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Perfiles latinoamericanos

Print version ISSN 0188-7653

Perf. latinoam. vol.13 n.27 México Jan./Jun. 2006

 

Sección Varia

 

Chile: abdicación cívica e historia contra la memoria

 

Rossana Cassigoli Salamon*

 

* Doctora en Antropología, Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM.

 

Recibido en noviembre de 2004.
Aceptado en julio de 2005.

 

Resumen

Este artículo recapitula las secuelas existenciales que asolan a familias, localidades e individuos, enmendadas o transmutadas por memoriales humanistas y vanguardistas de la experiencia dictatorial chilena de la década de 1970. Derivaciones inmateriales que han marcado, al menos, a tres generaciones, tres descendencias presentes y convivientes. Los síntomas del olvido y de una "reclamación negada" afloran bajo el peso de la cultura imperante. La presente remembranza bordea la crónica, afín al trabajo de la memoria; compendia fragmentos de interlocución crítica entre la disparidad de presencias que personifican un patrimonio disperso: el de una alteridad perdida y referida a otro tiempo cultural.

Palabras clave: Golpe, memoria, cultura, prácticas, pertenencias, politización, representación, juicio, reparación, colectividad.

 

 Abstract

The article hereby presented seeks to expose some existential sequels which have devastated families, localities and particular persons, emended or transmuted by humanistic and avant-garde memorials, of the dictatorial chilean experiences on the seventies. Immaterial sequels have marked at least three generations, which means, three cohorts present and coexisting. The symptoms of forgetfulness and of one "denied claim" appear on the surface of the reigning culture. The present remembrance borders that of a chronicle, in affinity with memorial work: summarize fragments of critical interpellation among the disparity of presences which personifies one dispersed patrimony, the one from a lost otherness corcerning another cultural time.

Key words: Coup d'etat, memories, culture, practices, belongings, politicization, representation, judicial process, reparation, community.

 

Uno. Politización de la memoria

Emprendo una recapitulación rasa y extractada de las secuelas existenciales que asolan a familias, redes colaterales, barrios, localidades e individuos, sin omitir lesiones a memorias comunes, perceptibles o recónditas, ignoradas o encubiertas, subsanadas o transformadas por memoriales humanistas y vanguardistas, de la experiencia dictatorial chilena de la década de 1970.1 El primer síntoma de esta "reclamación negada", aflora bajo el peso que descarga toda la cultura e idiosincrasia sobre el universo de lo vulnerable: el entumecimiento sensible,2 la apertura exigua, la cerrazón pragmática o discursiva, el deleite en el eufemismo como retórica crítica, la escritura cerebral y distante o la exageración escriturística,3 características presentes en las prácticas contraculturales que impugnan con nuevos lenguajes las nociones habituales de representación política. Hace una década, y antes del advenimiento de la cifra "30 años después del Golpe", aún la evocación de los hechos dolorosos se experimentaba en Chile como engorrosa repetición: letanía del dolor de la memoria, reclamación-interpelación que al representarse se teatraliza, y se torna incómoda por sensiblera y vehemente.4 Se propaga y naturaliza, se vuelve "sentido común" en Chile la personalidad contenida dentro de los marcos disciplinarios del comportamiento, siempre vigilado por el imperio de la mirada.

Sin intención de ofrecer cierres interpretativos, la presente recapitulación bordea la crónica; su propósito, más afín al trabajo de la memoria que al de la historia, compendia fragmentos de interlocución crítica entre la disparidad de presencias que personifican un patrimonio disperso: el de una alteridad perdida y referida a otro tiempo cultural. No únicamente cuentan las recordaciones surgidas en los itinerarios de la "creación cultural" debatida ardorosamente desde la cultura degradada por la tachadura o historia escrita contra la memoria. Existe una memoria de algo, no articulada en discurso, anónima y sin embargo decisiva, cuyo ímpetu rebasa a esa "otra memoria" persistente que descuelga su comprometido peso sobre la narrativa nacional y alocución política. Se consignan relevantes fuentes filosóficas, históricas y etnológicas que procrean un fenomenología de la memoria y el olvido. Dondequiera ha brotado su consigna, la pregunta por su huella en el devenir humano, por cómo gobiernan nuestras vidas íntimas y colectivas. Se han fraguado mixturas: las disciplinas históricas, historiográficas y patrimonialistas encuentran en el binomio memoria-olvido la pieza maestra para volver a significarse; recalcan su notación "tematicista". Se escribe la historia de la memoria. Se reduce la memoria a monumentos y testimonios. Tras su legítima locuacidad sin embargo, un sufrimiento etéreo nos interpela y tal vez la palabra memoria ya no alcance.

Es del todo admisible que, por más de tres décadas, derivaciones inmateriales imposibles de encasillar en el puro anatema han surcado al menos tres generaciones, tres descendencias presentes y coexistentes que procrean la tradición dictatorial.5 De forma análoga al proceso curativo del Holocausto europeo, "acontecimiento absoluto" de la historia (Blanchot, 1990:74), no ha cesado el repaso de los hitos dictatoriales, ni han sanado las heridas espirituales y morales: "Formamos parte de una escena que no se ha trabajado suficientemente y que tiene que ver con qué es lo que viene. ¿Qué es lo que viene?" (Galende, et al., 2005, inédito). Breve ha sido el camino hacia la cura creativa confiada a la restitución de la investidura íntima de la colectividad, si la hubiera, lesionada por el cruel derrumbamiento de lo entrañable; la quimera de un mundo dable, de la propia política como "mundo posible" en sus vertientes personal y colectiva.

