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Alteridades

versión On-line ISSN 2448-850Xversión impresa ISSN 0188-7017

Alteridades vol.25 no.50 Ciudad de México jul./dic. 2015

 

Investigación antropológica

 

El poder vinculante del sonido. La construcción de la identidad y la diferencia en el espacio sonoro*

 

The Binding Power of Sound. The Construction of Identity and Difference in the Sound Space

 

Ana Lidia Magdalena Domínguez Ruiz**

 

** Profesora-investigadora de la Universidad Pedagógica Nacional. Carretera al Ajusco núm. 24, col. Héroes de Padierna, delegación Tlalpan, 14200, México, D. F. <adominguez@upn.mx, unalaid@hotmail.com>.

 

* Artículo recibido el 03/09/14.
Aceptado el 18/11/14.

 

Resumen

Se busca demostrar la existencia de una socialidad puramente sonora que no es producida por una personalidad o una idiosincrasia —aunque está atravesada por ellas—, sino por condiciones espaciales de proximidad y distancia. Así, se revisará la construcción de la identidad y la diferencia en el marco de un sistema de oposiciones de origen espacial con fundamento en la distinción entre adentro y afuera, a partir del cual surgen procesos de cohesión y conflicto social por mediación del sonido.

Palabras clave: identidad social, socialidad sonora, conflicto espacial, sensación, percepción.

 

Abstract

This paper intends to demonstrate the existence of a strictly sound society that is not produced by a personality or an idiosyncrasy —though it is crossed by them—, but by space conditions of proximity and distance. Thus, the construction of identity and difference will be reviewed within the framework of a system of oppositions of space origin, founded in the distinction between inside and outside, from which processes of cohesion and social conflict arise through the mediation of sound.

Key words: social identity, sound sociability, space conflict, sensation, perception.

 

La conciencia y las dificultades del ser en el mundo social
comienzan, entonces, con la inmersión en el sonido,
que llega desde afuera, desde adentro
y desde el interior, al mismo tiempo.

David Toop

 

Introducción

A grandes rasgos el mundo social trata de las relaciones que tejemos con los demás. Más allá de la complejidad de los procesos y las formas -efímeras, estables, utilitarias, afectivas, armónicas o conflictivas- que estas tramas relacionales llegan a adquirir, existe un aspecto en el que poco se ha reparado, y que sin embargo constituye la materia prima de la socialización: su naturaleza sensible. Todo conocimiento deriva de la experiencia y ella se construye a través de los sentidos, éstos son nuestro primer medio de contacto con el mundo y la primera forma de aprehender la realidad por mediación del cuerpo y sus facultades.

En la "Digresión sobre la sociología de los sentidos" Georg Simmel (2014: 622-652) discurre sobre la importancia de reflexionar acerca de la dimensión estética de las relaciones sociales, donde los sentidos no son simples objetos de apreciación sino un puente para el conocimiento del otro. En esta misma dirección, Jean-François Augoyard propone que la sensación y la percepción de las formas deberían ser consideradas como "modalidades inmanentes del lazo social":

Las sensaciones constituyen una vía única para aproximarse al lazo social, no sólo a través de los modos de socialización e individuación, sino más precisamente y de manera no accesoria, de estudiar la instrumentación concreta de estos modos. Suponer que las manifestaciones aparentes no sólo remiten a una estructura oculta, sino que también expresan por sí mismas algo sobre la naturaleza del lazo social [Augoyard, 1989: 702].

Si nos interesamos por las formas concretas y perceptibles a través de las cuales los seres humanos se relacionan entre sí, debemos comenzar por reconocer que cada uno de nuestros sentidos nos proporciona una vía única para acceder a la realidad, cada canal sensorial procesa una materia distinta, y es en función de ésta que elabora sus propios esquemas espacio-temporales, que son las coordenadas de toda experiencia y también de todo hecho social. Al respecto de la especificidad de los sentidos dice Edward Hall: "La tamización selectiva de los datos sensorios deja pasar algunas cosas y excluye otras, de modo que la experiencia percibida a través de una serie de filtros sensorios normados culturalmente es muy diferente de la experiencia percibida a través de otra serie" (2003: 8). Es así que por medio de la vista, el oído, el tacto o el olfato, el ser humano produce, reconoce y habita un mundo acústico, visual o proxémico, y que son mutuamente excluyentes.

La observación del mundo social a través de los fenómenos sonoros pone al descubierto múltiples procesos de orden cognitivo e interaccional. Las sensaciones auditivas están implicadas, desde antes de nuestro nacimiento y a lo largo de la vida, en los mecanismos mediante los cuales adquirimos conciencia de nosotros mismos y nos vinculamos con los demás. De esta forma, el sonido participa activamente del juego de las identidades y la diferencia al configurar un sistema de oposiciones de origen espacial con fundamento en la distinción entre el adentro y el afuera, oposiciones que a la larga habrán de convertirse en áreas de acción y significación: próximo-lejano, propio-ajeno, familiar-extraño, yo-el otro, objetivo-subjetivo, público-privado, inclusión-exclusión.

