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Perfiles latinoamericanos

versión impresa ISSN 0188-7653

Perf. latinoam. vol.12 no.25 México ene./jun. 2004

 

Artículos

 

La formación de investigadores en México

 

Luis Arturo Rivas Tovar*

 

* Catedrático de la Escuela Superior de Comercio y Administración del Instituto Politécnico de México. Doctor en Ciencias Administrativas.

 

Recibido en enero de 2004.
Aceptado en septiembre de 2004.

 

Resumen

Este trabajo analiza las tendencias internacionales en materia de políticas de investigación y desarrollo (I+D), y revisa con detalle la formación de investigadores en México; se estudian las políticas científicas impulsadas por la agencia gubernamental mexicana, CONACyT, y se evalúan con particular detenimiento las características del sistema universitario en el que se forman la mayoría de los investigadores en México. El trabajo concluye con una propuesta de cambio en algunas de las políticas científicas que, tras 18 años de operación, no han dado los resultados esperados.

Palabras clave: comunidad científica, investigación y desarrollo, formación de investigadores, investigación en México.

 

Abstract

This work analyses the international trends regarding policies on Research and Development (R+D), and reviews in detail the training of researchers in Mexico. The scientific policies promoted by the Mexican governmental agency CONACyT and in particular, the characteristics of the university system where most Mexican researchers are trained, are evaluated. The article concludes with a proposal of changes in some of the Mexican scientific policies which, after 18 years of application, have not produced the expected results.

Key words: Scientific community, research and development, researchers training, research in Mexico.

 

Introducción

La formación de investigadores ha sido abordada desde distintas perspectivas, entre las que cabe mencionar el reclutamiento y la movilidad en las comunidades científicas (Hargens y Hagstrom, 1967: 24-38), los enfoques de intercambio y distribución de recompensas entre los científicos (Hargens y Hargstrom, 1967; Cole y Cole, 1973: 377-390; Long, Allison y McGininnins, 1979: 816-908; Reskin, 1977: 491-504); la conformación de la autoridad en el mundo científico (Torres, 1994), y otros enfoques sociológicos como, por ejemplo, el de la psicología de las profesiones, que ha entendido la formación de investigadores como un proceso constructor de ideología y creador de paradigmas profesionales (Clark, 1987; Hill et al., 1974).

Tampoco son escasos los trabajos sobre el funcionamiento de las instituciones de educación superior que estudian la formación de investigadores en las universidades (Ben-David, 1972; Clark, 1995; Becher, 1989).

Sin embargo, todavía no se dispone de un marco teórico general que permita orientar los estudios descriptivos de alcance nacional sobre la formación de investigadores. Por tanto, en este trabajo se tomará como modelo el estudio de Fernández (2002), realizado en España, para compararlo, en la medida de lo posible, con las políticas y las acciones mexicanas.

La formación de investigadores en el mundo contemporáneo ha estado condicionada históricamente por dos variables: las tradiciones de la educación universitaria, y el tipo de política de la ciencia, la investigación y el desarrollo (I+D) impulsada por el gobierno. Las tradiciones universitarias han estado dominadas, a su vez, por dos modelos básicos: el alemán, consolidado en el siglo XIX, que propone una unión estrecha de la docencia y la investigación y, por ende, no concibe que un profesor universitario no sea también un investigador; y el modelo francés, caracterizado por su tradición centralista, que organiza la educación superior en función de un nuevo sistema burocrático centralizado donde el poder del Estado se manifiesta tanto en el nombramiento de los profesores como en su organización interna (Pascual 1995; Fernández, 2002).

La formación de investigadores en ambas tradiciones —la alemana y la francesa— está basada en la formación de doctores en la universidad. No obstante, a partir de los años cincuenta, este paradigma cambia en todo el mundo occidental, de modo que buena parte de la investigación deja de hacerse en la universidad para dar paso a la creación de centros e institutos de investigación que generan ámbitos con rasgos culturales muy distintos de los de la vida académica tradicional.

Estos cambios culturales coinciden, a su vez, con la transformación de los modelos de investigación y desarrollo en los que se observan tres grandes fases (Rip y Hagendik, 1998):

La primera fase, de 1945 a 1960, llamada por algunos autores (Polanyi, 1962: 54-73) la República de la Ciencia, se caracteriza por la idea de que los científicos pueden organizarse y gobernarse por sí solos. Su paradigma podría resumirse en la idea de que "la ciencia es el motor del progreso". El sistema de financiación de esta fase se basa en los indicadores de ciertos inputs.

Una segunda fase, que comprende los años sesenta y setenta, se caracteriza por el patronazgo de los gobiernos en las áreas de interés nacional. Su paradigma se podría resumir en la idea de "la ciencia como solución de los problemas nacionales". El sistema de financiación de esta fase se basa en ciertos indicadores de outputs, tales como las patentes y la producción nacional bruta.

La tercera fase comienza a principios de los ochenta y se caracteriza por la creación de sistemas nacionales de ciencia destinados a impulsar el desarrollo tecnológico. Su paradigma se podría resumir en la idea de que "la ciencia es un recurso estratégico". Su sistema de financiación se basa en la evaluación de la producción científica con criterios de medición y comparación internacional, que suelen medir cuatro variables: 1) el escrutinio sistemático de las propuestas de investigación; 2) el recuento periódico de la producción de libros, artículos y patentes; 3) la evaluación del impacto de las publicaciones mediante los índices internacionales de citas del Institute for Scientific Information (ISI) y el estudio del rendimiento económico de las patentes, y 4) el estudio del desempeño con base en las actuaciones pasadas.

México, en armonía con las tendencias mundiales descritas, organizó su sistema de investigación de ciencia y tecnología en la década de los sesenta. Los orígenes de su creación se remontan a la Ley sobre Planeación General de la República, de 1930, y al Consejo Nacional de Educación Superior y de la Investigación Científica, creado en octubre de 1935. Sin embargo, la formación de investigadores no se establece como un objetivo estratégico sino hasta la creación del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT), por una ley publicada en el Diario Oficial de la Federación No. 47, el 29 de diciembre de 1970. El CONACyT es la agencia gubernamental que gestiona la política científica nacional en México (Haber, 2001).

