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Alteridades

On-line version ISSN 2448-850XPrint version ISSN 0188-7017

Alteridades vol.20 n.39 Ciudad de México Jan./Jun. 2010

 

Diálogos

 

Identidad, creencia y realidad: temas posibles para una antropología freudiana

 

Identity, beliefs and reality: possible themes for a Freudian anthropology

 

Ricardo Falomir Parker*

 

* Departamento de Antropología, Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Av. San Rafael Atlixco núm. 186, col. Vicentina, 09340, México, D.F. <rfp@xanum.uam.mx>.

 

Abstract

The text examines the relationship between anthropology and Freudian psychoanalysis through a historical description of their mutual influences. The author argues that both cultural and psychological determinism have lead to a dead end in the dialogue between both disciplines. Some of the topics that anthropology and psychoanalysis have in common are outlined. By examining some of Freud's work, the author suggests how these could contribute to the study of anthropology and concludes that the dialogue between the disciplines can lead to their cross-fertilization, as long as they do not attempt to replace each other.

Key words: anthropology, psychoanalysis, identity, belief, otherness.

 

Resumen

El texto examina la relación entre la antropología y el psicoanálisis freudiano. a través de un recuento histórico de cómo ambos campos se han retroalimentado, se argumenta que el determinismo psicológico y el cultural han llevado a un callejón sin salida en el diálogo entre ambas disciplinas. Se delinean algunos ejes que la antropología y el psicoanálisis tienen en común. examinando varios textos de la obra de Freud, el autor sugiere algunas contribuciones que éstos pueden ha cer a la antropología, y concluye que ambos campos se enriquecen mutuamente mientras no intenten suplantarse.

Palabras clave: antropología, psicoanálisis, identidad, creencia, alteridad.

 

Introducción

La antropología trata, sobre todo, de las diferencias sociales, culturales, físicas, lingüísticas e históricas. En la tradición norteamericana, el problema y la pregunta por la diferencia son los que dan especificidad y crean los campos de especialidad para la antropología física, la antropología cultural, la arqueología y la lingüística. Otras tradiciones nacionales como la británica y la francesa circunscriben a la antropología a la dimensión sociológica del problema: al estudio de los diferentes sistemas sociales; recordemos que el fundador de ambas tradiciones, Emile Durkheim, definía a la antropología como la rama comparada de la sociología. Así, la diferencia, se ha vuelto el problema y la pregunta que nos confiere identidad disciplinaria –nos distingue de otros– y constituye una suerte de agenda temática. ¿Qué tan iguales y qué tan distintos somos física, social, cultural y lingüísticamente hablando?

Sin embargo, el problema de la diferencia no es sólo académico, también es político. En nombre de alguna diferencia, real o imaginaria, se han cometido los mayores crímenes y guerras de exterminio del último tercio del siglo XX (las guerras en la antigua Yugoslavia y Ruanda serían los casos más extremos y dramáticos).

Pero volviendo al campo científico y disciplinario, el problema de la diferencia tampoco es exclusivo de la antropología. En lingüística, un signo o un símbolo adquieren significado cuando se distinguen de otro signo o símbolo.

Para Sigmund Freud y el psicoanálisis, la diferencia también fue tema de muchos, si no es que de todos sus estudios y escritos. Freud se refirió tanto al problema de la diferencia intersubjetiva, es decir, a la di ferencia entre yo y el otro o nosotros versus los otros; así como a una dimensión intrasubjetiva, esto es, a la existencia de una diferencia en el interior mismo del sujeto. Para Freud, la diferencia o alteridad es interior al sujeto, es parte constitutiva de cada uno de nosotros; cuando el yo dice algo o piensa algo que lo sorprende o que lo inquieta podemos advertir la presencia de este otro que habla y que dice cosas que yo ignoro. El lapsus, el sueño, el síntoma, son las formas en que advertimos esta presencia des-conocida en nosotros. En este sentido podemos afirmar que Freud habla de una realidad psíquica y de un psiquis-mo que no agota el ámbito de la razón y lo consciente y de un sujeto psíquico que va más allá del yo. En Freud, el "pienso, luego existo" de Descartes, se vuelve "existo donde no me pienso" en ese álter u otro que me habita.

