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Alteridades

versión On-line ISSN 2448-850Xversión impresa ISSN 0188-7017

Alteridades vol.28 no.55 Ciudad de México ene./jun. 2018

https://doi.org/10.24275/uam/izt/dcsh/alteridades/2018v28n55/rozental 

Lecturas

(In)disciplinar la investigación: archivo, trabajo de campo y escritura

Sandra Rozental* 

* Profesora investigadora de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Cuajimalpa. Av. Vasco de Quiroga núm. 4871, Contadero, 05370, Ciudad de México.

Gorbach, Frida; Rufer, Mario. (In)disciplinar la investigación: archivo, trabajo de campo y escritura. Siglo XXI Editores, Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, Ciudad de México: 2016. 296p.


En la introducción, Frida Gorbach y Mario Rufer enmarcan su propuesta, un cuanto indecorosa, de desnudar la investigación y exponerla al escrutinio de miradas curiosas como un urgente y necesario desplazamiento que nos permitiría no un voyeurismo morboso que desarticule la vigencia y relevancia de las llamadas ciencias sociales, sino trazar un camino más humilde y más ético para repensar y replantear el quehacer académico.

Para ello, los coordinadores proponen imaginar el archivo como campo y el campo como archivo (de hecho, el título original del libro jugaba con esta idea) para desmontar los procesos, las intersecciones, las grietas, los silencios, las contradicciones y los accidentes fortuitos que contribuyen y forjan la producción de la evidencia, del famoso “dato” que buscamos como detectives en los documentos polvosos de los archivos o en las palabras y prácticas de informantes que plasmamos en nuestros diarios de campo como antropólogos disciplinados.

Gorbach y Rufer invitaron así a un grupo amplio de historiadores y de antropólogos a reflexionar más allá de su propia formación disciplinar y escribir sobre lo que nunca se escribe: los procesos, los caminos muchas veces tortuosos, los titubeos, las rupturas y los trucos que constituyen el trabajo académico en ciencias sociales. Se trata de un cuestionamiento desde la ética, sin duda, y de hecho, varios de los textos que se encuentran en este volumen justamente cuestionan la pretensión de la academia de representar la experiencia vivida desde la alteridad, la subalternidad y la violencia y los modos en que nuestros textos reproducen inevitablemente estas condiciones al transformar esta experiencia en objeto de estudio. Su propuesta es entonces humanizar el trabajo del investigador al exponer sus propias contradicciones, pulsiones, fantasías y fallas, y a la vez enfocar la mirada en la riqueza y las posibilidades que podría permitir hacer investigación desde otro lugar: desde la conversación y el encuentro, desde el fragmento, desde la duda y la formulación de preguntas sin respuestas evidentes ni prescriptivas.

Entonces, este libro reúne de manera novedosa textos de autores quienes -desde su disciplina y experiencia de investigación- proponen pensar de forma crítica y en conjunto los distintos procesos de mediación y de producción de las “pruebas” que estudian, y quizás de un modo más provocador, aquellos en los que participan activamente como académicos.

Esta ventana a los procesos “tras bambalinas” de la investigación y de la producción del conocimiento nos permite ver cómo cada uno de los autores considera y constituye su archivo y su campo. Se agradece esta reflexividad que, si bien ha sido común para algunos antropólogos a partir del giro lingüístico de los años ochenta y noventa y el énfasis de antropólogos como Clifford Geertz, James Clifford y Johannes Fabian en las políticas y poéticas de la representación, ha sido sorprendentemente escasa en mucha de la producción académica desde la historia, los estudios culturales y literarios. La insistencia de los editores y la apertura de los autores a realmente contar y ahondar en torno a sus propios procesos, cuestionamientos, encuentros, pérdidas, olvidos y silencios, hacen que esta obra sea especialmente interesante y refrescante. Los lugares de enunciación desde los cuales escriben son también clave: como Gorbach y Rufer señalan en las primeras páginas, este cuestionamiento y desplazamiento de la investigación como proceso se hace desde México, la India, Colombia y Sudáfrica, o desde “Samoa”, como ellos dicen, para contraponer estas perspectivas al campo cada vez más poblado de estudios que han trabajado el archivo en cuanto espacio de gubernamentalidad, la producción de la evidencia científica, y los procesos de producción y circulación del conocimiento desde contextos en su mayoría europeos y norteamericanos.

