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Alteridades

versión On-line ISSN 2448-850Xversión impresa ISSN 0188-7017

Alteridades vol.30 no.60 Ciudad de México jul./dic. 2020  Epub 26-Mar-2021

https://doi.org/10.24275/uam/izt/dcsh/alt/2020v30n60/borja 

Investigación antropológica

Tzuultaq’a: defensa territorial y diferencia radical entre los mayas q’eqchi’

Tzuultaq’a: territorial defense and radical difference between Q’eqchi’ Maya

Mariana Borja Hernández* 
http://orcid.org/0000-0002-8976-0756

Fernando Limón Aguirre* 
http://orcid.org/0000-0003-1715-3612

Máximo Abrahán Bá Tiul* 

Omar Felipe Giraldo Palacio* 
http://orcid.org/0000-0002-3485-5694

*El Colegio de la Frontera Sur, Unidad San Cristóbal. Carretera Panamericana y Periférico Sur s/n, Barrio María Auxiliadora, 29290 San Cristóbal de las Casas <marianaborjh@gmail.com>,; <flimon@ecosur.mx>, <chiwax2030@yahoo.com>; <omarfgiraldo@hotmail.com>


Resumen

El objetivo de este trabajo es argumentar que los conflictos territoriales que afectan al pueblo maya q’eqchi’ son conflictos ontológicos en los cuales está en juego la existencia de diferentes objetos en disputa, su comprensión, su apreciación y su trato; lo que defienden no son simplemente recursos naturales, sino existencias que representan una diferencia ontológica radical reflejada en su particular modo de vivir. Este análisis se cristaliza sobre todo a través de la noción q’eqchi’ de Tzuultaq’a. El trabajo se construyó con base en una metodología cualitativa, trabajo etnográfico y entrevistas realizadas durante 2017 en comunidades mayas q’eqchi’ y poqomchi’ de la microrregión de Ribacó, Sierra de las Minas, Guatemala. Los datos obtenidos fueron examinados desde el enfoque propuesto por la hermenéutica existencial. Se concluyó que estas disputas territoriales no se limitan al ámbito geográfico, sino que se afincan en la diferencia cultural radical: la diferencia ontológica.

Palabras clave: Sierra de las Minas; Guatemala; conocimientos culturales; ontología política; conflictos ontológicos

Abstract

The objective of this paper is to argue that the territorial conflicts that affect the Q’eqchi’ Mayan people of Sierra de las Minas, Guatemala, represent ontological conflicts which defend not only a set of natural resources, but a radical ontological difference that reflects particular ways of living. This analysis is crystallized mainly through the q’eqchi ‘notion of Tzuultaq’a. The work was built based on qualitative methodology, ethnographic work, and interviews conducted throughout 2017 in different Q’eqchi’ and Poqomchi’ Maya communities of the Ribacó micro-region, municipality of Purulhá, Baja Verapaz, in Sierra de las Minas, Guatemala. In this text, there is an analysis of the data from the perspective proposed by existential hermeneutics and, consequently, the conclusion is that the territorial disputes that take place in this region are not limited to the geographic and cultural scope, but that they are rooted in a radical ontological difference.

Key words: Sierra de las Minas; Guatemala; cultural knowledge; political ontology; ontological conflicts

Las disputas agrarias, territoriales, étnicas y culturales en Guatemala, especialmente aquellas que implican explotación y despojo de comunidades campesinas mayas a manos del capitalismo, se remontan a la invasión española del siglo XVI, que inaugura una historia de procesos de acumulación y despojo de la tierra-territorio y el tiempo-trabajo de sus habitantes (Avancso, 2016). Esta época instituye también lo que Mignolo (2003) y Maldonado-Torres (2007) definieron como la colonialidad1del ser, y que remite a la experiencia vivida de la colonización por parte de los sujetos subalternizados que son, además, concebidos como prescindibles por los colonizadores.

Esta violencia sigue vigente, es decir, se trata de una colonialidad que trasciende el colonialismo. Una de sus manifestaciones más actuales se encuentra en los megaproyectos mineros, hidroeléctricos, petro leros, las amplias extensiones de monocultivos, las declaratorias de áreas naturales protegidas y las múlti ples amenazas a los territorios indígenas a manos de intereses económicos “desarrollistas” que, a la vez de despojar, representan amenazas a formas de existencia diferentes, que pugnan por una manera distinta de relacionarse con la naturaleza y con la alteridad. Estos hechos se suscitan en el contexto de una crisis ecológica global derivada de una visión instrumental de la naturaleza, que establece una dicotomía naturaleza-cultura, donde la primera se ve como objeto de dominio, estatus mismo con que se designa a los pueblos originarios, como objetos -no sujetos- de in tervención para el desarrollo.

Con base en lo anterior, el presente trabajo busca dar cuenta de la relación que primordialmente el pueblo maya q’eqchi’ -pero también el poqomchi’ y el achi’, analizados en menor medida-, afectado por estos intereses “desarrollistas”, establece con aquello que hemos dado en llamar naturaleza, con la intención de encontrar y poner de relieve otros modos de relacionarnos con ella. Se pretende lograr un acerca miento a una manera diferente de ver, entender, sentir y vivir la alteridad natural; es decir, apostamos por la posibilidad de realidades distintas, de diferencias epistémicas pero también ontológicas y las éticas que de las mismas deriven.

