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Alteridades

versão On-line ISSN 2448-850Xversão impressa ISSN 0188-7017

Alteridades vol.27 no.54 Ciudad de México Jul./Dez. 2017

 

Dossier

Iconoclasia, performance y la opacidad de la presencia

Iconoclasm, Performance and The Opacity of Presence

Rodrigo Díaz Cruz* 

* Profesor-investigador del Departamento de Antropología de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Av. San Rafael Atlixco núm. 186, col. Vicentina, del. Iztapalapa, 09340, Ciudad de México <rdc@xanum.uam.mx>.


Resumen:

En la literatura se ha señalado que la noción de performance está articulada con la creación de la presencia. Aquí me propongo explorar y ahondar en esta nota constitutiva y fundamental del concepto. Esta defensa de la presencia desafía un tópico ampliamente arraigado en algunas teorías sociales y perspectivas de las humanidades, según el cual la interpretación -la identificación y atribución de significado- debe ser su práctica central o, aun, exclusiva. A partir de ejemplos clásicos de iconoclasia, me interesa subrayar los entrelazamientos de los efectos-de-presencia con los efectos-de-significado.

Palabras clave: ritual; efectos-de-presencia; efectos-de-significado; arte

Abstract:

In Literature, it has been stated that the notion of performance is articulated together with creation of presence. I intend to explore and deepen in this constitutive and essential concept. This defense of presence defies a widely rooted concept in some social theories and perspectives in the Area of Humanities, according to which interpretation -identification and attribution of meaning- must be its central practice, or even its exclusive right. From classic examples of iconoclasm, I am interested in emphazising how effect-of-presence and effect-of-meaning interweave.

Key words: ritual; effect-of-presence; effect-of-meaning; art

La presencia es oleaje […]

la carne reclamándose a sí misma.

Màrius Sampere

Con regular insistencia se ha indicado el carácter inaprehensible del concepto de performance, como si fuera un pescado resbaladizo. Se ha resistido a los contornos fáciles, los límites precisos, las fronteras puntuales. Cuanto más nos empeñamos en definirlo, en descubrir sus pliegues, en caracterizar lo que significa, tanto más indicamos lo que hace -como si estuviéramos en una carrera sin fin, donde la meta se aleja cuando nos acercamos a ella-. El concepto de performance encarna una multitud de prácticas culturales. Marvin Carlson, por ejemplo, subraya que “es esencialmente un concepto que impugna” (1996: 1); Diana Taylor lo va desdoblando en un conjunto de quehaceres: “es una práctica y una epistemología, una forma de comprender el mundo y un lente metodológico” (2012: 31); Antonio Prieto ofrece una metáfora lúdica: “el performance es una esponja mutante […] esponja porque absorbe todo lo que encuentra a su paso: la lingüística, la ciencia de la comunicación y de la conducta, la antropología, el arte, los estudios escénicos, los estudios de género, los estudios post-coloniales, entre otros […] Es mutante gracias a su asombrosa capacidad de transformación en una hueste de significados escurridizos…” (2005: 53-54), una esponja multiforme que viaja entre saberes, prácticas, concepciones, formas de vida, pero también gusta fugarse de ellos; para Dwight Conquergood existen en el performance tres líneas de actividad y análisis entrecruzados: trabajo de imaginación y objeto de estudio; pragmática de indagación; y táctica de intervención, espacio alternativo de lucha (2002: 152);1 para Elin Diamond, el performance es “un hacer y una cosa hecha”, es objeto de estudio y metodología para estudiar (1996: 1). Podemos seguir ilustrando la enorme maleabilidad de este concepto nómada que ha tenido una gran capacidad de propagación. A pesar de ello, o tal vez por ello, es un concepto útil y pertinente dado que ha permitido la organización efectiva de aquellos fenómenos que forman parte de sus diversos dominios, aunque éstos sean, como lo son, móviles y mutantes.

En este trabajo me propongo explorar y ahondar en una de las notas constitutivas y fundamentales de este concepto: la creación, invención, mostración, manifestación de la presencia. He insistido que la performance está articulada con la creación de la presencia: puede crear y hacer presentes realidades y experiencias suficientemente vívidas como para conmover, seducir, engañar, ilusionar, encantar, divertir, aterrorizar (Díaz, 2008: 40). Pensemos, a guisa de ejemplo, en el acto de nombrar la violencia, que no se reduce a una dificultad semántica: nos introduce en arenas y batallas de orden político, legal, cultural, existencial. Quien nombra la violencia emite un enunciado performativo, un proyectil verbal. La experiencia de la violencia no puede sino estar atravesada por un marco desde donde se la piensa: qué preguntas se pueden plantear y cuáles no; qué exploración histórica propicia o qué prejuicios y estereotipos retrotrae; qué se puede decir y qué se calla u oculta. Qué acciones y qué presencias del otro se desencadenan cuando decimos de un atentado que es acto terrorista, declaración de guerra o sacrificio heroico. Las realidades y experiencias que la performance crea y hace presentes están mediadas por creencias, tramas conceptuales, técnicas corporales, formas de vida, convenciones y expectativas culturales. A través de esos efectos de presencia se refuerzan o modifican disposiciones, hábitos corporales, relaciones sociales, estados mentales.

Discutir los “efectos de presencia” no está libre de malentendidos: pareciera que estamos invitando al retorno de una ontología del Ser, a un esencialismo de la identidad, o a la reivindicación de una metafísica de la sustancia -que, en el ámbito de la teoría queer, Judith Butler condena con buenas razones porque se asume que el sexo, el cuerpo y la identidad de género poseen un vínculo natural entre sí, un vínculo autoevidente, estable, incuestionable, esto es, que ser “hombre” o “mujer” nos remite a una suerte de trascendencia que está más allá del lenguaje, la cultura, el poder (2001: 40-41)-. Una ontología del Ser está en el extremo opuesto a la noción de performance, pues la presencia no nos remite a una referencia última, preexistente, fundante y fundamental de la vida humana. Antes bien, designa su carácter material y contingente. Pero vayamos paso a paso, pues la vindicación de la presencia se localiza en supuestos muy distintos a los de una ontología del Ser. El primero tiene que ver con la articulación entre presencia y pluralismo ontológico: en contra del realismo metafísico o internalismo,2 que postula la existencia de una y sólo una única descripción verdadera y completa del mundo, cuya verdad consiste en la correspondencia entre lenguaje y realidad, entre enunciados y hechos en sí mismos, el pluralismo ontológico o realismo externalista argumenta que “todas las ontologías, tanto las de la vida cotidiana como las de la ciencia, son dependientes de algún esquema conceptual y, en principio, poseen el mismo rango ontológico: no existe un nivel ontológico privilegiado, un estrato fundante respecto de los restantes” (Lombardi y Pérez Ransanz, 2012: 46).3 El segundo está en deuda con el libro Producción de presencia de Hans Ulrich Gumbrecht, que tiene el provocador subtítulo Lo que el significado no puede transmitir. El texto señala su punto de partida:

busca pronunciarse en contra de la tendencia en la cultura contemporánea a abandonar una relación con el mundo basada en la presencia. Más específicamente pronunciarse en contra de la sistemática puesta entre paréntesis de la presencia, y en contra de la centralidad incontestada de la interpretación en las disciplinas académicas que llamamos “las humanidades y las artes” […] este libro argumenta a favor de una relación con las cosas del mundo que pueda oscilar entre los efectos de presencia y los efectos de significado [Gumbrecht, 2005: 12-13 ].

