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Alteridades

versión On-line ISSN 2448-850Xversión impresa ISSN 0188-7017

Alteridades vol.32 no.63 Ciudad de México ene./jun. 2022  Epub 19-Sep-2022

https://doi.org/10.24275/uam/izt/dcsh/alteridades/2022v32n63/diaz 

Dossier

Burócratas frente a la inseguridad: miedos y (des)protección desde el estado

Bureaucrats in contexts of insecurity: fear and (un)protection from the state

1Universidad Nacional Autónoma de México, Programa de Becas Postdoctorales, becario del Instituto de Investigaciones Sociales, asesorado por el doctor Antonio Azuela De la Cueva. Circuito Maestro Mario de la Cueva s/n, Ciudad Universitaria, alcaldía Coyoacán, 04510, Ciudad de México <arturodiazcruz84@gmail.com>.


Resumen

El artículo examina las estrategias que siguen algunos burócratas de protección civil de la Ciudad de México para desempeñar sus labores cotidianas en un contexto de inseguridad. Basada en un trabajo de campo realizado entre 2016 y 2017 -en el cual pude acompañar a dichos burócratas en sus jornadas de trabajo-, la etnografía muestra cómo estos oficiales establecen vínculos personales y participan en una economía de favores con los habitantes locales para mantenerse protegidos. Mediante ello, los burócratas no sólo buscan neutralizar precariamente la violencia generalizada en la zona, sino también revertir cierta desprotección articulada a su envestidura estatal, lo cual deriva de la relación históricamente conflictiva entre la población local y el Estado. Así, el artículo contribuye a las discusiones antropológicas sobre la burocracia de calle, a la vez que invita a repensar cómo las interacciones entre oficiales estatales y ciudadanos configuran ciertas experiencias concretas de inseguridad.

Palabras clave: violencia; etnografía; economías de favores; protección civil

Abstract

This article examines the strategies employed by civil protection bureaucrats in Mexico City as they perform their quotidian activities in a context of marked insecurity. Drawing on fieldwork carried out between 2016 and 2017, the ethnography analyzes how these state officials forge personal ties and participate in an economy of favors with local residents as mechanisms of protection. By following these strategies, the bureaucrats not only seek to minimize their exposure in a situation of generalized violence, but also attempt to reverse forms of unprotection. These forms of unprotection arise as a result of their official positions caused by the historically conflictive relation between local residents and the state. The article contributes to the anthropological debates regarding street level bureaucracy, as well as aiming to expose how the interactions between officials and citizens shape concrete experiences of insecurity.

Key words: violence; ethnography; economies of favors; civil protection

Introducción

Durante mi trabajo de campo en el barrio de Barranco, pocos temas aparecían con tanta relevancia como el de la seguridad.1 Esto era particularmente evidente en el caso de Rubén y Miguel, dos informantes centrales en mi investigación. En gran medida, la importancia que la seguridad tenía para ellos derivaba de su trabajo en el área de protección civil del gobierno local. Así, sus funciones estaban enfocadas en la prevención de accidentes y en la gestión del riesgo, por lo que cada día desplegaban actividades como verificar las condiciones materiales de los edificios o implementar protocolos de reacción ante desastres naturales. Sin embargo, al acompañarlos en sus jornadas fue posible observar otro tipo de preocupaciones alrededor de la seguridad.

Por un lado, el barrio de Barranco, localizado en las inmediaciones del Centro Histórico de la Ciudad de México, es un lugar cuya reputación estaba marcada por la violencia. En él, eran habituales actos predatorios como robos, extorsiones y homicidios, por lo que primaba una sensación de vulnerabilidad generalizada. Debido a que las tareas de protección civil exigían realizar constantes recorridos a pie por las calles de este barrio, para Rubén y Miguel era fundamental mantener ciertos cuidados que resguardaran su integridad. Por otro lado, sumándose a la violencia criminal en la zona, el entorno producía en ellos otras amenazas, las cuales devenían de su propia envestidura como oficiales estatales. Esto último relacionado con el hecho de que, en Barranco, distintos aparatos del estado han sido experimentados históricamente no sólo como agentes externos, sino también como instancias perpetradoras de violencia y abusos. Por ello, los habitantes del barrio solían manifestar una actitud hostil y desafiante hacia los funcionarios estatales con los que interactuaban, lo que contribuía a complejizar la inseguridad de Rubén y Miguel.

En este artículo examino las estrategias que emplean los burócratas de protección civil para desempeñar sus labores manteniéndose a salvo en dicho contexto. Mis reflexiones etnográficas exponen cómo procuraban establecer vínculos personales e íntimos con los habitantes de Barranco a fin de crear un entorno que les permitiera sentirse relativamente seguros. Su trabajo los colocaba ante un sinnúmero de interacciones cara a cara con diversos actores (residentes, comerciantes, dirigentes gremiales, etcétera), teniendo que gestionar y procesar en su día a día decenas de asuntos en las calles y en las viviendas: procedimientos de revisión de infraestructura en los predios, acudir a llamados de emergencia, difundir información de prevención, entre otras cosas. El espectro de sus actividades se extendía incluso al grado de trascender sus atribuciones, de tal modo que aprovechaban su rol dentro del estado para asesorar o intervenir agilizando trámites que requerían los habitantes de Barranco. Como veremos, Rubén y Miguel inscribían estas labores en un régimen de amistad, por lo que performativamente se dirigían a las personas que atendían como “amigos”, y se referían a las funciones que realizaban como “ayudas” o “apoyos”. Siguiendo a Ledeneva (1998) y Adler-Lomnitz (1994), propongo pensar esas relaciones como una economía de favores, es decir, como un esquema de reciprocidad donde circulan bienes y servicios alrededor de una ideología de amistad. Al participar en esa economía de favores con los residentes y al forjar vínculos personales con ellos, Rubén y Miguel buscaban neutralizar los peligros asociados a la violencia registrada en la zona, al mismo tiempo que procuraban revertir las imágenes plagadas de hostilidad que predominaban en Barranco acerca del estado y sus oficiales.

