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Alteridades

On-line version ISSN 2448-850XPrint version ISSN 0188-7017

Alteridades vol.22 n.44 Ciudad de México Jul./Dec. 2012

 

Consumos culturales en América Latina. Balances y desafíos

 

La sociedad de los bienes signo y las políticas culturales: los nuevos desafíos. Algunas notas desde el caso chileno*

 

Society of sign goods and cultural policies: the new challenges

 

Pedro Güell**

 

** Centro de Investigaciones Socioculturales, Universidad Alberto Hurtado. Almirante Barroso 10, Santiago de Chile <pguell@uahurtado.cl>.

 

*Artículo recibido el 15/11/11.
Aceptado el 15/10/12.

 

Abstract

The text presents the challenges that new cultural dynamics in society set on cultural policies. Culture moves towards sign goods that release power from traditional institutions towards the industries of cultural goods, losing their traditional role in the production of symbolic stories for the integration, recognition and governability. This tendency is exemplified through an empirical analysis of the individuation and cultural consumption in Chile.

Keywords: cultural change, individuation, cultural consumption.

 

Resumen

El texto precisa los desafíos que las nuevas dinámicas culturales de la sociedad imponen a las políticas culturales. La cultura avanza hacia la producción de bienes signo abstractos, con lo cual el poder se desplaza desde las instituciones tradicionales de la cultura hacia las industrias del signo. Las políticas culturales tienden a subordinarse a este proceso mediante la producción de bienes culturales. Con ello pierden su rol tradicional en la producción de relatos simbólicos para la integración, el reconocimiento y la gobernabilidad. Se ejemplifica esta tendencia mediante el análisis empírico de la relación entre individuación y consumo cultural en Chile.

Palabras clave: cambio cultural, individuación, consumo cultural.

 

La "cultura" de las políticas culturales y la cultura de la sociedad

La "cultura" de las políticas culturales suele establecer una relación compleja con la o las "culturas de la sociedad". Hasta ahora, las políticas culturales –más o menos institucionalizadas y con ese nombre u otros– tienden a ser pensadas y ejecutadas como una selección o una reinterpretación de símbolos y procesos culturales de la sociedad con el fin de facilitar la integración social o el reconocimiento de la diversidad. A partir de ellos se construye una idea de nación, o la legitimación de la clase gobernante, la movilización del pueblo, la formación de ciudadanías o el reconocimiento de la diversidad de identidades. Entre la cultura de las políticas culturales y la cultura de la sociedad suele existir tensión. Ella es un efecto en parte inevitable de la función de integración que el Estado y los grupos dominantes le atribuyen a las políticas culturales, así como de los esfuerzos de los diferentes grupos sociales por obtener reconocimiento en el plano de la cultura oficial mediante la reorganización de sus identidades. Eso hace que las políticas culturales no sólo tengan una "cultura" propia, sino que además desplieguen una "economía política" en su relación con los procesos simbólicos de la sociedad. Un factor no desdeñable de esa tensión ha sido también la debilidad de las ciencias sociales para precisar lo común y lo diferente de aquello que acostumbra llamarse cultura en sentido antropológico o sociológico y la cultura de las políticas culturales.

Esta tensión y politización de la relación entre la cultura de las políticas culturales y los procesos culturales de la sociedad es muy antigua. El manejo de los bienes simbólicos por parte del Estado confines de integración, dominio o movilización puede reconocerse ya en la estrategia cultural empleada por el emperador romano Augusto para la renovación del imperio, y en la correspondiente crítica y movilización de símbolos por parte de sus oponentes (Zanker, 1990). Lo mismo puede encontrarse en el proceso de colonización de América y en el correspondiente uso, abuso y reinterpretación de las imágenes (Gruzinski, 1994), o en la guerra de Irak (Drechsel, 2005). Esa tensión parece haberse acentuado en la modernidad con el proceso de diferenciación funcional del manejo público de la cultura como ámbito de fines especializados organizado bajo los criterios de administración (Adorno y Horkheimer, 1986). Desde entonces, aquélla parece haber aumentado, no sólo por la diferencia de lógicas de funcionamiento entre la cultura de las políticas culturales y los procesos culturales de la sociedad, sino también por sus contenidos.

En sus inicios, las políticas culturales modernas estaban inspiradas en el ideal ilustrado de civilización del pueblo, la que se buscaba a través de facilitar o imponer el acceso de los individuos a los logros sublimes de la razón, tanto técnicos como artísticos. El universalismo de este ideal hizo que no pudieran llamarse políticas culturales, aunque lo fueran de hecho, pues de lo que se trataba precisamente era de superar aquello que se concebía como la particularidad e irracionalidad de las "culturas" mediante la universalidad de la razón (Gellner, 2005). Después de la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo luego de la fundación de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), las políticas culturales, llamadas ahora de este modo, se encargaron de hacer del ideal universalista de la humanidad, representado en los productos de la "alta cultura", un vehículo de acercamiento y entendimiento entre los bloques ideológicos que dividían el mundo de la guerra fría (Arizpe, 2004). Así, a la tarea nacional de la "civilización", las agencias internacionales agregaron a las políticas culturales la tarea mundial de la "paz" (Unesco, 1945). En lo que puede verse como una consecuencia de esta aproximación, se han expandido en tiempos recientes las demandas sobre las políticas culturales para que la "cultura" producida por ellas sea un espacio de reconocimiento de todas las diferencias, aquello que se ha llamado las políticas de identidad. En consecuencia, a las tareas anteriores ahora se les suma la de la gobernabilidad en el plano nacional (Yúdice, 2008).

Más allá de sus obvias diferencias de contenido, formas de gestión e intención política, las políticas culturales modernas han tenido hasta ahora ciertos rasgos recurrentes. El primero es su pretensión de constituir un plano de universalidad o de traductibilidad de las diferencias confines de integración social, sea en nombre de la civilización, la paz o la gobernabilidad, sea en el ámbito global, nacional o local. Esto se ha intentado mediante la constitución de ciertos objetos o símbolos como trascendentes o de valor universal –la "alta" cultura, la "identidad común" o "la ciudadanía"–, y a través de la creación de espacios, tiempos o relatos especiales donde puedan coexistir pacíficamente las diferencias como formando parte de una unidad –museos, festivales, lugares patrimoniales tangibles e intangibles y similares.