En el presente trabajo analizaremos la conformación y la confrontación de las identidades sociales utilizando el sentido del oído para observar los componentes sensibles de la cultura, con el objetivo de demostrar que el sonido es, al mismo tiempo, una sustancia estructurante de relaciones sociales y también culturalmente estructurada.

 

Identidad sonora

La identidad es, en primera instancia, una unidad distinguible que tiene la función de diferenciar una cosa de otras. La distinguibilidad, dice Gilberto Giménez, "supone la presencia de elementos, marcas características o rasgos distintivos que definan de algún modo la especificidad, la unicidad o la no sustituibilidad de la unidad considerada" (1997: 4). En contraste con el mundo de los objetos, cuya definición se realiza a partir de rasgos objetivos y desde el punto de vista de un observador externo, la distinguibilidad es una cualidad que necesita ser reconocida por los demás para concretarse como identidad social; es decir, no basta con que las personas se perciban como distintas, sino que esta diferencia debe que ser reconocida por otros. Como veremos a continuación, el sonido participa activamente y de diversas maneras en el juego de las identidades sociales, es decir, como rasgo identificador y diferenciador.

El sonido es siempre un indicio de algo, de alguien, de un momento o de un lugar. Todas las acciones diarias inscritas en la rutina, los contactos con las cosas y los encuentros con las personas producen un sonido; todos los lugares reales o imaginarios que habitamos, los escenarios que recorremos y los momentos que experimentamos poseen una sonoridad particular. Que las personas, los grupos, los lugares y las cosas tengan una sonoridad propia, y que mediante la escucha podamos reconocerla, son los mecanismos que permiten que opere la identidad sonora, concepto que sirve para referir a un sonido distintivo gracias al cual los individuos y los grupos se reconocen entre sí y se diferencian de los demás.

R. Murray Schafer, músico canadiense y creador del concepto de paisaje sonoro, se aproxima a la idea de identidad sonora recurriendo a la noción de soundmark (marca sonora), para aludir a un sonido característico de un contexto que actúa como una especie de "jingle de una comunidad", en tanto tiene el poder de imprimirse en la memoria y su escucha remite irremediablemente al reconocimiento de ese lugar. La sonoridad particular de un lugar depende de diversos factores. El mundo natural proporciona al ser humano su primer repertorio sonoro: las voces de los animales que habitan cada ecosistema, los recursos naturales como los cuerpos de agua, el tipo de suelo, la vegetación y la orografía, e incluso los fenómenos climáticos como las corrientes de frío, las heladas, las ondas de calor y el viento. Todas estas condiciones tienen un papel activo en la manera específica en la que suena un lugar y, por lo tanto, en la definición de su identidad sonora.

Un sonido ambiente no sólo es consecuencia de todos sus componentes que producen algún sonido, sino también de todos los que transmiten sonido y los elementos que modifican ese sonido [...] Si escuchamos, de verdad, la topografía, el grado de humedad del aire o el tipo de materiales en la capa superficial del suelo, veremos que son tan importantes y definitorios como el sonido producido por los animales que habitan cierto espacio [López Barrio, cit. en Alonso, 2003: s. p.].

El medio natural también constriñe la producción sonora en razón de sus posibilidades materiales. Al respecto, dice Schafer, podemos hablar de la existencia "de culturas de bambú, de madera, de metal, de cristal o de plástico, refiriéndonos a que estos materiales producen un repertorio de sonidos con resonancias específicas cuando son tocados por agentes activos, seres humanos, viento o agua" (cit. en Alonso, 2003: s. p.). Esta constricción del entorno se pone en evidencia, por ejemplo, en la historia de los instrumentos musicales. La sofisticación de las herramientas para hacer sonidos tuvo que ver, en principio, con los recursos que la naturaleza puso a la mano del ser humano, desde el choque de las palmas, las pisadas, la voz y los golpes contra el propio cuerpo -y que hoy día aún constituyen una de nuestras primeras experiencias con la música-; pasando por medios indirectos como las piedras, los troncos, los frutos, los huesos y las pieles y, más tardíamente, con el uso de los metales aplicados a la fabricación de instrumentos.

En su diversidad, el lenguaje posee una sonoridad particular que lo convierte en un rasgo peculiar de una región, como lo serían la comida o una vestimenta típica. La distinción en este campo se construye a partir de los juegos del lenguaje; éstos incluyen un repertorio de palabras, orden y reglas, además de la musicalidad definida por los modos de enunciación, los acentos, la entonación, el ritmo marcado por la respiración y los usos del silencio. En este sentido son privativos de México, por ejemplo, el acento norteño, el yucateco o el habla chilanga del Distrito Federal. Estas denominaciones actúan como una suerte de "gentilicios sonoros" que remiten al modo de hablar de las personas en ciertas regiones del país, y es justo de este material que se nutre el imaginario sonoro para elaborar estereotipos.

