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Alteridades

versión On-line ISSN 2448-850Xversión impresa ISSN 0188-7017

Alteridades vol.32 no.63 Ciudad de México ene./jun. 2022  Epub 19-Sep-2022

https://doi.org/10.24275/uam/izt/dcsh/alteridades/2022v32n63/grimaldi 

Dossier

Del no saber al saber (y viceversa): inseguridad e intimidad en El Salvador de la posguerra

From not knowing to knowing and back again: insecurity and intimacy in El Salvador’s postwar

Grazzia Grimaldi1 

Ellen Moodie2 
http://orcid.org/0000-0002-6236-6505

1University of Illinois at Urbana-Champaign. 109 Davenport Hall, M-C 148, 607 S Matthews Ave., Urbana, Illinois 61801-3636 <grazzia2@illinois.edu>.

2University of Illinois at Urbana-Champaign emoodie@illinois.edu.


Resumen

Poco después del fin de la guerra civil (1980-1992), los salvadoreños experimentaron un nuevo tipo de inseguridad -un estado afectivo de no saber cuándo sentir ansiedad-, que no figuraba en el repertorio de guerra. Poco a poco, y luego de repente, los pandilleros se convirtieron en el nuevo peligro del país centroamericano. Hoy, constituyen figuras de intimidad -más inteligibles- en la vida política y comunitaria del país. Cerca del trigésimo aniversario de los Acuerdos de Paz, en este artículo, basado en trabajo etnografico que combina 30 años de investigación, consideramos las transformaciones de la inseguridad, del no saber al saber y viceversa, así como las formas continuas del desconocer, que perpetúan las distribuciones desiguales de poder en las zonas urbanas de San Salvador.

Palabras clave: transición después de la guerra; afecto; ansiedad; pandilleros; criminalización

Abstract

Shortly after the end of El Salvador’s civil war (1980-1992), Salvadorans began to experience a new kind of insecurity-an affective state of not knowing when to feel anxiety. Their war-era survival repertoire could not account for the new postwar context. Slowly, and then suddenly, gangs converted into the new principal danger in the Central American country. Today they have become figures of intimacy in El Salvador’s political and community life. As the thirtieth anniversary of the Peace Accords nears, in this article, based on a combined 30 years of ethnographic fieldwork, we consider transformations in senses of insecurity, from not knowing to knowing and back again, as well as continuing forms of unknowing, that perpetuate unequal distributions of power in urban San Salvador.

Key words: transition from war; affect; anxiety; gang members; criminalization

En qué momento la gente en San Salvador comenzó a decir: “Es peor que cuando la guerra”; cuándo pararon de hacerlo, o, ¿aún lo hacen?; las memorias sobre la guerra ¿han sido absorbidas por una ansiedad todavía más amorfa: la inseguridad estructural en la era neoliberal?

En este artículo consideramos cómo la gente ha sentido y hablado sobre los cambios en la seguridad y la inseguridad en El Salvador durante casi 30 años, desde que los Acuerdos de Paz tuvieron efecto. Estos acuerdos, mediados por la Organización de las Naciones Unidas en 1992, pusieron fin a una guerra civil que duró 12 años en un país en el que -con alrededor de seis millones de habitantes- 75 000 personas murieron, casi un millón fueron desplazadas internamente y más de un millón doscientos mil emigraron al exterior.

Los discursos sobre la inseguridad y la seguridad han dominado las décadas desde que los representantes del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) y el gobierno salvadoreño firmaron los Acuerdos de Paz. Sin embargo, la palabra seguridad no figura en los objetivos iniciales de estos acuerdos, que eran terminar con el conflicto y entonces “impulsar la democratización del país, garantizar el irrestricto respeto para los derechos humanos y reunificar la sociedad salvadoreña”.1 El ascenso del habla sobre seguridad en El Salvador, remplazando el marco de los derechos humanos, refleja una amplia tendencia en la región en las décadas de 1990 y 2000, en las que los derechos humanos son denunciados como “derechos de los criminales” (Caldeira, 1999; Goldstein, 2010).

Nosotras contribuimos a la comprensión de estos discursos a través del análisis sobre los sentidos de el saber, el no saber y el desconocer (Moodie, 2017). El sentido del no saber impregnó la experiencia de los salvadoreños en la primera década de paz; tal era la magnitud del cambio, no sólo en los modos de la vigilancia policial y la violencia, sino también en las prácticas de la política democrática -con elecciones competitivas- y en la racionalidad económica -con la intensificación de la lógica neoliberal hegemónica mediante la privatización y la primacía del mercado- en los momentos posteriores a la Guerra Fría. En trabajos previos nombramos el estado afectivo de posguerra como una “falta de Angstbereitschaft”, una complicada sensación de no saber cuándo sentir ansiedad o no reconocerla en el nuevo momento histórico. Pero este no saber debe enmarcarse en el acto -con frecuencia intencional- del desconocer (unknowing), o en el rechazo a saber. En dicho proceso, el Estado produce inseguridad mediante estructuras del desconocer. Esto sucede cuando algo ampliamente conocido, como la profunda desigualdad de la sociedad, se convierte en algo circunstancialmente desconocido. Así, el Estado salvadoreño despolitizó la violencia de posguerra, desvinculándola de sus causas estructurales, y la convirtió en delincuencia común, asociada a patologías criminales. En suma, argumentamos que en el acto del desconocer subyace una dialéctica entre el saber y el no saber de la era posterior a la guerra en El Salvador. Es decir, el desconocer, construido a través de discursos cambiantes sobre la inseguridad, perpetúa la violencia estructural en la medida en que disfraza la injusta distribución del poder y los recursos en el país.

Es importante admitir que un sentido del no saber acompañó este nuevo peligro de la posguerra en las narrativas sobre el crimen, reformulando las relaciones sociales desde una perspectiva individual, propia del neoliberalismo, que se instauró al final de la guerra. Así, las nuevas necesidades del mercado crearon también una reconfiguración de las otredades (Reguillo, 2008). Sin embargo, el desconocer también invocaba a lo familiar; en este caso, a las viejas ideologías de la criminalidad con relación al cuerpo y el orden social, que responden a nociones de clase y raza. En los noventa, los cuerpos problemáticos aparecieron -al principio poco a poco y luego de manera abrupta- en los jóvenes pandilleros.

