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Alteridades

versão On-line ISSN 2448-850Xversão impressa ISSN 0188-7017

Alteridades vol.23 no.46 Ciudad de México Jul./Dez. 2013

 

Cambios urbanos globales, prácticas de resistencia locales

 

Entre el bien común y la ciudad insular: la renovación urbana en la Ciudad de México*

 

Between Common Good and the Insular City: Urban Renovation in Mexico City

 

Angela Giglia**

 

** Profesora-investigadora del Departamento de Antropología de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Av. San Rafael Atlixco núm. 186, col. Vicentina, delegación Iztapalapa, 09340, México, D. F. <giglia.angela@gmail.com>.

 

* Artículo recibido el 13/12/12
Aceptado el 28/05/13.

 

Abstract

This article studies the case of renovation and recondition of an emblematic urban space: the park known as Alameda Central (Poplar grove park) located in the historical center of Mexico City. The analysis is part of an institutional policy of revaluation in places that are representative because of their collective significance and their heritage value. The features of this policy are illustrated, in contrast with the discourse that legitimates it and with the lines of action. This discourse refers to common good as well as common benefit to justify urban renovation, whereas the practice is directed to a logic of insular urbanism, focused on defining and outlining an island-space -over-regulated from within- without any connection to its environment. This analysis shows how renovation goes along with a process of eviction and distancing of populations considered discordant to the new space image.

Key words: public space, historical center, insular urbanism, Mexico City, urban renovation, insular city, Alameda Central.

 

Resumen

Se estudia el caso de la renovación y remozamiento de un espacio urbano emblemático: el parque conocido como Alameda Central en el centro histórico de la Ciudad de México, como parte de una política institucional de revalorización de lugares representativos por sus significados colectivos y su valor patrimonial. Se ilustran las características de esta política contrastando el discurso que la legitima y sus formas de actuación. El discurso invoca tanto el bien común como el beneficio común para justificar la renovación urbana, mientras que la práctica está orientada por la lógica del urbanismo insular, abocado a definir y delimitar un espacio-isla –hiperreglamentado en su interior– sin conexiones con su entorno. Se muestra cómo la renovación va acompañada de un proceso de expulsión y alejamiento de las poblaciones consideradas discordantes con la nueva imagen del espacio.

Palabras clave: espacio público, centro histórico, urbanismo insular, Ciudad de México, renovación urbana, ciudad insular, Alameda Central.

 

Entre la retórica del bien común y la práctica del urbanismo insular

En este artículo se analizan los cambios recientes en los espacios públicos del centro histórico de la Ciudad de México por efecto de diversas acciones institucionales de recuperación y revalorización de lugares considerados emblemáticos por sus significados colectivos y su valor patrimonial.1 Se trata de políticas dirigidas al rescate y la valorización del espacio público que fueron emprendidas durante el gobierno de Marcelo Ebrard (2006-2012), en sintonía con políticas semejantes realizadas en las últimas décadas en muchas otras ciudades de América Latina y del mundo (Melé, 2006; Carrión, 2005; Coulomb, 2010; Delgadillo, 2011).

A partir del remozamiento del parque llamado Alameda Central -también conocido como Alameda-, y mediante la reconstrucción del discurso y del contexto en el cual se llevó a cabo, me propongo reflexionar acerca de las características de esta política de renovación y revalorización y sus efectos sobre los usos de los espacios renovados por parte de distintos actores urbanos. El espacio público renovado suele ser objeto de una nueva normatividad con el fin de modificar sus prácticas de uso. Al respecto formulo las siguientes hipótesis: los proyectos de rehabilitación de espacios públicos repercuten sobre las prácticas de los habitantes y sobre los procesos de apropiación de distintos actores urbanos, modificando su sentido a partir de la implementación de nuevas reglas de uso, generadoras de nuevas desigualdades y diferenciaciones entre los usuarios; el estudio de estas intervenciones permite dar cuenta de los desfases y las contradicciones entre los discursos institucionales que acompañan las acciones de recuperación (orientados por la que propongo llamar "retórica de lo común"), las reglas recién implementadas para su uso y las reglas de facto que operan en la experiencia cotidiana de quienes habitan estos espacios después de la remodelación. Lejos de insertarse en una visión general que abarque el cuidado del espacio público urbano en su totalidad, las intervenciones de renovación como la realizada en la Alameda Central operan de manera parcial y fragmentaria mediante acciones puntuales en un perímetro delimitado, para adecuarlo a ciertos estándares internacionales de decoro y belleza, pero descuidando las áreas adyacentes y, en general, las vinculaciones con su entorno. Una vez terminada la renovación se tiende a establecer una reglamentación ad hoc para su uso, que generalmente restringe y evita los usos anteriores. Sin embargo, como lo muestra el caso estudiado, la nueva reglamentación corre el riesgo de quedar como letra muerta si no es acompañada por un consistente compromiso institucional para hacerla respetar. Mientras tanto, en las prácticas cotidianas se instauran reglas de facto, distintas de las institucionales y basadas en los usos citadinos y populares del espacio en cuestión.

En la primera parte del texto se articulan las ideas de espacio público como bien común y la problemática de las reglas comunes para su uso y cuidado. En la segunda se propone una interpretación de la reciente política de valorización del espacio público con base en la lógica de la insularidad. En la tercera se presenta un caso etnográfico de espacio público re-valorizado, el de la Alameda Central; para, finalmente, discutirlo respecto de los conceptos teóricos propuestos. Los intentos de renovación urbana en el centro histórico muestran una tensión entre un discurso que apela a "lo común" y al disfrute del espacio público por parte de una población definida genéricamente como "la ciudadanía", y una lógica de producción del espacio que se acerca mucho a lo que ha sido definido como ciudad insular y urbanismo insular (Bidou y Giglia, 2012; Duhau y Giglia, 2008), que procede por proyectos autorreferentes, insensibles al tema de la integración con el espacio circundante y ajenos a la problemática del espacio público urbano como tejido conector de toda la ciudad. En el caso del centro histórico de la Ciudad de México, los espacios que han sido rescatados hasta ahora no son tratados como parte del espacio público urbano, sino como lugares especiales, casi como enclaves, sometidos a reglas específicas y que es necesario proteger y defender del desorden y de las contaminaciones que pueden llegar desde afuera. De este modo, la política de renovación ahí aplicada amplifica -en lugar de disminuir- las desigualdades entre los espacios urbanos, generando espacios de primera a un lado de espacios totalmente abandonados y olvidados.

