.33 El relativismo ideológico posee un doble efecto: reduce las ideas a simples opiniones, a la vez que hace de las opiniones ideas. Por eso, sostiene Boudon, el imperio de la opinión y del relativismo no son más que dos caras de una misma moneda.34

Es la asociación del relativismo moderno con los actuales fenómenos comunitaristas y etnicistas, lo que inviste al primero de un carácter culturalista. En cuanto concepciones solipsistas del grupo, la comunidad y la etnia, en su condición irreductible, se legitiman por un principio relativista: a cada uno (grupo social) su verdad y sus valores, y tanto más propios, cuanto más incompatibles con los de otros (grupos sociales). A un contexto de la misma naturaleza relativista pertenecen el subjetivismo y el individualismo modernos: como si entre más individuales y subjetivas las opiniones ellas fueran más ciertas, veraces y respetables. De esta manera, el relativismo moderno hace de la cultura y, más exactamente, de la referencia cultural, el principal criterio de verdad, con lo que termina alterando el principio gnoseológico de verdad objetiva en cuanto "adecuación del conocimiento con la realidad" (adecuation intellectus rei, como decían los escolásticos, siguiendo a Aristóteles), para sustituirlo por un criterio de certeza subjetiva: adecuación de lo que se dice con lo que se piensa; identificando así un criterio de imposible verificación.

El problema del relativismo moderno se torna crítico en el ámbito social y de las ciencias sociales, que al no ser (ni poder ser) ciencias exactas, se prestan siempre a posibles y diferentes explicaciones e interpretaciones. Hay que agregar que la cientificidad de las ciencias sociales y del conocimiento de lo social siempre se ha encontrado sujeta a la necesidad de razonar y justificar teóricamente y argumentativamente cada explicación e interpretación, y a que todo hecho y conocimiento sociales puedan ser objeto de mejores o peores comprensiones y explicaciones.35 En la actualidad, por el contrario, el relativismo, elevado a rango ideológico, sostendría que toda interpretación vale en principio como cualquier otra, y que tampoco es necesario explicar las opiniones ni argumentar las interpretaciones, pues tendrían valor y eficacia por sí mismas.36

Resulta obvio que un efecto secundario y casi defensivo del relativismo ha sido una "deslegitimación del espíritu crítico" (Boudon: 319), cuando es la crítica precisamente, uno de los procedimientos que, en las ciencias sociales o ciencias humanas, mejor contribuye a depurar los criterios de verdad, de certeza o de sentido.

Han sido las elaboraciones del relativismo moderno de Richard Rorty, —relativismo que inevitablemente tiende a degradarse en un "escepticismo dogmático", tan fácilmente reconocible en las poses intelectuales postmodernas— las que tanto han promovido el culturalismo o la reducción de todo hecho y conocimiento al criterio cultural, lo mismo que a la deslegitimación de las ciencias sociales, también reducidas en su cientificidad al registro culturalista. Y lo peor que ha ocurrido a las ciencias sociales ha sido que, en lugar de abordar la tarea de desconstruir el relativismo dominante y su variante culturalista, se han dejado contaminar por ellos.

De este modo, el culturalismo se manifiesta tanto como expresión o exponente de una atrofia de sociedad y de lo social, como factor de atrofia de las mismas ciencias sociales. Hay fuertes razones para que el relativismo y el culturalismo se impongan en la sociedad moderna, "pero hay también fuertes razones para resistirle, ya que nada obliga a aceptar la tiranía de la opinión y el conformismo" (Boudon, 1999:323). Y la razón de fondo para resistir tanto al relativismo y su variación culturalista es de orden político; pues si ambos fenómenos son sociológicamente graves para el estatuto científico de las ciencias sociales, resultan socialmente más nocivos todavía, ya que las ciencias sociales han sido y siguen siendo un fundamental aparato para la socialización de los ciudadanos.

La iniciativa de elaborar (en Ecuador) un sistema nacional de evaluación de la calidad de la educación intercultural bilingüe ha sido cuestionada, y quedó bloqueado su tratamiento, al objetarse que la misma "idea de calidad educativa es cultural y, por consiguiente, relativa a cada una de las culturas o grupos indígenas que participan de dicho programa nacional de educación.37 Este relativismo cultural pone actualmente en riesgo a la misma administración de la educación intercultural bilingüe en el país, pues ya surgieron iniciativas de algunos grupos indígenas para institucionalizar su propia dirección nacional para la educación intercultural bilingüe en su propia lengua y cultura.

Éste no sería más que uno de los muchos casos que hacen de la cultura un principio no demostrado ni demostrable de relativismo.38 Con el agravante de que el relativismo cultural se impone más por razones ético-morales o de "political correctness" que por argumentos teóricos. Ha sido, repetimos, un comportamiento habitual pero espontáneo el recurrir a la cultura y a lo cultural para relativizar hechos históricos y sociales, como si fueran la cultura y la "razón cultural" las que pueden explicar o dar cuenta de ellos, cuando, en realidad, es necesariamente lo contrario: los hechos culturales son históricos y sociológicos y, por ello mismo, únicamente se comprenden y explican sociológicamente y en función de procesos históricos; son los cambios sociales los que provocan y explican los cambios culturales.