Esta defensa de la presencia desafía un tópico ampliamente arraigado en algunas teorías sociales y perspectivas de las humanidades, según el cual la interpretación -la identificación y atribución de significado- debe ser su práctica central o, aun, su práctica exclusiva. Este tópico propugna por superar lo material en la medida en que se le asume como lugar de lo superficial, la apariencia, el engaño. Se demanda perforar en él -de aquí el paradigma del excavador- para hallar en su hondura el espíritu, el pensamiento, el auténtico valor de algo, su razón última. Un paradigma que tiene una inclinación por la fijeza y textualización, donde los fenómenos son estudiados para encontrar detrás de ellos la validez universal de la interpretación sobre la cual descansa toda certeza. En este paradigma, las superficies y objetos son intermediarios: expresan algo que está en lo profundo y que es tarea del estudioso identificar, un observador siempre excéntrico y descorporeizado. Es un paradigma que se erige sobre la dicotomía entre lo “espiritual” y lo “material”, lo “mental” y lo “corpóreo”. Esta dicotomía -escribió Gumbrecht- “es el origen de una estructura epistemológica sobre la cual descansará la filosofía occidental, de allí en más conocida como el ‘paradigma sujeto/objeto’. Su lógica binaria y bien elemental clasifica el cuerpo humano como uno de los objetos del mundo”, donde el explorador tiene la tarea de elucidar la producción y efectos de significado (2005: 38). La interpretación es, a mi juicio, inerradicable de las ciencias sociales y las humanidades, de hecho, de la vida misma, pero ¿por qué no recorrer otras rutas, complementarias a ella? En su libro Estética de lo performativo, Erika Fischer-Lichte nos invita a recorrer una de esas rutas. Postula la necesidad de perturbar la relación entre sujeto y objeto, que

…está estrechamente vinculada con la transformación de la relación entre materialidad y signicidad, entre significante y significado. Tanto en la estética hermenéutica como en la semiótica todo se orienta a la consideración de la obra de arte [o, agrego, del mundo] como signo […] Cada elemento se convierte en un significante al que se le pueden atribuir significados. Así en la obra de arte [y en el mundo] no hay nada más allá de la relación entre significante y significado… [Fischer-Lichte, 2011: 35].

Fischer-Lichte destaca que la corporalidad y materialidad de las acciones pueden, en ciertas circunstancias, prevalecer sobre su signicidad. Identifico las siguientes acciones o situaciones: el erotismo; momentos religiosos y rituales sobrecogedores; la percepción estética -que no le interesa tanto el ser-así de algo, como la manera de su aparecer-; la ritualización de la violencia, que exhibe la disolución de la unidad simbólica del cuerpo, el espectáculo de su desfiguración; el dolor, que no pregunta por la morada del lenguaje, sino por la casa del cuerpo: la presencia del dolor del otro no es aquel que encontramos, sino el que nos encuentra. En estos ejemplos, la materialidad del acontecimiento no desaparece con su estatus sígnico, antes bien, produce un efecto propio e independiente de tal estatus. La presencia no reclama ni aspira a una interpretación última, no ambiciona ser reemplazada o sustituida por el lenguaje, aunque las palabras sean una compañía ineludible. En el principio de encarnación vigente, asumido por el paradigma del excavador, la corporalidad no se entiende como materialidad, sino como signicidad, como la expresión de unos significados depositados en la carne, inscripciones grabadas en el cuerpo. Defiendo, no como oposición, sino complementariamente, otro principio: el de la corporalidad que hace su aparición como materialidad (Fischer-Lichte, 2011: 36, 167), es decir, como presencia, como la plenitud de un aparecer. Me interesa hacer aquí tres aclaraciones.

  • 1) La creación de la presencia, como lo saben los místicos, pero también los actores rituales, no supone necesariamente una mostración empírica de las cosas como ellas son, un acto transparente de visibilidad, una remisión precisa a un referente particular, mejor, puede dar acceso a ciertas formas de (in)visibilidad, pero esa presencia no tiene por qué agotarse en tales formas. Como ha escrito Adorno a propósito de las obras de arte, se trata de “‘aparición’ en el sentido de una realidad que permanece inaprensible”. En su trabajo sobre el nierika huichol, Olivia Kindl ha señalado que

    • …una de las mayores enseñanzas que nos ofrecen las obras de arte es la exploración de las posibilidades de la visión, que permite entender la sutileza de las ambigüedades en la percepción de las formas […] al analizar expresiones artísticas desde una perspectiva antropológica, es indispensable plantearse la pregunta de qué se entiende, en el contexto estudiado, por “mundo visible” y a qué se refiere la dimensión “invisible” a la que pueden remitir las imágenes u objetos rituales [2010: 72].

  • 2) Los efectos de presencia, la plenitud de un aparecer, nos ofrecen un peculiar sentido del instante, una noción más aguda del presente de la propia existencia, un presente cuya finalidad se halla en sí mismo, una estancia afilada en el aquí y ahora.

  • 3) Ahí donde se aducen actos de presencia debemos discernir y reconocer, en paralelo, ausencias. Expongo un ejemplo. Se pregunta Carlo Severi si las arpas zande, si los tambores luba-shaba y bamileke en África, que tienen “decoraciones” antropomórficas, son instrumentos musicales (2015: 6). Sí en la medida en que producen sonidos, pero esta respuesta se limita a clasificarlos en términos de lo que sabemos. Si recurrimos a las ideas que inspiraron su concepción (la interacción de cada instrumento con esas imágenes antropomórficas), entonces la respuesta tendrá que ser no. Dice Severi: “Lo que en un principio parece ser una decoración (la imagen antropomórfica) sobrepuesta a una función (la emisión de un sonido) es la idea la que domina a la imagen” (2015: 9). En realidad, no existe una decoración, pues el “ancestro o el animal que está esculpido en la madera ofrece una cara al sonido del tambor. Transforma el sonido producido por el instrumento en voz. La imagen animal o humana que aparece en el objeto es inherente al sonido(Severi, 2015: 9). El instrumento es un mediador entre la voz y la imagen, pues aquél no guía al canto, antes bien, se ajusta a la voz: por ello traza una relación íntima, indisociable, entre esa voz y ese sonido. Gracias a estos vínculos, el instrumento es capaz -en un contexto ritual- de traer la presencia de un ser ausente, el ancestro, gracias a la “acción que relaciona un sonido con una imagen, se instaura una peculiar forma de presencia: una presencia que está relacionada con una ausencia” (Severi, 2015: 9).