Para dar cuenta de este proceso, propongo empezar por el concepto de bien común. En las ciudades contemporáneas ya no puede darse por descontado que el espacio público es un bien común. Sin embargo, desde sus orígenes, el concepto de espacio público indica un lugar cuya naturaleza es distinta de la del espacio privado y que debe ser usado según reglas propias, específicas, y, sobre todo, comunes y comúnmente aceptadas por una diversidad de usuarios. Se trata de garantizar el ejercicio compartido de un derecho no exclusivo sobre esta importante porción del espacio urbano (Duhau y Giglia, 2008).

Al hablar del espacio público como de un bien común es obligatorio referirnos al trabajo de Elinor Ostrom, para mostrar algunas dificultades frecuentes en la gestión de lo común, que también atañen al espacio público y que retomaré durante el análisis del caso de estudio. Ostrom (2011) ha realizado una investigación fundamental sobre la gestión colectiva de los recursos de uso común (RUC). Su punto de partida es discutir la tesis de que la gestión directa de los bienes comunes es imposible, y que la única forma de administrarlos es privatizándolos o centralizando su gestión en manos del Estado. Para refutar esta tesis, Ostrom ha estudiado por muchos años las condiciones en las cuales es posible que un recurso común sea utilizado de manera sustentable y autogestionada durante largo tiempo por un conjunto de usuarios. Para ello ha realizado un análisis comparativo de centenares de casos en todo el mundo, con el objetivo de dibujar una suerte de modelo que incluya todo el abanico de posibilidades abiertas para la acción colectiva de un grupo relativamente pequeño, cuando se trata de apropiarse y utilizar un recurso común. Su conclusión es al mismo tiempo sencilla y asombrosa, además de que constituye un fundamento para el trabajo de investigación desde la perspectiva de las ciencias sociales. Su conclusión es la siguiente: para que funcione el uso común de un recurso, es necesario que haya acuerdo entre los sujetos acerca de las reglas de uso y aprovechamiento de dicho recurso, y este acuerdo es posible en ciertas condiciones. Como es fácil entender, las condiciones para que haya acuerdo en los usos del recurso común constituyen materia de estudio para las ciencias sociales, junto con el análisis de las circunstancias en las cuales ciertas reglas comunes de uso son elaboradas, respetadas, eludidas, ignoradas o infringidas. En palabras de Ostrom:

cuando los usuarios no tienen un acuerdo común sobre las reglas particulares ni sobre quienes pueden o no usar un recurso, se involucran frecuentemente en conflictos interminables sobre este problema y no pueden dedicarse de lleno a sostener su sistema. De forma similar, no importa qué tipo de mecanismos de resolución de conflictos se utilice, y de qué manera específica se haga el monitoreo, o qué tipo de sanciones graduales esté vigente. El hecho importante es que los usuarios locales tengan acuerdos sobre las reglas de definición de límites, los mecanismos de solución de conflictos, los planes de monitoreo, las sanciones graduadas apropiadas y sus propias reglas relacionadas con otros principios de diseño [2011: 13; las cursivas son mías].

En las metrópolis contemporáneas, el tema de lo común, de cómo reglamentarlo y cuidarlo atraviesa desde sus orígenes los procesos de producción y de gestión de diversos tipos de espacios habitables. El recurso común más importante en las ciudades es el espacio público. Al franquear el umbral de la puerta de la casa o del condominio comienza la gestión del espacio público en cuanto bien común. Siguiendo a Ostrom, para que sea posible esa gestión es necesario un acuerdo entre los usuarios acerca de las reglas comunes para su uso. No siempre es fácil lograrlo y en muchos casos las carencias o los conflictos relativos al espacio público tienen que ver justamente con esa falta de acuerdo.

Si aplicamos la conclusión de Ostrom a la problemática del espacio público de la Ciudad de México, se hacen patentes las muchas dificultades que se generan a la hora de establecer y hacer respetar unas reglas compartidas para el uso de un espacio público cualquiera. Es frecuente observar que diversos sujetos urbanos no comparten las mismas ideas acerca del espacio público y sus usos posibles, y estas divergencias empiezan por la propia definición de "espacio público",2 el cual tiene en la Ciudad de México un estatuto ambivalente: se le considera "al mismo tiempo como público y como propio, como un espacio que según las circunstancias y los intereses, puede ser considerado disponible para objetivos particulares o más bien destinado a la realización del interés general. Una situación en la que predominan las valoraciones contradictorias -y ambivalentes- acerca de la naturaleza del espacio público y los derechos y atribuciones que los particulares y las instituciones tienen sobre él" (Duhau y Giglia, 2008: 506). Buena parte de esta ambivalencia es reforzada por la actuación inconsistente de la autoridad, la cual -en sus diversos niveles-rara vez opera de manera eficaz y coherente para que las normas oficiales sean respetadas por todos, y para que los conflictos acerca de los usos posibles sean resueltos de modo imparcial y en aras del interés común (Duhau y Giglia, 2008: cap. 16).

