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Alteridades

versión On-line ISSN 2448-850Xversión impresa ISSN 0188-7017

Alteridades vol.29 no.58 Ciudad de México jul./dic. 2019  Epub 12-Feb-2021

https://doi.org/10.24275/uam/izt/dcsh/alteridades/2019v29n58/vera 

Dossier

Violencia, heterofobia y racismo Los orígenes de la antropología física

Violence, heterophobia, and racismo The origins of physical anthropology

José Luis Vera Cortés* 

*Escuela Nacional de Antropología e Historia-Instituto Nacional de Antropología e Historia. Periférico Sur y, Calle Zapote s/n, Isidro Fabela, 14030, Ciudad de México, cdmx <zeluismx@yahoo.com>.


Resumen

En el presente trabajo se aborda el origen de la antropología física como parte del proyecto antropológico general, con base en el principio de que todo conocimiento se traduce en formas de interacción con el mundo. Así, la antropología física fue construida con una visión heterofóbica y racista de la diversidad humana. Ello justificó desde el llamado racismo científico, hasta la exclusión y la marginación de colectivos humanos.

Palabras clave: diversidad humana; exclusión; marginación; colectivos humanos

Abstract

This work approaches the origin of physical anthropology as part of the general anthropological project, on the basis of the principle that all knowledge translates to ways of interacting with the world. Thus, physical anthropology was built with a heterophobic and racist vision of the human diversity. This, stemming from the so-called scientific racism, justifies the exclusion and marginalization of human collectives.

Key words: human diversity; exclusion; marginalization; human collectives

Toda frontera natural es difusa

Toda frontera inventada es nítida.

Jorge Wagensberg

Introducción

La versión canónica del origen de la antropología afirma que la disciplina se gestó en el contexto de la expansión colonialista europea y bajo el presupuesto de que el conocimiento de la realidad se traduce en formas específicas de interacción y apropiación de la misma. Es decir, que el conocimiento nunca es ingenuo, que siempre posibilita y valida acciones específicas de intervención en el mundo (Hacking, 2001).

Así, la antropología vio sus inicios enmarcada en la búsqueda de explicaciones sobre las diferencias humanas. Explicaciones que ayudaran a entender las diferencias y simultáneamente hicieran posible formas de relación, de control y de apropiación entre esos otros que emergieron del proyecto antropológico de Occidente, cuna de tal proyecto.

Ello constituyó, por así decirlo, el pecado original de la naciente antropología. La construcción de un discurso jerarquizante de la diversidad humana se convirtió en el sello de identidad de una disciplina que, desde la pretensión de cientificidad y por ende de objetividad, terminó por objetivar y de este modo validar un conjunto de prácticas excluyentes y de marginación de aquellos considerados no sólo diferentes, sino inferiores.

La antropología creó una especie de naturalismo mítico que proporcionó el argumento sobre el cual se construyó la estructura de la racionalidad occidental encargada de dar cuenta de las diferencias humanas y de construir a su vez la identidad de Occidente como grupo bello, civilizado y culto y por lo tanto deseable, en contraste con los otros, salvajes y bárbaros y por lo tanto indeseables (Vera, 1992).

En las siguientes líneas exploraré cómo se fundó el pecado original del proyecto antropológico y cuál fue el proceso que derivó en una visión de las diferencias humanas, jerarquizante y excluyente en el que, desde una de las disciplinas antropológicas, mi disciplina de origen, la antropología física, se erigió, aparentemente desde la racionalidad científica, el denominado racismo científico, entendido como una especie de naturalismo mítico con el que pretendió objetivarse una visión del mundo y justificar formas específicas de relación del hombre y la naturaleza y de relaciones entre los diversos seres humanos.

En el principio

El origen del proyecto antropológico está fuertemente asociado al auge del pensamiento científico en Occidente durante los siglos XVII y XVIII y, con ello, a las llamadas revoluciones científicas. Se trata de un momento de la historia de Occidente en el cual se generan explicaciones del mundo, de la naturaleza y de la diversidad, cuya finalidad última es la intervención en el mundo, en la naturaleza y en la diversidad (Jacob, 1986).

