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Alteridades

versión On-line ISSN 2448-850Xversión impresa ISSN 0188-7017

Alteridades vol.20 no.40 Ciudad de México jul./dic. 2010

 

Lecturas

 

Santa Fe: ciudad, espacio y globalización

 

Reseñado por Angela Giglia*

 

Margarita Pérez Negrete, Santa Fe: ciudad, espacio y globalización, Universidad Iberoamericana, Puebla, 2010.

 

* Profesora–investigadora del Departamento de Antropología de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa <giglia.angela@gmail.com>

 

Santa Fe es una zona de rascacielos y edificios de diseños atrevidos que albergan las oficinas de muchas empresas transnacionales y viviendas de lujo en el poniente de la Ciudad de México. El libro de Margarita Pérez Negrete es un análisis interdisciplinario de esta zona de la ciudad, desde sus orígenes como proyecto urbanístico de vanguardia para la época en que se configuró –por lo menos en México–, hasta su realidad actual, conformada por una serie de claroscuros. Estos últimos tienen que ver principalmente con el contraste entre la promesa de un espacio moderno, global y eficiente y la realidad de un enclave de lujo que tiene serios problemas en cuanto a su vinculación con el resto de la metrópoli, a la gestión de su infraestructura y de sus escasos espacios públicos, y cuyo tejido social exhibe de manera estridente las profundas desigualdades que caracterizan a la sociedad mexicana.

En el plano metodológico, la autora nos muestra dos cosas muy importantes. La primera es que no existe realidad local que pueda ser estudiada de forma aislada, y la segunda es que hoy en día no es posible estudiar un objeto desde la mirada de una sola disciplina. Se trata de un libro escrito desde la antropología, pero en un diálogo constante con otras miradas sobre el espacio urbano. La autora se propone alcanzar un objetivo típicamente antropológico: entender cómo las prácticas sociales y los usos del espacio interpelan con su propia lógica la racionalidad del proyecto urbanístico y arquitectónico. En otras palabras, se pregunta hasta qué punto el espacio construido logra ser un generador de modos de vida más modernos y si es que consigue concretar los propósitos utópicos que se encontraban contenidos en el esbozo inicial de Santa fe, según el diseño de quien es considerado su creador y principal impulsor, el licenciado Juan Enríquez Cabot, uno de los representantes más importantes de la generación de tecnócratas que trabajó en el gobierno del país en el sexenio de Salinas de Gortari. Para responder a una pregunta como ésta, la mirada antropológica sobre los significados y los usos concretos del espacio es probablemente la mejor herramienta, pero no es la única que la autora utiliza, ya que el libro también ofrece, por una parte, una visión histórica sobre el proyecto, que resulta de gran relevancia para dar cuenta de los avatares de una idea, desde su primera concepción, impregnada de utopía, hasta las realizaciones concretas; y por la otra, un análisis de la relación entre la ciudad y ciertos procesos globales a partir de discutir distintas teorías sobre la globalización. Con ello el estudio de caso queda enmarcado dentro de un panorama de época, que es fundamental para entender la realidad local que se pretende revisar.

En lo que se refiere al análisis de campo, la autora coloca al objeto estudiado al centro de un contexto socioterritorial más amplio, en el que destacan diferentes actores y tipos de espacios desde los cuales el espacio de Santa Fe es puesto en perspectiva. De esta manera nos muestra lo que es Santa Fe a través de una polifonía de voces y a partir de la mirada no sólo de los proyectistas o de los habitantes ricos, sino también de la de aquellos que resultaron más bien como las víctimas de su construcción, porque fueron literalmente desplazados por la llegada de los grandes edificios, o por el simple –y dramático– hecho de haber visto cambiar su territorio sin poder decir ni hacer nada. Éste es el caso, por un lado, de los pepenadores –trabajadores que se ocupan de separar y reciclar la basura– asentados en los depósitos de desechos que fueron eliminados para dejar el terreno a la futura "ciudad global", y por el otro, de los habitantes originarios del pueblo de Santa Fe, quienes poco a poco fueron marginados de un espacio que desde siempre habían considerado como parte de su comunidad.