En otras palabras, la cultura es una categoría de la sociedad y, en consecuencia, sólo puede ser pensada desde la sociedad: ya en cuanto diferencias culturales al interior de la misma, ya en cuanto diferencias significantes respecto de otras sociedades y culturas; pero también en cuanto se trataría de un área cultural compartida con otras diferentes sociedades.

Otro error de la educación intercultural, producto también del culturalismo, consiste en agregar el relativismo postmodernista y la introducción masiva de opiniones como si fueran ideas y conocimientos en las ciencias sociales (cuando aquellos, a diferencia de éstas, no requieren ser explicadas y justificadas), un relativismo muy extendido, que consiste en cuestionar la verdad o cientificidad de tradiciones teóricas y conceptuales por el simple hecho de pertenecer a una cultura particular y que, por consiguiente, no pueden trasladarse y menos imponerse a otros pueblos o sociedades diferentes.39 Esto supondría que los hechos culturales originarios de una sociedad serían tan innatos a ésta como incompatibles con otra, cuando el desarrollo civilizatorio a lo largo de la historia ha demostrado todo lo contrario: hechos culturales originados en una sociedad han podido difundirse en el resto de socio-culturas del mundo.40 Tales presupuestos se encuentran históricamente contradichos por un principio fundamental: las sociedades humanas, lejos de ser impermeables o reacias a todo intercambio y difusión culturales, más bien se hallan abiertas y predispuestas a la aculturación.41 Más aún, el programa civilizatorio de Occidente se ha construido a lo largo de la historia con la contribución de todas las culturas. Y en este sentido, hay que precisar, Occidente nunca antes había sido identificado con un área cultural particular ni con un determinado período o proceso histórico.

De manera opuesta, otra variación del culturalismo, muy asociada al relativismo cultural, y que se encuentra presente en programas de educación intercultural, consiste en generalizar a todas las culturas lo que apareció y maduró como característica propia y específica de una cultura o área cultural y de un particular desarrollo cultural. La filosofía, por ejemplo, ha significado una forma específica de pensamiento, para elaborar y organizar los conocimientos, y que ha evolucionado de acuerdo a una determinada tradición intelectual; sin embargo, también se pretende llamar filosofía a otras formas de pensar que han tenido lugar en la historia y en otros pueblos o sociedades al margen de tales características específicas y propias del pensamiento filosófico. En este sentido, hablar de "filosofía egipcia", "filosofía romana", o de "filosofía andina", implica desconocer tanto la especificidad del pensamiento filosófico como la de las otras particulares formas de pensar.42 Se trata, en definitiva, de un asimilacionismo particularista que consiste en generalizar un fenómeno cultural, que ha tenido un valor o dimensión civilizatorio, para hacer de él una apropiación cultural particular.

Algo similar ha ocurrido con la ciencia y la medicina, considerada ésta como un particular sistema de salud, que se constituyó, organizó y alcanzó un desarrollo histórico único (fundado en los principios científicos de la observación y experimentación), y que siempre se caracterizó por rasgos específicos (orgánico, anatómico y progresivamente especializado y profesionalizado, basado en la farmacología y en la cirugía). Que el sistema de salud médico se haya impuesto sobre otros sistemas de salud, no justifica que éstos se asimilen a aquél, ya que se confundirían las características que los diferencian.

El actual relativismo se ha dotado de una morfología diversa, configuradora de una suerte de cultura relativista, de la que no se puede dejar de participar sin ser tachado de premoderno. La tolerancia, por ejemplo, se ha trasladado al campo de las ideas —a la república de las ideas—, logrando que cualquiera de ellas tenga valor, legitimidad y pueda adquirir la misma ciudadanía científica. Hoy, nada descalifica tanto al espíritu crítico y nada deslegitima tanto el rigor cartesiano como el principio de la tolerancia ideológica.43

A ello hay que añadir un aroma de libertad ideológica, —con frecuencia, sinónima de libertinaje ideológico— que tanto parece inspirar la invención de cualquier idea o las espontaneidades ideológicas, que se ponen en circulación y terminan por imponerse mucho menos en razón de sus capacidades conceptuales y competencias explicativas y de comprensión de la realidad que por sus facilidades publicitarias y de consumo.

Así mismo la tendencia a moralizar el conocimiento, y su consiguiente relativización, no es más que una variante particular de toda una corriente moralizadora de todo lo social, ya que abarca desde la moralización de la política y la economía hasta la de los valores. Esta corriente, tan característica de la sociedad moderna, responde a un doble efecto a) ocultar la radical y estructural inmoralidad de la sociedad de mercado, cuyos valores exigen no sólo la eliminación de todos los demás sino del mismo principio de valoración —el "deber ser" de toda sociedad—, para no dejar otro que no sea el del mercado; b) aniquilar los valores y eficacias específicos y propios de cada ámbito de lo social, de tal modo que la moralización del conocimiento signifique el fin del conocimiento, como la moralización de la política, de la economía y de los mismos derechos ciudadanos comporta la devastación de lo político, lo económico y lo cívico.

