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Alteridades

versão On-line ISSN 2448-850Xversão impressa ISSN 0188-7017

Alteridades vol.25 no.49 Ciudad de México Jan./Jun. 2015

 

Memoria social/Estudios y contribuciones antropológicos

 

Corporalidad y memoria en el paisaje cotidiano*

 

Corporeality and Memory in the Daily Landscape

 

Nuria Cano Suñén**

 

** Departamento de Trabajo Social, Universidad Pública de Navarra, campus de Arrosadía. CP 31006, Pamplona, Navarra, España. <nuria.canos@gmail.com>.

 

* Artículo recibido el 27/03/14
Aceptado el 18/11/14.

 

Resumen

El artículo pone de manifiesto las relaciones existentes entre el paisaje cotidiano, el cuerpo y la memoria. En la primera parte se justifican dichas relaciones desde el punto de vista teórico. En la segunda, y basándose en la investigación etnográfica concreta sobre el paisaje en el Valle de Carranza (País Vasco, España), se articulan tales relaciones a través de diversas narrativas paisajísticas centradas en lo no visual, el cambio de la sociedad rural tradicional a la contemporánea y los taskscapes o paisajes generados por las actividades cotidianas.

Palabras clave: sensorialidad, cotidianidad, taskscape, Valle de Carranza, memoria.

 

Abstract

This article shows the existing relations between the daily landscape, the body and the memory. In the first part, such relations are justified from a theoretical point of view. In the second, and based on concrete ethnographic investigation on the landscape in the Valley of Carranza (Basque Country, Spain), such relations are built through diverse landscaping narratives focused on the non-visual, the change of traditional rural society to the contemporary and taskscapes or landscapes generated by daily activities.

Key words: sensoriality, daily nature, taskscape, Valley of Carranza, memory.

 

Del paisaje a la memoria, de la memoria al cuerpo, del cuerpo al paisaje

Buena parte de la vivencia, los sentimientos y la memoria hacia el paisaje cotidiano no se hace explícita como tal por constituir una experiencia encarnada y fenomenológica más relacionada con un estar corpóreo diario que con la expresión abierta de la importancia de las emociones e identidades que genera. Esto no quiere decir que no haya menciones explícitas al paisaje, pero sí que en el día a día y en la cotidianidad el disfrute del paisaje es más implícito, y, por tanto, las referencias a él también. Esta falta de referencias podría inducir a la idea de que el paisaje no es relevante. Sin embargo, considero que el hecho de que la memoria del paisaje sea más implícita que explícita no le resta fuerza sino que le dota de riqueza y complejidad. Así, ésta resulta ser una memoria multifacética y evocadora, un bien intangible que parece deslizarse entre los dedos (Del Valle, 2006).

Relacionar el paisaje con la memoria requiere, por un lado, entender que el paisaje está constituido por el conjunto de interacciones y diálogos con el medio que, dentro de los cambios, dan continuidad y estabilidad a un territorio. Es memoria en la medida en que no se trata de una mera sucesión de hechos, sino de significado construido a lo largo del tiempo por muchas generaciones y que puede ser objeto de interpretación. Esto implica que cada territorio es portador de un universo de significado, el cual puede descomponerse en los hilos conductores o grandes tendencias que han marcado la interacción entre el ser humano y un medio determinado. El paisaje "no es simplemente expresión de un tiempo, sino manifestación de todos los variados tiempos que, actuando con el sitio y la materia, definen espacialidades, memorias e identidades" (Carapinha, 2009: 121). Por otro lado, requiere apreciar que el paisaje es memoria del territorio porque puede entenderse como el orden simbólico y visual, accesible a la experiencia actual y cotidiana, que expresa las claves biográficas o hilos conductores antes mencionados. Si adoptamos un punto de vista hermenéutico puede decirse que el paisaje es un sistema de signos que puede ser interpretado. Si, en cambio, adoptamos una perspectiva kantiana y se asume la distinción neta entre ética y estética puede decirse que existe una dimensión ética de la estética del paisaje (Zimmer, 2008). En este sentido, el paisaje es un interesante punto de encuentro entre ética y estética: en él se encuentran entrelazados con fuerza naturaleza y cultura, pero también las dimensiones éticas de un uso práctico de la naturaleza y las propias de una experiencia y configuración estéticas (Nogué, 2008).

Es de interés social estudiar qué elementos y mediante qué mecanismos se produce la vivencia y el recuerdo del paisaje (Del Valle, 2006), aunque no es algo que resulte ni mucho menos evidente. Lo que a un visitante foráneo le pudiera llamar la atención de un determinado paisaje podría pasar desapercibido en el día a día cotidiano de sus habitantes por primar la actividad diaria y la construcción fenomenológica más que la representacional. De ahí que sea legítimo y adecuado buscar la memoria del paisaje cotidiano en la corporalidad, en la acción del cuerpo engarzada con la tierra y con la actividad diaria, pues éstas nos pueden dar claves para entender dicha relación. El cuerpo recoge a su vez la memoria individual y puede ser sujeto de la memoria social ya que acumula diversidad de experiencias (Del Valle, 1995a).

Hablar sobre la corporalidad y la memoria en relación con el paisaje cotidiano supone, en primer lugar, poner de manifiesto el contacto del cuerpo con el paisaje y la tierra desde la multisensorialidad. Es decir, hacer hincapié en que el paisaje no es algo meramente visual y estético, sino que existe también una relación entablada con él a través del cuerpo, del olfato, del tacto, del oído y del gusto. Así, el espacio ocupado por el cuerpo y la percepción y experiencia de ese espacio concierne a las emociones de las personas, al sentido de sí mismas, a las relaciones sociales y a las predisposiciones culturales (Low y Lawrence-Zúñiga, 2003). En segundo lugar, supone subrayar la importancia de los actos cotidianos que por no parecer estéticos o por no reparar demasiado en el paisaje parecieran quedar al margen de éste y que, sin embargo, lo que hacen es permitir a las personas imbuirse en él y generar paisajes vivenciales alternativos. En tercer lugar, resaltar el papel del cuerpo como eje articulador de la dimensión sensorial del recuerdo y de la memoria (Esteban, 2004). Se trata de evocar las experiencias sensoriales del cuerpo y a través del cuerpo y analizar de qué manera éste se erige en un elemento estructurador de las vivencias, experiencias, sensaciones, lugares y paisajes. La memoria en esta dimensión representa el flujo del pasado-presente-futuro y da por sentada la aprehensión del tiempo, ya que la memoria fija, graba e incrusta (Del Valle, 1995b y 1997).