Dentro del catálogo de sonidos de un lugar existen algunos cuya presencia es dominante, no forzosamente por su potencia sino porque en términos culturales son significativos; éstos actúan como emblemas en cuanto condensan los valores de un grupo, de una época o de una cultura, y se llegan a inscribir en la geografía simbólica de un paisaje cultural. Así, las campanas son el emblema sonoro de Cholula -"la ciudad de las 365 iglesias"-, la locomotora condensa el espíritu de la Revolución Industrial y el ruido es tan distintivo de la vida urbana como el canto matutino del gallo lo es del campo. El poder simbólico de estos emblemas se concreta con la escucha, acción mediante la cual se procesa el reconocimiento de un sonido y se activan sentimientos de pertenencia. La música es la manera en que el sonido se vuelve impronta y sirve para designar pertenencias a través de los himnos nacionales, los géneros musicales o la música de época, incluso podemos hablar de música con una marca de clase, de género o etaria.

Hoy día, el paisaje sonoro -concepto en el que caben las diversas expresiones de la identidad sonora que hemos mencionado- es reconocido como patrimonio cultural intangible, por contribuir al refuerzo de la identidad y la memoria colectivas. Este concepto es definido por la Unesco como: "los usos, representaciones, expresiones, conocimientos y técnicas -junto con los instrumentos, objetos, artefactos y espacios culturales que les son inherentes- que las comunidades, los grupos y en algunos casos los individuos reconozcan como parte integrante de su patrimonio cultural" (2003, s. p.). Dentro de este repertorio se encuentran diversas expresiones vivas de la cultura que no poseen forma física concreta tales como los mitos y los rituales, la lengua, la música, los juegos y la danza, las tradiciones culinarias, los conocimientos técnicos relacionados con la artesanía, y los espacios culturales -mercados, ferias, fiestas y santuarios, entre otros-. De aquí la preocupación, más o menos reciente, de preservar la riqueza sonora y cultural de los países, echando mano de proyectos como los mapas sonoros o las fonotecas.

El sonido como atributo de la identidad incluye todas aquellas expresiones sonoras que se consideran propias, ya sea porque nosotros las producimos o porque son una voz colectiva de la cual nos sentimos parte; esta identificación también engendra la diferencia, es decir, el reconocimiento de un mundo sonoro que es ajeno al nuestro y con el cual también nos vinculamos.

 

El comportamiento espacial del sonido

El sonido es energía vibrátil e inestable que no tiene forma concreta y difícilmente se contiene; para él, todo espacio es extenso y los límites físicos una materia fácil de traspasar. El sonido no obedece las leyes de organización espacial a las que estamos acostumbrados, es decir, aquella de la vista y el tacto cuya sustancia específica les permite definir de modo mucho más claro un territorio.

Pensemos esta diferencia a partir de las habitaciones delimitadas por muros que hacen evidente el adentro y el afuera, y donde el cierre y la apertura de puertas y ventanas constituyen un mecanismo eficaz para controlar el acceso. El sonido, sin embargo, no reconoce como límites a estas consistencias físicas; el cuerpo mismo, en tanto territorio privado, no está capacitado para controlar la información que recibe a través de los oídos, pues éstos, si se comparan con los ojos, no cuentan con párpados para escapar de los estímulos sonoros [Domínguez, 2011: 34].

Hay quienes, tratando de explicar las particularidades del sonido y su comportamiento espacial, utilizan diversas imágenes visuales como referencia. Jean-François Augoyard (1989) explica la conformación del espacio sonoro social a partir del efecto del "gradiente", es decir, un continuum a lo largo del cual el sonido se distribuye con distintas intensidades, y donde lo público y lo privado no son valores mutuamente excluyentes, sino que sólo varían relacionalmente su presencia e intensidad en un territorio. Édith Lecourt utiliza el término de halo sonoro para referirse a la delimitación subjetiva de los fenómenos que conforman la identidad sonora individual. El halo es un fenómeno producido por el resplandor que irradia de un objeto y que se difumina de adentro hacia fuera, en una relación entre intensidad y distancia; por analogía, el halo sonoro es un espectro de ondas auditivas que se forman en torno a una fuente y se expanden sobre un espacio cuya amplitud está determinada por la fuerza de la emisión.1 Al respecto de este efecto expansivo del sonido, Leonardo Da Vinci explicaba: "A pesar de que las voces que penetran en el aire proceden de fuentes y se desplazan con movimiento circular, los círculos propulsados desde sus diferentes centros se encuentran sin ningún obstáculo y penetran y pasan los unos a través de los otros, manteniendo, sin embargo, el centro desde el cual aparecen" (cit. en Toop, 2010: 75).

Didier Anzieu explica la conducta espacial de la materia sonora a partir de la "envoltura", el concepto fundador de su teoría del Moi-peu (yo-piel). Según Anzieu, la piel es una envoltura corporal que funciona como una suerte de interfaz, mediante la cual el niño se vincula con el mundo que lo rodea y desarrolla la conciencia de sí mismo durante sus primeros años de vida. En esta misma lógica existe una envoltura sonora2 que rodea al individuo como las capas de una cebolla; es en función de la proximidad y la distancia entre esta "piel audiofónica" y los estímulos sonoros, que se configuran aquellas experiencias que contribuyen a la formación de las nociones del yo y del otro.