La ciencia, y en particular una visión instrumentalista de ella, y la tecnología permitieron, como no se había visto hasta entonces, la intervención, apropiación y modificación de la naturaleza. De tal suerte, el valor del conocimiento científico en cuanto instrumento potencial de cambio puso de relieve el valor de la ciencia como proyecto transformador del mundo. El conocimiento adquirió entonces un valor claramente utilitarista que, como solía decirse hace algunos años, resaltaba el hecho de que se transforma en la medida que se conoce y se conoce en la medida que se transforma. Esto es, se concibe a la ciencia no sólo como una racionalidad específica, sino como actividad transformadora del mundo.

Es en ese momento cuando surgen objetos de conocimiento que hoy identificamos como discursos provenientes de la ciencia: la vida, la reproducción, la evolución, el cuerpo o incluso la propia noción de ser humano y de sus diferencias (Foucault, 1989).

Se enuncian leyes naturales, la vida se caracteriza por tener movimiento, metabolismo, reproducción. Atrás quedan percepciones de la naturaleza donde no existe un orden identificable, donde la reproducción es caótica y desordenada. Las leyes de la reproducción ordenan y explican la idea de que lo semejante engendra a lo semejante. El engendramiento, en cuanto explicación reproductiva queda atrás, aunque durante algún tiempo coincidan ideas tan aparentemente contradictorias a los ojos de los contemporáneos como aquellas explicaciones que veían en el origen de las malformaciones la cantidad o estado del semen, así como la maldad del demonio o la picardía de los mendigos itinerantes (Jacob, 1986; Paré, 1995).

El cuerpo humano es entendido como un conjunto de relaciones anatomofuncionales cuyo equilibrio o desequilibrio son los responsables de la salud o la enfermedad, fundando con ello la modernidad del pensamiento biomédico del cuerpo humano (Vera, 2002).

El mundo ya no es el estático producto de la creación divina, y muta a un escenario dinámico donde los seres se transforman y donde el entorno deja de ser el escenario en el cual se lleva a cabo la trama de la vida, para convertirse en un personaje más en el universo de las interacciones.

El mundo se revela asombrosamente nuevo. Las cosas del mundo han de ser nombradas, ordenadas, sacadas del supuesto caos en el que se encuentran, para que ante nuestros ojos se muestre su regularidad, su lógica, su orden inmanente.

En ese mostrarse al mundo, dejando atrás su aparente caprichoso desorden, emergen las cosas del mundo y, paradójicamente con ellas, el ser humano y su diversidad.

Es en el contexto de la llamada historia natural, el proyecto racional de Occidente que pretendió inventariar la realidad, donde ancla su origen la antropología como disciplina científica que ayudó a configurar ese nuevo orden del mundo, donde el ser humano emerge y, con él, sus diferencias, como razón de ser del pensamiento antropológico (Foucault, 1989).

El ser humano en la naciente antropología

También la versión canónica del origen de la antropología centra su atención en la existencia de dos problemáticas fundacionales: las diferencias humanas y la dicotomía naturaleza-cultura como el espacio de significación de esas diferencias.

Lo distinto, lo diferente, lo anómalo resulta en extremo atrayente para la naciente antropología, la cual ve en ello la posibilidad de, por exclusión, trazar los perfiles de la propia identidad del hombre occidental. La explicación de las diferencias humanas es buscada en las diferentes proporciones de naturaleza o cultura presentes en los seres humanos, permitiendo clasificar a unos como bárbaros o salvajes y a otros como civilizados o cultos (Biterli, 1982; Bestard y Contreras, 1987; Bartra, 1992 y 1997; Gerbi, 1982).

Así, desde los mismos orígenes de la antropología, desfilaron ante ella una multitud carnavalesca de seres humanos distintos. La diversidad resulta para la antropología enormemente atrayente. La diferencia se convierte en el eje de la reflexión antropológica y la unidad en el centro de una utopía humanista, pero con pocos referentes específicos.

