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Alteridades

versão On-line ISSN 2448-850Xversão impressa ISSN 0188-7017

Alteridades vol.27 no.54 Ciudad de México Jul./Dez. 2017

 

Dossier

El “libreto” y sus problemas, o todo lo que usted quiso saber sobre el texto

The “Script” and its Problems, or Everything You Always Wanted to Know About Text

Elizabeth Araiza Hernández* 

* Profesora-investigadora de El Colegio de Michoacán. Martínez de Navarrete núm. 505, esq. Av. Del Árbol, fracc. Las Fuentes, 59699, Zamora, Michoacán <elizabeth.araiza@colmich.edu.mx>.


Resumen:

Se indaga sobre una noción de texto, menos dicotómica o más fecunda, para problematizar su uso, particularmente el del “libreto” en las pastorelas de la región purépecha de Michoacán. Se exploran los usos más relevantes del texto en el teatro identificando dos tendencias: textofilia, textofobia; seguidas de otras modalidades contemporáneas que suprimen el texto hasta hacer irrumpir lo real en escena. Se resalta que al adoptar una postura dicotómica que opone escena y texto, oralidad y escritura, presencia y significado, transparencia y opacidad, se termina por atribuir a una de estas dimensiones mayor poder o fuerza.

Palabras clave: textofilia; textofobia; performance; teatro

Abstract:

The notion of a less dichotomous and more fertile notion of text is inquired into, in order to question its use, in particular the use of the “script” in the pastorelas of the Purépecha region of Michoacán. The most relevant uses of the text in theater are explored, identifying two tendencies: textofilia (love of texts), textofobia (hate of texts), followed by other contemporary methods that suppress the text, up to the point of invading the scene. The paper highlights that, when adopting a dichotomous position that opposes scene to text, orality to writing, presence to meaning, transparency to opacity, one of these dimensions is, eventually, attributed more power or force.

Key words: textofilia; textofobia; performance; theater

Las pastorelas de la región purépecha de Michoacán colocan, a quienes se interesen por entenderlas y construir un conocimiento antropológico de ellas, en situación de explorar una noción diferente de texto. Una que permita plantear los problemas que este evento suscita por su carácter a la vez teatral y ritual, texto y habla, escritura y oralidad, significado y presencia, transparencia y opacidad, de una manera menos dicotómica de lo que suele hacerse en el estudio de este tipo de expresiones. El problema es que la pastorela, un evento ritual y festivo, implica un texto escrito, comúnmente conocido como “libreto”. No obstante, es un texto literario: versificado, por lo general en octosílabos, es análogo a un texto dramatúrgico, pues contiene indicaciones escénicas (lugares, tiempos, situaciones, personajes) y está dotado de virtualidad escénica (dividido en parlamentos, a modo de diálogos y monólogos), por lo que constituye algo más que un simple libreto. Además se le utiliza como texto dramatúrgico que “es leído por actores en un ‘marco’ (una escena), el cual le confiere un criterio de ficcionalidad y lo diferencia de los restantes textos ‘vulgares’ [del lenguaje común y corriente] que pretenden describir el mundo real” (Pavis, 1998: 471).

Pese a todo, la pastorela no podría equipararse a una “representación” en la que el sentido (de las acciones, personajes, situaciones y objetos) proviene de las palabras contenidas en el texto, en la que los elementos de la escena no hacen sino repetir o reforzar las estructuras de significado del texto. No es una representación teatral de tipo realista o hecha de significados complejos que los participantes tendrían que descifrar por inducción. Aquí no hay relación alguna entre lo que dice el texto y lo que sucede sobre la escena. El “libreto” difícilmente es una suerte de narración mitológica que guía la acción ritual. Por lo que tampoco se puede, por ejemplo mediante un análisis de signos extratextuales -esquemas coreográficos, acciones corporales y demás aspectos escénicos−, restituir el significado del texto, lo que éste quiere decir.

En segundo lugar, resulta más interesante todavía el uso particular que se le da al “libreto”. En el teatro culto jamás ocurre, e incluso sería inconcebible, que los actores tengan en sus manos el texto mientras están actuando ante el público. Pero esto es muy frecuente en las pastorelas. No solamente el maestro de pastorela (cuya función es análoga a la de un director de escena) lo lleva en sus manos y lo exhibe -mientras se desplaza en el escenario como si él mismo fuera un personaje, que no oculta, antes bien muestra sus indicaciones escénicas−, sino también los actores que así lo deseen, mientras están actuando. Es como si el “libreto” fuera un personaje que permanece ahí y se desplaza sobre el escenario a la vista de todos. En cambio, pasado el periodo propicio (entre diciembre y febrero dependiendo de ciertos factores) para la realización de la pastorela, a este texto no se le puede ver ni tocar por ningún motivo. Se le guarda con mucho cuidado y no se le extrae sino al momento en que comienzan los ensayos (en octubre o noviembre); antes de sacarlo o de guardarlo hay que persignarse delante de él y pedirle permiso; nadie puede verlo ni tocarlo mientras está guardado. Pero una vez que concedió su permiso para que se le retire de ese lugar oculto, parece poseer el don de la ubicuidad. Estas acciones atestiguan una especie de culto al texto. Los “libretos” son además del orden de lo sagrado, pues, como veremos más adelante, han sido consagrados.

Un “libreto” se compone por lo general de hojas de papel unidas con hilo de algodón o cuadernillos escritos a mano; otros son tapuscritos; algunos tienen huellas que atestiguan cierta antigüedad (algunos, según se dice, datan del siglo XVII e incluso del XVI, pero los que yo he visto tienen marcadas fechas que van de 1908 a 1919): el tipo de papel, expresiones verbales en desuso, estilos de escritura…1 Cada poblado tiene un repertorio, o por lo menos dos de estos “libretos”, que constan de entre 25 y 50 páginas, aunque en algunos poblados son más reducidos. La firma que aparece en muchos de ellos, sea en la primera o la última página, podría inducirnos a pensar que son textos de autor. Pero este dato no parece ser relevante, pues nadie repara en él; si preguntamos, nadie -ni el maestro de pastorela− sabe y tampoco se interesa por conocer de quién es esa firma. Es como si consideraran al “libreto” como póstumo y a su autor como ya muerto −según Ricœur (2002: 129) señaló respecto de todo texto-.2 De hecho, el origen de estos “libretos” es incierto, o más bien hay multitud de relatos sobre cómo llegaron al pueblo. No obstante, de cierta manera sucede con éstos lo mismo que con los códices: suelen usarse para legitimar aspectos como la identidad y la pertenencia a determinado poblado. Lo relevante aquí es hasta qué punto el texto deja de representar algo, decir algo o significar algo, para “ser”, él mismo, la “cosa”, la persona incluso (una persona a la que se le puede hablar, pero que también habla, y parece contestar). Entonces, el texto aparece como algo que tiene vida, es un texto viviente.

