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Alteridades

versão On-line ISSN 2448-850Xversão impressa ISSN 0188-7017

Alteridades vol.23 no.46 Ciudad de México Jul./Dez. 2013

 

Cambios urbanos globales, prácticas de resistencia locales

 

El desarrollo urbano y su impacto en los pueblos originarios en la Ciudad de México*

 

Urban Development and its Impact on Native Peoples in Mexico City

 

María Ana Portal**

 

** Profesora-investigadora del Departamento de Antropología de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Av. San Rafael Atlixco núm. 186, col. Vicentina, delegación Iztapalapa, 09340, México, D. F. <marianaportal@gmail.com>.

 

* Artículo recibido el 02/11/12
Aceptado el 04/04/13.

 

Abstract

This work is focused on the analysis of the meaning of village within a city such as Mexico City. Some of the main aspects of its definition are reviewed and questioned, as well as its transformations and the sociopolitical dynamics between them. The study and analysis of native peoples face to a city is of vital importance since, currently, their recognition and social visibility is at stake; besides, the drafting of a legislation is seeking to bind them politically and legally to the city.

Key words: native peoples, urban village, Mexico City.

 

Resumen

Se analiza lo que implica ser pueblo en una urbe como la Ciudad de México, revisando y problematizando algunos aspectos centrales de su definición, transformaciones y dinámicas sociopolíticas entre ambos. El estudio de los pueblos originarios frente a la ciudad es vital, ya que en este momento está en juego no sólo su reconocimiento y visibilidad social, sino también el diseño de una legislación que busca incorporarlos política y jurídicamente a la ciudad.

Palabras clave: pueblo originario, pueblo urbano, Ciudad de México.

 

Introducción

La historia de los pueblos de la cuenca se entreteje inexorablemente con la historia de la Ciudad de México. De origen prehispánico, pero reconstituidos y refundados durante el periodo colonial, a lo largo del tiempo han tenido una gran presencia en la configuración socioterritorial de la urbe.

El interés de este trabajo es reflexionar sobre lo que implica ser pueblo en una ciudad como la Ciudad de México, sobre todo porque en este momento están en juego su reconocimiento, visibilidad social y el diseño de una legislación que busca su incorporación política y jurídica a la ciudad.

Cabe recordar que cuando los españoles llegaron a la cuenca de México había más de 200 pueblos establecidos en distintos puntos del lago y tierra adentro. Las congregaciones de indios fundadas por los conquistadores modificaron ese mapa inicial: algunos pueblos desaparecieron, se crearon nuevos y otros fueron reagrupados en sus antiguos territorios, de tal suerte que la mayoría de los pueblos que hoy conocemos tienen una fundación colonial y conservan la toponimia en sus nombres. A partir de esta refundación, concentración y reacomodo de la población en lugares determinados por la Corona española y la Iglesia católica, muy tempranamente los pueblos fueron dotados de o les fueron restituidas porciones de tierra, en un proceso de reorganización territorial con miras a un mejor control social, tributario y evangelizador (Portal, 1997). Con ello se les reconoció legalmente un lugar dentro de la cuenca de México.

Dentro de la multiplicidad de formas de habitar la ciudad contemporánea, los pueblos "representan hoy una de las caras más emblemáticas y complejas de la diversidad cultural en la metrópoli, por su carácter profundamente otro con respecto al orden moderno y al mismo tiempo por representar un pedazo de la cultura mexicana más arraigada" (Duhau y Giglia, 2008: 361). Esta cuestión resulta relevante pues, como veremos en las siguientes páginas, el plano de lo cultural y lo étnico determina en muchos sentidos las lógicas económicas y políticas de dichos pueblos y sus formas de construir pertenencia en la urbe.

Ubicados en múltiples ocasiones en las periferias de la ciudad, han sido incorporados a ella de varias maneras, no exentas de conflictos y tensiones. Esta relación -que ha cambiado con el tiempo- ha estructurado las identidades de unos y otros.

La distancia física y cultural se ha ido reduciendo en la medida en que -en particular a mediados del siglo XX- la ciudad experimentó un crecimiento muy acelerado, expandiéndose sin control hacia los territorios de los pueblos originarios en los cuatro puntos cardinales, afectando más a los pueblos -de vocación agrícola- del sur, suroriente y poniente. Lo anterior modificó la morfología física y social de estos lugares, en especial en la relación con la tierra y la transformación laboral de sus habitantes.

La entrada de los pueblos a la dinámica metropolitana, o, lo que es lo mismo, la llegada de la metrópoli a los pueblos, da origen a un tipo de espacio sumamente complejo por su diversidad cultural y urbanística, un espacio donde conviven a poca distancia sectores sociales de procedencia social y cultural muy diversa, que pueden llegar a rozarse cotidianamente sin verdaderamente entrar en contacto y conocerse [Duhau y Giglia, 2008: 371].

Es necesario destacar que pese a que este contacto se ha intensificado en las últimas décadas por el acortamiento de las distancias físicas, los pueblos nunca estuvieron aislados de la ciudad. Desde la época colonial el vínculo principal fue el comercial.1 Los pueblos producían alimentos y materias primas que satisfacían algunas necesidades de la urbe, al tiempo que obtenían de ella productos y servicios de los cuales carecían. A partir de sus cualidades y su historia particular, los pueblos han desarrollado distintas maneras de relacionarse con la ciudad.

Había trueque de los productos que cosechaban los pueblos, como Chimalpa, de aquí llevaban carbón para traer alimentos o llevaban maíz y traían alimentos, o llevaban pulque y traían alimentos, o sea, ése era el famoso trueque. Lo hacíamos con pueblos vecinos y con los del Distrito Federal, con Tacubaya, porque allí llegaba el tren.2

Ahora bien, ser pueblo en la Ciudad de México no se reduce a cuestiones de distancias espaciales, de elementos económicos o de infraestructura urbana. No se trata tampoco de viejas supervivencias culturales ancladas en el pasado. Su distinción frente al resto de la metrópoli tiene una connotación profunda construida en lo esencial a partir de tres factores: el vínculo religioso con la tierra -aun cuando han perdido su cualidad de campesinos y la hayan vendido en grandes proporciones, perdiendo su centralidad en la subsistencia-; el sistema de parentesco como eje de la organización colectiva, y un sistema festivo religioso que organiza y sanciona la vida social local.

