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Alteridades

On-line version ISSN 2448-850XPrint version ISSN 0188-7017

Alteridades vol.22 n.44 Ciudad de México Jul./Dec. 2012

 

Investigación antropológica

 

Mitos y ritos modernos. La fabricación de creencias en los medios de comunicación*

 

Myths and Modern Rites: Fabricating Believes in the Media

 

Leonardo Otálora Cotrino**

 

** Profesor de la Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano, Facultad de Artes y Diseño, adscrito al programa de Publicidad en la cátedra de Sociología. Carrera 4, núm. 22-61, Bogotá, Colombia <leonardo.otalora@utadeo.edu.co> <leonardotalora@gmail.com>.

 

*Artículo recibido el 17/05/11.
Aceptado el 26/09/11.

 

Abstract

Even though modernity is characterized by the gradual disappearance of religious institutions, religion is now configured by the transmutation and coexistence of new forms of sacredness and the persistence of religious elements in many cultural spaces. This is the reason for the emergence of new myths and rites in political, economic and general knowledge spheres, as well as in the cultural industry; particularly in media and advertising. Private and public pieties are now dictated by the market and configure a new subjectivity project.

Key words: myth, rite, civil religion, society, mass-media, advertising.

 

Resumen

Si bien la modernidad presencia la paulatina desaparición de las Iglesias, la religión se configura a partir de la transmutación y la coexistencia de nuevas formas de sacralidad; pervivencia de elementos religiosos que se reconocen en muchos espacios de la cultura. Por ello surgen nuevos mitos y ritos en las esferas política, económica, del conocimiento y en los espacios de la industria cultural, en particular en los medios de comunicación y en la publicidad. Las piedades públicas y privadas, ahora dictadas por el mercado, configuran un nuevo proyecto de subjetividad.

Palabras clave: mito, rito, religión civil, sociedad, mass-media, publicidad.

 

Hacia una comprensión del fenómeno religioso en el mundo moderno

Las circunstancias que originaron lo que hoy llamamos modernidad comenzaron a configurarse desde el siglo XI, en el momento en que se desarrollaron las ciudades y en que la economía monetaria se revitalizó. A partir de estos sucesos, la burguesía entró en escena y, con ella, un séquito de nuevos y revolucionarios acontecimientos: la secularización del pensamiento en todos los niveles, la posición hegemónica de las ciencias naturales, un decidido individualismo en cada una de las empresas acometidas por el espíritu burgués y el desdén hacia la naturaleza, primero por parte del racionalismo cartesiano, luego por el idealismo alemán y por último por la filosofía analítica (von Martin, 1996). El descubrimiento del mundo y de la propia subjetividad dieron paso a una novedosa forma de abordar el universo mítico y, por ende, las prácticas rituales.1 Desritualización, desencantamiento, secularización, laicización, vacío de Dios, son algunos de los términos que, según Sotelo (1994), resumen las dinámicas que envuelven el fenómeno religioso2 de la historia reciente de Occidente.

Frente a estos hechos, después de un proceso lento pero efectivo de secularización (siglos XVIII y XIX), se creería que las sociedades hiperracionalizadas, pero sobre todo racionalizantes, habrían despojado en definitiva la vida, en sus diferentes órdenes (político, económico, filosófico, estético), de esa esfera míticoritual dependiente de una conciencia eminentemente religiosa, pero la época moderna revela una nueva manifestación mítico-ritual dentro de un marco ampliado de lo que por tradición se ha reconocido como religión (Sauret, 2001), muy a pesar de la avalancha modernizadora y del ascenso de unas antropologías decididamente antropocentristas, una tecnocientífica y otra filosófica, gracias a las cuales se dio un inevitable y paulatino desencanto de las creencias y una superespecialización de los saberes. En este orden de ideas, Erich Fromm (1998) reiteró de manera asertiva que la religión (religare), en su carácter social, es un principio existencial de orientación, una búsqueda de sentido, un "tender a", un "ir hacia" y, por lo tanto, no exige por parte del ser humano el estar forzosamente dirigido a lo sagrado, entendido en su dimensión divino-teísta, sino a todo aquello que está en condiciones de adorarse, llámese árbol, ídolo, partido político, dinero, fetiche, amo, etcétera, sin perder con ello su eficacia. Una realidad es sagrada en términos de su conversión y no de su esencia. Para Fromm, la pregunta sobre lo religioso no se dirige a su existencia, la cual es incuestionable, sino a saber de qué tipo de religión se está hablando; en este caso la coloca en el plano de las necesidades vitales humanas.

Esta época histórica se distingue por la presencia de una religiosidad camuflada, difusa y que permea la generalidad de la cultura, en cuyas dinámicas sociales no sólo perviven elementos míticos y rituales del pasado, sino que se reproducen unos del todo nuevos en reemplazo de los anteriores. Dicho en otros términos, el sujeto moderno, historizado, aunque parecería carecer de estas preocupaciones de tipo religioso, al quitarle el carácter sagrado a una buena parte de su realidad desplaza la "trascendencia" a un terreno laico, o, lo que es lo mismo, pasa de una sociedad preponderantemente teísta a una sociedad civil llena de piedades emergentes (Aranguren, 1994; Sauret, 2001). Hominización de lo divino, combate y triunfo de la ciencia, conquista del centro mismo del universo por parte de la razón, desencantamiento del mundo, fetichización del objeto de consumo y del artificio: a esto se reduce la secularización con todos sus ambages, la cual da pie a los incipientes mitos de la razón, de la tecnociencia, de la política, pero sobre todo, del mercado. Por lo tanto, podría decirse que en el mundo moderno se produce lo que pudiera denominarse resacralización de la realidad, pero esta vez orientada a lo profano. El mismo Mircea Eliade se anticipó a este supuesto al decir que:

le mythe n'a jamais complètement disparu: il se fait sentir dans les rêves, les fantaisies et les nostalgies de l'homme moderne, et l'énorme littérature psychologique nous a habitués à retrouver la grande et la petite mythologie dans l'activité inconsciente et semi-consciente de tout individu. Mais ce qui nous intéresse est surtout de savoir ce qui, dans le monde moderne, a pris la place centrale dont le mythe jouit dans les sociétés traditionnelles [1990: 26].3

A partir de estos nuevos fenómenos míticos se reconocen ceremonias y prácticas que enmascaran una clara intencionalidad religiosa. En forma dinámica se desarrollan y estructuran prácticas que, pese a una apariencia profana, tienen muchas características que sin duda las ligan con la esfera de lo sagrado. Como lo subraya Martine Segalen, "Efectivamente, muchas acciones ceremoniales no se adscriben a un pensamiento religioso o a una relación inmanente con lo sagrado, pero a causa de las pulsiones emotivas que ponen en funcionamiento, a causa de las formas morfológicas que revisten y de su capacidad para simbolizar, se consideran rituales, con todos los efectos que ello conlleva" (2005: 101). Este solapado resurgimiento de mitos, pero sobre todo de ritualidades, descubre la importancia de ciertas actividades políticas, económicas, productivas, empresariales, educativas e intelectuales, desde las cuales se movilizan e interactúan formas ocultas de determinación histórica y donde se identifican de manera reconocible espacios de poder privados.

Ahora bien, decir que los ritos profanos son menos importantes que aquellos de las sociedades tradicionales4 es poner en entredicho el valor de los significados que con el tiempo sólo cambian de ropaje. Fuera de posiciones axiológicas o de sesgos subjetivos, tiene que admitirse que el rito, en cuanto modo de reafirmación y normalización social, debe mirarse como una realidad supremamente activa y determinante dentro de los nuevos escenarios sociales, y por ningún motivo puede desvirtuarse como comportamiento anacrónico, propio de los tiempos pasados y de roles arcaicos. Como lo indica Segalen (2005), hoy en día se alude a ritos del cuerpo, del entretenimiento, del trabajo, de la evasión, del consumo, etcétera, que pueden examinarse a profundidad para conocer mejor las organizaciones humanas, en la misma proporción en que revelan, desde el punto de vista simbólico, el trasfondo de sus realidades.