En este artículo, consideramos el afecto incitado en este ambiente de posguerra, lleno de imágenes e historias de nuevas formas de violencia. Este ambiente instigaba las sensaciones de desconocer/no saber y provocaba la expresión “Peor que la guerra”. Exploramos las transformaciones en la inseguridad difusa de la posguerra salvadoreña producida por una multiplicidad de factores.2

Como los otros autores en este número de la revista, seguimos el llamado de Goldstein (2010) para contribuir a una antropología crítica de la inseguridad, que va más allá de estudios de caso, comprendiendo la seguridad y la inseguridad como un continuum, un binomio con fronteras imprecisas. Centramos nuestra atención en las continuidades y discontinuidades en el afecto sobre la inseguridad. Rastreamos las transformaciones del sentido dialéctico del saber/no saber a través del tiempo, en el cual medió una relación nerviosa con los nuevos cuerpos peligrosos de la posguerra. Con el paso de las décadas, el Estado neoliberal se ha ido consolidando, pero ahora con crecientes tendencias autoritarias. Mientras tanto, en El Salvador las pandillas han reforzado su poder tanto como actores políticos que negocian clandestinamente con los gobiernos y el sector empresarial, como con figuras de la intimidad, tales como familiares, vecinos y amigos, en el tejido social del país. En este contexto, es posible apreciar el perfeccionamiento de un sentido perspicaz que permite reconocer las lógicas políticas detrás de la violencia, pero también examinamos cómo se negocia la relación con pandillas cuyos miembros son de manera simultánea criminales y figuras familiares. Así, mientras reflexionamos sobre el movimiento de la historia y las formas cambiantes de la inseguridad en El Salvador, analizamos también las formas continuas del desconocer.

Diez años después de la firma de los Acuerdos de Paz, los pandilleros parecían haber sustituido por completo a los insurgentes guerrilleros como los “terroristas” de la época en el imaginario salvadoreño de la posguerra (Zilberg, 2011). En 2003 dominaban la cobertura noticiosa de los medios de comunicación salvadoreños. En ese momento se inició una política antipandillas de “mano dura” muy publicitada e influenciada por las estrategias de “cero tolerancia” de Estados Unidos (Cruz, 2011 y 2006; Wolf, 2017), características de la penalización neoliberal importada del norte (Harcourt, 2009). Los políticos y la policía señalaron con certidumbre a los jóvenes, hombres y muchachos tatuados, como la amenaza, ofreciendo una certeza paradójica del saber sobre las raíces de la inseguridad en la posguerra. El proceso de identificar a los miembros de las pandillas como demonios populares (Cohen, 1973) disfrazó una vez más la profunda desigualdad de la sociedad salvadoreña. Pero a principios de la década de 2000 empezaron a circular narrativas populares alternativas en muchas comunidades de San Salvador. A pesar de los esfuerzos de las élites por instigar el desconocer, los salvadoreños atribuyeron cada vez más al Estado y a las élites la responsabilidad y, luego, la complicidad con las pandillas. Esta forma discreta de conocimiento surgió de la proximidad a largo plazo con las pandillas en los barrios, así como con los guardias de seguridad privados y con la policía; ella remite a preguntas más importantes, por la constante sospecha de que las cosas no son exactamente como parecen.

Mientras exploramos la complicada danza entre el saber, el no saber y el desconocer, vinculamos nuestros distintos periodos de trabajo de campo etnográfico como una investigación continua. Ambas hemos tratado de comprender las formas cambiantes de la inseguridad en relación con las estructuras de sentimientos (Williams, 1977) residuales, dominantes y emergentes. Ellen Moodie llegó por primera vez a El Salvador en 1993, tras más de una década de activismo solidario en Estados Unidos. Un año más tarde regresó para realizar un trabajo de campo antropológico y permaneció más de tres años en la zona metropolitana de San Salvador antes de escribir sobre ella. Vino a estudiar el internacionalmente elogiado proceso de democratización y pronto se dio cuenta de que no presenciaba una transición hacia la “paz”, sino un cambio hacia nuevos modos de violencia -y nuevas formas de narrar la experiencia- en medio del “ajuste económico estructural”. A lo largo de los años siguientes escuchó cientos de historias sobre crímenes de posguerra y entrevistó a personalidades políticas, agentes de policía y muchos otros. Moodie describe su investigación y análisis en la parte uno de este artículo.

Grazzia Grimaldi nació en El Salvador en 1990. Estudió antropología en la Universidad de El Salvador y realizó su tesis de licenciatura en una escuela pública de un barrio empobrecido de la ciudad de Mejicanos, en el área metropolitana de San Salvador. Allí conoció la profunda familiaridad, incluso la intimidad, entre las pandillas y los residentes de la comunidad. Unos años más tarde, ya como estudiante de doctorado, comenzó a realizar una investigación doctoral en el centro de San Salvador y en tiempos de COVID la continuó en línea. Grimaldi analiza los cambios de la inseguridad durante la última década en la parte dos de este artículo.

Parte I. Los años iniciales de posguerra: no saber

La primera vez que escuché “Ahora es peor que cuando la guerra” lógicamente tuvo que ser después del 16 de enero de 1992. La imagen icónica de ese momento histórico muestra la Catedral Metropolitana envuelta en pancartas rojas que exhibían desafiantes las letras del otrora prohibido FMLN. Miles de salvadoreños se congregaron ese día en el centro de la ciudad, en la plaza Gerardo Barrios, entre la iglesia y el Palacio Nacional. La fotografía muestra rostros jubilosos, camisetas rojas y banderas rojas ondeando. De ningún modo parece una guerra y mucho menos algo peor que ella. Pero la efervescencia colectiva que muestran esas imágenes oculta también la transición subyacente a un mundo social y económico privatizado que había comenzado varios años antes.

Pero, ¿por qué “peor que la guerra”? Tal vez fue la incredulidad en la posibilidad de la paz. Cómo se puede dejar atrás el habitus de sospecha, desconfianza y ansiedad inculcado por el conflicto; cómo se pueden olvidar una docena de años, o más, de observar a todo el mundo con precaución, de vigilar las calles; qué pasa con el joven vecino barbudo que llega a casa con las botas llenas de lodo, ¿es un guerrillero involucrado en actividades subversivas como explotar puentes?, o, con el tendero chismoso que hace demasiadas preguntas, ¿es un “oreja” que informa a la Guardia Nacional? Esa residual estructura de sentimientos, la afectación del nerviosismo de la época de la guerra, seguía conformando la sensación del momento (Williams, 1977).