Pese a estas dificultades e inconsistencias en cuanto a su gestión, o tal vez más bien a causa de ellas, el bien común ocupa un lugar central en las intervenciones dirigidas a recuperar el espacio público urbano, intervenciones que se dicen encaminadas hacia el común de los habitantes de la ciudad. Sin embargo, como veremos, ese bien común en cuyo nombre se llevan a cabo las medidas de recuperación suele no ser el mismo antes y después de la renovación. Éstas suelen introducir nuevas reglas de uso que son propuestas –o impuestas– por la autoridad citadina, en lugar de ser el resultado de un acuerdo entre todos los usuarios. De allí que, según la tesis de Ostrom, en ausencia de reglas compartidas la gestión colectiva del bien común-espacio público no puede funcionar, y de facto no funciona. No es casual que esas reglas introduzcan cambios notables en los usuarios del lugar y en las formas legítimas de uso, limitando su acceso y su disfrute a ciertos habitantes e impidiéndoselo a otros. Y tampoco es casual que reglas de uso diferentes y contrastantes coexistan de una manera no del todo armoniosa. En suma, el tema del consenso acerca de las reglas se encuentra en el corazón de la problemática del espacio público y sus transformaciones recientes. Como mostraré en el siguiente apartado, los cambios en las reglas de uso de los espacios públicos se vinculan también con transformaciones recientes en la naturaleza del espacio público urbano, las cuales implican modificaciones radicales en la definición de lo común y del vivir juntos.

 

Los espacios públicos contemporáneos y el urbanismo insular

El concepto de espacio público encuentra su origen y su más completa expresión en un tipo de ciudad, la ciudad moderna -que en Europa corresponde a las expansiones de los núcleos centrales históricos en el siglo XIX y principios del XX-, en la cual el espacio público tiene un valor central como ordenador de la relación entre los ámbitos público y privado, además de corresponder a determinadas condiciones de la sociedad de esa época, relacionadas con la ampliación de los servicios públicos de acceso generalizado para todos los ciudadanos, y que se reflejaron en espacios públicos "que resultaron ser inclusivos en un grado inédito hasta entonces" (Duhau y Giglia, 2010: 392). Esto no quiere decir que fueran inclusivos para todo tipo de público o que no existieran reglas precisas para su uso, todo lo contrario. Desde sus orígenes, el espacio público de la ciudad moderna se encuentra asociado con la voluntad de reglamentar y de excluir a algunos actores del escenario urbano, en específico a las clases populares, consideradas en ese entonces como "clases peligrosas". Por lo tanto, su carácter de espacio inclusivo tiene que ser tomado con las debidas precauciones. Pero sigue siendo verdad que en el modelo de sociedad relacionado con la ciudad moderna, y que culminó en las décadas centrales del siglo pasado, el Estado fue quien se ocupó de lo común, en sus diferentes expresiones socioespaciales, gestionándolo y cuidando su reproducción desde el parque barrial hasta las escuelas en sus distintos niveles y los hospitales que atienden a la población de vastos territorios.

Ahora bien, está claro que hoy en día hemos transitado hacia otro tipo de sociedad y también hacia otro tipo de organización del espacio público urbano. Ha habido un relevante proceso de achicamiento del Estado como proveedor de servicios y cuidador de lo común. Muchos servicios y recursos que antes eran públicos ahora se encuentran privatizados o fragmentados para ser administrados de una manera no centralizada, directamente dependiente de ciertos actores urbanos particulares. Son éstos quienes empiezan a hacerse cargo de lo que era público y que ahora se transforma en privado colectivo o en privado de uso público. La ciudad tiende a constituirse en un conjunto de micro-órdenes, regidos por distintos actores, grupos de habitantes y empresas que apuntan a ser relativamente autónomos y autorreferenciales. En estas nuevas condiciones la gestión pública de la ciudad se hace cada día más difícil.

Así como han cambiado las circunstancias que hicieron posible la ciudad moderna, está modificándose la forma de organizar y concebir los espacios públicos, que ya no corresponden a las funciones que tuvieron hace un siglo y medio. Se asiste a fenómenos de creciente privatización y especialización de los espacios públicos asociados a la proliferación de espacios cerrados de propiedad privada pero de uso público que suelen regirse por reglas propias -emblemático el caso de los centros comerciales- y que funcionan como islas potencialmente autosuficientes y desvinculadas del espacio circundante, resultado de lo que se ha propuesto llamar urbanismo insular (Duhau y Giglia, 2008) por sus escasas conexiones con el resto del tejido urbano, y por la pretensión de construir una dimensión del adentro significativamente distinta de la del afuera.

En las últimas tres décadas, este fenómeno se ha hecho presente en muchas grandes ciudades al producir nuevas formas arquitectónicas articuladas a nuevas prácticas urbanas. Estas nuevas arquitecturas se relacionan no sólo con la privatización creciente del espacio residencial de proximidad (gated communities, conjuntos residenciales y barrios cerrados de distintos tipos), sino con nuevas modalidades de organización de las actividades vinculadas a la dirección empresarial y financiera, al consumo y a la gestión del tiempo libre. Estas últimas actividades se realizan cada vez más en espacios arquitectónicos específicos, como los edificios "inteligentes", que albergan oficinas de empresas globales, diferentes tipos de centros comerciales, parques temáticos, clubes, hoteles, centros culturales y de convenciones, etcétera. En su interior, los artefactos de la ciudad insular gozan de una relativa autosuficiencia respecto de las funciones a las que están destinados, y se proponen como lugares donde es posible concentrar y resolver un conjunto de necesidades propias de la vida urbana. A estas características se suma otra, la más evidente desde el punto de vista del usuario: su carácter defensivo en relación con el entorno. Se trata de espacios que, además de estar físicamente bien delimitados, a menudo están protegidos por diferentes sistemas de seguridad (barreras físicas de distintos tipos, cámaras fotográficas, presencia de personal de vigilancia especializado) y se caracterizan por tener dispositivos de acceso que implican un control de la identidad del usuario o el pago de un boleto de ingreso. En suma

Son espacios que por su morfología y su lógica de funcionamiento se oponen, de facto aunque no siempre de manera explícita, a lo que ha sido considerado como un requisito fundamental de la vida urbana en la ciudad moderna: el libre tránsito [Bidou y Giglia, 2012: 10-11].

