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Alteridades

On-line version ISSN 2448-850XPrint version ISSN 0188-7017

Alteridades vol.24 n.48 Ciudad de México Jul./Dec. 2014

 

Lecturas

 

Las pinturas del templo de Ixmiquilpan*

 

Reseñado por Juan Luna Ruiz**

 

* Arturo Vergara Hernández, Las pinturas del templo de Ixmiquilpan. ¿Evangelización, reivindicación indígena o propaganda de guerra?, Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, Pachuca, 2010, 200 pp.

 

** Profesor-investigador de la Academia de Arte y Patrimonio Cultural de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Dr. García Diego 168, col. Doctores, delegación Cuauhtémoc, 06720, México, D. F. <juanluna_02@yahoo.com.mx>.

 

Al correr el año de 1955, luego de retirar una gruesa capa de yeso que de modo inopinado las había conservado desde el siglo XVI, en lo que -se supone- había sido un aparente acto de censura eclesiástica, un notable grupo de pinturas murales de corte prehispánico fue descubierto en la nave mayor del convento de Ixmiquilpan, en el estado de Hidalgo. Las escenas de batallas de guerreros, al parecer pertenecientes al área de Mesoamérica, unas veces contra chichimecas y extrañamente en otras contra basiliscos, pronto despertó la polémica entre los especialistas. Desde entonces, se han suscitado multitud de debates y estudios en torno a sus significados, desde muchas perspectivas y disciplinas, enriqueciendo el conocimiento sobre un suceso que, más allá de lo estético, es de suma trascendencia para la antropología, la historia, la etnohistoria, la semiótica y la historia del arte.

La última aportación en esta ya larga discusión es la del antropólogo hidalguense Arturo Vergara. Su tesis es que los murales tenían como función alentar a los otomíes en la guerra que libraba la Nueva España contra sus vecinos, los chichimecas, más que reivindicar la religión mesoamericana. Esta apología gráfica de la guerra se habría dado justo en los momentos más álgidos del conflicto bélico que asoló conductas de plata, fundaciones y campamentos de cazadores-recolectores, desde la segunda mitad del siglo XVI hasta bien entrado el XVIII. Según la interpretación, todo el paisaje gráfico de las pinturas deviene en la idea de una guerra santa librada contra los indómitos infieles, lo cual por cierto tendría, a la postre, diversas expresiones en el llamado sistema ritual de danzas de conquista por todo el territorio mesoamericano. Pero en la lectura se produce otra tensión: que las pinturas resaltan la lucha entre civilización y barbarie, esto es, la necesaria confrontación contra los infieles como los representantes de la violencia y la intranquilidad, no obstante que las guerras entre civilizaciones mesoamericanas fueron muy frecuentes, cuando menos desde el periodo de la decadencia del Clásico.

En principio, encontramos en esta manifestación del muralismo étnico un parangón histórico con Tlaxcala pues, como se sabe, en aquellos años de la 16 centuria, los señores de la llamada "Muy Noble y Muy Leal" no estaban satisfechos con el despojo de tierras y otras faltas en los compromisos adquiridos por parte de la Corona, luego de lo cual mandaron pintar un mural en la Casa del Ayuntamiento de la ciudad para, con eso, recordar a los españoles las acciones en que los guerreros tlaxcaltecas se habían distinguido durante las guerras de conquista por toda la Nueva España. Años después, el mural fue destruido y, para suplirlo, los mismos principales mandaron pintar el Lienzo de Tlaxcala, uno de los documentos más importantes para conocer la historia de la conquista de México. Acaso los murales de Ixmiquilpan se inscriban dentro de esta línea de testimonios gráficos o relaciones indígenas sobre las guerras de conquista, pero es indispensable poner en relieve que, en este caso, dicha expresión se da precisamente en una -así llamada- frontera chichimeca. La matriz civilizatoria de los otomíes se afirma en este hecho y no en una supuesta adscripción aridoamericana de la etnia ñahñú, dado el carácter limítrofe de su cultura. Pese a que muchas de sus expresiones materiales muestran un apego a la "cultura del desierto", de rasgos ideológicos y organizativos más elementales que los del resto de Mesoamérica, esto no deduce un carácter primitivo de la cultura, sino sus manifestaciones emparentadas entre dos áreas culturales.

En los hechos, la historiografía demuestra el desarrollo expansivo de los Estados otomíes cuando menos desde el siglo XIV. Sabemos de la expulsión de los señores otomíes de Xaltocan, quienes entonces se refugiaron en la Sierra Oriental de Hidalgo, donde fundarían el señorío de Tutotepec; otros alcanzaron la provincia de Metztitlán, lugar en que reforzaron a sus antiguos parientes; unos más fueron a Otumba, y el resto se asentó en la provincia de Tlaxcala. En todos los casos se establecieron por diversas poblaciones y contribuyeron a la fortaleza de sus antiguos pobladores, cuyos dominios eran ya un baluarte multicultural de pueblos refugiados y libres del dominio mexica. Como se ve, la interacción otomí con los pueblos organizados en ciudades-Estado era una constante en el posclásico, aunque los rasgos rituales de la etnia acusan hoy en día un claro origen aridoamericano, como el ritual del "Pon y quita banderas" que año con año se lleva a cabo en Mixquiahuala, más asociado al mitote, propio de pueblos del occidente y norte de México.