El segundo rasgo es que esta función de universalidad se ha visto reforzada por las crecientes dinámicas de especialización y diferenciación que exhiben las instituciones culturales del Estado, lo cual ha permitido que el rasgo trascendente de la cultura de las políticas culturales se verifique en la particularidad de su institucionalidad, la que se instala en una cierta relación de exterioridad respecto de la sociedad. Esto se expresa de dos maneras. Como exterioridad "hacia arriba"; es decir, frente a las otras esferas institucionales del poder, de las cuales se demanda neutralidad, tanto en nombre de la importancia de su objeto, como en nombre de la necesidad de darle espacio a todas las diferencias existentes en la sociedad. Pero también se construye una exterioridad "hacia abajo"; o sea, respecto de los procesos culturales de la sociedad, como las identidades, los grupos, sus historias, lugares y memorias. Esta exterioridad "hacia abajo" se plantea en nombre del carácter formativo de las políticas culturales; esto es, de la creación a través de la cultura de algo que no existe "abajo", sean conocimientos, infraestructura, sensibilidades, públicos, o lenguajes. En todos los casos, la afirmación de exterioridad, tanto "hacia arriba" como "hacia abajo", es parte de una estrategia corporativa de monopolización del circuito institucional de la cultura. Esto último contribuye a explicar por qué las políticas culturales tienen tantas aprehensiones frente a la institucionalización autónoma de su vida cultural por parte de los grupos sociales que se expresa en centros culturales, televisoras barriales, radios comunitarias o festivales autónomos.

Un tercer rasgo común es la idea de que hay cierta linealidad descendente entre las iniciativas impulsadas por las políticas culturales y los procesos culturales de la sociedad. Lo cual es efecto de la creciente influencia de la perspectiva tecnocrática, o de la "gestión", sobre el ámbito público de la cultura. En ella lo común es suponer que las políticas culturales tienen una significativa capacidad para provocar cambios intencionales sobre el proceso cultural de la sociedad. Uno de los efectos de esta perspectiva es que si se desea hacer cambios culturales en la sociedad o tener mayor impacto sobre ella, lo que hay que hacer es optimizar o "modernizar" las propias políticas. En la mirada tecnocrática, el proceso cultural de la sociedad, como cualquier otro proceso social, es una variable de pendiente de las estrategias de gestión de los especialistas institucionales. A modo de resumen de este punto, las políticas culturales han tendido a ser pensadas y operadas como un locus institucional específico, que produce un bien diferenciado –los llamados "bienes, infraestructuras y públicos culturales"– que tiene un efecto descendente, intencional y lineal sobre el proceso cultural de la sociedad. Esto es propio de la tendencia a la "gestionalización" –el fin es la optimización de los medios– y a la despolitización de las actuales políticas públicas (Güell, Frei y Palestini, 2009; PNUD, 2009).

Estas características de ciertas políticas culturales no pueden generalizarse sin más. En América Latina no hay un único modelo de políticas culturales ni de su relación con la sociedad (García Canclini, 1987; Nivón, 2006; Mejía Arango, 2009). Hay muchas variaciones en función del tipo histórico de construcción de la nación, así como de la forma específica de las relaciones entre Estado, sociedad y mercado. En América Latina, las peculiaridades reseñadas son observables más bien en aquellos países que tienden a concebir sus políticas culturales como un espacio cultural y políticamente neutral regido por criterios de gestión. Éste ha sido, tal vez de modo paradigmático, el caso de Chile posdictadura. Sin embargo, debe reconocerse que la despolitización y la "gestionalización" son tendencias al alza de las políticas culturales en muchos otros países de la región y puede verse en ello algo más que un desafío sólo para chilenos. De cualquier modo, las reflexiones siguientes se apoyan sobre todo en el caso chileno.

Las perspectivas del debate académico sobre las políticas culturales no han sido muy distintas de aquellas que inspira su implementación práctica. La parte más importante de la reflexión académica apunta a la constitución y legitimación del campo institucional de las políticas culturales, a sus procesos de gestión y financiamiento, a la identificación y formación de sus "gestores", a los procesos de diseño y evaluación de proyectos culturales, a la relación público-privado, a la cuantificación del consumo y del impacto económico, entre otros temas. Esta mirada más técnica parte del mencionado supuesto de la diferenciación y relativa relación lineal entre políticas culturales y sociedad, y tiende a inclinarse por la "neutralidad" de aquellas frente a la diversidad de la sociedad. Cuando se incluyen los temas de participación social suele considerárseles como un recurso adicional en términos de la gestión, como una contribución en el diseño, la implementación, la difusión y la evaluación.

En América Latina, sin embargo, siguiendo los trabajos pioneros de García Canclini (1987) y Martín Barbero (1987), también hay una importante tradición que se interroga por la relación problemática entre políticas culturales, dinámicas culturales de la sociedad y política. Allí el acento es crítico más que técnico. Se cuestionan los sesgos excluyentes e ideológicos de la institucionalidad, su carácter elitista, el descuido o invisibilización de las culturas populares, los procesos de reinterpretación cultural y las nuevas formas globales de dominación cultural. Frente a ello se propone recuperar las dinámicas culturales de los actores reales como objeto y sujeto de las políticas, ampliar su capacidad participativa e inclusiva, potenciar su capacidad de elaboración de los conflictos y diferencias culturales, y vincularla más estrechamente al proceso político haciendo de ellas un lugar del procesamiento de utopías sociales.