En este marco, el proceso de expansión desmedido ha traído consigo problemas graves de diversa índole, de los cuales quiero reflexionar sobre cuatro que a mi parecer son medulares para comprender la dinámica urbana de los pueblos originarios (aunque no son los únicos que los aquejan): a) la delimitación y definición de pueblo originario; b) la pérdida del territorio y los recursos naturales; c) la construcción de la pertenencia, y d) las formas de organización y representación política.

 

La definición de pueblo originario

Un aspecto de primer orden es la delimitación y la definición de pueblo originario, no sólo como un ejercicio teórico, sino como una necesidad de establecer el universo que debe abarcarse en cuanto sujetos sociales con derechos y obligaciones específicas. ¿Quiénes son y cuántos hay? Este punto de partida, en apariencia simple y básico, ya implica dificultades. Al indagar al respecto nos encontramos con cifras diversas dependiendo de la instancia gubernamental o social que los cuente: 100, 117, 147, etcétera. Esta variación tiene que ver justamente con cómo son definidos y cómo se autodefinen los habitantes de estos lugares.

El primer elemento que me parece relevante es la distinción entre pueblos indígenas y pueblos originarios urbanos.3 Sabemos que en la ciudad se encuentran representaciones de todas las etnias indígenas del país, insertadas en distintos tipos de asentamientos, algunos regulares y otros irregulares, de diversos tamaños y con densidades de población heterogéneas.

Encontramos así ñahñus que viven en unidades habitacionales en la colonia Roma, colonias en donde conviven grupos de triquis con otros habitantes de condominios, invasiones en zonas montañosas de la periferia que constituyen pueblos dentro de pueblos, o en los márgenes de las colonias populares, entre las muchas formas de anexarse a la ciudad. En este sentido, son poblaciones dispersas en la urbe, contenidas en espacios específicos, sin poseer territorios, sin la propiedad de recursos naturales y con carencias importantes en cuanto a la representación política. Sin embargo, constituyen un tipo de asentamiento diferente de un pueblo originario urbano pues, aunque repitan muchas veces los esquemas espaciales y culturales de sus pueblos de origen, son relativamente recientes y nunca serán iguales al terruño del que provienen. Sin lugar a dudas, los grupos indígenas que residen en la ciudad son altamente vulnerables, poco visibles y por lo general excluidos de las políticas públicas gubernamentales, además de que carecen de los recursos básicos que todo ser humano merece. Esta vulnerabilidad se expresa en la falta de información en censos y estadísticas, así como de acceso al Estado de bienestar.4

Los pueblos originarios urbanos, en cambio, si bien reconocen un pasado prehispánico -es decir, se saben preexistentes a la estructura jurídico-administrativa que en la actualidad conforma la ciudad-, en muchos casos no se definen como indígenas. Por ejemplo, en nuestras investigaciones antropológicas, cuando realizamos trabajo de campo en alguno de estos pueblos de la ciudad y establecemos un contacto inicial con ciertos pobladores, surge de inmediato la autodefinición de que "son tepanecas o momochcas o xochimilcas", según sea el caso, pero esta idea se refiere a una suerte de distinción histórica particular e inicial, pero después, en una indagatoria más profunda, nos damos cuenta de que no se definen a sí mismos como indígenas.

De hecho el término originario marca una distancia con la cuestión étnica indígena. Un habitante de San Bartolo Ameyalco en la delegación Álvaro Obregón se refería a lo anterior en los siguientes términos: "Pueblos indios, los de Oaxaca. Aquí somos pueblo, pero civilizado".5

Entonces aparece otro aspecto fundamental para la definición de pueblo originario: si se les reconoce como tales porque son preexistentes a la estructura jurídico-administrativa que hoy día conforma la ciudad, ¿cómo se delimita dicho criterio?, ¿qué temporalidad se puede asumir para reconocer un pueblo originario? La ponderación de su existencia prehispánica opera en determinados casos, en otros su fundación o refundación colonial, pero hay ocasiones que se remiten al momento de la Revolución de 1910, en especial en el sur y sur poniente de la ciudad, donde la mayoría de los pueblos fueron arrasados y abandonados durante décadas, para ser refundados cuando el clima político se estabilizó. Asimismo hay ejemplos como el barrio de Chimaloyotl, en Tlalpan, perteneciente al pueblo de San Pedro Mártir, cuyos habitantes solicitaron, en fechas recientes, ser reconocidos como pueblo, separándose del pueblo original. O el del pueblo de Parres, también en Tlalpan, que se disputa su origen con el de San Miguel Topilejo, pero que hoy es reconocido formalmente como uno de los ocho pueblos de la delegación. En ese reconocimiento la autodefinición es esencial.

Aun cuando un asentamiento se autodefine como pueblo originario, a lo largo y ancho de la ciudad encontramos gran diversidad de pueblos originarios con características muy distintas: mientras que en el norte encontramos pueblos como Cuautepec -que tiene una población de más de 300 000 habitantes y una estructura urbana muy consolidada, inmersa en la dinámica citadina desde muchas décadas atrás-, en el poniente hallamos pueblos enclavados en las montañas boscosas de Cuajimalpa, cuya urbanización plena se da en la década de los setenta con poblaciones variables entre 8 000 y 10 000 habitantes y con una vocación agrícola y forestal todavía vigente, como San Pablo Chimalpa o algunos pueblos de las delegaciones Milpa Alta, Xochimilco, Tláhuac y Tlalpan.