Las páginas dedicadas a reconstruir el proceso de progresiva marginación del pueblo de Santa Fe resultan particularmente interesantes. Se señala cómo en pocos años los habitantes del pueblo se hallan como extraños en lo que es –o debería ser– su propio lugar, precisamente porque este sitio está siendo objeto de intervenciones sobre las cuales no tienen control: primero la venta de las tierras comunales y las expropiaciones; luego la llegada de los basureros, y finalmente los grandes edificios, cuya construcción culmina en la creación de un lugar en el cual es imposible caminar a pie, donde casi no hay transporte público, y donde resalta un centro comercial de lujo al que no se atreven a entrar. El lector se pregunta si en estas nuevas condiciones los habitantes del pueblo sienten todavía que pertenecen a Santa Fe, o si no será más bien que el Santa Fe al que ellos pertenecieron simplemente ya no existe.

Si los habitantes originarios ya no se hallan en Santa Fe como en su casa, es legítimo cuestionarse cuáles otros habitantes se sienten "en su lugar" en un sitio como Santa Fe. Es decir: ¿para quiénes Santa Fe se ha constituido en un lugar de identificación y en un punto de referencia, si es que no de arraigo? ¿Quiénes consideran que pertenecen a Santa Fe? ¿Quiénes se sienten identificados con Santa Fe? ¿Y quiénes piensan que Santa Fe les pertenece? El libro ofrece interesantes respuestas a estas preguntas. Entre quienes se identifican con Santa Fe encontramos sobre todo a los frecuentadores del centro comercial con sus tiendas y restaurantes de lujo. Por ejemplo, una estudiante declara que cuando va a comer a Santa Fe "se imagina como que estuviera en Estados Unidos" (p. 162). Otra mujer dice que "siente bonito al estar cerca de la gente rica" y que así puede conocer las buenas marcas, y aun si no tiene el dinero para comprar, "le dan ganas de trabajar más, para tener más" (p. 147). Estas palabras nos hacen ver que Santa Fe posee un significado muy positivo como lugar de consumo vistoso y global. Podríamos decir que el valor positivo de Santa Fe reside en su capacidad para evocar otro lugar, probablemente uno imaginario, escenario ideal de una suerte de mundo perfecto del consumo global. Dicho de otra manera, para los sujetos que pueden identificarse positivamente con Santa Fe, éste se presenta como una especie de pasaporte hacia la idea de modernidad asociada con los procesos globales contemporáneos. Estar en Santa Fe los hace sentirse incluidos en estos procesos. En vez de sentirse dejadas al margen, estas personas piensan que estar en Santa Fe las hace ser parte de la modernidad en su última versión, es decir su versión global, representada por las arquitecturas soberbias, iguales a las que existen en otros sitios del planeta (y que por lo tanto nos conectan simbólicamente con ellos), y por las tiendas de lujo presentes en todos los centros comerciales del mundo. Utilizando la oposición propuesta por Manuel Castells entre la sociedad de los flujos y la de los lugares, es posible sostener que, al estar en Santa Fe, algunas personas se sienten conectadas a los flujos globales (los que gobiernan el dinero, la moda de las imágenes globales). En una época que valora al máximo la movilidad y el desplazamiento, Santa Fe evoca y escenifica la multilocalidad del mundo global como una suerte de antídoto para aquellos que temen quedarse relegados en un lugar del cual no puedan moverse. Hace que se sientan parte de los flujos globales, sea cual sea su significado. Por lo menos en este plan imaginario

Santa Fe ha cumplido con el propósito de ser un "espacio global". Evidentemente ésta es sólo una de sus facetas, la otra la constituyen la discriminación y la exclusión implicadas. Ya que Santa Fe invoca de inmediato la desigualdad, la expone y la representa en formas especialmente elocuentes pero también imprevistas. Sobre éstas la autora se detiene, de manera muy acertada, para captar cómo hacen uso del espacio los trabajadores de la construcción al comer y descansar en grupo en los camellones de las avenidas, o las decenas de empleados de las multinacionales que suelen comer parados en las aceras en unos puestos de comida móviles montados sobre vehículos. Estas prácticas del espacio público nos recuerdan que Santa Fe es parte de la Ciudad de México, y se traducen en un cuestionamiento implícito de la racionalidad del proyecto de Santa Fe como un conjunto de espacios privados y excluyentes.