El análisis crítico de la relación entre políticas culturales, sociedad y política se ha hecho en muchos casos para proponer una relación distinta entre esos términos. No obstante, en múltiples ocasiones las propuestas reproducen de forma acrítica el supuesto de la autonomía de las primeras y de su impacto lineal sobre las segundas. Es indudable que la afirmación del carácter autónomo de las políticas culturales es en parte reflejo de un hecho empírico de las últimas dos décadas en América Latina. Puede constatarse una fuerte institucionalización y especialización de las políticas culturales. Asimismo hay que reconocer el impacto que ha tenido en la cultura la expansión de algunos derechos culturales, de la oferta y de la democratización en el acceso a la cultura promovido por las políticas culturales. Pareciera entonces que hay razones suficientes para pensar que las políticas culturales son un locus delimitado que se diferencia por la especificidad de su objeto –los bienes culturales–, por sus instrumentos institucionales y gestores. También pareciera razonable afirmar que, debido a su aparente capacidad para producir efectos predecibles sobre el proceso cultural de la sociedad, las políticas culturales debieran ser el objeto prioritario del cambio si se quiere avanzar a nuevas formas de relación entre la cultura de la sociedad y aquélla de las políticas culturales.

La aplicación práctica de esos supuestos ha dado algunos buenos frutos, y nada parece aconsejar echarlos por la borda. Pero ¿puede sostenerse hoy ese supuesto de especialización y relativa exterioridad de la cultura de las políticas culturales respecto de los procesos culturales más generales de la sociedad, de la política o del mercado? ¿Puede sostenerse la idea de su impacto descendente y relativamente lineal sobre la cultura de la sociedad? En este texto se propondrá que tiene lugar una transformación paulatina de las formas del proceso cultural de la sociedad, que ella tiende a dar predominancia a bienes signo cada vez más indiferenciados, y que los lugares clave de su producción, circulación, apropiación y atribución de significado se han desplazado hacia los individuos y hacia los sistemas diferenciados del mercado. Ello desafía a las políticas culturales y a las instituciones tradicionales de la cultura –Estado, Iglesia, familia, localidad, trabajo–, que ven debilitarse sus "lugares" y su eficacia y pasan a integrarse a nuevos circuitos, redes de actores y procesos de significación sobre los que poseen información y efecto limitado. Así, las políticas culturales se vuelven un momento más de una dinámica que las trasciende, por lo que no pueden pensarse ya como un locus privilegiado ni apelar a un control más o menos lineal sobre los efectos de los bienes que producen o hacen circular. Esto desafía las ideas de institución, planificación, impacto y participación y, sobre todo, desafía su idea misma de cultura. Esta hipótesis, por cierto, no tiene nada de nueva, a pesar de su insistente negación práctica por parte de los operadores de las políticas y por parte importante de los académicos. Ella recorre desde los primeros escritos de García Canclini (1987) sobre políticas culturales hasta los más recientes de Yúdice (2008), y tiene antecedentes en la teoría de la cultura en Adorno y Horkheimer (1970), Baudrillard (1981) y Lash y Urry (1998). Aquí se pretende especificar algunos de sus términos y aportar antecedentes empíricos provenientes del caso chileno.

 

Una nueva lógica cultural: la sociedad de los bienes signo

Uno de los puntos de partida de cualquier análisis de las actuales dinámicas culturales de la sociedad es la constatación de que hoy todo parece volverse cultural o, más en concreto, un asunto de producción e intercambio de signos, símbolos y significados. Esto no es sólo un giro en la importancia que las teorías le asignan a la cultura (Bachmann-Medick, 2006; Jameson, 1998), sino un giro en la forma en que se concibe la constitución cultural de la realidad social (Castells, 1996; Lash y Urry, 1998).

En la explicación de este fenómeno suele ponerse énfasis en que él es resultado de la debilidad de los Estados y del sistema político para asegurar la cohesión social en el plano estructural y del consiguiente desplazamiento de esa tarea al campo de la integración discursiva y simbólica (Yúdice, 2008). Desde esta perspectiva, el uso de la cultura tendría algo de ideológico o distorsionador respecto de los conflictos e insuficiencias en las realidades estructurales. Este énfasis, sin embargo, debe complementarse con la consideración de cuatro tendencias de cambio en la propia forma de organización estructural de la realidad social en el capitalismo global, las que dan a los medios simbólicos una nueva y central función. Ellas muestran que la relevancia adquirida por la cultura es mucho más que una compensación exterior frente a los problemas estructurales. Por el contrario, señalan que la estructura social, ella misma, se constituye cada vez más con componentes propiamente culturales.

La primera, y tal vez la más importante de estas tendencias, es el aumento de la complejidad y contingencia de la vida social. Esto significa que el sentido de la realidad deja de estar fijado de manera relativamente unívoca y estable a través de la articulación institucional de símbolos. A cambio de ello, en cada situación se presenta una gama cada vez más amplia, y muchas veces inesperada, de posibilidades de significación y acción, cuyo curso futuro, además, no puede ser anticipado con precisión (Luhmann, 1997; Beck, 1998). En esas circunstancias, buena parte de las imágenes predecibles del mundo basadas en combinaciones y significaciones estables de símbolos pierde su poder y utilidad. En una sociedad de alta contingencia lo que se necesita más bien son signos que operen como códigos informativos muy generales. Ellos hacen posible la multiplicidad de combinaciones e interpretaciones que requiere una realidad ambivalente (Bauman, 2005).

Ese tipo de signos permiten ordenar la realidad de manera poco específica mediante discriminaciones muy básicas –por ejemplo, pasado/presente/futuro, propio/ajeno, en moda/fuera de moda, conectado/desconectado, útil/inútil, correcto/incorrecto–. Ello abre un amplio espacio para hacer selecciones concretas y cambiantes entre las múltiples posibilidades de significación que están disponibles, tanto para elaborar criterios de decisión, como para dotarse de identidad o poder interactuar con los demás. En una sociedad de alta contingencia, la información requerida para las decisiones exige un alto grado de generalidad y abstracción y, al mismo tiempo, la ductilidad para ser especificada cada vez de nuevo en las distintas situaciones. Esto ocurre en la actualidad, por ejemplo, con el proceso de abstracción del dinero (Esposito, 2011). Ese proceso no sólo afecta a los individuos concretos, sino también a los sistemas e instituciones. Así, esa exigencia hace que, de forma progresiva, los sistemas y los individuos se transformen en promotores, intérpretes y especificadores de signos abstractos, como sucede con las marcas, la vestimenta, los lenguajes, los software, los ingredientes gastronómicos, los muebles.