La unidad y la diversidad son entendidas como las dos caras del pensamiento antropológico. La fascinación por la diferencia y, al mismo tiempo, la indagación de lo que nos une como humanidad.

En esa tensión esencial que se establece entre unidad y diversidad es que se desarrolla la antropología. En el primer caso, la búsqueda de diferencias se convierte en el programa de investigación de la naciente antropología; en el segundo, la búsqueda de lo que nos une parece trasmutarse en una especie de compromiso ético. Somos distintos, pero todos somos humanos parece querer decir el discurso. Sin embargo, sólo el primer polo se convierte en razón de ser de la antropología.

El otro, es cierto, forma parte de la humanidad, no obstante, ocupa una marginal periferia de ella y no es curiosamente la magnitud de la diferencia lo que lo ubica en tales márgenes. El otro puede encarnar diferencias ordinarias, radicales o incluso utópicas. No será la diferencia en sí la que lo ubique en el centro o en la periferia, será la significación de las diferencias lo que establecerá las distancias respecto de una quimérica normalidad, a todas luces ocupada por el hombre occidental. Es decir, las diferencias pueden indistintamente referirse a un otro ligeramente disí-mil, radicalmente diferente o incluso imaginado y, con todo, no será ese hecho el que lo ubique como distinto o semejante. La diferencia puede ser encarnada, comportamental o hasta imaginada o deseada. Todo ello conformará la diferencia y de manera simultánea permitirá construir la identidad de Occidente (Boia, 1997; Krotz, 2002).

Por otro lado, el naciente pensamiento evolucionista permitiría no sólo lograr el sueño de objetividad y cientificidad de la antropología a través de la incorporación del método comparativo, sino que daría sustento a la discusión entre la unidad y la diversidad desde el ámbito naturalista.

Encontrar un orden, una regularidad. Abandonar el mundo de lo en apariencia caótico. Introducir un sistema nomenclatural que diera cuenta de las diferencias, reconociendo sin embargo unidad dentro de la diversidad. Todo ello constituyó y conformó a la naciente antropología y derivó en la razón de ser de una de sus subdisciplinas: la antropología física.

Antropología física o el estudio de la variabilidad física de las poblaciones humanas: el cuerpo

La antropología física desempeñó un papel preponderante en el escenario de la construcción de las tipologías humanas en el proyecto antropológico general de identificar la unidad y la diversidad física de los seres humanos.

Su categoría central de análisis fue desde el principio el cuerpo, entendido como cuerpo biológico, definido por sus relaciones anatomofuncionales en el paradigma del mismo nombre, por sus dimensiones y proporciones en el paradigma antropométrico, por su movimiento en el paradigma biomecánico o por sus atributos como resultado de procesos individuales y colectivos (ontogenia y filogenia) en el paradigma morfogenético (Vera, 2002).

El otro podía ser descrito como distinto por muchos motivos, pero la diferencia corporal representó desde el principio uno de los ejes fundamentales. Desde el principio, ello pareció objetivar la diferencia, al permitir materializarla, anclarla a la posibilidad de ser descrita mediante las herramientas de la ciencia positiva.

El otro era distinto, su comportamiento, pero sobre todo su cuerpo lo delataba. En torno al cuerpo empiezan a crearse todo tipo de significaciones en las que el cuerpo físico es asociado a toda clase de atributos como la belleza, la inteligencia o incluso la moral. El cuerpo se convierte en el sustrato material que es capaz de objetivar por ello, por su cualidad material, toda clase de valores. La belleza, la salud, la bondad son asociados a determinados patrones de variación corporal. Surge entonces la ciencia de las diferencias físicas de los seres humanos: la raciología.