Debemos restablecer nuestro contacto con las cosas del mundo, reconocer y asumir la tangibilidad y cercanía física de las relaciones y el mundo, pues nuestro vínculo con las cosas no es sólo una relación de atribución de significados, es un pasmo ante su efecto. Gumbrecht invita a un “estar-en-el-mundo” que recupere los elementos de presencia: atender la producción y efectos de presencia (2005: 68). En un artículo publicado dos años después de su libro, Gumbrecht propuso una tipología en la que distingue entre culturas-del-significado y culturas-de-la-presencia (2006: 319 ss.). Es una dicotomía equívoca, no aclara, confunde: como si tuviéramos que decidir entre una u otra, como si hubiera prácticas que por ser una, desplazan a la otra. Más que a “culturas”, prefiero aludir a “situaciones”, “prácticas”, “acontecimientos”, “momentos”. En las diversas acciones que integran un mismo ritual, por ejemplo, es posible discernir una situación en que lo relevante sea el acto de presencia, mientras que en otra sea más pertinente el efecto de significado. No se trata de que se nieguen entre sí, ni enfatizar su división, sino indicar que presencia y significado están íntimamente entrelazados. ¿En qué dirección?

Cuando Gumbrecht condena los excesos hermenéuticos y Fischer-Lichte critica la consideración de toda obra de arte o del mundo como signo, se oponen a una forma peculiar, la semiología de Saussure,4 de entender el signo y la producción e interpretación del significado. Demos lugar a concepciones del signo y significado más pragmáticas y performativas, articuladas con la práctica, que reconozcan la materialidad del mundo y eviten los abusos del paradigma del excavador. A propósito de la semiosis de Pierce, Génova ha apuntado que “no existe concepto o proposición que pueda tener algún significado si no es por referencia a algún contexto de acción […] los significados son disposiciones a obrar” (1998: 18-19).5 La defensa del realismo externalista que hice es relevante aquí, pues nos pide reconocer la pluralidad ontológica y por tanto la multiplicidad de los sistemas sígnicos con los que aprehendemos y nos movemos en el mundo, las variadas disposiciones a actuar, y no menos las intervenciones y acciones que ejecutamos en él.

Sígnico en su constitución, el pensamiento es, para Pierce, un proceso inferencial: conocemos por signos, conocemos gracias a inferencias. El modo primero de inferencia es la abducción: presentación de hipótesis y conjeturas; supone la inferencia de un caso a partir de una regla general. Pero, ¡mucha atención!, esa regla general no es “punto terminal”, fundamento último, opera más bien como marco de referencia, no siempre concluyente y potencialmente incierto. Si una persona nos ofrece una sonrisa -signo- presumimos por abducción “simpatía”; así se objetiva ese signo: el objeto del signo. Éste puede provocar muchos signos más, incluso contradictorios, denominados interpretantes por Pierce: “me coquetea”, “mucho bótox”, “gesto de hipocresía”. Atiéndase una de las definiciones que da Pierce de “signo” (s. f.: 22):

Un signo, o representamen [la sonrisa en mi ejemplo], es algo que, para alguien, representa o se refiere a algo en algún aspecto o carácter. Se dirige a alguien, esto es, crea en la mente de esa persona un signo equivalente, o, tal vez, un signo aún más desarrollado. Este signo creado es lo que yo llamo el interpretante del primer signo [“coqueteo”, “bótox”, “gesto de hipocresía”]. El signo está en lugar de algo, su objeto [“simpatía”]. Está en lugar de ese objeto, no en todos los aspectos, sino con referencia a una suerte de idea…

Aclaro que la noción de “objeto” no debe ser confundida con “cosa” en el sentido cartesiano de res extensa. La semiosis supone entonces una relación entre dos relaciones: la relación entre signo y objeto, y la relación entre interpretante y objeto, donde la segunda relación surge gracias a la primera. Con otras palabras, el significado debe estar enmarcado no en términos de una relación simple (donde algo está por otra cosa), sino en términos de una relación entre dos relaciones (Kockelman, 2006: 82). Respecto a la primera relación -entre signo y objeto- Pierce propuso la existencia de tres modalidades del signo: icono, índice y símbolo. La segunda es la que me interesa aquí: por abducción inferimos que la sonrisa es índice de simpatía, o el humo lo es del fuego, aunque no siempre el humo indica fuego y las sonrisas pueden engañarnos. No estamos ante una inferencia algorítmica, con criterios fijos, precisos y generales (los múltiples de tres de un número cualquiera; el movimiento de los planetas), ni ante un lenguaje natural o artificial, donde los términos tienen significados anclados por convención. En la antropología del arte postulada por Alfred Gell, uno de sus argumentos constitutivos es que la categoría de índice -la cosa material y visible- “permite la abducción de la ‘agencia’ […] que el índice sea visto como el resultado o el instrumento de la agencia…” (1998: 15). Gell defendió que las obras de arte son personas, tienen agencia. Le interesó indagar las redes de relaciones que ellas integran y los escenarios de interacción donde participan, pues son enfáticamente relacionales. Para Gell:

El antropólogo no está obligado a definir “objeto de arte”, por adelantado, de un modo satisfactorio para los expertos de estética o filósofos o historiadores de arte. La definición de “objeto de arte” que empleo no es institucional, ni estética, ni semiótica […] Cualquier cosa podría ser un objeto de arte desde un punto de vista antropológico, incluyendo a personas vivas, porque la teoría antropológica del arte -que podemos definir aproximadamente como “las relaciones sociales en los alrededores de los objetos que median la agencia”- se funde con la antropología social de las personas y sus cuerpos. Desde la perspectiva de la antropología del arte, un ídolo en un templo, que se cree constituye el cuerpo de una divinidad, y un médium espiritual, que proporciona a la divinidad de un cuerpo temporal, son tratados con la misma categoría teórica, a pesar de que el primero es un artefacto y el último un ser humano [1998: 7].

Abundo sobre la noción de agencia y su relación con índice y artefacto: la agencia es atribuible a las personas y cosas que provocan secuencias causales. Un agente -continúa Gell (1998: 16-17, 23) - “hace que los eventos ocurran”, y un resultado de la agencia es que ciertos eventos se revelen. La idea de agencia es un marco prescrito culturalmente para pensar la causalidad. Los “índices” con los que la antropología del arte trata son en general artefactos, pero no siempre. Cualquier artefacto, por ser cosa manufacturada, provoca una abducción que nos remite a la identidad de su hacedor: el “artista”. No podemos conjeturar que sea así en todos los casos, pues hay artefactos -índices- que se presume tuvieron origen divino o que misteriosamente se crearon a sí mismos.