Me acerco al paisaje del Valle de Carranza1 desde la perspectiva del cambio: el paso de los taskscapes2 tradicionales a los contemporáneos genera nuevas relaciones con el paisaje y la tierra y realza o mitiga unos paisajes sensoriales frente a otros. Se trata de cambios de una sociedad tradicional a otra contemporánea que afectan la memoria del paisaje, el paisaje sonoro (soundscape), el paisaje de los olores (smellscape), el tipo de relaciones táctilo-paisajísticas con el territorio (tactilscape) e incluso cuestiones vinculadas con los sabores de algunos elementos que caracterizan el paisaje (tastescape). Estas transformaciones son distintivas de una sociedad rural que ha modernizado y mecanizado su modelo productivo y renovado sus expectativas respecto al paisaje en sí mismo.

 

De lo tradicional a lo contemporáneo: paisajes sensitivos cambiantes en el Valle de Carranza

Notas metodológicas

El grueso del trabajo de campo se realizó entre septiembre de 2007 y junio de 2008. No obstante, volví al Valle siempre que necesité contrastar, verificar, completar o puntualizar información. Una de las técnicas fundamentales de mi trabajo de campo fue el paseo como práctica etnográfica, fenomenológica y estética tal y como lo entiende Francesco Careri (2002). Me refiero a lo que este autor denomina walkscape (construir paisaje en el camino o mediante el acto de caminar) y que podríamos traducir al castellano con el neologismo de paisajear (Delgado y Ojeda, 2007; Ojeda, 2009). Pasear por el Valle fue una dinámica muy útil en lo etnográfico, que me permitió acceder a él física y culturalmente: descubrir y observar in situ su geografía, su arquitectura (tradicional y contemporánea) y las actividades más moldeadoras de su paisaje.

La práctica habitual era planear un recorrido de antemano. Como el Valle es muy grande solía ir en coche hasta un punto, tratando de volver hasta el punto inicial por otro lugar. Después rehacía el camino andado, dibujándolo en un mapa y escribiendo, con ayuda de las notas y fotografías tomadas, el aprendizaje del Valle: observaciones, reflexiones, conversaciones improvisadas más o menos propiciadas por mí, invitaciones a charlar otro día o descripción de los cambios.

En este paisajear, el walkscape se descubrió dinámico y revelador, pues, al activar mi cuerpo, transformaba también mi conocimiento y mi forma de mirar. La toma de referencias paisajísticas, la confianza de caminar en un lugar cada vez más conocido, la repetición de elementos clave que vas comprendiendo cada vez mejor, la lectura sobre el Valle y la aplicación de otras técnicas paralelas iban asentando paulatinamente mi entendimiento del lugar. Al principio el factor estético dominaba la mirada extraña. Pero conforme aprendía mejor las dinámicas del Valle, sus barrios y caminos, las actividades cotidianas y los factores modeladores de su paisaje, lo estético iba cediendo lugar a lo fenomenológico y el paisaje iba convirtiéndose en taskscape, es decir, en el paisaje surgido de las tareas cotidianas. Si en un principio pensé que paisajear me permitiría acceder a una interpretación simbólica del territorio, esta técnica me fue conduciendo cada vez más hacia el conocimiento fenomenológico. Los caminos atravesados para ir de un punto a otro del mapa (sobre todo de un barrio a otro) no fueron sólo el medio para acceder a los lugares, sino que se convirtieron en lugares en sí mismos.

Mi paisajear estuvo repleto de descubrimientos, comprensiones, invenciones, vagabundeo, pérdidas, desorientaciones y orientaciones, dejándome llevar por el camino, el paisaje y el mapa detallado que siempre llevaba conmigo. El camino se hacía muy sensorial grabando sonidos (soundscape), registrando olores (smellscape) y conversaciones casuales en mi mente. El descubrimiento de alguna ruina, el encuentro fortuito con alguien que me explicaba qué era o que me comentaba que se habían llevado un sillar antiquísimo unas pocas semanas antes, la imaginación volando inventando historias, la observación de los cachivaches que poblaban los prados o sus tipos de verjas o el cambio de plan inesperado, formaban parte de mi manera de descubrir el Valle, de indagar y adentrarme en él. También la visita de aquellos sitios que eran señalados como turísticos por las guías de viaje o por las instituciones. En suma, se trataba de aprender del espacio a través del saber situado (Del Valle, 2004-2005).

No todo el trabajo de campo se sostuvo en estos paseos, pues también hubo entrevistas más estructuradas que siguieron un guion predefinido. Éste fue bastante abierto con preguntas que apostaban más por la reflexión general para, según el hilo de la conversación individual, ir bajando al detalle. Las entrevistas las realicé a mujeres y hombres del Valle y a informantes que consideré clave por ofrecerme datos más detallados y reflexionados del municipio. Casi siempre las grabé y después las transcribí en su totalidad.

En cambio, en los encuentros esporádicos con personas, fruto de los paseos y de la vivencia del Valle, nunca hice una grabación, una anotación o una fotografía, por considerar que rompía la magia de la naturalidad y que abusaba de la confianza de una plática amigable. Algunas de estas conversaciones resultaron anónimas pero, aun cuando breves, muy fructíferas. De estos encuentros esporádicos nacieron otros paseos con compañía, en los que gente del Valle me explicaba el territorio o sus experiencias. Tampoco en ellos utilicé la grabadora, las anotaciones o los cuestionarios, ni usé en exceso (incluso prescindí de) la cámara fotográfica, porque la conversación íntima primaba sobre la entrevista, a la que nunca recurrí en esos momentos.

Mi empeño en no abordar a las personas con cuestionario y grabadora en mano fue una posición ética que no quise quebrantar aun a costa de perder información, si es que así fue. A cambio creo que en la familiaridad de una conversación amistosa, aunque guiada por los intereses de mi investigación, conseguí el matiz, el detalle, el recuerdo o la reflexión sentida. Cuando menos, sentir y dar cordialidad me animó a seguir con mi trabajo de campo con confianza y sin desánimo.