Las cuatro tareas fundamentales del CONACyT pueden resumirse de la siguiente forma: 1) apoyar financieramente a las universidades y centros que cumplan los criterios de evaluación de excelencia internacional; 2) crear un sistema de becas que impulse la formación de nuevos investigadores en universidades públicas e institutos tecnológicos regionales; 3) apoyar proyectos que investiguen la problemática nacional, y 4) crear un sistema de becas para investigadores ligado a parámetros de desempeño internacionales (Haber, 2001).

El objetivo de este artículo es estudiar los resultados de las políticas impulsadas por el CONACyT para la formación de investigadores. Con el propósito de seguir una metodología al contextualizar este tema, a continuación se describen las características estructurales de la ciencia en México para proceder enseguida a analizar en detalle las políticas científicas de dicha agencia gubernamental.

 

Características estructurales de la ciencia en México

Si se pretendiera resumir en tres puntos las características de la ciencia en México, éstos podrían ser: 1) baja inversión pública, 2) poca participación de la inversión privada y 3) un sistema universitario dominado por las Ciencias Sociales, muy desequilibrado, orientado a la docencia y con fuerte presencia privada.

 

1) Baja inversión pública

Pese a que México es la undécima economía del mundo, es uno de los países con mayores desigualdades. Sus desequilibrios se manifiestan en varias dimensiones; es claro, por ejemplo, el contraste entre sus centros urbanos y sus poblaciones rurales y la diferencia de calidad educativa entre las metrópolis y las universidades de provincia. Aun cuando la inversión educativa ha sido significativa, la cantidad de retos que el país enfrenta en educación básica ha propiciado que la inversión del gobierno mexicano en ciencia y tecnología sea muy baja —de sólo un 0,4 por ciento del total del PIB—, lo que sitúa al país en el último lugar de los países miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).

Una comparación internacional revela resultados desfavorables, como lo señala un informe del CONACyT: "...países cuyas características fueron similares a las de México hace 30 años, exhiben hoy indicadores de desarrollo marcadamente superiores. Así, en el periodo 1970-2000, el ingreso per cápita —medido en dólares corrientes— creció en México 3.8 veces; en Brasil 6.3; en España 7.4 y en Corea 25.3 veces. En el mismo periodo la inversión en Ciencia y Tecnología, según porcentajes del PIB, se multiplicó en México por 2, en Brasil por 4.5, en España por 5 y en Corea por 9..." (CONACyT 2002b). Según el mismo informe, en los índices de competitividad mundial en investigación y desarrollo, México ocupa el lugar cuadragésimo quinto entre los 47 países evaluados, y es el trigésimo séptimo en disponibilidad de recursos humanos calificados.

 

2) Poca participación de la inversión privada

De los 25,392 investigadores registrados, el sector productivo emplea a 4.587, lo que representa sólo el 18.6 por ciento, en tanto que el sector privado no lucrativo apenas cuenta con 259 investigadores, el uno por ciento del total de investigadores en México. En materia de gasto en I+D, el sector privado mexicano colabora con el 29.8 por ciento del total y el sector privado no lucrativo contribuye únicamente con el 0.8 por ciento; el gobierno mexicano aporta el 59.1 por ciento, el sistema universitario, el 9.1 por ciento, y los fondos del exterior representan solo el 1.33 por ciento.

Una comparación con lo que ocurre en España revela que la participación privada mexicana es un 50 por ciento menor que la española. La formación de investigadores en México se concentra prácticamente en el sistema universitario mexicano y en algunos centros de investigación denominados Centros CONACyT, que financian principalmente con fondos públicos su gestión.

Por tanto, la causa del atraso de la ciencia en México no puede imputarse únicamente al gobierno mexicano, si se tiene en cuenta la limitada aportación del sector privado mexicano (CONACyT-INEGI, 1994, 1998, 2000).

 

3) Sistema universitario desigual en términos de calidad y recursos, dominado por las Ciencias Sociales, orientado a la docencia y con fuerte presencia privada

El sistema educativo en México está conformado por siete niveles: preescolar, primaria, secundaria, técnico-profesional, bachillerato y la educación superior, que incluye técnico-superior, licenciatura universitaria y tecnológica, y el posgrado con opciones de especialización, maestría y doctorado.

En total hay aproximadamente 29 millones de estudiantes en el Sistema Educativo Nacional, que ocupan a casi 1,5 millones de docentes. La educación superior representa al 7.38 por ciento de los estudiantes del sistema educativo y el posgrado sólo al 0.456 por ciento (ANUIES, 2002a).

3.1) Sistema universitario desigual en términos de calidad y dotación de recursos Las desigualdades entre las universidades de las tres grandes metrópolis (Ciudad de México, Guadalajara y Monterrey) y el resto de universidades de provincia son notables. También hay diferencias considerables en la cantidad y la calidad de la investigación entre las instituciones públicas y las privadas.

Para disminuir estas desigualdades y evitar el desplazamiento de estudiantes de la provincia a la capital, a partir de los años ochenta se puso en marcha un proceso de descentralización de las metrópolis que ha favorecido la creación de un gran número de universidades e institutos tecnológicos regionales (en la última década. triplicaron su número).

Esta descentralización, que en principio supone la posibilidad de acercar la universidad a gran cantidad de jóvenes en todo el país, también ha implicado la creación apresurada de claustros con infraestructura tecnológica insuficiente. Si bien esto ha supuesto una innegable mejora en la oferta universitaria, poco se ha avanzado en la formación de profesionales con nivel de doctorado.