 

El culturalismo contra la cultura: el caso de la interculturalidad

El culturalismo, según lo expuesto arriba, ha sido causa y consecuencia simultáneas de una profunda mutación tanto en la forma de concebir la cultura como en la experiencia de la misma, contribuyendo, sobre todo, a la pérdida de la cultura en cuanto producción de sentidos, de significantes y de funciones simbólicas en los hechos y realidades sociales. En su proceso de desarticulación el culturalismo, además de separar cultura de sociedad, genera una creciente ruptura o disyunción entre la cultura y las mismas categorías culturales —dimensiones explicativas de la cultura, o modos de existir y operar la cultura— como si ellas fueran hechos diferentes de la cultura y existieran de manera independiente de los procesos culturales. Esto es lo que ha ocurrido, en especial, con la noción de interculturalidad, pero con una consecuencia singular: es cierto que el culturalismo, productor de la idea de interculturalidad, la difunde y la convierte en programa cultural, pero también él mismo entra en profunda contradicción con los presupuestos conceptuales de la interculturalidad en su acepción de intercambios culturales entre sociedades y grupos humanos.

El culturalismo no sólo ha hecho de la interculturalidad una ideología de compensación, cuya instrumentalización tiende a encubrir y suplantar la ruptura del vínculo social —sustituyéndolo por una supuesta vinculación cultural, de la misma manera que sustituiría la exclusión social por una supuesta integración cultural o pertenencia a la misma cultura— sino que, además, ha deformado y confundido el concepto de interculturalidad, al transformarlo en una idea meramente operativa de la relación entre culturas, cuando, en realidad, son las sociedades y no las culturas las que se comunican y relacionan entre sí con efectos de cultura en ellas; y cuando, de hecho, la interculturalidad es una categoría de la misma cultura. Lo cual significa que la interculturalidad es la forma de existir y de actuar culturalmente una sociedad o pueblo. Las culturas existen y actúan sólo interculturalmente; por lo tanto, es la interculturalidad la que explica los fenómenos, los procesos y desarrollos de toda cultura.

Sin embargo, todas estas proposiciones han de precisarse conceptualmente en términos anti-culturalistas, considerando que nunca son las culturas las que actúan y las que se relacionan entre sí, sino las sociedades, los pueblos y los grupos humanos; y son las relaciones entre éstos y las formas que adoptan tales relaciones, las que tienen efectos de cultura y de interculturalidad; puesto que las culturas no son más que cualidades de las sociedades, de los pueblos y de los grupos humanos.

Esto significa que, lejos de entenderse la interculturalidad a partir de la cultura, son las culturas las que han de comprenderse y explicarse a partir de ella, puesto que cada cultura, por muy original y originaria que parezca, siempre es producto de múltiples interculturalidades. También, por ello mismo, los procesos culturales correspondientes a diferenciaciones y a homogeneizaciones culturales, son resultado de interculturalidad. Más aún, es este proceso el que da lugar, simultáneamente, a fenómenos de homogeneización y de diferenciación entre culturas. De ahí que algunos autores propongan pensar la cultura no tanto como un hecho social (que hace sociedad y que la sociedad hace), sino en cuanto acción social: la cultura en cuanto culturación, concepto ya implícito en el de aculturación.

No es casual que hayan sido las investigaciones sobre los procesos de aculturación, las que han obligado a modificar el concepto de cultura, hasta concebirla como relación intercultural; ya "no se parte de la cultura para comprender la aculturación, sino de la aculturación para comprender la cultura [...] Toda cultura es un proceso permanente de construcción, deconstrucción y reconstrucción" de cultura (Cuche, 1997:64). Por esta causa también las culturas han dejado de definirse conceptualmente y de reconocerse por sus características propias, para hacerlo por las diferencias significantes respecto de las otras culturas; lo que Lévi-Strauss concibe como "distancias significativas". Concluyendo, la cultura en cuanto aculturación e interculturalidad no es ajena al concepto y experiencia de la cultura en su relación y referencia a las otras culturas.

Al ser plural, cada cultura reproduce a su interior un proceso constante de inter-culturalidades y, por consiguiente, se constituye como una masa cultural proveniente de la condensación de interculturalidades, las cuales habrán de comprenderse tanto sincrónicamente (diferencias culturales interactuando de manera simultánea), como diacrónicamente (interaccionando de manera sucesiva o secuencial). De hecho, todo cambio o desarrollo cultural resulta de una interculturalidad entre componentes, residuales o tradicionales, de culturas anteriores y nuevas integraciones culturales; lo que la interculturalidad opera es una transformación de los viejos y los nuevos componentes culturales una vez que entran en interacción.