Introduje estos párrafos últimos para construir mi posición en lo que sigue del texto: mostrar los íntimos entretejimientos entre efectos de presencia y de significado a partir del ejemplo de la idolatría e iconoclasia -lucha continua entre índices, agentes, artefactos y los ensamblajes a los que pertenecen-. Tal vez parezca un tema trivial si atendemos las enormes preocupaciones y retos del mundo. No creo que sea así, pues muestra las tensiones y torsiones de los paisajes culturales contemporáneos. ¿Qué nos informa la destrucción, en 2001, por parte de los talibanes, de dos estatuas gigantes, milenarias, de Buda en el valle afgano de Bamiyán? Pocos meses después, los talibanes atacaron y derrumbaron las emblemáticas Torres Gemelas del World Trade Center en Nueva York: un acto iconoclasta. El objeto no era sólo demolerlas, sino exhibir las imágenes de su destrucción, la performance -presencia- de su derrumbamiento. Qué decir de la masiva destrucción de monumentos y estatuaria en los países del antiguo bloque comunista: las broncíneas cabezas calvas de Lenin que rodaron en los parques públicos, o los dedos de piedra que apuntaban al futuro -ahora fracturados- del héroe obrero anónimo: un acto de profanación para un sector de la población, el desmoronamiento feliz de dioses que nunca lo fueron para otro. En cualquier caso, todos reconocieron ese índice cruel, su efecto de presencia, una presencia opaca, “opaca” porque la representación, gracias al componente mimético y metonímico de la magia, se transforma en lo representado (Taussig, 2010: 62) -más adelante lo desarrollaré como “persona distribuida”-. ¿Qué nos dicen los actos de la vida política de los cadáveres, para usar la expresión de Verdery (1999)? Más todavía, ¿qué nos dicen de las cicatrices de la memoria, del sufrimiento e injusticias que observa el ángel de la historia de Walter Benjamin que, con su rostro vuelto hacia el pasado, no ve sino escombros y ruinas? La iconoclasia es un acto performativo de borramiento del otro; más aún: es exhibir un acto de depuración y desolación. De los argumentos expuestos me interesa recrear y abundar en la asociación entre ritual -un dispositivo privilegiado que produce efectos de presencia y significado-, performance e iconoclasia a partir de unas ilustraciones clásicas.

Ritual, iconoclasia y presencia. En su Historia natural y moral de las Indias, publicado en 1590, Joseph de Acosta utilizó, como sus contemporáneos del siglo XVI, el término “idolatría” para referirse a los cultos que practicaban los “indios del Pirú” y los “mexicanos”. Para él, cultos erráticos y necios que tienen por causa “el perpetuo y extraño cuidado que el enemigo de Dios ha siempre tenido de hacerse adorar de los hombres, inventando tantos géneros de idolatrías con que tantos tiempos tuvo sujeta la mayor parte del mundo...” (1978: 10). Las prácticas idolátricas no se circunscribían al ejercicio del culto, estaban presentes en todas las actividades cotidianas de los infieles: en los campos y hogares, en las plazas públicas y relaciones conyugales, en los tiempos lúdicos tanto como en la lucha contra las enfermedades, en la memoria de los muertos. Mientras que Bartolomé de las Casas había percibido en estos cultos una manifestación de lo “religioso”, oscura sí, pero presencia al fin, De Acosta no encontró en la idolatría sino una desviación que la enorme soberbia del demonio alentaba, tanto que ni palabra alguna había en las lenguas de los indígenas para nombrar a Dios: “cuán corta y flaca noticia tenían de Dios, pues aun nombrarle no saben sino por nuestro vocablo” (De Acosta, 1978: 13; véase Bernand y Gruzinski, 1992: 46, 84). Como muchos de sus contemporáneos, De Acosta produjo conocimiento y sujetos particulares con sus propios efectos de verdad: el lenguaje de la idolatría, sus infames conjuros, formulaciones e invocaciones, exigió una atención especial porque evidenciaba que los indios eran seres caídos, faltos de gracia, aborrecidos de Dios por rendirse a la malicia de Satanás, y por ello, por su papel de acusados, ingresarán a la historia por virtud de la evangelización. Como es obligatorio corregir el crimen para asimilar a los indígenas, la purificación exige el aniquilamiento de dioses y ritos; pero esa asimilación supone una vigilancia constante de sus prácticas, puesto que la extirpación de esos pálidos dioses moribundos, de esos ritos inútiles, es una batalla de largo aliento.

La idolatría se constituía así en una acusación: apelaba a un fuego que purifica, que destruye dioses malsanos para sustituirlos por los verdaderos. No obstante, antes de que aparecieran, los “ídolos” -índices perniciosos- anunciaban un saber adquirido en lecturas, sermones, libros sagrados, pues aquéllos están ahí realmente en el mundo. Una presencia sobrecogedora. Por eso sólo ante la mirada de quien acusa aparecen los “ídolos”: una categoría enfáticamente relacional, un exceso, pues únicamente en virtud de que los ídolos son obra del “enemigo de Dios” podía afirmarse que les provocaba temor la presencia de imágenes cristianas. A la peligrosa costumbre de indios y negros de adorar ídolos de piedra o madera, en África o América, se le ha de añadir otra amenaza: al estar esa veneración asentada en los sentidos y la carne está saturada de una naturaleza peligrosa, contagiosa, que obliga a su destrucción.6 Paradójicamente, desenmascarar al demonio que los habita, destruirlos, darles muerte, es dotarlos de vida, recrearlos, reconocerles vigor. Por ello existen reposiciones. A fines del siglo XV -pocos años antes de que la furia iconoclasta se extendiera en América y norte de Europa-, la historia medieval del “ídolo” concluía no con su derrota, sino que volvía a iniciar con su rehabilitación. “El Renacimiento italiano -señala Michael Camille (1989: 346) - vio cómo resurgían ídolos paganos bajo la apariencia de héroes y santos del Viejo Testamento”. Los artistas podían emular, tanto como los patrones adoptar para sus palacios, formas paganas, consideradas riesgosas. Acaso estamos ante los inicios de la “era del arte” europeo: los artistas se empeñaron en rendir honor a la Creación, pero hubo un desplazamiento, pues buscaron su propio reconocimiento como creadores. Nuevos ídolos emergieron de este movimiento, mirables y admirables. Quizá en la idolatría se encuentre uno de los cimientos de la historia del arte, por esa desmedida devoción rendida a sus objetos de estudio. Y la iconoclasia auspició una proliferación de imágenes de vírgenes y santos que, para los evangelizadores, no provocaron idolatría, y gracias a las cuales manifestaron su victoria teológica -no menos su triunfo militar- sobre los infieles.

¿Son los ídolos representaciones, meros retratos o formas visuales de aquello a lo que hacen referencia (dioses)? No, dice Gell (1998: 98), los ídolos son como el embajador chino en Londres: no se parece a China, al gobierno chino ni a su pueblo, pero tiene que hacerse visible y representar visiblemente a China en eventos oficiales; no se parece a China, pero en Londres, China se asemeja a él. Asimismo, en situaciones específicas los dioses, bajo la forma de un ídolo, se parecen a las personas en mayor o menor grado: “los ídolos no son representaciones ni retratos, sino cuerpos artefactuales” (Gell, 1998: 98), índices a quienes por abducción se les asigna agencia. Pero hay más. No sólo estamos en el lugar donde respiramos: “estamos presentes más allá de nuestros cuerpos individuales, en todo lo que alrededor nuestro testimonie nuestra existencia, atributos y agencia […] Las personas pueden estar ‘distribuidas’, esto es, no todas sus ‘partes’ están unidas físicamente, sino que se esparcen en el ambiente” (Gell, 1998: 103, 106). Los ídolos testimonian la fecunda idea de la persona distribuida, incluso, y quién más sino ellas, las personas sagradas:

Los grandes monumentos que hemos erigido a Dios -señala Gell (1998: 114) -, las grandes basílicas y catedrales, son índices de los que abducimos su agencia sobre el mundo y sus siervos mortales, que han superado penurias y esfuerzos para complacerle. Ésta es la perspectiva ortodoxa sobre la grandeza religiosa, que representa aquellas edificaciones como “ofrendas a Dios”. Sin embargo, se ha de reconocer que Dios no es tan poderoso si su poder no se manifiesta en índices mundanos -conductuales o materiales […] En este mundo la presencia de Dios es inherente a tales obras de agencia humana: Dios está vinculado no a sus propios propósitos, sino a los humanos, está sujeto al control de su propia creación, simplemente por haberse distribuido en innumerables formas. La agencia de Dios se enreda con la nuestra por nuestra capacidad de elaborar simulacros suyos y hasta de convertirnos en uno de éstos.