Aquella frase se había repetido innumerables veces en 1995, cuando los niveles de violencia de El Salvador igualaban o quizá superaban la carnicería de la guerra. Para entonces, con certeza ya la había escuchado muchas veces en mi trabajo de campo. La Fiscalía General informaría de 7 877 homicidios dolosos, una tasa anual de 80 por cada 100 000 habitantes, mayor a la de tiempos de guerra, la más alta de América y la segunda del mundo después de Sudáfrica (Cruz, 2006: 152). Casi 30 años después, aunque la tasa de homicidios ha disminuido, como describe Grimaldi, el país aún es considerado uno de los más violentos del mundo y sus tasas de homicidio resultan epidémicas (United Nations Development Programme, 2014).3

Pero la circulación de la frase reflejaba no sólo el no saber, sino también un sentimiento de mistificación. Muchas cosas no relacionadas con la guerra y el conflicto se estaban transformando. En 1992 el país estaba inmerso en una serie de cambios para orientar el mercado hacia una economía neoliberal, cambios que iniciaron durante la guerra, tras la victoria en 1989 del gobierno de derecha y anticomunista de la Alianza Republicana Nacionalista (Arena): eliminación de controles de precios, desregulación de tasas de interés, recortes al gasto público, reprivatización de los bancos y concesión de autonomía al Banco de Reserva Central. Estas transformaciones fueron tan importantes como las prescritas en los Acuerdos de Paz de 1992: desmovilización de la guerrilla, destitución de ciertos oficiales militares, reforma del poder judicial y formación de una fuerza policial civil. Sin embargo, la conversión de la guerrilla en un partido político -con su programa socialista- sugería una lucha continua hacia la igualdad. Los candidatos del FMLN participaron por primera vez en las elecciones el 20 de marzo de 1994.

Ganó aquellas elecciones Armando Calderón Sol, de Arena (1994-1999). Durante la guerra había servido como secretario de Roberto d’Aubuisson, fundador del partido Arena y ampliamente reconocido como padre de los derechistas escuadrones de la muerte de El Salvador (Langer, 2017). Tal vez para algunas personas fue demasiado ver que las mismas caras curtidas por la guerra seguían en el poder; las esperanzas de una verdadera paz y justicia se desvanecieron. El cambio estaba ocurriendo, pero no como se imaginaba en ese júbilo frente a la catedral nacional. Quizá el gozo público, tan ruidoso, tan alegre, ocultó el sentido más amorfo de no saber. Pero escuché repetidas veces ese sentido de inseguridad en los cientos de historias que salvadoreños, de distintos sectores sociales, compartieron entre 1994 y 2008. A pesar del acceso diferencial a la seguridad personal, en la primera década después de los Acuerdos de Paz, yo encontré narrativas comunes en las historias delictivas compartidas por los salvadoreños. Yo argumentaba que ellos colaboraban discursivamente para entender la nueva época de posguerra buscando superar su sentido de “no saber” sobre la violencia. Eso cambiaría después, con el auge de pandillas posterior a la imposición del acercamiento de la mano dura.

El informe de la Comisión de la Verdad sobre las atrocidades de la guerra se había publicado el año anterior a las elecciones e inmediatamente fue anulado por una amnistía general aprobada por la legislatura. El informe había documentado más de 22 000 denuncias; 60 por ciento referidas a ejecuciones extrajudiciales, 25 por ciento a desapariciones y 20 por ciento a torturas. Algunas denuncias alegaban más de una forma de violencia. La comisión atribuyó 85 por ciento de los actos de violencia a agentes del Estado, incluidos los escuadrones de la muerte; el organismo culpó al FMLN de cinco por ciento de las atrocidades (Betancur et al., 1993). La amnistía significaba que nadie sería juzgado por crímenes de guerra. Benjamín Cuéllar, director del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana, sería uno de los primeros en insistir en que el pecado original de la amnistía de 1993 condujo a una impunidad más generalizada para el crimen posterior, fuera o no “político” (Genoves, 2020).

El auge de la MS-13 y el Barrio 18

Muchos salvadoreños en ese tiempo imaginaban un “ellos” distante cuando hablaban de sus asaltantes. De alguna manera, eran incapaces de reconocer las amenazas de la posguerra. Pero hacia finales de los noventa algo había cambiado en los discursos cotidianos sobre la seguridad en El Salvador. La prensa sensacionalista y los noticieros televisivos habían exhibido durante años imágenes de jóvenes tatuados, con pantalones sueltos, enfocándose en sus cualidades físicas desafiantes y deterioradas. Para entonces, la mayoría de los salvadoreños podía recitar el relato de cómo en Los Ángeles, en los años ochenta, los Mara Salvatrucha o MS-13 se habían formado entre migrantes centroamericanos organizados para enfrentar a las bandas de chicanos. Sus rivales fueron llamados Barrio 18, trasladando la cartografía de Los Ángeles a Centroamérica.

Muchos de estos salvadoreños y miembros originales de la pandilla habían huido de la guerra siendo niños, al lado de sus padres o sin ellos (Smutt y Miranda, 1998; Cruz y Portillo, 1998). Una vez que la guerra terminó en El Salvador, Estados Unidos comenzó a deportar a los migrantes convictos, deportaciones que surgieron tras la aprobación, en 1996, de la Ley de Reforma de la Inmigración Ilegal y de Responsabilidad del Inmigrante y de la Ley de Antiterrorismo y Pena de Muerte Efectiva. Ambas leyes permitieron la expulsión de residentes legales debido a ofensas menores, tales como conducir bajo los influjos del alcohol, apostar o robar. Las leyes fueron aprobadas bajo el impulso de Clinton a favor de la reforma del estado de bienestar, tratando de inculcar la orientación hacia el libre mercado. Estas reformas estaban enmarcadas moralmente en la idea de la “responsabilidad individual”.