Estos análisis demostrarían: a) en qué medida la masa cultural o valor de una cultura es equivalente a la condensación de interculturalidades que la han ido formando; b) en qué medida son subterráneos e inconscientes los procesos de interculturalidad, cuando operan al interior de los mismos procesos y cambios culturales. Así mismo se pone de manifiesto el fenómeno inverso que el culturalismo pretende atribuir a la interculturalidad: no es la relación entre culturas de sociedades diferentes lo que condiciona y puede dar lugar a la interculturalidad, todo lo contrario; son los procesos de interculturalidad al interior de una sociedad los que condicionan y hacen posible que ella establezca relaciones de interculturalidad con otras sociedades. Formulado en términos éticos: sólo reconociendo los procesos de interculturalidad que han tenido y tienen lugar a su interior, puede una sociedad reconocerse en la cultura de otra y entrar en un esquema de intercambios culturales con ella. Por el contrario, sociedades que desconocen las interculturalidades o muchas de ellas (o alguna en particular) que se han dado a su interior y a lo largo de su historia, estarían incapacitadas para reconocerse en las culturas de otras sociedades y entrar en una relación de intercambio con ellas.

Por otra parte, y de acuerdo con los anteriores planteamientos, sería inexacto pensar que "el cambio cultural viene esencialmente del exterior por contacto cultural" (Cuche, 199:33); y esto por una doble razón: en primer lugar, los procesos de interculturalidad que se dan al interior de cada sociedad no sólo son los que más dinamizan el cambio cultural, también ellos son los que más condicionan los "contactos culturales" exteriores; en segundo, habría que considerar en qué medida se puede hablar de "exterior" y de "interior" cuando se trata de hechos culturales y procesos de interculturalidad. Que la interculturalidad tenga lugar entre sociedades, grupos humanos o pueblos más o menos distintos, unos exteriores a los otros, no significa que dicho intercambio no tenga lugar al interior de un área cultural común, más o menos compartida, lo cual implica que no hay cultura o rasgo cultural por muy exterior que parezca a una cultura que no pueda ser internalizado por efecto de la interculturalidad.44

Partiendo del supuesto de que no son las culturas las que se encuentran, intercambian y comunican sino, más bien, las sociedades y los pueblos, y que en consecuencia, no hay culturas híbridas, sino que son los individuos, las sociedades y grupos humanos quienes se encuentran y comunican, es posible entender el "principio de cesura" cultural, según el cual un individuo, sociedad o pueblo puede integrar elementos culturales diferentes y, aún así, vivir simultáneamente una tradición y una modernidad culturales.45 Lo cual no significa que vive entre dos universos socio-culturales ni que vive en ambos simultáneamente de manera intercultural, sino que la interculturalidad es tan interior a los individuos como a las sociedades.

Por eso, toda "adquisición" e innovación o intercambio culturales, en la medida que son resultado de interculturalidad, entre el contenido cultural adquirido y la socio-cultura que lo adopta, tales "adquisiciones" e innovaciones son objeto de tal apropiación, que termina por convertirse en productos culturales tan originales como significativamente diferentes de la socio-cultura de procedencia. Por esta razón no se puede hablar propiamente de "culturas híbridas" ni de hibridaciones culturales, ya que toda "mezcla" de culturas da lugar a una nueva y original cultura cuyas diferencias significantes la distinguen de las que la integran. Es el pasado y los pasivos del capital cultural de una sociedad los que hacen que toda "adquisición" o "importación" sea una real y propia producción de cultura.

Nunca hay una "pérdida", ni siquiera en la sustitución de una cultura por otra o de un rasgo cultural por otro, e incluso en los grandes cambios y transformaciones culturales las duraciones, las prolongaciones y las continuidades no sólo son más fuertes y consistentes que las adquisiciones y adopciones, sino que, además, son aquéllas las que informan culturalmente sobre las segundas y las invisten de sentidos y significaciones propios. En ningún caso cabe pensar en "abandonos" ni "pérdidas". Podríamos hablar de un "olvido" que transforma la cultura en todo lo que se olvida cuando se convierte en parte integrante de una sociedad. Si pensamos la cultura en términos de capital, se debe distinguir entre la cultura como capital activo cuando se le entiende como hechos y experiencias, prácticas y objetos; y la cultura como capital pasivo de una sociedad: esto es, la dimensión de la cultura que condiciona todo lo que la sociedad hace y vive culturalmente; es el capital cultural el que incluso condiciona las innovaciones culturales y las nuevas identificaciones de dicha sociedad.

En el transcurso de la historia de un pueblo la cultura deja de ser los objetos y las prácticas de una sociedad, deja de estar fuera de ella y de ser algo externo y objetivo, para hacerse dentro de ella, para irse subjetivando y volverse interior a dicha sociedad; una vez rebasado este punto, la cultura se convierte en aquello que produce, articula y organiza todos los sentidos y significaciones de prácticas, hechos y objetos; como diría Devereux "transformada en material o en estructura psíquica, en Super-ego, ideal del Yo en Yo —en algo aprendido, producido o construido internamente: está dentro". En definitiva, la cultura deja de ser representada (socialmente) en cuanto producto de la sociedad, para ser pensada y vivida (sociológicamente) como productora del sentido de una sociedad o grupo humano. En esta dimensión de la cultura, en la "interna experiencia de la cultura" (J. Henry) no se puede hablar de "pérdidas" ni de "abandonos" culturales: una sociedad "vive su cultura como algo profundamente interiorizado, algo que es parte de su estructura y economía psíquica".46

Hay una constante acumulación de capital cultural o capitalización de la cultura a lo largo del pasado de toda sociedad, pueblo o grupo humano que va condicionando su desarrollo cultural en el transcurso de su futuro histórico. En este sentido cabe definir la cultura de un pueblo como el inconsciente del individuo: es el pasado, del que no se está consciente, pero que actúa constantemente en el transcurso de una vida, para otorgarle sentido a sus hechos y episodios, aunque, en todo momento, se puede adquirir conciencia de ello.