En tercer lugar, las actuaciones de la pastorela que se relacionan con el “libreto”, sin ser representación o imitación de éste, se acompañan de otras actuaciones desprovistas de texto (Araiza, 2013). En cierto modo, estas últimas se guían por lo que Schechner (1973: 5-36), teórico del performance, denominó guion (script): “el código básico de eventos”; “patrones de hacer y no modos de pensar”, en los que la actuación es una manifestación más que una comunicación; manifestación que es “simplemente implícita o potencial” (p. 7). Schechner propone un esquema en el que el guion es el par opuesto del “texto escrito” (drama) y sostiene que las culturas que enfatizan esta oposición desenfatizan el otro par opuesto de dicho esquema: teatro/performance. Sin embargo, no encuentro evidencias de que la cultura purépecha enfatice tales oposiciones y la pastorela es una prueba. Además, solamente forzando mucho se podría aplicar a este caso la caracterización según la cual el texto escrito (drama) no es transmitido de persona a persona como el guion, sino simplemente llevado de un lugar a otro, independientemente de la persona, por “gentes que pueden ser mensajeros e incluso incapaces de leer los dramas y mucho menos de comprenderlos y realizarlos” (Schechner, 1973: 7-8). En el caso que aquí nos ocupa, no sólo el guion tiene un sentido activo, sino también el drama (“libreto”). Cabe entonces preguntarse si no sería más fecundo pensar el guion como una categoría de texto y no como el par opuesto de éste. Evitar así la tentación de sucumbir a otra dicotomía: por un lado, el teatro-ritual prehispánico y el ritual contemporáneo, que tendrían un guion y, por otro, el teatro de las sociedades dichas occidentales, con un texto escrito (drama, actuación que es representación). Esto en razón del carácter “no-letrado”, así sea “a-letrado” -como precisa Schechner− de las sociedades que realizaron teatro-ritual prehistórico o que realizan ritual contemporáneo.

El texto y sus problemas

Una de las nociones más influyentes de texto proviene del giro lingüístico, está vinculada con una concepción del ser humano como aquel que está inmerso en un mundo de textos a los que constantemente da lectura para poder actuar y, en suma, para poder vivir. El mundo es producido por −y a la vez es productor de− textos, escritores y lectores. Desde esta concepción, una variedad de fenómenos sociales y culturales fueron analizados en términos de discurso y de texto, sobre todo en su condición de tejido significante. Así, pintura y escritura como un único objeto en el entrecruzamiento de dos actos: ser leído como un texto y visto como una imagen; escribir es realizar una pintura con palabras y pintar es realizar una escritura con imágenes (Marin, 1992: 123). Esta sentencia se puede aplicar al teatro: mostrarse (darse a ver) es para hacerse leer y darse a leer (escribirse) es para hacerse ver (Marin, 1992: 124). De este modo, el horizonte de conocimiento sobre dichos fenómenos se expandió de manera importante, pero quizá en menor medida el del texto mismo. Si todo puede ser considerado como texto, finalmente ¿qué es un texto?

Paul Ricœur es uno de los pocos representantes del giro lingüístico que planteó la definición de texto como un problema. En un capítulo intitulado precisamente ¿Qué es un texto? (2002: 127-168) retoma, como punto de partida para luego disolver, una de las nociones más comúnmente admitidas, según la cual texto es “todo discurso fijado por la escritura” y, a su vez, “la escritura es un habla3 fijada”; prueba de ello es la anterioridad psicológica, sociológica e histórica del habla respecto de la escritura. Ricœur no pone en duda dicha anterioridad sino la serie de presuposiciones a las que ha dado lugar. La idea misma de fijación que, como veremos, tanto influenció a las tendencias textofóbicas, sugiere que “la escritura no agrega nada al fenómeno del habla” puesto que “estaría destinada a fijar mediante un grafismo lineal todas las articulaciones que ya han aparecido en la oralidad” (Ricœur, 2002: 128). Su principal objeción es que el texto se limite a transcribir un habla anterior. Se pregunta entonces si el texto no es verdaderamente texto cuando inscribe directamente en la letra lo que quiere decir el discurso. Sostiene que si “la fijación de la escritura se produce en el lugar mismo del habla, es decir, en el lugar donde el habla habría podido aparecer”, entonces cabe plantear la hipótesis de que “la escritura es una realización comparable al habla, paralela al habla, una realización que toma su lugar y que de algún modo la interpreta” (Ricœur, 2002: 134-135). Así, la escritura se libera y es éste el acto de nacimiento del texto. Cuando esto ocurre se produce un trastorno en dos dimensiones: en la relación referencial del lenguaje con el mundo y en la relación del autor con el lector. En el habla, el mundo al que se refiere el hablante es mostrado, es “este mundo”, hay una función referencial. En cambio, en el texto, esta función queda suspendida o diferida; la referencia queda en el aire, fuera de ese mundo circundante. Este trabajo de efectuar la referencia tiene que ser realizado por la lectura, entendida como interpretación.

A partir de estas premisas, cabe preguntarse si no es que incluso aquellas modalidades teatrales que pretenden crear un “teatro energético”, hecho de “fuerzas, intensidades, afectos presentes” (Lyotard, 1981: 21), aquellas inspiradas en las ideas de Artaud, exigen una lectura como interpretación y también una explicación. En otro registro discursivo diríase no solamente un teatro y “arte de la expresión”, sino un teatro y “arte de la explicación” −según el modelo de teatro épico de Brecht (cit. en Barthes, 1964)-. Esta última, como demuestra Ricœur, no es la única ni la más válida actitud frente al texto; requerimos unir a ambas en un movimiento dialéctico, no desprovisto de tensión, como en las cuerdas de un arco. No es casual que recurriera a esta figura para explicitar su idea de “arco hermenéutico”, el puente entre explicación e interpretación mediante el cual podemos dar cuenta a la vez de la dimensión semántica (el significado) y la dimensión semiótica (el sentido) del texto.

Con todo, habría que abarcar otra dimensión, la pragmática, relativa al sentido activo del texto (y no solamente del guion). Por tanto, incluir otra actitud posible atenta al performance del texto, en una doble acepción: lo que el texto hace hacer (que las personas se persignen ante él, que le hablen pidiéndole permiso para guardarlo), su agentividad o agencia (por ejemplo cuando es un personaje de la pastorela) y las acciones contenidas en el texto: lo que éste hace “aparecer” (Seel, 2010), las presencias que crea o lo que hace que se presente a nuestros sentidos, esto es, “la producción de la presencia” (Gumbrecht, 2005: 12). Si toda forma de comunicación, toda práctica e institución cultural, señala Gumbrecht, implica “producción de la presencia”,4 entonces debemos desplazar el interés por asignarles un sentido, identificar un significado en ellas o atribuírselo (interpretar), para centrarnos en cómo emerge ese significado, cómo impacta a nuestros sentidos. Es decir, enfocarnos en la producción de la presencia manteniendo una actitud “no hermenéutica”, mediante la cual desarrollar nuevas respuestas a viejas preguntas, por ejemplo la de cómo el significado afecta nuestros sentidos. Sin embargo, este énfasis en la producción de presencia no elimina la dimensión de significado e interpretación. En este punto, no obstante situarse en un paradigma muy diferente, Gumbrecht se reencuentra con Ricœur y también con Louis Marin (1992, 1994, 2009), al destacar que entre ambas dimensiones hay una tensión.