La coincidencia de las deportaciones y el auge de las pandillas en Centroamérica provocaron una fuerte creencia -expresada sobre todo en la prensa sensacionalista estadounidense- según la cual estas últimas se organizaban atravesando fronteras. Dicha creencia se intensificó tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Sin embargo, algunos trabajos sugieren que la naturaleza transnacional de las pandillas es limitada (Washington Office on Latin America, 2007) y que la mayoría de sus miembros durante los noventa jamás habían dejado Centroamérica (Cruz y Portillo, 1998). Además, hay poca evidencia de que las pandillas salvadoreñas sean controladas por cárteles transnacionales, incluso hoy en día; más bien operan bajo un liderazgo nacional que controla la gestión local de la extorsión y el narcomenudeo. Las pandillas encarnan las orientaciones idealizadas del gerencialismo neoliberal, sobreviviendo mediante hábiles manipulaciones de los mercados locales. El que su actividad sea criminalizada -más allá de los asesinatos- recuerda la “mentira” de las “libertades” liberales.

Durante mi trabajo de campo entre 1997 y 1999 pasé mucho tiempo en la casa de mi exfamilia política, en un vecindario de clase trabajadora compuesto por hileras de casas achaparradas y de concreto, llama-do Jardines del Volcán, en Ciudad Merliot. Me alarmó cuando supe que Anita, la vecina de al lado, fabricaba cohetes para las celebraciones de Año Nuevo. Ocasionalmente los noticieros reportaban explosiones en esas fábricas caseras y era posible oler la pólvora sobre la pequeña barda de ladrillos que separaba las casas. Pero el resto del vecindario, menos crítico de los riesgos que eso implicaba, parecía más inquieto por las historias del “Pluma”, el flaco hijo adolescente de Anita. A diferencia de las explosiones pirotécnicas accidentales, él representaba algo desconocido y emergente en el entorno de la posguerra; pasó varios meses en un cuarto diminuto de la parte trasera de la casa, aparentemente escondiéndose de algunos pandilleros tras haber tenido un altercado con ellos. Podía haber sido algo ligado a drogas o a alguna muchacha. Los vecinos mencionaban que ellos veían merodeando a miembros tatuados de los MS-13. Yo nunca vi a uno, aunque me esforcé siguiendo mi deber etnográfico. No es fácil para una mujer evidentemente “gringa” hacer algo de manera subrepticia en los densos callejones de El Salvador urbano.

El punto es que, durante ese tiempo, las pandillas aún eran figuras misteriosas para mucha gente, todavía no conocidas, acechando en las esquinas. En la actualidad, los encabezados de las noticias nacionales señalan que los MS-13 dominan Jardines del Volcán. Mi exfamilia política se mudó hace tiempo. El “Pluma”, me cuentan, desapareció; no saben con certeza, pero ellos creen que tal vez esté muerto.

Enemigos conocidos

Poco después de aquellos tiempos, los políticos y magnates de los medios de comunicación comenzaron a “inventar” a estos jóvenes perdidos y rufianes como los enemigos públicos, en un proceso de crear una sensación de conocer, pero que de hecho engloba un desconocimiento de las fuerzas sociales. Durante la campaña presidencial de 1998-1999 el azote de las pandillas se volvió intencionadamente conocido. En la narrativa del Estado estos grotescos cuerpos de otredad parecían incontrolables ante la ley, impidiendo que aquél monopolizara el uso de la fuerza. Los medios se enfocaban en los deportados, proyectando una guerra interna donde la sociedad debía ser defendida contra una contaminación “externa”: en términos de Judith (Jack) Halberstam (1995), los pandilleros “[condensaban] en un cuerpo varias amenazas raciales y sexuales contra la nación, el capitalismo y la burguesía”. El periódico El Diario de Hoy inició una serie de artículos alarmistas sobre los deportados criminales de Estados Unidos, en un modo clásico de “pánico moral”: “Los Estados Unidos manda al país una oleada de criminales”, “1,500 criminales más deportados”, “Más de 100 deportados en dos días (la mayoría son exconvictos)”, “Solicitud de encarcelamiento a los criminales deportados”, “¿Qué hacer con estos delincuentes?”.4

En 2003, cerca del final de su administración, el presidente Francisco Flores (1999-2004) anunció una serie de extensas propuestas antipandillas apuntando hacia esos enemigos conocidos. Las medidas, llamadas “Plan Mano Dura” y, posteriormente, “Súper Mano Dura”, sancionaban ciertos cuerpos como ilegales, más que los propios actos. Estos planes autorizaban a los agentes estatales de seguridad a rodear y detener supuestos pandilleros (el gobierno calculaba unos 30 000), basándose en los cargos de ser visibles. Las marcas de membresía de las pandillas, hoy explícitamente conocidas, se fueron criminalizando: tatuajes, señas de manos, “asociación ilícita”, portación de piedras. Flores presentó el plan vestido con una chamarra negra de cuero, flanqueado por un policía y un soldado; la simple imagen que proyectaba en televisión desafiaba los imperativos de los acuerdos de paz que separaban las policías civiles de las acciones militares, para separar los mandatos de hacer vivir y dejar morir.

Antes de 2003 y de las leyes de mano dura, los lazos transnacionales de las pandillas estaban restringidos en su mayoría a asociaciones simbólicas, a la fundación de pandillas en Estados Unidos. Con el paso del tiempo, estas conexiones se fueron consolidando en tanto que más y más pandilleros se desplazaban de un lado a otro entre Estados Unidos y El Salvador. En otras palabras, las leyes de mano dura politizadas conjurarían los mismos enemigos pandilleros que ellas inventaron (Wolf, 2017). Las prisiones se convirtieron en “‘escuelas certificadas del crimen’ donde compinches [pandilleros] realzan sus habilidades y ‘se ganan los galones’ mientras cumplen su condena” (Brenneman, 2011: 8-9).

