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Alteridades

versão On-line ISSN 2448-850Xversão impressa ISSN 0188-7017

Alteridades vol.25 no.50 Ciudad de México Jul./Dez. 2015

 

Lecturas

 

Prácticas etnográficas. Ejercicios de reflexividad de antropólogas de campo*

 

Reseñado por María Pozzio**

 

* Rosana Guber (comp.), Prácticas etnográficas. Ejercicios de reflexividad de antropólogas de campo, Instituto de Desarrollo Económico y Social/Miño y Dávila, Buenos Aires, 2014, 224 pp.

 

** Universidad Nacional de La Plata. Calle 51 entre 122 y 123, C. P. 1925, Ensenada, provincia de Buenos Aires, Argentina. <mariapozzio@gmail.com>.

 

Prácticas etnográficas. Ejercicios de reflexividad de antropólogas de campo, compilado por Rosana Guber, es un producto genuino del Centro de Antropología Social (CAS) del Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES) de Buenos Aires, desde donde se enseña antropología y se generan espacios de reflexión sobre las prácticas etnográficas con estudiantes y pares. El libro es un claro exponente de esos espacios y consideraciones. Diez etnógrafas, con trayectorias diversas y trabajos de campo que nos llevan desde el Chile austral hasta la policía de investigaciones de una ciudad brasileña, nos muestran en los distintos capítulos el modo en que "estar allí" significó una experiencia transformadora para ellas -como personas y como investigadoras- y para sus respectivos trabajos de investigación. No se trata de anécdotas pintorescas ni de autohomenajes al "involucramiento", tampoco de hablar de ellas y no de los otros; son ejercicios de reflexividad donde la misma noción recupera dimensiones de lo planteado por la antropología llamada posmoderna y por Pierre Bourdieu, Harold Garfinkel, Mariza Peirano, así como por los antropólogos sociales que en la década de los sesenta se preguntaron sobre su lugar en el campo, en el proceso de conocimientos y en las agendas públicas de investigación científica.

Así, en la introducción Guber afirma que las investigadoras son "la herramienta" del trabajo de campo, pues no se puede conocer "desde ninguna parte y desde nadie", pero va más allá y agrega que es posible incorporar la reflexividad a todas las dimensiones de la vida: "Lejos de proveer miradas desinteresadas, estereotipadas o neutrales, nosotras también construimos, y muy activamente, los mundos que decidimos, y que nos permiten, explorar" (p. 29). Los siguientes capítulos lo demuestran y, si bien cada uno puede ser tomado en sí mismo, juntos encadenan un argumento que deja en claro cómo las relaciones de campo son relaciones sociales que nos atraviesan. Como la introducción comienza con un extracto del cuento "El etnógrafo", la autora decide cerrarla señalando que la moraleja del cuento está en que, en vez de ir tras un secreto, como Fred Murdock o el mismísimo Indiana Jones, lo que en realidad interesa a los etnógrafos es "aprender a caminar las sendas de otros cotidianos" (p. 35). Y los cotidianos por los que este libro transita son variados.

En el primer capítulo, "La reflexividad o el análisis de datos. Tres antropólogas de campo", las tres en cuestión, con trayectorias y temas de investigación disímiles -Rosana Guber, los veteranos de la Guerra de Malvinas; Diana Milstein, instituciones educativas, y Lidia Schiavoni, el incesto en barrios populares de la provincia de Misiones-, nos muestran cómo ciertos encuentros en el campo ponen en juego, sorprenden y obligan al análisis crítico de nuestros propios mundos. Diana Milstein describe la sorpresa que le provocan ciertos comentarios de la directora de la escuela donde realiza su trabajo, los cuales la obligan a "reubicarla": la mujer, a quien conocía por su activismo sindical, ha convertido una bandera de la Guerra de Malvinas (emprendida por la última dictadura militar y tema incómodo para el activismo de los sindicatos, los movimientos de derechos humanos, entre otros) que fue donada por un soldado anónimo en un tesoro de la institución y, al mismo tiempo, en símbolo de la defensa de la escuela pública, como espacio de derechos y soberanía que es necesario defender -como en su momento las Islas Malvinas- de los embates del neoliberalismo. Por su parte, Schiavoni da cuenta de lo difícil que le resultó encontrar un "punto justo" entre lo que ella suponía que podía ser una indiscreción y los relatos de experiencias incestuosas que las mujeres le contaban en el campo: la autora reflexiona sobre los silencios, la responsabilidad de la escucha y las propias ideas sobre el vínculo filial. A su vez, Guber analiza cómo el mundo del "progresismo universitario" y la memoria respecto del terrorismo de Estado encarnan en profundas contradicciones para una académica que perdió un hermano -piloto de aviación- en la Guerra de Malvinas, y cómo la investigadora, que conoce ambos mundos, puede poner de relieve esa contradicción.