Marin se interesó en particular en la “tensión dialéctica” entre el signo y la cosa que caracteriza a toda “representación”. La identificó en un campo muy amplio de manifestaciones tan diversas como las ceremonias fúnebres, la cartografía y la filosofía; la aplicó “al teatro y el performance, a jardines, paisajes, ciudades, a la arquitectura y, por supuesto, a la pintura y a la literatura” (Guiderdoni, 2016: 76). En el seno de toda representación, según observa Marin, coexisten dos dimensiones y por eso genera un doble efecto, un poder a la segunda potencia. A saber: por un lado, la dimensión transitiva o transparente, que produce un “efecto de presencia” y, por el otro, la dimensión reflexiva o de opacidad, que produce un “efecto de sujeto”. Representar en el sentido de “presentar de nuevo” implica algo que estaba presente y ya no lo está o que está presente en otra parte:

En el lugar de la representación, por tanto, hay un ausente en el tiempo o el espacio o, mejor, otro, y un mismo de ese otro lo sustituye en su lugar. […] Ése sería el primer efecto de la representación en general: hacer como si el otro, el ausente, fuera aquí y ahora el mismo; no presencia, sino efecto de presencia [Marin, 2009: 137].

Nótese cuánto coindice esto con lo anotado por Gumbrecht, quien, por su parte, también especifica que lo que emerge en la producción de la presencia no es la presencia en sí, sino un efecto de presencia. Marin (2009: 137) lo explica así: “No se trata, es cierto, del mismo, pero todo sucede como si lo fuera y, a menudo, como si fuera más que el mismo”. En cambio, la otra acepción de representación se relaciona con el acto de exhibir, mostrar en carne y hueso a alguien, por lo que la presencia es redoblada, intensificada:

El prefijo re- ya no importa al término, como hace un momento, un valor de sustitución, sino el de una intensidad, una frecuentatividad. […] La representación se mantiene aquí en el elemento de lo mismo, y lo intensifica al redoblarlo. En ese sentido, es su reflexión, y representar será siempre presentarse como representante de algo. Al mismo tiempo, la representación constituye a su sujeto. Tal sería el segundo efecto de la representación en general, el de constituir a un sujeto por reflexión del dispositivo representativo [Marin, 2009: 137].

Lo interesante es que la representación transitiva-transparente no excluye ni se opone a la de opacidad-reflexiva, ambas están presentes en todo tipo de representación; entre ellas se produce una tensión y el grado mayor o menor de tensión es lo que permite diferenciar a una representación de otra. Por consiguiente, podemos decir que la representación teatral es un oscilar constante de la transparencia a la opacidad. No obstante, como se puede constatar, hay una tendencia a considerar que una es el par opuesto de la otra, lo cual conduce a viejas dicotomías. Así, por ejemplo, se ha abrigado la idea de asociar “la opacidad a la modernidad” (Junod, 1976) y la transparencia a lo que se ha dado en llamar “la ceremonia premoderna”;5 o bien invertir los términos de esa relación.6 En lo que respecta al teatro, dicha tendencia lleva a asociar el texto con la dimensión transitiva-transparente y lo escénico con la opacidad-reflexiva, o a pensar que la representación teatral es opacidad o es transparencia; es representación o es presencia, pero no ambas cosas a la vez. Hasta el grado de rechazar e incluso odiar (textofobia) y pretender eliminar una de estas dimensiones, sin tener en cuenta que, como indicó Marin, es en el oscilar entre una y otra donde radica el poder, fuerza, potencia o eficacia de la representación, sea teatral, sea performance.

Antropología del teatro y del performance

Este tema, los textos, sus usos y las puestas en escena vinculadas con estos usos, concierne a la antropología de varias maneras. El texto puede ser considerado como lo que está compuesto de cuerpos, lo que es cuerpo; el teatro, como espacio y práctica que tiene que ver menos con la producción de significados que con la presencia, presentación o aparecer de cuerpos. En este sentido hay una vinculación directa con ese dominio que tanto ha preocupado a los antropólogos: el cuerpo. También se les puede analizar como casos particulares de las expresiones culturales, uno más de los dominios -la cultura- de los que se ha ocupado la antropología. En un sentido más profundo, este tema nos conduce a interrogarnos acerca de qué nos dicen las concepciones y los usos del texto sobre las potencialidades del ser humano, el mundo en que vivimos, la construcción de un modelo de sociedad posible y, en suma, lo que constituye la naturaleza humana. Es decir, no limitarnos a indagar acerca del desarrollo interno de la creación teatral o cómo evolucionan las formas -estructuras o estilos− del texto en cada época y en cada sociedad. Estas indagaciones condujeron -desde las décadas de 1960 y 1970− a la conformación de campos de conocimiento específicos, primero en los ámbitos de la creación teatral y luego en los de la disciplina antropológica: antropología teatral, teatro antropológico, antropología del teatro, del performance,7 del espectáculo y etnoescenología.8

Antropología del teatro es el estudio del teatro desde una perspectiva antropológica, es decir, a partir del método, la densidad teórica y tradición intelectual, la sensibilidad, el modo de proceder en la construcción del objeto -así como se procede en la construcción de una antropología del parentesco, por ejemplo− que distingue a esta disciplina. Sin embargo, hay otros dos ámbitos de reflexión que apuntan también a articular antropología y teatro, aunque de maneras muy diferentes: el de la antropología teatral,9 que concibió y desarrolló Eugenio Barba, y el teatro antropológico. Este último es un ámbito que ha sido desarrollado con mayor frecuencia por artistas teatrales interesados en explorar las posibilidades creativas del teatro de otras culturas o sociedades, comúnmente caracterizadas como no occidentales, tradicionales, nativas, tribales, étnicas y nociones similares. En cambio, la antropología teatral exige como condición investigativa aceptar que la antropología no se dedica ya de manera exclusiva al estudio de este tipo de sociedades. Al reconocer que los teatros de otras culturas y en otras sociedades han experimentado cambios provocados, entre otros, por los procesos de globalización, colonización, modernidad y posmodernidad, la antropología del teatro estaría más del lado de una antropología que desplaza la mirada a las sociedades complejas, dando cuenta de los mundos contemporáneos y los modos en que éstos se interrelacionan. Además, para la antropología del teatro, los vínculos entre teatro y ritual siguen siendo pertinentes, pero no únicamente en cuanto vía de acceso -o retorno- a los orígenes (el ritual como origen del teatro o viceversa), sino ante todo como un ámbito de reflexión que hace posible la “proyección utópica de un teatro del futuro” (Giacchè, 2010: 154). Cabe agregar que lo que está en cuestión, respecto de dicha proyección, es cuál sería un modelo de sociedad posible. En nuestra circunstancia conduce a interrogarnos acerca de qué tipo de texto y de puesta en escena o performance requerimos ahora en el contexto que vive nuestro país.