Un espacio sonoro es, pues, una burbuja acústica en la que estamos inmersos y donde concurren sonidos provenientes de fuentes y distancias diversas. En estos espacios la proximidad actúa en un doble sentido: como emisores permite que nuestras emisiones se expandan en función de la potencia y escapen de nuestro dominio, mientras que como receptores nos permite integrar a nuestro campo de escucha sonidos provenientes de múltiples esferas. Es así que nuestro entorno sonoro resulta ser una mixtura de sonidos y de espacios. Este fenómeno ya está presente in utero, donde a través del sonido y el tacto nos reconocemos y comenzamos a prefigurar una noción del yo indisolublemente ligada a la de nuestra madre, en la medida en que compartimos un mismo espacio acústico; es también por vía del sonido que el ser humano advierte la existencia de un mundo externo a él y descubre la experiencia de lo otro. De aquí la importancia del sonido y la escucha en la conformación de la identidad y la génesis de la diferencia.

Este baño de sonidos configura el Yo-piel y su doble faz vuelta hacia adentro y hacia afuera, porque la envoltura sonora está compuesta de sonidos emitidos alternativamente por el entorno y por el bebé. La combinación de estos sonidos produce, pues: a) un espacio-volumen común que permite el intercambio bilateral [...] b) una primera imagen -espacio-auditiva- del propio cuerpo y c) un vínculo de realización fusional real con la madre (sin el cual la fusión imaginaria con ella no sería posteriormente posible) [Anzieu, 2007: 181].

El surgimiento de vínculos sociales por la vía sonora tiene mucho que agradecerle al poder expansivo del sonido y a la disolución de las fronteras. Si no hay nadie lo suficientemente cerca como para escucharnos o si no escuchamos a nadie más, el vínculo sonoro no se concreta; sin embargo, cuando gracias a la cercanía nos alcanza un sonido, se crea entre nosotros y los otros una vía primordial de comunicación. Estamos frente a una modalidad de la sociabilidad pura propuesta por Simmel, en tanto que se apela al nacimiento de lazos sociales por vía de la forma sensible y no del contenido, y donde el elemento vinculante es la materia a través de la cual las personas entran en contacto entre sí.

Así, el contacto sonoro constituye el germen de una forma de interacción fincada en los fenómenos de proximidad y distancia, donde la mucha cercanía con los otros representa siempre una posibilidad de fusión y, por lo tanto, una promesa de seguridad o de amenaza. Es justo en los intersticios de los territorios sonoros, ahí donde hay riesgo de fusión, que actúa la fuerza vinculante del sonido, ya sea bajo la modalidad de comunión o la de ruptura.

 

La resonancia, el poder vinculante del sonido

Helen Keller decía al respecto de la importancia social de la escucha: "Soy tan sorda como ciega. Los problemas de la sordera son más profundos y complejos, si no más importantes, que los de la ceguera. La sordera es una desgracia mucho peor, pues significa la pérdida del estímulo más vital: el sonido de la voz que trae el lenguaje, expresa los pensamientos y nos mantiene en la compañía intelectual del hombre" (cit. en Ackerman, 1992: 227), concediendo al sentido de la audición y a la escucha un papel fundamental en los procesos de conocimiento y de construcción de vínculos sociales.

En su acucioso análisis sobre las diferencias entre las culturas visuales y sonoras aparecido en La galaxia Gutemberg, Marshall McLuhan atribuye al oído un poder de convocatoria y comunión que no posee la vista. Para el autor, los miembros de las comunidades tribales están sensorial y emocionalmente más involucrados con su grupo de pertenencia, justo porque tienen al oído y al habla como vía primordial de comunicación y único sostén de la memoria grupal. Al respecto de esta distinción entre vista y oído, Simmel le atribuye al sonido "la capacidad de crear unidades sociológicas y comunidades mucho más estrechas de impresiones, que las que se producen a partir de las sensaciones visuales" (2014: 629). La falta de fronteras bien definidas pareciera difuminar la identidad individual, de aquí que el oído se identifique como el sentido del "nosotros" por su naturaleza envolvente -inclusiva-, a diferencia de la vista, que es el sentido del "yo".

¿En dónde radica el poder vinculante del sonido? Michel Chion describe al oído como un sentido bisensorial, refiriéndose a que el sonido como dato se procesa a través de dos vías: el oído y el tacto. La primer vía corresponde al acto de escuchar, entendiendo por éste no sólo una función fisiológica que nos permite captar sonidos, sino como la facultad psicológica y cultural de interpretar -percibir- un sonido como materia inteligible. La segunda vía deriva de la naturaleza vibrátil del sonido a través de la cual éste adquiere la capacidad de "tocarnos", este efecto se produce gracias a los resonadores que hay en todo nuestro cuerpo mediante los cuales viaja el sonido. Chion denomina a esta vía covibración y la define como "el fenómeno en virtud del cual una parte de nuestro cuerpo vibra por 'simpatía' con el sonido" (1999: 78), este efecto también es conocido como resonancia.