¿Qué implica entonces ser reconocido como pueblo originario en la Ciudad de México? Por lo antes descrito nos enfrentamos a una trascendente discusión sobre el elemento identitario, ya que, como señalan los investigadores Andrés Medina Hernández (2007), Iván Gomez César (2011) y Teresa Mora (2008), el concepto de pueblo originario es reciente -tal vez de hace no más de dos décadas- y se trata de una autodefinición proveniente de los núcleos más politizados de estas poblaciones. El término ha ido ganando terreno de manera paulatina, de modo que, si bien no es admitido por todos los pueblos, es compartido por una buena cantidad de ellos.

El término nace con una clara carga política, ideológica e identitaria que -como ya se señaló- permite a los pueblos reconocer lo indígena como parte de su pasado ancestral, pero que en la actualidad los distingue de las otras etnias del país, ubicándose como mestizos. Esto probablemente se vincula con que tanto en la ciudad como en el campo el término indio o indígena se usa todavía con un valor despectivo y discriminatorio. El término originario les permite definirse como descendientes de los primeros pobladores de la cuenca para, desde allí, legitimar muchos de sus derechos actuales, al mismo tiempo que les brinda elementos identitarios no sólo para distinguirse de las etnias indígenas del país, sino también para circunscribir una identidad distinta del resto de la ciudad. Dicho en otros términos, el plano de la identidad que se está moviendo en esta construcción específica es el de lo étnico.

Así, los pueblos urbanos representan a la población originaria de la cuenca, a los antiguos habitantes del territorio que hoy ocupa la zona metropolitana, de origen y lengua náhuatl principalmente, con una cultura territorializada, con propiedad de los recursos naturales, con formas propias de organización y de representación política (Yanes, 2007).

Lo anterior les otorga una jerarquía simbólica y política puesto que se trata de un proceso de autoafirmación y de autorreconocimiento, que son principios básicos en la construcción de la identidad.

¿A partir de qué criterios se ha buscado delimitar el universo analítico de los pueblos originarios urbanos? Como parte de un ejercicio académico de investigación dentro del proyecto "Pueblos originarios, democracia, ciudadanía y territorio en la ciudad de México", financiado por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), y dirigido por Lucía Álvarez (2007-2010), buscamos precisar algunas de sus características centrales y propusimos siete:

1. Son poblaciones descendientes de pueblos prehispánicos refundados en el periodo colonial.

2. Tienen como base relaciones de parentesco a partir de un conjunto de familias que se autoidentifican como originarias, lo cual se expresa en la predominancia de algunos apellidos claramente identificables.

3. Poseen un territorio en el que se distinguen espacios de uso comunitario y ritual; se identifica el centro con una iglesia o capilla, la plaza, el mercado y su propio panteón.

4. En muchos casos mantienen una organización territorial a partir de parajes que conservan nombres nahuas.

5. Poseen terrenos agrícolas o forestales en forma de ejidos, propiedad privada o comunidad agraria y por tanto su noción de territorio es clara; incluso cuando han perdido sus terrenos y han quedado reducidos a medios urbanos existe una idea de espacio originario.

6. Su continuidad cultural está basada en formas de organización comunitaria y en un sistema festivo que tiene como eje un santo patrón; en él pueden apreciarse elementos culturales de origen mesoamericano, colonial y una permanente capacidad de adaptación a las nuevas influencias culturales de su entorno, que no se reducen a los aspectos religiosos.

7. Las festividades religiosas y cívicas cumplen la función de generar liderazgos para ejercer los cargos, y para el colectivo es el medio para refrendar la pertenencia al pueblo, contribuyendo a la continuidad de las identidades locales; el santo patrón y otras deidades son la base a partir de la cual se establecen nexos duraderos con otros pueblos.

Si bien éste es un intento interesante de determinar nuestro universo analítico, estos "rasgos culturales" definitorios no son suficientes, pues son elementos en continuo movimiento; no son esencias, sino procesos que cambian y cuya evolución depende de un gran número de factores: sociales, económicos, históricos y geográficos. Un ejemplo notable lo constituye el sistema festivo, que ha sido considerado como la columna vertebral de la definición de pueblo originario. Hay pueblos que han perdido o modificado el sistema de cargos y la organización de la fiesta religiosa, como San Pedro Mártir en Tlalpan o San Pedro Cuajimalpa, donde las tradicionales mayordomías fueron sustituidas por comisiones o grupos eclesiásticos, lo cual ha conllevado cierta pérdida en el control sobre la fiesta, cuya organización recae básicamente en la estructura eclesiástica local. Sin embargo, no por ello dejan de sentirse pueblo y de autodefinirse en función de ello. Esto nos lleva a pensar que la flexibilidad y capacidad de adaptación a las nuevas condiciones son parte de las cualidades de permanencia cultural de dichos pueblos.

Por lo anterior, la delimitación de pueblo originario no resulta sencilla, implica tanto la autodefinición -a partir de criterios socioculturales e históricos- como la heterodefinición, de frente y en contraste con la ciudad en su conjunto. Ello nos brinda un mosaico variado y complejo de pueblos urbanos que, a pesar de mantener rasgos en común, tienen también diferencias notables.

Si vemos estas diferencias y coincidencias de cara a los procesos urbanos hallamos un común denominador: los pueblos tienen formas propias de comprender, organizar y usar sus tiempos y sus espacios. Así encontramos diversas temporalidades entretejidas: ciclos largos que podemos pensar como ancestrales (por la pertenencia prolongada en el mismo territorio), que marcan un origen o punto de partida comunitario; los ciclos rituales anuales y los ritmos cotidianos que anudan desde miradas campesinas hasta formas urbanas de desarrollar la vida.

En cuanto a los espacios tenemos también un territorio histórico, amplio, acotado por significaciones ancestrales; un espacio actual donde se asienta el pueblo y su entorno, donde se sobreponen formas y concepciones que se recrean simbólicamente a partir de varios mecanismos en los que la fiesta juega un papel fundamental; y un peculiar tipo de ordenamiento espacial expresado en la concepción de lo público y lo privado cuyo uso está determinado por el "nosotros", es decir, por la definición de pertenencia. Todo ello articulado por concepciones culturales específicas.