No obstante, el artículo muestra cómo esas estrategias no se desenvolvían exentas de tensiones. Debido a la violencia prevaleciente en el lugar, así como a la animadversión hacia distintas figuras que encarnaban la autoridad estatal antes mencionada, los burócratas del área de protección civil eran constantemente requeridos para “apoyar” como escoltas o “puertas de acceso” a funcionarios de otras áreas y niveles del gobierno. De este modo, quedaban habilitadas determinadas intervenciones estatales que ilustro más adelante. Lo interesante de esta protección ofrecida por Rubén y Miguel es que, por una parte, extendían la economía de favores hacia el interior del estado. Así, ellos “apoyaban” brindando resguardo a otros oficiales quienes no contaban con esos vínculos personales a nivel local, intercambiando la protección por otro tipo de “ayudas” de parte de éstos, como materiales o equipo de trabajo, o alguna propina. Pero, por otra parte, veremos cómo, al participar en estas otras actividades, se reforzaba su posición como parte del estado, en especial cuando colaboraban en intervenciones vistas con recelo por la población local. Lo anterior contribuía a poner bajo sospecha sus lealtades y, con ello, sus vínculos personales con los habitantes, desdibujando esa precaria seguridad basada en la idea de amistad.

Las contribuciones del artículo se despliegan en dos vertientes que atraviesan las discusiones antropológicas sobre el estado y la inseguridad. Por un lado, algunos trabajos han abordado los aspectos performativos de los encuentros cotidianos que exigen a ciertos burócratas estatales interactuar cara a cara con poblaciones que son objeto de su intervención (Lipsky, 1980; Herzfeld, 1992; Gupta, 2012; Hull, 2012; Fassin, 2015; Shoshan, 2016). Lejos de los estereotipos del burócrata distante, frío e inflexible, esta literatura sugiere que el desempeño de estos burócratas se distingue por una alta discrecionalidad respecto a la provisión de servicios o la aplicación de sanciones, por una cercanía en ocasiones íntima con las poblaciones, así como por su disposición a negociar los mandatos universalistas de las leyes. Sin embargo, poco se ha explorado sobre las implicaciones que trae consigo para este tipo de burócratas el actuar en un contexto particularmente violento e inseguro. Como argumento aquí, el desempeño de estos burócratas revela una mayor intensidad en las precauciones y recaudos que siguen para llevar a cabo sus tareas neutralizando peligros, lo que apunta hacia ciertas constricciones que moldean su actuación, limitando por momentos su rol de oficiales estatales.

Adicionalmente, varios trabajos antropológicos han cuestionado la idea del estado como agente principal en la producción de seguridad, mostrando en cambio la forma en que los aparatos estatales pueden llegar a ser significados y experimentados por ciertas poblaciones como lo inverso, es decir, como agentes perpetradores de violencia y como fuentes de inseguridad (Trouillot, 1990; Sluka, 2000; Coronil y Skurski, 2006; Goldstein, 2012; Sierra, 2013; LeBrón, 2019). No obstante, estos trabajos han ignorado un aspecto que mis reflexiones etnográficas abordan: los oficiales estatales también experimentan una inseguridad que, como en el contexto que analizo, no sólo deriva de la violencia criminal, sino también de su adscripción estatal. Esto último sugiere ampliar el campo de problematización de las experiencias cotidianas alrededor de la (in)seguridad, considerando etnográficamente cómo éstas atraviesan las fronteras entre estado y sociedad, y cómo pueden ser configuradas a partir de las interacciones entre ambas entidades.

El artículo se basa en un extenso trabajo de campo realizado entre 2016 y 2017, a partir del cual elaboré un análisis sobre cómo las personas en Barranco gestionan la inseguridad. Durante ese tiempo, sostuve entrevistas y conversaciones con líderes gremiales, funcionarios de gobierno de distintos niveles, comerciantes, activistas culturales, y también acompañé en sus actividades cotidianas a comerciantes, vigilantes ligados a asociaciones gremiales y a los trabajado-res de protección civil encargados de la zona. En consecuencia, las reflexiones que aquí propongo se sustentan en las observaciones realizadas mientras acompañé a Rubén, Miguel y sus colegas.

Navegando la inseguridad: los vínculos personales como protección

Como han mostrado algunas investigaciones, las políticas de renovación del Centro Histórico de la Ciudad de México dirigidas a transformar el espacio y producir un entorno orientado al consumo de clases medias y altas identificaron desde el inicio la inseguridad de la zona como uno de los principales problemas, por lo que la intervención urbana ha impulsado una mayor presencia policial en la zona (Davis, 2007; Leal Martínez, 2015; Moctezuma Mendoza, 2016; Zamorano, 2019). Aunque, observando con detalle y de manera disgregada ese amplio territorio, es posible apreciar una diferencia entre los barrios o áreas que lo conforman, no sólo respecto a fenómenos como la incidencia delictiva, sino también en cuanto a una variación sustantiva en el trabajo policial (Alvarado, 2012; Padilla Oñate, 2014).