En las sociedades industrializadas los ritos de pasaje de los adolescentes no son los mismos que se realizaban y se realizan en comunidades tradicionales, caracterizados por las pruebas de iniciación para acceder a la adultez: los ritos de matrimonio adquieren una significación distinta, gobernados más por las lógicas de la moda y del consumo; el ingreso a las sociedades secretas es reemplazado por la especialización de los oficios, casi siempre referidos a los principios de la división del trabajo en los cuadros del capitalismo; la iniciación individual, privativa de la conformación de las instancias del saber, la justicia y la salud de la comunidad, ahora la circulan los cuadros de políticos con frecuencia burocratizados o los integrantes de los guetos, donde impera la distinción social, la cual se deriva de un reconocimiento público conferido por los mass-media, del círculo cerrado de la intelectualidad o de distintas formas de autoridad, todas ellas con un carácter excluyente (Eliade, 1991a).

Es necesario hacer un reconocimiento de los nuevos centros de confluencia ritual a través de determinados comportamientos colectivos. En aquéllos se instaura una axiología anclada en premisas quizá más pragmáticas, que si bien en apariencia están asociadas a formas de ocio y de distracción, tienen otra connotación. Precisamente en esas búsquedas de espacios simbólicos se da la (re)construcción de identidades, la mayoría de las veces subsidiarias de las demandas de un mercado. En la actualidad se destacan aquellos ritos en los que se dinamiza el culto y la veneración al cuerpo, lo que explica la visible proliferación de centros de adiestramiento corporal, gimnasios, Spas, y de un mercado dirigido a la consecución de la eterna juventud, apuntalado por una tiranía de la marca de la salud y la belleza.

En este escenario ritual se le da un estatus publicitario al "cuerpo bello" y, gracias a una ebullición de emocionalidad grupal, sustentada a su vez en el estigma a ser rechazado, se incita la socialización del individuo pero asociada de modo soterrado al desbocado con sumo. La dialéctica de la estética del cuerpo se da como un privilegiado signo de prestigio y un pasaporte al reconocimiento social, al tiempo que sume al sujeto en la angustia de convertirse en un tránsfuga de la felicidad. Como diría David Le Breton, el cuerpo se comprende como un espejo de lo social en tanto que "Se trata de signos diseminados de la apariencia que fácilmente pueden convertirse en índices dispuestos para orientar la mirada del otro o para ser clasificado" (Le Breton, 2008: 51). De esta suerte, el mercado renueva los signos que acentúan sus ganancias; por un lado, "normaliza" al consumidor moralmente y, por otro, lucra con la debilidad que impone la descalificación por parte del grupo.

Si el rito se vuelve profano, tan sólo denota un cambio en la forma de interacción humana en correspondencia con el reconocimiento de unas distintas y muy precisas formas de religiosidad o de sacralidad, y quizá transforme sus manifestaciones externas, pero dejando incólume su funcionalidad. En el mundo indígena, cultivar, cazar o ir a la guerra tenían un trasfondo religioso. Toda actividad, por simple que fuera, es taba relacionada con una totalidad; lo humano y lo divino dialogaban continuamente, confluían en los mismos acontecimientos y configuraban el paisaje de la vida social como un cosmos dramático interdependiente. En las llamadas "sociedades desarrolladas", la narración mítica y el gesto ritual permanecen, pero ya no dentro de las prácticas religiosas tradicionales, sino que conforman nuevos patrones de valor. En ese sentido, hablar de desritualización o de desmitificación no tiene sustento. En cambio, podríamos hacer referencia a nuevas formas de sacralidad, las cuales se ajustan, como ya dijimos, a circunstancias históricas determinantes, como el consumo, el turismo, el deporte, la distracción dirigida, el desahogo colectivo, entre otras. "En lugar de hablar de desritualización, podemos hablar de un desplazamiento del campo de lo ritual. Desde el corazón de lo social, los ritos se han desplazado, principalmente hacia sus márgenes" (Segalen, 2005: 36). Así, el funcionamiento de la sociedad depende de estas distintas ritualidades y de los microrrituales que se derivan de ellas. Cada época tiene sus propios ritos y éstos obedecen a una lógica interna dentro de un vasto y complejo sistema de funcionamiento que conforma a las "creencias" que se necesitan, en el cual circulan signos manifiestos y latentes definidos más por su significación externa que por su constitución interna.

Ni los ritos ni los mitos son inmutables, más bien son la configuración de los modos distintos de ver, de contar y de actuar en el hilo del tiempo. Para comprender mejor su pervivencia en las sociedades modernas conviene entender esta mutabilidad y esta plasticidad; de igual modo, asumiendo su carácter voluble a la hora de funcionar en las determinaciones sociales, se entiende mejor su lógica inherente. Por tal motivo, como lo expresa Segalen: "Aunque estén asociados a la idea de tradición, lo que les confiere un sentido de inmutabilidad, los ritos son el producto de las fuerzas sociales en las que se inscriben, de las temporalidades específicas que los ven nacer, transformarse o desaparecer" (2005: 166). Sin lugar a dudas, a través de los mitos y los ritos se podría hacer un análisis bastante significativo de las sociedades donde funcionan. El complejo universo de las prácticas sociales sirve como cuerpo esencial para el ejercicio hermenéutico del antropólogo o del sociólogo a la hora de interpretar realidades que definen la mirada del investigador como una pretensión de autorreconocimiento.

Quizá por eso, y siguiendo la percepción de Segalen (2005), no se sabría qué tan apropiado es hablar de ritos modernos en relación con los ritos tradicionales, cuando unos y otros forman una misma línea evolutiva. Sería justo hablar entonces de ritos en permanente estado de desplazamiento y de reactualización.

 

Desplazamiento del mito a otras formas de narración

Por su parte, en el seno de las sociedades modernas, los mitos dejan de ser aquellos relatos extraordinarios acerca de los acontecimientos que dieron origen al universo, a las instituciones y a los valores sociales, cuyo uso estaba constreñido a una esfera sacerdotal y a unos rituales específicos bien localizados en el tiempo y en el espacio, y se convierten en historias propias de una época donde lo más importante, lo que está en relación con un valor humano trascendente, puede ser contado por medio de nuevas formas de narratividad.

Lo primero que se advierte en este proceso es el paso de la narración oral a la escrita. En el occidente europeo este movimiento cobró vigor con el desarrollo de la imprenta en el siglo XV, que, sin marcar el reinado de la escritura sobre las tradiciones orales, sí disparó una distinta forma de consolidación en la transmisión del saber. El paso de la narración oral a la escrita y su futura pero desequilibrada convivencia demuestran en cierta medida la superación lenta pero segura del logos sobre el mito (Cassirer, 1996a). En las sociedades preliterarias se impone la creencia sobre el análisis. El contenido de las historias contadas (por ejemplo la sabiduría popular) llega a perder cualquier tipo de valor, al tiempo que el documento escrito alcanza el aval de verdadero conocimiento. Sólo tiene relevancia lo que se logra colocar en condición de ser comunicado en forma masiva, es decir, cuantitativamente reproducible.

Eliade (1991a) expresa cómo en la literatura épica, en la novela y en otros géneros literarios como el cuento y la saga, se guardan de forma reconocible los elementos más característicos del mito narrado: acontecimientos desarrollados en una historia en la cual los gestos heroicos o notorios de ciertos personajes determinan unos sucesos extraordinarios y significativos. Las historias profanas llevadas a la literatura se hacen recurrentes en la transmisión de acontecimientos de carácter épico, los cuales están en condiciones de producir estados anímicos y emocionales propios de la adhesión colectiva en torno a las historias míticas.

Lo que hay que subrayar es que la prosa narrativa, la novela especialmente, ha ocupado, en las sociedades modernas, el lugar que tenía la recitación de los mitos y de los cuentos en las sociedades tradicionales y populares. Aún más: es posible desentrañar la estructura mítica de ciertas novelas modernas, se puede demostrar la su pervivencia literaria de los grandes temas y de los personajes mitológicos [Eliade, 1991a: 198].

De ese modo se hacen recurrentes las historias paradigmáticas de iniciación, de sacrificio, de emulación, de combate, de heroísmo, de crecimiento espiritual, de transformación ontológica, de autoconocimiento, todas con un trasfondo moral y, por ende, cultural. Se destaca el impacto de estas historias en el público receptor, en el cual se reconoce la casi imposibilidad de alejamiento o de indiferencia frente a ellas. Por lo general alcanzan el rango de principio cohesionador e identitario. A su vez, estas narrativas se asemejan al mito gracias a su potencialidad de sus traer al espectador de un tiempo histórico concreto y sumergirlo en un tiempo primordial, propio de los universos imaginarios. Dicho tiempo goza de un ritmo, de una concentración y de una condensación con reconocibles implicaciones en la percepción de quien se expone a su desarrollo.