La segunda tendencia de cambio es la individuación, la cual puede ser definida como el desplazamiento del centro de gravedad en la constitución de las identidades y proyectos biográficos desde las posiciones y relatos institucionales y estructurales hacia las propias elecciones y elaboraciones narrativas. Esto no significa que los individuos se liberan de la sociedad o que ésta se vuelve más débil. La individuación es un proceso socialmente condicionado y depende de soportes sociales (Araujo y Martuccelli, 2010), entre los cuales está la disposición de recursos simbólicos que son susceptibles de apropiación y especificación personal, sin dejar por ello de ser medios de comunicación con los demás. La formación de identidades biográficas con alto grado de singularidad y, al mismo tiempo, representable ante los otros, supone la capacidad para especificar signos. La individuación puede ser entendida precisamente como un proceso permanente de especificación de significados (Elias, 2000). En la actualidad ese proceso se apoya en la capacidad de combinar materiales provenientes de distintas fuentes que circulan por medios de las redes de las tecnologías de la información (García Canclini, 2004; Baker, 2003).

La tercera tendencia es la nueva forma del capitalismo basado en la información. Como han señalado Rifkin (1996) y Castells (1996), el capitalismo actual se basa menos en el trabajo y en la producción de bienes de uso y más en la aplicación intensiva de información para el desarrollo de procesos, la toma de decisiones y la interpretación de las demandas. Por una parte, la predominancia del capital financiero en el modelo de acumulación que caracteriza al "capitalismo informacional" exige el desarrollo de sistemas de signos de alta generalidad que permitan traducir hechos de una realidad en decisiones respecto de otra. Cuando llueve en China pueden bajar las acciones de empresas químicas en México, y cuando los jóvenes de Berlín comienzan a abandonar la moda de las zapatillas tenis puede existir una oportunidad en la industria ganadera en Brasil. Para interpretar y traducir estas situaciones, en apariencia inconexas, a la velocidad requerida es necesario un sistema de signos muy abstracto que pueda ser especificado en ambos extremos de la relación y haga posible la toma de decisiones. Por la otra, la producción actual se basa menos en la oferta de bienes y más en la satisfacción de la demanda. Ello hace que los productores sean ante todo productores de información sobre sus clientes. Las transnacionales del consumo –de cine o de autos– elaboran tipologías muy abstractas de los distintos consumidores –por ejemplo, la generación X, Z, Y– que luego son especificados en cada mercado. Es probable que sean esas empresas las que elaboran la mayor cantidad de información sobre comportamientos culturales e identidades sociales y los transformen en un sistema global de signos abstractos.

Una cuarta tendencia es la globalización. La circulación global de los capitales, la organización transnacional de la producción material y simbólica, así como la circulación a escala planetaria de signos, símbolos y relatos, aceleran y consolidan las tres tendencias anteriores. Por su base informacional, la globalización descansa sobre bases comunicacionales y signos. Uno de los rasgos propios de la dimensión cultural de la globalización es la permanente especificación local –particularización, reinterpretación o contestación– de aquello que se afirma como global (Robertson, 1992). Esto va desde la especificación local de las hamburguesas McDonald's (en Chile llevan palta), hasta las especificaciones del inglés o de los medialectos (o lenguajes de signos e íconos que circulan a través de las tecnologías de información), lo cual hace que la globalización sea una forma precisa de lenguaje y de dinámica lingüística (Hjarvard, 2004; De Swaan, 2001).

Esos cuatro procesos, junto a la tendencia a la desregulación de las instituciones, han dado paso a una nueva función de los medios simbólicos en el proceso cultural de la sociedad. Ellos ya no se hallan principalmente organizados sobre relatos sustentados de manera institucional, sino que se vuelven piezas hasta cierto punto independientes en su articulación y vinculadas sólo de modo muy general a los contextos institucionales y estructurales. De tal forma, cada individuo puede organizar su propio relato biográfico personal, y los sistemas e instituciones pueden organizar sus respectivas especializaciones y, al mismo tiempo, sostener el grado mínimo necesario de integración entre sí; aunque tanto para individuos como para sistemas el resultado se vuelve inseguro y cambiante. La descripción de este nuevo contexto es central para precisar que si bien hoy toda la realidad social parece volverse cultural, no se trata del mismo modo de cultura que se fundaba en los relatos institucionales. Todo se ha vuelto cultura, pero un tipo nuevo de cultura.

La tendencia de la nueva forma de constitución y dinámica de los medios simbólicos o cultura puede resumirse en la noción de bienes signo. A diferencia de lo que podría llamarse relatos culturales –caracterizados por la predominancia de sistemas simbólicos organizados en narraciones de validez colectiva apoyadas en instituciones formales e informales, situadas en contextos experienciales y espacio-temporales específicos–, los bienes signo se distinguen por su relativa descontextualización (Lash y Urry, 1998). Se trata de signos –valores, objetos, marcas, cuerpos, recuerdos– que pueden adquirir diferentes significados y ser parte de distintas organizaciones narrativas en diversos lugares y tiempos dependiendo de su forma de especificación y articulación. El bien signo adquiere mayor independencia precisamente para poder servir a los ejercicios individuales o sistémicos de especificación o autosimbolización. Así ocurre, por ejemplo, con la M de McDonald's o con el rostro estilizado del Che Guevara, signos que pueden simbolizar cosas distintas en diferentes contextos, aunque esa variabilidad tenga límites como efecto del poder y de las desigualdades. La predominancia del valor signo por sobre el valor simbólico es lo que hace posible su descontextualización. A ésta se suma la intercambiabilidad de los bienes signo y sus posibilidades de apropiación privada. Ellos pueden ser intercambiados por medios impersonales –el dinero, el derecho o el mérito– y pueden ser apropiados tanto por el productor (derechos de autor) como por el receptor.