Pese a los esfuerzos realizados, en 2003 el 45 por ciento de la matrícula de estudiantes de posgrado seguía concentrada en el Distrito Federal, Nuevo León y Jalisco (ANUIES, 2002b). Un ejemplo de esto se manifiesta en el hecho de que el 51 por ciento de los 9,910 estudiantes de doctorado registrados en 2002 estaban en el Distrito Federal. Hay estados de la República, como Guerrero y Nayarit, donde no existen programas de doctorado. En el año 2000, cuatro entidades —Campeche, Quintana Roo, Tabasco y Zacatecas— no registraban estudiantes de doctorado, situación que se modificó en 2002, al reportar Campeche un estudiante y Tabasco tres.

Es relevante señalar que en estos dos últimos estados se extrae el 70 por ciento del petróleo que exporta México, país considerado el octavo exportador del combustible en el mundo.

 

3.2) Un sistema universitario dominado por las Ciencias Sociales

En México hay un gran aprecio social a la gente que asiste a la universidad, y aunque el segmento de jóvenes que pueden acceder a la educación universitaria ha crecido, sólo el 23 por ciento de la población entre los 20 y los 24 años de edad se encuentra cursando este nivel educativo.

En la educación superior, las Ciencias Sociales encabezan las áreas de conocimiento más estudiadas, con el registro del 46.9 por ciento de los estudiantes. Tres de las carreras más demandadas, según la proporción de sus matrículas, pertenecen al área (en el sentido amplio) de las Ciencias Sociales y Jurídicas: Licenciado en Derecho, Licenciado en Administración y Contador Público. Las otras dos son Ingeniero Industrial y Médico Cirujano.

En el grado de maestría, las cinco más estudiadas pertenecen al campo de las Ciencias Sociales: Administración, Educación, Derecho, Finanzas e Impuestos. En el doctorado, por su parte, aunque la preponderancia de las Ciencias Sociales es menor, dos de las cinco mas estudiadas son Educación y Derecho. El resto son Biología, Biomédica y Química (ANUIES, 2002a).

La preeminencia de las Ciencias Sociales tiene varias explicaciones: por un lado, es el ámbito donde se han concentrado las universidades privadas dado que la docencia de estas disciplinas no requiere más que una inversión mínima de infraestructura. En estos centros privados la contratación de profesores se hace en la modalidad de "servicios profesionales", lo que supone una contratación temporal sin derechos tales como el pago de la seguridad social o el reconocimiento de la antigüedad. Por otro lado, está el prestigio social y económico asociado con el trabajo de los funcionarios públicos, donde los licenciados en Derecho, y en disciplinas de las Ciencias Sociales tales como la Economía y la Administración, han ocupado históricamente destacadas posiciones burocráticas asociadas con la riqueza y el poder.

 

Una educación orientada a la docencia

La rapidez del proceso de desconcentración y descentralización educativa de los estados de la República, iniciado en los años ochenta y potenciado a partir de 1992 —fecha del inicio formal del proceso de descentralización educativa—, provocó un desequilibrio en la composición del profesorado y de los recursos, ya que muchos de los profesores no solo carecían del título de doctor, sino que muchas veces no tenían ni siquiera licenciatura. Además, la misma urgencia del crecimiento propició que muchos de ellos fueran reclutados entre los estudiantes recién graduados, quienes rara vez habían adquirido las competencias docentes y de investigación que debe tener el profesorado de un claustro universitario. Ello dio lugar a que algunas carreras académicas privilegiaron la actividad docente.

 

Una educación con fuerte presencia privada

Por otro lado, las Instituciones de Educación Superior (IES) no pueden llamarse universidades en el sentido clásico del concepto puesto que, en su mayoría, no investigan. En 2002, dichas instituciones sumaban 1,259 centros, una cantidad excesiva si se considera que en un país como España, con una matrícula muy similar a la nuestra, solo hay 60 universidades. Esta proliferación de universidades ha implicado por fuerza que muchas de ellas tengan grandes deficiencias en la gestión de los recursos y en la calidad de la enseñanza. Aunque hay distintos criterios de clasificación de las instituciones, éstas se pueden agrupar en tres tipos: 1) instituciones centradas en la transmisión del conocimiento (la docencia), 2) instituciones orientadas simultáneamente a la transmisión, la generación y la aplicación del conocimiento, y 3) instituciones orientadas preponderantemente a la generación, la aplicación y la transmisión del conocimiento en el nivel de posgrado (Fresan-Taborga, 2002).

La incapacidad de los gobiernos mexicanos de atender la creciente demanda en la educación superior ha implicado expandir la matrícula mediante concesiones indiscriminadas a instituciones privadas. Estas instituciones constituyen una alternativa válida hasta el nivel del bachillerato, dada la masificación de las instituciones públicas. Sin embargo, en el ámbito universitario y del posgrado tienen grandes insuficiencias, y concentran su fortaleza en sus cursos en inglés, sus programas sociales y deportivos, y sus intercambios internacionales. Por otra parte, crecientes sectores de la clase media envían a sus hijos a estas universidades privadas porque en los mercados laborales hay una discriminación positiva de sus egresados. Sin embargo, la mayoría de las veces esta predilección carece de sustento en relación con las competencias que se adquieren en ellas. La proliferación de instituciones privadas ha sido tal que en el año 2000, el 32.6 por ciento de los estudiantes universitarios mexicanos asistían a una IES privada (ANUIES, 2002c).

Otro aspecto de la operación de las universidades privadas que merece un comentario, aunque no profundizaremos al respecto, es el gran negocio que representa su gestión ya que por regla general invierten muy poco en la formación de científicos y ejercen, además, prácticas violatorias de los derechos laborales: la mayoría de sus profesores de posgrado son contratados por honorarios, con lo que no pueden optar por prestaciones, vacaciones ni retiro. La existencia de profesores de tiempo completo en sus claustros es una verdadera excepción.