En consecuencia, el origen de la antropología física fue fundamentalmente un intento por encontrar regularidades, por clasificar y describir a las llamadas razas humanas. Los fundadores del pensamiento antropofísico moderno, como Quatrefages, Topinard o Broca fueron en un amplio sentido raciólogos. Un intento, desde la antropología, de inventariar las diferencias humanas, disectándolas a partir de un esfuerzo por reconocer entidades discretas naturalmente delimitadas que pudieran identificarse como razas (Quatrefages, 1880; Topinard, 1890).

La dificultad del reconocimiento claro de tales fronteras no impidió el desarrollo de la raciología como una de las disciplinas más populares, junto con la fisiognómica, la frenología y la antropología criminal a finales del siglo XIX (Vera, 2002).

El cuerpo: entre lo normal y lo deseable y lo anómalo e indeseable

Unidad y diversidad. Identidad y diferencia. Normal y anormal. Belleza y fealdad. Salud y enfermedad, masculino y femenino, son sólo algunas de las dicotomías que fueron el resultado de la valoración de las diferencias físicas de las poblaciones humanas y que en un sentido más amplio son el resultado de la dicotomía naturaleza-cultura en cuanto espacio de significación de las diferencias humanas (Vera, Chiappa y Lizarraga, 2018).

Es el proyecto de la historia natural el que da origen a la antropología y, en particular, a la antropología física, todo ha de ser nombrado, organizado, clasifica­ do y significado.

Surgen asimismo un arsenal de instrumentos que permiten a los antropólogos físicos llevar a cabo su labor de inventariar a la variabilidad humana reconociendo en ella a entidades naturalmente delimitadas denominadas razas.

Entonces aparecen en escena escalas de pigmentación de ojos, piel y cabello, antropómetros, palatómetros, malaquistómetros, escalas de formas y pigmentaciones dentales, cranioforos; todo aquello que permitiera transformar un rasgo físico en un valor contrastable con otros rasgos y que a su vez posibilitara la clasificación racial se convierte en central para la disciplina, pues le confiere un estatus de objetividad y, por lo tanto, de cientificidad a su discurso.

El cuerpo humano se convierte en territorio de la métrica, la cuantificación y la clasificación. Una ver­ dadera cuantofrenia parece caracterizar el quehacer de los antropólogos físicos. Pero su labor no se restringe a describir, organizar y clasificar. Una de las preocupaciones centrales es introducir en la descripción la idea de que la variabilidad es el resultado de procesos que van de lo simple a lo complejo, se convierte esta idea en una ley universal del cambio y ello de manera automática introduce en la valoración de las diferencias físicas de las poblaciones humanas la noción de jerarquía. Ya no se trata sólo del reconocimiento de las diferencias humanas, la antropología física se convierte en una disciplina que encuentra en esas diferencias rasgos más o menos evolucionados, más primitivos o modernos, más normales o anómalos, más o menos eficientes, más sanos o enfermos, en pocas palabras, rasgos físicos, cuerpos superiores e inferiores (Hacking, 1991).

Huelga decir qué cuerpos son los que ocupan el centro de la diversidad humana y son considerados bellos, sanos, normales y deseables.

Sin embargo, no es del todo claro cómo la diferencia somática es valorada no sólo como distinta, sino como anormal, enferma o indeseable.

Hasta el momento del surgimiento y desarrollo de la raciología, la noción de normalidad tiene en principio un origen biomédico. La normalidad corporal hace referencia al estado funcional del mismo, es decir, un cuerpo normal es para entonces un cuerpo sano, en contrapartida con el desequilibrio de las relaciones anatomofuncionales del cuerpo que le confieren el estatus de enfermedad.

No obstante, fue a partir de los trabajos de Quetelet, durante el siglo XVIII, que midiendo el tórax de los soldados franceses se incluye en la valoración del cuerpo humano la noción de regularidad somática. Es decir, se introducen los principios de la estadística y la probabilidad a las ciencias humanas, para construir una noción de normalidad alternativa a la proveniente del enfoque médico. En este caso, lo normal, se trasmuta en lo frecuente, en lo que constituye la norma estadística de la variación corporal (Hacking, 1991).