Bastide llevaría, con esta idea, la interculturalidad a la internación en las formas inconscientes del psiquismo, de tal manera que las cesuras culturales "hacen que la inteligencia pueda estar occidentalizada mientras que la afectividad permanece indígena o a la inversa".47 De tal forma el "principio de cesura" pone de manifiesto cómo la interculturalidad expresa y opera, a la vez, las discontinuidades y mutaciones esenciales en los procesos de cultura, mientras que los culturalistas quedan limitados a identificar los cambios en las continuidades.

El culturalismo y su programa de interculturalidad (o formulado de otra manera, la interculturalidad pensada y aplicada desde el culturalismo) presuponen, erróneamente, que son las culturas las que entran en relación y no las sociedades, y que son las diferencias culturales, las que impiden que sociedades, grupos sociales y humanos se relacionen entre ellos; y serían, además, esas diferencias culturales, las que promueven los enfrentamientos entre sociedades, las guerras entre pueblos. Así se ignoran dos hechos: que son otras las causas, razones e intereses por las que los pueblos y las sociedades se enfrentan y luchan; y que la cultura es la única capaz de unir y relacionar sociedades diferentes, que son las diferencias culturales las que posibilitan y promueven los reales intercambios entre sociedades.

Al separar la cultura de la sociedad, el culturalismo desconoce que el cambio cultural al interior de una sociedad o grupo humano sólo puede ser explicado y comprendido en cuanto fenómeno de interculturalidad. Las transformaciones o mutaciones en la sociedad actual se han vuelto tan intensas, tan bruscas y rápidas, que las diferencias culturales coexisten simultáneamente al interior de cada sociedad. De ahí que el cambio cultural haya de ser re-conocido como interculturalidad entre los procesos más residuales de una misma cultura y sus propias innovaciones. Sin este reconocimiento dicho cambio cultural puede resultar tan conflictivo como traumático.

Es preciso insistir, por ello, en que la interculturalidad no es una práctica ni el producto de una acción; la interculturalidad es el modo de existir de las culturas y, por lo tanto, la interculturalidad sólo puede ser objeto de re-conocimiento, un re-conocimiento que genera identificaciones e identidades. Más aún, únicamente cuando reconoce sus internas y constantes interculturalidades, una sociedad, pueblo o grupo humano pueden existir culturalmente. El des-conocimiento de la interculturalidad o interculturalidades a su interior hace que las sociedades y pueblos conviertan tal ignorancia en un comportamiento traumático y conflictivo no sólo respecto a las culturas de otros grupos y sociedades, sino incluso respecto a los propios cambios culturales. Esto mismo refuerza el planteamiento de que la cultura y la interculturalidad ni se enseñan ni aprenden, ya que dicha enseñanza-aprendizaje haría de la cultura y la interculturalidad un hecho exterior y ajeno y no tan reconocible tanto interna como externamente. Formulado de modo distinto, son la interculturalidad y los reconocimientos entre culturas los que realmente educan las personas, los pueblos y las sociedades.

Pero el principal y peor error del culturalismo, en cuanto negación de lo social y de la explicación sociológica, consiste en su incapacidad para comprender y explicar la cultura, ya que todo hecho u objeto, práctica o proceso cultural sólo se entienden y pueden ser interpretados a partir del sistema de sentidos y significaciones sociales que los producen. Cuando nos preguntamos ¿qué hace que un hecho, objeto, práctica o institución social sea cultural y pueda considerarse como un fenómeno de cultura?, la respuesta hay que buscarla en la misma sociedad, en las lógicas sociales, sentidos y significaciones, usos y valoraciones, funciones simbólicas, que esa sociedad produce respecto de tal hecho y atribuye a tal objeto.

Tomemos el ejemplo del awayu (away significa "tejer" en quichua), tejido andino que posee características textiles de composición comunes en toda el área andina, aunque, al mismo tiempo, cada región y hasta cada etnia o comunidad le da particularidades cromáticas y figurativas.48 En primer lugar, la producción textil está vinculada a los únicos y más representativos animales de la fauna andina: los camélidos (llama, vicuña y alpaca); es también el producto de mayor valor agregado que posee la economía tradicional andina y, por consiguiente, es el que más se ha prestado a la reciprocidad y al intercambio simbólico; en segundo lugar, en sociedades de tradición ágrafa, como las andinas, el tejido se ha convertido en un texto de matrices figurativas y simbólicas de muy elaborada codificación, donde se ha expresado la racionalidad y discursos que una sociedad ha hecho sobre sí misma, ya que en el texto-discurso textil se encuentran cifradas tanto la forma y la lógica de la organización social como las representaciones del espacio y el tiempo; en tercer lugar, el awayu tiene tres principales usos vinculados con la vida y la muerte, lo que lo convierte en un objeto de extraordinario simbolismo: sirve para cargar a los niños recién nacidos, para transportar comida, y para envolver al muerto49 en su tumba. Finalmente, el awayu representa el signo más distintivo y de identificación de una comunidad, ya que por él se reconoce y diferencia una comuna de cualquier otra, incluso de la vecina.50 Es todo este sistema de sentidos y significaciones sociológicamente producidos, comprendidos y explicados, lo que convierte un objeto social, como el tejido andino, no sólo en un hecho cultural sino en un "fenómeno cultural total".