Por ello no todo fue fotografiado y me contuve de capturar detalles de casas o barrios, pues consideré que podía estar violentando la confianza de unas peronas que, prácticamente sin conocerme, me abrían sus puertas. Creo que hacerlo así me hacía vivir el Valle de un modo más natural, conviviendo con su paisaje con una mayor libertad paisajeadora y no desde la obligación de que cada referencia quedase registrada en una fotografía.

 

Reespacialización y reespecialización: paisaje ganadero sin ganado

La hierba de las praderas le sigue dando un fuerte carácter ganadero al Valle de Carranza a pesar de que la reducción de la ganadería como medio de vida entre la población es un hecho. Gracias en buena medida a que la hierba sigue siendo útil como pasto (para pastoreo directo o para su siega y almacén), el paisaje de campiña continúa existiendo. Es precisamente dicho paisaje el que resulta un espejo donde reconocer el arraigo campesino y ganadero del Valle, no obstante el franco retroceso del sector primario.

Si bien es cierto que la ganadería sigue manteniendo dicho paisaje, la generalización del modelo intensivo en el manejo ha hecho que el grueso de los animales permanezcan encerrados en las explotaciones. En la combinación de dicha idiosincrasia paisajística y ganadera con las maneras contemporáneas de producción encontramos lo que denomino paisaje ganadero sin ganado. Históricamente, bueyes, vacas y burros se utilizaban como fuerza de tiro y carga, por lo que formaban parte del paisaje cotidiano del Valle. Hoy, desaparecidas las faenas agrícolas e intensificado el sistema ganadero, el grueso de animales permanece encerrado en la estabulación, salvo las novillas y las vacas secas.3 Sólo alguna explotación puntual continúa paciendo las vacas productoras en prados contiguos. Además, con la desaparición de las cuadras en las casas y la progresiva terciarización del campo la presencia de animales domésticos de distintos tipos ha disminuido frente al modelo campesino tradicional.

Respecto al ovino, los grandes rebaños cruzando los barrios y subiendo a los montes han sido sustituidos en su mayoría por otros pequeños, complementarios en muchos casos a la actividad lechera. No en pocas ocasiones dichas ovejas ya no cumplen una función ganadera en sí misma, sino que su pasto se utiliza para mantener vivos y en buenas condiciones los prados, lo que, por otra parte, da una idea de la importancia de la noción de prado en Carranza. Aunque estos rebaños pequeños siempre existieron, la novedad reside en que ahora son casi los únicos que sobreviven.

Este inusual paisaje ganadero sin ganado se define por las nuevas relaciones entre personas y animales construidas con base en procesos de reespacialización y reespecialización, es decir, por la paulatina expulsión de los animales de las casas y de los barrios, y por la intensificación y especialización de la producción. Causas como la desagrarización del campo, el cambio en las técnicas agropecuarias, la intensificación de la ganadería o la expansión de valores urbanos explican por qué la presencia animal en el paisaje comienza a resultar una excepción cuando antes fue la norma. Ese menor contacto rutinario con los animales provoca asimismo su mayor extrañamiento social.

Una de las principales consecuencias de este paisaje ganadero sin ganado tiene lugar sobre el paisaje sonoro, ya que la disminución del trasiego de animales ha conllevado una gran reducción de la tradicional sonoridad animal que poblaba el Valle, algo que, aunque suela pasar desapercibido en el análisis paisajístico, es notorio y relevante. Este cambio en la sonoridad es un ejemplo de cómo el soundscape no es un fenómeno neutral, sino que cada sonido está imbuido de su propio léxico (Arkette, 2004). De esta forma, los sonidos son variables y reflejan los ciclos de las actividades humanas y los procesos biológicos y naturales que acaban actuando todos ellos como mensajeros del paisaje (Matsinos et al., 2008). Así, el conocimiento acústico se convierte en fuente, condición y oportunidad para entender una determinada sociedad o grupo social (Bendix, 2000; Durán, 1998, 2007; Feld, 1990, 1996). Por tanto, el decaimiento de la sonoridad animal del Valle es una expresión más del paso de una sociedad tradicional a una moderna.

Como vengo afirmando, la reducción de la diversidad animal tradicional junto con la estabulación lechera actual han conllevado una fuerte disminución de los animales domésticos al aire libre, tanto en los barrios como en los prados y montes circundantes. El ir y venir de mugidos, relinchos, resoples, rebuznos, ladridos, maullidos, balidos, cacareos, cantos de gallos y tintineos de cencerros y badajos se ha aminorado de manera considerable en el paisaje actual, y se entiende como una pérdida contemporánea para las personas que todavía recuerdan aquella diversidad sonora. Dicha presencia animal creaba entonces paisajes más sonoros y genera ahora memorias sobre aquella sonoridad que se perdió en buena medida.

Se trata de una geografía sonora cambiante que remite a innovaciones en una ruralidad que hoy utiliza a sus animales de acuerdo con otra lógica y que, en sí misma, se ha visto transformada por las relaciones con lo urbano y lo global. Es decir, el cambio de un soundscape languideciente (el tradicional) a otro emergente (el contemporáneo) alude a la evolución de la estructura productiva y a la terciarización del Valle. También pone de manifiesto los procesos de cambio en la manera de vivir el paisaje, la naturaleza y el espacio rural, puesto que la forma en que construimos la "animalidad" proviene de nuestras nociones sociales de "humanidad" (Ingold, 2000). Así, la reespacialización sufrida por los animales, expulsados primero de la casa y después del barrio, tiene que ver con cambios familiares y económicos estructurales, pero además con transformaciones sociales acerca de lo que se considera oportuno e inoportuno o aceptable e inaceptable en la relación entre las personas y los animales. En suma, los paisajes de Carranza van reflejando cada vez más los valores de la clase media urbana frente al estamento agrario (Macnaghten y Urry, 1998).