Quizás los textos que plantean desmantelar la operación académica desde la reflexividad y un cuestionamiento ético de manera más radical son los que intentan pensar en los modos en que estudiamos la experiencia de la violencia, la pérdida y el dolor de los otros. En su análisis de los testimonios de Marcos y Juan, dos sujetos que vivieron la dictadura en Argentina tanto desde la persecución por su homosexualidad, como desde el requerimiento de sus talentos por la élite de la Junta que los buscaba para adornar sus cuerpos y sus fiestas, Gustavo Blázquez y María G. Lugones muestran los límites de la etnografía para narrar la experiencia de la violencia. Sin caer en la postura pesimista de lo que llaman el anthropological blues, los autores parten desde las posibilidades que abre la pregunta ¿cómo no infamar a los sujetos de nuestras investigaciones? Blázquez y Lugones se concentran entonces en el potencial que tiene la etnografía (y en especial la entrevista etnográfica) para actualizar la experiencia a través de la intervención del investigador y desde ahí presentar los relatos ajenos, el humor y el horror del testimonio, de modo que logre captar el fluir de las narrativas de la experiencia sin buscar ordenarlas ni proporcionar interpretaciones finales que irremediablemente las congelen y reifiquen.

Alejandro Castillejo a su vez presenta un posible modo de acercarse de forma ética a la experiencia de la violencia que dejó la guerra en Colombia a partir de los archivos del dolor que ponen en primer plano la dislocación del sujeto, el silencio y la ausencia como ejes que articulan la experiencia. Al igual que Blázquez y Lugones, Castillejo plantea que asumir el fragmento, las huellas que se desdibujan en los paisajes y los cuerpos, la desagregación de los rastros y las discontinuidades en los relatos es lo que permite entender, o quizás más bien vislumbrar, qué es lo que se derrumba, no sólo lo que emerge, en contextos de violencia. Rita Segato abre un camino paralelo para escribir no sobre la violencia, sino sobre lo sagrado que, a su parecer, algunos antropólogos han reducido a meros datos a partir de una traducción que racionaliza la experiencia en vez de hacer el esfuerzo necesario de “reencantar el mundo”.

Más allá de cuestionar el deseo del investigador de interpretar y a la vez borrar las huellas de su interpretación de las experiencias ajenas, muchos de los autores del libro revelan los modos en que sus propias expectativas, prejuicios y errores no únicamente marcaron sus trabajos, sino que los produjeron como tales. Por ejemplo, Mario Rufer utiliza su propia fantasía de hallar en los museos comunitarios y en la memoria local una posible contranarrativa al discurso hegemónico en torno al patrimonio en México de manera productiva. Sólo una vez que logra cuestionar su propio deseo de encontrar discursos oposicionales y formas explícitas de resistencia, Rufer puede realmente escuchar. Escuchar no tanto lo que se dice y se exhibe en el museo, ni cómo, sino la posibilidad de hablar que facilitan estos espacios para los habitantes de comunidades marginales y que, por ende, desnaturalizan esa posición. Así, en lugar de enfocarse en la no autenticidad de un indio rosa de madera comprado por los responsables de un museo comunitario en Torreón y llevado a fiestas como si fuera la efigie de un santo patrón, Rufer indaga sobre su integración al museo y a la ritualidad del pueblo como un acto iconoclasta que reconfigura al patrimonio como algo que opera en la dimensión de la afectividad y que consigue generar los vínculos y los enunciados que justamente producen y reproducen comunidad.