Otra vez debemos relativizar la aplicabilidad de estas tendencias en América Latina. El aumento de contingencia en las relaciones sociales y en las significaciones y articulaciones de los signos está aquí aún limitado por el peso tanto de formas estructurales de exclusión relativamente estables como de formas de vínculo social y principios de legitimación muy arraigados en las instituciones de la vida social (Güell, 2012). Aquí los signos no pueden ser articulados de cualquier manera y su abstracción jurídica, monetaria o lingüística tiene límites. Hay que reconocer, por ejemplo, el peso de los vínculos sociales que corre paralelo con las definiciones formales de las instituciones y que tienen cierta capacidad de resistir las transformaciones o desregulaciones de éstas, como es el caso de la lógica de los favores frente a la lógica del mérito, o la predominancia de la familia como principio de legitimación frente a la idea de individuo, o de la desigualdad frente al derecho, o de las relaciones políticas frente al mercado (Barozet, 2006; Araujo, 2009; Mascareño, 2010). Ello, sin embargo, no impide reconocer el efecto de largo plazo que ya tienen en América Latina el mercado, la individuación y la globalización sobre los vínculos y legitimaciones prexistentes, así como sobre el nuevo modo de circulación de los medios simbólicos aun cuando no pueda interpretarse ese efecto a la luz de ninguna teoría lineal sobre el desarrollo (PNUD, 2002).

 

El poder de los bienes signo

La lógica de los bienes signo no anula la presencia del poder ni la producción de diferencias sociales, sólo tiende a cambiar su lugar y su tenor. La desigualdad en vez de desaparecer se acentúa, pero al mismo tiempo se intenta neutralizar en forma de espectáculo. Por ejemplo, los jóvenes excluidos pasan a ser una "tribu" más entre otras, caracterizada por su uso de los signos, sean tatuajes, vestimentas, música, bailes, grafiti o cuerpos. Los bienes signo se descontextualizan para posibilitar las recombinaciones que permitan constituir y representar cada vez con mayor intensidad las diferencias. Pero se trata de diferencias que no afectan la idea de igualdad de la sociedad de los bienes signo, antes bien la refuerzan: el igual derecho y el igual deber, tanto de personas como de sistemas, para combinar los signos como le convenga a sus necesidades de diferenciación. La promoción y reconocimiento de las diferencias en la sociedad de los bienes signo se basa en la indiferencia frente a su contenido, pues toma a todas como efecto del acto arbitrario y contingente de la especificación y articulación, donde lo único importante es la afirmación de la libertad para hacerlo (Marramao, 2009; Sen, 2006).

Como siempre, esa idea abstracta de igualdad es desmentida por las nuevas formas efectivas del poder. Ahora, éste no sólo se ubica en la producción o distribución de bienes de uso, ni en la producción de signos, sino en la capacidad y legitimidad diferencial de ciertos actores y sistemas para enmarcar y delimitar las posibilidades de uso de los signos. El poder de estas asociaciones simbólicas consiste en su capacidad para delimitar las formas de la individuación y las posibilidades de diferenciación e integración de los sistemas e instituciones a través de la indicación de lo incluido y lo excluido, del dentro y fuera. Más que relatos simbólicos, producen "escenarios" para la performación de narrativas contingentes, delimitando así el campo de juego. Un caso paradigmático lo constituyen las redes sociales informáticas que no "dicen" nada, pero enmarcan lo decible y su posibilidad de circulación. En esto resulta destacable el caso de Twitter, que enmarca lo decible a 140 caracteres y lo circunscribe a redes de emisores y seguidores. Al final, todos son iguales, pero unos son más iguales que otros a la hora de establecer y sustentar símbolos. El cambio radica en cuáles son hoy los lugares y actores que detentan esta capacidad diferencial, tales como las industrias culturales.

Lo anterior sugiere que debe pensarse de otro modo la idea de resistencia cultural a la colonización de los bienes signos. Si, como propusieron los estudios culturales británicos apoyados en Gramsci, la resistencia cultural se producía mediante apropiaciones y recodificaciones que permitían sostener los relatos sociales de los subordinados (Hall et al., 1980), ahora la de codificación y recodificación es el corazón mismo de la reproducción de la sociedad de los bienes signo: es ella la que subvierte y descontextualiza los relatos de los subordinados para apropiarse de sus significaciones. Como puede verse en el caso de las estrategias de mercadotecnia centradas en los trend seekers –expertos que recorren las calles en busca de jóvenes portadores de signos innovadores para copiarlos y proyectarlos en el mercado–, no son los jóvenes los que introducen subversivamente sus símbolos en la cultura oficial, sino que es ésta la que se les adelanta.

 

Las políticas culturales en la sociedad de los bienes signo

La abstracción, descontextualización e intercambiabilidad de los bienes signo, así como el desplazamiento de sus lugares de producción y circulación, alteran el lugar, la función y el poder de las instituciones clásicas de la cultura y de las políticas culturales. Ya no son el locus privilegiado donde se reelabora y procesa la dinámica cultural de la sociedad para los fines de integración, paz o gobernabilidad. Lenta, pero persistentemente, dejan de ser un lugar de mediación cultural y pasan a ser un eslabón en la cadena de producción, circulación y especificación de los bienes signo. Se puede sugerir la tendencia de las políticas públicas en algunos países a integrarse de manera subordinada a esa cadena. Esto ocurre ahí donde se afirma la idea de neutralidad, su desconexión de la deliberación política, su mercantilización. Con ello dejan de representar un lugar de deliberación y elaboración de narraciones simbólicas destinadas a servir de fundamento y legitimidad de las instituciones. Por el contrario, tienden a convertirse en un nodo más de la circulación de bienes signo o en un lugar donde se pueden exponer articulaciones específicas de signos cuya diferencia tiene el valor de la indiferencia. Quizá donde esta tendencia se resume mejor es en cierto empleo de la noción de bien cultural, la que puede entenderse como la operacionalización de los bienes signo en el campo de las políticas culturales.