Una sencilla evaluación de los productos científicos y la composición de las universidades privadas permite afirmar que tanto por la cantidad de proyectos de investigación que financian, como por la cantidad de investigadores nacionales que cobijan, su contribución es muy pobre en relación con su volumen, la dimensión de sus matrículas y los beneficios que obtienen.

A partir de estos elementos puede concluirse que las características estructurales de la ciencia en México favorecen escasamente la formación de investigadores.

 

La política científica relativa a la formación de investigadores en México

La formación de investigadores en México se produce en cuatro tipos de instituciones: a) las instituciones de educación superior, b) los centros CONACyT, c) los centros e institutos del gobierno y del sector paraestatal, y d) algunos centros y laboratorios del sector productivo (ANUIES, 2002b). Si bien la trayectoria para la formación de un investigador varía ligeramente dependiendo del sitio donde se forme, por lo general supone estudiar una licenciatura, cursar una maestría en Ciencias y después, un doctorado. Estos estudios pueden cursarse en México o en el extranjero; sin embargo, el prestigio y la posibilidad de acceder a los mercados de trabajo académico se elevan de manera notable si los estudios se hacen en el extranjero. No obstante, esta discriminación positiva de las universidades extranjeras no siempre se justifica, pues la carrera de formación de un investigador en cualquiera de las tres universidades públicas, llamadas federales por sus dimensiones y ámbito de actuación (la Universidad Nacional Autónoma de México, el Instituto Politécnico Nacional y la Universidad Autónoma Metropolitana), puede ser más exigente y rigurosa, e implicar un trabajo adicional de entre tres y cuatro años.

La hipótesis fundamental de este trabajo de investigación parte del supuesto de que la variable principal que define a la política científica mexicana es la orientación de su financiación. Nuestro análisis se centra específicamente en cuatro áreas: 1) el apoyo financiero a los programas de maestría y doctorado considerados de excelencia; 2) el sistema de becas para estudios de posgrado nacionales y en el extranjero; 3) las becas de estímulo para los investigadores miembros del Sistema Nacional de Investigadores, y 4) la financiación de los centros de investigación del CONACyT y de los proyectos de investigación. Vamos a considerar cada uno de ellos con cierto detalle.

 

El apoyo financiero a los programas de maestría y doctorado considerados de excelencia

Como ya se ha mencionado, la formación de investigadores se hace sobre todo en las instituciones de educación superior, y básicamente en las áreas de posgrado de las universidades públicas, donde solo puede aspirar a ser investigador quien haya obtenido el grado de doctor.

Si bien hay excepciones en el campo de la tecnología, el requisito de ser doctor es un imperativo para ser considerado investigador según los criterios del CONACyT. A pesar del gran prestigio social que tiene la figura del doctor, a pesar de su escasez en el sistema educativo nacional —dados los años de dedicación necesarios y la dificultad que ello implica—, la formación de doctores es lamentablemente otra de las grandes debilidades de la ciencia en México. En concreto, en 2001 se formaron solo 1,249 doctores en México, mientras que en otros países de importancia económica similar, tales como Brasil, España y Corea, se formaron 6,000, 5,900, y 4,000, respectivamente. En Estados Unidos se formaron 45,000 (CONACyT, 2002b citando fuentes con datos de 2001).

Para establecer mecanismos que posibiliten una distribución racional de los escasos medios con los que cuenta el CONACyT, se ha creado un conjunto de criterios para asignar apoyo financiero mediante becas a los llamados posgrados de excelencia, cuyas prácticas formativas permiten elevar la capacidad científica y tecnológica del país. Este programa ha sido muy criticado por la comunidad científica nacional porque deslegitima tácitamente todo programa de calidad que no esté encaminado a la formación de científicos, sobre todo en lo que toca a las maestrías de orientación más profesionalizante. Esta evaluación se hace mediante pares con un alto reconocimiento académico, por lo general investigadores nacionales del nivel superior (peer review). Pese a las críticas, esta evaluación constituye una forma objetiva de distribuir los escasos recursos, lo que contrasta positivamente con las pasadas prácticas patrimonialistas. Así, de 4,550 programas de posgrado, solo 654 obtuvieron la certificación de excelencia, y de éstos, solo 23 (el 3.5 por ciento) pertenecían a las IES privadas. Estas cifras demuestran una vez más que el aprecio social por la educación privada no tiene sustento empírico (ANUIES, 2002d).

La distribución nacional de estos estímulos entre los estados también es muy desigual. El Distrito Federal, Puebla y Baja California ocupan con mucho los primeros lugares, lo que demuestra que la política científica mexicana no se correlaciona, pese a su orientación funcionalista, ni con la importancia económica de los estados ni con la cantidad de programas de posgrado o la dimensión de sus matrículas. Por lo que puede concluirse que la formación de investigadores obedece a un sistema espontáneo en las instituciones científicas mexicanas, sin relación con los objetivos de la política oficial.

El requisito de estudiar una maestría para acceder a los estudios de doctorado es una variable que parece ir en contra de la producción de doctores, pues de 25,158 estudiantes que egresan de una maestría, solo 9,000 continúan con los estudios de doctorado, y tan solo 1.249 consiguen el grado de doctor (CONACyT, 2002c). Por otra parte, en los últimos años la Secretaría de Educación Pública ha seguido criterios imprecisos y ha otorgado a muchas universidades privadas la facultad de expedir títulos de maestría sin el requisito de una tesis de investigación, lo que exenta a los alumnos de al menos un año de trabajo. En la práctica, esta concesión implica que los estudiantes de las universidades privadas tengan una formación pobre en la Metodología de la Ciencia, lo cual les dificulta acceder después a un doctorado; la estructura de sus trabajos de investigación suele ser tan simple que no pueden ser publicados en revistas de arbitraje internacional, restricción que les impide iniciar una carrera real de investigador. Así, esta exigencia situada por debajo de la norma amplía la brecha de calidad entre los programas de doctorado públicos y los privados. Al carecer de las habilidades esenciales para la investigación de frontera, es muy difícil resarcir en el corto plazo los notables atrasos en la productividad científica que el país enfrenta.