En su trabajo doctoral La formación del Estado en el México prehispánico,1 Brigitte Boehm demuestra la matriz civilizatoria mesoamericana de grupos como el pueblo ñahñú, especializados en la extracción de productos del desierto, pero cultural y comercialmente comprometidos con el crecimiento de las grandes ciudades del Clásico (como Teotihuacan) y del Posclásico (como Tula). La zona de adscripción cultural de estos otomíes del Valle del Mezquital se enmarca en una zona de tlacuilos que pintaban códices del tipo techialoyan, dibujantes de códices cuya manifestación se distingue por la aparición de la escritura o la semiescritura (aún en debate en la lingüística), un componente esencial de las civilizaciones más avanzadas en otras partes del globo, como Egipto, Sumeria y el Valle del Yang-Tse-Kiang.

Serge Gruzinski afirma que el proceso de conversión religiosa de la era colonial española tuvo un carácter de guerra de imágenes, con todas sus implicaciones de transustancialidad o de sincretismo, como se quiera. En los hechos, los murales de Ixmiquilpan son, en esta guerra, un frente contra la parte española, en un área en la cual se pintaron códices como el Lienzo de Zempoala, el Códice Zempoala, el Códice Huichapan o el Mapa de Metztitlán. En algunos de ellos, los chichimecas aparecen distintos a los pobladores de Mesoamérica, a veces desnudos y armados con arco y flecha o bien ataviados con toscos tilmatli elaborados con ramas de huizaches (en el Valle del Mezquital a las capas para la lluvia así elaboradas les llaman nahuates). El mismo Lienzo de Zempoala muestra personajes, al parecer caciques o tequitlatos de pueblos supuestamente chichimecas en el valle de Pachuca-Zempoala, que lucen esta vestimenta de acusados rasgos étnicos.

En el texto se llama la atención sobre un hecho estético con implicaciones culturales: que el atavío de todos los guerreros del área mesoamericana contrasta con el de los guerreros de la Gran Chichimeca, siendo ello motivo de análisis no sólo por la abundancia de detalles criptológicos, sino sobre todo por el hecho mismo del uso barroco de símbolos culturales en cada etnia. Como frontera cultural, Ixmiquilpan acentúa con esto la identidad de los propios residentes, al menos gráficamente, estableciendo así las diferencias y las distancias civilizatorias frente al otro. Más que híbridos de mesoamericanos y aridoamericanos, los ñahñú del Valle del Mezquital fueron entonces la marca obligada de la diferenciación y el énfasis necesario en la civilización. Todo en Ixmiquilpan parece reafirmar que el núcleo duro cultural está en la matriz civilizatoria de los adoradores de la agricultura, la tecnología y las artes gráficas de la palabra escrita en los códices y los murales. Pero que no se crea de ninguna manera que esto sustenta la peregrina afirmación de que la otomí era la lengua franca hablada en Teotihuacan, pues ¿entonces por qué no dar crédito a los mitos totonacos y mazatecos que reclaman para sí ese privilegio etnocentrista?

Empero, ¿por qué los religiosos permitieron a los indígenas que plasmaran su propia cosmovisión en los muros del convento? Los comienzos de la era colonial se caracterizaron por una fuerte presencia indígena en las expresiones del arte y también en las instituciones religiosas. Baste recordar la composición inicial y luego desautorizada por la Corona de un clero indio en el convento de Santiago Tlatelolco, las expresiones febriles del arte tequitqui o las tempranas predicaciones en lengua náhuatl y muchas más, vistas en un sinfín de documentos escritos en caracteres mesoamericanos, tales como catecismos en forma de códices con glosas bilingües, murales y retablos consignados en lenguas indígenas y otros. El carácter permisivo o tolerante de estas órdenes regulares hacia la cultura mesoamericana tenía su fundamento filosófico en San Agustín, de quien habían tomado la idea de la fundación de la ciudad de Dios en la tierra y de la intrínseca relación del indígena con la naturaleza, herencia del antiguo imaginario europeo que relacionaba al salvaje con la pureza o la santidad, esto es, la naturaleza alejada de lo mundano y lo impuro.

La aportación de la tesis doctoral de Arturo Vergara, profesor-investigador del Instituto de Artes de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, es innegable, pues se trata no sólo de una argumentación útil a la historia de las artes, sino de la más valiosa etnografía del Ixmiquilpan del siglo XVI.

 

Nota

1 Brigitte Boehm, La formación del Estado en el México prehispánico, El Colegio de Michoacán, Zamora, 1985.         [ Links ]

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