Ritual, cuerpos, conocimiento. Treinta años después de la publicación de la Historia natural y moral de las Indias de Joseph de Acosta, Francis Bacon publicó en Londres su Instauratio Magna (que incluía al Novum Organum, en adelante NO), en el que se propuso establecer los caminos correctos para restaurar el saber y poder que sobre la naturaleza había gozado Adán en el Paraíso, pero que la humanidad había perdido a causa del Pecado original. El proyecto baconiano tomó por lo menos dos direcciones. La primera consistió en impugnar los saberes y prácticas tradicionales; aspiraba a prescindir de las opiniones y nociones recibidas: “deben ser disipadas todas esas simiescas e ineptas imágenes del mundo trazadas por la fantasía humana...” (NO, L. I, § 124). En la segunda hacía un exhorto para que la religión y la ciencia gestaran el verdadero conocimiento de la naturaleza con el fin de dominarla. La investigación científica respondía a un plan divino: que “recupere el género humano el derecho suyo sobre la naturaleza que le compete por donación divina y désele poder; la recta razón y la sana religión gobernarán su uso” (NO, L. I, § 129). La recta razón requiere, según Bacon, la elaboración positiva de un método que otorgue certezas y garantías a la investigación, que guíe correctamente la observación, que presente “las cosas tal y como realmente son en sí mismas”, pues al obrar así se “ofrecen conjuntamente la verdad y la utilidad”, en oposición a los ídolos vacíos que persisten en la mente (NO, L. I, § 124). La palabra “ídolos” aparece en una trama conceptual distinta a la que expuse atrás. Desapareció el demonio que se empeñaba en hacerse adorar por los hombres; a cambio, la tradición y fantasía obstaculizan el sano despliegue de la recta razón y del verdadero conocimiento de la naturaleza que la ciencia ha de procurar en beneficio del género humano. Una vez ausente el enemigo de Dios, ¿quién es el nuevo monstruo y cuál la causa de las supersticiones? La respuesta de Bacon es contundente e ilustrativa: “el dueño de la superstición es el pueblo, [y] las causas de la superstición -escribió en 1612 (1961: 81)- son los ritos y ceremonias agradables y sensuales; y una excesiva reverencia a las tradiciones...”.7 Es contundente porque su antirritualismo, actitud que comenzó a fraguarse en el Renacimiento, fue un elemento importante de una nueva figura del mundo -la moderna- que rompía con la medieval. Es ilustrativa porque opone a los rituales la vida consagrada al conocimiento científico, al dominio auténtico -no mágico- de la naturaleza, concebir al mundo tal y como literalmente se presume que es o, con palabras de Bacon, “las cosas tal y como realmente son en sí mismas” (la emergencia del realismo metafísico al que me refería atrás). Esta oposición cristalizará con tal fuerza que será preservada hasta bien entrado el siglo XX: la categoría de “ritual” se hizo criterio de demarcación entre las sociedades modernas y las tradicionales; entre las élites educadas y el populacho.

La respuesta de Bacon que transcribí arriba, “el dueño de la superstición es el pueblo, [y] las causas de la superstición son los ritos y las ceremonias agradables y sensuales...”, es ilustrativa en otra dirección. Ofrece rutas para la indagación: “agradables” y “sensuales” nos remiten a los usos del cuerpo, y en particular a esa inquietante mitad inferior del cuerpo: sugiero que cada mitad del cuerpo está asociada con ciertas prácticas rituales, prácticas que están en tensión entre sí. El óleo de 1559 de Pieter Brueghel, el Viejo, El combate entre Don Carnaval y Doña Cuaresma, constituye un emblema de esa tensión. Mientras que Don Carnaval es risa festiva, cuerpo grotesco, desmedida ingestión, juego, genitales, lenguaje y gestos de la sexualidad, orificios y excrecencias, ánimo celebratorio, cuerpo que no cesa en sus desbordamientos y una autoridad que se ve sometida a incesantes burlas,8Doña Cuaresma nos remite en cambio a la mitad superior del cuerpo, es ascesis y piedad, ayuno, moderación, abstinencia, autocontrol, templanza, triunfo del intelecto sobre “los ritos y las ceremonias agradables y sensuales...”. Diversos autores9 han destacado que en el siglo XVI las clases dirigentes en Europa se fueron apartando gradualmente de su participación en actividades de la cultura popular. Los nobles comenzaron a adoptar e imponer maneras “refinadas” de comportamiento inspiradas en manuales de cortesía y urbanidad; aprendieron a ejercer el autocontrol y disciplina corporales; a moverse con maneras dignas; a crear la “elegancia” y cultivarse en ella. Este alejamiento provocó a su vez fuertes condenas al lenguaje de los sectores populares, a sus hábitos y creencias, a sus carnavales y cencerradas, fiestas de locos, mascaradas y vendettas, a sus rebeliones ritualizadas y descuartizamientos. Más aún, “a finales del siglo XVII -escribe Burke (1991: 386) - los instruidos comenzaron a sospechar que creer en las brujas [una sólida creencia a principios de ese siglo] era un rasgo de ‘aquellos que tienen el juicio y razón débiles, como las personas supersticiosas’”. En el XVI no sólo se fue imponiendo una nueva filosofía de la naturaleza, que opuso ritual a intelecto, también se establecieron otras técnicas corporales.10 Al despertarse el interés por la actitud y rectitud corporales en la nobleza, quien carecía de ellas por contraste evidenciaba defectos como la hipocresía, pereza, orgullo. La creencia de que la exterioridad corporal expresaba el interior de los individuos se generalizó entre los nobles, que en los hechos implicó un método novedoso de observación psicológica, estrategias nuevas en la construcción de la identidad personal y exacerbó la vigilancia sobre la conducta de los otros. Por ello hay que “llevar bien el cuerpo”, disciplinarlo mediante ejercicios y técnicas como la esgrima, equitación y la danza recatada; enderezar sus desviaciones -en el cuello, en la columna vertebral- con sillas especiales y aparatos correctivos; corregir las derivas del alma a las que conduce lo grotesco. Esta distinción entre cuerpos dignos “bien llevados” y cuerpos rituales, descontrolados, no podía ser ajena a las relaciones de poder que los producían. Con razón se quejó Michel Foucault de que en los análisis que han dado prioridad a la ideología, al conocimiento y la razón se presupone un sujeto de conformidad al canon del modelo erigido por la filosofía clásica, un sujeto sin cuerpo, una pura conciencia, para cuya captura es pensado el poder (1980: 58). No ha de extrañar que, en un audaz giro del lenguaje, el autor de Vigilar y castigar denominara “rituales del poder” (Foucault, 1976: 54) a esas prácticas con las que se disciplinan los cuerpos y se les produce de ciertos modos.