Freud gustaba decir –de manera un tanto vanidosa– que su teoría sobre la diferencia entre el mundo consciente y el mundo inconsciente constituía una herida narcisista equivalente a la que Copérnico y Darwin habían infligido a la humanidad: el primero por demostrar que nuestra casa, el planeta tierra, no es el centro del universo; el segundo por afirmar que el hombre, en cuanto especie del reino animal, está sujeto a las mismas leyes de evolución que un gusano o un dinosaurio; y él, Freud, por afirmar que el yo ni siquiera es el amo en su propia casa.

En lo que sigue quiero hacer una serie de reflexiones sobre temas antropológicos, pero, en compañía de Freud, entablar un diálogo entre algunos temas de la antropología sociocultural y el pensamiento freu-diano. Se trata de ver cómo nos puede ayudar Freud a pensar problemas antropológicos y no, como se intentó durante años con los peores resultados, de ofrecer explicaciones psicoanalíticas de problemas socio-culturales o explicaciones sociológicas de problemas psicoanalíticos. Ambos intentos fueron un rotundo fracaso y llevaron a ambas disciplinas a un diálogo de sordos.

Los problemas antropológicos a los que me referiré más adelante son el ya apuntado de las diferencias y la alteridad, las creencias y la relación de los humanos con la realidad. Pero antes, un breve recorrido por la historia de las relaciones entre la antropología y el psicoanálisis.

 

Un breve recuento histórico

Freud ha sido una fuente de reflexión e inspiración para muchos de los más importantes antropólogos del siglo XX, baste nombrar a Claude Lévi-Strauss, Victor Turner y, por intermediación de la lectura hermenéutica de Paul Ricoeur, a Clifford Geertz. Una de las primeras noticias de las referencias entre las disciplinas o sus practicantes fue la asistencia, en 1909, de Franz Boas a la conferencia de Sigmund Freud en la Clark University en Estados Unidos. En 1912, en su obra Tótem y tabú, Freud se refiere a las teorías sociológicas de Durkheim sobre totemismo. En 1920 y de nuevo en 1939 Alfred Kroeber escribe dos reseñas críticas sobre esa obra de Freud. A su vez, Freud alude a las críticas del antropólogo estadounidense en su libro Psicología de las masas y análisis del yo. Ernest Jones, biógrafo de Freud, relata el entusiasmo de éste en 1928 por los preparativos del primer trabajo de campo psi-coanalíticamente orientado de Geza Roheim a Australia y unas islas vecinas a las célebres Trobriand, para constatar los escritos sobre psicología primitiva de Bronislaw Malinowski y, sobre todo, retomar la discusión de éste con Freud en torno a las especificidades de la constelación edípica descritas por el etnógrafo.

Pero el entusiasmo de Freud y su pasión por los temas antropológicos no fueron bien recibidos entre los antropólogos. En Estados Unidos, la antropología bajo el dominio de la perspectiva boasiana y su relativismo cultural llevaron a sus discípulos agrupados en la escuela de "cultura y personalidad" a confundir y creer que la diversidad cultural invalidaba la posibilidad de pensar en términos de una estructura psíquica invariante. Boas escribe en el prefacio a la obra de su pupila Margaret Mead:

Cuando hablamos de las dificultades de la niñez y la adolescencia, pensamos en ellas como en períodos inevitables de adaptación por los cuales deben pasar todos. El enfoque psicoanalítico está ampliamente basado en esta suposición [...] El antropólogo duda de lo correcto de estas opiniones [...]. Los resultados de su empeñosa investigación -de Mead en Samoa- confirman la sospecha largamente alimentada por los antropólogos, acerca de que mucho de lo que atribuimos a la naturaleza humana no es más que una reacción frente a las restricciones que nos impone nuestra civilización (Boas, 1972: 32-33).