Según esto, puede concebirse la cultura como todo aquello que una sociedad olvida cuando se convierte en parte integrante de su pasado y de sí misma, y que sólo el análisis cultural puede sustraer del olvido. Podríamos representarnos así la relación entre sociedad y cultura, recurriendo a la imagen del iceberg : todo lo social que aparece sobre la línea de flotación visible de la sociedad (hechos, objetos, prácticas, instituciones) recibe su carácter y valor culturales de la masa proporcionalmente mucho mayor de sentidos, significaciones, valores, funciones simbólicas, mentalidades y creencia, usos sociales y rituales, que bajo la línea de flotación y de invisibilidad social sirven de soporte a aquellas realidades.

 

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Notas

1 Marc Augé, "L'autre proche", en Segalen Martine (ed.), L'autre et le semblable. Regards sur l'ethnologie des sociétés contemporaines, Presses du CNRS, París, 1988:19-34.

2 Es Jean Baudrillard quien por primera vez se refiere al "síndrome neocultural" (Le système des objets, Siglo XXI, México, 1969).

3 Denys Cuche, La notion de culture dans les sciences sociales, La Découverte, Répéres, París, 2001. La bibliografía sobre todos estos temas durante la última década revela la masa crítica acumulada en torno a esta problemática. Y no deja de ser muy sintomático que las publicaciones de carácter divulgador sean mucho más numerosas que los estudios especializados o científicos, y resultado de investigaciones de campo.

4 En una obra anterior (cfr. J. Sánchez Parga, El oficio de antropólogo, CAAP, Quito, 2005) retomamos en un capítulo —"el síndrome moderno de la etnicidad vs. la cultura"— la contundente crítica de Max Weber a la noción de etnia, a partir de la cual desarrollamos nuestros propios cuestionamientos a los actuales usos de dicha noción.

5 A. Touraine, Pourrons-nous vivre ensemble? Egaux et différents, Fayard, París, 1997, p. 265.

6 Ibid.

7 También esta problemática ha sido ampliamente tratada en J. Sánchez Parga, 2005: 299-364.

8 Ya para Freud la identificación es lo que define la identidad; identificación que comporta la diferencia respecto de "otro". Incluso en términos subjetivos la identidad se constituiría en la alteridad con la propia conciencia, como lo demostró Hegel primero y después el psicoanálisis.

9 Daniel Bell, Las contradicciones culturales del capitalismo, Alianza, Madrid, 1997:11. Toda la obra de Bell se encuentra atravesada por esta idea: cfr. p. 62.

10 Tal es el valor del concepto de diferencias significantes, que según Lévi-Strauss define la cultura.

11 Cfr. Hannah Arendt, "Society and Culture", en Norman Jacobs, Culture for the Millions?, Van Nostrand, Princeton, 1961; Between Past and Future, Viking, New York, 1961.

12 Con este sentido y en esta dirección hay que entender la declaración del primer gran ideólogo de la política cultural del Estado, André Malraux, en 1959: "el principal problema cultural es volver accesibles las más grandes obras al mayor número de hombres".

13 Según Philippe Urfalino, Malraux inventa la "política cultural" en 1959, la que se disipa hacia 1990, y este autor precisa que "afirmar una cesura, un inicio y la disipación de un fenómeno social, es imponerse al mismo tiempo el ejercicio de la definición de lo que aparece, cambia y se desvanece" ("Aprés Lang et Malraux, une autre politique culturelle est - elle possible?", en Esprit, 2004).

14 P. Bourdieu, La distinction. Critique social du jugement, Minuit, París, 1979.

15 Michel de Certeau, La culture au pluriel, Union Générale d'Editions, París, 1974.

16 Cfr. Herbert Marcuse, Kultur und Gesellschafi, 1965.

17 Jürgen Habermas, "El criticismo neoconservador de la cultura", en J. Habermas, et al., Habermas y la modernidad, Cátedra, Madrid, 1994:133.

18 Cfr. Peter Steinfels, The Neoconservatives, New York, 1970.

19 Cfr. Armand Mattelart, La cultura como empresa multinacional, Era, México, 1974.

20 Es, por ejemplo, el caso de la industria y comercio de la cosmética (perfumes, colonias, after-shave, cremas embellecedoras y rejuvenecedoras, champús... ) una de las más prósperas actualmente, cuya semántica hace de sus mercancías un atractivo de seducción y de imaginarios culturales muy efectivos.