En este marco, una característica definitoria de los pueblos originarios que habitan la ciudad se vincula con el derecho que tienen sobre el manejo de los recursos naturales como el agua, los bosques, la propiedad de la tierra, etcétera, construyendo un lazo sociocultural con el territorio y los recursos en él existentes. De allí que ése deba ser uno de los núcleos de nuestra reflexión, ya que con el paso del tiempo estos pueblos han perdido de manera gradual el control sobre ellos.

Un ejemplo paradigmático es el manejo del agua. Muchos de estos pueblos cuentan con sus propios manantiales y ríos que usufructuaban según sus necesidades y formas organizativas. En las últimas décadas, éstos han sido entubados o desviados para suministrar agua a la ciudad, generando graves conflictos entre habitantes y autoridades.

 

El territorio y el manejo de los recursos materiales

En este aspecto encontramos que la relación pueblo/ciudad resulta sumamente tensa y conflictiva. Los pueblos son considerados agentes de primer orden del desarrollo local, en lo relativo a la preservación de los recursos naturales (bosques, zonas de cultivo, abasto hidráulico, etcétera) y de los suelos de conservación, indispensables para el equilibrio ecológico y la sustentabilidad de la zona metropolitana de la Ciudad de México. Sin embargo, el crecimiento urbano ha tendido a mermar dichos recursos, provocando graves problemas socioambientales.

La continua expropiación de predios -como consecuencia de la expansión urbana misma- para la construcción de carreteras y avenidas, de "obras de interés público" y otras de interés privado, el control sobre los bosques y en especial del agua, entre otras cosas, han sido un foco continuo de disputa con el gobierno y con empresarios.

Los pueblos, como parte de la ciudad, no pueden abstraerse de los procesos de desarrollo neoliberal bajo los cuales se conciben hoy de manera hegemónica la modernización y la urbanización.

Basta recordar que en las últimas tres décadas hemos observado una profunda transformación de la estructura y del orden urbano de la Ciudad de México, expresados en la complicada relación entre ciudadanía y gobierno en torno a la apropiación, uso y significación del territorio no sólo de los pueblos, sino del conjunto de la ciudad. Ello coloca a sus habitantes en continuo forcejeo por el espacio y el tiempo urbanos, pues la construcción del orden económico neoliberal ha entrañado una concepción diferente sobre estos dos parámetros, que se acompañan de políticas públicas congruentes con este nuevo proyecto.

Uno de los cambios más trascendentes es que, a diferencia del esquema de desarrollo capitalista anterior -en el que la acumulación originaria supuso la acumulación de la propiedad privada-, la globalización ha generado relaciones sociales de producción en donde la propiedad jurídica no es lo central; lo esencial es la liberación de espacios y la fuerza de trabajo para su uso y usufructo. Es lo que David Harvey (2006) denomina capitalismo por desposesión para caracterizar las formas vigentes de operar del mercado mundial. Es decir que el capital transnacional puede no tener la propiedad jurídica sobre los medios de producción pero sí la capacidad de apropiación de las riquezas.

Tanto los gobiernos nacionales como los locales (sin importar el partido político que representen) han jugado un papel fundamental a partir de la instauración de políticas públicas que favorecen el esquema neoliberal en el que las ciudades aparecen como el ámbito por excelencia en donde los procesos de globalización se materializan y expresan sus contradicciones. Entre las fuerzas globales que operan en las ciudades la inversión inmobiliaria es uno de los ejes que reorganizan los usos de los territorios urbanos.

La reorganización territorial que hoy se vive es resultado de ese proceso neoliberal donde mercantilizar el espacio, aumentar la productividad, hacer competitivas sus actividades, reducir el papel histórico del Estado y agrandar mercados son vertientes de un mismo impulso y de una misma visión, que generan una geografía social inédita que acentúa la segregación social y territorial. La ciudad vista como mercancía impacta directamente en la manera en que los pueblos viven sus territorios ancestrales.

En esta vorágine se ubican los pueblos originarios, debido a que sus antiguos territorios han adquirido un valor comercial inusitado: la Constitución se modificó para que la tierra ejidal pudiera entrar al mercado inmobiliario, y las condiciones ecológicas, económicas y sociales han desestimulado la producción agrícola previa. Todo ello con consecuencias socioambientales de gran calado.6 Asimismo, el ámbito laboral se ha desplazado hacia las zonas céntricas de la ciudad generando una intensa movilidad poblacional cotidiana, y gran parte de la actividad económica y social se desarrolla en ella, convirtiendo muchas veces a los pueblos en zonas dormitorio.

Para finales de los setenta y toda la década de los ochenta, cuando se empezó a vender de manera más libre (antes no era muy común que la gente quisiera comprar o vender en Chimalpa, todavía había eso de conservar los terrenos familiares y se tratan de conservarlos o hacer la compraventa entre la misma población originaria), se comienza a fraccionar y vender a quien los quisiera comprar. Así comienza la migración, sobre todo de comunidades del Estado de México, de Michoacán incluso, que tenían que venir a trabajar a la Ciudad de México y esta ruta les permitía acceder a un punto donde podían establecerse y quedar a la mitad de sus lugares de trabajo y su origen, por eso buscan este tipo de espacio.7

Este proceso conlleva, desde luego, la llegada de nuevos residentes considerados avecindados, quienes -como lo verifica el testimonio anterior- han migrado de otros estados de la república o del interior del Distrito Federal ante una oferta de terrenos y casas relativamente más baratas que en otras zonas de la ciudad; que se establecen en estos lugares sin lazos parentales en la comunidad, donde tienden a participar poco en la vida colectiva, generando una suerte de islas impermeables cultural y socialmente hablando. Angela Giglia considera que se pueden distinguir dos tipos de avecindados o forasteros: "Se trata por un lado de pobladores pobres de colonias de autoconstrucción, asentados a menudo en terrenos difíciles, con fuertes pendientes o pedregosos; y por otro, de sectores medios y altos en busca de lugares tranquilos y baratos donde vivir, lugares con sabor campirano" (2012: 92).