Parte II. Una profundización de la economía de la violencia

En 2009 el gobierno del FMLN llegó al poder por primera vez en la posguerra salvadoreña, en lo que el expresidente Mauricio Funes (2009-2014) denominó unos “nuevos Acuerdos de Paz” (Ordaz, 2009). Esta transición política se recibió con altas expectativas de cambio, en especial frente a los fracasos económicos de la agenda neoliberal del partido Arena. El FMLN logró consolidarse en el poder hasta 2019. Sin embargo, durante este periodo no buscó ni llevó a cabo una ruptura radical con las políticas neoliberales del pasado, privilegiando una postura “moderada”, pese a algunos programas sociales (Sprenkels, 2018; Young, 2019; Putut, 2020). La llegada del FMLN tampoco marcó un cambio en la seguridad. La inseguridad se mantuvo en nuevas formas: desde la violencia espectacular de la quema de un microbús en 2010 y la masacre de trabajadores de una compañía electrónica en 2016, hasta la organización de redes de extorsión desde las cárceles. Pero también en los dilemas cotidianos de la proximidad a las pandillas, cuyos miembros se convirtieron en figuras de familiaridad en las comunidades y en la vida política.

La consolidación del poder de las pandillas ha estado estrechamente vinculada a su instrumentalización por parte de los gobiernos. Sin embargo, este proceso también debe ser situado en el marco de la economía política de la posguerra. El fortalecimiento del neoliberalismo bajo el FMLN profundizó los circuitos de acumulación de capital, asociados a la provisión de seguridad, que se beneficiaban de la inseguridad en la posguerra. Las empresas de seguridad privada, así como la seguridad ilícita de las extorsiones, han ahondado una “economía de violencia” (Montoya, 2018); durante los gobiernos del FMLN, éstas han mantenido su interés en conservar la inseguridad, al mismo tiempo que han reforzado la violencia estructural. De hecho, la seguridad es un privilegio para quienes pueden costearla, y los sectores pobres también terminan pidiendo políticas punitivas que criminalizan a los miembros de su propia clase (Montoya, 2018: 125), mostrando los vínculos entre neoliberalismo, inseguridad pública y económica.

En este contexto examino los cambios en la inseguridad y en el nervioso saber/no saber/desconocer, décadas después de la instauración de la paz. Considero cómo, en medio de la incertidumbre, los vendedores informales en San Salvador están cada vez más familiarizados con la violencia, como familiares distantes, vecinos o víctimas de la extorsión pandilleril. Desde esa nueva posición producen conocimiento sobre la violencia y gestionan sus relaciones con pandillas con más astucia, al tiempo que desconocen las condiciones estructurales de la violencia. Durante mi trabajo observé que especulaban sobre las lógicas políticas e íntimas detrás de la violencia. Para negociar su lugar entre la criminalidad y la proximidad a las pandillas, creaban distancias públicas de ellas, pese a que su supervivencia material estaba vinculada a ellas. Este trabajo de distancia -de personas que son, además, miembros de su propia clase- estaba desproporcionadamente asociado a un cuidado femenino que desconoce la complicidad del Estado y las élites en la producción de violencia.

Una violencia incierta de pugnas pandilleriles

Durante mi tesis de licenciatura con Yessenia Álvarez (Álvarez y Grimaldi, 2014) observamos que, diez años después de las políticas de mano dura, las pandillas eran parte de un sentido común sobre cómo entender la violencia, más allá de la ficción oficialista que circulaba por los medios de comunicación. Durante un año seguimos a niños y familias del comercio informal, en su paso por la violencia en la escuela pública y el mercado en el centro del municipio de Mejicanos, en San Salvador. Mejicanos había saltado a la esfera nacional en 2010 con la quema de un microbús por parte del Barrio 18, quien lo emboscó e incendió cuando se dirigía a una comunidad de la Mara Salvatrucha-13, matando a quince personas (Murcia, 2013). La quema del microbús posicionó formalmente a las pandillas como una organización criminal ilegal y, también, reconfiguró el saber/no saber. A diferencia de la guerra, mostró que mantenerse al margen -en este caso, de las pandillas- no era garantía de protección. Una madre expresó: “Antes, si una no andaba en malos pasos, no tenía nada que temer. Pero un ejemplo bien real, es […] la quema del bus. Gente que venía de diferentes destinos, era gente trabajadora, humilde, que se tomó al azar. Se fue el microbús y ya”.

Este sentido de incertidumbre nos acompañó a lo largo del trabajo de campo. La tensión del no saber se sobrellevaba calladamente, en lo que denominamos una “aparente tranquilidad”. Por las noches escuchábamos sobre noticias delictivas en los alrededores del centro de Mejicanos, pero en las mañanas las rutinas cotidianas se retomaban sin pausa: las personas circulaban por las calles, alistándose para tomar el bus, mientras los vendedores preparaban sus mercancías. No había tiempo de parar el trabajo, hasta que un evento llegaba a irrumpir la rutina: un homicidio, alguna extorsión o la simple presión económica de la inestabilidad y los desalojos municipales.

Por ejemplo, cerca del final de nuestro trabajo etnográfico, oímos disparos repentinos en el mercado. Mientras intentábamos huir nos cruzamos con Emilia, una vendedora, quien había salido corriendo, lívida, hacia la multitud de gente arrebatada alrededor de un cadáver. Luego nos confesó que había salido espantada porque “una nunca sabe” y, quizá, ese día encontraba el cuerpo de su hermano, quien acostumbraba llegar a esa hora. Esa expresión cristalizaba la constante incertidumbre latente: no saber con quién se está relacionando y si, ese día, un ser querido moriría. La violencia pandilleril parecía, además, más cruda. En las tardes íntimas en el mercado las vendedoras describían las mutilaciones de cuerpos “partidos en picadillos”, “degrafilados”, que luego eran torturados, estrangulados y desaparecidos. Mientras la violencia de guerra era recordada como un evento ocasional, la pandilleril era parte de una situación excepcional permanente.

A pesar de ello, en medio de esta incertidumbre empezamos a notar también cierta familiaridad con las pandillas. Las personas sabían sobre ellas: las habían visto crecer en las colonias, habían presenciado sus homicidios y balaceras. Los niños jugaban a “Ladrón y policía” en una versión adaptada a pandilleros y estaban al tanto de noticias delictivas que contaban juguetonamente. Mientras intentaban mantenerlos encerrados en las casas, las pandillas eran también sus amigos, aunque reconocían que “mucho matan”.