De manera paralela, Frida Gorbach examina su deseo de hablar con los muertos silenciados por la historia y por el poder como el ímpetu que la llevó a explorar el archivo del asilo de La Castañeda. Una vez que renunció a buscar la voz silenciada de las internas en los expedientes clínicos, logró analizar el encuentro y la mediación que permanecen en el archivo, en la factura misma de los reportes escritos por los médicos de la experiencia vivida de las mujeres internadas. Con este desplazamiento, la autora evita caer en la trampa en la que caen muchos historiadores que construyen al otro a partir del documento sin considerar las condiciones de producción de éste. Resiste la pulsión de presentar la cita descontextualizada y su promesa seductora pero falaz de acercarnos al otro de forma directa. Presenta más bien el archivo como artefacto histórico, ficticio por hechizo y, por lo tanto, requiriendo que el historiador se mueva de lugar para acercarse a él y a los documentos que contiene.

María Elena Martínez también se enfoca en el archivo en cuanto artefacto al exponer el caso de Mariano Aguilera, quien fue criado como niña, pero al llegar a la edad adulta pidió a las autoridades eclesiásticas de la Nueva España que lo reconocieran como hombre para poder casarse con una mujer. En vez de utilizar este caso como una ventana transparente a la experiencia queer en el siglo XVIII, la autora se enfoca en el carácter fragmentario e inevitablemente mediado de la evidencia. Así, muestra que el archivo no solamente produce la evidencia, sino que también produce a los sujetos a partir de categorías racializadas y sexualizadas forjadas por el poder y sus operaciones discursivas. Si bien no es la ventana transparente que añoramos, el caso y sus condiciones muy particulares de producción como archivo no nos permiten quizás penetrar en la experiencia vivida de Aguilera ni en sus pensamientos e intenciones en cuanto sujeto, pero sí revelan ciertos elementos que nos dejan reconstruir cómo se entendía, representaba, actuaba y encarnaba el género en el mundo colonial.

Otros autores se concentran menos en los contextos de producción de los archivos y del campo como artefactos constituidos por el quehacer académico y trabajan más bien los modos en que los investigadores generan la evidencia a partir de la cual representan a sus objetos de estudio. Paula López Caballero, por ejemplo, se pregunta qué tipo de fuente puede ser el diario de campo de antropólogos del pasado para los historiadores: ¿Se trata de una fuente primaria desde la cual podemos saber algo sobre las culturas y sociedades estudiadas? ¿Una fuente que nos permite entender la condición del antropólogo en cuanto observador de una realidad ajena? ¿Un documento que plasma la evolución del método etnográfico? O más bien, como sugiere la autora, el registro de un encuentro que más allá de permitir historizar las prácticas disciplinares, ofrece una posibilidad de examinar el encuentro etnográfico mismo y la interacción entre el antropólogo y sus informantes, el juego de espejos entre observador y observado que emerge finalmente de un género literario específico a una disciplina académica. A su vez, Saurabh Dube, en el texto que cierra el libro, se propone abandonar “la soberbia de la academia hipermuscular”, como él la llama, para analizar cómo la contingencia -la pérdida de un archivo por robo, apropiación ilícita o por un error del mismo autor- guio sus preguntas y enmarcó los encuentros que tuvo durante su proceso de investigación. Dube muestra que el archivo y el campo no operan meramente como un almacén u objeto de conocimiento, sino como la condición del conocimiento mismo.

La organización de la obra y en especial el uso de marcos teóricos desde la historia y la antropología en casi todos los ensayos genera un verdadero diálogo inter- y transdisciplinario que permite a los historiadores mirar la producción del dato histórico desde una visión etnográfica, y a los antropólogos, acercarse a su trabajo de campo y al de otros para pensar en la historicidad y temporalidad que permea la producción de la evidencia etnográfica. En este sentido, el libro crea una conversación que desdibuja las fronteras disciplinares tanto en los contenidos de los textos, como en sus planteamientos teóricos y metodológicos. Sin embargo, el lector no encontrará conclusiones absolutas ni prescriptivas a las preguntas abordadas por los coordinadores. Lo que el libro sí ofrece es una posibilidad de cambiarnos de lugar y afinar la escucha a partir de la conversación y de las diferentes propuestas de sus autores.