En ese sentido, Barranco es considerado uno de los barrios “problemáticos” que se localizan en las inmediaciones del Centro Histórico. A lo largo de mi trabajo de campo, en decenas de conversaciones con residentes y comerciantes, sobresalían los miedos ligados a ciertos delitos predatorios, siendo el robo y la extorsión los más recurrentes. La inseguridad en esta zona estaba marcada, pues, por inquietudes asociadas a figuras como las “ratas”2 o los grupos dedicados a extorsionar, cuyos miembros se presentan ante comerciantes para exigir un pago de cuotas fijas a cambio de brindarles, de un modo ambiguo, “protección”. A todo ello se suman las constantes ejecuciones, las cuales eran reportadas en la prensa local, contribuyendo a intensificar la reputación de lugar peligroso en la esfera pública metropolitana.3 En este entorno, caracterizado por los miedos a ser despojado del patrimonio o ser víctima letal, y en el que predominaba una sospecha generalizada, es que Rubén, Miguel y sus colegas de protección civil se desenvolvían, por lo que mantener su integridad a salvo era una de sus principales preocupaciones.4

Sus jornadas iniciaban en la oficina de protección civil, un cuarto ubicado en un viejo edificio construido en los años cincuenta, el cual también funcionaba como sede para otras áreas desconcentradas del gobierno local. El mobiliario de la modesta oficina se reducía a dos escritorios, cada uno con su respectiva silla. Sólo uno de ellos tenía encima una máquina de escribir. En una de las esquinas yacía un archivero y, para las visitas, contaban con un sillón cuya tela raída y asiento hundido señalaba su antigüedad y desgaste. Humberto, fungiendo como jefe de la oficina, iniciaba el día comunicando la “agenda del día” a Miguel, Rubén, Clara y Tomás, los miembros de protección civil encargados de la zona que comprendía a Barranco.5 Clara por lo regular trabajaba desde la oficina, ocupada con oficios, trámites y otros papeleos, además de atender el teléfono fijo.6 Humberto pasaba los días en reuniones con pares suyos de otras áreas del gobierno, y atendiendo asuntos puntuales en la calle, que le requerían en su calidad de “jefe”. En cambio, Miguel, Rubén y Tomás salían de la oficina desde muy temprano y no volvían, pues su agenda consistía en un listado de tareas que les exigían moverse en distintos puntos de la zona. Dichas labores estaban orientadas a la prevención y reacción de situaciones de riesgo y emergencias, y podían ser tan diversas como revisar el estado de la infraestructura de equipamiento urbano y de servicios públicos; evaluar las condiciones materiales y estructurales de los inmuebles; asistir a la población en casos de accidentes o llamados para verificar daños en instalaciones que pudieran provocar percances (como fugas de gas, defectos de instalaciones eléctricas); supervisar que las construcciones y obras en marcha cumplieran con los reglamentos de protección civil; auxiliar en operativos a los cuerpos de seguridad pública o en otras intervenciones encabezadas por el gobierno de la ciudad.

Ahora bien, como burócratas de calle, ellos estaban permanentemente envueltos en encuentros personales con comerciantes, residentes y dirigentes, reproduciendo estas interacciones en sus rutinarios recorridos y visitas. Como sugiere Lipsky (1980), dicha condición requiere una alta discrecionalidad, así como una buena dosis de improvisación, pues se desenvuelven ante cierta paradoja: por un lado, su trabajo consiste en ejecutar e implementar políticas públicas y reglamentos diseñados con fundamentos generales, y, por otro lado, en el día a día se enfrentan a situaciones específicas y necesidades que surgen, más o menos, de manera inesperada y accidental. Es decir, su trabajo implica gestionar la universalidad que les exigen los mandatos normativos y protocolos, y la particularidad que les presentan las interacciones cara a cara con sus clientes, quienes de manera recurrente apelan a la excepcionalidad, demandando ser tratados como un caso específico.

Pero, además, considerando el contexto de violencia arriba descrito, resultaba todavía más importante para ellos entablar un acercamiento que trascendiera un formato frío y distante, el cual pudiera colocarlos en una situación de rechazo, dejándolos vulnerables en un ambiente generalizado de inseguridad. Así, ellos desarrollaban una estrategia que procuraba generar vínculos personales con las personas del barrio que acudían a ellos, o con quienes se veían forzados a socializar para llevar a cabo alguna tarea específica, como verificar el estado de las vecindades. Estrategias similares pueden verse en otros contextos, donde burócratas que median entre el estado y las poblaciones que son objeto de su intervención se ven orillados a desplegar habilidades performativas que los aproximen a estas últimas, al grado de establecer cierta intimidad entre ambos (Shoshan, 2016: 143-167).

Respecto a dicha performatividad, podemos observar un detalle del lenguaje de los burócratas de protección civil que acompañé, atendiendo en concreto a los términos con los que ellos describían sus labores. Por ejemplo, en sus encuentros con los habitantes de la zona, Rubén y Miguel eran enfáticos en referirse a ese conjunto heterogéneo de actividades como “apoyos”, “servicios”, “ayudas”, “atenciones”. Este registro lingüístico sugiere un modo de significar su trabajo en el cual su participación allí asumía implícitamente un desdibujamiento del estereotipo del burócrata indiferente y lejano, el cual, a su vez, es un recurso que puede ser utilizado para fines diversos, como cuando se niega una autorización o se rechaza un trámite (Herzfeld, 1992). En contraste con ello, Rubén y Miguel estaban siempre con la mejor disposición de atender cualquier asunto que le presentaran sus clientes. Pero, además, para ellos era fundamental conducirse así con todas las personas, sin hacer distinciones. Esta disposición que reflejaban trascendía incluso los ámbitos que en estricto sentido les correspondían, ya que también se mostraban solícitos para ayudar en temas que rebasaban sus atribuciones formales, asesorando a las personas en ciertos trámites o moviendo contactos suyos dentro de la burocracia estatal.