Mientras la violencia era atribuida a las pandillas, el gobierno de Mauricio Funes (2009-2014) fraguó una tregua clandestina con pandillas que desplomó los homicidios a 41 por cada 100 000 habitantes, en una forma sin precedentes, pero sin desarticular sus estructuras. La tregua fue intencionalmente ambigua. En un principio el gobierno negó su participación y sólo la confirmó frente a la presión pública, bajo la forma de un diálogo de mediación que prometía atacar de modo integral la violencia. Pero el gobierno capitalizó la tregua como un mecanismo para generar legitimidad pública (Van der Borgh y Savenije, 2015), mientras consolidaba nuevas formas de inseguridad. La tregua convirtió a las pandillas en actores políticos, quienes descubrieron que podían presionar al gobierno manipulando los homicidios. Fue así que el gobierno estableció las negociaciones clandestinas con pandillas como prácticas políticas que posibilitarían reducir los homicidios, garantizar apoyo electoral, acceder a territorios y proteger circuitos de acumulación de capital.

El gobierno de Salvador Sánchez Cerén (2014-2019) también profundizó estas inseguridades. Frente a la indignación pública por la masacre pandilleril de trabajadores de una compañía eléctrica en la ciudad de Opico en 2016, el gobierno recrudeció (pese a las demandas neoliberales) su política de seguridad contra las pandillas en las cárceles y las calles, en lo que denominó las “Medidas extraordinarias de seguridad” (Valencia, 2016). Empero, los homicidios repuntaron a 103 por cada 100 000 habitantes (International Crisis Group, 2017) en 2015 y las desapariciones sumaron alrededor de 20 000 casos entre 2014 y 2019 (Jones, 2021). El Estado volvió a sacar a los militares al combate frontal, rompiendo con los Acuerdos de Paz, y organizó grupos de exterminio responsables de 116 ejecuciones (Servicio Social Pasionista, 2018), así como desapariciones forzadas por parte de la Policía Nacional civil (Fundación de Estudios para la Aplicación del Derecho, 2021). En un cantón rural, en las cercanías de Opico, algunos excombatientes me describían este momento como una “guerra silenciosa”, recirculando el discurso de “peor que la guerra”. Estas medidas que se concibieron como temporales se volvieron permanentes, y siguen vigentes en la administración de Nayib Bukele (2019-2024).

Especulando nuevos (viejos) cómplices en los pactos de violencia

Pese a esta incertidumbre, los vendedores informales del centro de San Salvador, quienes participaron en mi trabajo doctoral preliminar entre 2017 y 2019, estaban más familiarizados con la violencia. Desde una posición cercana a las pandillas, policías y vigilantes privados, observé cómo se atrevían a conjeturar sobre las lógicas políticas detrás de la violencia, en especial sobre los pactos clandestinos con las pandillas, al tiempo que también se resistían al desconocimiento. Montoya (2018) ya había mostrado cómo, a finales de los años 2000, los rumores habían servido como intentos de especular y explicar la violencia -pese a su carácter ininteligible, insinuando las relaciones clandestinas entre los actores políticos y las pandillas-. Lo que observé en el centro de San Salvador es una agudización de estas herramientas para interpretar la violencia.

En el centro, las pandillas dominan y se disputan territorios patrullados por fuerzas de seguridad (Martínez, 2015). Estas disputas convergen silenciosamente con pactos clandestinos que se dejan entrever cuando los homicidios indican que algún pacto o alguna frontera se cruzó. Sobre estas tensiones clandestinas, 42 000 vendedores informales salen a vender de forma ambulante o apiñados en pequeños negocios improvisados bajo el sol, en cuadras abarrotadas por un flujo sin descanso de peatones, autobuses y automóviles (Papadovassilakis y Dudley, 2020). Debido al elevado número de vendedores, el centro es un espacio muy lucrativo (y disputado) por el control de extorsiones en una “economía de violencia” (Montoya, 2018), que precariza aún más al sector informal.

El control del centro es también mediado por relaciones de intimidad. Recuerdo zigzaguear entre callejones del centro y escuchar con frecuencia: “Aquí, por donde acabamos de pasar, todos tienen un familiar en la pandilla”. Con conocimiento sobre las redes pandilleriles íntimas, sabían quiénes colaboraban vigilando, recogiendo las extorsiones o ahuyentando a las fuerzas de seguridad. Un párroco local me decía: “Es una gran red de complicidad la que opera en este país”. En este contexto, algunos vendedores navegaban el centro en la distancia: “Yo camino rápido, no ando cruzando miradas con nadie. Yo no ando saludando a nadie, ni me le ando acercando a nadie, al menos que me quieren comprar. Aquí en el mercado, usted no los ve. Pero ellos lo están viendo a uno y, cuando pasa algo, ahí aparecen como avispas en panal”, me decía una vendedora.

En el centro, las sofisticadas redes de vigilancia creaban inseguridad desde una condición paranoica que redefinía las fronteras de lo peligroso, imaginando “orejas” por todos lados. Sin embargo, los vendedores articulaban la inseguridad desde los pactos clandestinos con pandillas. Navegando por un territorio cuyo control es tan íntimo y disputado, habían agudizado su sentido de observación y una perspicacia para atar cabos, interpretar, escuchar discretamente y especular las lógicas políticas detrás de la violencia. Durante mi trabajo de campo, el proyecto de renovación del centro histórico, impulsado por el gobierno municipal de Nayib Bukele (alcalde entre 2015 y 2018), abrió muchos espacios de reflexión crítica entre los vendedores sobre los pactos del gobierno y el sector empresarial con las pandillas, al mismo tiempo que los reconocían como parte de la vida política.

Este proyecto municipal buscó reducir los homicidios del centro histórico, pero para asegurar inversión privada en una lógica de gentrificación. Esta inversión terminó favoreciendo los comercios para las clases medias y acomodadas, precarizando el trabajo de las clases populares (Gutiérrez, 2019) al precio de negociaciones clandestinas con pandillas. Algunos vendedores perspicaces y funcionarios públicos conjeturaban sobre estas negociaciones, mucho antes de que se volvieran públicas. Veían con sospecha los traslados ambiguos de vendedores al nuevo Mercado Cuscatlán, las reuniones a puertas cerradas entre el gobierno municipal y los vendedores sindicalistas relacionados con las pandillas por rumores y la contratación de asesores con vínculos pandilleriles. Durante la transición municipal de 2018 sacaron conclusiones sobre la fragilidad del pacto, frente a un cadáver encontrado en una antigua frontera pandilleril y los intentos de extorsión en algunos negocios.