En esta dinámica el territorio original se fragmenta, se modifica y diversifica su uso original, reduciendo el espacio de vida comunitaria local. Este aspecto es muy interesante porque los habitantes se ven obligados a reconstruir sus fronteras históricas. Como muestra encontramos que con frecuencia los grupos medios y altos dejan de considerarse parte del poblado donde se establecen. En el caso de San Andrés Totoltepec, Tlalpan, la colonia Tlalpuente, que en un principio era parte de él, ahora se vive como ajena por ser habitada por sectores de clase media y alta que tienden a volver "exclusivos" sus espacios de residencia con rejas, vallas y casetas de policía que restringen el acceso.

En consecuencia, el territorio de los pueblos se ve modificado por varios factores: la pérdida de su vínculo con la tierra como elemento de producción, la venta indiscriminada de la propiedad familiar y las expropiaciones que generan las obras de interés público y privado que requiere la ciudad para su funcionamiento (nuevas calles y avenidas, hospitales, escuelas, instituciones públicas, etcétera).

Esta transformación territorial produce un tipo de espacio urbano particular donde se superpone la lógica de la modernización -con el consabido aumento de la densidad poblacional, la necesidad de servicios y la intensificación del tráfico y la movilidad de las personas- con lógicas espaciales de origen prehispánico (como los parajes) y colonial (como la estructura centralizada de una plaza con iglesia, mercado y un espacio de representación cívica), que implican concepciones específicas sobre cuál es el espacio público, qué usos están permitidos, quiénes lo pueden usar, etcétera.

Por ejemplo, históricamente, en San Pablo Chimalpa las familias se asentaban en los parajes en los que se dividía el pueblo. Estos sitios identificados y delimitados con claridad a partir de ciertos atributos físicos del lugar -todos con nombres en náhuatl- fueron referentes importantes y siguen siendo hasta hoy una manera de nombrar y organizar el territorio del pueblo, a partir de dos ejes: el parental y el étnico. Los terrenos albergan a conjuntos de familias distribuidas en parajes reconocidos con diversos nombres: Tlayecatl, Tlapexaco, Tlazintla, Atalutenco, Cuachutenco, Tlantexocotl, Tlaltempa, Xolacotistla y Miltonco. Sirven también para ubicar lugares de uso colectivo, por ejemplo: Tochanco, donde está la iglesia, o Topozanco, donde se ubica el panteón (Portal y Sánchez Mejorada, 2010). Hoy los antiguos parajes tienen tanta vigencia que en los documentos oficiales de compraventa de terrenos aparece el nombre del paraje original como referente central de localización del predio.

 

La construcción de la pertenencia y de procesos identitarios

Si el territorio y los recursos naturales -como ejes de la pertenencia- se comienzan a perder o a desdibujar, ¿dónde se ancla la identidad? Es menester señalar que cuando se habla de pertenencia ésta se entiende como una práctica culturalmente determinada de apropiación del tiempo y del espacio. Una respuesta tentativa a la pregunta anterior -para el caso de los pueblos originarios- es que esta apropiación temporal/espacial se construye a partir de las redes de parentesco, la pertenencia y significación a un territorio y la organización social en torno al universo festivo, todo ello atravesado -implícita o explícitamente- por la etnicidad, como indiqué al inicio de este trabajo.

En este sentido, considero que la reproducción identitaria de nuestra sociedad se hace posible en función del uso, la organización y el control que se ejerce sobre el tiempo y el espacio social. Esto es, por la manera concreta y cotidiana en que los grupos sociales ordenan y consumen su tiempo y su espacio (Aguado y Portal, 1992), pero también se construye a partir de las identificaciones sociales, es decir, de todos esos referentes simbólicos colectivos desde los cuales se nombran y se autonombran los individuos y las colectividades, conformando con ello una imagen en la cual el habitante urbano se reconoce en la ciudad y configura una imagen propia del "ser ciudadano".

Para los pueblos originarios, su forma de ordenar y consumir sus tiempos y espacios conserva una lógica propia determinada por un sistema ritual sumamente complejo -cuyo centro son las fiestas patronales- que da vida a una modalidad específica de organización social anclada al parentesco, a la historia local y a la memoria de sus habitantes. Así, el territorio de los pueblos originarios no es sólo una variable geográfica, es fundamentalmente una construcción histórica y una práctica cultural8 que se ejerce a diario. En términos de Armando Silva: "El territorio fue y sigue siendo un espacio donde habitamos con los nuestros, donde el recuerdo del antepasado y la evocación del futuro permiten referenciarlo como un lugar que aquél nombró con ciertos límites geográficos y simbólicos" (1992: 48).

Esta práctica cultural que distingue a los pueblos originarios genera un concepto de comunidad o de colectividad particular que les da fuerza frente al resto de la urbe, y desde allí elaboran su sentido de pertenencia. Por ejemplo, mientras que en la ciudad decimos "vivo en", en los pueblos escuchamos constantemente "pertenezco a". Esta distinción no es menor y tiene connotaciones profundas de pertenencia y arraigo.

La ciudad, al perderse en su propio desdibujamiento, ha extraviado el sentido profundo de la memoria y de la historia de sus pobladores. El espacio urbano se debe recuperar no sólo en la dimensión física, sino también en la dimensión simbólica de su historia.

La recuperación del sentido colectivo del tiempo y el espacio es lo que los antiguos griegos denominaban locus. Este término se usaba para definir el "verdadero ámbito de acción de una comunidad". Toda acción se despliega en su locus. Todo locus tiene un centro o meson que representa el eje desde donde la acción se puede conducir. Locus y meson son conceptos que se refieren más bien a la conjunción de espacio y tiempo; conjunción que en un momento dado moviliza a la población en un sentido.

¿Cómo podemos articular estas ideas de locus y meson al caso de los pueblos? ¿Cuál sería el locus específico o el verdadero ámbito de acción de estas comunidades? Lo planteamos al inicio: lo que distingue a los pueblos originarios de otros pueblos y de otros espacios urbanos es el referente ideológico del origen: el ancestral mundo prehispánico resignificado desde el pasado colonial y actualizado desde un contexto de urbanización neoliberal en un mundo globalizado. La dinámica de apropiación del espacio y el tiempo de los pueblos originarios está determinada por los procesos festivos rituales, el parentesco, la historia y la memoria. Esta dinámica a menudo entra en contradicción con la lógica urbana neoliberal, generando conflictos y tensiones, aunque también crea nuevas formas de apropiación y resignificación.