La figura moderna del mundo que prefiguraba Bacon opuso conocimiento y dominio de la naturaleza a ritual, superstición, tradición, pueblo. Confrontó cierta materialidad de los cuerpos -rectos, disciplinados, autocoaccionados, vigilados- con los alocados y febriles, locus de la sinrazón, las pasiones y deseos que sin dignidad alguna se pasean por las festividades agrícolas, fiestas comunitarias, carnavales, bodas populares, que solían desembocar en actos y ritos de violencia (véanse Muir, 2001 y Zemon Davis, 1973). Este conjunto de oposiciones, presentes desde el XVI en Europa, han dejado su marca en la trayectoria de la idea de ritual por lo menos hasta la mitad del siglo XX. No es casual que sean contados los trabajos que han abordado a los rituales como fuente de saberes;11 y los estudios clásicos del ritual, salvo algunas excepciones, desdeñaron la exploración del cuerpo, carencia insólita si reconocemos la notable dimensión corpórea de estas prácticas. Hubo otros momentos en la historia cultural de Occidente que se empeñaron en marcar notorias diferencias entre los efectos de significado y los de presencia.

Teología de la imagen. Mientras las élites en Europa cultivaban modales refinados de conducta y los evangelizadores españoles del siglo XVI perseguían a idólatras, celebraban autos de fe, quemaban y destruían “ídolos”, santuarios y códices en tierras conquistadas de América, los reformadores protestantes denunciaban que la excesiva veneración a santos y reliquias era palpable pecado de idolatría. Los nuevos conversos aspiraban a prácticas y formas novedosas de autorrepresentación, a una Iglesia anicónica en la que Dios fuera honrado “en el templo vivo y en el corazón de los hombres, no en imágenes ni sacramentos” (Belting, 2009: 610). Más aún, buscaron evidenciar la falta de poder de las imágenes, que se les había atribuido en exceso, tanto como socavar la autoridad de la Iglesia de Roma. Fue un impetuoso gesto de liberación vivido como una prueba de elevada piedad y virtud superior. La furia iconoclasta, de evangelizadores y reformistas, focalizaba algo más, una suerte de inquietud que les fascinaba y repelía: esas imágenes y objetos, asumidas por algunos como sagradas, arruinadas ahora, montón de cenizas, habían sido hechas por mano humana. Siguieron la orden indicada en el Libro (Éxodo, 34: 13): “destruid sus altares, destrozad sus estelas…”. Un supuesto iconoclasta es que si existe mano terrenal en la hechura de esas imágenes u objetos, en esos índices, entonces quedará clausurado el acceso a la virtud, santidad, verdad. Como ninguna era imagen aqueiropoieta, es decir, “no hecha por mano humana” -según se presumen son la Sábana Santa o el velo de la Verónica-, ¿existía la certeza de que destruirlas no tendría consecuencia alguna?, o ¿se les mutilaba porque son poderosas?, ¿o porque son ominosas? La iconoclastia se exhibe en cualquier caso como acto ritual que incurría en aquello que condenaba. En su estudio sobre la iconoclastia española del siglo XX, Manuel Delgado advierte que “la destrucción no era una consecuencia de la naturaleza bendita de las cosas agredidas, sino su requisito santificador […] al decir que los ataques violentos contra cualquier religiosidad son básicamente religiosos no se hace sino reconocer que se refieren también a lo sagrado” (2012: 89, 64). La destrucción de las imágenes no era un mero asunto teológico, estuvo acompañada de rebeliones contra la autoridad, los monasterios, los terratenientes.

La Reforma religiosa colocó a la palabra por encima de los ritos e imágenes -para Lutero, el “Reino de Dios es un Reino de la escucha, no un Reino de la vista”-, y demandó a la Iglesia que satisficieran pruebas de eficacia. Verificar que ahí donde se presumían milagros, por ejemplo, quedaran comprobados con testigos fiables. Había más. El propósito del culto ha de ser enriquecer la moralidad de los creyentes. No obstante, la Iglesia y las autoridades eclesiásticas han consentido la proliferación de imágenes milagrosas, de amuletos, cálices, talismanes, objetos apotropaicos, a todos los cuales se les atribuyen fuerzas “mágicas”. Para los reformadores, y no menos los humanistas como Erasmo, “lo importante no era la forma en que la Palabra se transformaba en carne, según ocurría en la misa, sino la forma en que la Palabra asumía significado, como ocurría en la predicación, la oración y el estudio” (Muir, 2001: 187-188). Esta modificación no fue trivial: clausuraba la posibilidad de abrirse a la sobrecogedora experiencia de la presencia otra en el ritual a cambio de su representación -en el sentido de que A está por B-. La realidad del cuerpo de Dios fue sustraída de la Eucaristía y se convirtió en objeto de representación en el sacramento. Calvino, uno de los mayores opositores al uso de imágenes sagradas, defendía el monopolio de la palabra: había sentenciado que sólo ella puede encarnar el Espíritu. Si bien no proscribió toda imagen, más le valía a ésta no representar lo sagrado. Como tantos reformistas, asumió que entre lo sagrado y lo profano existía una cesura clara y distinta. Si la Palabra dejó de ser carne para hacerse significado, entonces los rituales reclamaron palabras para armarlos; así se desmaterializaron, se sometieron a debates hermenéuticos, se opusieron a las vivencias sensoriales, que dejaron de ser fiables, pues fusionaban imagen u objeto con lo que representaba. Emergió de esta suerte una de las fuentes más destacadas de los efectos de significado. En esta nueva posición, el papel de la experiencia ritual fue menoscabado y sometido a reglas de conducta, a la presencia de censores que indicaran las formas adecuadas de esa vivencia. Se levantó una frontera, que se quería impermeable, entre dos mundos que habían sido previamente discernidos y ahora enfáticamente desconectados: el material y el espiritual. Sugiero la hipótesis de que hay un parentesco más marcado del que hemos imaginado entre postulados de la Reforma, al menos algunos de Calvino, con aquellas teorías antropológicas del ritual en las que éste aparece desmaterializado, descarnado, centrado en palabras y símbolos, en los significados que preguntan por su eficacia y función; teorías que defienden una precisa demarcación entre lo sagrado y lo profano, que desconsideran la elucidación de los sentimientos y experiencias que suscitan las prácticas rituales; teorías desdeñosas del análisis de las imágenes y objetos rituales en sus usos y procesos de creación, en su participación en urdimbres o redes, en sus implicaciones ontológicas.