Ilustro lo anterior con dos ejemplos. Una tarde en la que acompañaba a Rubén a su casa, tras haber concluido su jornada, nos percatamos que lo esperaba un señor mayor. De manera muy respetuosa, el señor se presentó como un comerciante de Barranco, y proporcionó la ubicación específica de su puesto. Procedió a relatarnos sobre un problema que había en el sitio: un tapón de desagüe estaba fallando y se generaban encharcamientos diarios. Los vecinos habían intentado liberar la coladera utilizando varillas, sin éxito. Rubén le indicó que debían redactar un oficio para solicitar el servicio de desazolve, el cual debía incluir una descripción del problema y mencionar la localización exacta. El señor inquirió más sobre las características del documento, y Rubén le resolvía las dudas: cómo detallar el problema, a quién dirigirlo, dónde entregarlo. Aclarado el asunto del oficio, Rubén resaltó que el trámite formal podía llegar a demorar días. Intercambió nombres y teléfonos con el señor, para dar seguimiento, y le comentó: “voy a hacer una llamada para acelerar el asunto. Pero es muy importante que usted haga la solicitud formal en las oficinas. Ya cuando vayan las personas de Obras a atender eso, se organizan entre ustedes para invitarles un chesco”. El señor se retiró, expresando agradecimiento. Al cabo de los minutos siguientes, mientras descansábamos en su casa, Rubén realizó un par de llamadas para adelantar aquel asunto, arreglando las cosas para que al día siguiente efectuaran el desazolve. Respecto de todo ello, Rubén subrayó lo relevante que era “ayudar” a las personas, poniendo énfasis en lo importante que era mantener buenas relaciones con todos en un lugar inseguro, “porque uno nunca sabe”.

En otra ocasión, iba con Miguel rumbo a una escuela, cuando recibió una llamada a su teléfono particular, en la cual solicitaban acudiera para revisar una vivienda que presentaba un intenso olor a gas. Nos desviamos para atender este asunto. En el camino, Miguel me contó que quien había llamado era una amiga suya. Al llegar, noté la familiaridad con la que ambos se saludaron y lo afectivo de la plática. Posteriormente, entramos a la vecindad y Miguel verificó las instalaciones. Tras examinar los tanques, tubos y cables, concluyó que el olor no provenía de esa vecindad, planteando la hipótesis de que podía venir del edificio contiguo. Mencionó que haría la inspección más tarde, ya que antes debía ocuparse del compromiso en la escuela. Ante la preocupación de su amiga y otras dos señoras, quienes resaltaban que era muy fuerte el olor a gas, Miguel sostuvo que no corrían peligro, y aseguró que él volvería más tarde para encargarse de eso. Se despidió cariñosamente de su amiga, afirmando que no tenían nada que temer, reforzando su compromiso de regresar para arreglar el problema. Retomando el trayecto a la escuela, Miguel me confesó que su amiga era una persona con vínculos estrechos con uno de los grupos criminales que cobraban extorsiones en la zona. Se conocieron cuando él la auxilió en un accidente de moto y, desde entonces, sostienen una relación de amistad. “Trabajar aquí exige saber moverse, para mantenerse sanos y salvos. Una de las cosas que yo siempre digo, es que hay que brindar el apoyo tanto a los ‘buenos’ como a los ‘malos’. Y en la medida de lo posible, saber llevarse con la gente”, comentó.

Como estas dos escenas presencié muchas otras donde Rubén y Miguel se mostraban diligentes en resolver problemas o agilizar trámites para, como ellos decían, “brindar el apoyo” o “ayudar” a la gente. Algunos autores sugieren que el trabajo de burócratas que interactúan cara a cara cotidianamente con personas que asumen un rol de clientes siguen cierta ética (Shoshan, 2016) o moralidad (Fassin, 2015) las cuales, sin representar un esquema inflexible, orientan las conductas y permiten ajustarse a las circunstancias o contextos específicos en que se sitúan. En Rubén y Miguel observamos una ética que ponía como principio fundamental nunca soslayar una ayuda o servicio solicitados, sin discriminar entre personas “buenas” y “malas”. Aunque el término “malos” señalaba en ocasiones a las personas involucradas en actividades criminales, lo cierto es que dicha categoría no trazaba una frontera clara, pues muchas veces mencionaban que había gente “buena” que obtenía ingresos por medio de venta de drogas, de robos o extorsiones. En todo caso, la ambigüedad de dichas categorías resultaba un tanto irrelevante en un contexto de inseguridad generalizada, en el cual no siempre era fácil advertir con certeza quiénes encarnaban las amenazas. O, mejor dicho, esa ambigüedad convergía con la ética de “brindar el servicio” a todos. Al seguir esta orientación, ellos evitaban meterse en problemas con potenciales “malos”, pero, además, les permitía conciliar el rasgo particularista y familiar que procuraban cultivar en sus interacciones, y el elemento universalista expresado en el no marcar distinciones entre la gente. Como veremos en el siguiente apartado, al forjar esta intimidad con los habitantes, los burócratas también buscaban revertir la desconfianza y hostilidad con la cual se miraba localmente al estado.

Revirtiendo las imágenes del estado

Además de la inseguridad ligada a los actos criminales que tenían lugar en la zona -lo cual, como vimos en el apartado anterior, colocaba a los trabajadores de protección civil en una situación similar a la desprotección de la población local-, estos trabajadores debían sortear otro aspecto para sentirse más o menos resguardados. Me refiero a las tensiones generadas por la envestidura estatal que de modo inevitable portaban, puesto que, por más estrechos que procuraran formar los vínculos con sus clientes, para unos y otros era claro que los burócratas se situaban en un punto de intermediación en el que no podían dejar de velar por los reglamentos oficiales, ni disociarse de una estructura estatal a la cual pertenecían. En ello, es preciso analizar algunas ideas locales sobre el estado, lo cual es fundamental para comprender las estrategias y el desenvolvimiento cotidianos de los burócratas de protección civil.