En la antropología inglesa, tan ligada al nombre de Malinowski, las cosas no eran distintas: también se pensaba que la plasticidad y diversidad cultural invalidaban toda generalización teórica sobre el funcionamiento del aparato psíquico. Sobre esta confusión versan los alegatos de Malinowski contra la teoría freudiana del complejo de Edipo y su universalidad, al creer que la teorización de Freud era válida quizá para la sociedad patriarcal centro-europea de su época, pero equivocada en el caso de la familia matrilineal de la Melanesia. Suponían que el complejo de Edipo se derivaba de la forma de familia y no, como afirmaba Freud, de la manera en que, en cuanto especie, humanizamos la sexualidad y, como muy bien lo entendió Lévi-Strauss, ¡qué mejor forma de humanizar algo que imponiendo una regla: la de la prohibición del incesto!

Me parece que el motivo de los desencuentros ha sido tratar de supeditar un ámbito de la realidad al otro; es decir, tratar de explicar la diversidad cultural a partir de la estructura psíquica invariante (determinismo psicológico) o, por el contrario, suponer que la diversidad cultural invalida toda estructura psíquica invariante (determinismo cultural). Si bien ambas realidades, la cultural y la psíquica, se construyen en relación una con la otra y son indisolubles, constituyen dos realidades irreductibles. Los problemas entre ambos campos disciplinarios han surgido cuando se ha pretendido explicar uno a partir del otro o creer que uno determina al otro.

Años después y desde la sociología, Talcott Parsons intentó establecer puentes entre su disciplina, la antropología cultural y el psicoanálisis, y si bien su intento tuvo el mérito de diferenciar y distinguir que se trata de dimensiones interrelacionadas pero independientes y no subordinadas una a otras, hay dos discrepancias radicales entre su perspectiva y la de Freud. Me detengo a comentarlas porque no son sólo privativas de un sociólogo, por más famoso que sea, sino quizá de muchos practicantes de la antropología y la sociología hasta hace apenas unos años. Me refiero a una diferencia epistemológica y otra teórica.

La primera tiene que ver con el concepto de realidad con el que trabaja cada uno. Parsons se refiere a una realidad relacional, interpersonal, intersubjetiva (yo-álter); Freud otorga prioridad "a la interpretación conjetural de lo intra-psíquico en su articulación con lo ínter-subjetivo" (Green, 1992: 92).

Desde la famosa formulación de "ya no creo en mi neurótica", de 1897, cuando intenta explicar la recurrencia de relatos de seducción en voz de sus pacientes mujeres, la "realidad" con la que trabaja el psicoanálisis no se refiere al trauma que la persona sufre o la agresión exterior, sino la huella psíquica que queda de la agresión. La forma de tener acceso a esa huella es por vía de "la conducta relatada por el sujeto en primera persona al psicoanalista, en tanto que repetida, refractada, negada, distorsionada, etc., por la propia conducta relatante" (Suárez, 1989: 165-166).

El resultado de ambas diferencias se traduce en dos concepciones muy distintas de lo que es para cada autor, y quizá para las dos tradiciones, el sujeto. Mientras que Parsons habla de un sistema de personalidad para referirse a una acción motivada desde la razón y a una persona referida a un yo, Freud habla de una realidad psíquica y de "un psiquismo que no agota el ámbito de la razón y lo consciente y a un sujeto psíquico que va más allá del yo" (Green, 1992: 92).

Para Parsons, la personalidad constituye un sistema y como tal supone un nivel de integración y relaciones entre sus partes, una mínima coherencia. En Freud, partimos de la premisa más fundamental de un sujeto escindido por la barra de la represión, diferenciando los contenidos de la actividad psíquica en consciente e inconsciente.

El conflicto es constitutivo del ser, es su condición habitual, su forma de estar en el mundo; es la causa de la escisión (spaltung) entre el yo y un grupo incompatible de representaciones y lo que lleva a Freud a reconocer durante toda su trayectoria teórica a la represión como "la piedra angular del edificio analítico". Contradicción, desconocimiento, conflicto, son todos atributos del sujeto, de todo sujeto para Freud; quizá la formulación más sintética de esta idea central en su pensamiento sea la que "pretende demostrarle al yo que ni siquiera es el amo en su propia casa" (1916-17: 261).