Si bien la violencia nunca ha dejado de manifestarse sobre estos pueblos, las resistencias permanecen a lo largo de la historia. En la actualidad, para la región de nuestro interés, la Sierra de las Minas, departamentos de Alta y Baja Verapaz, destaca el movimiento de las Comunidades y Organizaciones en Defensa de la Tierra y la Madre Naturaleza del Pueblo de Purulhá y del Consejo de Pueblos de Tezulutlán (CPT), el cual reivindica “una visión diferente de las cosas, principalmente del territorio y de la relación de estas comunidades con la naturaleza, rememorando la resistencia de los abuelos y de las abuelas” (López, 2015: 14), lo que alude a una historia de despojo y violencia que se remonta a cerca de cinco siglos. En uno de sus comunicados, de fecha 22 de mayo de 2013, así lo afirman:

Los Pueblos Mayas Q’eqchi’, Poqomchi’ y Achi’, habitamos ancestralmente hace más de mil años el territorio de Tezulutlán hoy conocido como las Verapaces, en el cual hemos Cosmo-Habitado (vivir en armonía y equilibrio) y hemos desarrollado nuestra CosmoExistencia (complementariedad con los demás seres vivos). Esta cosmovisión nos permitió desarrollar una práctica de vida, de amor y respeto por la Madre Naturaleza y la Madre Tierra, este amor y respeto es el que ha permitido que nuestro territorio y tierra tengan abundantes elementos naturales (agua, tierra, bosque etc.) conservados hasta nuestros tiempos [López, 2015: 250; las cursivas son nuestras].

¿A qué se refiere esta visión de la vida que llaman CosmoExistencia, que se afirma como base de una existencia en armonía y equilibrio, mediante una práctica de vida, amor y respeto en complementariedad con todos los seres vivos?

Este trabajo intenta aproximarse a un modo particular de relación con la naturaleza que, como se argumentará, nos brinda opciones distintas de pensar, sentir y vivir dicha relación en el contexto de una crisis ecológica global. Para ello se utilizó una metodología cualitativa desarrollada con trabajo etnográfico realizado durante 2017 en algunas comunidades q’eqchi’ y poqomchi’ de la microrregión de Ribacó en la Sierra de las Minas, municipio de Purulhá, departamento de Baja Verapaz, Guatemala; asimismo, se hicieron entrevistas a actores clave en movimientos de defensa territorial y se efectuó investigación en la biblioteca del Centro de Investigaciones Regionales de Mesoamérica (CIRMA), así como en la biblioteca especializada en estudios del pueblo q’eqchi’ del Centro Ak’Kutan, en Cobán, Alta Verapaz. La interpretación se hizo desde la perspectiva de la hermenéutica existencial (Michel, 2001).

El trabajo se expone en cuatro apartados: en el primero se articula el marco teórico desde el cual se realiza el análisis de la relación ser humano-naturaleza, constituido por la ontología política y los conflictos ontológicos (Blaser y Escobar, 2016; Blaser, 2009 y 2019; Escobar, 2012 y 2015) así como los conocimientos culturales (Limón Aguirre, 2010 y 2013); en un segundo momento se presentan los antecedentes históricos que permiten contextualizar la larga lucha por la defensa de la vida del pueblo maya q’eqchi’; después se detallan los hallazgos de la investigación etnográfica y bibliográfica para, por último, presentar las conclusiones.

De los conflictos territoriales y socioambientales a la diferencia ontológica radical: ontología política y conocimientos culturales

Para poder aproximarnos al sentido y experiencia de la CosmoExistencia que defienden los pueblos mayas de Sierra de las Minas debemos acercarnos a sus conocimientos culturales, categoría relativa a:

el marco cognitivo y de entendimiento que da un sentido de existencia específico a un grupo cultural. Este “sentido de existencia” permite resistir a los discursos y las propuestas programáticas del contexto y resaltar una perspectiva utópica y de futuro pletórica de significados, en el ámbito de un territorio o espacio de vida concreto, de acuerdo con una historia -como memoria- y tiempo de vida, que se concreta y se hace tangible en modos de vida particulares, pautados por criterios y principios éticos (relacionales y de actuación) y expresados con los recursos de la lengua [Limón, 2013: 262; las cursivas sólo para resaltar].

Esta propuesta implica la necesidad de “develar el proceso de dominación contenido en todo objeto, concepto, teoría, etcétera; es resaltar sus luchas pasadas y sus contenidos dialécticos”; por lo que bus -ca “reconocer en las cosas ‘su contexto y no su pura identidad’” (Limón, 2010: 21). De ahí la imperiosa necesidad de contextualizar los conocimientos culturales de los pueblos mayas en su larga lucha por la defensa de la vida y el territorio.

Los conocimientos culturales no deben limitarse a un entendimiento de la cultura como mera “estructura simbólica”, que descansaría en el posicionamiento ontológico de que existe una realidad única, “natural”, que sospechosamente subyacería a toda interpretación cultural, sino que debe entenderse como una diferencia ontológica o diferencia radical, como la plantea Escobar (2012: 8), es decir, “una diferencia radical entre mundos, los cuales están, sin embargo, interrelacionados”.2 En este sentido, es necesario evidenciar la complicidad entre la ontología y la violencia, esto es, “el poder de apropiación en el que se traman las categorías y el discurso de la filosofía occidental y la indiferencia constitutiva ante el sufrimiento y la destrucción del Otro” (Quintana, s/f).

Los conocimientos culturales, así, trascenderán -sin dejar del lado- el ámbito epistémico para asentarse en la diferencia ontológica, pues “en el contexto de un paradigma que privilegia el conocimiento, la descalificación epistémica se convierte en un instrumento privilegiado de la negación ontológica o de la subalterización” (Maldonado-Torres, 2007: 145).

Al intentar develar los procesos de dominación, los conocimientos culturales encuentran resonancia en la colonialidad del ser propuesta por Mignolo (2003) y Maldonado-Torres (2007), misma que debe dar cuenta de la experiencia vivida por los sujetos colonizados, subalternizados, que conlleva, además, una “no-ética de la guerra” (Maldonado-Torres, 2007), mediante la que se justifica y admite el carácter prescindible del subalterno a través de su vejación, esclavización o asesinato.

Los conocimientos culturales de los pueblos nos insertan en el terreno de una ontología política donde se encuentran en disputa diferentes arenas de lo real, es decir, sentidos de existencia y modos de vida particulares que articulan realidades distintas. No se trata únicamente de afirmar que existen diferentes maneras de conocer o interpretar un mismo “hecho natural”, que tiene una realidad en sí mismo, y del cual las ciencias “exactas” podrían darnos una descripción objetiva, sino de cuestionar esos hechos “objetivos”, “racionales” e “innegables” que los aparatos económico-científico-estatales dan por sentados como la base sólida sobre la cual se construyen las discusiones y los acuerdos.