Caminando por las nuevas plazas renovadas del centro histórico, Marlén, una vendedora ambulante, defendió a Bukele frente a los rumores de negociaciones pandilleriles. Mucho antes de su confirmación por el periódico El Faro, Marlén pronunció un saber público:

Mucha gente puede criticar a Nayib […] Yo sé que la gente habla de los tratos que se hicieron aquí con las pandillas, pero es que hoy todo es unión, todo. Así está en el mercado entre policías, vigilantes y pandilleros. También Arena metió a las pandillas al mercado para la época de las elecciones del 2004 y hoy ya no los puede sacar. Es que la misma corrupción política de la que hablábamos hoy es la corrupción de la violencia.

Este comentario muestra un nuevo sentido común sobre cómo opera la vida política, en el que ésta ya no existe, ni puede existir, sin negociaciones con pandillas o “uniones” entre los gobiernos, vigilantes privados y pandillas. La tregua de 2012 amplificó las prácticas de negociaciones clandestinas, pese a que los vendedores las situaban desde el inicio de las políticas de mano dura en el año 2003. Este comentario también trae a la superficie nuevos (viejos) cómplices de la violencia, más allá de las pandillas.

Para Marlén, las negociaciones con pandillas eran, de igual modo, parte de una “corrupción de la violencia”, desde la cual los gobiernos y sectores empresariales creaban violencia mientras protegían sus intereses. Esta corrupción involucraba asimismo a la seguridad privada que ya compartía “similitudes ontológicas” con las pandillas (Montoya, 2018); pero ahora sostenía negociaciones clandestinas con ellas para recoger extorsiones, negociar beneficios y operar servicios de seguridad privada en ciertos negocios, mediante un pago por cada vigilante privado contratado. Apoyándose en una red de información sobre la coyuntura política de “youtuberos” afines al oficialismo, algunas vendedoras vinculaban estos pactos con la economía política de posguerra. Reconocían la complicidad de Arena en crear la violencia pandilleril por fines electorales y el interés de las élites en mantener la inseguridad para el negocio de la seguridad privada, algo documentado por Montoya (2018).

De figuras de misterio a figuras de intimidad

En la última década las pandillas consolidaron su control territorial en casi todos los municipios del país, donde además han instalado sus vidas íntimas. La proximidad a las pandillas ha brindado un conocimiento sobre ellas, desestabilizando viejas certezas creadas por las políticas punitivas. Si bien las pandillas son categorizadas como peligrosas, del mismo modo son figuras de intimidad en las familias y comunidades, aunque este vínculo no siempre es público, deseado o aprobado. Sugiero que esta doble figura de las pandillas ha transformado radicalmente las formas de experimentar la inseguridad.

En el centro de San Salvador esta posición había empujado una colaboración forzada y voluntaria con las pandillas. Si bien el gobierno ha oficializado 60 000 pandilleros en el país, existe una red de alrededor de 400 000 pandilleros (International Crisis Group, 2017) que incluye jóvenes en probación, compañeras de vida, familiares directos, vecinos y niños, encargados de recoger extorsiones, recolectar información, vigilar y realizar labores de cuidado con pandilleros encarcelados. Durante mi trabajo de campo esta labor emergía bajo la noción de colaboración, pero también de complicidad. En su mayoría trabajé con vendedoras que no colaboraban ni tenían algún familiar directo, pero con algún nexo como vecinas o con algún familiar distante.

En tanto en el pasado un Angstbereitschaft reflejaba la dificultad de dilucidar el peligro desconocido, ahora debían gestionar un peligro conocido, íntimo. Al realizar mi trabajo de campo observé entre las vendedoras una preocupación por no presentarse ni asociarse públicamente con pandillas o delincuentes. Como he escrito en otros espacios (Grimaldi, en prensa), las vendedoras negociaban su posición entre la criminalización y la intimidad, intentando crear distancias públicas de las pandillas, pese a estar fuertemente vinculadas a ellas. La supervivencia material de estas vendedoras estaba atada a las pandillas, mediante las extorsiones en el caso de las familias pandilleriles o, al menos, a través del permiso para poder vender en ciertas áreas del centro para el resto de las familias. Pero luego fui descubriendo que la mayoría tenía algún familiar o vecino -si bien distante y en secreto- en las pandillas, con quien a veces tenía lazos afectivos. De cualquier modo, las observé hablar derogatoriamente de las pandillas, juzgar a sus familiares, apoyar la militarización de la seguridad pública (no obstante una postura crítica de la violencia policial) y orientarse por los rumores para alejarse de las personas con nexos pandilleriles. Pese a esto, de igual manera las vi esconder con vergüenza a algún familiar, sentir en secreto lástima por las pandillas y el acoso policial, sufrir al sentirse malas madres en estos contextos. Las mujeres cargaban, sobre todo, con la presión de distanciarse de las pandillas desde el campo de la maternidad, construyéndose además como las unidades de métrica de esta labor de distancia de las pandillas.

A pesar de que las vendedoras eran muy críticas de las lógicas políticas y económicas detrás de la violencia, terminaban responsabilizando a las madres por la violencia pandilleril. Una vendedora me dijo: “Mire, al final es culpa de las nanas.5 Las nanas descuidan a sus hijos. Una nana pendiente cría a hijos profesionales y una nana descuidada cría delincuentes”. Desde esta perspectiva escuché a muchas vendedoras criticar a otras mujeres por sus descuidos, mientras calladamente se enfrentaban a sus contradicciones, escondiendo a sus familiares distantes pandilleros o cuestionando su propia labor de cuidados. Por ejemplo, procesando la muerte accidental de uno de sus hijos, una vendedora me repetía: “Habiendo tanto joven vago, tenían que llevarse al mío”. Aunque muchas veces acababa desconsolada, pensando que tal vez sí lo había descuidado.