Textofobia

Hoy en día asistimos, al parecer, a una suerte de ocaso del texto (teatral); de su uso, escritura y, no se diga, lectura -salvo si es motivada por el interés de representarlo-. Cada vez hay menos textos y, paradójicamente, un aumento creciente de muy variadas modalidades de puesta en escena. La emergencia de lo que para algunos especialistas son variantes del género teatral, o una expansión del teatro, y para otros un arte nuevo por completo − performance, teatro posdrámatico10 o posmoderno, teatro de la presencia… (véase Lehmann, 2013; Féral, 2011)−, parece estar empujando al precipicio al ya de por sí desahuciado texto. Éstos se caracterizan, entre otras cosas, por su actitud antirrepresentación, antimimetismo, por atribuir al texto un valor autoritario, tiránico y arcaico. La textofobia surge como una alternativa al teatro de la modernidad que era “un arte generalmente textualizado” (Fischer-Lichte y Roselt, 2008: 115), en el que “el texto lo era todo”, la vara con la que se medía la calidad artística de la escena, lo cual se debe al gran valor que se daba y se atribuye todavía a la palabra. En el teatro clásico de Europa y del occidente en general, como bien observó Artaud, solamente se le reconoce “esa suerte de dignidad intelectual que designa el término, cuando es palabra escrita”; a tal grado que se llegó a considerar que “una pieza leída procura placeres tan precisos y tan grandes como la propia pieza representada” (Artaud cit. en Derrida, 1969: 13-14). Como veremos, una tendencia textofílica aseguraría que esto es posible. Ciertamente, en el seno de la modernidad misma hubo quienes cuestionaron tal supuesto; así, por ejemplo, Goethe fue el primero en formular la idea de que la puesta en escena es el instante que le da el carácter de arte a la obra (Fischer-Lichte y Roselt, 2008: 115). Pese a ello, durante siglos sólo se atribuyó valor artístico, poder y libertad creadora a la escritura y, por ende, al texto; la escena permaneció sumisa a dicho poder; era mera “ilustración sensible a un texto que ya ha sido escrito, pensado y vivido fuera de ella, y del cual ella no es más que la repetición” (Artaud cit. en Derrida, 1969: 11).

Si consideramos como ejemplares del antitexto o textofobia tan solo las propuestas de Ionesco, Beckett y Artaud, observaremos que no llegaron al extremo de suprimir al texto, extraerlo del teatro. Le declaran odio y guerra, incluso con bastante radicalidad y brutalidad, pero a la vez continuaron produciendo textos: Los Censi y La conquista de México, de Artaud; La cantante calva y La lección, de Ionesco; Esperando a Godot y Actos sin palabras, de Beckett. Sin duda, a lo que apuntaban era a una transformación más radical que tenía como blanco, más allá del texto, el lenguaje mismo, la palabra misma. Por tanto, querían transformar la vida misma. Para Ionesco, de lo que se trata es de hacer explotar el lenguaje, destruirlo para restituirlo de otra forma; así, en La cantante calva, donde el lenguaje prevalece y toma el poder, pero es un lenguaje desbocado, como loco, funciona de manera extraña: imponiendo su propia lógica a los personajes, quienes, poseídos por él, terminan por decir lo que él les dicta: unas palabras que vagan sin control (cf. Ionesco, 2009). De hecho, Ionesco decía odiar las palabras porque no siempre reflejan el pensamiento. En esto coincidía con Artaud, para quien de lo que se trata es de asesinar al lenguaje, que es la fuente de todas nuestras confusiones, que no nos permite comprender el mundo, que deseca las ideas, hace que queden sin fuerza. Es por eso que el teatro de la crueldad apunta a dar otro sentido al lenguaje, adjuntar al lenguaje verbal otro lenguaje, volver al momento en que éste tenía “una eficacia mágica”, “una eficacia embrujadora, integral”; volver a ese tiempo antes “del lenguaje de la palabra cuyas misteriosas posibilidades han sido olvidadas” (Artaud, 1964: 112). Acaso sea esto mismo lo que buscaba provocar Beckett: asesinar al lenguaje, cuando introdujo en muchas de sus obras tantos y tan prolongados momentos de silencio. “Por ejemplo, en el primer acto de Esperando a Godot, se cita ‘silence’ 49 veces y ‘un temps’ 50 veces. Incluso en algunas se precisa cuántos segundos debe durar ese momento de silencio: tres segundos, cinco segundos…” (Ibáñez Rodríguez, 1994: 389). De hecho, Beckett llevó esta idea al extremo del absurdo con su obra Actos sin palabras, en la que “del texto no subsiste más que una inmensa didascalia. Únicamente un actor reducido al arte del mimo” (Grésillon, 1996: 11). Los de la textofobia eran textos arrastrados por una teatralidad devoradora.

Es cierto que los espacios de silencio en la obra de Beckett “permiten una mejor observación y contemplación de los componentes físicos de la escena: el decorado, los accesorios, los objetos y personajes con su apariencia externa, localización, desplazamientos, posturas, gestos…” (Ibáñez Rodríguez, 1994: 389-390). Pero esta primacía de lo escénico no es por achacar a los espectadores y al resto de creadores teatrales una falta, una incapacidad de comprender el contenido del texto, por lo cual se tiene que enfatizar lo escénico. Digamos que no se trata de desarrollar la trama sobre la escena para que el significado de dicha trama sea mejor comprendido. Incapacidad que algunos no dudan en señalar, aunque fuese a través de la voz del personaje, como en la obra Ne réveillez pas Madame, de Jean Anouilh (1910-1987). A saber, que “el texto, en el teatro, es aun lo que hay de menos importante [...] Ellos -los espectadores− no escuchan más que una frase de dos” (Beard, 1989: 87). Dejar a las palabras en un lugar bien circunscrito, silenciarlas incluso, dar primacía a lo escénico, para que de este modo se vuelva cosa, sustancia, que vuelva a adquirir el estatuto de vocablo, jeroglífico, glosopoiesis, aun onomatopeya; y la vía para lograrlo era la “teatralidad”, según la concibió Barthes (2003). Lo que habría que retener no es la provocadora alusión a la improbable realización de “un teatro sin texto”, sino la idea de teatralidad como

…un espesor de signos y de sensaciones que se edifican sobre la escena a partir del argumento escrito, esa especie de percepción ecuménica de los artificios sensuales, gestos, tonos, distancias, sustancias, luces, que sumerge el texto bajo la plenitud de su lenguaje exterior […] el texto escrito se ve arrastrado anticipadamente por la exterioridad de los cuerpos, de los objetos, de las situaciones; la palabra se convierte enseguida en sustancias [Barthes, 2003: 54].