Por fortuna, y dados los cambios registrados en las dos disciplinas durante los últimos 20 años, hoy nos encontramos en una situación mucho más favorable para construir puentes entre ambas tradiciones. Felizmente, el llamado "psicoanálisis aplicado" ha reconocido sus límites y moderado su voraz y en ocasiones irreflexiva "máquina interpretativa". Por parte de la antropología, los cambios de orientación en los estudios sobre cultura pensada ya no como "cosas y hechos" sino como representaciones y símbolos, abren una enorme posibilidad de colaboración interdisciplinaria. Además de que ambas disciplinas se interesan por la alteridad y la diferencia, como se apuntó líneas arriba, hay que recordar que las dos trabajan con representaciones (colectivas e individuales) condensadas en símbolos (públicos y privados) y exteriorizadas, comunicadas y compartidas colectivamente en formas rituales. También en ambas, la palabra y la escucha aparecen parafraseando a Freud como "la vía regia" al conocimiento de este mundo representacional.

Un puente importante de articulación entre las dos disciplinas es lo que Geertz llama el dilema fundamental de la teoría antropológica y que se refiere a relacionar los elementos invariantes de la naturaleza humana y de los sistemas sociales con la plasticidad de las formas y contextos culturales. La antropología psicoa-nalítica ha jugado un papel destacado en este problema al poder pensar los elementos fijos que intervienen en la constitución del psiquismo humano, pero dentro de contextos culturales específicos y variables.

Un ejemplo que ilustra la tensión entre procesos universales y plasticidad cultural es el que ofrece Needham (1963) en su introducción crítica a la obra de Durkheim y Mauss Primitive Classification cuando advierte la confusión de los autores entre el contenido social de las representaciones colectivas -que, por supuesto, son variables, histórica y culturalmente hablando- y la capacidad innata de la mente humana de construir representaciones.

Otro ejemplo que apunta en esta dirección es la formulación de Melford Spiro (1982) sobre la naturaleza universal de la estructuración edípica y la variabilidad cultural de su intensidad, resolución y contenidos representacionales.

Por parte de la antropología cultural asistimos a una especie de rescate de la subjetividad humana como dimensión fundamental de toda tarea interpretativa de significados. La idea de un person centered ethnography también abre múltiples puentes de intersección entre las dos disciplinas. La obra del antropólogo Gananath Obeyesekere medusa's Hair (1981) es la que mejor ilustra esta tendencia y sus posibilidades. El libro estudia el caso de mujeres ascetas en Sri Lanka que regularmente asisten a un santuario hindú-budista y que en estados de trance caminan sobre brasas ardientes. Además, su cabello se ensortija en grandes ras tas que cuelgan por sus espaldas. A raíz del simbolismo del cabello, el autor polemiza con Edmund Leach y su célebre ensayo sobre "Cabello mágico" y propone la interrelación entre la dimensión personal y psicológica del símbolo y su uso e interpretación pública, colectiva y cultural.

Así pues, son los sujetos sociales los portadores de significados culturalmente construidos pero subjetiva y personalmente interpretados y vividos. De la misma manera que la percepción y la memoria son selectivas y suponen un proceso continuo de interpretación, todo significado, representación y símbolo culturalmente compartido, tiene una inscripción y una apropiación única, selectiva y cambiante en el psiquismo humano.

La especificidad de estos procesos remite no sólo a los contextos culturalmente compartidos por los actores sino a la experiencia singularmente vivida por cada uno de ellos. De forma simplificada pero quizá más gráfica podría decirse que todos los mexicanos conocemos la representación religiosa de la Virgen de Guadalupe, pero no todos incorporamos este símbolo del mismo modo.

En lo que sigue quiero referirme a lo que considero constituyen dos problemas de enorme importancia para ambas disciplinas y donde el diálogo entre ellas promete ser fructífero: el mundo de las creencias y la construcción de las identidades.