Como punto de partida, conviene señalar que sigo una perspectiva que no toma por sentado al estado, concibiéndolo como una unidad coherente y homogénea, sino que me interesa interrogarlo etnográficamente. De acuerdo con esta perspectiva, es importante considerar los contextos específicos en que el estado interactúa con las poblaciones y examinar los modos en que se hace presente ante ellas, resaltando así las diferentes imágenes que localmente pueden producirse, a partir de prácticas concretas, cotidianas e históricamente localizables (Joseph y Nugent, 1994; Hansen y Stepputat, 2001; Das y Poole, 2004; Gupta, 2012; Coronil y Skurski, 2006). De esta manera, algunos trabajos han mostrado que, lejos de constituir una entidad inequívoca, el estado en México asume una pluralidad semántica de acuerdo con los lugares concretos que se analicen, además que han dado cuenta de procesos contenciosos alrededor de las prácticas y sentidos ligadas a él, como son las disputas por la autoridad, el reconocimiento cultural, la justicia, la distribución de riqueza o el uso legítimo de la fuerza (Escalona Victoria, 2011; Falcón, 2011; Estrada Saavedra, 2017).

En el caso de Barranco, durante décadas ha prevalecido una relación más bien tensa y hostil con los aparatos estatales. Por una parte, es cierto que, tras permanentes procesos de lucha, la población local ha adquirido algunos derechos y reconocimientos en materia laboral, de vivienda y de acceso a servicios urbanos. En eso, el discurso de justicia social enarbolado por el régimen de la posrevolución para extender su legitimidad, así como el conjunto de políticas dirigidas a alcanzar estabilidad social mediante la unidad representativa del partido único, jugaron un papel central para integrar masivamente a sectores marginados (Eckstein, 1977). Pero dicha inclusión subordinada, corporativista y clientelar no ha dejado de producir ambivalencias y confrontaciones. Un claro ejemplo de ello lo encontramos en los permanentes conflictos políticos y jurídicos en torno al comercio callejero en la Ciudad de México (Barbosa, 2008; Meneses Reyes, 2011; Crossa Niell, 2018; Hayden, 2017). En el caso de Barranco, justamente ha sido este sector económico el que ha predominado durante décadas, expandiéndose al grado de generar miles de empleos para las clases bajas y congregando gente originaria del mismo barrio, así como de muchos otros lugares marginados de la zona metropolitana.

Por lo anterior, el comercio callejero, junto con algunos otros oficios o actividades económicas igualmente precarias y criminalizadas,7 se fueron consolidando en Barranco como formas legítimas para “salir adelante”, como la gente solía referirse a su condición laboral y social. Como resultado de lo anterior, en Barranco está muy esparcido y arraigado un sentimiento de autonomía, que pone en relieve cierto efecto de distanciamiento respecto del estado, y sobresale la necesidad que enfrentan las personas para abrirse camino del modo que sea posible. Sin embargo, debido al carácter criminalizado de muchas de esas prácticas económicas, la presencia estatal allí ha asumido un papel predominantemente represivo, de tal forma que los habitantes de Barranco han padecido de manera sistemática hostigamiento, detenciones y encarcelamientos de los aparatos de seguridad y justicia. Así, de un modo parecido a lo que ocurre en los márgenes urbanos (Goldstein, 2012; Auyero, Bourgois y Scheper-Hughes, 2015; LeBrón, 2019), donde los enfrentamientos entre policías y pobladores forman parte de la cotidianidad, en Barranco se ha fraguado una idea de comunidad que proyecta al barrio no sólo como una entidad autónoma, sino en constante pugna con el estado.

Los esfuerzos de los burócratas de protección civil buscan revertir justamente esas imágenes, remplazando la lejanía y la confrontación por la proximidad y la amistad. De allí su ética de brindar ayuda a todas las personas, al mismo tiempo que cultivan unas relaciones marcadas por el afecto y la intimidad con sus clientes. Considerando esto, propongo que sus estrategias para mantenerse a salvo en Barranco daban forma a una economía de favores con la población local. Conceptualmente, sigo los trabajos de Adler-Lomnitz (1994) y Ledeneva (1998), los cuales analizan cómo ciertos intercambios continuos de favores movilizan distintos tipos de bienes o servicios, especialmente sorteando procedimientos formales, haciendo uso de redes y contactos personales. Esas economías, señalan dichas autoras, adquieren mayor relevancia en contextos de escasez, algo que coincide con la precariedad material con la que desempeñaban su labor los trabajadores de protección civil, así como el grueso de clientes con los que interactuaban. Otro rasgo de las economías de favores es la estructuración en torno a la ideología de amistad que sustenta esos intercambios recíprocos. Como vimos en el apartado anterior, en el lenguaje de Rubén y Miguel los clientes con los que interactuaban eran concebidos como amigos. Con esta fórmula retórica enfatizaban esos vínculos que forjaban con las personas, al tiempo que una y otra vez relacionaban ello con la necesidad de mantenerse protegidos en la zona.