En esta pugna se insertan los conflictos socioambientales y territoriales, que expresan un conflicto ontológico (Blaser y Escobar, 2016; Blaser, 2009 y 2019; Escobar, 2012 y 2015). Más que tratarse de una mera disputa por la propiedad de tierras y el control de los recursos naturales, representan una diferencia en el entendimiento y en la propia definición de aquello que está en conflicto. Si bien implican una dimensión económica, política, tecnológica, ecológica, cultural y territorial, su dimensión fundamental es la ontológi -ca, es decir, “los modos en que cada sociedad define los existentes del mundo y las relaciones entre ellos” (dos Santos y Tola, 2016: 71). Se trata de la resistencia contra “Un Mundo que busca convertir a los muchos mundos existentes en uno solo (el mundo del indivi duo y el mercado)” (Escobar, 2015: 28).

En esta lógica, Mario Blaser argumentará que no existe una realidad objetiva “ahí afuera”, que sirva como base universal para tender puentes entre las subjetividades estrechas, sino que -desde la ontología relacional que defiende-, acercarse a la comprensión del otro, interpretarlo a través de un acto de traducción, entraña fundamentalmente un mecanismo de construcción de la realidad, contrario a la lógica de la representación de la modernidad, que busca establecer equivalencias entre representaciones y una realidad externa ya existente (Blaser, 2013).

Una ontología relacional parte de la afirmación de que todo tiene vida, por lo que niega una relación instrumental, de tipo sujeto-objeto, con el territorio, pues lo entiende como una red de relaciones de sinergia y complementariedad. Desde esta lógica, la comunidad se extiende no sólo a las personas humanas sino a “nuestras otras nosotras” y “nuestros otros nosotros” (Jiménez y Aj Xol Ch’ok, 2011) y, en consecuencia, “el terreno de la política se abre a los no-humanos” (Escobar, 2012, las cursivas son nuestras). Como señala Daniel Matul (2002: 156) al elaborar una crítica en el interior del país centroamericano: “No se trata de resolver ‘el problema indígena’ o ‘la cuestión de los pueblos indios’ sino el problema ontológico de Guatemala”.

Esta última afirmación resulta reveladora, y en ese sentido deben leerse las reivindicaciones de Ajb’ee Jiménez y Aj Xol Ch’ok, maya mam y maya q’eqchi’, cuando afirman:

Los Pueblos de Ab’ya Yala estamos consternados ante los problemas que nos afectan, como el racismo y sus distintas formas, así como la explotación de los TzuulTaq’a, los cuales son vistos solamente como “recursos y bienes” materiales controlados por el «hombre» […] No se llega entender la lógica de los Pueblos Mayas y de los Pueblos de Ab’ya Yala que consiste en desplazar el protagonismo humano y que reconoce otras lógicas distintas que dan y adquieren vida, que se transforman y convierten vida […] insistimos en la articulación de un nosotros colectivo en el que el nosotros está conformado por otras nosotras y otros nosotros que ha pasado por un proceso de adquisición de vida, que está lleno de historia, de agencia política y de vida cósmica [2011: 33-39].

Lo propuesto como conocimientos culturales en Jiménez y Aj Xol Ch’ok (2011) podría entenderse como Kynaab’il/Kyna’b’ilQxe’chil entre los pueblos mayas, término que en maya mam alude al saber, como idea, conocimiento y pensamiento (kynaab’il) y el sentir y por extensión el vivir (kyna’b’il) de las abuelas y abuelos (qxe’chil); un sistema de pensamiento-sentimiento que transforma vida y se transforma en vida, y que es colectivo, además de político e histórico. Este sistema, que supone una ontología relacional, se caracteriza por ser un entramado de relaciones y diálogos entre todos los seres vivos.

Así, el Kynaab’il/Kyna’b’ilQxe’chil da cuenta de ciertas generalidades de los conocimientos culturales del pueblo maya, de las que nos interesa rescatar que: a) es un sentido de existencia, tangible en modos de vida particulares pautados por criterios y principios éticos, que permite resistir y resaltar una perspectiva utópica y de futuro, es colectivo, político e histórico; para entender los conocimientos culturales del pueblo maya es necesario atender a la colonialidad del ser, a la experiencia de vida de los sujetos subalternizados, especialmente en la violencia de la que han sido víctimas y en la resistencia que han demostrado; c) este sistema de sentimiento-pensamiento, que asumimos como una ontología relacional y que postula que todo lo que existe tiene vida, se posiciona como una diferencia ontológica radical y permite una lectura de los conflictos socioambientales y territoriales como conflictos ontológicos.

La larga lucha por la defensa de la vida

La Reserva de la Biósfera de la Sierra de las Minas, con una extensión de 242.642 ha, se ubica al oriente de Guatemala, en las coordenadas 15°04’ a 15°20’ norte; 89°18’ a 89°44’ oeste. Según Parkswatch (2002), se trata de una cordillera que protege el bosque nuboso mejor conservado de Mesoamérica; se extiende en sentido suroeste-noreste, atravesando los departamentos de Alta y Baja Verapaz, El Progreso, Izabal y Zacapa (concentrándonos aquí en los dos primeros) (fig. 1). Su aislamiento geográfico y las diversas altitudes, que van desde los 150 hasta más de 3 000 metros sobre el nivel del mar, han dado lugar a una gran diversidad de hábitats de flora y fauna (885 especies de mamíferos, aves y reptiles equivalentes al 70 por ciento de todas las especies registradas en Guatemala y en Belice) (Parkswatch, 2002). Además, ha representado históricamente una zona de refugio para diversos pueblos como los mayas, acalás, lacandones e itzaes.