 

Sobre creencias y verdades

En un lapso de unos cuantos años han aparecido en revistas mexicanas de antropología y ciencias sociales tres números temáticos dedicados al racismo: desacatos (núm. 4, verano de 2000), Nueva antropología (núm. 58, diciembre de 2000) y estudios Sociológicos (vol. XII, núm. 34, enero-abril de 1994). Sería pretencioso hacer una reseña del contenido de las tres, si acaso de una, pero ésa no es mi intención.

Lo que me interesa es destacar y problematizar una suerte de premisa que atraviesa los textos de las tres publicaciones y que pudiera formularse así: puesto que las creencias que afirman postulados racistas son falsas, una tarea urgente de las ciencias sociales es combatir y hacer evidente su falsedad. Es claro que se trata de una labor urgente pero también difícil. Según este supuesto, parecería que los humanos somos unos racionalistas innatos que operamos en el mundo a partir de premisas fundamentadas en la experiencia y la razón y que el miramiento por los signos de realidad es el principio supremo que guía nuestra vida cotidiana y que nos hace aparecer como una especie de Copérnico en ciernes, o un Newton en búsqueda de leyes, causalidad y principios universales. Pienso que nada de eso tiene fundamento. Por el contrario, considero que nuestra relación con la realidad es terriblemente problemática, y nuestra relación con las creencias lo es aún más. Creemos, no porque nuestras creencias sean o no verdaderas, aunque suponemos que lo son; su fuerza no proviene de la razón ni de la experiencia. Entonces, ¿de dónde proviene su fuerza, su persistencia, su relación tan problemática con la razón y la experiencia?

En su famosa obra el porvenir de una ilusión (1927) Freud (1988b) se pregunta sobre el origen y fuerza de las creencias religiosas y al respecto comenta:

no son decantaciones de la experiencia ni resultados finales del pensar; son ilusiones, cumplimientos de los deseos más antiguos, más intensos, más urgentes de la humanidad, el secreto de su fuerza es la fuerza de estos deseos (Freud, 1988b: 30).

Párrafos adelante aclara lo que es una ilusión:

una ilusión no es lo mismo que un error; tampoco es necesariamente un error [... ] Lo característico de la ilusión es que siempre deriva de deseos humanos [...] Llamamos ilusión a una creencia cuando en su motivación esfuerza sobre todo el cumplimiento de deseo; y en esto prescindimos de su nexo con la realidad efectiva [...] (Freud, 1988b: 31).

Es decir, la creencia en Freud y su realidad no se derivan de su contenido literal, por lo que no se trata de una falsa o cierta interpretación de la realidad. La creencia se fundamenta en una realidad psíquica, en su relación con la fuerza de los deseos y por eso su escaso miramiento a la "realidad exterior".

Algo muy parecido encontramos en las reflexiones de Evans-Pritchard sobre los azande y en Geertz sobre la religión del islam. La creencia en brujería, magia y oráculos, por ejemplo, se sostiene, dice Evans-Pritchard, entre otras razones, porque

...no hay incentivo para el agnosticismo. Todas las creencias encajan y si el zande perdiera su fe en el exorcismo, igualmente tendría que renunciar a sus creencias en la brujería y los oráculos [... ] En esta tela de araña de creencias, cada hilo depende de otro hilo, y el zande no puede salir de sus redes porque éste es el único mundo que conoce. La tela de araña no es una estructura externa en la que se encierra. Constituye la textura de su pensamiento y él no puede pensar que su razonamiento esté equivocado (1976: 193).

Recordemos también que el trabajo de Evans-Pritchard tenía como uno de sus objetivos más importantes polemizar con Lévy-Bruhl y rebatir sus tesis sobre la prerracionalidad del pensamiento primitivo. Al respecto señala:

Y sin embargo los azande no se dan cuenta de que sus oráculos no les dicen nada. Su ceguera no es debida a la estupidez, pues demuestran un gran ingenio –y no "ingenuidad" como dice la traducción de Anagrama– en la forma de explicar los fallos y las inexactitudes del oráculo del veneno y no menos agudeza experimental en las comprobaciones [...] ellos –como nosotros– no pueden razonar fuera ni en contra de sus creencias porque no tienen otro lenguaje en que expresar sus pensamientos (1976: 314).