La genial intuición de Artaud de unas palabras que no se suprimen sino que adquieren una forma gestual y plástica, se vuelven sustancia o cosa, algo que impacte y afecte a nuestros sentidos con gran intensidad, se relaciona con la noción de “fuerza mágica” que los antropólogos han atribuido a las palabras rituales. Para algunos, la eficacia de éstas radica en la mera sonoridad, en su función fática (Malinowski, 1977 [1935]); para otros, corresponden con los enunciados realizativos de la teoría de Austin (1996), en los que decir algo es hacer algo. En contra de estas perspectivas que han descartado la dimensión de la significación, Severi y Houseman (1994) sostienen que los rituales no son del todo del orden de lo oculto, misterioso o simbólico: éstos ponen en marcha un dispositivo de significación. A esta conclusión llegan al revisar y rehabilitar una de las teorías clásicas del ritual, a la que no obstante poco interés se ha prestado, a saber, la teoría desarrollada por Bateson a partir del estudio de la ceremonia del Naven (1990). Concibiendo al ritual como un modo particular de acción, intentan dar una respuesta nueva al problema crucial acerca de en qué estriba precisamente el modo particular de significación de la acción ritual y cómo se relaciona con la expresión verbal.

En efecto, en la medida en que (1) se supone que las relaciones actuadas durante el rito tienen un sentido, pero que (2) son difícilmente reductibles a los modos cotidianos de interacción, su inteligibilidad exige la suposición de una significación otra, extraordinaria, inherente a los actos rituales mismos. Dicho de otro modo, el sentido de la acción ritual implica cierto grado de auto-referencia […] los participantes no tienen necesidad de una conceptualización clara de las acciones ceremoniales que emprenden para poder apreciarlas de esta manera […] la “significación profunda” de tales acciones puede quedarles oscura. Son las performances mismas -el hecho de realizarlas- que les sirven de anclaje experiencial para las “verdades” irrefutables y sin embargo parcialmente indeterminadas que estas performances actualizan. En este sentido, los actos rituales son suficientes en sí mismos [Houseman, 2008: 2].

Cassirer planteó que el pensamiento mitológico -en el que mito y rito se correlacionan sin que éste sea una imitación, representación o escenificación de aquél− que carece de la categoría de lo “ideal”, siempre que se topa con algo puramente significativo, para aprehender esta significación pura tiene que transformarla en un ser o cosa (1998: 83). La explicación de Houseman sugiere que para ello debe transformarla en actos. Es por eso que Lassègue (2003) reprocha a Severi y a Houseman no haberse inspirado en Cassirer y no haber radicalizado su propuesta para

…extender el análisis del naven a la dimensión lingüística y demostrar así que la significación de una palabra primero se aprehende en términos de forma, como un conglomerado de gestos fuera de toda perspectiva de denominación, de categorización o de individuación referencial. Las palabras retienen ciertas características de los objetos que permiten acceder a ellos, toda palabra es entonces una huella de acceso al mundo [Lassègue, 2003: s. p.].11

Textofilia

Otra actitud posible ante el texto consiste en resaltar su valor, enfatizar sus cualidades positivas. Cabe comenzar con lo que respecta al teatro. Para ser reconocido como arte, éste dependió durante mucho tiempo, y sin duda todavía para quienes lo siguen utilizando, de la calidad artística del texto teatral. Volveremos sobre este punto. Antes cabe señalar que uno de estos valores del texto se vincula con su capacidad de asegurar esta copresencia del gesto y la palabra, el decir y el hacer, que acabamos de mencionar. Lo que Artaud llamó “tiranía del texto” se entiende mejor, desde un posicionamiento teatrofílico, como una fidelidad absoluta, un respeto total, que es condición necesaria para asegurar dicha copresencia o el juego interactivo del texto y la representación. Preservar el texto intacto, no introducir ni quitar nada, ni una palabra, ni un signo o gesto, realizar sobre la escena cada una de las acciones que en él se indican; incluso cuando quien actúa el texto es el autor mismo, siendo más incontenible aun el deseo de modificar algo, debe resistir a esta tentación. Tal como ha confesado Harold Pinter: “no sentí en absoluto necesidad de cambiar ciertas frases del texto […] De hecho, yo no apruebo la improvisación […] Creo que lo que hay que hacer es concentrarse en actuar el maldito texto, sin más hacerlo muy claramente, muy económicamente” (Pinter cit. en Grésillon, 1996: 4). Ha sido demostrado cómo es que el texto resiste al poder de intervención de la escena, a ser modificado por el universo escénico. En efecto, “numerosos son los textos a los cuales ninguna puesta en escena jamás logró hacer cambiar ni un solo ápice. […] De manera general, se puede decir que mientras más un texto forme parte del canon de los grandes clásicos, menos está expuesto a someterse a los cambios de la puesta en escena” (Grésillon, 1996: 3).

Volviendo a nuestro estudio de caso, el de la pastorela es, de algún modo, uno de esos textos que exigen una fidelidad absoluta, se debe pronunciar tal cual está escrito, verso por verso, palabra por palabra. Con la salvedad de que este “libreto” de aquí y ahora probablemente sea una copia de algún texto anterior cuyo original data, se supone, de siglos atrás, hasta el XVI, cuando lo impusieron los misioneros. De ese texto se desprendieron variantes. En este sentido, el “libreto” estaría más cerca del mito, que es una modalidad de texto. Mencioné que entre los purépechas el “libreto” es objeto de culto, se sacraliza mediante acciones rituales, siendo un ritual el acto mismo de pronunciar sus palabras. Es momento de ahondar a partir de lo que sugiere Grésillon respecto del texto teatral, a saber, que su consagración tiene que ver con el paso del tiempo. Estos textos que se han vuelto intocables, merecedores de un respeto absoluto, son los que “la historia de algún modo ha consagrado” (Grésillon, 1996: 10); son clásicos, no por ser antiguos sino porque han sido consagrados.