El análisis antropológico de las prácticas de uso del espacio en Santa Fe permite evidenciar uno de los temas centrales del libro, que podríamos definir como la cuestión de los límites de la modernidad y la de los efectos imprevistos –y no deseados– de la modernización cuando ésta es impuesta según modelos que no necesariamente se adaptan a las realidades locales en las cuales pretenden incidir. El libro nos hace reflexionar sobre las muchas distintas formas de ser moderno y de producir la modernidad.

El proyecto de Santa Fe es un ejemplo muy ilustrativo de una cierta idea de modernidad, basada en la producción de un espacio concebido en la lógica de lo que hace unas décadas se llamaban "polos de desarrollo", es decir lugares pensados para convertirse en un imán para los inversionistas y las grandes empresas. El sobreentendido es que estas inversiones tendrán un efecto benéfico más allá del espacio en el cual se implantan. Como es bien sabido, no siempre sucede así, incluso lo más común es que el proyecto modifique el entorno, pero de un modo diferente al que se esperaba y para lo cual no se estaba preparado. Desafortunadamente el proyecto de Santa Fe no es el único en México orientado por esta lógica. De hecho lo podemos considerar como el descendiente de la ciudad turística de Cancún, que fue pensada como polo de desarrollo del turismo justamente por el padre de Enríquez Cabot, José Antonio Enríquez Savignac. No es ésta la sede para hacer una crítica exhaustiva de los polos de desarrollo en el país. Lo que es cierto, en el caso de Cancún por lo menos, es que estos lugares se convierten en terrenos casi privilegiados para estudiar los efectos –a veces catastróficos– del cambio sociocultural sobre las comunidades locales. Respecto al turismo, estos cambios han llegado a ser tan devastadores que ha nacido una nueva rama de la antropología –la antropología del turismo– que se ocupa de las relaciones marcadamente desiguales que surgen entre los turistas y los nativos que laboran en los nuevos desarrollos del turismo global.

De vuelta al tema de Santa Fe y a su posición en la historia del urbanismo, cabe señalar que el tipo de modernidad que se pretendió crear en esa zona, lejos de ser privativa de México, retoma la forma de concebir la modernidad en las ciudades de Estados Unidos, sobre todo en los grandes planes de reconstrucción de Nueva York después de la Segunda Guerra Mundial, cuyo principal impulsor fue el arquitecto y urbanista Robert Moses. Se trata de una manera de producir la ciudad moderna que –como bien lo nota Marshall Berman– está basada en la destrucción de lo que había sido la ciudad americana moderna del siglo XIX. En el siglo XX Moses echa abajo barrios neoyorquinos enteros –como el Bronx– para inaugurar un nuevo tipo de urbanismo, en el cual la ciudad central es abandonada en favor de un estilo de vida fundado en los suburbios, a los que se llega mediante la construcción de grandes autopistas.1 Recordar este periodo de la historia del urbanismo en Estados Unidos sirve para ubicar el caso de Santa Fe dentro de un contexto más amplio del cual forma parte: el de los intentos por imponer la modernización en distintas sociedades y momentos. Si en el Nueva York de los años cincuenta este proceso modernizador llevó a la destrucción de un barrio tradicional obrero como lo era el Bronx en esa época, en el México de los años noventa del siglo pasado quedó un hábitat destruido o literalmente dejado a un lado por el surgimiento de un proyecto como Santa Fe, heredero de toda una línea de pensamiento y de acción sobre las ciudades modernas y contemporáneas.