Figura 1 

Antiguamente, este territorio era conocido como Tezulutlán -tierra de la guerra-, llamado así debido a la imposibilidad de su conquista por la vía de las armas, lo que orilló a una conquista “pacífica” a partir de 1544 por un grupo de dominicos encabezados por fray Bartolomé de Las Casas. El 15 de enero de 1547 se le cambió el nombre de Tezulutlán por Vera Paz (Verdadera Paz).3 No obstante, esta conquista se dio en el contexto de múltiples y feroces resistencias de diversos grupos como los acalás, itzáes y lacandones, quienes asesinaron tanto a misioneros como a grupos de nativos convertidos (Ak’ Kutan, 2001; Terga, 1982). Estos grupos fueron obligados a vivir en reducciones, pagar tributos y renunciar a su sistema de pensamiento-sentimiento, renuncia que fue sólo parcial, ya que los modos de vida permanecían a través del sincretismo cultural o mediante prácticas alejadas de los ojos de los frailes.

En el siglo XIX, siendo ya Estado independiente, se promulgan leyes que restauran el trabajo forzado de la época colonial. Para 1834, las Verapaces son abiertas a la colonización y libre explotación sin tener en cuenta a los pueblos originarios que eran sus verdaderos propietarios. En 1852 se industrializa la caficultura en la región y se consolidan las figuras de la finca y el finquero, con lo que el latifundismo adquiere un nuevo valor. En 1871 los finqueros logran establecerse en el poder con la presidencia de Justo Rufino Barrios, quien eliminó los impuestos a la exportación de café, permitió al gobierno nacional confiscar tierras indígenas comunitarias etiquetándolas como “sin titular”, legalizó el trabajo forzado, militarizó el campo y regaló grandes extensiones a intereses extranjeros (Grandia, 2009).

En este contexto, el adoctrinamiento de los pueblos originarios pasa a manos del Estado y los terratenientes, mediante una crítica a lo que calificaban como modo de vida conformista y retrógrado, la superación de sus creencias primitivas y el intento de introducirlos al progreso. Sin embargo, lo único que se logró es su esclavitud en las fincas, convirtiéndolos en objetos que se incluían en la compraventa de los grandes latifundios, práctica que en algunas regiones de la Alta Verapaz se extendió hasta fechas recientes (Castellanos Cambranos, 1985; Alejos García, 2006).

El conflicto armado interno, iniciado en 1960, representa un largo periodo de 36 años de genocidio y ecocidio que afecta de manera muy fuerte al territorio de Tezulutlán, que bajo la política de tierra arrasada -sobre todo practicada en el breve pero terrible mandato del general Efraín Ríos Montt (1982-1983)- será testigo de masacres tan aterradoras como la de Panzós, en 1978, casualmente cercana a las concesiones mineras a Estados Unidos, o las de Río Negro, en 1980 y 1982, próxima a la hidroeléctrica Chixoy (Grandia, 2009; Grandin, 2007).

Pero la violencia se ejerce de diversos modos, no sólo físicos sino también simbólicos, negando un sistema de pensamiento mediante el intento de circunscribirlo a otros sistemas hegemónicos; por ejemplo, a través de la búsqueda de un supuesto arrepentimiento y salvación del pueblo guatemalteco en las capillas evangélicas, en concreto neopentecostales, a las que el propio Ríos Montt pertenecía, y cuya entrada y proselitismo se permitió en muchos campamentos militares; otra modalidad fue la creación de los “polos de desarrollo”, que eran centros de reeducación indígena según los principios rectores del Estado (Flores, 2001).

Aunque en los Acuerdos de Paz, con los que entre 1995 y 1996 se pacta el fin del conflicto armado interno, la reivindicación de los pueblos indígenas y el problema agrario ocupan un lugar central -en particular con la firma del Acuerdo sobre identidad y derechos de los pueblos indígenas, con el Acuerdo sobre aspectos socioeconómicos y cuestión agraria y con la ratificación del Acuerdo 169 de la Organización Internacional del Trabajo por parte de Guatemala-; lo cierto es que el país está lejos de haber resuelto dichos asuntos. Más que solucionarse, los conflictos se multiplican y diversifican, dejando al país en una situación de injusticia, despojos y explotación de las comunidades campesinas indígenas, que hoy se traduce en una serie de políticas neoliberales y corpo rativistas que transforman el problema agrario, étnico y cultural en el despojo de recursos naturales con miras al “desarrollo” (Ba Tiul, 2017; Martínez Velarde, 2018; López, 2015; Hurtado, 2011).

Ante estas violencias históricas se ha dado una permanente resistencia simbólica y material por parte de los pueblos oprimidos; ya sea mediante la huida a las montañas y las revueltas durante la época colonial, las quemas de cafetales y cañaverales y asesinato de caporales, administradores y finqueros en la época liberal o los movimientos de defensa por la vida y el territorio de la actualidad (Avancso, 2016, López, 2015; Martínez Velarde, 2018; Ba Tiul, 2017; Ak’ Kutan, 2001; Castellanos Cambranes, 1985).

En el territorio del Tzuultaq’a: relación ser humano-naturaleza en el pueblo q’eqchi’

Gracias a la investigación realizada en 2017 obtuvimos información que nos permite analizar la relación ser humano-naturaleza desde las prácticas cotidianas de los pueblos mayas q’eqchi’, poqomchi’ y achi’. Este apartado está dividido en los siguientes subapartados: Nuestras otras nosotras y nuestros otros nosotros: la comunidad ontológica; En las tierras de Tzuultaq’a: el dueño del cerro y el valle; La ética de la reciprocidad; La relación con la Sagrada Tierra; y, La lucha por el territorio y por la vida.