De lo anterior se deduce el papel que cumple la transmisión de una imagen de la realidad en las culturas pretéritas y presentes a través de historias narradas, escritas o representadas, en las cuales, lejos de asumir una desacralización del universo social, se vislumbra un enmascaramiento de los motivos y de los personajes sugerentes que participan de lo sagrado. Pero se trata de una transformación, no de su desaparición definitiva.

El fenómeno del desplazamiento de los motivos míticos se encuentra también en otras expresiones culturales, ya sea escritas o dentro del formato audiovisual; éste es el caso de las historietas ilustradas, los juegos de rol, las novelas, los guiones cinematográficos, los documentales, los noticieros e informativos, la publicidad, etcétera. Los héroes y los personajes que representan estas historias logran permear la admiración o el rechazo de los videolectores hasta el punto de incidir en sus comportamientos y decisiones en el cauce de los acontecimientos cotidianos (Eliade, 1991a). ¿Quién ignora el papel de Superman para crear el imaginario del héroe salvador estadounidense, el de las novelas policiacas, en el ideal de lucha maniquea entre el bien y el mal?

El culto al éxito, propio de las novelas, de las producciones televisivas, de los programas de entretenimiento, de la publicidad en general y en particular de los reality shows, donde los retos y las pruebas de dificultad dan tanto a los participantes como a los espectadores el sentimiento de participar por breves instantes de un estatus especial, propio y casi exclusivo de los personajes míticos ejemplarizantes, de vivir un segundo nacimiento, es un reflejo de la importancia que se le da culturalmente a las fabulaciones míticas en el mundo actual. Trascender los límites de la condición humana es posible en virtud a ciertos comportamientos que reafirman el reconocimiento social. De acuerdo con Eliade, "Se tiene, por una parte, la sensación de una 'iniciación', iniciación casi desaparecida del mundo moderno; por otra, se hace gala ante los ojos de los 'otros', de la 'masa', de pertenecer a una minoría secreta; no ya a una 'aristocracia', sino a una gnosis, que tiene el mérito de ser a la vez espiritual y secular" (1991a: 196). Por tal motivo, el artista de turno, la estrella deportiva o de pasarela, el elegido del reality show o de la pieza publicitaria, se convierten, aunque de forma efímera, en divinidades. Desde ese momento rayan con lo divino, desvirtúan la frontera insoslayable entre la fama y el anonimato, entre el ser y el no ser, y logran por arte de magia vencer el complejo, específico de las sociedades desacralizadas, del anodino que requiere afanosamente de una fama salvífica conquistada por una mediación cuasi mágica.

 

La aparición de las religiones civiles en el mundo moderno como formas de dominación social

Si se parte de una transformación de lo religioso más que de su desaparición, entonces ¿cómo entender el ascenso de las nuevas formas de religiosidad en las sociedades altamente desacralizadas? Según el proceso observado, se podría hablar de un lento pero seguro proceso de transposición de lo sagrado, en el cual lo religioso no desaparece sino que se vacía y cambia de rostro a tono con las circunstancias externas (Díaz-Salazar, cit. en Aranguren, 1994). Lo sagrado teísta da paso a lo sagrado secular, que debe reconocerse concentrado en nuevas instancias de lo individual y de lo social, pero al desvanecerse las religiones teístas para darle paso a las religiones civiles, tal como había sido previsto por la modernidad, se producen las condiciones ideales para mantener al prosélito en nuevas condiciones de dependencia, en virtud de esquemas de ilusionismo de corte religioso. ¿Hasta qué punto se puede hablar de la necesidad social de una esfera sagrada, cargada de rituales y de liturgias organizadas para ciertos propósitos e intereses característicos de una época? ¿Pueden las sociedades hipermodernas vivir coherentemente en medio de escenarios por completo desacralizados, si lo que se espera de los sujetos sociales es una adecuada práctica cultual y devociones de diferente índole? ¿No estamos ante un orden que ejerce otra suerte de sometimiento bajo el tráfico de las emociones, de las filiaciones y de los credos?

Las religiones civiles tienen como propósito último lograr la organización del cosmos social, y para tal efecto establecen por vía moral una amplia gama de puntos de adhesión que satisfacen cierto tipo de necesidades humanas vitales, como el reconocimiento y la aceptación del grupo, y unos muy precisos requerimientos de tipo institucional, muchas de las veces adecuados a través de actos de fe. Siempre aparecen métodos de inclusión colectiva que se traducen, en primera medida, en vivencias de tipo epifánico que llaman a la acción. He aquí el sentido primigenio de la experiencia religiosa. No debe entonces darse por descontado que:

Los seres humanos, extremadamente complejos y en constante evolución, buscan una orientación fundamental capaz de satisfacer sus necesidades vitales en medio de inagotables procesos de colaboración y de conflicto. En el pasado, lo sagrado era rendir culto a realizaciones colectivas. La cultura tecnocientífica moderna sacraliza la libertad individual [Prades, 1994: 126].

Por lo que se advierte, lo más notorio de la religión civil es su orientación hacia asuntos profanos, su pretensión a enfocarse hacia realidades sociales de tipo no religioso, el estar parada en una trascendentalidad mundana, no sobrenatural, y tratar de resolver problemas que lo religioso tradicional ya no logra concretar de manera satisfactoria. Lo trascendental ya no es lo divino o lo sagrado, sino lo social y lo individual, que cumple una función reguladora. Por ello, Salvador Giner puede sostener que la religión civil

...consiste en el proceso de sacralización de ciertos rasgos de la vida comunitaria a través de rituales públicos, liturgias cívicas o políticas y piedades populares encaminadas a conferir poder y a reforzar la identidad y el orden en una colectividad socialmente heterogénea, atribuyéndole trascendencia mediante la dotación de carga numinosa a sus símbolos mundanos o sobrenaturales, así como de carga épica a su historia [Giner, 1994: 133].

Cuando lo divino trascendente es desplazado por lo divino social se construye una religión desligada de la sacralidad tradicional, en la cual no hacen falta dioses ni gestos milagrosos, y respecto de la cual ni las devociones ni las liturgias eclesiales configuran el horizonte de un hombre menesteroso de un reconocido más allá. Comienza a ser posible identificar una transposición de creencias y de devociones, pero ahora al servicio de divinidades más terrenales.

Para entender mejor lo que significa la religión civil nos acogemos a algunos puntos esenciales que parten de la caracterización que llevó a cabo Giner (1994), en la que destaca los elementos fundamentales que la definen en el mundo moderno. Tenemos entonces que la religión civil constituye una serie de mitos, piedades cívicas y exorcismos públicos con una fuerte connotación política, lo que implica que la sacralización de la esfera política del mundo profano no está sólo en manos de los políticos, sino de agentes parapolíticos que contribuyen en esta función: medios de comunicación, propaganda política, especialistas en relaciones públicas, fuerzas parapoliciales y paraestatales, etcétera. Todos ellos se ocupan de estructurar las más variadas formas de control, legitimando la autoridad a través de su poder de construcción de lo social.

El fomento de la actividad mitogénica, la glorificación iconográfica de héroes y acontecimientos, la formación de estrategias para la consolidación de rituales y ceremonias, la producción de ideología e interpretaciones interesadas de la realidad social y la administración clerical de los contenidos simbólicos tienen sus especialistas: políticos, agentes mediáticos, ideólogos, clérigos laicos o eclesiásticos y sus aliados ocasionales [Giner, 1994: 148].

La religión civil es la resultante de un desarrollo histórico de la sociedad laica frente a la sociedad política y religiosa; el perfeccionamiento de la burguesía, del individuo moderno, permitió su surgimiento y su hegemonía. La Revolución Francesa liberó a la sociedad civil de la opresiva monarquía, el individualismo burgués desató la independencia económica y la libre empresa. La democracia liberal rompió las ataduras que hacían trascender ciertos sectores de la sociedad a la manera de entes divinos o semidivinos, y de los cuales dependían políticamente los demás estamentos sociales (el rey, la nobleza, el sacerdote).