La presencia creciente de los espacios insulares, en la forma tanto de lugares privados para el uso público (centros comerciales, edificios de oficinas, parques, etcétera) como de lugares que privatizan una porción del espacio de proximidad colocándolo en el adentro (conjuntos residenciales cerrados o calles privatizadas), obliga a repensar la definición canónica de espacio público en cuanto lugar abierto, incluyente, de libre tránsito y puesto bajo el dominio público, en donde es posible el encuentro entre sujetos diversos. Los espacios del urbanismo insular no sólo contradicen todos estos atributos sino que aspiran, mediante la exacerbación de la reglamentación y del control interior, a representar una respuesta a las condiciones de incertidumbre propias de la sociedad y de la vida urbana contemporáneas. Uno de sus principales atractivos consiste en la oferta de ámbitos de certidumbre, posible gracias a los dispositivos de control y de reglamentación de lo interior. Estos últimos van mucho más allá de la preocupación por la inseguridad -que sin duda existe- y apuntan a controlar desde el tipo de público asistente hasta las condiciones del ambiente interior (limpieza, música, decoración, equipamientos, horarios, circulación, etcétera) asociadas a ciertas dimensiones de la vida (la residencia, el consumo, la dirección empresarial y financiera, la diversión y el descanso). En términos generales, el urbanismo insular pone en cuestión la viabilidad de la ciudad en cuanto ámbito del "vivir juntos", ya que su lógica de funcionamiento se basa en la separación de actividades, en una actitud defensiva respecto de su entorno y en la fragmentación del tejido urbano. Por lo que respecta a los usos posibles de los espacios insulares, éstos no son obvios ni sencillos. En efecto, se trata de verdaderos sistemas expertos, según la definición de Giddens, es decir, de un tipo de lugares que requieren un conocimiento específico acerca de cómo se deben usar, justamente porque las reglas que los rigen no son públicas sino privadas, y además su vigencia es exclusiva de ese espacio en particular, de modo que se inclinan a conformar lo que hemos propuesto llamar microórdenes, ámbitos desvinculados de su entorno y regidos por una reglamentación sui generis y elaborada ad hoc (Duhau y Giglia, 2012).

La lógica de la insularidad no es exclusiva del espacio producido por el sector privado, y que esparce en el entorno urbano un sinfín de artefactos inconexos y casi siempre estorbosos, sino que tiende a permear el modus operandi de las instituciones públicas en su lógica de intervención en el espacio, generando además tensiones y contradicciones concretas entre la retórica del bien común y la lógica insular, con su orientación intrínsecamente excluyente. En el caso de la intervención institucional sobre los espacios públicos, la lógica insular se manifiesta en la proclividad a actuar por proyectos, es decir, una intervención dirigida hacia áreas delimitadas y específicas, no conectadas con su entorno, en las que suele procurarse una hiperreglamentación, en contraste con las reglas de uso existentes afuera del perímetro de la intervención. Como veremos, el caso de la Alameda Central -análogamente a lo que sucede con las intervenciones realizadas en el primer cuadro del centro histórico- se inserta en esta lógica insular al mismo tiempo que ejemplifica sus contradicciones, en especial entre el discurso que justifica y legitima la intervención -que apela al espacio público como bien común y al beneficio de todos-y la praxis de la intervención que se basa en la lógica del espacio insular, productor de un microorden delimitado, semicerrado e hiperreglamentado. En el siguiente apartado se propone una lectura de la reciente remodelación de la Alameda Central como un intento no exitoso de producir un microorden insular, promovido esta vez por la autoridad citadina y no por el sector privado.

 

La renovación de la Alameda Central: del abandono al rescate 3

En muchas ciudades del mundo existen políticas y planes para valorizar el espacio público situado en las áreas más céntricas. Se trata de acciones que incluyen la patrimonialización, recuperación y rehabilitación de edificios y espacios de interés o propiedad pública; programas de ayuda al remozamiento de las fachadas de edificios de propiedad privada; políticas culturales que favorecen la presencia de artistas y públicos específicos; reglamentos para los usos de la calle, etcétera; acciones que apuntan a un cambio en la imagen y, en el mejor de los casos, también en la calidad y la accesibilidad del espacio urbano. Su objetivo es justamente valorizar el lugar, es decir, el aumento de valor del lugar tanto en términos económicos como en el de su significado social y su carácter de lugar emblemático para una ciudad o un país. A su vez, esta valorización es la base para una ulterior producción de valor, pues en la lógica económica capitalista el espacio urbano es utilizado como una herramienta para producir valor (Lefebvre, 1968; Harvey, 2004; Topalov, 1979).

Como ya se mencionó, las políticas de valorización de los centros históricos están presentes en muchas ciudades. Sin embargo, los procesos concretos y los efectos de dichas políticas son únicos en cada caso. En la Ciudad de México estamos presenciando una dinámica de valorización del espacio que busca posicionar favorablemente a la urbe en el escenario de la competencia global por los flujos de inversión.4 Estas operaciones suelen legitimarse mediante argumentos que aluden a las virtudes de lo común y de la inclusión social. En una sociedad cada vez más desigual, como la mexicana, es fácil entender que la inversión internacional y la inclusión de todos no siempre van de la mano. En el centro histórico, frecuentado masivamente por los sectores populares, las políticas recientes se encuentran en una posición ambigua, entre un discurso formalmente incluyente, por un lado, y, por el otro, proyectos de intervención y de reglamentación de los espacios cuyos efectos buscan excluir a ciertas poblaciones. Vale la pena reportar in extenso los principales ejes del punto de vista institucional respecto del llamado rescate del espacio público y revalorización del centro histórico, a partir del último informe de gobierno de Marcelo Ebrard, a finales de 2012, teniendo en cuenta que buena parte de las políticas vigentes se mueven, en términos generales, con base en una clara continuidad con lo realizado en el periodo de 2006 a 2012. En el sexto informe de gobierno de Marcelo Ebrard se puede leer lo siguiente, a propósito del centro histórico de la Ciudad de México:

La rehabilitación del Centro Histórico ha puesto énfasis en el mejoramiento de calles, plazas y jardines, para brindar a la ciudadanía condiciones de seguridad, funcionalidad y belleza. Progresivamente, se ha ido recuperando la red de plazas y jardines históricos y mejorando la apariencia y funcionalidad de calles y avenidas con espacios ganados para el peatón. El Centro Histórico vive una nueva época; han llegado nuevos residentes y hoy es uno de los lugares más fotografiados y filmados de la Ciudad. La revitalización del Centro Histórico es un proceso de mediano y largo plazo; la guía para su revitalización y gestión cotidiana quedó plasmada en el Plan Integral de Manejo del Centro Histórico de la Ciudad de México 2011-2016. Nuestro Centro se convirtió en uno de los primeros de Latinoamérica que cuentan con este documento, el cual precisa proyectos y obras importantes como metas de largo alcance elaborados y planeados, respectivamente, con la participación de especialistas, académicos, vecinos, y representantes del sector privado y social.