De este modo, a partir de la incorporación de una visión estadística en la valoración de las diferencias corporales entre las poblaciones humanas, se construye una especie de quimera: el ser humano normal. Quien no ocupe ese lugar de la normalidad será considerado anormal. Y dado el origen biomédico de la normalidad, entendida como funcionalidad o salud, las dos raíces se fusionan asumiendo que la regularidad equivale a la normalidad, por consecuencia a la salud, y por ende es considerada deseable frente a la variación corporal infrecuente, que trasmuta en lo enfermo y por ello en lo indeseable.

Doble raíz y doble significación para la valoración de las diferencias físicas. La no correspondencia física con lo considerado “normal” se convierte en distinta y en indeseable. Por ello, si lo normal es lo frecuente, sano y deseable, y además encarna en la variación somática occidental, los otros, serán necesariamente considerados no sólo distintos sino indeseables. Ahí los principios del racismo científico, de ahí su peligro. Ya se hizo referencia al valor de la ciencia en la sociedad occidental desde el siglo XVIII (Gould, 1981).

Una categoría surge entonces en el mundo de los significados de la diversidad: el miedo a la diferencia. El otro infunde miedo entre otras cosas porque muestra posibilidades alternas de existencia, pero en el contexto del papel desempeñado en Occidente por la alteridad, el otro es además peligroso por varios motivos. De ahí que el otro haya de ser descrito, explicado, analizado, incluso reinventado, pues resulta útil su encarnación como ser amenazante que acompaña a nuestros miedos.

De la otredad radical y su sexualidad

Francisco de Goya denominó uno de sus más celebres aguafuertes con el siguiente título: El sueño de la razón produce monstruos. En la línea de argumentación que he venido desarrollando, el proyecto racional que sustentó el origen de la antropología como disciplina científica requirió de lo exótico, de lo anómalo, de lo extraño, para dar sentido por mera oposición a la identidad del hombre occidental en cuanto grupo bello, civilizado y culto.

Como ya se mencionó, la diversidad humana fue significada como ordinaria, responsable de las diferencias interindividuales; como radical, en el caso de los otros, los bárbaros y salvajes, y como utópica, en el caso de una promesa de mejora, de cambio encarnado en un “otro” en el que es posible trasmutar. Ya sabemos el enorme valor como motor de cambio del pensamiento utopista (Boia, 1987; Krotz, 2002).

No obstante, en el segundo caso, el de la otredad radical, el papel fue desempeñado indistintamente a lo largo de la historia de Occidente por seres humanos distintos. Encontramos a personas pertenecientes a las “otras razas”, pero también a sujetos considerados anómalos que con frecuencia eran exhibidos en circos y cuyas diferencias físicas los ubicaban en la categoría de anormales o monstruosos y que jugarían un papel fundamental en la construcción quimérica del “hombre normal” (Gorbach, 2008).

Pero igualmente encontramos a seres imaginarios cuyas anomalías, incluidas las físicas, les obligaban a ocupar la posición de otredad radical y que, no obstante su importancia, no tenían referentes materiales claros. Se trata sin embargo de seres imaginarios que poblaron la imaginación de Occidente y que específicamente fueron depositarios de sus miedos más profundos. Sirvieron en muchos casos de referente para significar las diferencias entre los verdaderos seres humanos, entre los distintos, pero reales seres humanos. De esta forma, las diferencias reales encarnaron en una visión alterna y mítica de las diferencias entre los seres humanos, siendo tratados entonces como seres cuya sola existencia amenazaba el orden de las cosas (Bartra, 1992 y 1997).

Así, en el mismo saco de la otredad radical, Occidente confinó a seres tenidos por monstruosos, aunque su naturaleza fuera imaginaria, real o producto de anomalías físicas discapacitantes. Y todos ellos fueron tratados como lo eran los monstruos en la mitología que acompañó desde sus orígenes a Occidente y que le permitía como en un juego de espejos asumir la identidad de grupo civilizado, bello y culto. Lo tenido por monstruoso fue esencial porque el encuentro con el otro real permitió que el mito encarnara en la historia y que las diferencias humanas fueran significadas convirtiendo al otro real en otro radicalmente distinto, periférico y peligroso, ante el cual debía experimentarse un miedo profundo, por tal razón debía mantenerse bajo control, de ser posible confinándolo, violentándolo o llevando a cabo acciones que o lo anularan o impidieran su potencial peligro (Vera, 1998).