No todo ha sido páramo: una valiosa diversidad de proyectos culturales, frentes discursivos y prácticas alternativas forcejearon y convivieron al interior del campo antidictatorial: organizaciones partidarias, organismos gubernamentales, redes institucionales, centros de investigación en ciencias sociales, arte militante. La emergencia del lema antidictatorial retrasó la labor de recapacitar sobre el detalle de las querellas internas del campo opositor. La Escena de Avanzada cuya mención concurre en revistas chilenas contemporáneas, (Extremooccidente, Crítica Cultural) constituye un ejemplo de género "vanguardista" (aunque explicite su relación incómoda con la vanguardia) de politización del arte desde un "imaginario de la crisis" y de contribución a las primicias en el Santiago de los ochenta, de un debate político cultural y crítico una década después del Golpe: "La Escena de Avanzada le disputó a la política en los años de dictadura la capacidad de armar un campo de problemas y tensiones en torno a los dilemas de la representación, que se resistiera a la ilustratividad del contenido ideológico y a la operacionalidad del programa político" (Richard, 2004:30-31). El arte y la escritura de la Avanzada, según Nelly Richard, consistía en trabajar con las fallas y accidentes de la representación; recuperar las zonas eludidas, sus deshechos:

Frente a los quiebres de la representación y al modo en que la cultura de izquierda buscaba parchar los símbolos rotos para recomponer una cierta imagen de continuidad y tradición históricas, las obras de la Escena de Avanzada se preocupaban por recoger aquellos fragmentos y residuos (lo sobre presentado, lo disminuido) que vagaban en los heroicos márgenes de las grandiosas recomposiciones de su épica de la resistencia. Mientras el arte partidario de la cultura militante recurría al léxico humanista trascendente del meta significado (pueblo, identidad, memoria), la Avanzada recogía los fragmentos micro biográficos de imaginario desintegrados, para socavar así las representaciones plenas a las que todavía adherían las totalizaciones ideológicas (Richard, 2004:34-35).

En contraste con la colonización callejera que perpetraron las brigadas Ramona Parra en los años setenta, la Avanzada, sin embargo, con su estrategia militante contra el academicismo y arte insurgente de corte "crítico-estético", no logró ceder su espíritu elitista para conquistar un diálogo incluyente, ingenuo y reparador de las lesiones emocionales de la comunidad.

A excepción de un cierto "periodismo crítico denuncialista" o del gesto civil testimonial, la Concertación gobernante terminó por inutilizar cualquier detracción elevada de la sociedad.6 El mismo sistema chileno de partidos, explicó Moulián en entrevista, permitió la estabilización de las exclusiones sociales solapándolas en la integración política. Esa integración fue acatada por la izquierda como un régimen de oportunidades; la democracia surgió como un campo de disputa para remediar exclusiones sociales que no se zanjan (Galende, Ossa, 2003:46). Modélica dictatorial que encubrió el atajo a la participación haciendo del acceso al consumo un recurso de participación: "Reino de la economía como privatización absoluta de la reflexión política" (Galende, Ossa, 2003:50).

Por su parte la familia y el parentesco emergieron desde su condición política, tras la búsqueda y manejo de medios expresivos como herramientas de crítica y reconstrucción de la memoria, paralelas a las estrategias que canalizan sus demandas de justicia en el plano jurídico.7 El trabajo memorialista de familiares de las víctimas compone una fusión de prácticas que ha encomendado a "la filiación y la genealogía" el papel clave en la representación del gravamen traumático del pasado. No obstante, el duelo privado ha logrado trabar una profunda correspondencia con el presente de la experiencia colectiva. Tales voces mezcladas aportan a la construcción de una memoria y de nuevas figuras viables de comunidad, a la vez que reflexionan un régimen ético "para la difícil y siempre compleja relación entre los acontecimientos trágicos y su representación" (Amado, 2004:14-15).

Una vez arrasado el ideal épico-revolucionario que encarnaba la Unidad Popular, la dictadura chilena capitalizó inexorablemente el sistema de "representaciones" (el derecho de nombrar, clasificar, otorgar identidad) que cercan a la sociedad tras la razón autoritaria mediante la dicotomía orden/caos. El lenguaje mismo entró en trance, las palabras dejaron de acomodarse a sus referentes, y en los recodos de la atomización pública, el abandono de la conversación y privatización de las disciplinas, la palabra perdió su filo contestatario, se volvió eufemismo y prevención: "El golpe fue un golpe a la palabra, que no solamente significa la transformación del modo de preguntar, sino que seguir preguntando del mismo modo ya es parte de una impotencia" (Conversación con Miguel Vicuña, 2005).

 

Dos. Crónica de los setenta

En la década de 1970 se observaba un país donde la naturaleza del Estado y la ideología reflejaban la herencia de antecesores recientes: oligarcas sin parangón en Hispanoamérica escribió Collier, y unas fuerzas armadas que desde las guerras del Pacífico adquirieron prestigio sin par en América Latina, aunque el gasto militar había diminuido drásticamente desde la década de 1950 sumando descontento (Collier, 1998:280).