Cada vía, la sonora y la táctil, procesa un tipo de información distinta y es en función de éstas que el sonido llega a convertirse en símbolo, es decir, en un condensador de sentidos. El sonido que se procesa como contenido racional gracias a la escucha da origen a lo que Maurice Merleau-Ponty denomina simbolismo convencional, justo porque su significado es atribuido por convenciones sociales -como en el caso de los emblemas sonoros que referíamos páginas atrás-; dichas convenciones, agrega, "sólo pueden aparecer como variantes o diferencias por relación a una comunicación previa, esto es, presuponen la comunicación silenciosa de la percepción" (cit. en Ralón de Walton, 1988, s. p.). Por su parte, la experiencia sonora que se vincula al cuerpo se rige por un simbolismo natural, justo porque en su proceso de significación no operan procesos racionales sino emotivos. En realidad, ambas vías aparecen como dos momentos distintos del proceso de significación: un sonido significa porque emociona y emociona porque la escucha hace emerger diversas asociaciones relacionadas con éste.

Por lo general pensamos en el sonido como algo liviano, pero pocas veces reparamos en su poderosa consistencia; sin embargo, cuando decimos que un sonido nos hace vibrar o hemos tenido la sensación de ser golpeados por altos volúmenes, experimentamos esa parte de la naturaleza de un sonido que lo asemeja a la consistencia de un cuerpo sólido. Es precisamente esta característica del sonido la que permite a los sordos "oír" disparos de armas, un taladro, el motor de los vehículos o el vuelo de un avión, sonidos ricos en frecuencias graves que son los que producen vibraciones. Este hecho demuestra que no es indispensable la mediación del oído para tener una experiencia sonora significativa, o que la sensación auditiva es un mecanismo mucho más complejo que no sólo involucra al oído.

La eficacia simbólica por la vía emotiva radica en la necesaria copresencia y enunciación unísona, pues es en los terrenos de la piel y las emociones donde se fragua la naturaleza agregativa del sonido. Así lo corroboran los llamados sonidos primordiales o mantras, utilizados como método para inducir trances mediante la repetición hipnótica de una sílaba, de una frase o de una palabra, hasta gastar su significado lógico y reducirlo a vibración pura. En esta misma vibración reside la capacidad del sonido para crear comunidad por medio del contagio colectivo. Bajo este principio Elias Canetti describe el fenómeno de las masas rítmicas: hombres que caminan juntos y cuyos pasos, en la medida en que se hacen más fuertes, se van unificando hasta crear un unísono, es decir, un lazo sonoro inducido por el ritmo de sus pies.

Cuando los danzantes pisan con fuerza, suenan como si fueran más, y ejercen sobre todos los que están cerca una fuerza de atracción que no cederá mientras la danza dure. Todo ser vivo que llegue a oírlos se les unirá y permanecerá unido a ellos [...] Y ante nosotros baila finalmente una sola creatura de cincuenta cabezas, cien piernas y cien brazos que actúan todos exactamente de la misma manera o con la misma intención. En su excitación extrema estos hombres se sienten realmente un solo ser, y lo único que los abate es el agotamiento físico [Canetti, 2005: 92].

El fenómeno descrito por Canetti sería una suerte de mantra colectivo, puesto que quienes marchan juntos experimentan un estado de excitación común. Esta es la fuerza que abraza a los danzantes, a los ejércitos, a los peregrinos en procesión y a los bailadores de tarima en un fandango; también a quienes cantan en un concierto, a los que rezan en conjunto y a los que gritan consignas en una marcha. Al respecto de estas últimas, dicen Antebi y González: "las consignas coreadas expresan una síntesis radical de los motivos que generan la reivindicación y sus ecos perduran en la memoria colectiva, a veces como símbolo de periodos enteros. Tal vez porque constituyen un recurso formal de primer orden, simple, directo y redundante, a través del cual el grupo se une y se presenta a sí mismo, literalmente, como una sola voz" (s. f.: 74).

Son justo estas emociones, experimentadas por el individuo pero vividas en grupo, sobre lo cual se fundan las comunidades emocionales descritas por Michel Maffesoli. A partir de este concepto, el autor describe ciertas configuraciones sociales donde sus miembros están unidos por un lazo orgánico, y cuyo mecanismo de cohesión son las emociones vividas de manera colectiva gracias a la proximidad; ésta es la fuerza agregativa que caracteriza a los placeres populares, los fenómenos de multitud y las explosiones orgiásticas. Las expresiones como la devoción, el patriotismo o el fanatismo, antes de ser sentimientos colectivos y manifestarse bajo estos nombres, son respuestas muy concretas del cuerpo frente al sonido.

A las reacciones psicofisiológicas frente a los estímulos sensoriales se les denomina emociones -del latín emotio, del verbo emovere, que significa "aquello que te mueve hacia"- y son provocadas, en principio, por los mismos atributos físicos de la materia sonora tales como la intensidad, el volumen, la frecuencia o el timbre. A esta fuerza natural del sonido para hacer reaccionar al cuerpo, Martine Leroux (1991) le denomina la universalidad de las emociones y utiliza esta propuesta como hipótesis para analizar la manera en que las cualidades acústicas del sonido generan sensaciones ansiógenas más allá de las subjetividades y de particularismos culturales.