En tal virtud, un paisaje cotidiano con menos animales domésticos sugiere uno menos táctil y corporal en el sentido de estar menos asociado con determinadas destrezas agrícolas y ganaderas manuales. Ahora éstas se realizan de otra manera, siendo sustituidas mayormente por prácticas mecanizadas. Por otro lado, un sinfín de sonidos animales han desaparecido porque provenían de especies que ya no se utilizan en las tareas cotidianas contemporáneas. A su vez, sin embargo, las vacas lecheras, muchísimo más abundantes que antes, permanecen buena parte de su vida productiva en las explotaciones y aisladas del paisaje, por lo que sus sonidos se concentran en las naves estabuladoras y ya no son perceptibles por caminos y barrios. Este modelo origina el nuevo soundscape de las máquinas ordeñadoras, que funcionan casi siempre dos veces al día, la primera muy temprano. El sonido mecánico de la ordeñadora es puntual en el paisaje pero al mismo tiempo bastante más intenso y perceptible en la distancia que el de los animales confinados.

También en la sociedad campesina tradicional la sonoridad respecto al ganado fue cambiante: el invierno era más silencioso puesto que las vacas y los otros ganados se estabulaban en las cuadras para resguardarlos del frío y asegurarles la alimentación. A lo sumo quedaban a la intemperie los rebaños de ovejas, que aguantan mejor las malas condiciones climatológicas, estropean menos los prados en los inviernos lluviosos y tienen mayor capacidad de comer hierba corta. Cuando nevaba, además, el silencio se hacía mayor por la escasa actividad que conllevaba y por la absorción de los sonidos por la nieve. De ahí la calma del paisaje invernal nevado. No obstante, los sonidos del ganado se intensificaban con la llegada de la primavera, coincidiendo con la vuelta de las vacas a los prados.

En general, puede decirse que el soundscape de Carranza es bastante tranquilo y poco ruidoso. No siendo urbano ni cosmopolita, los sonidos que lo dominan son los de la naturaleza: ruidos de animales, trinos de pájaros, rumores de árbol, el correr del agua, el silbido del viento u otros fenómenos meteorológicos. Excepto en los barrios de Concha y Ambasaguas (los más urbanizados), en los demás este tipo de sonidos son los preponderantes.

De todos modos, a pesar de esta tranquilidad predominante, no debe pensarse que no hay lugar para ruidos, sonidos urbanos o humanos. Con la mecanización y la urbanización del campo han ido apareciendo sonidos que colisionan con posibles nociones románticas de lo rural. Se escuchan numerosos coches circulando por los viales del pueblo, ya que las familias los necesitan para desplazarse; también vehículos pesados (camiones o tractores) o maquinaria diversa (motosierras, desbrozadoras u ordeñadoras). Igualmente son habituales (aunque nunca continuos) los sonidos de coches cuatro por cuatro, quarks y motos camperas, que son empleados en las pistas forestales o en los caminos. Algunos ganaderos de vacas de monte protestan por la utilización de este tipo de vehículos por las numerosas pistas abiertas pues espantan y asustan al ganado, pero lo cierto es que no sólo son los visitantes esporádicos los que los usan por divertimento, sino que las personas del Valle también los utilizan de manera habitual, lo cual obedece a varios motivos: subir a vigilar las ovejas, vacas o yeguas de monte; acceder a las explotaciones más alejadas; ir al monte para cazar, recoger setas o hacer senderismo o montañismo; o simplemente para disfrutar de los caminos.

Ahora, el despertar de la sonoridad del Valle parece coincidir, más que con el arribo de la primavera, con las vacaciones de Semana Santa, sobre todo si ésta amanece soleada. Con ella llegan los visitantes a las casas de segunda residencia, a las de turismo rural y a las infraestructuras turísticas.

Estos ruidos mecanizados rompen y contradicen la idílica imagen que a veces se tiene del campo, sobre todo desde la ciudad. Se trata de una visión del mundo rural, definida socioculturalmente y que refleja ideas acerca de lo pertinente o no de su soundscape en contraposición con el urbano, admitido y concebido como más caótico. Son ideas vinculadas a una especie de nostálgico edén rural en el que el soundscape ruidoso e industrial no tendría cabida o no resultaría deseable (Ray, 2006). Estas nociones están más ligadas a un paisaje rural destinado a la contemplación, al consumo y al turismo ocasional del posproductivismo agrario que al trabajo directo en la tierra. Pensemos en los conflictos que ya van surgiendo (y que quizá se acentuarán) entre las ganaderías generadoras de olores y sonidos y personas no ganaderas o establecimientos turísticos donde los visitantes en busca de un idílico paisaje rural se encuentran con olores o ruidos no deseados y que no casan bien con la Arcadia bien-olora, bien-sonora y tranquila que pensaban hallar en el pueblo.

El soundscape contemporáneo de Carranza, caracterizado por una animalidad reespacializada y reespecializada y una mayor presencia de ruidos urbanos, muestra cómo, lejos de ser estáticos, los paisajes sonoros rurales están en constante interacción entre las especificidades locales y los factores cosmopolitas. No en vano el mundo rural forma parte de dinámicas urbanizadoras globales. Si bien el soundscape ligado a la agricultura y a la ganadería tradicionales languidece, uno contemporáneo aparece vinculado a los nuevos pensamientos y prácticas más urbano-industriales.

 

Nuevos taskscapes, nuevas corporalidades

Otro factor en cuanto a la relación entre corporalidad y memoria en el paisaje cotidiano se refiere a los taskscapes. Los tradicionales constituían actividades muy sensoriales porque al ser en buena medida manuales resultaban trabajos muy laboriosos y corporales: trillar el trigo; segar, recoger y empayar la hierba; plantar y recolectar productos agrícolas y hortícolas; pastorear las ovejas por los montes o sacar las vacas a pacer, por poner algunos ejemplos. No quiero decir que los taskscapes contemporáneos no sean corporales, pero sí que parte de aquella sensorialidad y tactilidad de los taskscapes tradicionales laboriosos se ha visto transformada.

Se iba a los cerros y a los bosques por materia vegetal, y allí se escuchaban los vigorosos sonidos del monte y de la corta. Era un trabajo duro físicamente pues había que acumularlo todo y cargarlo en el carro para llevarlo a la cuadra. Había unos momentos idóneos para hacerlo, porque cuanto más seco estaba el material orgánico recogido, mejor absorbía la humedad de los excrementos y mejor funcionaba tanto en la cuadra como después como fertilizante. La materia vegetal, una vez en el caserío, se almacenaba y amontonaba en la cuadra para irse utilizando como cama para el ganado según las necesidades. Era una labor que implicaba mucho contacto con los animales. Recoger el estiércol resultante de la mezcla de la cama usada de las vacas y su boñiga era uno de los trabajos periódicos de la cuadra. Los montones de estiércol que se formaban a las puertas de aquélla eran muy usuales y constituían parte del paisaje de los barrios. Ya sólo quedaba llevarlo a los prados o a las huertas para extenderlo y mejorar la tierra. Este proceso representaba una actividad muy corporal en todas sus fases, cuyo conocimiento se enmarcaba dentro de las redes sociales y familiares.