Los bienes culturales parecen estar tan afectados como los bienes signo por abstracción, descontextualización e intercambiabilidad. Una pieza de alfarería indígena que se mueve por el mundo de la mano de los intercambios globales entre museos, descontextualizada de su proceso cultural concreto de origen, adquiere valor simbólico sólo como soporte de un montaje específico en relación con otras piezas elegidas de manera arbitraria. Puede ayudar a componer el relato de la diversidad, el del atraso técnico o el de la sensibilidad ecológica, relato que dura tanto cuanto dura su "montaje". Tal vez por causa de la nueva forma en que se constituyen los bienes culturales es que cada vez más el sujeto de su significado no son las comunidades e historias en las que ellos surgen, sino los "curadores" o los "gestores culturales", aquellos que componen relatos específicos para momentos particulares mediante la combinación de bienes signo. La identidad de una exposición remite cada vez más a la creatividad de su gestor. Se trata de "montajes de autor", de igual modo que una "cocina de autor" alude a la capacidad del cocinero para, sin pensarlo, combinar ingredientes con originalidad, y es él mismo quien se representa en el plato. Esto no sólo remite a objetos, como jarros o alimentos, sino también a bienes patrimoniales tangibles e intangibles. Una ciudad, una canción o un grupo de danzas tradicionales pueden operar como bienes signo en distintos relatos, y las políticas culturales muchas veces los promueven como tales.

Hay algo de opción política en esta tendencia de las políticas culturales a convertirse en productoras y operadoras de bienes signo. Pero no todo es intencional. Se trata también del efecto de procesos que las políticas públicas no controlan del todo. Suponer lo contrario sería atribuirles más poder del que tienen, y eso es precisamente lo que se está cuestionando aquí. En aquella tendencia puede verse además el efecto de procesos de cambios culturales muy poderosos, movidos por causas externas a las políticas públicas. Uno de estos procesos es, como se señaló, la individuación de las construcciones biográficas. Transformar las políticas públicas en un locus más entre otros por donde circulan bienes culturales del nuevo tipo tiene una "afinidad electiva" con la tendencia a la individuación.

No se trata de efectos causales directos, sino de una correspondencia de sentido y estructura que hace que lo uno sirva de soporte para el funcionamiento y expansión de lo otro (Weber, 1973). Esas afinidades electivas no se reducen a la relación entre individuación y políticas, ambas forman, a su vez, parte de un entramado más complejo y diverso de correspondencias entre los lugares y actores de la circulación de bienes signo. Así, como muestran los estudios empíricos en el caso chileno, la individuación no sólo está correlacionada con el consumo de bienes culturales, sino también con el mayor uso de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación –lugar privilegiado de la producción y circulación de bienes signo– (PNUD, 2006). Del mismo modo, las nuevas tecnologías y el consumo cultural están relacionados entre sí (Güell y Peters, 2010). Este entramado sin centro único de la producción, circulación y apropiación especificadora de los bienes signo es el hecho central que desafía a las políticas culturales, no sólo respecto de su poder y capacidad de incidencia, sino además respecto del tipo de sentidos y relatos simbólicos que pueden elaborarse en el mundo difuso y efímero de los significados en las nuevas formas de cultura que comienzan a observarse.

Para ejemplificar con mayor detalle este proceso de desdiferenciación e interpenetración entre los procesos culturales de la sociedad de los bienes signo y la función efectiva de las políticas culturales, y mostrar que él no es exclusivo de los países de alta modernidad, sino que se hace presente en algunas zonas de las sociedades latinoamericanas, en el apartado siguiente se describirá empíricamente el vínculo de "afinidad electiva" que hay entre los procesos de individuación y el consumo de bienes culturales en el caso de Chile. La hipótesis que guía el análisis de los datos indica que, si se controlan las principales variables sociodemográficas intervinientes, hay una correlación significativa entre el modo individualizado de construcción de identidad y el consumo de los bienes culturales ofrecidos por las políticas públicas. Ello puede tomarse como una prueba de que, por una parte, el proceso de individuación –que es efecto y causa de la sociedad de los bienes signo– encuentra un soporte para su despliegue en la apropiación de los bienes culturales y, por la otra, de que la oferta de las políticas culturales tiende a ser privilegiada por sujetos que construyen su identidad de modo individuado. Si se considera que esta preferencia se convierte en una señal que orienta la oferta de las políticas culturales, puede concluirse el efecto que las tendencias de las sociedades de los bienes signo tienen sobre la evolución y el impacto de las políticas culturales. En resumen, el análisis empírico es un antecedente que contribuye a discutir el supuesto habitual de que las políticas culturales son un locus diferenciado, con capacidad para construir de manera autónoma sus bienes culturales y para producir con ellos transformaciones lineales e intencionales sobre el proceso cultural de la sociedad. El análisis se apoya en los datos de la Encuesta Nacional de Participación y Consumo Cultural 2009, elaborada por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (CNCA) de Chile, cuyo detalle técnico se describe más adelante.

