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Alteridades

versão On-line ISSN 2448-850Xversão impressa ISSN 0188-7017

Alteridades vol.19 no.38 Ciudad de México Jul./Dez. 2009

 

Investigación antropológica

 

Antropología de los procesos políticos y del poder*

 

Anthropology of Political Processes and Power

 

Pablo Castro Domingo**y Luis Rodríguez Castillo***

 

** Departamento de Antropología de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Av. San Rafael Atlixco núm. 186, col. Vicentina, 09340, México, D.F. <cadp@xanum.uam.mx>.

*** Programa de Investigaciones Multidisciplinarias sobre Mesoamérica y el Sureste–Instituto de Investigaciones Antropológicas (Proimmse–IIA), Universidad Nacional Autónoma de México. Cuauhtémoc núm. 12, Centro, 29200, San Cristóbal de Las Casas, Chiapas <lurodri@prodigy.net.mx>.

 

* Artículo recibido el 20/06/08
y aceptado el 22/02/10.

 

Abstract

The following paper examines classical bibliography on power relations and political processes within the social science framework, emphasizing on social anthropology. The examination has three objectives: 1) to point out the current state of power relation and political process studies, 2) to critically analyze the paradigms of the issue under examination, and 3) to explain the coexistence, interaction, and virtues of the models currently used in anthropology, especially in Mexico.

Key words: power, politics, social actors, institutions, processes, State.

 

Resumen

En el artículo se hace una revisión de la bibliografía clásica que se ha producido acerca de las relaciones de poder y los procesos políticos en el marco de las ciencias sociales, pero con énfasis en la antropología social. Dicha revisión tiene tres objetivos concretos: 1) indicar el estado actual de los estudios sobre las relaciones de poder y los procesos políticos; 2) realizar un análisis crítico sobre los paradigmas del tema en cuestión; y 3) explicar la conveniencia y virtudes de los modelos que en la actualidad se utilizan en el campo de la antropología, particularmente en el caso mexicano.

Palabras clave: poder, política, actores sociales, instituciones, procesos, Estado.

 

La reflexión de las sociedades en la actualidad le impone al analista la construcción de nuevas herramientas teóricas con mayores rangos explicativos. Esto se debe en gran medida a que los espacios societales no sólo se encuentran constreñidos por la continuidad sistémica, sino que se hallan interferidos por la contingencia y concomitancia de las prácticas cotidianas. Este nuevo escenario es un fértil campo para la reflexión de los antropólogos políticos, por lo cual en el presente artículo intentaremos delinear la trayectoria que ha seguido esta subdisciplina hasta nuestros días.

En este ensayo, efectuaremos una revisión de la literatura clásica que se ha producido acerca de las relaciones de poder en el marco de las ciencias sociales, pero haciendo hincapié en la antropología social, con objeto de mostrar los paradigmas más influyentes en la antropología política. Dicha revisión tiene tres objetivos: 1) indicar el estado actual de los estudios sobre las relaciones de poder; 2) realizar un análisis crítico de cada uno de los paradigmas o enfoques teóricos del tema en cuestión, señalando tanto sus aciertos como sus limitaciones; y 3) establecer la pertinencia y las bondades de los modelos que actualmente se utilizan.

En la parte sustantiva, coincidimos con Abélès y Jeudy (1997) en torno a que la antropología política cuenta con tres orientaciones principales: a) la documentación de la diversidad de las instituciones que gobiernan en las sociedades humanas; b) el estudio de la acción política, las tensiones y los conflictos; y c) la imbricación de lo político y las otras dimensiones de lo social. En esas temáticas la mirada antropológica busca, sin duda alguna, el entrecruce del poder con los fenómenos culturales, tal como lo han señalado estos autores y, en su oportunidad, Swartz (1968), Balandier (1969), Cohen (1979) y Varela (2006).

En esta revisión no intentamos recoger todos los trabajos de la teoría social sobre las relaciones de poder, sino sólo aquellos que han contribuido de forma notable y que han marcado el camino para futuras investigaciones en las ciencias antropológicas. Así, en esta colaboración presentamos una versión del campo de conocimiento de la antropología política, la cual pretendemos establecer como una guía para la discusión y estudio. Los apartados que introducimos corresponden a la doble orientación en el campo como un todo, tal como observa Kurtz (2001); por un lado, la discusión de los paradigmas que conducen sus reflexiones y, por el otro, la atención a intereses y fenómenos emergentes.

En ese sentido, reelaboramos la propuesta de Kurtz, quien identifica cinco paradigmas (estructural–funcionalismo, procesualismo, economía política, evolución política y posmodernismo), con la finalidad de dar cabida a los conceptos clave y las estrategias metodológicas de investigación de amplia influencia en la antropología política. Con ello atendemos a la influencia de los paradigmas sociológicos y observamos que, si bien el posmodernismo introdujo importantes reflexiones sobre la hechura de las etnografías, fueron corrientes como los estudios poscoloniales y los estudios subalternos las que han reorientado la perspectiva de análisis en la antropología política. La utilidad de esta clasificación del campo se observa en la revisión de la influencia que tanto paradigmas como conceptos clave han tenido en el desarrollo de los estudios del poder en México.