La fuerza emotiva del símbolo sonoro también actúa por mecanismo de la evocación, que consiste en la posibilidad de reconstruir, por medio de la escucha y bajo forma de vivencia, escenas primordiales o momentos muy significativos de nuestra vida. La evocación, a diferencia de la memoria, no se trata de recuerdos que aparecen bajo la forma de imágenes, sino de sensaciones puras asociadas al valor emocional del sonido. La música es el ejemplo por antonomasia del mecanismo evocativo del sonido. Cuando decimos que una canción ha tocado nuestras fibras más sensibles nos referimos al hecho de haber experimentado reacciones como estremecimiento, euforia, miedo, tensión, calma, aflicción o angustia ante el sonido.

 

La extinción de los límites y el conflicto sonoro

Hemos visto que los territorios que se forman desde lo sonoro son amplios y sus límites son difusos.

Jean-François Augoyard dice al respecto que: "en el dominio de la vida animal, la etología no ha encontrado incompatibilidad entre la fluidez, la variación permanente y la no-linealidad que caracteriza a las señales sonoras naturales (in-situ) y la definición de un territorio individual" (1989: 706). En el mundo del ser humano, sin embargo, la falta de distinción entre los espacios público y privado -otro par de nociones de origen espacial- es un asunto mucho más delicado, pues gran parte del orden social está fincado en esta separación y parece necesitar de fronteras bien definidas para funcionar. Los límites, en este sentido, no sólo contienen un espacio sino que designan áreas de acción y significación.

Con respecto al carácter sensible de la proximidad, dice Georg Simmel, "se manifiesta en el hecho de que, con vecinos muy próximos, ha de haber una relación ya amistosa, ya hostil, es decir, una relación positiva; y parece que la indiferencia recíproca es imposible cuando existe la proximidad espacial" (2014: 674). Es así que esa cercanía, que hace un momento suponía la posibilidad de construir comunidad, puede convertirse en hostilidad cuando la proximidad del otro se percibe como amenaza y sus emisiones se vuelven intrusivas. Entonces, la disolución de las fronteras y la injerencia de las emisiones en territorios ajenos es causa del nacimiento de una forma de conflicto de carácter sensible y territorial, donde lo que está en disputa es la apropiación sonora del espacio y el respeto a sus límites.

Los conflictos por el territorio sonoro son una forma de socialidad nacida de un asunto de posiciones inconvenientes, es decir, se trata de vínculos que no existirían de no ser porque a ambas partes les tocó la suerte de estar uno cerca de otro. Los conflictos sonoros tienen diversos matices. Éstos van desde aquellos roces que surgen entre personas que comparten un asiento en el transporte público y donde una de ellas escucha música con volumen elevado, haciendo que la otra se incomode por tener que compartir esa sonoridad, hasta los problemas por ruido entre vecinos. A diferencia del fugaz desencuentro del primer caso, los diferendos intervecinales pueden prolongarse en el tiempo, puesto que la cercanía es permanente y las relaciones más complejas.

Refiero a continuación un conflicto por el espacio sonoro que se transformó en auténtica guerra de sonidos. Este hecho ocurrió en los Reyes Coyoacán, un pueblo del Distrito Federal que fue absorbido por la mancha urbana, pero que ha conservado su vida tradicional. La historia me fue contada por un avecindado que llegó a vivir a un conjunto habitacional construido en el centro del pueblo, justo al lado de un terreno baldío, cuyo dueño era un hombre originario de Los Reyes. El problema surgió cuando dicho terreno comenzó a funcionar durante los fines de semana como salón de fiestas. El entrevistado cuenta que la situación para los vecinos se volvió insoportable, la música retumbaba en sus paredes impidiéndoles dormir, descansar, ver la televisión e incluso tener una reunión. Tras varios intentos de llegar a un acuerdo hablando con la gente del salón y después de hacer valer, sin resultado, una serie de artificios jurídicos, los vecinos del condominio optaron por comprar una alarma que se accionaba con el ruido, emitiendo -a decir del entrevistado- un sonido insoportable, que si bien tampoco les dejaba dormir, les brindaba el consuelo de haber arruinado las fiestas del salón. Todo terminó porque el negocio no prosperó y no por un acuerdo entre las partes.

Al hecho de las posiciones inconvenientes pueden sumarse cuestiones de otro orden que agravan los conflictos, como cuando intervienen valores culturales diferenciados en el uso y la valoración del espacio. He aquí dos ejemplos donde los conflictos sonoros tienen un trasfondo cultural que antecede y aviva el hecho concreto de la vecindad.

Israel es un país en cuyo territorio se asientan tres religiones: la judía, la musulmana y la cristiana. Estas dos últimas cuentan entre sus manifestaciones de culto con expresiones vivamente sonoras: el rezo del Corán en voz del muecín que se disemina por altoparlantes situados en las mezquitas, por un lado, y la brillante voz de las campanas de las iglesias; ambas expresiones son voces comunitarias gracias a las cuales los templos se comunican con sus fieles. Muchas ciudades, como Jerusalén, ofrecen al escucha un paisaje sonoro muy interesante, pues a ciertas horas del día se dispersan y mezclan los cantos del Corán y los toques de las campanas.