La religión civil, en la medida en que conforma un sistema de cohesión social en un determinado grupo, fortaleciendo la identidad entre sus miembros a través de una estructura estamentaria, puede funcionar culturalmente en diferentes niveles: desde lo infranacional, es decir, en el seno de grupos locales, étnicos o inclusive gremiales o profesionales; pasando por grupos nacionales, los cuales se identifican por propósitos comunes de participación amplia, como en lo militar o lo deportivo; hasta lo supranacional, vinculado con realidades más abarcantes, ligadas a la institucionalidad mundial, como guerras hemisféricas, grupos de poder, choque de civilizaciones, olimpiadas, etcétera.

De acuerdo con lo anterior, y siguiendo a Giner, la religión civil, en tanto estructura de normalización, de condicionamiento social y manutención del statu quo, garantiza (entre otras fuerzas) un modo de dominación social. La religión civil convalida todo un sistema de distinción y de estratificación entre los individuos, de diferenciación tanto de autoridad como de privilegios y de derechos. "Pero, más allá de todo reduccionismo, hay que hacer hincapié sobre el hecho bruto de que, al fomentar diferencias y distinciones, incitar el acto de pleitesía, y cultivar mitos y tergiversaciones históricas, su resultado es el mantenimiento de la desigualdad social" (Giner, 1994: 157). El resultado es un sistema de creencias muy complejo que vitaliza la noción de hegemonía y supera con amplitud aquélla de ideología dominante, en cuya base se justifica, a través de deliberados cultos sociales con fuerte carga simbólica, la convicción de que existe un orden predeterminado de realidades respecto al cual unos están llamados a dominar y otros a ser dominados. Por esto, Giner concluye que:

La hegemonía incluye toda una red de instituciones educativas, religiosas, culturales (con sus actividades correspondientes) y un sustrato de creencias populares (constitutivas del sentido común de la ciudadanía) que benefician sistemáticamente a las clases dominantes al constituirse en pilares del orden social general [Giner, 1994: 157].

Como valor de reconocimiento del estatus social y de desigualdades "naturales", para Giner la religión civil actual forma parte de la producción mediática del carisma. El funcionamiento de la religión civil es posible por un andamiaje de medios técnicos que se encargan de hacer marchar la permanente producción y circulación de significados a través de mitos, ritos y símbolos, es decir, de valores morales eminentes que garantizan una forma de adhesión efectiva al sistema, que cobija, entre otras cosas, estas prácticas con fines particularistas, como la mediatización de los eventos y la proliferación de valores encarnados en seres representativos, que alcanzan valores sociales extremadamente significativos.

La panoplia televisiva, propagandística y festiva con sus recursos iconográficos y tecnoculturales específicos es un elemento poderosamente constitutivo del aura cuasireligiosa con que se tejen los mitos civiles, políticos, nacionales y hasta mundiales. Los medios de transmisión son en realidad y ante todo medios de constitución [Giner, 1994: 159].

La tecnocultura impone formas de religión civil a partir de activas estructuras mediáticas, en las que existe un estamento que diligencia la circulación de mensajes y de contenidos camuflados, todo ello gracias al concurso de especialistas en relaciones públicas, asuntos culturales, mensajes publicitarios e informativos con propósitos gerenciales. Y, según Giner, hay que destacar que "sus ejecutores son los mediadores, que pueden ser, en muchos casos, los propios de tentadores del poder económico, político o ideológico pero que, con mayor frecuencia, son especialistas: asesores de imagen, cosmetólogos sociales, periodistas, estrategas feriales, productores de radio y televisión" (Giner, 1994: 159).

Los carismas sociales, que en última instancia son políticos, se manufacturan y se distribuyen democráticamente a través de los medios de comunicación, que funcionan como estamentos de legitimación no sólo de los discursos sino de los propósitos sociales. De esta manera circulan por una virtualidad de alta resonancia los valores, los principios de adhesión y de exclusión al grupo, las creencias y las prácticas que dan sentido a la cultura en virtud de una religión civil de alta performancia.

En conclusión, estamos de acuerdo con Giner (1994) en que la voluntad general de las sociedades, lejos de constituirse sobre la autodeterminación individual y colectiva, parte ahora, como lo hacía antaño, de valores externos y forzados, propios de una organización neorreligiosa que se nutre de los mismos principios que cualquier ortodoxia dominante, también de corte religioso. Cambio de creencias, cambio de mitologías con una motivación o sustrato común: la sujeción a una instancia religiosa totalizante que puede venir por separado o unida a diferentes ámbitos (políticos, educativos, mediáticos, etcétera), todos reconocidos y aceptados dentro de la movilidad cultural que confiere de manera definitiva sentido cosmológico: universo estructurado culturalmente para que funcione como piedad pública mediante un amplio y enmarañado sistema de difusión y expansión simbólica.

Como lo apunta el autor, la sociogénesis del consenso social nace de otra fuente, también religiosa, que comparte con su hermana sagrada el poder de organizar el cosmos social desde unos principios inamovibles y sacramentales –la propiedad privada, entre otros–. Esto ocurre por la ausencia de racionalidad y de pensamiento crítico, el cual deviene naturalmente hostil dentro de cualquier forma de idealización religiosa. Así,

La religión civil es una forma atenuada de la sobrenatural. Una religión tal vez atea. No es la primera. Cada época genera la sacralidad que necesita y a la nuestra le cuesta creer en un Dios perverso. Pero tiene sus tótems, sus lares, sus arcángeles, sus guías carismáticos, sus sacer dotes, sus tribus predestinadas a la gloria, sus villanos, sus demonios, sus maldiciones. Sigue siendo necesaria una visión mínimamente coherente del cosmos (empezando por el más banal y cotidiano) que sólo con impresiones, emociones e imágenes, pueden comprender mentes poco analíticas o remisas o contemplar el mundo sin el don de la fe [Giner, 1994: 167].

La hipermodernidad es avalada y espoleada por la cultura del consumo, que ve en estas modalidades de orientación religiosa la marcha a un nuevo reino, no ya de Dios, sino de los seres humanos pasivos, en el interior de un mercado sacralizado. Pasividad asociada principalmente al modo en que se asumen los actos rituales, ahora entronizados por el consumo. Los rituales de la sociedad moderna están fuertemente ligados a las exigencias de la industria cultural y a las necesidades del entretenimiento, las cuales son más dependientes de las fluctuaciones que establece la moda al tiempo que de los valores impuestos por la cultura del consumo. En consecuencia, la economía liberal determina los esquemas vitales de orientación existencial de un sujeto masificado, como otrora lo hicieran las grandes religiones, imponiendo credos referidos a los parámetros de felicidad fabricados serialmente en las grandes metrópolis del mundo.

Dentro de estas disfunciones rituales se destaca, entre otras, la forma en que se desvirtúa el rol fundamental del sujeto político, es decir, cómo queda condicionado en su posibilidad de actor en la transformación del mundo inmediato, en su calidad de ciudadano, en aras del mantenimiento de un sistema unidireccional, en el cual deviene un ser pasivo y adorador de lo que sucede en las pantallas. A diferencia de lo que ocurre en las comunidades tradicionales, el papel del ritual ya no alude a la pertinencia y necesidad de un dominio práctico de los secretos y habilidades espirituales de la colectividad a la que pertenece el sujeto, sino a una serie de actividades ligadas a niveles superespecializados de pericia técnica e intelectual, cuando no a gestos heteroimpuestos, relacionados casi siempre con formas de condicionamiento grupal. Así, el ritual se asocia a la moda, al consumo y a sentimientos de pertenencia dependientes de las relaciones intersubjetivas de visibilidad y espectacularidad, ahora orientadas en concreto a ciertas negociaciones que se emprenden en aras del prestigio social, a la manera de máscaras simbólicas (Bourdieu, 1982).5 Este léxico cultural forma parte de una imbricada estructura de posicionamiento social respecto a la cual el sujeto debe entrar en una teatralización para proteger su propio yo ante las exigencias de un medio que lo demanda (Rivière, 1995).