 

Las formas de organización y representación política

Los procesos de construcción de pertenencia siempre se realizan en relaciones de poder. Esto nos lleva al cuarto problema propuesto en esta reflexión: la compleja relación jurídico-administrativa con la ciudad, articulada a los vaivenes históricos de la misma, en los cuales se pasó de una estructura de municipalidades durante el siglo XIX a una de delegaciones en el XX. Estos cambios repercutieron en el tipo de representaciones en el interior de los pueblos y el modo en que se construyen los vínculos políticos con la ciudad.

Por ejemplo, la Ley de 1903 reconocía los ayuntamientos en las municipalidades en las que se dividía el Distrito Federal. En cada municipalidad había un ayuntamiento y en las foráneas un prefecto político por cada una de ellas, nombrados y removidos por el presidente de la república. En las poblaciones que no eran cabeceras de municipio había comandantes de policía y jueces de paz (Ley de Organización Política y Municipal del Distrito Federal, 26 de marzo de 1903). El comandante tenía como función principal recoger y entregar los citatorios o amonestaciones a aquellas personas que habían cometido alguna falta o alterado el orden público.

La figura de juez de paz hace referencia a un tipo de órgano jurisdiccional que aparece en el último tercio del siglo XIX y cobra fuerza a principios del XX, en la medida en que se torna más complejo el papel de los prefectos. Habitualmente eran órganos judiciales unipersonales, con jurisdicción en el ámbito local, por lo general en un municipio o poblado en el que no existía un juzgado de primera instancia, y eran atendidos por jueces no profesionales (no abogados). El juez de paz se encargaba de resolver controversias de escasa cuantía en materia civil, así como del enjuiciamiento de las faltas, es decir, las infracciones penales más leves. Se buscaba que los conflictos sometidos a su consideración fueran solucionados mediante la conciliación entre las partes, según reglas de equidad o conforme a las costumbres particulares de la comunidad, es decir, usos y costumbres (derecho consuetudinario).

En 1928 se promulgó la Ley Orgánica del Distrito y de los Territorios Federales, en la cual quedaron establecidas las facultades de gobierno y administración que ejercería el presidente de la república por medio de un departamento administrativo y político: el Departamento del Distrito Federal. Las funciones encomendadas al Departamento serían desempeñadas por un jefe del Departamento para todo el Distrito, quien a su vez sería jefe nato del Departamento Central y también de los 13 delegados en las poblaciones foráneas.

A principios de los años cuarenta, en una Ciudad de México en creciente expansión, era impostergable mejorar el aparato administrativo para lograr una prestación eficiente de los servicios; al mismo tiempo, se requería un mayor control de las demandas y necesidades de los habitantes. Esta situación llevó a que se modificara la Ley Orgánica del Distrito y de los Territorios Federales a sólo unos meses de haber tomado posesión el presidente Manuel Ávila Camacho. Con esta ley el territorio se reestructuró, se dividió en la Ciudad de México y 12 delegaciones que en los años setenta se convirtieron en las 16 que conocemos hoy (Portal y Sánchez Mejorada, 2010).

En el marco de la reforma política, en el sexenio de López Portillo (1978), de nueva cuenta cambió la Ley Orgánica; se introdujo una importante modalidad en la estructura de participación y gestión. A partir de esta nueva reglamentación hubo un esfuerzo por incorporar a la población en la resolución de los grandes problemas de la ciudad. En enero de 1980 se promovieron e instituyeron los órganos de Colaboración Vecinal y Ciudadana, una novedosa fórmula de participación que combinó elementos de ejercicios anteriores; se retomó la idea del Consejo Consultivo de la Ciudad, pero ahora con una representación territorial más que sectorial. Se estableció una estructura piramidal en cuyo vértice superior se ubicaba el Consejo Consultivo de la Ciudad, integrado por los presidentes de las 16 juntas de vecinos, las cuales a su vez se encontraban integradas por los presidentes de las asociaciones de residentes, de tantas colonias, fraccionamientos, unidades habitacionales, barrios y pueblos como hubiera en la delegación, y, por último, éstas se integraban por los jefes de manzana, quienes eran electos por los vecinos de cada manzana (Sánchez Mejorada Fernández, 2001b). En las delegaciones desaparecieron las subdelegaciones9 y en los pueblos se formaron las asociaciones de residentes.

En 1994 la Cámara de Diputados aprobó el Estatuto de Gobierno del Distrito Federal que, aunque no tiene las facultades de una constitución local, es un instrumento jurídico por encima de la Ley Orgánica que durante 65 años rigió al gobierno y la estructura administrativa del Departamento del Distrito Federal, regulando aspectos de estricto derecho político como la distribución de atribuciones entre los poderes de la Unión y los órganos locales de gobierno de la administración pública del Distrito Federal, incluyendo la participación ciudadana. En este estatuto se reconocían como figuras de participación los consejos ciudadanos y se mantuvieron las figuras de asociaciones de residentes y jefaturas de manzana. Los consejos ciudadanos funcionaron hasta 1997, ya que por acuerdo del 13 de noviembre de 1996, en el contexto de negociación de la reforma política en el nivel federal, el Congreso de la Unión determinó que éstos desaparecieran. Sólo estuvieron en funciones un año y siete meses.

Ese año, por primera vez hubo elecciones para elegir al jefe de Gobierno del Distrito Federal y, a partir del 2000, a los delegados. Con ello la competencia política entre partidos se incrementó de manera notable en el nivel local, lo que incidió en la división interna de los vecinos de los pueblos.