Al respecto de estas sonoridades sacras, en el año 2011 se discutió en Israel la Ley Muecín, propuesta por la diputada Anastassia Michaeli, representante del partido ultraderechista "Israel es nuestro hogar", con la cual se pretendía prohibir a las mezquitas utilizar los altavoces para llamar al rezo y a las iglesias sonar sus campanas. Michaeli defendió así su propuesta: "No se trata de una iniciativa para provocar, sino por el contrario, para ayudar a muchos ciudadanos que me han contactado. Lo único que queremos es corregir, cambiar y encontrar un equilibrio entre la preservación de la tradición y la necesidad de proteger al medio ambiente".3 No es difícil imaginar que detrás de esta prohibición se hallaban motivos de tipo político-religioso que pretendían acallar las manifestaciones sonoras de los cultos no judíos y defender un territorio simbólico; sin embargo, tampoco podemos pasar por alto el hecho de que estas expresiones puedan, en efecto, "incomodar" a los fieles judíos, quienes sienten que el sonido ha invadido el territorio que consideran suyo. Esta ley fue desechada por juzgarse discriminatoria, y por contribuir a tensar más las ya de por sí difíciles relaciones entre árabes y judíos.

El segundo caso ocurrió en la Ciudad de México, en medio del complicado clima postelectoral de las elecciones presidenciales del 2006. Mientras Andrés Manuel López Obrador dirigía un mensaje a sus seguidores reunidos en el Zócalo se suscitó una pequeña pero significativa batalla sonora cuando desde la catedral metropolitana, ubicada en uno de los costados, sonaron las campanas con un prolongado e inusual tañido. Este hecho provocó la ira de decenas de simpatizantes, quienes irrumpieron en el templo para acusar al cardenal Norberto Rivera Carrera de pretender boicotear el acto político: "¿Será que las campanas saludan a esta convención, o querrán hacer que callen las voces del pueblo?", dijo en aquel entonces Rosario Ibarra.

El poder trasgresor del sonido también ha sido utilizado para controlar el más privado de los espacios: el cuerpo. Éste es el fundamento de las llamadas armas acústicas, utilizadas por primera vez en 1989 por las tropas estadounidenses para capturar al entonces presidente de Panamá, Manuel Noriega, que se encontraba refugiado en la embajada del Vaticano. Haciendo sonar rock pesado a más de 100 decibeles durante quince días consecutivos, justo a las puertas de la embajada, lograron hacer que Noriega la abandonara.

La Comisión Europea de Derechos Humanos define a este tipo de armas como no letales por ser un método de no contacto, bajo la premisa de que el sonido puede lastimar a los seres humanos sin inducir directamente la muerte. La tortura sonora opera bajo este mismo principio, y es utilizada para afectar el sentido del equilibrio y la coordinación física de las personas, para provocar la desorientación sensorial, para proyectar franjas de sonido a más 120 decibeles que irritan y descontrolan a las personas, para dirigir explosiones sonoras sobre multitudes hostiles produciendo el efecto de ser golpeado por una pared de aire y para romper el tímpano a más de 185 decibeles.

Exceptuando el caso de quienes comparten un asiento en el transporte público y donde el problema se suscita por un sonido que se escapa sin la intención del emisor, todos los demás ejemplos dan cuenta de la manipulación del sonido con la intención expresa de reprimir, lastimar o silenciar. Estas técnicas de dominación sonora son manifestaciones concretas del ejercicio del poder y se engloban bajo el concepto de violencia acústica, definido como una forma de agresión que se vale del uso de la potencia sonora para dañar al cuerpo y de la capacidad expansiva del sonido para obligar a escuchar lo que no se quiere.4

Ante la falta de límites definidos en los territorios sonoros, la distancia hace las veces de frontera, impidiendo que los sonidos lleguen hasta nuestros oídos. Es así que los conflictos sonoros se dirimen o se menguan con la distancia, aun cuando otras causas más profundas subsistan. La lejanía es prácticamente la única manera de extinguir al sonido y con ello la posibilidad de contacto y el riesgo de conflicto.

Establecer y conservar las distancias es un imperativo para vivir en paz que nos remite a la utopía de Roland Barthes sobre el modo ideal de vivir juntos, desarrollada en sus notas de cursos y seminarios en el Collège de France entre 1976 y 1977.5 Se trata de la vida de los conventos cristianos que poblaron el Monte Athos -área montañosa situada al norte de Grecia- en el año 963 d. C., cuyos monjes vivían lo suficientemente cerca de sus vecinos como para gozar de las ventajas de la socialidad, pero lo suficientemente lejos para no tener que sufrirlos.

 

Conclusión: la percepción de la distancia

Hasta aquí hemos visto que la ineficacia de los límites en los territorios sonoros no siempre supone un problema. La proximidad acústica actúa como fuerza agregativa o conflictiva según se perciba al otro, es decir, según se interpreten sus emisiones como invitadas o como intrusas dentro de nuestro campo de escucha. ¿Cuánto es lo suficientemente lejos para evitar roces y cuánto es suficientemente cerca para construir vínculos? Detrás de estas preguntas está el proceso de percepción.