Se atribuía a Chile el mito de nación ilustrada con un componente laico, masón y librepensador y una tradición de hombres liberales y civilistas investidos de limpieza republicana.8 Convivieron desde antaño resistentes paradojas que forjaron la nación chilena. La lucha obrera de tradición centenaria, gestada por un proletariado consciente y combativo, enlazada desde su origen a la actividad minera del carbón y el salitre, (en los años treinta ya existían en Chile dos partidos marxistas y la experiencia efímera de un gobierno socialista que duró trece días: la república de Marmaduke Grove en 1932) floreció a la par de una marcada preferencia nacional por la uniformidad cultural. Tal propensión resulta desconsoladora por un motivo esencial concerniente a la existencia social: que tal ordenación homogeneizante de la vida, se implanta sobre la base de la supresión de la diferencia y la incorporación intensiva de la población a una forma única de socialidad.

En los años setenta, sin imaginar el destino que se aproximaba, se percibía a Chile como el país menos tumultuoso de la región latinoamericana, justamente por la carencia de golpes de estado desde hacía cuarenta años. Se machacaba abundantemente sobre la tradición legalista de las fuerzas armadas chilenas y su inspiración institucional. El alto mando debía pensar dos veces la opción golpista y, sobre seguro, en su decisión pesaría el apego a la ley. Se conjeturaba además que el cuerpo de conscriptos, cuya composición social no procedía de comunidades rurales analfabetas y sin conciencia de clase como ocurría en Ecuador o Bolivia, no jugaría a favor de un genocidio. Al cabo de las experiencias habidas, se confirma que justamente la formación prusiana de la milicia chilena contribuyó al frío cálculo de muerte y aberrante producción de dolor masivo que preconizó.

Cuando Salvador Allende asumió la presidencia, la encolerizada burguesía se empeñó en convertir al régimen presidencial en parlamentario mermando las facultades del poder ejecutivo. Tenía razón esa burguesía cuando distinguía entre la "letra" y el "espíritu" de la ley. Y no porque Allende la violara, sino precisamente por lo contrario: disposiciones progresistas que antes se habían incorporado al cuerpo legal como letra muerta o que eran interpretadas con espíritu derechista, habían dejado de serlo o se comenzaban a aplicar por vez primera con un sentido distinto. Ya en ejercicio el gobierno de la Unidad Popular, en menos de un año y medio se había recuperado para Chile la totalidad de la minería, el noventa por ciento de la banca y el latifundio se encontraba prácticamente eliminado, en la nación que en 1920 registraba la mayor monopolización de la tierra agrícola, más que en cualquier otro país del mundo (Collier, 1998:148).

Se había iniciado "la batalla de la producción" para resolver la economía momentánea, pero la inflación no había sido frenada y por razones difíciles de analizar aquí, existía un relativo desabasto sin una política de racionamiento. En un intento desesperado por mantener los niveles salariales, el gobierno continuó haciendo ajustes y, a mediados de 1973, la economía estaba a punto de colapsarse. Se requirió usar ciertos resortes keynesianos porque la economía venía deprimida; "keynesianismo más nacionalización" (Galende, Ossa, 2003:45). La estrategia consistía en procurar empleo para los peor pagados en empresas nacionalizadas o en obras públicas. Se estimularía la economía impulsando un mayor consumo. Durante el primer año del mandato allendista los salarios aumentaron 55% y los gastos sociales en salud, vivienda y educación se elevaron sustancialmente, pero no fueron consideradas las implicaciones inflacionarias de tales políticas; a la larga, al gobierno le resultó imposible continuar consintiendo la economía del consumidor.

La regencia norteamericana vetaba las solicitudes chilenas a los bancos internacionales mediante el llamado "bloqueo invisible". La condenación final de la experiencia fue realizarse en el peor instante de la Guerra Fría; "porque nosotros para la URSS no éramos nada, mientras que para EU éramos muy importantes" (Galende, Ossa, 2003:46). Desde luego que intervino el gobierno norteamericano para impedir la ascensión de Allende al poder ejecutivo, pero era impensable una invasión. Frente a los vaticinios de un posible desembarco de marines, se argumentaba que hacerlo en Chile equivalía a abrir otro Vietnam justo cuando la opinión mundial presionaba a Nixon para detener la intervención en Indochina. Otra hipótesis suponía que Estados Unidos se cobijaría en una burguesía amiga de la zona, pero se contemplaba una situación limítrofe desfavorable: Bolivia y Perú contaban con gobiernos progresistas y los militares argentinos más afines a la vocación genocida, estaban en aquel momento enfrascados en aplacar el avance de su propia clase obrera.

En el plano político el avance de la Unidad Popular no fluyó: burocratismo, dogmatismo e ineficiencia fueron algunos de los graves errores señalados a la postre por la misma Unidad Popular. Sin descontar que además de la obstrucción parlamentaria y las deficiencias propias, el gobierno de Allende sufrió el acoso inapelable de una burguesía experta. El recurso más provechoso de esa burguesía enemiga era el sabotaje económico. Se sabe que los terratenientes mermaron la reserva ganadera exportando clandestinamente miles de bovinos a Argentina, aparte de sacrificar vacas preñadas y becerros precoces. En el terreno de la distribución crearon un sistema de acaparamiento que simuló la escasez; se trataba de configurar una imagen de total caos económico e inseguridad colectiva. Como ocurre habitualmente en la historia social, los sectores más impactados por esa campaña fueron las clases medias y, en especial, los pequeños y medianos propietarios. A pesar de haberse reducido sus impuestos y no afectarse sus propiedades y, en general, de que el gobierno siguió una política que los favorecía, estos estratos comenzaron a experimentar temor y a ser rápidamente reclutados por la derecha. A muchas mujeres consumidoras y amas de casa, el desabastecimiento recalcado con furor las obnubiló y la imagen de anarquía las estremeció. Ellas protagonizaron, en su mayoría, la famosa y muy documentada marcha de las cacerolas en diciembre de 1972.