 

La afinidad electiva entre individuación y consumo de bienes culturales

La creciente institucionalización de las políticas culturales, su "gestionalización", así como la promoción del acceso igualitario a los bienes culturales han llevado a investigar la relación entre la estructura de la sociedad y las formas de consumo culturales de los individuos, lo cual ha sido conducido a través de la detección de correlaciones entre distintas formas de segmentación de la sociedad y las preferencias e intensidades del consumo de bienes culturales (Storey, 1999; Sunkel, 2006; Chan y Goldthorpe, 2010). Las hipótesis explicativas sobre esta relación pueden ordenarse por el mayor o menor grado de determinismo que atribuyen a la estructura social sobre el consumo individual, desde las tesis sobre la homología entre estructura y consumo (Bourdieu, 2002) hasta la de ausencia de relación o tesis de la individualización del consumo cultural (Chan y Goldthorpe, 2007). A diferencia de la, por error, llamada tesis de la individuación, que conduce a un concepto de individuación definido como ausencia de patrones de comportamiento socialmente condicionados, aquí se usa un concepto positivo y culturalmente específico basado en la orientación a la autonomía y en la descripción del curso biográfico.

Entre individuación y consumo en su forma actual habría una afinidad electiva, que consiste en que los actores individuados pueden encontrar una realización y un reforzamiento de sus orientaciones a la autonomía gracias a la posibilidad creciente de especificación que ofrecen bienes de consumo organizados bajo la lógica de bienes signo (Maguire y Stanway, 2005; Delhaye, 2006). Esto es, cada vez más hay disponibles en el mercado amplios recursos de composición biográfica abiertos a especificaciones múltiples de su significado. Al mismo tiempo, la ampliación y mercantilización de bienes biográficamente significativos se refuerza a medida que los individuos los demandan. Esta interdependencia se da también entre las políticas culturales y los públicos día con día más individualizados. Así ocurre una afinidad en un doble sentido: las políticas conforman a sus públicos –tema que ha ocupado un lugar central en los objetivos de las políticas– pero las tendencias agregadas de los públicos de individuos definen cada vez más las ofertas de las políticas.

La afinidad electiva entre individuación y consumo cultural no flota en el aire, sino que está enraizada en la estructura real de la distribución de bienes y oportunidades en una sociedad. Las elecciones y composiciones biográficas de los individuos se producen dentro del marco de las opciones que les están disponibles, las cuales están condicionadas por sus posiciones en los estratos de la sociedad. Esto significa que en sociedades desiguales, y en mayor o menor medida todas lo son, la individuación no es lo opuesto a la estratificación: ella es estratificada. En términos operacionales esto quiere decir que aun cuando hay una correlación con sentido propio entre individuación y consumo cultural, ella se realiza de manera específica según los estratos de pertenencia.

Para observar empíricamente la afinidad electiva entre individuación y consumo cultural se usarán los datos de la Segunda Encuesta Nacional de Participación y Consumo Cultural, realizada por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Chile en 2009. Es una encuesta representativa en el nivel nacional para mayores de 15 años, presencial y aleatoria en todas sus etapas, con un tamaño muestral de 4 000 casos. La muestra tiene un nivel de confianza de 95% y un error muestral de 1.5% (CNCA, 2011: 213 y 215).

Para medir el grado de individuación se usa una modificación del índice de individuación elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) de Chile en el marco de sus investigaciones sobre el papel de la subjetividad en los procesos de desarrollo (PNUD, 2002). Ese índice se apoya en supuestos teóricos congruentes con la noción de individuación expuesta con anterioridad. En la modificación se eliminaron dos ítems de la versión original para aumentar su consistencia interna. En la versión utilizada aquí, él se compone como índice aditivo a partir de las respuestas a cuatro preguntas de la encuesta de con-sumo cultural del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de 2009 (anexo 1). Se trata de un índice aditivo de cuatro variables cuyos valores van de 0 a 4. El índice resultante es estadísticamente consistente y significativamente discriminante respecto de las otras variables de la encuesta. Su composición arroja la distribución en la población nacional que puede observarse en el cuadro 1.

Para analizar el consumo de bienes culturales se usa el índice de acceso de consumo cultural propuesto por la canasta básica de consumo cultural (CBCC) (Güell, Morales y Peters, 2012), la cual se basa en la estructura común de las encuestas oficiales de consumo cultural de varios países latinoamericanos, y que a su vez es comparable con varios países europeos representados en la encuesta Eurobarómetro (Eurobarometer, 2007). El índice está compuesto por 15 bienes. En cada uno de ellos se identificó la población que manifestaba consumir un bien o servicio según el rango temporal propuesto en la encuesta y se recodificó como una categoría de presencia (1). El resto de la población, que expresaba no acceder a un bien o servicio cultural según ese rango temporal, se identificó con un valor de no presencia (0). Con estos datos, se realizó un índice aditivo cuyo rango se distribuye entre los valores 0 y 15. Con él se crearon tres grupos de acceso de consumo cultural. El primero, de nominado de acceso cultural bajo, corresponde a quienes accedieron entre 0 y 5 bienes y representa a 41.6% de los encuestados. El segundo, llamado de acceso cultural medio, se distribuye entre 6 y 10 bienes o servicios culturales y corresponde a 45.2% de los encuestados. Por último, el tercer grupo fue nombrado de acceso cultural alto, que accede de 11 a 15 bienes o servicios culturales y que representa 13.1% de la muestra.

Una primera aproximación a la estadística descriptiva muestra que existe un grado de correlación entre mayor individuación y mayor consumo de bienes culturales. A modo de ejemplo, del grupo de personas de consumo medio o alto, casi 30% tiene el más alto nivel de individuación, comparado con 15% en el grupo de consumo cultural bajo. En el otro extremo del grupo de personas de consumo medio o alto, alrededor de 8% tiene el menor nivel de individuación, mientras que en el grupo de consumo bajo casi 21% califica en el nivel más bajo de individuación. Estas diferencias son estadísticamente significativas.

Tal como ya se sugirió, la relación entre individuación y consumo cultural no existe aislada de otras fuerzas de estructuración social. En efecto, puede observarse una alta correlación entre el nivel socioeconómico (NSE) y el consumo de bienes culturales. Así, el grupo de consumo cultural medio o alto está compuesto en 25% por personas de NSE alto, mientras que en el grupo de bajo consumo estas personas representan menos de 5%. De igual modo, más de 50% de las personas en el grupo de bajo consumo cultural pertenecen al NSE bajo. Otras variables que afectan el consumo cultural son la edad y el nivel de educación. La edad está relacionada de manera negativa con el consumo cultural: los grupos más jóvenes tienden a consumir más los bienes medidos en el índice de referencia. La educación tiene una relación positiva y significativa con el consumo cultural, lo cual es notorio sobre todo para los grupos de educación superior. En cuanto a las diferencias por sexo, no son significativas. Esto es consistente con otros hallazgos empíricos para el caso chileno (Güell, Frei y Godoy, 2005).