 

El sistema de becas para estudios de posgrado nacionales y extranjeros

En México, el 85 por ciento de los fondos provenientes del gobierno federal destinados a la Ciencia se orientan a la formación de recursos humanos de alto nivel. El programa de becas acapara por sí solo más del 20 por ciento del presupuesto total; dada su importancia, es la variable explicativa en la que centraremos nuestro análisis de los resultados de la formación de investigadores.

Este programa de becas, administrado por el CONACyT, tiene dos vertientes fundamentales: becas para realizar estudios de maestría y doctorado nacionales, y becas para realizarlos en el extranjero. En el último lustro, este programa creció más de cinco veces; sin embargo, la producción de doctores apenas se duplicó (Haber y Rivas, 2000).

En México las becas se conceden en la forma de beca-crédito, la mayoría de las veces para hacer estudios predoctorales, lo que implica que el gobierno paga la matrícula y la manutención del becario durante cuatro años en promedio, con la condición de que al terminar, los becarios trabajen en universidades o instituciones públicas; de esta forma la deuda se condona. Sin embargo, la falta de control sobre los ex becarios ha favorecido la creación de un fondo perdido de dimensiones desconocidas públicamente, lo que ha obligado a que el área de becas del CONACyT dedique la mayor parte de sus esfuerzos a recuperar los fondos invertidos (Haber y Rivas, 2000). Por otro lado el sistema de información del CONACyT, a pesar de lo que invierte en el programa de becas, es incapaz de determinar el porcentaje de los ex becarios que se vuelven investigadores.

Ahora bien, en los últimos mandatos de gobierno del Partido Revolucionario Institucional (PRI), en particular en el sexenio del presidente Salinas, se prestigió que los funcionarios públicos ostentaran grados académicos de doctor. A partir de entonces una cantidad estimable de ex becarios engrosó las filas de la burocracia pública, y se perdió así el objetivo principal del programa, de generar nuevos investigadores.

El programa de becas está orientado oficialmente a favorecer los campos del conocimiento que se consideren prioritarios para el desarrollo nacional, y las becas se conceden a los estudiantes aceptados en las universidades mejor clasificadas a escala internacional. Sin embargo, de las 12,371 becas concedidas en 2002, se otorgaron 5,828 para estudiar maestrías en el extranjero (47 por ciento del total), aun cuando el sistema nacional está —salvo excepciones— capacitado para afrontar dicho reto. El destino preferido para las becas internacionales es Estados Unidos, seguido por el Reino Unido, Francia y España. En estos últimos dos países no se obliga a los aspirantes a tener el grado de maestría, lo que da lugar a una competencia desleal con los aspirantes de otros países donde sí se exige este requisito.

Entre 1982 y 1995 se concedieron en España 3,526 becas para estudios en el extranjero, de las que 584 fueron para estudios predoctorales y el resto —2,862 (83.5 por ciento)— para estudios posdoctorales; estudios que tienen la ventaja de contribuir al desarrollo de la ciencia, pues por lo general se trata de estancias cortas que generan intercambios académicos de distintos tipos. En el mismo periodo se concedieron en México 41,666 becas —casi 12 veces más— también para estudiar en el extranjero, pero con la importante diferencia de que se otorgaron casi en su totalidad para estudiar maestrías y doctorados, es decir, para estudios predoctorales.

En España, en este mismo periodo, el 83.3 por ciento de las becas (13,535) se ofrecieron para estudiar en centros nacionales; la formación predoctoral en el extranjero se reservó a las especialidades para las que el sistema público español carecía de equipos de investigación suficientes (Fernández, 2002: 94). En México, en cambio, solo el 53 por ciento de las becas se concedieron para estudiar en universidades nacionales en los programas de excelencia. La situación en México no había cambiado en 2002, cuando solo se concedieron 82 becas posdoctorales que representan nada más el 0.68 por ciento del total.

En suma, la comparación entre las políticas científicas mexicanas y las españolas en materia de becas permite arribar a cuatro conclusiones: 1) en España las becas nacionales se correlacionan con la importancia económica de las comunidades autonómicas —equivalentes a los estados de la República— y con las universidades de mayor matrícula, como la Complutense, la Universidad de Barcelona o la Universidad Autónoma de Madrid, mientras que en México no existe dicha correlación; 2) en España las Ciencias Sociales y Humanas reciben el 13.3 por ciento de las becas, mientras que en México estos dos campos del conocimiento reciben el 35 por ciento, es decir, más del doble; 3) en la administración de las becas españolas se opta por una estructura semilaboral que crea las condiciones para su vinculación a programas concretos de investigación, mientras que en México se desconoce con frecuencia el destino de los ex becarios, amén de que la recuperación de créditos es un problema histórico, y 4) el principal criterio del éxito del programa de becas en España es la obtención del título de doctor, requisito indispensable para el ingreso al mercado laboral universitario y a los centros de investigación. En México, después de sostener cinco años a los becarios en el extranjero, se desconoce quienes han obtenido el grado de doctor.

La consecuencia más importante de la política española es el aumento de los recursos humanos dedicados a la investigación, pero éste también es uno de los factores que han favorecido el avance de la ciencia española (Fernández, 2002: 111b). En México la evidencia empírica impide afirmar que el programa de becas esté cumpliendo en verdad su objetivo de contribuir a generar capital humano significativo en los campos prioritarios que el país demanda.