Ahora bien, algo interesante en relación con lo anterior era la forma en que otros burócratas que carecían de esos contactos personales en Barranco solicitaban el auxilio de Rubén y Miguel. Así, con frecuencia, su jefe Humberto u otros colegas de distintas áreas y niveles del estado recurrían a ellos para que fungieran como “puertas de acceso” al barrio, en especial cuando funcionarios desconectados con la zona debían “entrar” para inaugurar un programa social, hacer campaña electoral, dar mantenimiento a infraestructura o participar de cualquier otra intervención gubernamental. Como muestran Ferguson y Gupta (2002), el hecho de que oficiales de mayor jerarquía, los cuales poseen cargos más centralizados y se hallan socialmente distantes de las poblaciones, recurran a subordinados suyos -quienes se encuentran arraigados a localidades específicas- con el propósito de incursionar en zonas desconocidas para los primeros, genera un efecto de verticalidad del estado. En efecto, la colaboración de Rubén y Miguel para fungir como puertas de acceso provenía, ante todo, de mandatos superiores. Sin embargo, la intermediación que llevaban a cabo los burócratas de protección civil no tenía una motivación unidireccional, sino que también hallaban en ello cierta recompensa: les permitía acceder a otros bienes con sus pares dentro del estado, intercambiando esa especie de manto protector que habían forjado. Estas prácticas de intermediación extendían, así, las economías de favores.

Para ilustrar esto, tomo uno de los varios casos en los que presencié cómo directamente algunos ingenieros de la empresa estatal encargada del servicio de energía eléctrica llamaban por teléfono a Rubén o Miguel para pedirles de “favor” que les apoyaran mientras realizaban sus encargos en Barranco. El acompañamiento que requerían los ingenieros básicamente consistía en reunirse en un punto de las avenidas principales que rodeaban el barrio y, desde allí, aquéllos los escoltaban y conducían a la dirección que buscaban, quedándose con ellos hasta que terminaran; después los acompañaban a la “salida”. Esta protección no sólo se solicitaba por la reputación peligrosa de Barranco, también debido a que la empresa estatal era mirada localmente con hostilidad. Esta idea era reforzada en conversaciones con comerciantes y residentes, quienes manifestaban de modo recurrente quejas sobre lo “injustos” que eran las tarifas y cobros del servicio. Frente a esto, tanto comerciantes como residentes solían conectarse al sistema de electricidad usando mecanismos que burlaban la lectura del consumo, evitando así pagar el servicio. Por consiguiente, la combinación del miedo a ser víctima de delito o a ser agredido por formar parte de la empresa de electricidad, motivaba la demanda de auxilio de los ingenieros.

En una de estas ocasiones acompañé a Rubén para “apoyar” a un grupo de ingenieros que llevaban el encargo de instalar una caja medidora en uno de los transformadores del barrio. El propósito de la instalación era calcular cuánta energía eléctrica consumían los habitantes y estimar el desfase entre lo que (no) se pagaba, cotejando las facturas con lo que reportara este medidor. Durante horas, estuvimos allí Rubén y yo mirando cómo trabajaban los ingenieros, intercalando conversaciones con ellos. De pronto, Tomás, el otro compañero de protección civil, pasó en la moto cerca de la zona y se aproximó para saludar y averiguar qué ocurría. Ya incorporado a la plática y enterado de la situación, se unieron Rubén y Tomás para bromear acerca de “lo bien que tratan a los ingenieros”, poniendo énfasis en que los cinco de ellos que conformaban la cuadrilla portaban gafas de sol adecuadas para la labor, además de que lucían herramientas y equipamiento en buenas condiciones. En un tono bromista, Tomás sugirió que la próxima vez que solicitaran la ayuda “se mocharan”, es decir, les obsequiaran unos guantes, cascos, chalecos, radios y unos lentes como los que llevaban. El comentario provocó las risas de todos, pero el ingeniero a cargo de la instalación, advirtiendo una insinuación seria en la broma, le indicó a otro del grupo que les entregara unos pares de guantes y una pequeña bolsa con herramientas básicas. Rubén y Tomás agradecieron el gesto, y expusieron las condiciones de precariedad en las que trabajaban. El primero de ellos abrió su mochila y mostró unos guantes de látex, un paquete de cubrebocas, cintas, vendas, tijeras, linterna y un radio viejo, y dijo: “la mayor parte de estas cosas las tenemos que comprar nosotros del dinero que nos da la gente como propina por los servicios que brindamos. Los jefes no se preocupan por proporcionarnos los materiales que necesitamos”. El mismo ingeniero a cargo les prometió que la próxima vez llevarían más cosas.

Estos intercambios “informales” recuerdan la importancia que las “sobras” materiales tienen dentro de las economías planificadas, lo que favorece la circulación de bienes excedentes, generando canales de distribución mediante esos flujos de favores en el interior del mismo estado (Verdery, 1996). Por otra parte, también nos permiten observar cómo los burócratas de calle, como sugiere Shoshan (2016: 167), no buscan desprenderse de esa ambivalencia inmanente a su posición de intermediación entre el estado y las poblaciones, sino que es algo que buscan cultivar. Su situación les exige vincualarse igualmente con oficiales y clientes, al mismo tiempo que crea posibilidades de sacar provecho y extender las economías de favores, especialmente en un entorno precario e inseguro. Aunque, como veremos en el siguiente apartado, todo esto tiene repercusiones en relación con sus empeños por involucrarse en las tramas de intimidad locales.

Las lealtades bajo sospecha: (des)protección de los burócratas

Hasta aquí hemos revisado las estrategias de los burócratas de protección civil para sobrellevar su inseguridad, particularmente en un contexto donde la violencia y su propio estatus de oficiales estatales se sumaban provocando preocupaciones que debían navegar. Vimos que, a través de la incursión en una economía de favores, ellos lograban hacerse un espacio en la vida íntima a nivel local, lo que les permitía desenvolverse más o menos seguros. No obstante, es preciso subrayar algo al respecto: lejos de constituir una seguridad sólida y definitiva, se trataba de formas cotidianas, precarias e inestables de salir adelante, las cuales requerían una iteración constante, sin nunca llegar a producir una sensación de estar completamente seguros.