Un sector endeble para el proyecto socialista fue siempre el campesinado que carecía de una práctica de resistencia comparable a la de la clase obrera. Acentuada explotación y falta de experiencia política llevaron a los campesinos a oscilar entre reacciones extremas: engrosar las filas de sus seculares explotadores en defensa de la "parcela prometida que habrían de arrebatarle los marxistas", el "patrón Estado", como se leía en la propaganda derechista, o bien encontrar alero en la extrema izquierda para emprender acciones directas como tomas de tierras y corridas de cercos. La Unidad Popular no sólo tenía que enfrentarse con una oposición derechista sino también con la extrema izquierda cuya más permanente y contumaz barrera fue perpetrada por el MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria). Sobre el MIR habría mucho que decir en reflexión aparte; posee una imagen ungida del romanticismo que rodea las organizaciones rebeldes y su historia está signada por un antagonismo virulento con y por parte del Partido Comunista, a pesar de que ambas fuerzas fueron el blanco prioritario de la represión militar.

De todos modos se generaba en Chile una democratización con base razonablemente efectiva en un país ingobernable por el propio liberalismo político allendista: "no hay un gobierno que haya aplicado menos los mecanismos represivos del Estado contra sus propios rivales que el gobierno de Allende; en ese sentido fue un liberal" (Galende, Ossa, 2003:46). Surgió de la negación, repasa Moulián, nadie quería que fuese candidato presidencial. Su propio partido, el Socialista, lo aprobó por abstenciones. Visto desde aquí el proyecto íntegro se recobra a través de la viñeta mítica de Salvador Allende. Imposible reducir la siguiente cita:

Allende encarnaba efectivamente la ilusión de futuro; la quimera de la rectitud, un momento culmine de la dignidad del país. Lo asediaba el fantasma de la responsabilidad absoluta y espartana. Pero podría haber hecho lo que hizo Perón, se podría haber ido al exilio y gobernado a la izquierda chilena desde el exilio. Así lo hace Perón magistralmente. Y en vez de eso decide que debe asumir la tragedia. Y dice: en el fondo quiero resguardar a mi pueblo como un cordero. Hace un gesto vacío de instrumentalidad política, porque si hubiese pensado en términos tácticos ... pero prefiere el acto trágico, el que mata a Pinochet más allá de la política. Yo pienso que una de las energías inconscientes de su muerte fue colocarle a Pinochet un signo del que no podría liberarse. Como si desde el principio hubiese comprendido muy bien la condición trágica de todo desenlace, la relación entre tragedia y política. Y ahí su responsabilidad no era absoluta; era infinita. Y el infinito es el contrario del absoluto (Galende, Ossa, 2003:47).

A pesar de la convicción de que en Chile y en aquella coyuntura no podía producirse un golpe de estado impunemente al estilo de otros países, el 11 de septiembre de 1973, el "Once", como lo apodarían los chilenos desde entonces, se produjo el peor quiebre político en la historia de la república y una de las grandes hecatombes morales del siglo veinte. Acontecía a la par de una ristra de cambios de época regidos por la derechización de occidente a fines de los setenta, que dieron rienda a la modernización privatizadora y a la barbarie como aniquilación de la diferencia (Salazar, 2003:11). Se agregaron al desastre planetario los sumarios locales enlazados con la propia crisis del imaginario republicano representacional. La toma y ordenamiento militarizado de la sociedad y, especialmente, el sometimiento al régimen de la amenaza, el espionaje y la vigilancia diseminada desde los organismos de inteligencia hasta la convivencia ciudadana, provocó rupturas traumáticas de las colectividades. En el contexto de una "sociología cultural" se explicaba que el régimen autoritario conjugaba los efectos de disciplina social bajo la doble consigna de la modernización y la represión. La represión cercó el espacio e inscribió en él una ciudad territorializada por la vigilancia y el arresto domiciliario. Álgida seña de la interrupción de la vida pública y tendencia que prosigue: "lo privado se hará cada vez más hermético y lo público cada vez más policiaco" (Hopenhayn, 1994:52). El Golpe, sin género, es el que trasciende a desviar los códigos "poniendo en duda las bases de señalización, el que tuerce la mirada sobre los ideales de rectitud y obediencia, y anticipa en esa torsión una nueva práctica de la ciudad" (Thayer, 2003:56). Con persistencia cruel los ciudadanos fueron agobiados y reprimidos por los "violentos aparatajes sociopolíticos con que la dictadura chilena ensayaba sus límites" (Eltit, 1999:36).

No resulta vana la repetición: la Junta Militar tomó el país y destinó un despiadado escarmiento a rebeldes y adversarios. La pesadilla fue en aumento: Radio Moscú informó en una transmisión memorable que 30 000 personas habían muerto en los días que había durado el Golpe. Los perjuicios comprobados fueron crueles y profundos; se creó sin demora un Estado policial moderno, con una escolta secreta directamente controlada por Pinochet: la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA), transformada posteriormente en la temible Central Nacional de Informaciones (CNI). De la noche a la mañana fue completamente trastocada la vida común de los chilenos: cada hogar y cada barrio conoció una tragedia, cientos de ellos resultaron allanados, sus moradores raptados, torturados y desaparecidos de la faz de la tierra. El único testigo fue el propio acontecimiento de la ausencia de testimonio; la única testificación fue la evaporación de los presentes: "consumación de la ciencia militar ilustrada y de la interdisciplinariedad universitaria, de la biopolítica moderna que regula la representación de la vida hasta el holocausto de la representación" (Thayer, 2003:56). El texto de William Thayer, culpa al golpe militar del 11 de septiembre de 1973 del origen de una rotura irreversible que acabó por disolver el precepto mismo de la representacionalidad; y lo hizo hasta un punto en que se torna insignificante cualquier intento de intervenir críticamente sobre los quiebres de la representación. Es difícil rehuir que el golpe militar en Chile desquició violentamente "todo el sistema de categorías y referencias que la épica revolucionaria de la Unidad Popular había levantado como bandera histórica y deja al sujeto de la historia en un desolador estado de catástrofe: la violencia de la discontinuidad con la que el Golpe se instituye en siniestro, interrumpe una gesta histórica a la vez que pulveriza la representación confiada de la historia" (Richard, 2004:32-33).