En comunidades de clases trabajadoras, dominadas por el trabajo informal y la labor de cuidado de las mujeres, éstas no sólo son vigiladas por el sacrificio a sus familias, pese a la escasez, con nada más que el cuerpo -para trabajar o migrar- para sobrevivir (Silber, 2011; Viterna, 2013; Ábrego, 2014), sino que cargan desproporcionadamente la presión de distancia hacia las pandillas de las políticas punitivas, en respuesta a una ideología del cuidado femenino que, en contextos pandilleriles, incluye la regulación de las relaciones íntimas. Sugiero que, fuera del régimen asalariado, la labor de distancia produce también reconocimiento por la producción de “buenos sentimientos considerados esenciales para el contrato social de una sociedad desarticulada” (Muhlenbach, 2011: 62). Con todo, esta labor opera bajo lógicas dispares: beneficia de forma indirecta al gobierno y a las élites en la perpetuación de un populismo punitivo que necesitan para funcionar, pero a altos costos afectivos para las mujeres, quienes terminan criminalizando a miembros de su propia clase. Con la presión de regular esta distancia, son además responsabilizadas por la violencia pandilleril en la escala de la vida cotidiana, pese a las negociaciones clandestinas con las pandillas. Ésta es una lógica que contribuye al desconocimiento de la complicidad gubernamental y de las élites en la producción de violencia.

Los fantasmas de la inseguridad de guerra regresan

A casi diez años de la tregua, parece que los homicidios han bajado a tasas históricas de 3.6 diarios en 2020 (Reyna, 2021), aunque las desapariciones se han incrementado este año (Jordán, 2021). Una nueva negociación con pandillas del reciente gobierno de Nayib Bukele desde 2019 (Martínez et al. 2020) podría explicar esta reducción histórica, pese al despliegue del Plan Control Territorial como una continuación de los planes Mano Dura. Con todo y el desplome de los homicidios, las pandillas están lejos de desarticular sus estructuras. La actual negociación con el gobierno, así como la posible tregua carcelaria entre pandillas enemigas (Valencia, 2020) refuerzan su poder, mientras cooptan gobiernos locales y migran a sicariatos.

Paralelo a esto, un nuevo contexto con tendencia autoritaria se fragua. Si bien la inconstitucionalidad de la ley de amnistía de 2016 llegó con la promesa de justicia y no repetición del pasado -aunque con límites-, en el nuevo contexto político resurgen las viejas inseguridades de la guerra. En 2020 el presidente Bukele visitó El Mozote, el lugar de la mayor masacre de civiles durante la guerra en 1981, y denunció los Acuerdos de Paz como una “farsa, una negociación entre dos cúpulas” (Rauda, 2021). Esta postura fue celebrada por los simpatizantes del oficialismo. Al margen de la crítica a la distribución desigual de recursos en la posguerra, esta declaración permitía, sin embargo, legitimar agendas en detrimento de las premisas fundamentales de la posguerra. Por ejemplo, la militarización de la Asamblea Legislativa en 2020, el proyecto de legalización del rol político de las fuerzas armadas de El Salvador, la militarización y politización de la Policía Nacional Civil y las prácticas de violencia política, como el asesinato de militantes del FMLN en 2021 (Baires, 2021; Cáceres, 2021; Gavarrete, 2021; Moreno, 2021).

El 1° de mayo de 2021, la nueva Asamblea Legislativa, dominada por el partido oficial, inauguró su periodo 2021-2024 con un golpe al órgano judicial. Con la destitución de los magistrados de la Sala de lo Constitucional, así como del fiscal general de la república, el presidente Nayib Bukele consolidó su proyecto autoritario. Mientras muchos mostraron preocupación por el desmantelamiento del Estado de derecho en El Salvador, recibí una nota de voz de Marlén, celebrando, como gran cantidad de personas en el país, la destitución de los funcionarios. Vendedores como ella creen que la democracia -en la forma de la política partidaria de posguerra-, siempre les falló y que el gobierno actual, si bien no rompe con la corrupción del pasado, puede ofrecerles beneficios mínimos de sus políticas populistas. En definitiva, el golpe trajo de regreso el pasado íntimo de la guerra y la posibilidad de profundizar los abusos. Pero la lectura de este momento es más compleja que la de proteger el Estado de derecho.

En un país con historia de guerra, la posibilidad de regresar a pasados autoritarios es una inseguridad latente constante. Mientras nos movemos entre las inseguridades de la guerra y las pandilleriles, en este artículo consideramos los cambios y continuidades en la relación entre saber, no saber y desconocer. En la primera década después de la paz, la transición a la democracia y el surgimiento de las pandillas se rodearon de un sentido de no saber que disfrazó la producción de desigualdades. La nueva relación con las pandillas, en la forma de un “bioespectáculo”, disfrazó un modo de relación desigual con cuerpos criminales, construido históricamente en el país según nociones de clase y raza. Décadas más tarde las pandillas se han convertido a la vez en figuras de criminalidad y de familiaridad, transformando de manera radical las formas de experimentar la inseguridad y los sentidos de saber y no saber. Esta cercanía ha brindado herramientas para saber sobre la violencia, pero también una nueva labor de cuidados vinculada a regular la distancia y proximidad a las pandillas. Este nuevo modo de relación, que surge del vínculo entre la seguridad y la labor de distancia, opera bajo lógicas dispares. La violencia pandilleril termina asociándose a un cuidado femenino e individual, desconociendo continuamente la instrumentalización gubernamental de las pandillas y la profundización de una “economía de violencia”.

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Zilberg, Elana 2011 Space of Detention: The Making of a Transnational Gang Crisis between Los Angeles and San Salvador, Duke University Press, Durham. [ Links ]

1En este documento, las preocupaciones sobre seguridad obligaron a una reforma de las fuerzas armadas. La implicación fue que la inseguridad se originó con el abuso de los derechos humanos por parte de la policía y el ejército, un marco diferente al de las discusiones posteriores sobre seguridad (Goldstein, 2010).

2Para una historia reciente de la antropología de la violencia, se recomienda Ferrándiz y Feixa, 2005.

3Según la literatura, una tasa de homicidios de diez personas por cada 100 000 habitantes se califica como “epidemia” (United Nations Development Programme, 2014: 1).

4Todos los encabezados provienen de diarios salvadoreños de 1998 y 1999. Los artículos se remontan al menos hasta 1995.

5“Nana” es un término coloquial para referirse a “mamá”.

Recibido: 29 de Julio de 2021; Aprobado: 17 de Noviembre de 2021

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