¿A qué me refiero con la desmaterialización de la vida ritual? Los objetos e imágenes que componen las prácticas rituales suelen concebirse como sustitutos de ideas creadas y pensadas en otros lugares y tiempos, pero que ellos revelan. Dicho de otro modo: tales objetos e imágenes remiten a ciertas ideas de una forma directa y clara; son tratados como intermediarios para que esas ideas por convención se muestren y queden representadas -estatuas del héroe que nos dio patria en cada parque, la imagen del león sometiendo a un jabalí en alusión al poder del rey que vence a sus enemigos-. En su condición de intermediarios entre intelecto y mundo, los objetos e imágenes -en cuanto índices- son reducidos a la palabra, como si ella agotara todas sus posibilidades. Los intermediarios, ha señalado Latour (2008: 63), transportan significados y fuerza, pero no provocan transformación. Los objetos e imágenes rituales no resultan sólo de creencias, prácticas y lenguajes, sino que son también su condición. No pueden reducirse a ser intermediarios, en su efecto de presencia son mediadores: “transforman, traducen, distorsionan, modifican el significado y los elementos que deben transportar” (Latour, 2008: 63). En los ejemplos expuestos de idolatría e iconoclasia, las cosas e imágenes religiosas resultan de lo sagrado al tiempo que producen lo sagrado. Inmersos en redes singulares, esos objetos e imágenes tienen agencia y aluden a una secuencia: ocasionan plegarias y peticiones, tienen poder curativo, hacen milagros, protegen a los fieles tanto como a los ejércitos y ciudades, se les viste con vestimentas especiales, están rodeados de cirios, ofrendas, flores, aromas -luz, calor, color, olor-, y se les castiga si incumplen. Propio de la vida ritual es hacer proliferar la presencia de mediadores, de aquí su profundo arraigo en la vida humana: mediadores que permiten curar, proteger, acceder a algo más, sea la verdad, la santidad, el don de la visión. Otorgan peso y presencia a lo sagrado, son una materialidad en movimiento que posibilita, sólo en situaciones rituales, dotar de visibilidad a poderes invisibles; y no se limitan al acto del revelamiento, acaso oscurezcan la visión, gesten lo invisible, o incluso hagan visible lo invisible sin despojarlo de su invisibilidad, como una suerte de ausencia encarnada. Son materialidad que está en permanente movimiento en otro sentido: son iterables, esto es, cada imagen y objeto lo es -y proviene- de otra imagen y objeto, no está aislado, forma parte de ensamblajes de entidades que se alían en nuevas redes, ya para transformarlas, para oponerse a otras urdimbres, o bien para desaparecer, como esos dioses olvidados y muertos. En su ensayo sobre una teoría de los actos de imagen, Bartholeyns y Golsenne indican que “las imágenes circulan, juegan, chocan, engañan, ilusionan, encantan, convencen, en una palabra, performan”; les interesa indagar antes las condiciones pragmáticas en que manifiestan su poder icónico en unas sociedades, ciertas épocas, que la reacción que suscitan en los espectadores (2010: 18-19). Su fuerza no depende de su origen aqueiropoieta, una condición para que los iconoclastas abandonen sus martillos y picas, deviene de que son artificio humano mediador que participa viva y activamente en ensamblajes. Con sobrada razón afirman que las imágenes que actúan, las imágenes-agente, “son fruto de una poética(Bartholeyns y Golsenne, 2010: 22-23). Revisemos una nota de esta poética.

Desde el cristianismo primitivo las imágenes de culto han provocado fricciones. Por un lado, tales imágenes fueron rechazadas enfáticamente, pues se les consideraba expresión de una idolatría pagana que debía abandonarse. Por otro, existía una larga tradición de veneración pagana de la efigie del emperador y de todo cuanto había estado en contacto con él, así como de los restos o reliquias que hubiere dejado en el mundo. Su imagen era el sustituto jurídico de su presencia. En el siglo IV, Atanasio de Alejandría había advertido que en “la imagen del emperador está encerrada la idea y la forma del emperador… La imagen podría decir ‘Yo y el emperador somos uno solo. Yo estoy en él y él está en mí’ […] Quien venera el icono, venera en él al emperador, pues el icono es su forma y su aspecto”. Respecto a este tema hubo un inconstante paisaje cultural. Preocupaba el poder que pudiera ejercer la imagen sobre quien la mirara, se temía que el creyente ignorante fusionara la representación con lo representado. A pesar de este temor, en los siglos VI y VII el icono tuvo una difusión extraordinaria. El éxito de los iconos tenía, como una de sus múltiples causas, la necesidad de intercesión, por oposición al cielo musulmán, vacío de intercesor, pero también con la estructura del imperio griego, una colección de ciudades -sometidas a guerras, invasiones y asedios- en las que el santo intercesor llevaba a cabo un patronazgo municipal y cívico (Besançon, 2003: 146). Los iconos tenían presencia por doquier: en las alcobas, en las tiendas, mercados, libros, ropas y utensilios de cocina, en las joyas y jarrones, las murallas, los sellos; la gente los llevaba en sus viajes, creía que hablaban, que sangraban y cruzaban los mares, que volaban por los aires, que se aparecían en los sueños. Las turbulentas oscilaciones entre iconodulia e iconoclasia, que se manifestaban desde siglos atrás, tuvieron su mayor rispidez en el siglo VIII bizantino. Con su radical iconoclastia León III hizo frente a todos los excesos idolátricos; y el Concilio de Nicea II, 50 años después, fue una contrarreacción a sus decisiones: favoreció la vuelta de los iconos y reliquias a las iglesias, reabrió los monasterios e hizo públicos unos decretos en los que indicaba que las imágenes han de recibir veneración, no adoración. El Concilio de Nicea erigió una teología de la imagen, un esfuerzo por otorgar legitimación al culto a las imágenes en la tradición (Belting, 2009: 199). Sustentar esta legitimidad no era tarea sencilla, habida cuenta de que, aducían los iconoclastas, “no encontramos en los libros antiguos que las imágenes deban ser veneradas”.

Una teología de la imagen que tuvo frente a sí el desafío de hacer de la imagen sagrada instrumento de la obra de salvación, y demostrar que Dios así lo deseaba. ¿Qué decir de esas imágenes que, a la vista de todos, eran resultado de la mano del hombre que pretendía reproducir en ellas la naturaleza invisible, inalcanzable, incircunscribible de Dios? ¿Cómo dar cuenta de este desmesurado reto? La única salida posible es dotarlas de dimensión humana: hacer proliferar a los mediadores. En referencia a Cristo, dice San Pablo (Colosenses 1: 15): “Él es imagen de Dios invisible”. Jesús había dicho: “el que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14: 9). Cabe el interrogante, ¿es Cristo parecido o es idéntico a Dios? Hubo diversas respuestas, pero el argumento común fue el platónico, según el cual:

toda imagen surgiría de un prototipo en el que está comprendida virtualmente desde el principio. Así como la impresión al sello y al cuerpo su sombra o su reflejo en el espejo, también a cada prototipo original le correspondería una reproducción […] La tesis platónica permite concluir que no es real lo que no puede reproducirse. La imagen remite a la realidad. Si rechazo la imagen, pongo en tela de juicio esta realidad…[Belting, 2009: 207, 209].