El Informe Valech permitió confirmar la intención de reducir el evento–tortura. Se declara la cifra de 29 000 casos y los restantes, que pueden ser miles, han sido recortados "en virtud de un concepto restrictivo de la tortura misma" (Conversación con Miguel Vicuña, 2005). Es preciso que se establezca "el cuerpo del delito", argumento dudoso que esquiva la característica primordial del ejercicio de la tortura como terrorismo de Estado: el borramiento de las huellas, la eliminación de todo instrumento que permita establecer lo que se ha hecho.9 El Informe se llevó a cabo en un clima que disolvió el enjuiciamiento necesario, junto con la reducción de la escala y de la dimensión del crimen: "Lo que más llama la atención del Informe es la insuficiencia absoluta desde el punto de vista de la teoría del derecho, ni siquiera hay un concepto de tortura" (Conversación con Miguel Vicuña, 2005). Porque la tortura no consiste meramente en un conjunto sofisticado de técnicas de suplicio destinado a obtener información. Desde luego hay un individuo torturado, pero en condiciones en las que el tormento tiene una secuela de castigo mucho más amplia por cuanto ese sujeto está en relación con otros: "Es un acto de terror, un acto esencialmente dirigido a producir una conducta social común. Entonces uno debería decir: la víctima de la tortura es toda la población chilena, sin excepción. Recae incluso sobre aquellos que nacieron después, porque están vinculados por lazos éticos con aquellos que los precedieron" (Conversación con Miguel Vicuña, 2005).

No son triviales las secuelas del exilio: vidas averiadas por desgarrones de tristeza, supervivencias familiares traspuestas y damnificadas, existencias personales desquiciadas como consecuencia de un destierro obligado; lamentable hecatombe que no salda a la vez que se suma a los retumbos de la demolición propagada de memoria social. Una sola palabra del vocabulario político, "pueblo" que designaba un ser particular e histórico, poseedor de reservas de acciones fraternas que llenan páginas olvidadas, representante de los supremos intereses del género humano; el pueblo, "el vidente mayor" (Mistral, 1994:13) no resultó tan visionario como desterrado de la visión. La experiencia dictatorial contribuyó a profundizar en Chile la tendencia cultural uniformadora y prescriptiva, característica central del discurso autoritario. Pero, de modo fehaciente, en los regímenes autoritarios la política no desaparece sino que se torna secreta.

 

Tres. Penetración del capital en la vida cotidiana

Cuando tomaron el poder, los generales entendían vagamente de economía. Los Chicago boys titulados en la sede del monetarismo y el laissez-faire sin restricciones, aconsejaron a Pinochet en materia económica. Transcurrido un mes del Golpe se derogaron todos los controles de precios y la moneda nacional, el escudo, fue depreciada. Los Chicago boys se encontraron liberados para revertir el programa de intervencionismo estatal que se había afianzado en Chile desde 1920, y al que responsabilizaban de atajar el crecimiento financiero. Resultaba forzoso imponer a la sociedad un régimen de mercado y una nueva cultura empresarial, interpretada en adelante por una nueva estirpe de empresarios flamantes: los yuppies. Se apuró la privatización y se ratificó una legislación muy próvida con las inversiones extranjeras.

En el campo el impacto neoliberal resultó arrollador. Un tercio de la tierra agrícola del sector reformado fue repuesta a sus viejos dueños y una nueva ley incitó a los mapuche del sur a subdividir sus dominios en parcelas privadas, que en su mayoría vendieron posteriormente. Se realizaron considerables inversiones de capital para una explotación intensiva del campo con fines lucrativos y consagrada al mercado de exportación. Los potentes agronegocios no prometían el paternalismo de la antigua hacienda, así que la nueva dinámica de la agricultura incrementó la pobreza rural. Chile comenzó a prefigurarse como modelo de los servicios que ofrecía al extranjero, especialmente en materia de salud y previsión. Sobre todas las cosas, se instauró un sistema de recaudo de capital concebido sobre la base de la utilización máxima de los individuos. Este proceso creó, sin embargo, un potente ensueño de bonanza. Los frutos de la revolución económica neoliberal en la sociedad chilena han sido exaltadamente discutidos y continuarán siéndolo, por su carácter crítico en un sentido ético y su negativa fuerza que sirvió de ejemplo para el resto de América Latina.

Se ha machacado con suficiencia que las transformaciones socio-políticas efectuadas en el marco del capitalismo autoritario, "caudillismo inexplorado en nuestras prácticas culturales" (Salazar, 2003:11) encarnaron el ingreso forzoso a los procesos de modernización individualista. Tales procesos trascienden al neoliberalismo; anuncian un capitalismo transnacional salvaje y desregulado, que se sostiene por poderes estatales complejos; conglomerados de Estados. Particularmente en Chile, la minuciosa cimentación de un "sentido común" masivamente abdicante ante el fracaso de la cultura y convivencia cívicas, se aprecia, apostando a toda subjetividad, en una convivencia desolada donde "todo es tangencial, difícilmente convergente: encuentro ilusorio de vidas que permanecen en el fondo inconmensurables: cada cual en, y hacia lo suyo propio." (Giannini, 1987:12).