Nuestras otras nosotras y nuestros otros nosotros: la comunidad ontológica

Uno de los postulados centrales que encontramos a lo largo de nuestra investigación en torno al pueblo maya, en general, y q’eqchi’, poqomchi’ y achi’, en particular, es que todo lo existente tiene vida. Pero ¿qué quiere decir esto? ¿A qué se refiere exactamente ese “todo”? El que todo tenga vida implica que es parte de una gran comunidad articulada por lo que Jiménez y Aj Xol Ch’ok (2011) llaman “nuestras otras nosotras y nuestros otros nosotros” y que alude a los cerros, los valles, los ríos, los animales, las piedras, el fuego, el aire, los astros; pero de igual forma a aquello creado por los seres humanos: las casas, las sillas, la vestimenta, etcétera, y a nociones que pudieran resultar abstractas, como el tiempo, el trabajo, el pensamiento, el dinero y hasta la propia muerte. Dicha comunidad, como ellos mismos señalan, está llena de historia, de agencia política y de vida cósmica.

Uno de los medios en que esto queda plasmado en la vida cotidiana es el tipo de relación que se establece con las cosas, relación de cuidado y respeto que, no obstante, tiene sus matices. En nuestra estancia en comunidades pudimos apreciar cómo hay ciertos elementos a los que se les tiene una gran consideración y respeto, en especial aquellos de los que depende la subsistencia y la reproducción de la vida; sin embargo, también es cierto que otros elementos no son tratados con el más mínimo cuidado, lo que sobre todo notamos con los perros, algunos insectos y pobladores que no participan de manera diligente en las actividades comunitarias. Así, puede afirmarse una ética de respeto y cuidado, pero que no es absoluta, sino que tiene excepciones. Volveremos sobre este punto en el siguiente apartado.

Una característica central de los seres vivos es su capacidad de comunicarse para articular esta gran comunidad que se postula. Por ejemplo, cuando canta el ch’ejeb’, que es un pájaro carpintero, muestra dónde hay maíz; si encima de uno canta el pich’, otro pájaro, anuncia un mal presagio; el tecolote en la noche o la lechuza son señal de muerte; si el gato montés o el coyote aúllan durante una semana significan un mal augurio, y si lo hacen por dos semanas o un mes son señal de muerte (Ak’ Kutan, 2005).

Otros ejemplos son el diálogo de la persona con la naturaleza, que se da al nacer, cuando los padres presentan a sus hijos a los cerros; o los que ocurren en tiempos de enfermedad o desgracia, donde se busca que aquello que las causa comprenda el mal que se está haciendo y se le dan ofrendas, principalmente alimentos, para que deje de hacer daño; en la siembra hay un diálogo con el maíz, con la semilla y con la tierra, además de otros que fija el calendario: al inicio o final de un ciclo o en ciertos periodos especiales:

Cuando uno quiere su ayudita. Se recuerda uno que el año ya pasó y adelante hay uno nuevo. No sabemos qué vaya a pasar, qué vamos a lograr, pedimos a ellos [Tzuultaq’a] para que nos cuide, nos protege […] Para finalizar el año se quema pom [copal] […] ceremonia para agradecer todo lo que hubo, vivimos bien, no pasamos nada, no golpeamos una parte de nuestro cuerpo. Y si sufrimos un dolor, decimos también, para que ya no siga el otro año [comunitario varón, 40 años].

Este diálogo no conlleva necesariamente lenguaje articulado, puede darse en acciones específicas como soplar y escupir, a través del trato cuidadoso de las cosas o los seres, con señales del cuerpo como el movimiento de la sangre en las venas, o señales de la naturaleza como la aparición de ciertos animales o plantas en el camino, o con fenómenos meteorológicos, entre muchos otros.

Otros casos remiten a quienes tienen una función social, como las parteras o los líderes espirituales, que pueden recibir mensajes a través del fuego, de sueños, de la vara o bastón -que es un instrumento de poder con el que pueden hacerse adivinaciones y que contiene el tz’ite’ o frijol sagrado, que es un frijol rojo no comestible (Flores, 2007) y suele ir acompañado del bando y el chachal, que es una especie de collar- o de visiones o enfermedades que únicamente se curan después de aceptar el llamado:

las comadronas, por ejemplo […] ellas no se forman en ningún centro, [pues] les ciega la energía del trabajo que van a hacer, les llega ese corazón, se les presenta en sueños, al acompañar a otras ancianas, encuentran un símbolo entre la montaña o en la milpa, una piedra o algo; entonces ése es el corazón de su trabajo. Ese símbolo, este personaje -porque también es un personaje- para explicarse ellos se presentan como nosotros. Un cerro, por ejemplo, para poder hablarle a otro, a una persona, pues su forma va a ser una anciana o un anciano [Aj Xol Ch’ok, comunicación personal, 2017].

En nuestra estancia en campo constatamos muchas veces la importancia casi fáctica que se le da a los sueños como fuente de conocimiento, presagio y verdad. Se toman decisiones y se emprenden o no acciones con base en lo soñado, lo que es discutido entre miembros de la familia o la comunidad para dis cernir su sentido y validez.

La comunidad no sólo se conforma por personas humanas sino también por la interconectividad con todos los seres vivos del cosmos quienes, además, encierran un carácter sagrado, que no debe entenderse en términos de una religiosidad que aísla lo sagrado como objeto de adoración, sino como una ética de la reciprocidad que debe regir la vida cotidiana. Aunque no hace referencia a una dimensión independiente, como ocurre en las Iglesias católicas y evangélicas presentes en la región, sí existen momentos propios de ritualidad y reconocimiento pleno de la sacralidad, entre otros en las relaciones con el “sagrado fueguito”, representante de los abuelos y abuelas, y a quien se consulta o recurre en muy diversas ocasiones; momentos rituales con el sagrado maíz o la sagrada Tierra, o en ceremonias dirigidas al Tzuultaq’a, los que pudimos presenciar en diferentes ocasiones.

Esta sacralidad de la naturaleza, más que resultar de una lógica puramente espiritual, religiosa o estética, parece tener fuertes bases en la necesidad de la reproducción cultural -en el sentido ya expuesto- de la vida y el territorio, en la posibilidad de comunicar y alimentar.