 

Las becas para los investigadores del Sistema Nacional de Investigadores

El Sistema Nacional de Investigadores (SNI) en México está integrado por dos categorías: candidatos a investigador nacional e investigadores nacionales. Esta última categoría está dividida en tres niveles: el nivel I es para investigadores que tengan doctorado y hayan participado activamente en trabajos de investigación original de alta calidad, lo que por regla general implica haber publicado libros y tener artículos en revistas de arbitraje internacional. El nivel II es para quienes, además de cumplir los requisitos del nivel I, han hecho investigación original reconocida, apreciable y consistente, en formación individual o en grupo. Por último, el nivel III agrupa a aquellos que, además de cumplir los requisitos del nivel II, han hecho contribuciones científicas o tecnológicas importantes, tienen reconocimiento académico nacional e internacional y han efectuado una destacada labor en la formación de recursos humanos, por ejemplo, en la dirección de tesis de doctorado.

Los requisitos de mantenimiento y promoción son estrictos; es necesario tener un doctorado para ingresar como candidato a investigador nacional, y queda a juicio de las comisiones dictaminadoras determinar los casos en que dicho grado se pueda obviar por tener obra académica de calidad. Además, el nombramiento de candidato a investigador nacional tiene una vigencia de tres años, que puede prolongarse un año más con la aprobación justificada de la comisión dictaminadora.

Es también facultad de la comisión dictaminadora dispensar el requisito de la edad límite de 40 años para optar por el nombramiento de candidato a investigador nacional, por excepción. Cuando los investigadores nacionales de 65 años de edad o más han permanecido en el SNI por lo menos 15 años ininterrumpidos, el periodo de evaluación se amplía a 10 años.

En 2002, el SNI tenía 9,200 miembros registrados de los cuales 1,324 eran candidatos y 7,876 se ubicaban en alguna de las tres categorías de investigador nacional arriba señaladas. De éstos, el 13 por ciento se concentró en el área de Ingeniería; el 19 por ciento en, Físico-Matemáticas y Ciencias de la Tierra, el 18 por ciento en Biología y Química, el 10 por ciento, en Medicina y Ciencias de la Salud, el 17 por ciento en Humanidades, el 11 por ciento en Biotecnología y Ciencias Agropecuarias, y un 12 por ciento en Ciencias Sociales (SNI, 2002). Desde 1992, el número de miembros del SNI ha crecido casi en un 40 por ciento, pasando de 6,602 miembros a 9,200. Aunque esto refleja una tendencia creciente, el número de investigadores certificados por esta agencia gubernamental aún está lejos de cubrir las necesidades del país.

De hecho, desde su creación en 1984, el Sistema Nacional de Investigadores ha sido uno de los principales instrumentos del gobierno mexicano para impulsar la permanencia del personal académico de carrera en las universidades. El sistema se basa en el paradigma del universalismo propuesto por Merton (1977) en su famosa regla de los cudeos, y valora específicamente el número de citas recogidas y de artículos publicados en revistas de arbitraje internacional. En México este sistema se ha considerado meritocrático, ya que el acceso al sistema de becas y a la movilidad entre los tres distintos niveles antes descritos, se otorga según el valor de las contribuciones científicas sancionadas por los miembros del nivel superior.

Sin embargo, y en contra de la lógica con que el SNI ha operado en México, investigaciones empíricas (Merton y Zuckerman, 1977: 54-73) sobre las pautas del trabajo institucionalizado han demostrado la existencia de diversos aspectos sociales que afectan la evaluación universalista del trabajo científico y la posibilidad de su acceso diferencial a los canales de comunicación científica, porque sobrevaloran las contribuciones de los individuos conocidos. Dicho de otro modo, el consenso congénito produce una captación preferente que genera importantes desigualdades, sobre todo cuando la decisión corresponde a un reducido número de científicos con amplios márgenes de discreción.

Un análisis de la estructura de las comisiones evaluadoras del SNI reveló que en las comisiones vigentes en 2003, de los 84 evaluadores, 64 eran originarios del Distrito Federal; es decir, el 77 por ciento, y solo 20 (el 23 por ciento) eran de provincia. Así mismo, 33 de los 84 evaluadores provenían de la Universidad Nacional Autónoma de México, UNAM (Rivas y Ramos, 2003).

Esta sobre-representación de la UNAM en los grupos de decisiones del SNI se explica parcialmente por el hecho de que ahí se forma la mitad de los doctores en México y, por lo tanto, domina en la estructura de poder que gobierna las comisiones del SNI. Como resultado de lo anterior, la UNAM es la institución con mayor concentración de miembros en el sin, con el 32.3 por ciento, frente a los centros CONACyT, con el 11.5 por ciento, la UAM, con el 6 por ciento, y el IPN, con el 3,3 por ciento, mientras que las universidades públicas estatales concentran en su conjunto el 17.4 por ciento. Por otra parte, la distribución geográfica reportada indica que el 47 por ciento de ellos se ubica en las entidades federativas y el 53 por ciento en el Distrito Federal (CONACyT, 2002a).

Por otro lado, el enfoque meritocrático del SNI ha sido objeto de múltiples críticas de la comunidad científica mexicana, pues la utilización casi exclusiva del indicador de productividad para valorar el trabajo científico desestima el esfuerzo en otros campos, necesarios en México, tales como la creación de infraestructura científica y la formación de recursos humanos. Así, un consenso teórico demuestra que la medida de la productividad puede ser válida para los investigadores de un centro de investigación dedicado exclusivamente a la investigación; pero no lo es en todos los campos del conocimiento, pues la mayoría de los científicos deben invertir buena parte de su tiempo en tareas de promoción profesional, captación de recursos y relaciones públicas con los proveedores de los recursos públicos o privados, etcétera.

En todo caso, pertenecer al SNI es prestigioso en la comunidad científica, a pesar de sus distorsiones. El SNI ofrece remuneraciones mediante becas estructuradas como sigue: cuatro salarios mínimos para el candidato a investigador, seis salarios mínimos para el investigador del nivel i, 10 para el del nivel II y 14 salarios mínimos para el investigador del nivel III. Además, las instituciones públicas tienen sistemas de becas internas que premian a quienes pertenecen al SNI, lo que permite en muchos casos que un científico que consigue adscribirse a este sistema duplique o triplique su ingreso económico.