Para la antropología, la fuerza de la creencia radica en su existencia como sistema interrelacionado de ideas y pensamientos y por cuanto no constituyen los objetos externos sobre los que pensamos, sino los elementos o herramientas con los que pensamos. Por eso, y en ello coinciden Freud y Evans-Pritchard, la realidad exterior es derivada y secundaria con respecto a la creencia y no lo que informa o constituye a la creencia.

Geertz, reflexionando sobre el islam y la singularidad de las creencias religiosas, afirma que las creencias, y en especial las religiosas, no emanan de la experiencia sino que la anteceden, es decir, son anteriores a ella, la organizan de manera inteligible y le confieren sentido a la vida. Apunta que:

La característica principal de las creencias religiosas, en la medida en que se oponen a otros tipos de creencias, sean ideológicas, filosóficas, científicas o de sentido común, es que se consideran no en tanto que emanan de la experiencia [...] sino en tanto que la anteceden. Para aquellos que las sostienen, las creencias religiosas no son inductivas; son paradigmáticas. El mundo [...] no proporciona evidencias de su realidad, sino ilustraciones de ésta (Geertz, 1994: 124).

Otra característica de las creencias es que son perfectamente compatibles con las verdades científicas, filosóficas o políticas; es decir, los seres humanos tenemos la sorprendente habilidad para acomodar en nuestras mentes la creencia en el Génesis y ser biólogo especialista en estudios evolutivos, o ser a la vez un científico riguroso y un practicante de la as tro logia. Casi cualquier "mezcla" es posible.

Quizá por eso las creencias son tan refractarias al cambio, porque aun modificándose las condiciones de vida, la propia cotidianidad o la experiencia vivida, la creencia mantiene una relación muy peculiar con la realidad exterior.

Freud vuelve todavía más interesante el problema al considerar la posibilidad de creer incluso sabiendo que lo que se cree no es cierto. A este mecanismo psíquico lo llamó renegación, para diferenciarlo de la simple negación, que alude a la imposibilidad de admitir en la conciencia un hecho evidente. En cambio, la renegación es "un modo de defensa consistente en que el sujeto rehúsa reconocer la realidad de una percepción traumatizante" (Laplanche y Pontalis, 1981: 363). Lo sorprendente es que se trata de un proceso psíquico que, al tiempo que admite la percepción de un hecho de la realidad exterior, se niega en el nivel inconsciente; de ahí el doble enunciado: a) "lo sé" y b) "pero aun así, no lo creo".

Entonces, lo que para los individuos y grupos humanos parece ser imperativo es vivir en un mundo pensado, uno habitado por la palabra, un mundo donde desde las creencias se pueda dar cuenta de nuestro estar en él. Se sostienen las creencias porque de ellas nos sostenemos, constituyen esa "retícula de significados" que le confieren forma y sentido a nuestras vidas.

 

Identidades y alteridades: el yo como pregunta y el otro como problema

Quizá una de las creencias más persistentes, más "necesarias" y más importantes sociológica y psíquicamente hablando es la que afirma un nosotros en oposición a otro. Tan necesaria como problemática para el psicoanálisis y la antropología.

Para la teoría psicoanalítica, tanto la conciencia del yo como del otro son logros, construcciones que ni resultan espontáneas ni naturales. El yo como conciencia de mi ser separado del otro es una conquista; según André Green, es:

uno de los logros de Eros haber alcanzado esa unificación de una psique fragmentada, dispersa, anárquica, dominada por el placer de órgano de las pulsiones parciales antes de concebirse, al menos en parte, como un ser entero, limitado, separado. ¡Pero cuán cara se paga esta conquista de no ser más que yo [...] de no poder ser el Otro! (1986: 25).