 

El mito y el rito en los medios de comunicación: la fabricación de las creencias

Si se da por supuesto que la relación entre el mito y el rito puede entenderse también como una relación entre teoría y práctica, entre representación y presentación, entre libretos y escenificación, y después de aclarar por una parte que ni los mitos ni los ritos desaparecen, sino que se transforman en el tiempo de acuerdo con contextos sociales e históricos bien determinados (sin ser por ello, como muchos piensan, marginales), y, por la otra, que la acción ritual está enmarcada por una vivencia de una espacialidad y una temporalidad cualitativamente distintas; se empezarán a establecer las relaciones con el fenómeno mediático y en particular con el publicitario, con el fin de mostrar que los mitos y los ritos funcionan en dichos espacios como una de las mejores y más efectivas herramientas para alcanzar la integración social, según ciertas formas de solidaridad orgánica creadas desde el sistema de mercado.

Al mirar con atención la función de los mass-media, encontramos correspondencias simétricas entre el basamento mítico y el que subyace a los medios, en cuanto espacios de movilización de ideas, valores e imaginarios sociales, y descubrimos que la labor comunicativa, como práctica, parte del terreno mítico, que se revela como una modalidad moderna y adecuada del papel que otrora cumpliera el mito en las sociedades primitivas. La industria cultural, propia de la cultura de masas, truncó el largo proceso de formación del sujeto dentro de la comunidad –al lado de la familia–, y lo circunscribió a la cultura del entretenimiento, en especial a unas prácticas y destrezas referidas en estricto sentido a la manipulación de técnicas indispensables para la vida en sociedad. Los escenarios mediáticos ayudan a la autocomprensión de la sociedad moderna y a la consolidación de una moral acorde a los requerimientos que las democracias de mercado le hacen a las culturas que deben servirle de garante para su buen funcionamiento.

 

Roland Barthes: el mito burgués y los medios de comunicación

En Mitologías (1997),6 Roland Barthes parte de dos preocupaciones capitales. La primera tiene que ver con la urgencia de dar cuenta de las múltiples formas de mistificación con las que la cultura pequeñoburguesa se legitima en la historia a través de los medios de comunicación. La segunda es la manera tan natural con que esto se lleva a cabo como un proceso perteneciente a la historia, constituido en una forma de dominación ideológica normalmente oculta pero a la vez celebrada.

Aunque Barthes parte de la definición de mito como un habla, dejando de lado sus otros campos de acción –el pensamiento y la conciencia míticas–, él la entiende como un mensaje "y, por lo tanto, no necesariamente debe ser oral; puede estar formada de escrituras y representaciones: el discurso escrito, así como la fotografía, el cine, el reportaje, el deporte, los espectáculos, la publicidad, todo puede servir de soporte para el habla mítica" (Barthes, 1997: 200). En cuanto habla, es decir, como algo que significa algo, el mito pertenece a la semiología.7 Si Barthes parte del supuesto de que nuestra sociedad es el terreno fértil para las significaciones míticas es porque asume que nuestra sociedad es en esencia una sociedad burguesa, lo cual implica que dicha sociedad se autoconstruye a través de sus propias mitologías: el capitalismo se profesa a sí mismo, posibilitando que el hombre alienado se autojustifique gracias a sus propios discursos. Así,

Nuestra prensa, nuestro cine, nuestro teatro, nuestra literatura de gran tiraje, nuestros ceremoniales, nuestra justicia, nuestra diplomacia, nuestras conversaciones, la temperatura que hace, el crimen que se juzga, el casamiento que nos conmueve, la cocina que se sueña tener, la ropa que se lleva, todo, en nuestra vida cotidiana, es tributario de la representación que la burguesía se hace y nos hace de las relaciones del hombre y del mundo [Barthes, 1997: 235].

Estas representaciones se hacen efectivas en igual medida en que la ética burguesa las normaliza y naturaliza.8 El sueño burgués se exporta y se difumina en forma de imágenes colectivas para toda la sociedad, en busca de una conciencia adherida, no por su capacidad reflexiva (la cual siempre se empobrece), sino por su participación refleja: "es la ideología burguesa misma, el movimiento por el cual la burguesía transforma la realidad del mundo en imagen del mundo" (Barthes, 1997: 237). Si el mito se caracteriza por su facilidad de sortear la historia, si el mundo que da liberado de su emergencia dialéctica, y lo real queda trastocado por la prestidigitación de lo concreto en una relación de esencias, entonces la ideología burguesa se las arregla de la misma manera para que los actos humanos se sumerjan en una realidad sin contradicciones, ideal, en medio de lo que Barthes (1997) llama claridad feliz.

En consecuencia, la sociedad burguesa despolitiza el contexto social, lo trivializa, lo somete a un orden ajeno a su naturaleza; mistifica la realidad problemática reduciéndola, por medio de un metalenguaje, a su condición más inesencial, a la esfera de la representación, lo más apartado posible de la esfera de la acción. Resulta entonces que el mito burgués no se asienta en la preocupación de actuar sobre las propias cosas, sino en la estrategia para hablar de ellas; no enfrenta la realidad social en forma directa sino que crea distractivos nominales que hacen las veces de acción real. Para la retórica publicitaria, por ejemplo, ciertos objetos nuevos se presentan como venidos del más allá, cargados de una fuerza mágica que excluye la determinación real en un campo de acción humana. Así, si el hombre no tiene nada que ver con ellos tampoco tiene libertad frente a ellos.

El análisis del universo burgués intenta denunciar sus peligros en cuanto hace un uso indiscriminado de las antiguas mitologías y las desplaza en su capacidad de incidencia afectiva. Esta vulnerabilidad o fragilidad emocional es fuertemente capitalizada por el mundo burgués para sus propios fines y reconocidos beneficios. La ideología burguesa se constituye como una máquina de dominación soterrada que, sin utilizar en ningún momento una forma de violencia de hecho, fustiga con su capacidad simbólica. De ahí que, desde el estudio del mito, es bastante interesante y preocupante una mentalidad que cuantifica lo cualificable, que rehúye cualquier forma de verificación racional, que utiliza un discurso esencialista, que elabora coartadas afectivas en forma de conmiseración o de juicio final al buen estilo del "gran hermano", que funciona como estrategia de control sociopolítico.

Puesto que el fin último de los mitos puestos al servicio de los medios de comunicación es inmovilizar al mundo, es menester que aquéllos sugieran y simulen una economía universal que ha fijado de una vez y para siempre la jerarquía de las posesiones. Todos los días y en todas partes, el hombre es detenido por los mitos y arrojado por ellos a ese prototipo inmóvil que vive en su lugar, que lo asfixia como un inmenso parásito interno y que le traza estrechos límites a su actividad; límites donde le está permitido sufrir sin agitar el mundo: la seudofisis burguesa constituye para el hombre una prohibición absoluta de inventarse (Barthes, 1997: 252). He aquí al universo burgués construyendo su propia imagen.

 

El problema del fetiche en la comunicación de masas: un acercamiento desde Armand Mattelart

Armand Mattelart, en Medios de comunicación: mito burgués vs. lucha de clases (1976), centrado en el análisis de la ideología de la comunicación de masas en el modo de producción capitalista, llega al concepto de fetiche, el cual, en virtud de su condición de ascensión sagrada, constituye un arma de dominación social. En términos generales, el fetiche se define como cualquier realidad abstraída de su condición real y colocada en otra, en la cual adquiere una significación especial. En el análisis marxista, el fetiche es el dinero o la mercancía, mientras que en la sociedad tecnológica es el fenómeno del medio de comunicación de masas. Tanto en una como en otra visión se procura ocultar una realidad subyacente de las relaciones sociales, y ello precisamente por obra de una mitología puesta en circulación por las clases dominantes. "El medio de comunicación de masas es un mito en la medida en que se lo considera como una entidad dotada de autonomía, una especie de epifenómeno que trasciende la sociedad donde se inscribe. Así, la entidad medio de comunicación de masas se ha convertido en un actor en la escenografía de un mundo regido por la racionalidad tecnológica" (Mattelart, 1976: 12-13). El medio de comunicación de masas es un mito, y en este caso un fetiche, justamente por su condición de instancia ordenadora, reglamentadora, pero a la vez distractora, o mejor, ocultadora de realidades. En la proporción en que dicho fetiche encubre la lógica inherente a las diferencias forzadas de clase y las explica gracias a unas categorías de amorfismo social (sociedad de masas, sociedad moderna, opinión pública, sociedad de consumo, entre otras) que tan sólo confunden la comprensión de las categorías reales, cumple a cabalidad su función cosmisadora9 de la sociedad.