En 1998 se aprobó la Ley de Participación Ciudadana, a partir de la cual desaparecen las figuras descritas y surgen los comités vecinales. A cada comité vecinal le corresponde un número de integrantes que oscila entre siete (mínimo) y 15 (máximo). La elección de los comités vecinales se llevó a cabo en 1999, por medio del voto universal, libre, secreto y directo de los ciudadanos inscritos en el padrón. De acuerdo con la ley, la integración de los comités vecinales se efectuaría de manera proporcional bajo el principio de cociente natural resto mayor. Es decir, a la planilla con más votos se le otorga un número determinado de lugares, la que le sigue ocupa otros y la siguiente otros, de manera proporcional conforme al número de votos. Si al realizar la operación resta una cantidad menor a uno, el lugar se le otorga a la que tuvo mayor votación. Por tanto, los comités vecinales se integraron no sólo con los miembros de una planilla, sino con los de todas las que contendieron (Portal y Sánchez Mejorada, 2010).

En un contexto de falta de representación de los pueblos frente a la ciudad, después de más de diez años de que no se renovaran los comités vecinales y debido a las modificaciones y negociaciones partidarias en torno a la Ley de Participación Ciudadana, en 2010 se reformó esta ley y se introdujo la figura de consejos de los pueblos, que sustituyeron a dichos comités.10

Los Consejos de los pueblos y barrios originarios, son instancias de nueva creación, significativas por tratarse de la representación de entidades con fuerte presencia histórica en el Distrito Federal, que no habían sido reconocidas en otros instrumentos normativos locales. Las funciones de estos Consejos están orientadas a ser intermediarios entre las necesidades e intereses de los pueblos y barrios originarios y los gobiernos central y delegacional. De igual manera, son las instancias para la gestión de sus demandas y para la articulación con las autoridades. Deben representar los intereses colectivos de las y los habitantes de los pueblos originarios, así como conocer, integrar, analizar y promover las soluciones a las demandas o propuestas de los vecinos en su comunidad; elaborar, y proponer programas y proyectos de desarrollo comunitario integral, participar en la elaboración de diagnósticos y propuestas. Intervención que, como podemos observar es aún muy restringida [Sánchez Mejorada Fernández, 2012: 10].

Sin embargo, estos consejos no han sido adoptados en todos los pueblos justamente por la forma en que la ley ha delimitado a los pueblos originarios, ya que reconoce como tales sólo a 40 pueblos asentados en cuatro delegaciones del Distrito Federal: Milpa Alta, Tláhuac, Tlalpan y Xochimilco.11

A partir de la última elección de los miembros de los consejos de los pueblos, se ha buscado enmendar la exclusión de los otros pueblos originarios existentes, pues ésta se realiza de igual modo que la elección de los comités ciudadanos y posee atribuciones similares. Así, aunque se resuelve el asunto de la representación, permanece el problema del reconocimiento formal de los pueblos.

Para Cristina Sánchez Mejorada Fernández, en esta ley se introducen instrumentos de participación, valiosos por sí mismos y no reconocidos con anterioridad: la rendición de cuentas, la red de contralorías ciudadanas, la participación colectiva, las organizaciones ciudadanas y la asamblea ciudadana, que intentan normar nuevas prácticas y que amplían el abanico participativo. Empero, considera que:

La participación ciudadana normada por esta Ley, al quedar fundamentalmente restringida al ámbito vecinal, resulta excluyente con respecto a otras formas de participación que tradicionalmente ha ejercido la ciudadanía local, así como de las diversas identidades colectivas de que son portadores los habitantes de la ciudad. A esto se debe en gran medida, que en el plano normativo el tema de la participación ciudadana aparezca disperso en distinto tipo de leyes y reglamentos, y que no haya sido posible construir un marco legal articulado para normar esta participación.

Por todo lo anterior es necesario revisar de manera puntual la pertinencia de los principios sobre los cuales se articula el esquema general de participación que ella auspicia y la viabilidad de propiciar por su intermedio prácticas participativas democráticas. En el mismo sentido, vale la pena replantear incluso la conveniencia de algunas de las figuras clave que han sido promocionadas por la Ley de Participación Ciudadana, sus atribuciones y funciones [Sánchez Mejorada Fernández, 2012: 12].

Sorprendentemente, mientras se observa una tendencia histórica a la democratización de los procesos de elección de autoridades en la ciudad, en los pueblos se ve un desgaste de las estructuras formales y una falta de reconocimiento y visibilidad, por lo cual acuden, en muchas ocasiones, a las modalidades previas de representación y organización comunitaria en las cuales el sistema de cargos religiosos llega a ser muy importante debido a que las autoridades religiosas locales gozan de prestigio y legitimidad frente a la colectividad. El problema aquí es la falta de reconocimiento formal ante las autoridades delegacionales, lo que limita su capacidad de acción.

Estas transformaciones han implicado ajustes relevantes en las formas de representación de los pueblos frente a la ciudad, no sólo porque la estructura cambia, sino porque las figuras de autoridad también lo hacen. Se ha transitado de los jueces de paz a los subdelegados,12 y de allí a los comités y consejos. Pero el cambio más grande tiene que ver con la entrada de los partidos políticos a estos espacios de representación y la contienda entre ellos, en la medida en que se pasó de una suerte de "dictadura de partido" (el Partido Revolucionario Institucional gobernó no sólo el país sino la propia capital durante 75 años) a una pluralidad partidista.

Esto ha afectado fuertemente los procesos de legitimación del poder local, pues de una estructura basada en el reconocimiento de las autoridades a partir del conocimiento personal y familiar de los representantes -muchas veces avalado por su papel en la estructura de cargos religiosos- se pasó a una batalla entre partidos por asignar -y a veces imponer- a miembros de sus filas en los cargos de representación local. Es decir, mientras que antes de los setenta se elegía a los representantes de los pueblos por sus méritos personales, su origen familiar y comunitario y su recorrido por los diversos cargos religiosos que conlleva el complejo sistema festivo local, ahora se depende de la correlación de fuerzas dentro de los partidos, que imponen a los candidatos en función de sus propios intereses.