En primer lugar, esto era así debido a la complejidad del mismo entorno. En Barranco, ni oficiales estatales ni ninguno de los habitantes podían sentirse exentos de los riesgos de sufrir algún ataque que comprometiera su patrimonio o su vida. Durante mi trabajo de campo, los perfiles de personas que llegaron a ser víctimas de agresiones o intimidaciones abarcaban a comerciantes, policías, residentes, dirigentes gremiales, funcionarios, políticos, activistas, sin ser exhaustivos con una tipología. Desde luego, cada uno desplegaba sus propias estrategias para protegerse, pero la inseguridad era un asunto que preocupaba a todos por igual.

En segundo lugar, la posición que ocupaban Rubén y Miguel como burócratas de calle los obligaba a ser muy cautelosos en su rol de oficiales estatales, máxime respecto a la sanción de reglamentos y leyes. Dichas reservas se explicaban por dos motivos estrechamente articulados. Por un lado, ellos ocupaban un rango muy bajo en la jerarquía burocrática. Esto se reflejaba en que sus jornadas eran llevadas a cabo con pocos recursos materiales, además de que se desplazaban de un lado a otro de manera individual o, a lo sumo, acompañados de algún otro miembro del equipo. Así, aunque pertenecían al estado, paradójicamente ejecutaban sus labores un tanto abandonados por éste, por lo que debían desarrollar sus propios medios para realizar sus funciones de forma aislada, creativa y discrecional. Por otro lado, su estrategia de incrustarse en las tramas de intimidad locales con los habitantes de Barranco traía consigo también ciertas restricciones para imponerse como figuras de autoridad. Por ejemplo, tanto Rubén como Miguel subrayaban a menudo algunos límites de su actuar, teniendo en cuenta que su principal objetivo era mantenerse a salvo. Esto implicaba tener que calibrar permanentemente sus alcances como representantes del estado, y evaluar hasta dónde podían intervenir respecto a la aplicación de las normas, con la finalidad de evitar conflictos con las personas. Como resultado de ello, solían señalarme que en ocasiones debían “hacerse de la vista gorda” para no ganarse problemas. En todo esto, desde luego, también influía la ideología de amistad que orientaba sus labores.

Pero, ante todo, su cautela estaba enmarcada en un hecho insoslayable: su trabajo los articulaba a la vida cotidiana de Barranco, es decir, debían convivir cada día con las personas del barrio en las calles y en las viviendas. Esto es un aspecto fundamental para comprender sus estrategias de seguridad, ya que esto contrastaba con el actuar de muchos otros oficiales estatales que ingresaban a Barranco de manera irregular y esporádica. En el caso de los cuerpos policiacos, por ejemplo, quienes llevaban a cabo operativos especiales para incautar mercancías apócrifas, confiscar droga o establecer retenes de revisión, no sólo incursionaban de manera puntual y momentánea, sino que desplegaban una fuerza colectiva y empleaban recursos materiales con los que podían imponer su autoridad (armas, escudos, macanas). En despliegues como éstos, la fuerza del estado emplea por lo general a agentes sin conexiones personales en los lugares que intervienen, lo cual sirve para reforzar la indiferencia frente a los reclamos locales (Coronil y Skurski, 2006; LeBrón, 2019). En cambio, para la seguridad de Rubén y Miguel resultaba esencial forjar amistades y buenas relaciones con “todos” los habitantes, por lo que no era raro verlos relacionados afectivamente incluso con gente dedicada a la venta de drogas o a la extorsión. Lo anterior suponía, siguiendo a Montero (2020), cierta estrategia de “evitación”, es decir, suspender o negociar el rol de sancionador de la ley para alejar riesgos. Estrategias similares son frecuentes en contextos donde oficiales -incluso militares-, se ven obligados a permanecer de manera prolongada en lugares específicos. En situaciones así, donde los oficiales se encuentran involucrados íntimamente con los residentes, los primeros deben evaluar los riesgos que supone imponer su autoridad mediante el uso de la fuerza (Montero, 2020).

Ahora bien, esta cautela enfocada en evitar intervenciones que pudieran ganarles enemistades con la población local era constantemente sobrepasada. En gran medida, porque su papel subordinado dentro de la estructura estatal imponía límites a su discrecionalidad, por lo que la sanción de los reglamentos no siempre dependía de su criterio. Así, en muchas ocasiones pude observar cómo la posibilidad de “hacerse de la vista gorda” no pasaba por ellos, sino que seguían instrucciones de sus jefes, quienes, enterados de cierto incumplimiento legal por parte de algún comerciante, exigían el pago de una cuota o “mordida” a cambio de omitir la sanción correspondiente. Para el cobro de la cuota, recurrían a Rubén y Miguel. Éstos procuraban desvincularse del acto, enfatizando que debían seguir las instrucciones de sus superiores, a la vez que casi siempre buscaban gestionar alguna reducción de la cuota como parte de las “ayudas” que ofrecían a los comerciantes. Si bien esta mediación podía ser vista como un apoyo más dentro de las economías de favores, lo cierto es que para muchas personas esas prácticas eran significadas como extorsiones de la autoridad, reforzándose las imágenes del estado como una entidad perpetradora de violencia. La participación de Rubén y Miguel en todo eso quedaba expuesta como parte de esa estructura hostil, lo que contribuía a enturbiar esos lazos de amistad y confianza que buscaban construir.