Por otra parte, y al igual que cualquier estructura mitológica, el medio de comunicación hace circular el sistema de valores adecuado a la sociedad, entendida ésta como una totalidad orgánica. En este caso, contrario a lo que sucedía con las comunidades tradicionales, los valores que se ponen en funcionamiento están adecuados a los intereses del grupo dominante. Vemos pues que, según Mattelart,

La mitología es la reserva de signos propia de la racionalidad de la dominación de clase, una reserva de signos adscritos, ya que deben ser funcionales al sistema social cuyas bases enmascara. De no ser funcionales, revelarían la mistificación de la clase que dictamina la norma de lo que es la realidad y la objetividad [Mattelart, 1976: 15].

Esta moralidad, concentrada como norma social, cohesiona al grupo y le da, en su sentido más estricto, una ordenación de funcionamiento. Salta a la vista la función sociológica del mito burgués, que resume una necesidad moral a través de los usos y costumbres difundidos masivamente en forma de deber ser. Esta función garantiza que se cumpla la adaptación de los individuos que se integran al sistema social, lo cual no siempre ocurre de modo consciente, antes bien, en los individuos se afianza un proceso de relativa conformidad a esa realidad que se presenta en forma absolutamente natural, sin sospechar de un orden distinto e inequitativo. No hay posibilidad de cuestionar el sistema cuando se ha llevado a cabo un proceso de consolidación tan orquestado y sincrónico por los medios de comunicación, cuya legitimidad y autenticidad, en lugar de cuestionarse, se alaban. Por lo tanto, según el autor, "Este imaginario colectivo dará al individuo la ilusión de que la sociedad en la cual vive y las relaciones reales que vive en ésta se hallan situadas bajo el signo de la armonía social y escapan a la dialéctica y al conflicto" (Mattelart, 1976: 17).

El resultado de la operación es la construcción del imaginario social sobre la creencia en un orden superior que orienta y define el juego de asunción de poderes en el seno de la sociedad. Inocente en sus intenciones y determinante en sus propósitos, establece su eterna reproducción. Los sueños y las aspiraciones de la clase dominante se vuelven cruzada espiritual y se justifican por medio de una mitología hiperintencionada que cobra vida en la estructura del sistema gracias a la infraestructura aportada por los medios de comunicación. "Y ello incluso si el emisor, periodista, programador, etc., no pertenece formalmente a la clase dominante y al clan de su poder económico. A través de la experiencia vivida de la representación colectiva burguesa, el emisor se hace cómplice de la perpetuación de un sistema que en su intención hasta puede impugnar" (Mattelart, 1976: 18). He aquí el papel de los medios de comunicación cuando terminan siendo una tribuna desde donde se replica una moral económica convertida en deber ser, que al final, desde el punto de vista ideológico, no se impugna, ya que se erige en una clara forma de creencia divulgada desde una segunda y veraz instancia de institucionalidad.

 

El mito y el rito en la publicidad y en los mass-media, un análisis desde Jean Baudrillard

Para hablar en sentido estricto de mitos y ritos en los mass-media, conviene referirse a los aportes de Jean Baudrillard, en particular en La sociedad de consumo. Sus mitos, sus estructuras (1974) y en Crítica de la economía política del signo (2002a). El autor estudia las estructuras más profundas de la sociedad de consumo y llega a la idea del fetichismo del objeto y del sujeto. Baudrillard introduce un elemento primordial para entender el fetichismo en la sociedad moderna: la transferencia mágica de una entidad tenida por sagrada a otra, gracias a un principio de participación cualitativa que define el reconocimiento de lo sobrenatural. Este principio no es un intangible milagroso, sino el funcionamiento de una identificación de significados. Al aclarar el papel del fetiche o del objeto-simulacro en el escenario del consumo, Baudrillard enfatiza tanto el carácter mágico del objeto como su estatus de signo, pero, pese a ello, señala que existe una resignificación del mundo a partir de aquellas proyecciones propias que se entablan en la dimensión de lo sobrenatural, así sea simplemente en cuanto a la circulación de significados. El fin último del consumo de objetos es conjurar, es decir, transformar el orden reinante en favor de las expectativas a través de las fuerzas que se condensan en el objeto. Este maná o "esta sustancia mágica esparcida por doquier hace olvidar que son ante todo signos, un código generalizado de signos, un código totalmente arbitrario (facticio, 'fetiche') de diferencias, y que de ahí, y en modo alguno de su valor de uso, ni de sus virtudes infusas, procede la fascinación que ejercen" (Baudrillard, 2002a: 93; cursivas en el original). De esto resulta que el fetiche, lejos de ser, como en Marx, un problema referido a la falsa conciencia, consagrada al culto del valor de cambio, se desprende en definitiva de una reproducción ampliada de la ideología que funciona en la estructura del sistema. El surgimiento del fetiche resulta de una estrategia con función ideológica, que instaura como signos distintivos del sujeto el éxito, la salud, la belleza, la felicidad, el estatus y toda una serie de nominaciones de valor social. La propia sociedad de consumo fabrica sus ídolos, entroniza sus dioses, sus fetiches de culto y de encantamiento.

Al mirar el proceso por el cual han pasado los objetos en diferentes momentos de la historia, desde los objetos de culto de las sociedades primitivas hasta los objetos-signo (propios de la ideología política de la sociedad de consumo descrita por Baudrillard), nos encontramos con una progresiva pérdida de contacto con el mundo natural, con una desritualización del universo social en el sentido de lo simbólico y con una incentivación de la vivencia del objeto-mercancía y el objeto-signo, es decir, dos formas de abstracción, de alejamiento, de ausencia del mundo real, del mundo transformado en objeto de uso, del artificio social y, por ende, de la relación política con el socius, con la naturaleza y con la propia subjetividad (Guattari, 1998).

El análisis de la función social del objeto-signo supera la comprensión del objeto como realidad eminentemente funcional. El objeto en la sociedad capitalista contemporánea (hablando de los últimos 50 años) no cumple sólo el papel de satisfactor de necesidades, como valor de uso, sino que va más allá en sus aspectos de significación dentro de la sociedad. El carácter utilitario de los objetos queda entonces revaluado para darle cabida a una realidad distinta ligada al valor de cambio en tanto signo de circulación de la prestación social. El consumo de objetos es en realidad un mecanismo de distinción, de prestigio y de discriminación, que establece moralmente las relaciones sociales, y que dispone una organización y un orden basados en jerarquías. El reconocimiento social está ligado de manera directa a formas de ostentación y de visibilización. La institución social coactiva, como la llama Baudrillard (2002a), revela esta faceta fundamental de la integración social. Hace tres décadas se compraba, se poseía, se gastaba, pero no se consumía. El consumo propiamente dicho es un fenómeno actual que rebasa la satisfacción de las necesidades. Es un discurso que aglutina objetos y mensajes, es una manipulación sistemática de signos. El objeto material se disuelve ahora en un signo que es consumible: lógica abstracta de las ideas y de las representaciones que maneja la cultura de las mediaciones. Ahora no es la satisfacción sino la idea de satisfacción, abstraída en el sueño colectivo, la que prima en el deseo que se hace autoritario.

Para Baudrillard (2002a), la actividad cultural por excelencia reside en el consumo; paradójicamente actividad paralizante del sujeto político, del sujeto que debiera consolidar los marcos vivos de la historia. Así, en este contexto puede verse la completa desvirtuación del gesto ritual, es decir, la anulación del dinamismo de una sociedad que debería autoconstruirse a partir de sus propias acciones. La sinergia colectiva queda agazapada en un esquema impuesto por un sistema productivo que necesita capturar la voluntad de los entes del consumo y convertirlos en resignación consumidora colectiva.

Es indudable "que el milagro de la TV es realizado perpetuamente sin dejar de ser un milagro, y esto gracias a la técnica que borra, en la conciencia del consumidor, el principio mismo de la realidad social, el largo proceso social de producción que ha llevado al consumo de las imágenes" (Baudrillard, 1974: 24), las cuales serán siempre el principio ejemplar de una sociedad convencida de los designios divinos que debe obedecer. Lo que muestra la televisión, en cuanto verdad revelada, es para Baudrillard más verdadero que lo verdadero, no es otra cosa que la revelación indiscutible de lo numinoso, una verdadera kratofanía.