Algo, no obstante, está comenzando a ocurrir en Chile: una suerte de transformación de la sociedad, un cambio cultural coincidente con el final aparente del periodo transicional y político que consistió, se ha dicho bastante, en un arreglo, en una democracia "amarrada, tutelada". Desde el primer gobierno de transición, bajo el mandato de Patricio Alwyn, convertida ésta en la voz legal de la modernización económica, se creó la Comisión de la Verdad y la Reconciliación y un programa compensatorio para las víctimas de la represión. A pesar de las expectativas que la Concertación había puesto en la disolución de la CNI, ésta se unificó con el departamento de inteligencia del Ejército y el espionaje continuó existiendo. Los registros de la DINA y la CNI, revelaron más tarde sus propias fuentes, se habrían destruido en una lamentable deflagración. Como derivación de estos acontecimientos se fraguó una salida negociada por una sucesión de gobiernos operados por las famosas leyes de "amarre". Las relaciones entre civiles y militares comenzaron a adquirir bases más sólidas y el Congreso comenzó a cultivar deliberadamente los lazos con las Fuerzas Armadas. Y aún cuando la perspectiva de una nueva intrusión militar menguaba con el tiempo, es muy posible que ningún gobierno chileno pueda desconocer en el futuro la impronta del Ejército.

Tal "democracia tutelada" comienza a desbaratarse súbitamente, de manera parcial y truncada, fruto de la presión contra Pinochet desde su detención en Londres. Porque lo que ha sucedido hasta aquí ha sido el uso de la causa democrática para nutrir una "modernización violenta y excluyente" (Lechner, 1998:235) que sabe brindar ciertos cumplimientos propiciatorios de una ilusión exitista. Tal capitalismo autoritario solapado por una "democracia de baja intensidad", según la expresión de Moulián, (Galende, Ossa, 2003:49) se valió de un inesperado apoyo de masas que dio sustento a los principios modernizadores; vocación de la cultura chilena dispuesta desde el inicio a celebrar los ritos mercantiles. Se apreció en la rápida adopción de una iconografía globalizadora, (Subercaseaux,1999:179) cuya simbología no funde sus raíces en nuestra historicidad; el mercado recrea entonces el nuevo carácter del vínculo social.

Un ansioso habitante anhela enlazarse al universo adquisitivo, orientado preferentemente a los bienes del arreglo personal y equipamiento doméstico que compiten en el mercado de la distinción alterando cabalmente los patrones de sociabilidad:

La vida social se encuentra determinada por la vida privada, la cual establece el horizonte de sentido. Una expresión de ello es la notable estetización de las relaciones sociales en Chile. En la medida en que se impone una cultura de la imagen concediendo lugar prioritario a la mirada, nuevos y continuamente cambiantes signos de distinción social se sobreponen a los clivajes de clase tradicionales (Lechner, 1998: 238).

La única forma de integración en Chile resultó ser el acceso al consumo y la pasión de la especulación dineraria. Una cultura crediticia incita al ciudadano medio "precarizado" a tomar la ruta ficticia del crédito. Es el fruto evidente de una genialidad perversa cuyo método evita elevar los salarios y estruja a la gente usando capital simulado para aparentar, vía el consumo, su vana inclusión: "La tarjeta de crédito de consumo es la carta de ciudadanía de los pobres" (Galende, Ossa, 2003: 51).

Chile parece sostener débilmente un "remedo de democracia representativa" que favorece la no-participación y hace de la política un gesto intrascendental. La Concertación se erigió como gran legitimadora ideológica del sistema y condujo a la indiferencia con la derecha, pues ninguna de las dos fuerzas vacila ante el programa neoliberal. Surge de allí la sombría sentencia de que la sociedad chilena perdió toda capacidad de resistencia al modelo neoliberal. En comparación con otros países subordinados a tal modelo, Chile es el más dúctil; la sociedad no hace valer sus derechos porque las prácticas e ideas que mueven el sistema la han calado profundamente.10 Lo había presagiado un vetusto conservador: "Chile es por excelencia un país de repercusión, y seguramente no hay otro donde se imite más servil y rápidamente al Viejo Mundo" (Quezada, 1994:172). El pinochetismo consiguió crear un conjunto de ideas poderosas, como la creencia de que el mercado es superior en racionalidad que el Estado; y no hay país donde esa idea esté más enraizada que en Chile. Pinochet consiguió dotar de un nuevo significado a la efigie de exhibición modernizante, pero arraigada en el imaginario chileno como modernización real, legítima. Terminó por atrapar en esa ilusión también a la Concertación en cuanto devino elite del poder: "Hoy se viven las consecuencias de la devastación del espacio público, la falta de debate, la desvanecida confrontación de las hablas. Cualquier disciplina está ya privatizada, son cobertizos de donde la gente sale de manera efímera para volver a refugiarse inmediatamente. De ahí la crisis del campo intelectual y del ensayismo cultural liberador" (Galende, Ossa, 2003:50).

 

Cuatro. Secuelas y ¿recuperación?