 

El financiamiento de los centros de investigación del sistema CONACyT y de los proyectos de investigación

Estudiaremos los últimos dos ejes del apoyo a la formación de investigadores: la financiación de los centros de investigación del CONACyT y la financiación de los proyectos de investigación.

Durante los años setenta fueron creados la mayor parte de los 26 centros públicos de investigación científica y desarrollo tecnológico del país. Estos centros se dividen en tres grupos de acuerdo con sus disciplinas: a) ocho en Ciencias Sociales y Humanidades, b) ocho en Desarrollo Tecnológico y c) diez en Ciencias Exactas. Además, es importante mencionar que en sectores como el energético, el agrícola, el de la salud, y el de las comunicaciones y el transporte, entre otros, también se crean y consolidan instituciones de investigación científica y desarrollo tecnológico, como el Instituto Mexicano del Petróleo, el Instituto de Investigaciones Eléctricas, el Instituto de Investigaciones Nucleares, el Colegio de Postgraduados o el Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias. Una investigación realizada en estos centros en 2002 detectó los siguientes problemas: objetivos institucionales y de grupo desarticulados; métodos de comunicación ineficientes; subutilización de equipos y sistemas; carencia de sistemas recopiladores, organizadores y refinadores de información; organización orientada al cumplimiento de las normas y no de los objetivos; medio ambiente complejo debido a condiciones macroeconómicas restrictivas; marco legal inadecuado y en exceso constrictor; y distribución geográfica amplia y dispersa (O'Farril y Rivas, 2002: 47).

En los centros de investigación del CONACyT hay un total de 1,915 investigadores, de los cuales 1,083 tienen doctorados y el 80 por ciento (862) son miembros del SNI; sin embargo, su productividad es modesta tanto en la producción de patentes como en la publicación de artículos científicos, tal y como se mostrará más adelante. Un trabajo basado en entrevistas a investigadores en activo de dichos centros (Perló y Valenti, 1994) validó los problemas arriba enunciados y añadió los siguientes: recursos económicos insuficientes; gestión centralista y burocrática de las instituciones en detrimento de la calidad; pocas asociaciones científicas; grupos de investigación atomizados; escasos vínculos con la comunidad internacional, y criterios de evaluación cuantitativos.

La estructura de financiación de estos centros es la siguiente: un 80 por ciento de fondos federales, un 15 por ciento de recursos auto generados y un 5 por ciento de fondos generados por proyectos de investigación que apoya el CONACyT. De esta estructura solo los recursos asignados por el CONACyT —el 5 por ciento— están ligados a criterios de eficiencia y productividad. Los fondos federales se destinan como sigue: el 75 por ciento del total del presupuesto asignado a los centros, al pago de sueldos y salarios; el 20 por ciento, a gastos recurrentes como el pago de luz, teléfono, servicios básicos y gasto corriente, y solo un 5 por ciento se destina a gastos de inversión. Esto implica que la mayor parte del financiamiento de los centros se distribuye con base en criterios históricos y necesidades de gasto, y no con base en criterios de productividad y excelencia.

La cultura de dependencia de los centros constituye otro problema en este contexto ya que, salvo en los centros de desarrollo e innovación tecnológica, donde por cada peso que pone el gobierno se producen 80 centavos, la relación en los centros de Ciencias Básicas es de 20 centavos por peso, y en los de Ciencias Sociales y Humanidades, de 10 centavos por peso invertido (Rivas, 2004).

La estructura de ministración de fondos del gobierno federal constituye un problema endémico. El proceso de captación de ingresos inicia cada año a fines del primer trimestre, con lo que los fondos para los centros no están disponibles sino hasta después del segundo semestre. Cuando la dependencia presupuestal del CONACyT era del ministerio de educación (Secretaria de Educación Pública), la ministración se hacía en septiembre y la estructura del gasto de inversión se concentraba, por tanto, en el último trimestre del año. Todo esto restringe la capacidad de negociación de los centros con sus proveedores.

Respecto de los proyectos de investigación, cabe resaltar los vaivenes en el número de proyectos financiados en los últimos años. En 1995 se financiaron 649 proyectos, cifra que creció hasta casi duplicarse; después de alcanzar los 1416 en el año 2000, la financiación se restringió a 931, y en el año 2002 volvió a aumentar significativamente para alcanzar la cuota de 1,300 proyectos financiados. Este vaivén demuestra que el financiamiento de los proyectos de investigación está condicionado por las contingencias presupuestarias de un gobierno federal que no considera prioritario el apoyo económico a la actividad científica. Nótese que, aun cuando el monto del presupuesto administrado por el CONACyT en 2002 se había multiplicado casi siete veces desde 1992, en términos relativos la inversión en ciencia y tecnología se mantuvo, en relación con el PIB, en un histórico 0.42 por ciento (CONACyT, 2003).

El presupuesto del CONACyT de 2004 no da indicios de cambio; el presupuesto asignado para 2004 ascendió a $7,090.9 millones, de los cuales $2,683.3 millones corresponden a los Centros; esto es, el 37.84 por ciento del total; $2001.7 millones, a servicios personales y $681.6 millones, a los demás capítulos. Si comparamos el presupuesto de 2003 con el presupuesto preliminar de 2004, hay una reducción del 10.6 por ciento (CONACyT, 2004). El incremento de sueldos y salarios ha hecho que el presupuesto destinado a la inversión sea, en la práctica, cada vez menor. Para 2004 disminuyó de $350 millones a $70; reducción que se aproxima al 80 por ciento (Rivas, 2004).

En resumen, la problemática de financiamiento de los centros de investigación puede resumirse en tres puntos: 1) una excesiva dependencia de los fondos federales; fondos que, además, se han reducido hasta cifras casi simbólicas; 2) con excepción de los centros de desarrollo e innovación tecnológica, una cultura de dependencia de los centros que implica una escasa aportación de recursos, y 3) una política de asignación presupuestal basada en criterios históricos sin relación con la productividad y la eficiencia de los centros de investigación.