La relación entre individuación y consumo responde a una afinidad electiva entre ambos, lo cual significa que ella es, en algún grado, independiente de otras variables y puede aislarse su efecto recíproco. Aun cuando la individuación parece tener una relación estadísticamente significativa con el nivel de consumo cultural, esta relación podría también ser explicada por el NSE, el que también estaría vinculado con un mayor nivel de individuación. En efecto, se puede observar que del grupo de personas calificadas con individuación alta, casi 80% pertenece a los NSE medio o alto, mientras que en el grupo de personas de individuación baja hay una alta concentración con NSE bajo. Esto podría estar determinando la relación entre consumo cultural e individuación.

Sin embargo, los datos muestran que la relación estadística entre individuación y consumo cultural se mantiene una vez que se controla el efecto sobre ella de las características socioeconómicas de las personas mediante técnicas de regresión. Para ello se estimó un modelo Probit, pues la especificación de la variable consumo cultural es dicotómica: igual a 1 si el consumo es medio o alto, e igual a 0 si el consumo es bajo. Una representación de los efectos de la individuación sobre el consumo cultural controlando el efecto de las demás variables se puede ver en la gráfica 1, la cual muestra la relación entre individuación y consumo cultural en un contexto de regresión. En éste se exponen los efectos marginales para cada categoría de individuación, dejando como base el nivel más bajo de esta variable. A medida que se agregan controles de las variables estructurales, la relación entre individuación y consumo cultural disminuye, pero se mantiene positiva, significativa y creciente.

Lo anterior muestra que en Chile la individuación, medida en sentido positivo y no residual, correlaciona positivamente con la intensidad del consumo cultural medido según el catálogo de bienes culturales contenidos en el índice de acceso al consumo cultural. Al mismo tiempo, la relación entre individuación y consumo cultural varía dependiendo de la posición de los individuos en los distintos órdenes de estratificación, tales como NSE, edad, sexo o educación. Es decir, si bien esa relación se realiza siempre en el marco de las posibilidades y oportunidades otorgadas por las posiciones socioeconómicas y demográficas de las personas, puede afirmarse la existencia de una relación autónoma y positiva entre individuación y consumo cultural, cuyo sentido se encuentra en grado importante en la afinidad electiva que hay entre individuación y bienes culturales en el contexto de la sociedad de los bienes signo.

 

A modo de conclusión

La correlación autónoma entre individuación y consumo de bienes culturales es un ejemplo del proceso de descentramiento que tiene lugar en las políticas culturales de Chile motivado por transformaciones en el contexto cultural más amplio. Aquellos individuos que construyen sus identidades a partir de la autonomía que se atribuyen para otorgar significados y valor tanto a sus decisiones como a sus consumos tienden a emplear más intensamente los bienes ofrecidos por las políticas culturales. Es decir, el significado atribuido a esos bienes está muy condicionado por referentes de identidad que son en parte autónomos de los significados que les otorgan las políticas culturales. Éste es uno de los factores que contribuye a descentrar las políticas culturales y a transformarlas en momentos de un proceso que ellas no controlan. Ese descentramiento no es unilineal –de las políticas hacia los individuos– sino que ocurre en un contexto más amplio de descentramientos múltiples que afecta a varios locus institucionales. Ese desplazamiento puede constatarse también, por ejemplo, en la relación entre las políticas culturales y las nuevas tecnologías de la información y la comunicación o entre aquéllas y las lógicas de la industria de la mercadotecnia.

Pero el ejemplo muestra además que ese desplazamiento no es hacia un espacio plenamente desestructurado y horizontal, donde cada individuo o institución opera desde la pura autonomía y autorreferencia. En primer lugar, la afinidad electiva entre individuación y bienes culturales está enmarcada en los campos más o menos amplios de la estratificación social. Tanto los tipos de individuación posible como el conjunto de bienes culturales al que pueden acceder los individuos están delimitados por capacidades que provienen de las posiciones estructurales. Pero ellas no eliminan el acceso a bienes signo ni el trabajo individual o grupal de especificación. En segundo lugar, ese trabajo está en marcado en los espacios y tiempos que las industrias culturales les ofrecen. Así, el descentramiento de las políticas públicas ocurre dentro de campos acotados por los escenarios ofrecidos y por las capacidades de especificación de los individuos y grupos reales. En tercer lugar, no sólo el trabajo de individuación está enmarcado por las segmentaciones sociales, también lo están los actores institucionales y corporativos, los cuales operan en un espacio delimitado por el poder y por las formas de control y captura de los mercados y de las instituciones. De tal suerte, la autonomía de los medios de comunicación, incluyendo internet, está delimitada por la concentración de sus mercados y por las alianzas políticas de sus actores.

Es cierto que el descentramiento de las políticas culturales hacia las dinámicas de la sociedad de los bienes signo tiene límites impuestos por las lógicas del poder y por la desigualdad en las sociedades respectivas. Ello, sin embargo, no desmiente la tendencia hacia el descentramiento de los procesos de significación y especificación de los bienes culturales. Esto indica que las políticas culturales no pueden pensarse más como un locus privilegiado en el procesamiento de los procesos culturales de la sociedad a través de efectos lineales sobre ella; se exige una crítica a la especialización y gestionalización tecnocrática de las políticas culturales que pretenden algunos. Pero, también, surge un desafío mayor: ¿cuál es entonces el campo de eficacia de las políticas culturales para la construcción de integración social en contextos de diversidad?

 

Anexo 2 

 

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