Pero es verdad que la producción de abono a la manera tradicional es algo prácticamente extinto, pues ya hace muchas décadas que se ha ido sustituyendo por la utilización de abonos minerales comprados en el mercado. Incluso antes de mediados de siglo XX ya se usaba un gran volumen de fosfatos o nitratos para abonar prados y demás cultivos. Hoy en día, además de emplear éstos, también se abonan los prados con los purines de las granjas.

Por otra parte, en las explotaciones intensivas, aunado a estos abonos y purines, se utiliza una gran variedad de insumos comprados: piensos concentrados, medicamentos, forrajes que son servidos directamente en la granja, servicios veterinarios e incluso crianza de novillas fuera de la explotación. Al ser adquiridos en el mercado, el ganadero se ahorra todo el trabajo de producir dichos insumos. Pensemos, por ejemplo, en la preparación de la tierra para plantar cereales, cuidarlos, cosecharlos, desgranarlos o molerlos para dárselo a las vacas. Todas estas operaciones resultaban muy exigentes, pues se hacían manualmente. Hoy el proceso resta laboriosidad, pero además contacto con la tierra y sensorialidad.

En cualquier caso, aunque haya cambiado el tipo de actividades, hay que reconocer que los taskscapes contemporáneos siguen siendo corporales y sensoriales. Incluso en aquellas explotaciones que utilizan el ordeño con robot autómatico, hay una actividad sensitiva muy intensa que hacer: programar el ordeño, controlar el estado y el celo de las vacas, vigilar que el proceso funcione sin ningún problema y, en caso de que haya alguno, solventarlo. Sigue constituyendo un trabajo sensorial: convivir con los olores de las vacas y la explotación, caminar por suelos resbaladizos, echar las mezclas de forrajes y concentrados a las vacas o controlar los sonidos del ordeño. Pero gran parte del trabajo transcurre dentro de la explotación, y la relación del ganadero con la tierra, más intensa antaño, se ha visto transformada.

Este cambio es resultado de innovaciones socioeconómicas, introducción de nuevos manejos agropecuarios y variaciones en el modo de vida, valores, educación y expectativas de los ganaderos. Esto redunda, en última instancia, en una diferente relación de estos últimos con la tierra y el paisaje. En sí, estas nuevas dinámicas no son ni buenas ni malas, sino que reflejan la tensión entre lo que se ha perdido (los manejos tradicionales del ganado, por ejemplo) y lo que es percibido socialmente como avances en la calidad de vida (ahorro de tiempo en la realización de tareas o mejoras en la higiene, por nombrar algunos). Empero, dentro de estas dinámicas actuales es claro que muchos de los subproductos utilizados por cualquier ganadería moderna ya no son fruto de una relación tan intensa como antes con su entorno físico, sonoro y táctil, sino de otro tipo de relación que hace el trabajo más desahogado físicamente pero más dependiente de un mercado abstracto, mudo e intangible. Si antes los ganaderos dependían de su inmediato hábitat tangible, audible y palpable (no siempre benévolo), ahora lo hacen de un mercado desconocido y lejano intangible, inaudible e intocable (tampoco más benevolente). Sin cara y sin lugar físico donde ubicarlo, el control de las ganaderías de un sistema sociotecnoeconómico como el del mercado es mucho menor que el del sistema socioecológico-económico de antes. ¿De dónde vienen los insumos que consumen en la explotación?, ¿quién los ha producido?, ¿quién ha puesto los precios?, ¿qué tipo de "retirada ambiental" representan?

Ya que forma parte del mismo proceso, dentro de esta distancia con la tierra circundante podríamos señalar el desinterés de las generaciones jóvenes hacia la plantación de huertos. La bonanza económica, la inmediatez y facilidad de comprar los productos de huerta en lugar de plantarlos y recolectarlos, y el poco interés por las tareas y los tiempos del campo, han fomentado que, en términos generales, únicamente los mayores sigan cultivando huertos.

Este abandono no sólo se refleja en el producto final sino que desemboca en una pérdida de saberes en cuanto a los manejos. En la actualidad los más jóvenes poco saben de preparar la tierra o de hacer semilleros, de los tiempos y manejos de siembra y recolección o de las variedades que mejores rendimientos dan. Tampoco se presta ya mucha atención al tiempo atmosférico (cuándo va a llover o a helar), tan importante para el cuidado y los resultados del huerto.

El estado de los árboles frutales se encuentra ligado en cierto grado a los huertos, aunque inmerso en otro proceso como el de la concentración parcelaria4 de los años setenta, el cual provocó la desaparición de muchos de los setos vivos, matos y jaros que separaban las antiguas parcelas, cambió la distribución de los caminos y cañados de acceso a las mismas y motivó la tala de árboles frutales, sobre todo de manzanos, que era el frutal por excelencia en Carranza. Algunos de estos árboles se cortaron por cuestiones orográficas de acondicionamiento de parcelas, pero otros se fueron talando por comodidad a la hora de trabajar los prados e incluso por envidias sobre la calidad de las parcelas redistribuidas.

Con la intensificación de la ganadería de leche y el monocultivo de hierba la tala de árboles se fue acrecentando pues, aunque al ganado le venga bien su sombra, fue primando la comodidad en la siega con tractores grandes. El extremo de la ausencia de árboles es la zona de El Mazo, al noroeste del Valle, que podría ser calificada como "desierto verde" por la monotonía y monocromía verde impresa en el paisaje de sus extensas praderas, sin apenas árboles.

La ausencia de los manzanos se hace notar mucho en la memoria del Valle, ya que, por su adaptación a sus condiciones climáticas, la manzana había sido un recurso fundamental en Carranza. La sidra, asimismo, había constituido un producto básico, no tanto para su venta, sino para el consumo familiar, y en muchas casas había lagares para elaborarla. Todavía en algunas se conserva la tradición de hacer sidra, a pesar de la disminución de la producción.