Del mismo modo, cuando escoltaban a políticos u otros oficiales que eran vistos localmente con recelo -como en el ejemplo de los ingenieros de la empresa de energía eléctrica-, se reactivaba su vinculación con el estado,8 lo cual generaba cuestionamientos sobre sus lealtades. Así, sus esfuerzos por protegerse mediante los vínculos íntimos y personales con la población local se veían trastocados por esas otras intervenciones estatales de las que también formaban parte. Desde su posición de intermediación entre el estado y la población local, los burócratas de protección civil intentaban revertir la hostilidad entre ambos con el propósito de sentirse menos expuestos a agresiones, dada su adscripción. No obstante, tanto la inherente ambivalencia que conllevaba su posición mediadora, como las constantes acciones estatales que les trascendían y las cuales acentuaban la tensión con la población local, los devolvía a una situación de inseguridad ligada a su envestidura estatal.

Reflexiones finales

Un aspecto revelador en mi investigación fue la particular configuración de la inseguridad que experimentaban Rubén y Miguel. Por una parte, ellos debían navegar los temores y la vulnerabilidad que los exponía ante los actos predatorios que se registraban a menudo en Barranco, lo cual los emparentaba con la población local. Empero, su condición de burócratas estatales suscitaba nuevas tensiones que debían gestionar para apaciguar posibles conflictos o agresiones provenientes de la gente con la que se veían obligados a interactuar. Como he argumentado a lo largo del artículo, las estrategias de Rubén, Miguel y sus colegas estaban encaminadas a revertir y neutralizar las amenazas que suponían la violencia en la zona y la historia de hostilidad entre el estado y la población local. Para conseguirlo, participaban de una economía de favores que ponía a circular distintas “ayudas” que ofrecían a los residentes, comerciantes y demás habitantes de Barranco, logrando entablar relaciones de intimidad con ellos, lo que les permitía desenvolverse con mayor seguridad. Sin embargo, como sugiero aquí, estos empeños se veían opacados recurrentemente debido a su posición ambivalente, ya que una y otra vez se reactivaba su adscripción como parte de la maquinaria estatal, haciendo evidente que sus labores facilitaban intervenciones que eran vistas con recelo entre la población local.

Considero que, al analizar de manera etnográfica las estrategias y actuaciones que llevan a cabo los burócratas de protección civil en Barranco, surgen algunos aspectos que invitan a repensar tanto las experiencias de la inseguridad como las interacciones entre los aparatos del estado y la sociedad. Así, propongo ahondar en el cuestionamiento de las visiones que proyectan exclusivamente al estado como agente proveedor de (in)seguridad y, del otro lado, a los ciudadanos, demandando o sufriendo dicha (in)seguridad. Como he tratado de mostrar, las interacciones cotidianas que establecen los burócratas con las personas están enmarcadas por trayectorias históricas que conforman ciertas imágenes del estado, generando un contexto específico donde la presencia de oficiales puede estar caracterizada por hostilidades e inseguridades para los distintos actores que toman parte.

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1 El nombre de Barranco, así como el de las personas que aparecen en el artículo, son pseudónimos utilizados para anonimizar la identidad de mis informantes.

2Término genérico que empleaban mis informantes para referirse a delincuentes que robaban.

3Durante los dieciséis meses de trabajo de campo continuo que realicé, difícilmente transcurrió una semana sin tener notificaciones de algún ejecutado o heridos de bala.

4Si bien la tasa delictiva para la Ciudad de México en 2017 (68 954 por cada 100 000 habitantes) era superior a la tasa nacional (39 369), lo cierto es que la situación era más problemática en la alcaldía Cuauhtémoc (donde se ubica Barranco), puesto que concentraba 15 por ciento de las carpetas de averiguación de delitos en la entidad, de acuerdo con datos del INEGI. De manera más desagregada, la colonia Centro se encontraba en 2017 como aquella con mayor número de carpetas de averiguación en la ciudad (7 557) (de acuerdo con Evalúa, “Ciudad de México 2020. Un diagnóstico de la desigualdad socioterritorial”). Según el mismo informe, colonias aledañas al Centro Histórico, como Morelos y Doctores, se ubican dentro de las diez con mayor número de delitos registrados en carpetas de averiguación.

5De todo el grupo, acompañé principalmente a Miguel y Rubén en sus jornadas laborales que se circunscribían a Barranco, aunque algunas veces también fuimos juntos a colonias aledañas.

6Esa división de tareas entre Clara y sus colegas sugiere pensar en una organización del trabajo que reproduce roles tradicionales de género, donde las mujeres realizan sus rutinas en los espacios interiores, frente a una cotidianidad masculina con mayor presencia en los espacios públicos, como la calle, lugar donde Miguel, Rubén y Tomás pasaban sus jornadas.

7El grueso de la población local se dedica al comercio, pero también hay mucha gente con oficios diversos, como albañilería, fontanería, electricistas, relojeros, zapateros. Además, en mis observaciones y testimonios recolectados aparecían muchas personas, incluso familias enteras, dedicadas a la venta de droga. El número de personas que participaban en ello es imposible de estimar desde el trabajo de campo.

8En numerosas conversaciones con mis informantes los escuché refiriéndose a los personajes de la clase política como “corruptos” o “ratas”, emparentándolos con los ladrones de calle. Muchas de esas impresiones provenían de las noticias y escándalos a diferentes niveles, pero también de las frecuentes cuotas o “mordidas” que las personas en Barranco debían pagar a distintos oficiales estatales.

9Agradezco a Tiana B. Hayden, Julio Díaz, Claudia Zamorano, Gabriela García, Esteban Salmón y a los dictaminadores anónimos por la lectura y comentarios del artículo. De manera especial, estoy agradecido con Vicente Moctezuma por su aguda y creativa lectura, la cual fue fundamental para darle forma a este trabajo.

Recibido: 03 de Febrero de 2021; Aprobado: 19 de Julio de 2021

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