Las sociedades indias no estaban preocupadas, por tanto, en una vida futura, sino por saber conducirse en ésta. La vida actual es una convivencia cotidiana con las entidades sutiles, las deidades, quienes determinan la suerte de la existencia propia, individual y social. Así, su religión es una “regla de vida”, una serie de orientaciones acerca de cómo deben ser realizadas las acciones del hombre [Morales Damián, 2012].

Pero será en los Tzuultaq’a donde se cristalice una de las figuras más importantes de este orden de sacralidad, del que se derivan pautas éticas que rigen la conducta cotidiana.

En las tierras de Tzuultaq’a: el dueño del cerro y el valle

Si bien todo lo existente tiene vida, reviste especial importancia la figura del Tzuultaq’a (q’eqchi’) o Yuq’ ixkab’ (poqomchi’) -que podríamos traducir como el dueño4 del cerro y el valle (Tzuul o Yuq’ hace referencia al cerro mientras que taq’a o ixkab’ se entendería como lo plano o el valle)- y a quienes debe pedirse y ofrendarse antes de realizar cualquier tipo de actividad, productiva o no. Estos dueños tienen sus intérpretes, sus traductores, por lo general mujeres jóvenes. Se presentan en sueños o en una suerte de ataques, semejantes a los epilépticos, donde las intérpretes reci ben el mensaje del cerro-valle que luego harán del co nocimiento de los sujetos indicados por Tzuultaq’a,

En palabras de Liza Grandia, estudiosa del pueblo q’eqchi’, los dueños del cerro y del valle:

son a la vez masculinos y femeninos; una persona puede dirigirse a ellos como “usted, mi padre, y usted, mi madre” (at inna’, at inwa) que refleja la dualidad y complementariedad de los roles de género […] Es típico que los Tzuultaq’a sean bautizados en honor a cuerpos de agua, animales, cultivos, personas y/o santos católicos; algunos son figuras femeninas, pero la mayoría se manifiesta como hombres. Tienen personalidad como los seres humanos; algunos son bondadosos, mientras que otros son iracundos y vengativos. No obstante, se dice que los Tzuultaq’a son más accesibles que un Dios humano; un anciano hábil les puede hablar a su antojo […] también disfrutan de la música y crían animales domésticos [Grandia, 2009: 66-67 ].

Tzuultaq’a es dueño de la dualidad cerro-valle, lo que resulta evidente en la conceptualización del bosque como su rawink, es decir “su siembra”; y de los animales silvestres como su xketomq, o sus “animales domésticos” (Secaira, 2000: 47); se trata asimismo de una alteridad material y espiritual, como consta en las siguientes oraciones:

¡Oh Dios! ¡Oh adorable señor cerro-valle! Estoy cansado al llegar a la cumbre, a tu boca, a tu cara. ¡Tú mi madre! ¡Tú mi padre! ¡Tú venerable Cerro! ¡Tú venerable Valle! Cansado estoy en tu boca, en tu cara. ¿Acaso no es penoso que me he llegado ante ti, oh venerable cerro-valle? Ahí la pequeñez, la pobreza que he dicho. ¡Oh mi supremo Padre! Ahí está la pequeñez, la pobreza frente a tu boca, frente a tu cara, oh mi supremo […] Ahora, donde va a caer mi tortilla, mi bebida, en la orilla y en la fren te del cerro santo y del venerable valle que están vivos. Dicen que hay unos que dicen que no están vivos. ¡Ay no! ¡Solamente el que está en el cielo, dijeron! ¡No! ¡Nosotros pedimos también al santo cerro y santo valle, los que conozco sus nombres, a esos también pido [Cabarrús, 2008: apud ].

Tzuultaq’a es considerado el “corazón” de la tierra (Ak’Kutan, 2005: 6); y, según Grove (2007), su importancia puede deberse a que es el vínculo físico entre el cielo y el mundo superior con la superficie de la tierra y el inframundo, pero también a que es quien provee todo lo que se necesita para la reproducción de la vida material y espiritual, lo que marca una diferencia con el Dios católico y evangélico, pues:

Ellos nos cargan, nos protegen, nos dan la vida, nos dan alimento… Ellos son donde caminamos […] Aquí se le invita a los cerros, el agua, el aire, las nubes, los relámpagos, el rayo, el sol, la luna, las estrellas […] cuando se le invita para proteger a algunos, no se está mencionando que es Dios. Es un padre, una madre, que nos dan consumo, que dan la vida [comunitario varón, 40 años].

No busca instaurar un código moral de bondad pura, sino que reconoce las contradicciones y complejidades de la existencia. Así,

-[…] puede hacer daño, si le pide.

-Entonces, ¿no es siempre bueno o siempre hace el bien, como Dios, por ejemplo?

-Es como nosotros: tu amigo y le dices que te hice y le pides que haga daño, entonces hace porque es amigo.

-¿Y cómo lo hace?, ¿cómo te hace mal?

-Picadura de animal o muere tu cosecha o tus animales [charla con comunitario varón, 23 años].

La armonía, más que depender de un bien absoluto, lo hará del equilibrio de contrarios “esa dialéctica eterna es la razón última de las cosas en la me dida en que es a la vez fuente de la creación de la vida y el motor de su conservación o sus transformaciones” (Parra Novo, 1997: 38). Tzuultaq’a dicta una serie de conductas que observar, por ejemplo, antes de cortar un árbol, cazar un animal o incluso caminar sobre un cerro debe establecerse un diálogo respetuoso mediante el que se pide permiso. En otras ocasiones hay que hacer ofrendas y rituales para pedir algo a cambio, como puede ser abundancia de cosecha, de animales de caza o de cría, bienestar a los miembros de una comunidad, etcétera.