Tal proceso discontinuo de redefiniciones políticas y administrativas coloca a los poderes locales en una condición de subalternidad frente a los procesos hegemónicos. En este marco, se discute hoy día una nueva ley para reglamentar la vida de los pueblos originarios e indígenas que habitan la ciudad. Esta ley -en ciernes- tendrá que reconocer las características particulares desde donde se define ser pueblo en la urbe.

 

Reflexión final

A lo largo de este trabajo se ha buscado resaltar los cambios y permanencias implicados en la idea de ser pueblo dentro de la ciudad. En ellos se reproduce un tipo de espacialidad -cargada de historia- y un tipo de temporalidad -articulada a los ciclos festivos y a las redes parentales- cuya organización ordena la vida social de sus habitantes. Esta organización temporal-espacial se entreteje con la lógica urbana.

Tiempo y espacio se transforman en esta dinámica pero paradójicamente conservan y reproducen aspectos centrales del ser pueblo, así que, hasta hoy, encontramos elementos definitorios que permiten distinguir con bastante claridad estos lugares frente al resto de la ciudad, a pesar de los procesos modernizadores y los cambios que conllevan. Esto debido a la capacidad de adaptación, de incorporación y de resignificación de elementos nuevos que tienen los habitantes de los pueblos originarios, que los convierten en espacios cosmopolitas. Lo anterior se puede observar tanto en la cotidianidad como en la vida festiva y ritual.

La pertenencia y la identidad se construyen entonces en una dinámica de transformación/conservación en extremo compleja donde el plano de la etnicidad -mestiza en este caso- juega un papel fundamental, en un doble engranaje: por un lado, se distinguen de los pueblos indígenas y, por otro, de los demás grupos mestizos que habitan la ciudad. La identidad étnica -resumida aquí en la palabra "originario"- puede ser vista como elemento de una estrategia identitaria y reivindicatoria para conservarse en el cambio.

Por ello resulta esencial reconocer las diferencias y particularidades de los llamados pueblos originales, para no romper con aquellos procesos culturales y sociales que les dan vida. Esto supone observarlos como parte intrínseca de la ciudad, al mismo tiempo que se reconocen y respetan sus especificidades culturales.

Así, todo diseño de las políticas públicas que emanen de una próxima legislación y que afecten sus territorios y costumbres requiere un conocimiento profundo de sus características, del fomento de la participación y de recuperar los canales de expresión y consolidación ciudadana particulares.

Este diseño de proyectos y de políticas públicas debe tener un eje o una direccionalidad claros. Desde mi perspectiva, el eje debe ser la construcción y el fortalecimiento de la identidad urbana, mediante la cual se fortalezca la pertenencia local.

Las políticas públicas del gobierno de la ciudad -aceptadas y eficaces entre la población- deben encaminarse a encontrar y gestar cambios significativos en esos locus o "ámbitos de acción de una comunidad" que favorezcan la participación responsable de los ciudadanos. De modo que todas las acciones sean pensadas desde esa lógica. Lo anterior implica necesariamente el conocimiento profundo de las complejas problemáticas que tienen hoy los pueblos, el cual sólo puede obtenerse a partir del diálogo participativo con sus habitantes. Sin ello resultará muy difícil incidir de verdad en los problemas sociales que aquejan a estos habitantes tan poco visibles pero tan importantes para la ciudad en su conjunto.

 

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Notas

1 Aunque también ha habido un vínculo político-administrativo muy significativo.

2 Entrevista realizada en 2010 por Cristina Sánchez Mejorada y María Ana Portal a originario de San Pablo Chimalpa, expresidente de la Asociación de Residentes y fiscal.

3 Esta doble denominación se relaciona con la tendencia actual de considerarlos "originarios" y de reconocer su existencia previa al establecimiento jurídico y administrativo de la ciudad contemporánea, pero también de reconocerlos como parte de ella, con características específicas que esta ubicación les otorga.

4 Para profundizar en la presencia de los grupos indígenas migrantes en la Ciudad de México se puede consultar el trabajo de Natividad Gutiérrez Chong (2012) o el de Pablo Yanes (2007).

5 Entrevista realizada por la autora, 2006.

6 Tala de árboles desmedida, pavimentación de todo tipo de suelo, construcción no planificada de viviendas en barrancas y laderas de montaña que constituyen zonas de riesgo, contaminación del aire, etcétera, todo lo cual deteriora el ambiente de la cuenca en su conjunto.

7 Entrevista realizada en 2009 por Cristina Sánchez Mejorada y María Ana Portal a joven originario de San Pablo Chimalpa.

8 Práctica cultural no con el significado metafórico del término, sino con el de la construcción de una territorialidad que se efectúa a partir de la apropiación simbólica y física de un territorio, constituyéndolo en un espacio cultural.

9 Aunque hay algunas excepciones, como Tlalpan, que hasta hoy conserva la figura de subdelegados.

10 En la Ley de Participación Ciudadana se reconocen, junto con los consejos de los pueblos, al comité ciudadano, al consejo ciudadano y a los representantes de manzana, y se diferencian dos planos de representación: uno delegacional y otro en las unidades y ámbitos territoriales. No obstante, esta distinción no se traduce aún, en el caso del consejo ciudadano, en la construcción de una nueva figura con funciones sustantivas de articulación y toma de decisiones (Sánchez Mejorada Fernández, 2012).

11 Al parecer, esta selección tiene que ver con el carácter agrario de dichas delegaciones, pero deja de lado todas las otras características definitorias mencionadas, así como la autoadscripción de los pobladores, además de que excluye a pueblos que todavía tienen tierras de labor, como algunos pertenecientes a Cuajimalpa, Iztapalapa y Álvaro Obregón, entre otros.

12 La mayor parte de su trabajo tenía que ver con la gestión de los servicios y obras públicas, lo cual implicaba no sólo promover ante las autoridades centrales los recursos y la introducción de los servicios, sino organizar la cooperación de la población para garantizar los materiales y la mano de obra necesaria. Tenían además la autoridad para sancionar a aquellos vecinos que cometieran faltas a la moral; intervenían en riñas y pleitos entre familiares y vecinos y ponían multas en función del agravio.

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