21 Cfr. Guy Hermet, Culture et Développement, Presses de Sciences Po, París, 2000. En esta obra se recogen todas las contribuciones presentadas al Foro "Développement et Culture" del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), París, Palacio de Congreso, 11 y 12 de marzo de 1999. La preocupación por las condiciones culturales del desarrollo se hará cada vez más persistente: cfr. Dieter Weiss, "Cultura y desarrollo. Cuando se despliega la creatividad aparece el desarrollo", y Frank Bliss, "Cultura y desarrollo. Un aspecto desatendido por la teoría y la práctica del desarrollo", en Reinhold E. Thiel (edit.), Teoría del desarrollo. Nuevos enfoques y problemas, Nueva Sociedad, Caracas, 2001. Pero incluso en esta perspectiva no se deja de pensar en la cultura como articulada a la sociedad: G. Elwert et al., "Sozio-kulturelle Bedingungen in der Entwiklungszusammenarbeit", Bonn, 1992 (mimeo).

22 Cuche (1997:97) se refiere a otro catálogo de culturas aún más singulares y particulares como la "cultura del micro-ondas" y la "cultura hip-hop".

23 Esta pedagogización de la cultura no es ajena a otros fenómenos de la sociedad actual, cuya problemática la misma sociedad moderna pretende tratar y resolver pedagógicamente. Por esto es que la moderna crisis de valores y de derechos intente resolverse por medio de la "educación en valores" o la "educación en derechos", cuando los valores y los derechos dejan de ser lo uno y lo otro en la medida que son enseñados y aprendidos. Lo que evita plantear el problema de fondo: una sociedad enseña los valores que no practica y los derechos que no ejerce.

24 Alain Touraine, Critique de la modernité, Fayard, París, 1993.

25 Es en razón de esta lógica temporal y dinámica de la globalización, que hemos considerado más pertinente este concepto que el de mundialización, el cual sólo significaría la dimensión espacial de dicho fenómeno. Cfr. J. Sánchez Parga, Globalización, gobernabilidady cultura, ILDIS / Abya-yala, Quito, 1997.

26 Aunque en la obra de Bourdieu no aparece el concepto de actor social, puesto que de acuerdo a su concepción sociológica (a diferencia de Touraine) prefiere la idea de agente social, se podría pensar en la puesta en práctica de lo que concibe como "capital cultural". En América Latina será en la última década del siglo XX, que aparece la idea de "actor cultural" , pero no separado de la acción social, en una investigación realizada en todos los países del subcontinente sobre Innovación cultural y actores socio-culturales (CLACSO, Buenos Aires, 1990).

27 En un estudio reciente (J. Sánchez Parga, Hacia una sociedad postsocietal. Transformaciones sociopolíticas del mundo global, CAAP, Quito, 2005) hemos tratado más ampliamente del "declive del actor social". Es muy elocuente que el mismo Touraine haya abandonado el concepto de actor ya en la década de 1990.

28 Nos referimos aquí a las dos obras de Alain Touraine, Sociologie de l'action (Seuil, París, 1965) y Production de la société (Seuil, París, 1973). Es en su obra Critique de la modernité (Fayard, París, 1993), que se refiere a la idea de N. Poulantzas del "sistema sin actores", al mismo tiempo que critica una sociología como la de Irwing Goffman de "actores sin sistema".

29 Cfr. A. Touraine, 1997:241.

30 Para un más amplio desarrollo de estos temas cfr. J. Sánchez Parga, "Despensar la pobreza desde la exclusión" (Ecuador Debate, núm. 51, diciembre, 2000), "Sin (creciente) inequidad no hay crecimiento económico" (Socialismo y participación, núm. 99, 2005).

31 K Marx, El capital, t. I, vol. II, Siglo XXI, México, 1978:487.

32 Las dos obras fundamentales de Dilthey (1833-1911) presentan una singular convergencia: Crítica de la razón histórica y Ciencias de la cultura; título este último que corresponde al concepto alemán de Ciencias del espíritu ( Geístenwíssenchafien).

33 Alexis de Tocqueville ve en el democratismo una de las causas del relativismo moderno, pues "cuando la igualdad es un valor dominante, tiende a inducir una concepción relativista del mundo y a desvalorizar las ideas de verdad y objetividad"; y precisa muy enfáticamente que sin ideas compartidas no hay acción común y sin acción compartida no hay ideas comunes: "without ideas held in common there is not common action" (Democracy in America, II, 1, cap. II, The Modern Library, New York).

34 Raymond Boudon, Le sens des valeurs, PUF, París, 1999.

35 Las ciencias sociales o humanas reconocen que hay explicaciones exclusivas o excluyentes, sobre todo en el ámbito teórico; que hay explicaciones concurrentes, que compiten por una mejor explicación que otra, así como hay explicaciones complementarias.

36 "Cualquiera que sean los numerosos mecanismos microsociales, por los cuales el relativismo ha penetrado en nuestras sociedades, y a pesar de las resistencias que encuentra [...] ha ejercido y ejerce todavía una influencia decisiva sobre la vida intelectual" (R. Boudon, 1999:316).

37 Cfr. Fernando Garcés, Situación de la educación intercultural bilingüe en Ecuador, Documento encargado por el PROEIB Andes y el Banco Mundial, y procurado por Sebastián Granda, 2004. Sobre el carácter cultural de la calidad educativa el autor cita a A. Moya, 2003:37 y a Abram, 2004:11.