La ética de la reciprocidad

Uno de los rituales por medio de los que se actualiza este diálogo respetuoso es el wa’tesink o dar de comer. En las celebraciones q’eqchi’, en un acto de reconocimiento de que todo está vivo, hay siempre abundancia de comida para todos, aunque no sean humanos. “Dar de comer a estos espíritus es dar vida para que ellos den vida a los hombres” (Hatse y De Ceuster, 2001: 39). En una celebración católica en una de las comunidades visitadas se realizaron múltiples ofrendas las cuales consistieron en caldo de pollo, tortillas y café al templo católico, cuerpos de agua y altares, a la vez que se recitaban oraciones para pedir la seguridad en el sustento y el bienestar de los miembros de la comunidad.

Dentro de esta lógica de reciprocidad juega también un papel importante el awas, que podría entenderse como un castigo por no obedecer una norma, o por “no tratar a las cosas según su naturaleza: sus propiedades visibles y su mu [sombra], o por no tener en cuenta y no pedir permiso al ‘dueño’ de las cosas” (Parra, 1997: 41). Al violar la relación respetuosa con la otredad se produce una falta que devendrá en un castigo, muchas veces propinado por Tzuultaq’a a través de la picadura de un animal o insecto, una enfermedad o accidente; de ahí la necesidad de conocer y respetar la alteridad natural, pues “debemos vivir nuestras vidas en la colectividad de los seres del universo, particularmente de la Madre Tierra” (Jiménez y Aj Xol Ch’ok, 2011: 81).

La relación con la Sagrada Tierra

Si bien toda la relación con la alteridad natural es importante, uno de los elementos más relevantes es la Tierra. Fuente de sentido y base material de la existencia constituye uno de los ejes en torno al cual se articula la vida de los q’eqchi’, por lo que es esencial analizar la lógica que subyace en su manejo.

Entre los q’eqchi’ la tierra es de quien la usa, ejerciendo sobre ella un permiso de disfrute. Su manejo se articula en especial en torno a unidades familiares que son las responsables de su trabajo agrícola así como los beneficiarios directos, aunque existen múltiples figuras de ayuda entre la familia extensa y los miembros de la comunidad. Se toman decisiones grupales para determinar la distribución de tierra entre los hogares y comparten recursos como fuentes de agua o áreas forestales. Según Grandia, a los miembros de la comunidad “les es imposible tomar más tierra de la que realmente van a usar, así que el sistema tiende más hacia la igualdad que hacia la acumulación […] Nadie se enriquece, pero tampoco se muere de hambre” (2009: 158-160). Además de asegurar su subsistencia, los campesinos siembran maíz adicional para otros seres, como los animales salvajes e insectos. La Madre Tierra es una fuente de contradicciones y misterios:

Decimos que la tierra es nuestra madre porque de la tierra mamamos como el niño que mama del pecho de su madre […] La tierra es alguien, no es algo, porque con ella podemos platicar, porque ella nos escucha y porque ella también nos habla de muchas maneras [Ventura, 2000: 102-104 ].

No tenemos que vencerla, conquistarla, tampoco tenemos que dominarla. Ella nos va a dominar. No tiene la gente la fuerza para dominarla. Los antepasados no tenían malos pensamientos contra ella, no se hacían grandes ante ella, sino que hablan con ella, hacen rezo para pedirle perdón, consolarla, suplicarle. La debemos cuidar, no dominarla, no conquistarla, aunque sí la trabajemos. Ella nos va a dominar a la hora de la muerte [Ak’ Kutan, 2005: 4].

De las citas anteriores se desprende que la Tierra es madre, sujeto de diálogo, de respeto, fuente de trabajo y subsistencia, así como dueña final de los humanos mediante una relación recíproca en la que se toma de ella pero a la que se ha de volver. De ahí que el despojo agrario implique más que la pérdida de un simple medio de producción y que represente la imposibilidad de la reproducción de la cultura -en los términos ya expuestos-, de una forma de existencia que está en estrecha relación con ella. “La Tierra constituye a la vez la condición de la seguridad individual y el requisito de cohesión de grupo, por ello es que la lucha por la recuperación de nuestras tierras es lo que más nos une” (Matul, 2002: 150).

La lucha por el territorio y por la vida

Uno de los ejes articuladores de este trabajo es el análisis de la relación ser humano-naturaleza en el contexto de las luchas o defensas del territorio y de la vida. El objetivo no se circunscribe a presentar aquí una descripción de los actores o motivos específicos de lucha, lo que nos interesa es abordar algunas consideraciones de los afectados, quienes más que defender meros medios de subsistencia luchan por la posibilidad de su existencia.

Cuando se pelea por árbol, por agua, por la piedra o por explotar el cerro, ¿por qué se pelea? Porque eso le da la vida a otro. Si lo explotan van a acabar con la vida de uno. Por eso se pelea, para defender la vida […] Se pelea porque no quiere que le cambien la forma a todo lo que hay, porque le está dando la vida […] Está viva, ellos también nos protegen, también nos dan la vida. Les agradecemos a ellos porque estamos vivos [comunitario varón, 23 años].

Una de las cosas que más llamó nuestra atención es la lucha por la vida y el territorio no para su disfrute actual, sino por respeto a los que están por venir: hijas, hijos, nietas y nietos:

Defendiendo nuestra vida, nuestros derechos, nuestros hijos. Si no defendemos nuestra tierra, nos va a joder el finquero […] ¿Por qué la lucha? Por todos mis hijos. Lucho por el agua, por la tierra, por la vida. Todo esto es parte de mis hijos, parte de mis nietos [comunitario varón, 41 años].

Y no sólo se trata de la posibilidad de asegurar un disfrute para los que vienen, sino la tranquilidad de quienes han muerto, pero que aún están presentes, pues, como asegura Parra (1997: 31): “Dada la concepción cíclica del tiempo, para los mayas la referencia a sus antepasados puede ser un modo de asegurar su futuro”:

Cuando estemos muertos ellos nos van a tratar mal […] “nos hizo crecer, nos hizo vivir y nos dejó pura matada”. Aunque estemos muertos vamos a estar tristes, a llorar por su sufrimiento, a sentir el dolor [comunitario varón, 40 años].