Este proceso de adquisición de una conciencia de ser un yo separado del otro sucede simultáneamente con el surgimiento en mi conciencia del otro; se trata de procesos paralelos, ya que no se da uno sin el otro, a tal punto que, para Lacan, y como antropólogos habría que agregar que también para los nuer, el yo y la identidad nos viene del otro y de la situación y el contexto en los que me encuentre: quién me lo pregunta y dónde estoy parado, le confieren al yo y a la identidad esa cualidad tan jabonosa, imaginaria, especular y, por ello, situacional y relativa; tan desconcertante incluso para algunos antropólogos y psicoanalistas que sostienen la idea de un yo coherente y armónico y una identidad fija y trascendente.

Su "adquisición" es siempre problemática, porque la existencia del otro hace evidente una distancia, un hueco entre el yo y ese otro. Ese primer otro es o suele ser la madre o quien ocupa el lugar de la función madre, esa función de portavoz. Esa distancia, ese límite, ese borde es, desde entonces, irreductible, nada podrá colmar ese vacío, ni llenar ese espacio o borrar ese límite o ese dolor, "dolor singular cuya causa no es una pérdida sino el vértigo de la distancia con el otro" (Chamizo, 1998: 23), de tal suerte que la ilusión de ser uno con el otro desaparece.

Los grupos humanos también tienen dificultades para relacionarse con la alteridad. Tan pronto la advierten, intentan conjurarla, generalmente subrayando las diferencias y construyendo sobre su base jerarquías, órdenes, rangos.

En ambos casos, tanto para los individuos como para los grupos humanos, la alteridad es problemática. Para los individuos, la distancia irreductible con el otro semejante, para los grupos humanos, la diferencia con el otro. Distancia y diferencia remiten siempre a la dimensión del otro, a la alteridad. Distancia intersubjetiva y diferencia intergrupal, dos formas de la alteridad que exigen, que imponen, trabajo: cómo pensarlas, qué hacer con ellas, cómo conjurarlas, cómo exaltarlas. Ambas son amenazantes, cuestionan certezas, derrumban ilusiones, centralmente, revelan el carácter artificioso del nosotros como uno o del nosotros como superiores o elegidos de los dioses o cualquier otra forma de etnocentrismo "espontáneo" que ha documentado la antropología. También ponen en duda y revelan la naturaleza artificiosa de las diferencias construidas por los grupos sociales: diferencias raciales, de clase, de casta, de género, de edad, de credo, políticas, etcétera; construcciones de grupos, una de cuyas funciones es crear ese nosotros puesto en entredicho ante la presencia de la alteridad.

El nosotros es, ante todo, dice José Emilio Pacheco, un intento por desmentir nuestra fragilidad e incerti-dumbre, y comentando el caso del nazismo dice ser:

un conjuro contra la precariedad de nuestro ser y estar en el mundo. Es la oportunidad para cobrar todas las humillaciones, a expensas de los inocentes y volverse poderoso porque forma parte de un conjunto que trasciende a la persona y que da, en apariencia, sentido y razón a cada acto (Mendoza, 1995: 9).

Por eso oímos a un adolescente alemán exclamar: "Antes que ser nadie, prefiero ser cabeza rapada" (Krotz, 1994: 31), o al ex Beatle Paul McCartney: "¡Si no soy Beatle, quién soy!". De nuevo estamos ante la necesidad imperiosa de saber, o al menos creer que sabemos; de recurrir a la creencia como ese conjuro del que habla Pacheco y a ese nosotros.

Quizá una de las peculiaridades más significativas de los sistemas de creencias que giran alrededor de la construcción de los diversos nosotros sea que, para que produzcan los efectos de cohesión psíquica y grupal, deben exaltar al máximo posible las diferencias entre el nosotros y los otros, y, entre menos sean las di ferencias reales, más se requerirá exaltar las diferencias simbólicas. Es por ello que, comentando las diferencias entre hombre y mujer, Freud afirma:

justamente en sus pequeñas diferencias, no obstante su semejanza en todo el resto, se fundamentan los sentimientos de ajenidad y hostilidad entre ellos. Sería seductor ceder a esta idea y derivar de ese "narcisismo de las pequeñas diferencias" la hostilidad que en todos los vínculos humanos vemos batallar con éxito contra los sentimientos solidarios y yugular al mandamiento de amar al prójimo (Freud, 1988a: 195).