Al contrario de lo que suele pensarse, la percepción no es una capacidad física del ser humano, sino una facultad intelectual a partir de la cual se forja nuestro primer marco de interpretación de la realidad por mediación de los sentidos. La percepción es distinta de la sensación en tanto que esta última alude a la experiencia provocada por un estímulo; mientras que la percepción consiste en la compleja tarea de traducir una experiencia sensible -o experiencia a secas- a categorías racionales. Al respecto dice Merleau-Ponty:

La evidencia del sentir no se funda en un testimonio de la conciencia, sino en el prejuicio del mundo. Creemos saber muy bien qué es "ver", "oír", "sentir", porque desde hace mucho tiempo la percepción nos da objetos coloreados o sonoros, y al querer analizarla transportamos estos objetos a la conciencia. Veríamos así que la cualidad nunca es inmediatamente experimentada y que toda conciencia es conciencia de algo [1985: 27].

Este prejuicio del mundo es el que nos permite concebir a cada uno de los sentidos como un elemento discreto, y organizarlos jerárquicamente. También es el mecanismo que opera en la asociación entre cualidades sensibles y ciertos órganos: el sonido para el oído, lo coloreado y luminoso para la vista, lo frío o lo rugoso para la piel, lo agradable y lo nauseabundo para el olfato. Es asimismo en el proceso perceptual donde se produce la sinestesia, es decir, esa confusión entre dominios sensoriales que produce sensaciones dislocadas como oler un sonido, ver una nota musical o asociar números con sabores. Ni qué decir sobre el grado de complejidad que adquieren los fenómenos perceptivos cuando se les sitúa como parte de los procesos de subjetivación y significación cultural. Nos encontramos, así, con que el mundo de los sentidos no es tan concreto como pensamos, y que toda percepción involucra procesos sociocognitivos que nos permiten organizar y nombrar el mundo sensible que nos rodea.

Si bien es cierto que, por ser una facultad que recae directamente en el cuerpo, la percepción se suele adjudicar al individuo, también lo es el hecho de que el cuerpo individual es un cuerpo social, y por lo tanto las maneras de sentir se encuentran permeadas por la cultura. Desde esta perspectiva, los sentidos forman parte de los esquemas institucionalizados6 y por lo tanto constituyen respuestas socialmente aceptadas por los miembros de un grupo, a partir de las cuales se define lo normal, lo común y lo legítimo.

La valoración que hacemos de los estímulos sonoros se realiza justamente en el marco de los modelos sensoriales de la cultura. Los diversos modos de significar la distancia sonora nos conducen a reconocer una relación entre valores sensoriales y ciertas formas de hacer vida en común más o menos proclives a la proximidad. Estas diferencias se revelan como contrastes sensuales que determinan las diferentes formas a la vez compartidas y diversas de escuchar, la susceptibilidad a la potencia sonora, la interpretación positiva o negativa de la proximidad, la búsqueda o la evitación de la lejanía, la flexibilidad ante las intrusiones y la tolerancia a las diferencias expresadas a través del sonido.

 

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Notas

1 Desde una perspectiva proxémica, la potencia sonora -expresada en volumen y frecuencias- puede ser utilizada para construir categorías de distancias sociales a partir del alcance del sonido. Así, el silencio es un diálogo interior, una cualidad de reserva que denota ausencia e introspección; el murmullo es el lenguaje de la intimidad y del secreto, es una voz pronunciada al ras del oído con la intención de que sea escuchada por muy pocas personas; el grito, en cambio, se pronuncia con gran potencia y abarca distancias más largas con la intención alcanzar el oído de muchas personas, por eso es un volumen que se utiliza para los asuntos públicos.

2 Además de la piel y la envoltura sonora, Anzieu reconoce la existencia de las envolturas térmica, gustativa y visual o cromática.

3 "Netanyahu apoya la ley que prohíbe altoparlantes en las mezquitas", en Aurora, 12 de diciembre de 2011 <http://www.aurora-israel.co.il/articulos/israel/Titular/41774/> [12 de diciembre de 2011].

4 La relación entre dominación del espacio sonoro y el daño causado es el meollo del ruido como problema sociológico. Murray Schafer (1979) utiliza el término de imperialismo para referirse al fenómeno expansivo del ruido como producto de la dominación de Occidente a través de las máquinas durante la Revolución Industrial. Dice Schafer que así como una ideología dominante se expandió y sometió sistemas de valores diferentes, el ruido -propiamente la potencia- también se impuso sobre el paisaje sonoro de la época, invadiendo el espacio con su estruendo, superponiéndose a sonidos anteriores y en muchos casos haciéndolos desaparecer.

5 Véase Barthes (2003).

6 Este planteamiento es el fundamento de la antropología de los sentidos, disciplina interesada en la percepción como mecanismo de reproducción cultural, a través del cual nos adherimos a un determinado sistema de valores sensoriales. También es el punto de partida de la historia de las mentalidades, desde donde se que propone que las formas de pensar y sentir son el resultado de hacer vida común, y por lo tanto predisponen los modos de percepción en el seno de un contexto particular.

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