También las castañas fueron importantes para la casa, tanto para la alimentación de las personas como para la de los cerdos. Era muy frecuente ir a recoger castañas, almacenándolas, en ocasiones, en el mismo monte. Se conservaban con ordino u orizo, es decir, con la cubierta exterior de la castaña. Hoy ya no se encuentran castañares como antes, y muchas zonas de castaños han sido invadidas por robles y hayas, cuando no se han sembrado con pinos y eucaliptos. Ahora ya nadie planta castaños ni les hace injertos, y en el monte sólo van quedando viejos castaños de tronco portentoso y exuberantes. Uno de los castañares más extensos que se conservan es el de Villanueva de Presa, con castaños centenarios aunque deteriorados por la desidia y las enfermedades. Como ya no se utiliza como base de alimentación humana ni animal, se encuentra semiabandonado entre zarzas, maleza y vacas que pastan. Paradójicamente, ahora, ya sin uso, algunas voces reivindican su catalogación como paisaje protegido.5

El desinterés por los frutales es otra forma de entender la evolución social y económica del Valle, pues los árboles tienen un rol activo en transformar la naturaleza de los lugares e incluso tienen capacidad de enseñar sobre el cambio en determinados aspectos sociales (Cloke y Pawson, 2008; Jones y Cloke, 2002). De este modo, en los barrios carranzanos de hace 50 años se podían observar cerezos, ciruelos y manzanos de diferentes clases. Estos últimos los había por doquier en las orillas de los prados y de las llosas, e incluso eran frecuentes parcelas enteras plantadas de manzanos. Hoy ya no están y, en ocasiones, las variedades autóctonas han sido sustituidas por otras comerciales como la manzana golden, que da frutos en menos tiempo pero que no se adapta tan bien a la climatología del Valle y necesita de buenas dosis de fertilizantes.

La notoria desaparición de los frutales en la parte baja del Valle provocó sin duda transformaciones en sus lugares y paisajes. Además, pone de manifiesto las relaciones entre lo local y lo global, lo urbano y lo rural, lo público y lo privado, lo doméstico, lo industrial y lo agrícola. Cortar árboles afecta el paisaje y en igual medida contribuye a la pérdida de variedades locales de frutales, de sus sabores, de la elaboración de dulces con aquellas variedades; de la sabiduría heredada sobre podas, manejos, injertos y semilleros; a la ausencia en los árboles de pájaros con sus trinos, o al abandono de los lagares familiares para hacer sidra. Son cambios en taskscapes que afectan a los paisajes no sólo visuales, sino también sonoros, olfativos y gustativos. Transformaciones que conciernen a los paisajes vividos, experimentados y tocados, no únicamente mirados y fotografiados.

La reducción de árboles frutales y de huertos muestra, por un lado, la falta de interés del actual sistema ganadero por los árboles y, por otro, el descenso de la autoproducción y autoconsumo entre las familias carranzanas y su poca predilección actual de cultivar y recolectar productos alimentarios de primera necesidad como frutas y verduras, dada la facilidad de adquirirlas en el supermercado. Esta disminución implica relaciones paisajísticas menos táctiles y directas. Si antes frutas y verduras eran producidas en el propio Valle (aunque con resultados irregulares por las condiciones climáticas), ahora son mayoritariamente compradas. A su vez, la tierra se circunscribe en el marco de los vastos sistemas internacionales de producción y distribución agroalimentaria y no ya en el de subsistemas locales o regionales. Ello implica que la situación tradicional se haya invertido en el plano alimentario: ahora lo esencial de la alimentación proviene del exterior.

El cambio en la relación con los árboles no se limita a los frutales. Los robles ("rebollas" en Carranza) también eran parte esencial de la casa y crecían tanto en espacios comunales como en propios. Eran muy apreciados de cara a reformar o arreglar algo en la casa o sustituir algún madero de su estructura. Hoy en día no hay mucho interés por plantar robles, pues parece que los únicos árboles interesantes son los que dan rendimiento pecuniario a corto o medio plazo, como los eucaliptos o los pinos.

Otro proceso sensitivo que merece la pena señalar se refiere a la contaminación de ríos y acuíferos por vertidos incontrolados de purines como consecuencia del modelo ganadero intensivo. Estos vertidos provocan olores muy fuertes y localizados, percibidos con desagrado sobre todo por el vecindario cercano a los ríos. Al margen de consideraciones en cuanto a la contaminación en sí, quiero resaltar que provoca un menor contacto directo con fuentes y ríos, pues se sabe que pueden resultar insalubres o peligrosos. Por un lado, la libertad de beber de fuentes naturales queda coartada por la sensación de insalubridad. Por otro, si antes el baño estival en los ríos era habitual como actividad lúdica, la contaminación actual provoca aprehensión. Ya que éstos son espacios en movimiento que se impulsan siguiendo límites y escalas cambiantes, imprevisibles, espontáneos, inestables y fluctuantes (Buxó, 2004), se modifica la relación con el baño, porque antes éste tenía mucho de descubrimiento y de sorpresa en unos cursos de agua cambiantes constantemente en función del caudal, de las subidas y crecidas del río, de la orografía, de piedras que aparecen y desaparecen o de pozas que parecen móviles. Por el contrario, el baño en la piscina (que se encuentra en el barrio de Ambasaguas), además de ser menos accesible para todos, se hace más regular, monótono, previsible, y disminuye el contacto físico con la naturaleza y el paisaje.

Así, el estado de las aguas y de los suelos contaminados de Carranza constituye, a la vez que una vía de tránsito entre la vida social y el entorno salvaje de la naturaleza, una manera de evidenciar las contradicciones de un sistema económico intensivo que, aunque sustenta a la ganadería, la pone en peligro por sus efectos inesperadamente perniciosos.

Por último, otro cambio relevante desde el punto de vista emocional es el de la disminución de los olores de la siega, recogida y conservación de la hierba de los prados. Antes, recoger esta hierba era muy laborioso e involucraba a casi todos los miembros de la familia. El segado se hacía a mano y, después de unos días de volteo para que se secase bien la hierba hasta que se conviertese en heno, se almacenaba o "em-payaba" en el granero o sobrao de la casa. En lo que se refiere al paisaje de los olores, este proceso manual y lento producía una fragancia a hierba cortada característica tan potente que, aún hoy, sigue siendo recordada con nitidez por los que vivieron este taskscape, aunque fuera en su niñez.