En el segundo capítulo, "Mujeres en el pozo y en la obra. Reflexividad y aprendizaje significativo en dos etnografías sobre el mundo del trabajo", Patricia Vargas y María Cristina Villata estudian dos elementos que comparten: no provenir de la antropología —sino del campo de la educación- y, siendo mujeres, haber desarrollado trabajos de campo en territorios masculinos —un pozo petrolero en la provincia de Neuquén y entre obreros de la construcción—. Las autoras muestran cómo sus experiencias les permitieron acceder a aspectos clave de las masculinidades en cuestión y poner de relieve también lo esencial que resultan "las recomendaciones" y los modos en que se "entra" al campo, para entender finalmente qué sucede allí con nuestra presencia.

En el tercer capítulo, "O te vamos a ir a buscar... Un caso de brujería en los límites de la observación participante", Laura Colabella relata las vicisitudes de su trabajo de campo entre organizaciones "piqueteras" en el Gran Buenos Aires. A partir de un "incidente" en el campo —la presencia en un hecho de "brujería" y una amenaza que le fue proferida—, la autora plantea la performatividad de ciertas palabras en ciertas situaciones, los límites de la observación participante y el sentido que los otros le dan a la "observación" del investigador. Todo esto la llevó a hacerse una pregunta que todos los etnógrafos se hacen en algún momento: "¿Con quiénes asumimos nuestro compromiso cuando nos embarcamos en una investigación empírica que supone internarnos en la cotidianeidad de personas que por lo general, nos eran completamente ajenas antes de iniciar nuestro trabajo de campo?" (p. 110).

El siguiente capítulo, "El secreto, el informante y la información: indagaciones reflexivas sobre la etnografía y la investigación policial", escrito por Brígida Renoldi, es una interesante reflexión sobre lo que constituye un "secreto" y una "investigación" para los etnógrafos y para los sujetos de estudio; en su caso, la policía federal brasileña. La autora plantea que lo relevante en torno del secreto es ver su forma, la red de significados de lo que puede ocultarse y lo que puede ser dicho, más que el contenido mismo del secreto. En una sintonía similar, el capítulo cinco, "El anonimato de las fuentes en el trabajo etnográfico con élites", es la reflexión de Alicia Méndez sobre el anonimato de las fuentes y todo lo que influye en el análisis, sea limitándolo o dilucidando sobre los sujetos de estudio —en especial, como es el caso, cuando se trata de estudios sobre élites—. En el texto "Enredada. Dilemas sobre el proceso etnográfico de investigación de un chisme y su publicación", Patricia Fasano comenta la idea de que la etnografía no sólo es un método, sino también un enfoque y un texto, por lo que analiza la repercusión que tuvo en su "campo" la publicación de su investigación en forma de libro. La autora afirma que "La publicación, con su sola existencia, revela que la ilusión antropológica de 'ser nativos' por un momento es eso, una ilusión; y dura, por lo tanto, un momento" (p. 176).

El último capítulo, "¿Qué significa ser/no ser indio/a mapuche? 'Pueblo indígena' y diseminación", de Patricia Vargas, es el más extenso y el que expone de forma más vívida e intimista el hecho de que el trabajo de campo etnográfico es un encuentro de reflexividades. La autora realizó su estudio sobre las pastorales indígenas, agrupaciones de la Iglesia católica que realizan tareas sociales y misioneras con los indígenas del territorio argentino. En un momento, Vargas cuenta que fue interpelada por un miembro de la pastoral por su identidad indígena, lo que la enfrentó a una respuesta automática que, en un ejercicio de des-objetivización e historización de las categorías de análisis, la hizo indagar en un pasado familiar que informará de manera sustancialmente distinta —y sentimentalmente también, podemos imaginar— su análisis, su trabajo de investigación y los posteriores desarrollos de su trayectoria académica. Este texto es el ejemplo más contundente de que el investigador y su discurso son desestabilizados, afectados, movilizados, transformados, por la palabra nativa, por lo que el conocimiento antropológico —y en general el conocimiento científico, agregarían críticas feministas como Fox Keller— es un conocimiento encarnado, y en eso radica su valor.

El libro no es un manual pero enseña. Las autoras escriben sobre tramos de sus vidas que se enlazaron e hicieron posible la emergencia de "técnicas", "datos" y "análisis", y con ello muestran que la etnografía se hace como se enseña: haciendo, estando, contando, sintiendo, mirando, escuchando con los otros y con uno/a —investigador que produce conocimiento sobre el mundo social—, conociéndose a sí mismo en esa instancia tan sacralizada pero a la vez tan personal e intransferible que es el trabajo de campo etnográfico. De paso, las autoras brindan al lector mexicano una breve idea de lo que hacen las antropologías en el cono sur.

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