38 Para la clásica gnoseologia crítica como para la teoría del conocimiento no hay doctrina más fácilmente cuestionable que el relativismo en cualesquiera de sus formas. Puesto que el relativismo, por simple lógica, no puede establecer como principio (absoluto) que todo es relativo.

39 Sería tan insostenible como negar el valor y utilidad de la escritura por haber nacido hace cinco mil años en tres distintas áreas culturales (el Nilo, Mesopotamia y el Indo); algo así como negar el valor y validez del análisis estructural o de las teorías lingüísticas, por haberse elaborado en una determinada región cultural e intelectual.

40 El relativismo postmoderno es feudatario de una suerte de democratismo ideológico, según el cual cualquier idea valdría tanto como cualquier otra, ya que todas participan de la misma igualdad de derecho de toda democracia, lo que implica extender la democracia, en cuanto régimen político y de gobierno, a todos los ámbitos de la sociedad. De ahí también la moda actual de consensuar las ideas y los conocimientos, o los programas académicos de una carrera universitaria, como si el criterio de verdad, de certeza o de coherencia científica y académica se decidieran por un régimen de acuerdos de mayorías o minorías.

41 Esto no excluye el caso de reacciones frente a determinados procesos de "aculturación", que podrían tener efectos destructores en la sociedad.

42 Que hubo un pensamiento español y un pensamiento italiano, e incluso reconocer la existencia de filósofos en ambos países no justificaría hablar de una filosofía española o italiana, sino en términos muy analógicos respecto de lo que fue una filosofía medieval o una filosofía alemana y francesa. E incluso reconocer que el existencialismo fue un movimiento filosófico europeo con manifestaciones en diferentes pensamientos nacionales, impediría reconocer que hubo un pensamiento existencialista británico.

43 Es muy curioso constatar en qué medida la postmodernidad ha convertido a Descartes en el más denigrado de todos los filósofos, y no hay postmoderno que no se declare repetidamente postcartesiano o anti-cartesiano. Aunque para muchos no sea más que una moda obligada, lo que a Descartes expiatoriamente se le reprocharía hoy es haber osado establecer un principio de certeza a partir de los juicios de experiencia y un criterio metodológico en la producción de conocimientos.

44 Sobre la "no-externalidad" de las culturas entre sí, es preciso reconocer que "las culturas particulares no son absolutamente extranjeras las unas a las otras, incluso cuando acentúan sus diferencias para mejor afirmarse y distinguirse las unas de las otras" (cfr. Cuche, op.cit. p.67). Para una mayor elaboración de esta temática específica, cfr. J.-L., Amselle, Logiques métisses. Anthropologie de l'identité en Afrique et ailleurs, Payot, París, 1990.

45 Hemos traducido "coupure" por "cesura", reteniendo el doble sentido de "corte", pero también de unión. Cfr. Roger Bastide, "Le principe de coupure et le comportement afrobrésilien", en Anais do XXXL Congresso International de Americanistas, Sao Paulo (1954), Anhembi, Sao Paulo, 1955, vol. 1, págs. 493-503.

46 Georges Devereux, Essais d'ethnopsychiatriegénérale, Gallimard, París, 1970; Jules Henry, "The Inner Experience of Culture", en Psychiatry, núm. 14, 1951.

47 Roger Bastide, Le prochain et le lointain, Cujas, París, 1970: 144.

48 Mientras que la cerámica ha sido la pieza arqueológica más representativa de las culturas neolíticas de las costas andinas, por obvias razones (incluso climáticas) y a pesar de su mayor fragilidad, los tejidos han expresado el estilo cultural de las sierras de los Andes. Sobre su importancias cultural, política y económica pueden encontrarse ya muchas referencias en la obra de Guamán Poma, Nueva crónica y buen gobierno (1612-1616). Para una buena ilustración plástica del tejido andino, cfr. Tamara E. Wasserman & Jonathan S. Hill, Bolivian Indian Textiles. Traditional Designs and Costumes, Dober Publications Inc., New York, 1981.

49 Dentro de la amplia bibliografía dedicada a este tema puede consultarse V. Cereceda, "Sémiologie des tissus andins: les talegas d'Isluga", en Annales ESC, 33 année, núm. 5-6, 1978; "Aproximaciones a una estética andina: de la belleza al tinku", en Th. Bouysse-Cassagne, Harris, O. , Platt, T. Cereceda, V., Tres reflexiones sobre el pensamiento andino, HISBOL, La Paz, 1987; J. Sánchez Parga, "Simbólica textil y representación social del espacio andino" en Cultura, Revista del Banco Central del Ecuador, núm. 21, 1985; ¿Por qué golpearla? Etica, estética y ritual en los Andes, CAAP, Quito, 1990; Textos textiles en la tradición andina, IADAP, Quito, 1995.

50 Para esta cuestión muy precisa puede consultarse V. Cereceda, Una diferencia, un sentido. Los diseños de los textiles tarabuco y kalq'a, ASUR, Sucre. 1998. Los incas imponían a cada etnia el uso de un vestido propio como señal distintiva y de reconocimiento.

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