El prototipo y la imagen de Cristo deben diferenciarse, como cuerpo y sombra, pero no se desdoblan en dos personas distintas; diferenciarse Padre e Hijo, pero no son dos dioses, por ello se honra al Padre en el Hijo. Venerar la imagen de Cristo en un icono, tabla de madera pintada, no es idolatría, pues el honor rendido a una imagen se transmite a su prototipo.12 “Por tanto, señala Nicea II, quien venera una imagen, venera lo en ella contenida”. ¿Qué contiene la imagen? A partir de la tesis platónica contiene una realidad, la de Cristo. Al no existir forma legítima alguna de representar santos o escenas sagradas -¿estaba la Virgen de pie, sentada o arrodillada en el momento de la Anunciación?-, se permitieron muchas variaciones: poéticas de la Anunciación, imágenes que produjeron otras imágenes. Esta fusión entre prototipo e imagen está endeudada con las reflexiones de Juan Damasceno, doctor de la Iglesia: ¿cómo dibujar lo inconcebible?, ¿cómo describir lo invisible? No adoro la materia -aclaró-, sino al Creador de la materia, que por mí se convirtió en algo material y se dignó convivir con la materia, que a través de la materia logró mi salvación. No dejaré de adorar la materia a través de la cual me ha sido dada la salvación […] venero la imagen gracias a la cual he ganado la salvación porque está llena de gracia y energía divina (cit. en Freedberg, 1992: 450; y Besançon, 2003: 162). Un ejemplo paradigmático del poder del efecto de presencia. Damasceno muestra con claridad la idea de que las imágenes y objetos rituales no resultan sólo de lo sagrado, sino que lo producen, lo performan. Creo que no se hubiera opuesto a llamarlos iconos de creatividad. Más aún, el doctor de la Iglesia postula una suerte de naturaleza epifánica de la representación, pues para él imágenes y objetos sagrados manifiestan lo que está ausente, lo escondido, lo incognoscible, pero que paradójicamente acabaremos por conocer. Dirige su atención a esas experiencias rituales, excepcionales, que provocan un silencio elocuente ante la presencia, aquí y ahora, de lo inefable otro. Su enseñanza me ha hecho recordar -brinco insondable de la memoria- esta nota generosa de Barthes:

es preciso no olvidar que el objeto es el mejor mensajero de lo sobrenatural: se encuentra fácilmente en el objeto, a la vez, perfección y ausencia de origen, conclusión y brillantez, transformación de la vida en materia (la materia es mucho más mágica que la vida), y para decirlo en una palabra, en el objeto se encuentra un silencio que pertenece al orden de lo maravilloso [1999: 154].

Generosa porque nos ofrece una lección para el análisis ritual: no ocuparnos tanto del mensaje, sino de la presencia misma del mensajero -chamanes, sacerdotes, divinidades-. A propósito de las imágenes en las que aparece el rostro de Cristo, Máximo el Confesor pedía en el siglo VII ver lo trascendente en lo inmanente, afirmaba que no hay que buscar ni más arriba ni a mayor profundidad que lo que el rostro de Cristo, semejante al nuestro, ofrece a la contemplación: ahí se encuentra lo divino. Fruto de las manos del pintor, el objeto sagrado no es obra de su libre albedrío, pues remite a un prototipo, según el principio de semejanza. La aparición del arte y de los artistas vendrá después, pero no es ajena a esta discusión. En una vuelta de tuerca ingeniosa, Besançon agrega que los artistas -los contemporáneos incluidos, y acaso ellos por encima del resto- siguen el principio de Máximo cuando “buscan en las cosas las cosas mismas, dotadas de más realidad de lo que la vulgaridad discierne en ellas, y reflejando en su superficie toda la profundidad del mundo” (2003: 155): la potencia del mensajero, que también es persona distribuida. Justo por ello, los objetos e imágenes sagrados -las obras de arte- tienen una suerte de vocación y dirección: la de ser consideradas “no hechas por mano humana”, objetos aqueiropoieta; ambiguos porque la perfección no es humana y no tiene origen, aunque no cesan de señalarlo -por ejemplo, “el divino Bach”-, porque transforman la vida en materia, porque se les reconoce una fuerza sobrenatural que da legitimidad a su culto, a su contemplación apasionada, a su disfrute ritual. Nos remiten a presencias reales y sus efectos que, parafraseando a George Steiner (2001: 286), están enraizadas en la materia, en el cuerpo humano, en la piedra, en el pigmento, en la vibración de la cuerda…

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1De aquí que asigne a los estudios del performance los compromisos con las tres a y con las tres c: arte, análisis y activismo; creatividad, crítica y ciudadanía (compromiso cívico por la justicia social).

2Véase Lombardi y Pérez Ransanz (2012: 27-28). Para esta forma de realismo, lo que existe -el mundo “tal y como es en sí mismo”, el mundo “ya hecho”, una ontología última y fundamental- no depende ni de la cultura, ni de época histórica alguna, ni de los sistemas conceptuales del sujeto qua sujeto de conocimiento.

3Las autoras añaden: “la ontología no se entiende como un mundo metafísicamente independiente, sino como un mundo parcialmente constituido por el esquema conceptual” (Lombardi y Pérez Ransanz, 2012: 46, 72). El “que una cosa” sea es enteramente compatible con diversos “cómo sea”. La propuesta de un realismo ontológicamente plural apela a la relatividad conceptual, pero no sucumbe en el relativismo.

4Véase Kockelman (2006: 81 ss.) para el desarrollo de esta crítica. En otro trabajo, Kockelman aduce que “asimilar el significado a la mente [una concepción mentalista del significado: RDC] es uno de los errores más fatales de la semiótica del siglo XX” (2005: 239-240).

5Véase en la misma dirección Ingrid Geist: los signos han de traducirse en acciones o hábitos de acción, deben contener vida (1998: 7).

6Que invita a una reflexión pragmática de los qualia (véase Harkness, 2015, y Chumley y Harkness, 2013).

7El que Bacon haya sido calvinista constituye un dato significativo para comprender su posición antirritualista, pero no todo antirritualismo se puede explicar a partir de este dato: constituía una corriente amplia de opinión en el siglo XVII. En La cultura popular en la Europa moderna, Peter Burke utiliza la frase “la reforma de la cultura popular” para describir los intentos que de modo sistemático llevaron a cabo personas procedentes de las clases cultas para pretender cambiar las actitudes y valores del pueblo. Muchos de estos reformadores, que se opusieron a ciertas formas de religiosidad popular, eran miembros de la Iglesia católica. Los jesuitas que predicaban en Huelva, España, por ejemplo, declaraban a fines del siglo xvi que sus habitantes “parecen más indios que españoles” (Burke, 1991: 296 ss.).

8La referencia obligada aquí es desde luego Bajtin (1987).

9Véanse por ejemplo Burke (1991), Vigarello (1991 y 2005), y Muir (2001).

10Para Marcel Mauss, el cuerpo es, al mismo tiempo, un objeto sobre el cual los procesos culturales se despliegan disciplinándolo, pero también la herramienta original por virtud de la cual esta realización se lleva a cabo (1979: 342).

11Véanse por ejemplo los magníficos textos de Jennings (1982), Smith (1986) y Schilbrack (2004).

12Así quedó escrito en Nicea II: “La honra debida a la imagen recae en el prototipo, en el original; quien venera una imagen, venera lo en ella contenida […] Mediante la contemplación de las imágenes, todos los que se suman en ella deben rememorar, revivir los prototipos, y aspirar a ellos, mostrándoles reverencia y veneración plena, pero no la verdadera adoración, que, según nuestra fe, sólo corresponde a la naturaleza divina” (cit. en Belting, 2009: 666; cf. Freedberg, 1992: 439).

Recibido: 09 de Enero de 2017; Aprobado: 17 de Marzo de 2017

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