La realidad, según este autor, se reduce simplemente a una preeminencia de la representación, al vaciamiento simbólico de la realidad a partir de unas estrategias de significación que no son otra cosa que las de la pérdida del sentido de la historia, de un mundo ausente pero pletórico de signos hipnotizadores (Sauret, 2001). Los medios, y en particular el discurso publicitario, son el terreno fértil de la simulación, del montaje acomodaticio, de la estratagema para la construcción de una realidad enfocada no al mundo real, sino a uno impuesto. Lo que se pretende es afianzar un determinismo ficticio apropiado a los intereses de quienes están detrás de cámaras moldeando la realidad (Bourdieu, 1997). No en vano

Publicidad y noticias constituyen así una misma sustancia visual, escrita, fónica y mítica cuya sucesión y alternancia al nivel de todos los media nos parece natural: publicidad y "noticias" suscitan la misma "curiosidad", la misma absorción espectacular y lúdica. Pues, tanto los publicistas como los periodistas son operadores míticos: teatralizan y fabulan el objeto o el acontecimiento. Lo dan "reinterpretado", en casos extremos, hasta lo construyen deliberadamente. Es preciso pues, si se quiere juzgar con objetividad todo esto, aplicarle las categorías del mito: éste no es ni verdadero ni falso, y la cuestión no es creer o no creer en él [Baudrillard, cit. en Sauret, 2001: 138].

Lo que verdaderamente hacen los medios en su labor mitológica es transformar la percepción de la realidad, condicionar por lo tanto las creencias respecto a ella en el receptor, gracias a la manipulación del contenido de los mensajes y al ejercicio de la abstracción de la realidad, sin recurrir jamás a la prohibición manifiesta. No imponen un hecho, sino que naturalizan un acontecimiento; producen toda una escenografía de creencias y valores que pasan por encima del fenómeno mismo y construyen una fabulación a partir de él. Lo importante en esta operación es eludir la actitud pensante, reflexiva, y basarse en posturas muy racionalizadoras o en la emotividad del momento, en la sugestión circunstancial, en la creación de una atmósfera de irrealidad propicia para la instauración de un "mundo feliz". Según Sauret (2001), las mitologías más racionalizadoras son las que empuñan más frecuentemente un mito tranquilizador, a la manera de pócima justificadora de aquello que per siguen las pre tensiones economicistas del neoliberalismo, es decir, la mitología de lo inevitable.

De la permanencia de los rituales instituidos por los medios y la publicidad se concluye que ellos vacían la capacidad de acción de los individuos y los someten a un peligroso juego de enmascaramiento; capacidad de acción que queda anquilosada en una pobre actividad ritual del sujeto espectador; enfriamiento ritual que deja como resultado una subjetividad sometida a un llano juego de emulación, difícilmente autoreferenciada y fuertemente sumisa, que alberga la ilusión de una acción que se complace en la reiterada labor del consumo o en el vano espejismo de parecerse a las vedettes de las pantallas. Para Baudrillard, aquí yace la desaparición de lo social a causa del desvanecimiento político, en virtud de una realidad que es sólo una realidad de acontecimientos, no de hechos, de

Acontecimientos más o menos efímeros porque ya no tienen ninguna resolución excepto en los medios de comunicación (donde tiene la "resolución" que dan las imágenes, donde están "resueltos" en alta definición), ya no tienen ninguna resolución política. Poseemos una historia que ya ha dejado de consistir en acción, en actos, [...] por el contrario culmina en una representación virtual; conserva un aire espectral de déja vu [Baudrillard, 2002b: 43].

A esto Baudrillard lo llama "el crimen perfecto", una historia contada en libretos acomodados previamente y ante la cual el sujeto político desaparece en calidad de actor para convertirse en un émulo espectral. El aquietamiento ritual10 producido por la excesiva mediatización deja a las sociedades en la condición de espectadoras en medio del tinglado de los hechos reales, acentúa la amnesia y reduce el pensamiento crítico frente a ellos, dispara la indiferencia y la insensibilidad ante los fenómenos sociales, detona una apatía política y genera un conformismo que se desgaja del hecho de ver a través de las pantallas la consolidación del mundo "innegable", a la manera de una representación, de la cual no se forma parte, pero con la cual no se puede dejar de soñar (Otálora, 2010).

 

Conclusiones

El paso acelerado en el último cuarto de siglo entre la sociedad disciplinar y la sociedad mediatizada enfrenta a las sociedades a nuevos retos y, por ende, a otras miradas sobre su quehacer. Las transformaciones que se dan en las propias estructuras de poder determinan un orden funcional de relaciones sociales diferente, en las cuales se ven reflejadas fuertes mutaciones en los distintos campos simbólicos del ser humano. Los procesos acelerados en los cambios tecnológicos están dejando una impronta en las mentalidades y en las estructuras sociales sin parangón en el pasado: necesidades materiales, imaginarios, ideales, sueños, valores y principios quedan ahora ligados a una cultura mediática y a un discurso publicitario que ya no habla sólo de los objetos, las marcas y los servicios, sino que se amplía a una forma de organizar las relaciones sociales a partir de los credos del mercado (Baudrillard, 2002a; Otálora, 2012). Los resultados de la operación son unos medios de comunicación en los cuales, de forma acrítica y allende la responsabilidad social, continuamente se hace una apología de la propiedad privada, de la competencia indiscriminada, de la constante acumulación, de la producción desenfrenada y del paroxismo del consumo; donde los problemas sociales de base se discriminan, se enmascaran, se ocultan o simplemente se trivializan.

La cibernética y en concreto la revolución digital han transformado el paisaje cultural de las sociedades en su avance sin límites y, por ende, han creado también otro proyecto de subjetividad (Guattari, 1998). El poder hipnótico de la televisión y de internet logran resultados que dejan sin sustento cualquier razonamiento a la hora de juzgar la pertinencia de los roles de quienes agencian la comunicación. Uno de los más caros objetivos de la industria cultural es invadir progresivamente el campo de la circulación de los significados para favorecer un sector económico que se hace cada vez más hegemónico y excluyente. Este hecho se liga a la posibilidad de reconocimiento y de prestigio que los medios se dan a sí mismos a través del totemismo mediático,11 es decir, por ese imaginario en virtud del cual se cree en la existencia de una zona reverencial, de la presencia de lo sagrado en el interior de las pantallas (Otálora, 2007). Es tan efectiva esta asunción imaginaria que la industria de la distracción pública está enmarañada en derroteros bien distintos y muchas veces adversos a los problemas sociales realmente apremiantes, y logra que tales problemas no sean tenidos como tales.

La cultura de masas pone en circulación un sistema de producción simbólica que abarca todos los rincones de la sociedad mediatizada, por un lado, gracias al uso de altas tecnologías de fácil acceso, compartidas dentro de unos propósitos aparentemente democráticos de información y, por otro, merced a una mistificación mediática como fuente de "revelación" del orden social. Dentro de su diversificación y expansión, los medios de comunicación maniobran de tal modo que generan un sistema de coerción anónimo pero muy efectivo, que logra prescindir de la fuerza como mecanismo de imposición ideológica y legal. Más bien, "La diversidad de los pueblos y de las culturas tiende a ser borrada por el auge de una cultura internacional de jeans y camisetas y chicles, de cuñas comerciales homogéneas, de espectáculos planetarios masivos, de noticias idénticas" (Ospina, 2001: 49).

Cada vez se hace más difícil cuestionarse y ejercer un pensamiento reflexivo y censor ante los tres atributos divinos de los mass-media: la ubicuidad, la instantaneidad y la inmediatez, los cuales fundan el actual orden mundial (Virilio, 1999). La dinámica de la sociedad de la información, esto es, de la nueva configuración mediática, cambia los intereses tanto de los sujetos como de los grandes conglomerados humanos gracias a un sistema de valores normalizado por una axiología de la imagen, volátil, en la cual al ternan corrientemente la sobreinformación y la desinformación, se sobreexpone lo obvio-trivializado y se oculta lo problemático que desestabilice o exponga el corpus moral a un juico público. Se debe cuidar la instancia maravillosa, el Deus oculto que ordena y sacramenta la realidad. Ante las nuevas formas de alfabetización dadas en los lenguajes digitales, los cuales a menudo escapan no sólo de su manejo didáctico sino de su capacidad valorativa, se plantean desafíos de gran envergadura que se incrustan en planteamientos profundos de política social.