El texto que quizás mejor teoriza la intervención doble del libro, por un lado en pensar la operación discursiva que emerge del texto etnográfico, y por el otro en hacer una lectura “a contrapelo”, como ha propuesto Ann Stoler del archivo (2010), no es la introducción sino el trabajo de Mario Rufer sobre el archivo como metáfora extractiva de la ruptura poscolonial. Ahí, Rufer retoma a autores citados en la introducción (Homi Bhabha, Michel Foucault y Michel de Certeau), y a antropólogos que han propuesto una mirada crítica y reflexiva que cuestiona la producción de temporalidades diferenciadas del trabajo de campo como Johannes Fabian, que han pensado en la escritura y los procesos narrativos que constituyen al otro como Clifford Geertz, George Marcus y James Clifford, y que han utilizado la antropología en cuanto herramienta para analizar el secreto y la producción de la historia y la historicidad como Michel-Rolph Trouillot, Michael Taussig, y Jean y John Comaroff, para examinar cómo, desde la historia y desde la antropología poscolonial, se está desplazando el modo en que se produce y trabaja con la “evidencia”.

Así, (In)disciplinar la investigación es una intervención importante desde lugares de enunciación específicos en un campo cada día más robusto de estudios que se han centrado justo en analizar la producción de la evidencia y en el archivo como instrumento de diversos regímenes de poder desde la antropología. En este sentido, dialoga con trabajos como los de Annelise Riles (2006) y Matthew Hull (2012) que han hecho etnografías de procesos de estado y del ejercicio del poder a partir de la materialidad que implica la producción de archivos y documentos, y con aquellos sobre la producción y circulación de archivos visuales como los de Elizabeth Edwards (2001), Ariella Azoulay (2015), Karen Strassler (2010) y Marianne Hirsch (1997). Contribuye también a investigaciones recientes que interpelan la producción de los archivos desde la historia, por ejemplo la de Kirsten Weld (2014) sobre los archivos de la policía secreta de Guatemala.

Sin duda, este libro aporta a varias discusiones muy actuales tanto en la historia como en la antropología, y ofrece miradas frescas y contundentes sobre cómo hacemos lo que hacemos y cómo hacerlo de manera más humilde, abierta, ética y respetuosa de aquellos, vivos o muertos, que constituimos como los sujetos de nuestros estudios.

Fuentes

Azoulay, Ariella 2015 Civil Imagination: A Political Ontology of Photography, Verso Books, Londres. [ Links ]

Edwards, Elizabeth 2001 Raw Histories: Photographs, Anthropology and Museums, Berg, Oxford y Nueva York. [ Links ]

Hirsch, Marianne 1997 Family Frames: Photography, Narrative, and Post-memory, Harvard University Press, Cambridge. [ Links ]

Hull, Matthew S. 2012 Government of Paper: The Materiality of Bureaucracy in Urban Pakistan, University of California Press, Berkeley. [ Links ]

Riles, Annelise 2006 Documents: Artifact of Modern Knowledge, University of Michigan Press, Ann Arbor. [ Links ]

Stoler, Ann Laura 2010 Along the Archival Grain: Epistemic Anxieties and Colonial Common Sense, Princeton University Press, Princeton. [ Links ]

Strassler, Karen 2010 Refracted Visions: Popular Photography and National Modernity in Java, Duke University Press, Durham y Londres. [ Links ]

Weld, Kirsten 2014 Paper Cadavers: The Archives of Dictatorship in Guatemala, Duke University Press, Durham. [ Links ]

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