Por su enfoque integral ha llamado la atención de otros en América Latina. Ese interés ha sido su mayor reconocimiento [...] Este gobierno construye una Ciudad de la gente en donde los ciudadanos la disfruten y sientan suya, por eso, el desarrollo urbano se enfoca en la revaloración de los espacios públicos para que el Distrito Federal sea un motivo de orgullo e identidad para sus habitantes.

En 2012, el Centro Histórico de la Ciudad de México fue uno de los seis lugares del mundo más compartidos en las redes sociales, un sitio histórico, un espacio público accesible a todos, pero también, importante resulta el reconocer el proyecto de gobierno que condujo a su recuperación.

En 6 años de gobierno, el Centro Histórico de la Ciudad de México se llevó a otro nivel al consolidar su recuperación como el espacio público emblemático de México, el mejoramiento notable de sus calles, plazas y jardines públicos, su nuevo uso como escenario de actividades artísticas y comunitarias subrayan su vitalidad y permanente renovación.5

En este documento aparecen con claridad la tentativa de promover la ciudad en el escenario internacional del turismo y los negocios, la existencia de un plan integral para el centro histórico y la intención de que las acciones de mejora sean benéficas para usuarios definidos como "la gente", "los ciudadanos", para quienes se busca que el espacio público sea "accesible a todos". Sin embargo, como en el caso de la Alameda, esos "todos" resultan ser otros respecto de los usuarios del parque antes del programa de recuperación. Así que el proyecto de recuperación marca un antes y un después no sólo en la imagen del lugar sino en el público al que va dirigido el espacio. Los beneficiarios de la renovación, en suma, lejos de ser todos, son en realidad un público bastante específico, que está muy lejos de incluir a todos.

Como es sabido, la Alameda Central es el parque más antiguo y tradicional de la Ciudad de México. Fue fundado en 1592 por una iniciativa del virrey Luis de Velasco, con el objetivo de tener un parque ornamental y recreativo a la orilla de la ciudad, del lado poniente, marcando así implícitamente la dirección de la sucesiva expansión de la urbe. El parque tuvo desde sus inicios una traza bien elaborada y varias fuentes ornamentales. Los álamos iniciales que le dieron su nombre fueron sustituidos por fresnos, considerados más resistentes y adecuados para ofrecer sombra a los visitantes del parque.

Antes de su remodelación en 2012, la Alameda se encontraba en un estado de evidente descuido y degradación, con el mobiliario roto o en mal estado, la vegetación desbordada, las fuentes apagadas o semidestruidas. Con todo, no se trataba de un espacio vacío. Era más bien un sitio polisémico y polifuncional donde solían encontrarse un sinnúmero de personas muy distintas, procedentes de toda el área metropolitana. Era utilizado de manera intensiva en particular por ciertas poblaciones urbanas, casi siempre marginales o pobres. Especialmente en los fines de semana era el espacio privilegiado de trabajadoras domésticas de origen indígena, familias de sectores populares, soldados procedentes de provincia, indigentes, hombres y mujeres practicando la prostitución de forma semiencubierta, grupos religiosos, vendedores ambulantes, mimos, payasos y merolicos. Esta gran variedad de usos populares hacían de la Alameda un espacio de encuentro y un lugar para estar en el centro de la ciudad. Cabe destacar que la presencia dominante de estos usuarios no impedía que eventuales transeúntes de clase media disfrutaran también del parque, de la sombra de sus árboles y del ambiente popular y típico de sus fines de semana.

Pese a lo anterior, como si se tratara de ignorar -y de este modo deslegitimar- estos usos populares, el discurso de las autoridades para justificar los trabajos de remodelación hablaba de un espacio "abandonado" que por su estado de degradación y de descuido ya no era posible frecuentar. El discurso acerca de la remodelación planteaba la necesidad de reapropiarse la Alameda por parte de una "ciudadanía" que estaba excluida de su uso. Cabe preguntarse para quién el parque no resultaba atractivo, puesto que sí lo era para algunos. El periódico Milenio del 6 de marzo de 2012, al relatar el comienzo de la obra de remozamiento y refiriendo las palabras del arquitecto Felipe Leal, en ese entonces secretario de Desarrollo Urbano del Distrito Federal, anota que "las obras incluyen limpia, iluminación y remodelación de fuentes y estatuas; retiro de ambulantes, y aumento de la seguridad, para que el espacio público sea accesible para todos los sectores de la población". El mismo secretario sostuvo que "esos trabajos buscan hacer que la Alameda recupere su entorno urbano y sea completamente accesible, como hace 200 años, cuando acudían los jóvenes en busca de pareja". En efecto, desde antes de la remodelación ya acudían al parque unos jóvenes buscando pareja. No obstante, por su clase social popular y por su apariencia indígena, su presencia no es registrada o bien no es considerada como deseable.6