 

Resultados de la política científica en México

Dado que el propósito final de los distintos ejes de financiación aquí presentados es el aumento de la productividad científica de acuerdo con estándares internacionales, conviene evaluar la política científica mexicana a partir de los dos criterios más reconocidos: los artículos producidos y las patentes registradas.

 

Productividad mexicana en artículos producidos y citas

De acuerdo con los índices internacionales de citas del Institute for Scientific Information, puede concluirse que la productividad ha sido pobre tanto en su volumen como en su impacto, y que no hay correlación entre los campos más estudiados en el posgrado y la inversión de 140 millones de dólares anuales en becas nacionales y extranjeras. Como lo muestra la tabla 2, el promedio anual de artículos producidos por científicos mexicanos en el decenio de 1992 a 2002 fue de 3,609 artículos, frente a los 17,779 de producción española. La participación mundial de México es también muy inferior a la española: 0.53 contra 2.62. En cuanto a las citas de artículos publicados, y aunque los resultados tienden a mejorar, todavía se vislumbra una distancia muy significativa (2.50 contra 3.84).

La disciplina en la que se registró el mayor número de publicaciones científicas mexicanas en el periodo que se reporta fue la Física (18.1 por ciento), seguida por la Medicina Clínica (13.9 por ciento) y las Ciencias de las Plantas y los Animales (11.9 por ciento). Estas disciplinas han ocupado los tres primeros lugares en lo que se refiere al número de documentos registrados desde 1987. Con respecto a la distribución del impacto de las contribuciones por disciplina, la Inmunología tuvo el mayor impacto con el 12,4 por ciento, seguida por la Biología Molecular (9.9 por ciento) y las Neurociencias (8.9 por ciento). En contraste, y pese a su preeminencia en los estudios de posgrado y las becas, las contribuciones de menor impacto fueron las de disciplinas agrupadas en las Ciencias Sociales, tales como Educación, Psicología y Leyes.

Aun cuando estas diferencias entre la productividad de México y la de España no pueden asociarse exclusivamente con el programa de becas y los proyectos de investigación (recuérdese que la inversión porcentual de la ciencia y la tecnología en España es casi del doble que la de México: el uno por ciento del PIB contra el 0.45 por ciento), cabe destacar que las diferencias tampoco son equivalentes, puesto que la productividad española llega a ser casi cinco veces mayor.

 

La productividad mexicana en las patentes

Las patentes se consideran como indicador del dinamismo tecnológico de los países. Al respecto se observa, desde 1992, una clara disminución de la inventiva mexicana, ya que las patentes solicitadas han pasado de 565 en 1992 a 526 en 2002. Resulta paradójico que pese al esfuerzo realizado en la financiación de los centros de investigación CONACyT, los mexicanos que radican en el extranjero soliciten más patentes que los que trabajan en México (550 contra 526), y que la demanda principal de patentes nacionales en 1998 no haya sido tanto de los investigadores como de los profesionales independientes (51 por ciento), seguidos por las empresas (33 por ciento).

Finalmente, varios de los supuestos mencionados a lo largo de este trabajo, tales como la escasa participación de la universidad privada en la investigación científica, la importancia y la calidad científica de las universidades públicas federales (UNAM, IPN, UAM), y el gran centralismo científico, se ratifican en el análisis de las dos variables estudiadas: la productividad de los artículos y el registro de patentes. Así, son las universidades públicas nacionales las que generaron la mayoría de los artículos científicos; y el mayor número de artículos citados corresponde al personal académico adscrito a las instituciones ubicadas en el Distrito Federal (ANUIES, 2002b).

 

Conclusiones

México ha organizado su sistema de I+D en torno a un paradigma que puede resumirse con el lema: "la ciencia es un recurso estratégico"; sin embargo, después de dos decenios de aplicarlo, las características de la actividad científica en México siguen siendo la baja inversión, la escasa participación de la inversión privada, y un sistema universitario desigual en términos de calidad y recursos, dominado por las Ciencias Sociales, orientado a la docencia y con una considerable presencia privada.

El análisis de la política científica y sus resultados permite concluir que se ha creado un sistema de apoyo a la ciencia que, pese a su enfoque funcionalista, puede caracterizarse como espontáneo, pues sus resultados no se relacionan con los objetivos establecidos por el CONACyT y es más bien producto de la inercia y las coyunturas sexenales.

Así mismo, este artículo demuestra que el prestigio de la universidad privada en México carece de sustento, al menos en el plano de la investigación, pues su captación de inversiones no corresponde a los beneficios económicos que generan.

El programa de becas al extranjero, que casi multiplica por 12 el esfuerzo español, demuestra que tanto en la formación de investigadores como en la producción de artículos internacionales —número de citas y generación de patentes—, se tienen resultados muy insatisfactorios debido al error de apoyar a becarios de maestría y doctorado a los que luego no se logra integrar en la plantilla de investigadores. Así pues, la política científica mexicana no alcanza los objetivos que dice buscar. Es urgente que cambien su estrategia y sus métodos de evaluación y control.

En concreto, esta política debe dirigir el grueso de los recursos al logro de tres objetivos: a) fortalecer las plantillas de las universidades estatales de provincia más desfavorecidas, mediante la creación de plazas de investigador para los becarios que concluyen su doctorado; b) crear regímenes semilaborales en la administración de las becas de doctorado, que deben ser sobre todo nacionales; eliminar las becas de maestría en el extranjero, y restringir las de doctorado, a los campos en que el sistema de posgrado nacional no tenga oferta, y c) potenciar las estancias posdoctorales, que contribuyen poderosamente al desarrollo de competencias en las mejores prácticas mundiales, dado que son cortas y económicas, y generan subproductos académicos como el intercambio de profesores y la publicación de artículos.

 

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