En las consideraciones sobre las didascalias encontramos valiosos argumentos en favor del texto. Según ha demostrado Schmidhuber de la Mora (2001),12 las didascalias, que en principio contienen indicaciones sobre cómo debe llevarse a cabo el montaje escénico −entradas y salidas, caracterizaciones de los personajes, sonidos, música−, suelen adquirir cualidades literarias, incluso líricas. En tal circunstancia, el lenguaje que utilizan no es solamente informativo, mediante oraciones con una función referencial para reforzar lo escénico, sino que éstas se vuelven autorreferenciales y la representación de tipo opacidad-reflexiva, propia de la poesía y las artes pláticas, hace aparecer presencias; o sea, son representación o texto en el sentido que ya mencionamos, lo que crea una tensión entre estas dos dimensiones. Al ser literaturizadas adquieren una calidad artística. Regresando al punto señalado más arriba, esta calidad artística no es exclusiva de la literatura en verso sino también en prosa. Y es éste uno de los argumentos de mayor peso en favor del texto: éste tiene una cualidad perceptiva (vinculada con la calidad artística), es objeto de la percepción, puede por tanto afectar, impactar a nuestros sentidos del cuerpo con tanta intensidad como lo hace lo escénico, aunque de un modo singular. Esto es válido no solamente para todo texto escrito en verso -en el que la perceptibilidad se hace evidente por estar organizado en función de sonoridades y ritmos− sino para la literatura en prosa, el texto dramatúrgico y todo arte que trabaja con palabras. Este argumento ha sido formulado mejor que nadie por Seel (2010) al indicar que las obras literarias, al igual que las plásticas, tienen aspectos sensibles, una perceptibilidad. En contra de Hegel afirma que “el material primario de la literatura no es la representación, sino la palabra(Seel, 2010: 194). Y es la elección de las palabras lo que revela la calidad artística del texto.

El procedimiento primario de la literatura no es la reproducción de representaciones, sino más bien la organización individual de las palabras en función de puntos de vista sonoros, rítmicos y referentes a la transformación del sentido (producida en igual medida por los otros aspectos mencionados). Este aparecer es esencial a las palabras, pues a partir del aparecer de ellas se origina un vasto reino de la imaginación, en el que puede representarse algo -cielo o infierno, cosa o acontecimiento- en su aparecer [Seel, 2010: 194].

Entonces las palabras no necesariamente desecan las ideas, hacen que se vuelvan inertes y el texto no es lo que nos separa del mundo, tal como pensaba Artaud, sino que establece una relación singular con el mundo; toda palabra es así una huella de acceso al mundo. El texto no se ha liberado del aparecer y éste no es exclusivo de la escena.

La tiranía de la escena

Comenté anteriormente que hay una secuencia de la pastorela que no se basa en un texto escrito, agregaré que tampoco es dirigida por el maestro de pastorela. Para realizarla, los participantes, por lo general jóvenes, se organizan en “cuadrillas”; entre ellos eligen el tema, que se relaciona con acontecimientos que impactan a su comunidad, a la región, al país y al mundo. Días antes diseñan a grandes rasgos un marco de acciones así como vestuario, máscaras y objetos. Sea cual sea el tema debe abordarse de manera crítica y con un tono irónico, manteniendo un margen de improvisación. Uno de ellos -hay otros- es el relativo a la violencia provocada por el terrorismo, el crimen organizado o el narcotráfico. Mencionaré sólo dos casos ejemplares: en 2010, en Tócuaro, aparecieron un soldado, un campesino y un narco, llevaban armas en sus manos, se enfrentaban entre sí en una dinámica de ocultarse y mostrarse, cuando estaban uno frente otro se empujaban con fuerza, en un momento dado unos hacían que otros se pusieran de rodillas en gesto de ser masacrados brutalmente, y otras veces amenazaban con sus armas a los espectadores. En 2015, en este mismo poblado, se presentó un personaje fumando, por momentos sacaba yerbas de su morral o unas bolsitas que contenían polvo blanco, con mucha insistencia y un gesto amenazante las ofrecía a los participantes, incluso a los niños, obligándolos casi a aceptar. Sin expresiones verbales, la acción misma creaba el marco de referencias que permitía a los participantes captar el sentido.

No podemos dejar de lado el hecho de que estas escenificaciones se llevan a cabo en un contexto general de proliferación creciente de representaciones sobre la violencia vinculada con el narcotráfico: en el cine, series de televisión, páginas de internet -accesibles de hecho en este poblado, así como en numerosos poblados rurales e indígenas de nuestro país−, fotografías, teatro, instalaciones y performances. Se ha conformado así un movimiento que abarca a las diferentes artes, incluida la literatura, conocido como “estética de la narcoviolencia”. De entre las numerosas piezas que se han producido en el ámbito teatral cabe mencionar El jinete de la divina providencia (1984), de Oscar Liera; El narco negocia con Dios (1994), de Sabina Berman; Yamaha 300 (2003), de Cutberto López; Rompe-cabeza (2007), de Antonio Zúñiga −cuyo título alude a las siete cabezas humanas lanzadas a una pista de baile en Uruapan, Michoacán, en 2006−; Malverde: Día de la Santa Cruz (2008) y La misa de gallo (2009), de Alejandro Román; Timboctou (2012), de Alejandro Ricaño; Contrabando. Voces de Santa Rosa (1993), de Víctor Hugo Rascón Banda. Esta violencia ha dejado de ser una mera fuente de inspiración para convertirse en algo así como un imperativo de mostrar la realidad que se vive en México. Esto explica en parte la tendencia a privilegiar el género realista -e incluso a explotar el procedimiento estético de lo “real extremo” o “estética del shock” o “arte extremo” (véase Féral, 2011; Ardenne, 2006). Las obras citadas se basan en un texto que, según hemos visto, por su cualidad perceptiva, impacta a nuestros sentidos con tanta intensidad como las obras pláticas, éstas se acentúan todavía en el montaje escénico por el énfasis insistente de éste en aspectos de terror, angustia, miedo. No son raras las obras, particularmente de instalaciones y performances, que, prescindiendo del texto, intentan provocar una “presencia absoluta”, “el acontecimiento puro”; trascender la “representación” no solamente como “presentación de una ausencia” sino incluso como “intensificación de una presencia” y la “constitución de un sujeto”, para hacer que el espectador tenga “un sentimiento de presencia extrema idéntico a aquel que es posible experimentar ante un acontecimiento real” (Féral, 2011: 38, 39 y 40).