La ausencia de aquella fragancia distingue el paisaje de praderas actual, pues los nuevos procesos de mecanización hacen más rápida y ágil la tarea, conllevando que el olor distintivo de la recogida quede perdido en el tiempo, al menos con aquella intensidad. El taskscape contemporáneo de empacar y ensilar la hierba en bolas de plástico, y hacerlo de forma más rápida y mecanizada, deja atrás un olor que era una seña de identidad de un territorio y de la época estival en que se realizaba la siega.

Estas entidades singulares que representan los smellscapes, como vemos, singularizan los lugares, pero también constituyen elementos definitorios de las tareas configuradoras de los paisajes y manifiestan valores sociales y culturales de la percepción de dichos olores. En Carranza muestran aspectos relativos a una sociedad que, por un lado, ha cambiado parte de sus manejos agropecuarios y, por otro, se ha terciarizado y urbanizado. Por ello los smellscapes no deberían pensarse en términos de autenticidad (el smellscape más auténtico es el tradicional) puesto que hacerlo sería ignorar la incorporación de nuevas tecnologías y prácticas acordes con los tiempos. Una vez más, conviene recordar que los paisajes son entes vivos y no museos históricos o etnográficos.

 

Conclusiones: memorias y cuerpos en los paisajes sensitivos, una vía para las identidades propias

Las diferentes facetas de lo sensitivo, como ha señalado el artículo, son herramientas de análisis muy útiles para el cambio social, amén de constituir ejes articuladores de la memoria y de las emociones ligadas a la experiencia paisajística. Lo no visual, asimismo, es una parte indisociable del paisaje además de suponer una valiosa fuente de información y conocimiento de los lugares y grupos humanos. A pesar de la preeminencia de lo visual en nuestra sociedad, debemos realizar el ejercicio de acercar el paisaje a nuestro cuerpo, distanciándonos de la abstracción y la lejanía con las que es abordado habitualmente. Una posibilidad para ello es reconociendo lo que contiene de táctil, sonoro, olfativo y gustativo.

Cambios como la reespacialización y la reespecialización de los animales y de la actividad agroganadera en el Valle resultan sugerentes en cuanto que la relación de las personas con los animales se ha visto transformada variando y cuestionando lo que se considera oportuno o inoportuno y aceptable o inaceptable en ella. Esto afecta a la propia noción de ruralidad de una sociedad que se va terciarizando y a la estructura funcional de la casa y de los barrios. También motiva cambios hacia lo que he llamado un paisaje ganadero sin ganado. A su vez, muestra que los paisajes sensoriales son dinámicos y que están en constante interacción con especificidades locales y con factores cosmopolitas globales, ya que el mundo rural es parte de dinámicas urbanizadoras de mayor amplitud. Al mismo tiempo, dichos cambios paisajísticos son fruto de otros socioeconómicos, de transformaciones en la actividad productiva, de la introducción de novedosos manejos agropecuarios, de variaciones en el modo de vida, valores, educación y expectativas de los habitantes del Valle y, en suma, de modificaciones en la relación de las personas con su tierra y con su paisaje.

Las dinámicas vigentes reflejan la tensión entre lo que se ha perdido (los olores de la recogida tradicional de la hierba, la posibilidad de bañarse en los ríos, la disparidad de sonidos animales o los manejos tradicionales del ganado) y lo que es percibido socialmente como avances en la calidad de vida (ahorro de tiempo en la realización de las tareas, mejoras en la higiene o mayor renta y tiempo disponible para actividades de ocio). Estas tensiones no son más que un reflejo de nuevos valores y circunstancias sociales: debilitamiento de la idiosincrasia ganadera frente a la terciarización y a la multifuncionalidad; pérdida de paisaje tradicional ante diferentes usos del territorio; introducción de nuevas tipologías arquitectónicas y urbanísticas; cambios en la vivencia del tiempo (del tiempo del campo sujeto al clima y al biorritmo de animales y cultivos, al tiempo de la fábrica y la oficina dependiente de las jornadas urbanas estandarizadas).

En un contexto contemporáneo de unas instituciones interesadas por relanzar el turismo frente a las pequeñas explotaciones agropecuarias, el paisaje camina hacia valores urbanos donde los sonidos, los olores y el contacto directo con los animales y la naturaleza van siendo sustituidos por un paisaje menos táctil en el que la estética aparece como un valor en alza. Es cierto que la sociedad urbana, sobre todo a través del turismo, no sólo consume paisaje, sino que lo reinventa y lo connota desde un ámbito ajeno a la producción agroganadera. Pero la contradicción de esta relación es que el mantenimiento del paisaje actual del Valle es difícil sin una actividad agropecuaria viva que lo conserve como está. Por ello, no conviene olvidarse de la cultura campesina. El código local de manejo del territorio ha sido y es importante en la preservación del paisaje, luego habrá que intentar la renovación socioeconómica de un sector en crisis si se quiere la perviviencia de ese mismo paisaje.

En las familias que todavía mantienen su explotación ganadera y pretenden seguir haciéndolo, esos olores, sonidos y contacto físico con el ganado actúan casi como un síntoma de rebeldía, como una expresión de estar en el mundo y de conservar su idiosincrasia en un mundo rural cada vez más urbano. Actúan a modo de resistencia al cambio de un paisaje de producción a otro sólo de consumo y contemplación, conscientes también de que este último tampoco es viable si ellos dejan de producirlo.

Analizar el paisaje a través del cuerpo pone en valor aquellas de sus características que no sólo se perciben a través de la vista. Estas mecánicas, asimismo, tienen mucha potencia tanto para fijar memorias como para analizar cambios sociales: en este caso, el paso de la sociedad tradicional a la contemporánea. Los aspectos relacionados con los sonidos, los olores, los sabores, los tactos y el cuerpo suponen una forma más, por lo general poco explorada en el ámbito del paisaje, de conocimiento cultural.