Los medios de comunicación son el terreno fértil de la movilización de mitologías; en ellos y por ellos las mitologizaciones de las modernas tecnocracias logran calar en la conciencia de las sociedades civiles, que impasiblemente y en un estado de hipnotismo inducido aceptan su suerte e incluso la defienden (Chomsky, 2002). Los medios de difusión son los que deciden sobre la realidad de los hechos, los que maquillan o adornan la noticia, los que acuñan un principio moral de aprobación o reprobación a través del culto al objeto-fetiche y los que al final levantan en la conciencia del público una valoración teledirigida: suerte de adoctrinamiento mesiánico de alta performancia. Esta moderna pedagogía ha superado con creces la tradicional, frente a ella es cada vez más difícil desactivar tanto la sinergia del consumo como la visión de un mundo que es posible gracias a la competencia incontrolable, al saqueo de bienes naturales y culturales y al condicionamiento serial de los seres humanos.

 

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Virilio, Paul 1999 El Cibermundo, la política de lo peor, Cátedra, Madrid, 112 pp.         [ Links ]

 

Notas

* El presente texto se desprende del capítulo "Hacia una deontología del consumo. El desvanecimiento ritual, la muerte del sujeto político y la encrucijada de la sustentabilidad. Un análisis socio-antropológico y crítico del fenómeno publicitario", que forma parte de una investigación más amplia titulada "La responsabilidad social en publicidad. Una mirada desde la antropología social, la sociología, la filosofía y la contracultura publicitaria". Esta investigación se inscribe en la sublínea Publicidad y Sociedad, perteneciente a la línea de investigación Publicidad: Sociedad, Cultura y Creatividad, del programa de Publicidad de la Facultad de Artes y Diseño de la Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano, Bogotá, Colombia.

1 El mito, según Mircea Eliade, es una historia que narra ciertos acontecimientos extraordinarios, encarnados normalmente por seres sobrenaturales que, a través de sus gestas, ejemplifican un prototipo de comportamiento social. El mito es un logos, un saber que se transmite a través de la palabra narrada. El ritual es la acción que se desprende de ese saber en los actos de los émulos. Éstos simplemente repiten los actos de los héroes a través del ritual, que se vuelve el espacio de la praxis, en el cual la realidad se hace posible, donde los gestos heroicos se repiten a partir de lo que la narración señala. El rito introduce al individuo en la realidad mítica; en este sentido se afirma que el rito realiza al mito y otorga la posibilidad de vivirlo.

2 Según Cassirer (1996a), el mito y el rito forman parte de la religión. Tanto la narración de los actos ejemplares de los dioses o las gestas de seres maravillosos o nefastos, como la explicación del origen de un ser natural, una costumbre o de un utensilio, debe ser conocido por los creyentes, y actualizado con el paso del tiempo gracias a la emulación en el ritual. Ambos son fundamentales para la pervivencia del sentimiento religioso y para la eficacia de las Iglesias.

3 Traducción libre de Leonardo Otálora: "El mito jamás ha desaparecido por completo: él se hace sentir en los sueños, las fantasías y las nostalgias del hombre moderno, y la enorme cantidad de literatura psicológica nos ha acostumbrado a encontrar la grande y la pequeña mitología al interior de la actividad consciente y semiconsciente de todo individuo. Pero lo que nos interesa sobre todo es saber lo que dentro del mundo moderno ha ocupado la plaza central de que el mito goza en las sociedades tradicionales".

4 Aquí conviene subrayar que el uso de la expresión "sociedades tradicionales" no pretende ser un eufemismo o una atenuación de la inadecuada expresión "sociedades primitivas", sino que busca estar fuera de la discusión semántica que, en busca de cierta objetividad, quiere hacer alusión a aquellas sociedades que por lo general se relacionan con pueblos indígenas, comunidades tribales, sociedades rudimentarias, salvajes, premodernas, etcétera. Es menester dejar en claro que se refiere a aquellas sociedades que, en el pasado y en el presente, conservan una organización social sustentada en esquemas de vida previos y ajenos a los que encontramos en las sociedades llamadas modernas, como las que fundan su régimen económico en el predominio del capital en cuanto elemento creador de riqueza.

5 Bourdieu inicia su planteamiento desde la teorización de Victor Turner (1988) y van Gennep. Se interesa sobre todo por aquellos aspectos del rito de pasaje que tienen que ver con la función social del logro, con el reconocimiento de la sociedad por pertenecer o no al grupo de los elegidos a partir del éxito o fracaso en el ritual; esto gracias a la especificidad del iniciado y a la autoridad manifestada por quienes instauran dicho poder. Por tanto, existe una frontera que separa un antes y un después, que funciona para denotar un cambio de estatuto, una nueva condición existencial de quien accede a una marca de distinción a través del rito.

6 Barthes hace un análisis semiológico de los mitos que rodean a los objetos y las prácticas culturales, y muestra con elocuencia las creencias que se forman en torno a ellos, más allá de su valor funcional. En ese sentido, le da aliento al análisis del mito sobre realidades vinculadas a la sociedad de masas y en particular a la sociedad que consume sus propios valores para proteger su aura de legitimidad. Un detergente o un automóvil, en cuanto signos, revelan cada uno a su manera lo que la sociedad relaciona con su uso y posesión, a la vez que permiten ahondar en el manto de creencias que constituyen una moral diversificada por parte de la pequeña burguesía.

7 Disciplina de la cual no nos ocuparemos aquí y desde la cual no haremos ninguna aproximación interpretativa.

8 Cabe anotar que la percepción que tuvo Barthes de la Francia de los años cincuenta y sesenta surge del ilusionismo de prosperidad alrededor del culto al consumo de la sociedad pequeñoburguesa que evidenció Jorge Perec en su libro Las cosas.

9 Esto es que los medios de comunicación, en tanto fetiche, son reverenciados por el receptor común y, por esa razón, ayudan a "ordenar" tanto el cosmos moral como los imaginarios compartidos por el grupo, lo cual incide en todos los aspectos de la vida práctica. Los medios de comunicación indican lo que ha de ser considerado como bueno, bello, justo, así como sus realidades antitéticas.

10 Octavio Paz, en "El pacto verbal" (1990), destaca el papel de la comunicación en la sociedad. Ésta funciona precisamente cuando los sujetos hablan entre ellos, lo que da pie a un pacto no sólo social sino verbal. La guerra en la forma más acabada de incomunicación va en busca de una comunicación única, la del vencedor. El simulacro de sociabilidad nace cuando desaparece el interlocutor posible, cuando el otro no está en condiciones de decir y de crear. Lo propio acontece con la comunicación unidireccional de la publicidad. El medio televisivo en particular somete al espectador al rol de receptor pasivo, no dialogante, imitador de patrones, simplemente un ser "deseante". Como en la guerra, ante los medios de comunicación prevalece el vencedor, quien a su vez es el único que tiene la palabra. Paz agrega: "Hay una correspondencia muy clara entre cada sociedad y sus medios de comunicación. La discusión política en la plaza pública corresponde a la democracia ateniense, la homilía desde el púlpito a la liturgia católica, la mesa redonda televisada a la sociedad contemporánea. En cada uno de estos tipos de comunicación la relación entre los que llevan la voz cantante y el público es radicalmente distinta. En el primer caso, los oyentes tienen la posibilidad de asentir y disentir del orador; en el segundo caso, colaboran pasivamente, con sus genuflexiones, sus rezos y su devoto silencio; en el tercero, los oyentes –aunque sean millones– no aparecen físicamente: son un auditorio invisible" (Paz, 1990: 87). La internet pone otra vez a dialogar a los usuarios en los chats y las redes sociales como Twitter y Facebook. De nuevo se abre un espacio lo más parecido posible al ágora ateniense, punto de contrapeso a los medios tradicionales en manos de monopolios empresariales, pero pese a su efectividad, a que son un lugar libre para el medio-activismo y a sus variadas modalidades de resistencia civil, por un lado sus alcances son aún limitados y, por otro, no logran el rol totémico de la televisión.

11 No hay que olvidar que el televisor, al igual que el animal o la planta, bajo ciertas circunstancias se convierte en un orientador totémico. A través de sus señales se sabe qué decisiones se han de tomar una vez que se "tiene claridad" sobre el bien y el mal, lo justo y lo injusto, la gracia y la desgracia, lo fasto y lo nefasto, que aparecen como una verdadera epifanía moral revelada.

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