El periodo en el que se llevaron a cabo los trabajos de remozamiento -de marzo a noviembre de 2012-posibilitó reforzar esta idea y preparar el terreno para los nuevos usos que se pretendía asociar al parque renovado. Las imágenes impresas en la lona que durante estos meses rodeó el perímetro de la obra ilustran con claridad los usos que se consideraban deseables y propicios para este lugar renovado. Vemos una pareja con niños pequeños en una carriola, una señora con una bolsa del mandado, una persona con un perro amarrado, unos jóvenes que caminan juntos. Pero no hay nadie sentado en las bancas, es más, no hay bancas, sugiriendo que el parque debe ser usado sólo para transitar y no para permanecer allí. Tampoco se ven los usuarios que eran los más comunes antes de la remodelación: los ambulantes y los indigentes, las parejas indígenas, los jóvenes militares en sus horas de descanso, los grupos religiosos y quienes se reunían los fines de semana para bailar no están contemplados. En suma, las imágenes de los usos permitidos -siguiendo el mensaje pedagógico de la lona-nos proponen unos habitantes urbanos ejemplares: que no molestan, no se reúnen, que circulan a solas o cuando mucho en parejas, y que de preferencia se encuentran de paso para ir a algún otro lado. Son transeúntes, en el sentido más preciso, que atraviesan un lugar cuya función parece reducida a la de un decorativo espacio de contemplación y de circulación. Estos habitantes ejemplares son sobre todo aquellos que hacen un uso limitado y superficial del espacio público, como si fuera un simple fondo, o el escenario donde transitar como comparsas de una vida urbana reducida a su versión más esterilizada y no conflictiva.

En línea con esta aspiración a una imagen urbana higienizada, llaman la atención las palabras del jefe de Gobierno durante la inauguración del parque, que cito de memoria, cuando dijo : "se debe hacer todo lo posible para que el parque de ahora en adelante se mantenga así como está y no sea usado por los ambulantes y por los indigentes". Se entiende que este nuevo parque está destinado a ser una suerte de "sala de recepción" de la ciudad, frente al mundo del turismo y de los negocios que cada día visitan con mayor frecuencia la capital. Cabe preguntarse por cuánto tiempo la Alameda así arreglada logrará mantenerse a la altura de los supuestos estándares de un espacio global. En los discursos de la inauguración, los insistentes llamados a mantenerla limpia y bien cuidada dejan entrever la preocupación de las autoridades capitalinas de que esto no será nada fácil. Lo más probable y lo más fácil es que los usos populares indeseables se impongan. Y esto será resultado no sólo de las necesidades propias de esas poblaciones sino, al mismo tiempo, de la inconsistencia de las autoridades para garantizar el cumplimiento de las nuevas reglas de uso del parque (foto 2), además de la evidente falta de una política integral de combate a la pobreza y de atención a las poblaciones de indigentes que viven en las calles de la ciudad y especialmente en su centro histórico.

Una visita a la Alameda, a los seis meses de su remodelación, confirmó la relativa debilidad de los propósitos reordenadores de las autoridades locales y la persistencia del orden informal popular que se impone mediante las prácticas de apropiación del espacio. La tarde del sábado 1° de junio el parque estaba lleno de una multitud perteneciente a los sectores populares y escasas clases medias, en actitud de paseo y curioseando en plan familiar o en parejas. No faltaban unas pocas personas con perros y unos cuantos jóvenes con patines, mientras que la policía brillaba por su ausencia. Eran las cinco de la tarde y hacía un calor inmenso. En una de las fuentes del parque varios jóvenes y niños jugaban adentro del agua, echándose chorros los unos a los otros; debían de ser amigos que llegaron juntos. Los niños más pequeños estaban sumergidos en el agua como en un chapoteadero, la mayoría de ellos completamente vestidos, hasta con zapatos, pero otros, más precavidos, estaban en calzones o en traje de baño y habían dejado su ropa al cuidado de sus padres. Los adultos alrededor de la fuente tenían caras contentas con un poco de envidia por el alivio del calor del que gozaban sus hijos estando en el agua. Algunas mamás y abuelas llevaban toallas y una muda de ropa para que los niños se cambiaran al salir del agua. Otras estaban sentadas en las bancas semicirculares de piedra que rodean la fuente, ocupadas en secar y vestir a sus niños después del baño.

Un elemento esencial de la remodelación son las plantas que han sido colocadas debajo de los árboles. Han crecido bien y cumplen a la perfección con el papel de impedir que el público se acueste encima de ellas. Se trata de arbustos de lavanda bastante altos y de una planta rastrera de la familia de las suculentas, de un verde intenso, que ha cubierto de manera uniforme la tierra con un tapete muy espeso sobre el cual no es posible acostarse sin maltratarlo y mancharse la ropa. Así que el único espacio donde podría uno acostarse es en la orilla de este tapete verde. Pero casi nadie la aprovecha. Todos, o casi todos, prefieren sentarse en las bancas, atestadas por todo tipo de personas, en su mayoría de sectores populares y de aires provincianos. Muy escasos turistas. Parejas relajadas en actitud de cortejo, grupos de jóvenes, ancianos sentados descansando. Familias extensas que incluyen a varias generaciones se toman la foto en recuerdo de su día de paseo por la Alameda. Sólo una pareja, alrededor de los 30 años, con dos niños pequeños, está sentada en la tierra debajo de un árbol, casi a la orilla del corredor. De hecho no están muy adentro del jardín, sino justo en el borde. El hombre está recargado en el tronco del árbol, con aire satisfecho pero ausente, tiene la mirada inmóvil delante de sí, pareciera estar bajo el efecto de la marihuana o del alcohol; su mujer está sentada a su lado en actitud de alerta, con ella cruzo brevemente la mirada, me parece que está preocupada por su compañero, supongo que se pregunta qué hacer, o simplemente espera que se reponga, mientras los niños revolotean alrededor, a poca distancia. Unos metros más adelante, el Hemiciclo a Juárez está lleno de personas sentadas en el mármol, buscando la sombra como si esperaran a alguien o simplemente descansando y viendo quién pasa.