No resulta exagerado decir que todo esto impone una tiranía de lo escénico, si tenemos en cuenta el estudio realizado por Féral, en el que menciona una serie de casos -en otros contextos, aunque presentan similitudes con la estética de la narcoviolencia-. Por ejemplo, se nos muestra con detalle el asesinato a machetazos de los miembros de una etnia; el último suspiro de un camarógrafo que alcanza a captar su propio asesinato; la ruleta rusa que un performer juega pudiendo tocarle la de malas ante su público; diferentes insectos que se consumen lentamente unos a otros, habiendo sido colocados en una caparazón de tortuga a modo de instalación “artística” en un museo. Como puede apreciarse, no se trata ya sólo de producir la presencia, de hacer aparecer presencias mediante el impacto que la obra produce en nuestros sentidos, sino de hacerlo de un modo especial: ese impacto debe ir al grado de sacudir, violentar, agredir, incluso atrapar y secuestrar al público “obligándolo a ver aquello que no esperaba, que no está acostumbrado a presenciar” (Féral, 2011: 47).

Sin duda, algunos de estos rasgos ya estaban presentes en ciertas modalidades de “representación” del pasado, tal como hemos visto: supresión del marco de referencias y de la distancia estética (véase Agit-prop, Living Théatre y happening de todo tipo); la idea misma de provocar sacudimiento o shock en el público. ¿Qué tendrían de nuevo entonces ese arte y esa estética que acentúan la violencia al extremo? La estética del shock de Brecht es una propuesta muy diferente, pues el sacudimiento era para que los participantes tomaran conciencia sobre las injusticias, sobre las desigualdades del sistema imperante, para provocar un movimiento revolucionario: la revolución proletaria. El procedimiento del efecto de extrañamiento (Verfremdungseffekt)13 ponía énfasis en el aspecto ficcional, al subrayar las contradicciones de los personajes, de la escena, de las situaciones, y al mismo tiempo hacía que ni los actores ni los espectadores olvidaran que “esto es teatro”. Si bien Brecht se inspiró a su vez en antiguos efectos V y tomó prestados ciertos trucos de los teatros del Extremo Oriente, la función que les dio fue la de permitir “dar a los acontecimientos en los que los hombres se encuentran cara a cara el aspecto de hechos insólitos, de hechos que necesitan una explicación, que no son evidentes o automáticos, no son simplemente naturales” (Dort, 1960: 196-197).

Se puede constatar asimismo que no se trata ya de una suspensión de la función referencial (en sentido de Ricœur) ni de la unidad de autorreferencia y heterorreferencia (según Seel), sino de una supresión radical de marco de referencias. ¿Cómo podría el espectador hacer ese trabajo de interpretación (Ricœur) de constitución del marco de referencias cuando está completamente perplejo, invadido por el terror, el miedo? Entenderemos también la necesidad de la explicación −tan importante para Brecht− si consideramos que las obras de violencia particularmente brutal son autorreferenciales, pero en el sentido de que “hablan más y muestran más de sí mismas que de las víctimas de esa violencia […] La muerte del otro, su tortura, su sufrimiento, se vuelven un elemento casi insignificante, reducido al papel de elemento espectacular. El acto reduce al otro al papel de objeto, de hecho, al de un mero peón al servicio de la obra estética; hace abstracción del individuo en beneficio de la obra” (Féral, 2011: 44-45). Se supone que estas obras deberían cumplir la muy loable función social de solidarizarse con las víctimas. Empero, como demostró Ardenne (2006: 388), producen el efecto contrario: “El testimonio directo con la imagen humilla a la víctima, estetiza el sacrificio o nunca insiste lo suficiente, más allá de lo visible, sobre lo que son esos sufrimientos”. Y Féral (2011: 44) recalca: “esa función consistiría en realidad en silenciar a los miles de muertos [...], desolidarizarse de la violencia misma de la acción presentada y de su sentido […], quedarse al exterior humillando a las víctimas”.

Para seguir reflexionando

Barthes señaló que el arte puede y debe intervenir en la historia, que el teatro debe ayudar decididamente a revelar el proceso de la historia, que necesitamos un arte de la explicación y no solamente un arte de la expresión, que los procedimientos o las técnicas empleados (sea en la creación del texto o del montaje escénico) están comprometidos en esta tarea y que no hay algo como una esencia del arte eterno, sino que “cada sociedad debe inventar el arte que la parirá para lograr un mejor alumbramiento” (Barthes, 1964: 52).

A no ser que queramos sucumbir en la fatalidad de decir que es éste el arte que necesita −¿o merece?− nuestra sociedad, debemos poder dar respuesta a algunos de los interrogantes que suscita, principalmente aquellos que conllevan una dimensión ética, como bien han enfatizado los autores citados: ¿se puede mostrar todo? ¿Hasta dónde nosotros como espectadores estamos dispuestos a ir para aceptar una obra como artística? (Féral, 2011: 49). En nuestra circunstancia, las preguntas quizá serían algo así: ¿a quién estamos ayudando al realizar este tipo de arte? ¿A qué precisamente estamos contribuyendo al estudiar los performances de la violencia extrema? ¿En verdad necesitamos este tipo de espectáculos para sacudirnos y darnos cuenta de los alcances de una violencia que vivimos a diario en carne propia? La diferencia de los públicos a los que hacen referencia Ardenne y Féral es que nosotros no vemos de reojo la violencia, la experimentamos día a día, entonces ¿qué caso tiene agredir más a los pobres espectadores restaurando (performando) aquella violencia que de por sí sufren todos los días? La idea de estética de la narcoviolencia debe plantearse como un problema, no se le puede practicar, observar y/o estudiar haciendo abstracción de sus dimensiones éticas e incluso morales.

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1Me baso en el análisis que hice de un corpus constituido de alrededor de 12 “libretos” que me proporcionaron mis interlocutores (maestros de pastorela, cargueros del Niño Dios, actores y “gente del común”) de manera voluntaria durante nuestras conversaciones en el campo; se suman a éstos otros que son transcripciones de grabaciones que realicé in situ(Araiza, 2014).

2“No basta con decir que la lectura es un diálogo con el autor a través de su obra; hay que decir que la relación del lector con el libro es de índole totalmente distinta […] Me gusta decir a veces que leer un libro es considerar a su autor como ya muerto y al libro como póstumo. En efecto, sólo cuando el autor está muerto la relación con el libro se hace completa y, de algún modo, perfecta; el autor ya no puede responder; sólo queda leer su obra” (Ricœur, 2002: 128-129).

3Se apoya en la distinción que estableció Ferdinand de Saussure entre lengua y habla, en la que se entiende por habla “la realización de la lengua en un acontecimiento discursivo, la producción de un discurso singular, por un hablante singular” (Saussure cit. en Ricœur, 2002: 128).

4Lo que está “presente” para nosotros (muy en el sentido de la forma latina prae-esse) está frente a nosotros, al alcance de, y tangible para, nuestros cuerpos. Asimismo, el autor quiso emplear la palabra “producción” siguiendo las líneas de su significado etimológico. Si producere significa, literalmente, “sacar a primer plano”, “traer hacia adelante”, entonces la frase “producción de la presencia” enfatizaría que el efecto de tangibilidad que viene de las materialidades de la comunicación es también un efecto en movimiento constante (Gumbrecht, 2005: 31).