Las derivaciones de las tiranías militares merecen un análisis inagotable por su efecto depredador en las colectividades que se expresa, en primer lugar, en la separación radical de la sociedad entre las víctimas del dolor y las víctimas del olvido. La reparación social tan necesaria para el pueblo de Chile, con el reciente "caso Pinochet", resultó ser canjeada por una negociación política ajena a toda justicia social. El ex dictador, cuya categoría avergonzó al mundo: "a la empresa, hubo algo que avergonzó a la propia empresa", (Conversación con Miguel Vicuña, 2005) afronta 300 querellas por delitos criminales diversos, que no pagará con cárcel debido a ancianidad y/o demencia, real o improvisada, parapeto infalible que la Concertación tampoco ha pugnado por mermar. Ha salido ileso y airoso de las acusaciones por crímenes de lesa humanidad encarnados en la "Operación Cóndor", que incluyen desde asesinatos selectivos y práctica indiscriminada de la tortura, hasta incineraciones e inhumaciones ilegales de cuerpos ejecutados. Entre los males menores resultó también indemne por el hallazgo de cuentas dinerarias no declaradas, fraude al fisco, malversación de caudales públicos, exacción ilegal y cohecho.

Dos secuelas axiomáticas y primordiales quisiera redundar: la primera punzante consecuencia para el conjunto de la sociedad chilena es que el enjuiciamiento de los crímenes no ha ocurrido, no ha cobrado vida la reparación emocional del tejido comunitario. Y no sólo de las violaciones referidas a derechos humanos: "Hay otra larga lista de crímenes como la traición, traición al estado mismo, fraudes excesivos, crímenes económicos. El bombardeo mismo de La Moneda, es un crimen, un magnicidio. Conducir a un presidente hacia la muerte, es un crimen." (Conversación con Miguel Vicuña, 2005). A la política global no le convenía dejar evidencia del genocidio que tuvo que llevarse a cabo para que fuera posible la propia globalización. En ese sentido el juicio a Pinochet planteó en apariencia una disyuntiva ética; en apariencia porque la impunidad pinochetista estaba zanjada a priori. En tal caso, es importante pensar si el dilema del juicio a Pinochet implicaba un gesto ético o una necesidad pragmática.

No se trata de juicios que nos incumben a "nosotros", chilenos, argentinos, brasileños, peruanos, bolivianos, etcétera, sino de una clase de juicio en que está involucrada la propagación de prácticas criminales, peligrosas faltas contra la humanidad, compatibles con el supuesto vigor de un derecho público mundial. De manera que la reclamación de este juicio contra Pinochet y su red de cómplices, se relaciona con el lugar en que nos colocamos de cara a los crímenes que hoy y antes se consumaron, que se siguen perpetrando, siempre vinculados con el terrorismo de Estado y la impunidad más inmoral de "ciertos sujetos colectivos, de ciertas máquinas" (Conversación con Miguel Vicuña, 2005). Esta reflexión conduce a verificar la subsistencia del Estado contemporáneo como órgano de vigilancia para el ejercicio del terrorismo, conclusión que pudiera quedarnos de la última invasión norteamericana en Irak: "Quienes afirman que el Estado ha desaparecido en manos de esa fuerza anónima que es la lógica de un capital que nada reconoce, olvidan que de vez en vez el Estado aparece con determinados programas de exterminio. El Estado existe; bajo el síndrome de la ofensiva neoliberal, el Estado vuelve una y otra vez como una lógica de exterminio" (Conversación con Miguel Vicuña, 2005).

Otra secuela primordial se relaciona con la impronta de la tendencia moral a la individuación que promueve la lógica privatizadora. No se reduce al descenso del espacio público institucional o declinación de las tradiciones positivas del estado nacional republicano. La privatización acomete contra los ideales de vida reubicando el papel del capital en la vida cotidiana y cercenando la naturaleza comunitaria de la subjetividad (Salazar, 2003:12). Pinochet se tornó en "fantasma extendido en el otro como amenaza"; el autoritarismo supo filtrar la infidelidad y la sospecha entre el lazo público. La privatización acabó por originar una cultura pulverizada en cuyos pedazos la desconfianza se instaló como estilo de convivencia entre vecinos y conciudadanos; incluso el silencio hizo brotar oscuras leyendas traicioneras entre lindantes: se trataba de aniquilar una comunidad, el sentimiento de pertenencia a una comunidad. Irrumpió entonces lo infamiliar y lo siniestro, "porque lo siniestro es justamente algo que emerge como no sabido al interior de una comunidad que todo lo sabía" (Vicuña, Galende, Thayer, 2005).

La abdicación cívica que refiere el título alude a la mezcla traumática de resignación, desistimiento, renuncia, imperturbabilidad, impotencia, sensación de inutilidad y nulidad. No es novedad para los contemporáneos que el sufrimiento social se ha incrementado planetariamente. La mercantilización generalizada de las palabras y las cosas, los cuerpos y espíritus, la naturaleza y la cultura, promueve un recrudecimiento de las desigualdades. Nunca antes los amos de la Tierra fueron tan pocos ni tan poderosos. Se expanden las zonas de no-derecho junto con la eliminación ciudadana de la acción cívica y reivindicativa. El sentimiento de exclusión y la incultura que florece en la pobreza material, resultan inseparables de la pobreza emocional, el generalizado entumecimiento afectivo y barbarización del trato humano.