Mientras camino por los amplios corredores mirando la vegetación observo que del tupido tapete verde sobresalen muchas hierbas silvestres, algunas ya muy altas, como de un metro; tienen espinas y no faltan entre ellas algunas ortigas. Es el signo de que no ha habido una intervención de jardinería para mantener limpio y bien cuidado el lugar, como se prometió el día de la inauguración. Por fortuna lo están regando, veo que sale agua de unos dispositivos metálicos giratorios que esparcen un chorro de modesta envergadura sobre la superficie verde debajo de los árboles. Intento cruzar la avenida Juárez y constato que el semáforo peatonal está fijo en rojo, no hay manera de caminar hacia el otro lado, donde están los hoteles y las tiendas, a menos de lanzarse en el río de autos mientras están detenidos por el alto del semáforo que está a 100 metros hacia el poniente. La estructura de la vialidad y el semáforo descompuesto contribuyen a hacer de la Alameda Central una suerte de isla. Pero los empeños de exclusión de las poblaciones marginadas y la colocación de carteles donde se exhibe un reglamento con intentos claramente civilizatorios no parecen haberse impuesto del todo (fotos 1 y 2). Al contrario, muestran su fragilidad frente a la fuerza y la persistencia de los usos populares y a la ineficiencia en el cuidado del lugar por parte de las instituciones encargadas.

 

Conclusiones: las metamorfosis de lo público y el sentido de lo común

Lo que los distintos actores hacen con el espacio público urbano sólo se puede entender cabalmente si nos preguntamos por las reglas -implícitas y explícitas- que reflejan sus prácticas cotidianas. Un aspecto fundamental de las reglas de uso común de un espacio tiene que ver con el tema del cuidado, con sus repercusiones, empezando por los significados y valores implícitos en la práctica de cuidar el espacio público en cuanto bien común. Este cuidado está a cargo de la autoridad y conlleva un conjunto de operaciones de mantenimiento recurrentes y rutinarias, además de, eventualmente, reglamentar los usos posibles de dicho espacio. Para los habitantes significa actuar en una relativa sintonía con estas reglas y esto es posible cuando se les reconoce un cierto sentido común.

Cabe interrogarse por el sentido de las prohibiciones que se quisieron imponer en la renovada Alameda Central: prohibido andar en patines, patinetas, bicicletas; prohibidos los perros, la venta ambulante y la prestación de otros servicios, etcétera.7 El conjunto de estas prohibiciones limita sobremanera sus usos posibles y lleva a una situación en la que las únicas prácticas permitidas se reducirían al tránsito peatonal y a la contemplación estetizante del parque. Aunque se quisiera admitir que estas proscripciones son apropiadas -cosa que dudamos-, prohibir ciertos usos sin proporcionar el mantenimiento adecuado del espacio no equivale a cuidar el lugar.8

El entendimiento acerca de reglas comunes -regresando a Ostrom- debe ser compartido y aceptado por todos los involucrados, empezando por aquellos actores institucionales que están a cargo del lugar. Sin una actuación consistente de la autoridad, es difícil esperar que los usuarios respeten un conjunto de prohibiciones que no se encuentran en sintonía con el sentido común y con los usos previos -y muy arraigados- del parque. En el caso de la Alameda Central de la Ciudad de México, las autoridades y los habitantes tienen una actitud ambivalente en cuanto a este tema. Si quisiéramos recabar una conclusión general al respecto, podríamos decir que los avatares recientes del espacio público en la Ciudad de México sirven como una lección en torno a la naturaleza ambigua de lo común en las sociedades contemporáneas y las derivas hacia la lógica insular que produce microórdenes relativamente aislados los unos de los otros.

En efecto, basta observar los alrededores de la Alameda para darse cuenta de que la lógica insular opera no sólo en el intento de defender el espacio del parque renovado, sino en la forma en que son alejados de él los eventuales usuarios indeseables. Parece que lo primordial es mantenerlos a raya, no importa que sea a pocos metros de distancia ni que su aglomeración en ciertos espacios cercanos genere verdaderas bolsas de pobreza, malestar social e ilegalidad en altas concentraciones. Dos calles más al norte, pasando la avenida Hidalgo, están decenas de indigentes y un tianguis de productos de reúso de ínfima calidad. Los otros habitantes que animaban el parque, como los merolicos, los jugadores de ajedrez, los indigentes alcoholizados, los vendedores de drogas y de sexo se encuentran ahora obligados a no comparecer y a mantenerse al margen, invisibilizados e invisibles, hasta donde el hambre se los permita.

En otra parte, muy cerca de allí, estos habitantes rechazados han ido creando su propio microorden, una mezcla de rasgos pintorescos definitivamente desvalorizados, solidaridades cuyo fin es la supervivencia y prácticas ilegales toleradas por la policía a cambio de algo. Sucede en un área limítrofe, en la llamada Plaza de la Solidaridad, justo enfrente del museo donde se conserva el mural de Diego Rivera intitulado "Sueño de una tarde dominical en la Alameda central" (1947), en el cual el artista dibujó a la sociedad mexicana de la época. Y en otra área, muy cercana, sobre el lado poniente del Eje Central, enfrente de la Plaza Garibaldi (también arreglada para fines turísticos), una gran cantidad de personas desamparadas yace en las banquetas ante la indiferencia de los transeúntes.

En suma, a pocos metros de esas islas de renovación urbana que son la Alameda Central y la Plaza Garibaldi siguen estando presentes las poblaciones urbanas más marginadas, ignoradas por la policía y por las autoridades. Del otro lado del parque, en la calle Revillagigedo, muy cerca del lujoso hotel Excélsior y del magnífico Museo de Arte Popular, meta de turistas de todo el mundo, jóvenes de origen indígena pertenecientes a los sectores más pobres se reúnen los fines de semana en unos antros de ínfima categoría. Es posible que algunos de ellos sean quienes antes solían encontrarse a la sombra de los árboles de la Alameda. Si miramos a los alrededores del parque, es fácil descubrir un mundo de marginación y de indigencia extrema, que es mantenido a las orillas, afuera del perímetro del parque, sin tener en cuenta que de este modo se favorece la creación de bolsones de miseria justo en el perímetro más valorizado del centro histórico de la ciudad.