En el fondo, el miedo mayor no es a la mera existencia de estos seres. El verdadero miedo de Occidente es a la potencial mezcla de simientes que, bajo el presupuesto de que todos yacen potencialmente con todos, podría derivar en degeneración. Pues, según Occidente, uno de los atributos de los seres salvajes o los monstruos, además de su anatomía radicalmente distinta, es su sexualidad desmesurada, viciosa y la ausencia de frenos para ejercerla en contrapartida a la mesura, la castidad y el control de las apetencias básicas que son vistos como las piedras de toque de la fundación de la civilización, pues se traducen en códigos de conducta que norman y regulan la convivencia social. En el salvaje, la sexualidad es vicio, lujuria y desorden, pues al ser incapaces de controlar sus pulsiones básicas, se convierten necesariamente en adúlteros o violadores en potencia (Marcuse, 2009).

Por ello, debido paradójicamente al carácter fundamentalmente erotómano de Occidente, es que el mestizaje debe evitarse a toda costa, pues supone la mezcla de simientes, y la degeneración no sólo de los cuerpos sino de la sociedad y la cultura. Y, peor aún, supone la posibilidad del mestizaje y la descendencia bastarda. Ahí radica parte del enorme temor que Occidente siente por el otro y por el potencial mestizaje con él. El bastardo es definido como aquel producto que nace fuera del matrimonio y como una persona que se aleja de sus características originales o que las va perdiendo de manera paulatina.

La existencia del mestizo o bastardo resulta peligrosa porque trastoca el orden “natural” de las cosas y pervierte el orden social y moral de la sociedad (Saade, 2009).

Más allá del miedo a la diferencia: violencia, heterofobia y racismo

El cuerpo del otro fue descrito, nombrado, clasificado, jerarquizado y simultáneamente estigmatizado. La moral encontró en las diferencias humanas su asiento físico y con ello la objetivación de su discurso, pero sobre todo la justificación de una serie de prácticas de exclusión y marginación.

Si todo conocimiento se traduce en formas de intervenir en el mundo, la raciología proporcionó la justificación de la marginación de la que fueron objeto poblaciones enteras de seres humanos cuya inferioridad fue argumentada a partir de la diferencia corporal, construyendo con ello una especie de “racismo científico” que pareció objetivar y validar tales prácticas. Violencia, heterofobia y racismo en los cimientos mismos sobre los que se edificó la racionalidad de la antropología.

Pese a ello, a varios siglos de distancia, estas formas de jerarquización de la diversidad humana siguen en muchos casos vigentes, aun cuando la disciplina que originalmente las validó desde hace décadas niega la existencia de fronteras delimitadas con claridad que permitan fragmentar la diversidad humana en categorías raciales. No obstante, los recientes desarrollos de la antropología física han reavivado añejas discusiones que parecen traer nuevamente a la vida viejos fantasmas con nombres distintos y ropajes diversos, que, en el fondo, siguen abrevando de un pensamiento esencialista que suele equiparar cuerpos, genes y “biologías” con identidades nacionales, de género o de clase.

Ante ello, tal vez sea momento de reconsiderar los fundamentos que dieron lugar al pensamiento antropofísico y, retomando el argumento de que el conocimiento se traduce siempre en formas específicas de intervenir la realidad, quizá sea necesario también, además de dar cuenta de las diferencias humanas, hacerlo de un modo más justo e igualitario.

En tiempos donde viejas prácticas parecen vestirse con nuevos ropajes es responsabilidad de los antropólogos mostrar que el emperador sigue desnudo.

Fuentes

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Recibido: 30 de Enero de 2019; Aprobado: 03 de Junio de 2019

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