Cuando se habla de la influencia que los ladinos -aquellos que no son mayas- han tenido sobre estas comunidades, de nuevo se pone en evidencia la afectación negativa que otros sistemas de pensamiento ejercen sobre los conocimientos culturales del pueblo maya, lo cual conlleva la reproducción de modos de vida destructivos que atentan contra los preceptos de respeto y dialogicidad presentes en el Kynaab’il/Kyna’b’ilQxe’chil:

han cambiado su forma, su actitud, por los kaxlan [ladinos] […] al futuro hay o no hay, no les importa; a ellos para hoy, no les importa el futuro, “mejor gozamos nosotros”, no dejar para otros que consuma […] sí tienen hijos, un montón, pero no les importa que sufran, quieren ellos destruir y hacer dinero [comunitario varón, 41 años].

Aunque en muchos casos se dice que la actitud de diálogo y respeto se abandona en favor del dinero y las costumbres traídas por los kaxlanes, pues “Los abuelos llegaron y finqueros enseñaron qué es el dinero, porque sólo ellos venden cosas” (comunitario varón, 41 años), también hay conciencia de que la defensa por el territorio y la vida les ha ayudado a revalorar la Tierra, los Tzuultaq’a y las enseñanzas de las abuelas y abuelos. En la concepción de la lucha, en ningún momento se habla de la defensa de recursos sino de la perpetuación de la vida, no sólo de los humanos sino de aquello que “nos protege”, “que nos da la vida”.

Conclusiones: aprendizajes en torno al Tzuultaq’a

En este trabajo hemos argumentado que los actuales, pero históricos, conflictos territoriales en la Sierra de las Minas, Guatemala, de manera señalada aquellos que atañen al pueblo maya q’eqchi’, descansan sobre un conflicto más de fondo, y que resulta fundamental: la diferencia ontológica. A pesar de la explotación y despojo que han sufrido los pueblos mayas a manos de “los invasores”, no se trata únicamente de pelear por tierras y recursos naturales sino de defender una realidad distinta, un modo de existir que tiene sus propias pautas y razones.

La afirmación de que todo lo que existe tiene vida y de que hay modos específicos de relación y co municación para la articulación de una comunidad que trasciende los límites de lo humano da pie a pautas éticas, epistémicas y ontológicas que nos ofrecen modos de relación diversos y respetuosos con la alteridad natural representada sobre todo, pero no de forma exclusiva, en la figura del Tzuultaq’a y la Sagrada Tierra. Como ya indicamos, estas relaciones son complejas y tienen sus matices, pero lo importante es informar acerca de una ontología relacional donde se verifica una codependencia y una reciprocidad entre los entes que conforman la “comunidad ontológica”.

No se trata tampoco de favorecer visiones esencialistas o románticas, ni de sugerir que las cosmovisiones de los pueblos indígenas son las únicas que deben prevalecer. Desde las propuestas de los conocimientos culturales y la ontología política se reconoce la diversidad de racionalidades, de culturas y ontologías, a la vez que se admite y proclama que “la visión de muchos Pueblos nos orienta en sentidos relacionales y más armónicos” (Urdapilleta, 2016: 17).

Nos parece que la verdadera apuesta es por la creación de concepciones totalmente distintas de lo que es la vida y cómo la misma se construye y se mantiene. Al establecer la dialogicidad con y entre todos los seres vivos, la creación de realidad se extiende más allá de lo humano, brindándonos pautas epistémicas, ético-políticas distintas para hacer frente a la crisis civilizatoria, para defender no sólo los territorios sino la compleja riqueza de la vida, así como los particulares y diferenciados sentidos que la orientan.

Por último, es fundamental aclarar la dificultad que representa intentar aproximarse a la ontología q’eqchi’ sin los recursos de la lengua o intentando una traducción desde el castellano, pues, como nos comentaba Aj Xol Ch’ok cuando nos explicó su intento por dar a conocer el Kynaab’il/Kyna’b’ilQxe’chil a quienes no somos mayas, hay una necesaria pérdida en la traducción, al procurar llevar ideas y estructuras que no son posibles en castellano; esta pérdida o imposibilidad no se da al traducir entre distintos idiomas mayas. Una de estas dificultades se observa, por ejemplo, al intentar concebir a nuestras otras nosotras y nuestros otros nosotros como agentes políticos. ¿Qué lugar tendrán entonces en la hasta ahora limitada política moderna exclusivamente humana? ¿Cómo habrá de replantearse el ámbito de la política y la ética? ¿Cómo podemos acercarnos quienes no somos mayas a estos modos de vida otros y cómo podemos sumarnos a las defensas por los territorios y la vida?

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1 Según Quijano (en Gómez-Quintero, 2010: 89): “la colonialidad se refiere a un ‘patrón de poder’ que opera a través de la naturalización de jerarquías raciales y sociales que posibilitan la re-producción de relaciones de dominación territoria - les y epistémicas que no sólo garantizan la explotación por el capital de unos seres humanos por otros a escala mundial, sino que también subalternizan y obliteran los conocimientos, experiencias y formas de vida de quienes son así dominados y explotados”.

2Arturo Escobar (2012) acuña el concepto de cultura como diferencia radical en oposición a la cultura entendida como mera estructura simbólica, pues aceptar esta segunda concepción supondría una ontología universal a la cual las ciencias occidentales tienen un acceso privilegiado.

3Si bien para fines de este trabajo partimos de la invasión española, es importante “evitar idealizar la historia maya antigua como un tiempo de completo equilibrio con la naturaleza, de paz, sin conflictos ni contradicciones, sin prácticas ambientales destructivas, injusticias ni desigualdades sociales. Una historia así no nos puede enseñar nada” (Avancso, 2016).

4Alicia Barabas (2010) define a los “Dueños” como “entidades anímicas sagradas, que son espíritus pero pueden corporizarse [y que] están consustanciadas con los lugares que controlan”.

Recibido: 17 de Septiembre de 2019; Aprobado: 11 de Febrero de 2020

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