Por la concentración práctica y simbólica que ha operado, la sociedad chilena reinante se ha visto allanada por la depreciación de los lazos de dependencia personal, dando lugar a un sujeto recogido en su voluntad íntima como ley fundamental. Para pensar un nuevo país y hasta un nuevo tratado social, cabría aguardar a que germine y madure en primer lugar un sentimiento de humildad nacional. Hace más de sesenta años Gabriela Mistral cifró la prosa más aguda y colmada de ironía sobre la idiosincrasia criolla santiaguina: "Nosotros no resistimos el éxito en ningún campo. Nos embriaga como un alcohol de madera o de caña, arrebatándonos la lucidez; nos evapora las flacas convicciones que tenemos y acaba por apabullarnos enteramente. El exitismo sudamericano es algo descomunal." (Mistral, 1995:173).

Contribuiría al saneamiento colectivo recobrar las formas de antaño, las formas de la "pertenencia" inscritas en las prácticas sociales. Un elemento trascendental y estratégico de tal pertenencia radica, justamente, en las prácticas, maneras de hacer tradicionales y propias, que encarnan a fragmentos de memoria mediante los cuales lo colectivo permanece irreducible. Michel de Certeau acierta cuando escribe que es deseable una politización de la pertenencia donde una tradición ya aceptada se transforme en historia por hacer. Se debe a que estas prácticas, estas maneras, traen al campo de lo conocido y controlado la fuerza transformadora de la irrupción: "Representan lo que un grupo defiende su relación presente con un patrimonio disperso" (De Certeau,1995:223). A estas prácticas entonces, a su arte, a sus mixturas, es preciso conceder el albedrío y los medios para "practicarse" en los modos de habitar, soñar, aprender, cuidar.

Resulta finalmente imperioso conquistar la zona de respeto a las potencialidades del ser humano: la vida, la integridad física y el desarrollo de la subjetividad; la existencia en comunidad y la expresión política. Un recorrido posible para restituir el sentido ético a la construcción del lazo social en Chile incluye explorar formas hospitalarias de habitar y una proximidad de relaciones directas y sensibilizadas. La finalidad es encumbrar primeramente la más radical de las necesidades humanas, urgencia antropológica y política: la convivencia.

 

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Notas

1 Memorias que aluden a experiencias políticas y culturales fundantes de una nueva subjetividad histórica, una conciencia largamente negada, una comunidad rehumanizada. Memorias vanguardistas que sugieren una subjetivización social encauzada a quebrar y consolidar al mismo tiempo racionalizaciones históricas dadas. Se recomiendan para esta deriva los artículos "Vanguardia, dictadura, globalización", publicado en Pensar en / la posdictadura, Nelly Richard y Alberto Moreiras editores, Santiago, editorial Cuarto Propio, 2000; y, de Nicolás Casullo, "Vanguardias políticas de los sesenta, marcas destinos y críticas" publicado en revista Crítica Cultural núm. 28, Santiago de Chile, junio de 2004, páginas 2-13.

2 En la FLACSO también había algo de vanguardista, en el sentido de que se buscaba recuperar para la izquierda las ideas de democracia y de derechos humanos: "Operaciones complejas desde el punto de vista del arreglo conceptual, de cómo uno ordena los conceptos en función de la irrupción novedosa de otros significados" (Galende, Ossa, 2003: 49).

3 En esta palabra separaría escri y turística. Permitiría pensar que el exceso de escritura da contención al flanco emocional del discurso; puede por ello adquirir una levedad tremenda, una ausencia de contenido, una búsqueda teórico-esteticista, y finalmente "utilitaria", que no reclama esencia alguna, porque nunca creyó en ella o porque "ya" no cree.

4 Intelectuales como Herlinghaus de paso por Chile, problematizaron la propensión hacia la especulación bajo consignas de la intransigencia y la negatividad de la pérdida; Ana del Sarto propone nuevos terrenos de lucha y de crítica postideológica diferentes de la nostalgia post-dictadura; en el sentido que la retroalimentación del estado melancólico permite autoexcluirse de lo político. Julio Ortega que postula "abrir espacios fluidos de complicidad exploratoria contra un tiempo de resignación y melancolía" (Thayer, 2003: 56).

5 La sensibilidad embotada se expresa también "en el miedo, el atrincheramiento en la seguridad, la fijación obsesiva de una supuesta identidad" (Trías, Argullol,1993: 50).

6 La memoria concertacionista, en calidad de memoria progresista, se cumplió como documentalismo e informatización de hechos y casos pasados. En tanto memoria liberal, debió abrirse a lo sucedido como documentalidad, y más tarde como publicidad. La circulación de lo acontecido como recuerdo y documento colaboran con la conversión del 11 de septiembre en caso finiquitado" (Thayer, 2003:57).

7 Reflexiones más amplias sobre la relación entre parentesco y política se desarrollan en el artículo "Herencias. Generaciones y duelo en las políticas de la memoria", en Revista Iberoamericana núm. 202, enero-marzo 2003, Universidad de Pittsburg.

8 Los intelectuales polemistas anticatólicos Francisco Bilbao y Crescente Errázuriz a mediados del siglo XIX, Balmaceda en sus postrimerías, Pedro Aguirre Cerda y Juan Antonio Ríos en la década de 1940, Eduardo Frei Montalva hacia 1960 (Quezada, 1994: 79-139).

9 "En Villa Grimaldi la gente salía con un certificado médico de que había sido bien tratada, que no le había pasado nada", Conversación con Miguel Vicuña, 2005, inédita.

10 Fragmento destacado por Gabriela Mistral en el Prólogo al libro de Eduardo Frei Montalva (1940), La política y el espíritu, publicado en la Revista Estudios, núm. 93, septiembre, Santiago de Chile.

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