Los taskscapes tradicionales de la recogida de la hierba, de la producción de abono, de la crianza de animales en la cuadra, de la agricultura o la horticultura remiten a actividades sumamente corporales. No quiere decir que los taskscapes contemporáneos no sean sensitivos, pero lo cierto es que la mecanización y la compra de insumos actual ha eliminado una parte importante de aquella tactilidad y, sobre todo, ha confinado buena parte de ella al interior de las explotaciones intensivas, con lo que la relación con la tierra y el paisaje es menos intensa. En este proceso, el hábitat cercano, tangible, audible y palpable ha sido sustituido en cierta medida por un mercado distante, intangible, inaudible e intocable.

A lo largo de este proceso de cambio parte de la vieja sensorialidad queda fijada en la memoria de manera emocional: el smellscape de la hierba cortada y volteada en los prados es recordado y anhelado; el variado soundscape animal pululando por el Valle es vivido por las viejas generaciones como una carencia contemporánea en lo que he denominado paisaje ganadero sin ganado; el diverso tastescape de los huertos y los frutales, en particular de los manzanos, se nota como un hueco en el paisaje que a duras penas es rellenado por productos y variedades comerciales comprados en las tiendas y que ha implicado asimismo pérdida de muchos saberes y experiencias compartidas entre generaciones; la falta del tactilscape de un baño en los ríos se vive con añoranza y recelo hacia un modelo económico que parece poco respetuoso con su entorno. Estos procesos están vinculados con la mecanización del campo y con la reespacialización y reespecialización de la ganadería que han modificado la relación con los animales y con la tierra. También conectan con la terciarización y urbanización de Carranza que ha cambiado, entre otras cuestiones, las expectativas y dinámicas sobre el paisaje en sí mismo.

Sin caer en idealizaciones banales de la esfera rural, hay que reconocer que, en un mundo tendente a la homogeneización cultural, los paisajes corporales y de los sentidos pueden actuar, por un lado, a modo de reconocimiento y reivindicación de las identidades particulares de cada lugar, y, por otro, de salvaguarda de la diversidad cultural y paisajística. En el fondo, la cuestión en juego es qué es el campo y cómo debería ser: si un campo productor, sensorial y corporal, repleto de memorias y de acciones encarnadas, o uno consumido como espectáculo visual vía el mercado del ocio (Macnaghten y Urry, 1998), o si es posible aunar lo que supuestamente parecen posicionamientos excluyentes.

 

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Notas

1 Karrantza, Valle de Carranza o Karrantza Harana son las tres denominaciones válidas para este municipio vizcaíno (el más occidental y de mayor extensión de toda la provincia y con una población de apenas 2 800 habitantes) situado en la comarca de las Encartaciones, limitando con Cantabria y Burgos. En este municipio realicé la investigación (financiada por el Departamento de Educación, Universidades e Investigación del Gobierno Vasco) que dio lugar a la tesis titulada "Miradas y tensiones en los paisajes del Valle de Carranza", dirigida por Teresa del Valle y defendida en la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea en 2011. Dicha investigación tuvo como objeto analizar los paisajes del Valle de Carranza a partir del siglo xx desde una perspectiva sociocultural dando cuenta de los cambios, pues éstos son reflejo y memoria de transformaciones en las relaciones económicas, sociales y emocionales de la gente con su entorno, su tierra y su territorio. Asimismo, el Valle se caracteriza, entre otras cuestiones, por tener una marcada aunque cambiante idiosincrasia rural y ganadera, y por su gran riqueza paisajística y patrimonial.

2 Con taskscape aludo a los paisajes surgidos de la realización de las tareas cotidianas, según la terminología de Tim Ingold (1993, 2000; Ingold y Kurttila, 2000). Debo aclarar que, aunque no existe una línea temporal claramente identificada que separe los taskscapes que denomino tradicionales de los contemporáneos, con los primeros me refiero a las tareas que modelaron el paisaje durante los primeros 60 o 70 años del siglo xx. Hay que decir que el modelo tradicional en sentido estricto está prácticamente extinto, pero es la base del contemporáneo, que supone su evolución en una determinada dirección. Tener en cuenta lo tradicional es básico para entender la fisonomía actual del Valle, y con ello su memoria, identidad y cambio a través del paisaje, así como los retos, incógnitas e incertidumbres a los que se enfrenta hoy en día. Asumo que el concepto de tradicional es una simplificación que me ha ayudado a comprender tanto los elementos clave de la memoria como los cambios acaecidos en su fisonomía.

3 Una "vaca seca" es aquella que no está produciendo leche.

4 Ésta surgió a principios de los años setenta del siglo XX y dio lugar a una reorganización de la titularidad de las parcelas unificándolas en lotes de mayor extensión, ya que las antiguas, debido a subdivisiones sucesivas, habían llegado a ser tan minúsculas como improductivas. Dicha reunificación, a su vez, aceleró el proceso de praderificación en un contexto de auge de la ganadería vacuna de leche por el que las antiguas parcelas ya nunca más se dedicarían a la agricultura sino principalmente a la pradera.

5 Esta paradoja de tratar de revalorizar un paisaje cuando ya ha perdido su función productiva está basada sobre todo en un cambio de paradigma producido en los años noventa: del productivismo al posproductivismo agrario (Halfacree, 1997). A instancias europeas el medio rural va a empezar a conceptualizarse como algo pluriactivo, multisectorial y multifuncional, susceptible de diversos usos y proveedor no sólo de alimentos sino también de ocio, de espacios naturales, de paisaje o de patrimonio (Malagón, 2002: 8-9). Una de las principales características de esta nueva noción de ruralidad es que, en ocasiones idealizándolo, las sociedades industrializadas encuentran en lo rural la gran reserva de símbolos que prácticamente han desaparecido de la urbe: lo natural, lo verde, el paisaje, lo arcaico, el silencio, la soledad o la solidaridad. A su vez, estas imágenes se asocian de forma recurrente con los orígenes y raíces fundacionales de nuestra cultura.

En el Valle se inician estos discursos posproductivistas pensando, entre otras cuestiones, en el turismo como alternativa de futuro, que si bien no llegue a remplazar totalmente al sector primario, sí revitalice un tejido social envejecido a través de otras opciones. En esta línea el paisaje tiene un papel relevante puesto que se empieza a mirar el territorio no sólo con base en las actividades agropecuarias, como hasta hacía bien poco, sino también en los estereotipos estandarizados del turismo y lo connotativo, que habían pasado más desapercibidos en Carranza.

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