Cabe preguntarse si esta modernización es la única posible o si existen otras maneras de hacer una ciudad moderna. Las inquietudes contenidas en el libro de Pérez Negrete, al cuestionar el proyecto modernizador de Santa Fe, apuntan justamente en la dirección de este interrogante. ¿No habrá otra forma de ser modernos? También es menester inquirir si la modernidad debe ser a fuerza un proceso de destrucción y reconstrucción y si no hay otras estrategias o alternativas menos costosas. Una de ellas sería sin duda la de conservar en buen estado el entorno construido existente, en lugar de tirar y reedificar. Hacer que nuestras ciudades con sus infraestructuras puedan durar más tiempo y en buen estado, en vez de abandonarlas hasta que sean inservibles para entonces derribarlas y construir algo distinto, algo moderno.

En efecto existen ciudades en las cuales se logra conservar en muy buen estado el espacio habitable y la infraestructura de interés público hasta casi convertirlos en partes del patrimonio valorizado como bien común. Pero no se trata de un patrimonio inerte, que sólo deba ser conservado en un museo, sino de un patrimonio vivo, útil, que se puede continuar utilizando, siempre que se le trate con cuidado.2 El tema del mantenimiento y la gestión del espacio es central en el caso de Santa Fe, ya que hablamos de un territorio que no es administrado por las autoridades locales sino por una asociación de colonos. El libro de Pérez Negrete presenta todas las contradicciones y dificultades de esta anomalía, única en su género en la metrópoli. Puesto que Santa Fe es ya una realidad estable que sigue creciendo, y que es difícil pensar en lo costoso que sería demolerla para construir otra cosa, es natural preguntarse cómo y quién podría mantener en funcionamiento los enormes edificios inteligentes, las amplias vialidades y los pocos espacios públicos, que no se encuentran en muy buen estado. En realidad no es posible que un espacio de este tamaño e importancia sea administrado únicamente con los recursos privados de la Asociación de Colonos, por cuantiosos que éstos sean. No se trata sólo del costo, sino en general de todos los asuntos vinculados con la gestión y la reglamentación del espacio que hacen referencia al plano del orden normativo urbano. El libro tiene el mérito de dejar ver cómo este tema es trascendental para Santa Fe.

Por último, algo relevante que se extrae de la lectura de este interesante libro es que el espacio –y en especial el espacio construido–no puede ser entendido como un fenómeno aislado, antes bien tiene que ser considerado en su calidad de producto de ciertas relaciones sociales en cierto momento de la historia de una sociedad dada. A este propósito, la autora sostiene que "el significado de un espacio va más allá de los resultados de una planificación; el verdadero significado de un espacio lo van construyendo los grupos sociales a partir del papel que a cada uno le toca jugar en él" (p. 164). Entre estos actores habría que convocar obligatoriamente a los poderes públicos, ya no como simples "facilitadores" del mercado, sino con el papel que les debería ser propio: gobernar la complejidad pensando en el interés general.

 

Notas

1 Marshall Berman examina este tipo de modernidad en su libro Todo lo sólido se desvanece en el aire. Con este título el autor quiere llamar nuestra atención sobre un rasgo que considera característico de la modernidad: la compulsión por destruir para reconstruir, el afán de demoler para cambiar, para generar continuamente algo nuevo. Lo sólido se desvanece porque, desde una visión moderna, no tiene tiempo de durar ni consolidarse, tiene que ser derrumbado para ser remplazado por algo más moderno.

2 He visitado recientemente la ciudad de Gotemburgo (Suecia). Es una pequeña ciudad muy moderna donde se brinda una enorme atención al mantenimiento de la infraestructura, por ejemplo la red de trolebuses urbanos, que se remonta al siglo XIX: un transporte no contaminante, eficiente y poco costoso que sigue funcionando gracias a una política de cuidado cotidiano que se preocupa por hacer durar lo que ya existe.

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