5Así, por ejemplo, Chihaia, al aplicar “representación” al análisis de Don Juan de Molière, encuentra limitaciones en la propuesta de Marin, por lo que se propone hacer una articulación con los avances del “giro performativo”, el cual “demanda reencontrar el sentido histórico de ‘representación’ en tanto que ‘representación ceremonial pre-moderna’. Si bien la sociedad contemporánea llama ‘representación’ tanto a las prácticas individuales, desritualizadas, el término debería designar solamente al acto ceremonial que crea o negocia los valores simbólicos que ella representa” (Chihaia, 2007: 220).

6Es ejemplar al respecto la polémica que se anuda en torno del llamado teatro indígena; algunos autores plantean que en lo que hoy es el continente americano no pudo existir el teatro (tal como habitualmente lo entendemos ahora) antes de la llegada de los españoles, puesto que los grupos que ahí habitaban, a excepción de los mayas (según precisa Grusinski), no establecían una distinción entre signo y cosa, significante y significado. Por tanto, no pudieron haber cultivado la representación-opacidad: a ellos no les pudo surgir la duda (propia de la sensibilidad moderna) de si las acciones corporales -imágenes, palabras, sonidos− que percibían eran “presentación de una ausencia” o “presentación de una presencia”; para ellos, todo era del orden de la presencia, sus representaciones eran, todas, de carácter ritual, sea mágico o terapéutico, pero no teatro. Para profundizar sobre esta polémica véase Araiza (2016).

7La antropología del performance surge del encuentro entre el antropólogo Víctor Turner y el artista e investigador teatral Richard Schechner. Este último concibe al performance como la “conducta restaurada” o “conducta realizada dos veces”. Es decir que en un performance no se muestra la conducta real tal cual se está realizando, sino aquella que se realiza “por segunda vez y hasta ‘n’ número de veces” (Schechner, 2011: 36-37).

8Jean-Marie Pradier, uno de los fundadores de esta disciplina (junto con Jean Duvignaud -quien era ya reconocido ampliamente por sus magníficos estudios en sociología del teatro−, Chérif Khaznadar, entre otros), definió la etnoescenología como “el estudio de los comportamientos humanos espectaculares organizados” (Pradier, 1996: 16-17). Más tarde rectifica concibiéndola como “el estudio, en su contexto, de las prácticas performativas humanas” (Pradier, 2001: 51), precisando que la expresión “prácticas performativas” no se basa en el concepto de lo performativo en el sentido de los actos de lenguaje de Austin, sino en el neologismo que acuñó el artista teatral de origen polaco e investigador del teatro y del ritual, Jerzy Grotowski, durante la conferencia que impartió para tomar posesión de su cátedra en el Collège de France en 1997 (Araiza y Kindl, 2015).

9En la década de 1980, Barba definió a la antropología teatral como el estudio del “comportamiento fisiológico y socio-cultural del hombre en una situación de representación”, mientras que, en los noventa, la concibe como “el comportamiento escénico pre-expresivo que está en la base de los diferentes géneros, estilos, roles y de las tradiciones personales o colectivas” (Barba cit. en Giacchè, 2010: 158-159). Según precisa Giacchè, discípulo de Barba, la antropología teatral se sitúa en un nivel biológico de la cultura, por tanto, más cerca de la antropología física que de la cultural, ya que “su objeto principal de análisis […] es el modo en que el actor organiza eficazmente la propia energía: es un terreno de investigación verdaderamente en la frontera entre lo biológico y lo social, para sondarlo es preciso, por tanto, orientar la atención y los instrumentos de investigación hacia los vínculos más íntimos de esta relación” (Giacchè, 2010: 159).

10De acuerdo con Lehmann (2013), lo que caracteriza al teatro de la modernidad es: representación como presentación de un ausente, mimèsis o imitación de una realidad preexistente, mientras que los modelos teatrales a partir de las vanguardias históricas y en particular la variedad de modalidades del teatro posmoderno y el posdramático se caracterizarían por un rechazo de estas cualidades. En la llamada posmodernidad, el teatro se distingue por ser antirrepresentación, antimimetismo, antitextualidad y por enfatizar la ambigüedad y heterogeneidad, la ficción, el proceso antes que el producto, el texto como valor autoritario y arcaico.

11Lassègue cita el siguiente ejemplo: “la palabra cenicero no es el conjunto de condiciones (ser receptáculo, ser ignífugo, poseer o no muesca, etcétera) que remiten a la satisfacción de una clase preconstituida de condiciones. Esa palabra remite más bien a un conglomerado apropiado de gestos que permiten el acceso a una situación (en este caso, recoger las cenizas): también un platillo, incluso la palma de la mano pueden, con razón, ser denominados “ceniceros” sin desempeñar alguna de las condiciones predicativas predefinidas que lo harían a priori un cenicero, porque es la copresencia de ciertos gestos la que da cuenta de los usos efectivos” (Lassègue, 2003: s. p.).

12En su estudio sobre las didascalias −del cual por cierto estoy retomando las expresiones “filia” y “fobia” para aplicarlas al texto− Schmidhuber de la Mora demuestra cómo es que a la tendencia didascalofílica −que implicó una expansión de las acotaciones que informan sobre cómo debería realizarse la puesta en escena−, predominante en 1924, le siguió otra caracterizada por el desinterés por las acotaciones e incluso la didascalofobia, en el caso del teatro de director y el de creación colectiva; en 1984 se manifiesta un renovado interés por el texto y un deseo por experimentar las posibilidades de las acotaciones. Este autor vaticina larga vida y goce de importancia para las acotaciones en la dramaturgia hispanoamericana y mundial.

13Consiste en mostrar, dejando reconocer a un objeto -situación, persona, comportamiento- y al mismo tiempo hacerlo aparecer como extraño, como algo que amerita una explicación, que no es normal y que debe transformarse. Ese comportamiento, conocido de siempre, es visto con una mirada nueva, que suscita asombro, una actitud reflexiva y crítica. Se evidencia en una de las escenas más conocidas de Madre Coraje (Brecht, 1933, dirigida por el autor y realizada por el Berliner Ensemble en 1949): el hijo está a punto de ser ejecutado; Anna Ferling, la madre, hábil comerciante, titubea entre ir de inmediato a salvarlo, evitar gastar dinero en ello y hacer negocio -como de costumbre-. En eso escucha unos disparos, la madre grita de dolor (en un silencio absoluto), luego, cuando le muestran el cuerpo del hijo ya muerto, ella tiene que desconocerlo. Brecht impide así que el público se identifique con el personaje (cf. Zschiedrich, 2001).

Recibido: 09 de Enero de 2017; Aprobado: 22 de Marzo de 2017

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