Lo que orienta la actuación de las autoridades en cuanto al control del territorio en el proceso de renovación urbana del centro histórico es una lógica insular, abocada a producir territorios diferenciados e incomunicados los unos de los otros. La hiperreglamentación de un espacio renovado y representativo va a la par con la relativa tolerancia de la ilegalidad y el descuido en el cual son dejadas las zonas limítrofes, desatendidas por las instituciones y en las cuales rigen los arreglos informales de la calle, sujetos a una permanente renegociación.9 Es oportuno recordar que el orden espacial asociado a la lógica del urbanismo insular contemporáneo, a su vez vinculado a ciertas políticas del control policiaco del territorio, resulta precario por su propia naturaleza, aun cuando se quiera defenderlo o imponerlo con las armas, como en ciertos momentos cruciales. La tragedia del 1° de diciembre queda allí -sin tener todavía una explicación oficial plausible- para demostrarlo.10 El exceso de reglamentación puede ceder el paso al descontrol total de un día para otro.

Las intervenciones como la renovación de la Alameda Central conllevan el riesgo de dibujar una ciudad de espacios sometidos a regímenes diferenciados, donde algunos tienen más derechos que otros y donde lo común -más allá de los llamados retóricos- se fragmenta en un archipiélago de lugares que no comparten las mismas reglas de uso ni el mismo sentido para distintos actores; una ciudad donde la diferenciación de los espacios y el cuidado diferencial que se brinda a los distintos lugares públicos se convierten en un factor de acrecentamiento de las desigualdades sociales y económicas. Se acondicionan los mejores espacios para ciertos actores, por ejemplo los ejecutivos globales y los turistas, mientras que para otros se reducen cada día más los espacios habitables, desde donde poder afirmar su derecho a la presencia en la ciudad. Se generan ámbitos más o menos homogéneos, regidos por reglas específicas, para sujetos que son concebidos como diferentes y desiguales en cuanto a la legitimidad de su presencia en la ciudad y al uso que pueden hacer del espacio urbano; una ciudad en la cual el cuidado diferencial del espacio público urbano dificulta al transeúnte caminar con libertad y con el mismo derecho entre una porción y otra del espacio urbano. El espacio público contemporáneo se parece cada vez más a un recorrido azaroso por espacios fragmentados y discontinuos en los que el paso entre unos y otros marca fronteras invisibles, aunque no por eso menos presentes. En estas condiciones, queda fuera del horizonte la posibilidad de un espacio común que sea realmente de todos.

 

Bibliografía

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Notas

1 Este texto forma parte de la investigación realizada en el marco del Proyecto Conacyt intitulado "Ciudad global, procesos locales".

2 Lo cual se entiende teniendo en cuenta que en la Ciudad de México la mayor parte del espacio público no es resultado de una iniciativa de planificación del territorio urbano de la autoridad pública, sino de iniciativas particulares de los habitantes, quienes son sus principales hacedores bajo la modalidad de asentamiento -colonias populares edificadas mediante la autoconstrucción-. Este modelo de asentamiento -que no es privativo de los sectores populares- (Duhau y Giglia, 2008: 504-509; Giglia, 2010) permea las actitudes de los habitantes hacia el espacio público y le confiere un estatus intrínsecamente ambivalente.

3 Este apartado se basa en lecturas de los periódicos La Jornada y Reforma y en repetidas visitas etnográficas entre junio de 2011 y junio de 2013.

4 Nótese que "De enero a septiembre de 2013, México registró 28 mil 233.8 millones de dólares (mdd) por concepto de inversión extranjera directa (IED), cifra 116% mayor al monto originalmente reportado para el mismo periodo de 2012, que fue de 13 mil 045.1 mdd" <http://www.informador.com.mx/economia/2013/498318/6/mexico-supera-inversion-extranjera-directa-respecto-al-ano-pasado.htm> [21 de noviembre de 2013].

5 <http://ciudadanosenred.com.mx/sexsto-informe-de-gobierno-marcelo-ebrard/> [6 de julio de 2013].

6 En ese artículo se relata también un desalojo de varias decenas de puestos ambulantes sin negociación previa ni ofrecimiento de alternativas para su relocalización <http://www.milenio.com/cdb/doc/noticias2011/2e17a4b769cdc8d9f29a 15c85a7bed0a> [6 de julio de 2013].

7 Llama la atención que no se haya prohibido de manera expresa la mendicidad, pero, pensándolo bien, no era necesario, ya que existe una Ley de Cultura Cívica que lo establece con precisión.

8 En otras palabras, si no se quita la maleza y no se riegan las plantas con regularidad, no será suficiente sancionar acostarse debajo de los árboles para que los jardines tengan un aspecto agradable. Si no se barre y no se limpia el piso de manera cotidiana, no bastará impedir el paso con patines o con perros.

9 Es fácil suponer que a los turistas que salen del hotel Parque Alameda se les imparten indicaciones precisas acerca de los espacios donde pueden permanecer y aquellos donde no deben ingresar. Y cuando un extranjero se atreve a circular en el centro y a introducirse en los antros de la Plaza Garibaldi sin las debidas precauciones se expone a lo que le ocurrió al nieto de Malcom X, asesinado a golpes por rehusarse a pagar una cuenta exageradamente inflada en un bar de esa plaza. Este suceso por sí solo es más que suficiente para evidenciar la fragilidad del orden que se quiere imponer en el centro de la ciudad y del cual la Alameda Central renovada debería ser el punto de referencia ejemplar.

10 El 1° de diciembre de 2012, en protesta contra la toma de posesión de Enrique Peña Nieto, grupos de manifestantes realizaron destrozos a lo largo de la avenida Juárez y en el interior de la Alameda recién remozada, ante los ojos de la policía. Las fuerzas del orden primero no reaccionaron, frente a lo que pareció a algunos la actuación de un grupo de provocadores deliberados; pero unas horas después procedieron a arrestar de manera indiscriminada a otros manifestantes, en su mayoría desvinculados de los desórdenes sucedidos antes. En lo que respecta al tema del remozamiento del parque, lo sucedido el 1° de diciembre demuestra con creces la fragilidad de la nueva imagen urbana y del nuevo orden vinculado a la imagen de "ciudad de vanguardia".

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