Sorprendente, justo por ser hombre y mujer semejantes en todo lo demás, es que convertimos esas "pequeñas diferencias" en abismos, en oposiciones estructurales, en jerarquías y relaciones de subordinación entre hombres y mujeres; justo por la semejanza en todo lo demás es que debemos construir y exaltar las diferencias simbólicas. Basta leer el tra bajo de Maurice Godelier sobre los baruya de Nueva Guinea para darnos cuenta de los niveles que puede alcanzar esta oposición y lo que los baruya hacen "decir al cuerpo" (Godelier, 1986).

Los baruya se las han ingeniado para hacer creer a hombres y mujeres de su grupo que son los hombres quienes controlan el proceso de dar vida física y social, mediante elaboradísimos ritos de iniciación a los nuevos miembros del grupo. De nuevo el ritual muestra sus enormes cualidades de hacer "evidente", de cómo el mostrar en forma ritual es demostrar la validez de la creencia. No puedo evitar la tentación de comparar esta función del ritual con el papel del cine en las sociedades contemporáneas y el ejemplo reciente de la película "La pasión de Cristo", que hace decir a muchos de los que la ven: "la película me gustó mucho y está muy apegada a la realidad"; es decir, mostrar en la puesta en escena -en el caso del cine a través de las imágenes– se convierte en demostrar la veracidad de la creencia "sí, así es, así fue".

 

A manera de conclusión

Creencias e identidades, la identidad como creencia, la creencia como ilusión, la ilusión y la realidad del deseo. De esto se ha hablado.

Derivado de lo aquí dicho, quizá se pueda afirmar o suponer, con alguna posibilidad de certeza, que los casos empíricos que logren conjuntar e integrar de mejor manera un sistema de creencias como sistema cerrado y constituyente de un nosotros conformarían los casos más "duros", paradigmáticos y, en la presente coyuntura de fanatismo, más peligrosos. Pienso en el caso relatado por Bruno Bettelheim (1973) sobre la conducta observada por diferentes grupos sociales presos en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial; él advierte un comportamiento muy parecido entre testigos de Jehová y los presos políticos de izquierda en cuanto a que ambos mostraron una gran integridad, fortaleza y cohesión de grupo frente a sus captores, a pesar de sus diferencias ideológicas. El autor ubica la semejanza entre ellos en las características del sistema de creencias cerrado que permite a los presos de ambos grupos explicar su infortunio como consecuencia previsible de su "misión", de su "entrega" y militancia en condiciones de extrema peligrosidad.

También se ha hablado de la necesidad de distinguir campos, pero cuidando que la distinción no conduzca a la separación de las dos disciplinas. Quizá así podamos evitar generalizaciones fáciles, de tipo psicologista o culturalista y, por el contrario, podamos obligar al psicoanálisis a poner a prueba la universalidad de su método y premisas y a la antropología a poner límites a la plasticidad humana y cultural.

Para terminar quiero mencionar los enormes desafíos que tienen la antropología y el psicoanálisis en los próximos años, y que van mucho más allá de cuestiones teóricas o académicas; me refiero a tareas y desafíos de orden moral y político. Me explico. Si bien se ha insistido en este ensayo sobre la naturaleza refractaria de las creencias y la dimensión imaginaria de las identidades, así como la relación problemática que guardan con "la realidad", y siendo justamente estos atributos los que les confieren su fuerza, son también, paradójicamente, los que nos permiten cuestionarlas, ponerlas en tela de juicio, desenmascarar su carácter artificioso, arbitrario –de ambas: creencias e identidades-, con la esperanza al menos de permitirnos, autorizarnos a, pensar la posibilidad, repito, la posibilidad de que otra vida y otro mundo, son posibles.

 

Bibliografía

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