 

La influencia de la sociología clásica

Una de las proposiciones teóricas sobre el poder que ha tenido mayor eco en las ciencias sociales fue desarrollada por el sociólogo alemán Max Weber, quien conceptualizó al poder como la probabilidad, cualquiera que fuera el fundamento de ella, que tiene un individuo o un grupo dentro de la relación social de imponer la propia voluntad, aun contra toda resistencia. La influencia y vigencia de Weber se debe, desde nuestra perspectiva, a que esbozó los elementos centrales para explicar la versatilidad del ejercicio de la política y lo político en la sociedad. Aportó para ello tres tópicos centrales: a) la identificación de lógicas o racionalidades diversas en la política; b) la legitimidad y reconocimiento de los otros, como inseparable del liderazgo y carisma políticos; y c) la lógica de burocratización y centralización, en lo político, constituido entre otras cosas por puestos políticos permanentes.

El sociólogo alemán tipificó la variabilidad política a través del origen de las pretensiones de validez del poder. Clasificó como las principales fuentes de autoridad o poder legitimado las siguientes relaciones sociales: 1) la autoridad tradicional, que se encuentra legitimada por las costumbres y las prácticas aceptadas; 2) la autoridad carismática, legitimada por los atributos personales del individuo; y 3) la autoridad burocráticalegal, que descansa en el ejercicio de la ley, constituyendo un sistema racionalmente establecido (Weber, 1978).

Otro sociólogo de influencia para la antropología política, Émile Durkheim, desarrolló un modelo en el que consideraba que la conciencia colectiva de la sociedad moldeaba la actuación de los individuos e incluso los condicionaba para que siguieran ciertas conductas con o sin su voluntad (1979). En su conocida obra la división del trabajo social (1981), contrastó dos tipos de organización social con base en su complejidad estructural, que definió como solidaridad mecánica y orgánica. La primera se presentaba en aquel tipo de sociedades caracterizadas por lograr su integración gracias a la asociación de unidades iguales, donde la segmentación de una parte no afectaba a las demás; mientras que donde la división del trabajo fuera compleja la integración sería orgánica, porque la sociedad no se podría dividir en partes iguales debido a su interdependencia.

En la antropología estructural británica, la reflexión sobre la existencia de una estructura centralizada fue hecha explícita por Fortes y Evans–Pritchard (1940) como criterio clasificatorio de los sistemas políticos, y el modelo durkheimniano de las solidaridades mecánica y orgánica fue importante para tipificar la dinámica de las formas de organización social que asumen la función del ejercicio del poder en las sociedades africanas. No obstante, la principal limitación de esa tradición en el origen de la subdisciplina fue que minimizó las ideas weberianas relativas a las pretensiones de validez de la autoridad y las durkheimnianas sobre las representaciones colectivas.

 

El poder como área especializada de la antropología

Los diversos historiadores de las ciencias antropológicas sugieren que el nacimiento de la antropología política, como subdisciplina de la antropología social, se remonta a 1940, dentro de la corriente estructural–funcionalista, con las publicaciones de African Political Systems de Fortes y Evans–Pritchard y los nuer de Evans–Pritchard.

En el primero, Radcliffe–Brown (1940) presentó un sugerente prefacio en el que seguía las ideas weberianas para señalar que, en toda sociedad humana, existía una estructura territorial sobre la que se desarrollaban las instituciones (sociales, políticas, económicas, religiosas y el parentesco). Desde esta óptica postulaba que los estudios de la organización política, el campo de estudio de la antropología política, deberían ocuparse del análisis del establecimiento o mantenimiento del orden a través del derecho consuetudinario, las sanciones rituales y el uso de la fuerza dentro de un marco territorial. Sin embargo, consideraba a la estructura social como una condición de equilibrio que sólo persistía debido a su continua restauración, es decir, como la homeostasis químico–fisiológica de un organismo vivo.

En este mismo volumen, Fortes y Evans–Pritchard (1940) presentaron una introducción donde establecieron los lineamientos generales del paradigma estructural británico. Los autores cuestionaron los alcances explicativos de los modelos de la filosofía y ciencia políticas, porque se ocupaban de cómo deberían vivir los individuos y qué tipo de gobierno deberían tener. En cambio, resaltaban el potencial de la perspectiva antropológica, bajo los cánones etnográficos establecidos por Boas y Malinowski, para el estudio del poder. Ésta se encaminaba a entender cómo la autoridad es distribuida en la sociedad, cómo las decisiones son tomadas y llevadas a cabo, y partía del análisis de cuáles eran las costumbres e instituciones políticas realmente existentes.

La mayor contribución de esta introducción fue la tipología desarrollada por los autores. En esta clasificación, Fortes y Evans–Pritchard (1940) hablaban de dos tipos de estructuras políticas. El grupo A estaba caracterizado por sociedades en las que existía autoridad centralizada, maquinaria administrativa e instituciones jurídicas; en otras palabras, gobierno. En dichas sociedades, las divisiones de riqueza, privilegio y estatus correspondían a la distribución de poder y autoridad. Aquí los autores ubicaban a los zulúes, ngwato, bemba, banyankole y kede. El grupo B carecía de gobierno; además, en estas sociedades no existían marcadas divisiones de rango, estatus y riqueza. Los autores colocaban en este grupo a los nuer, tallensi y logoli.

Para Fortes y Evans–Pritchard, en las sociedades del grupo A la organización administrativa regulaba las relaciones políticas, mientras que en las sociedades del grupo B los grupos domésticos y el sistema de linajes segmentarios, con sus principios de estatus, género y generación, constituían la base de la vida política. Se puede comprender, por este motivo, que los colaboradores del libro explicaban con detenimiento el sistema de parentesco de las sociedades estudiadas. Siguiendo la idea de que dentro de los grupos de descendencia se establecen los principios de las relaciones de consanguinidad y afinidad entre los clanes y linajes, coligieron la explicación de los procesos de fusión y fusión de los grupos políticos.

Por su parte, Evans–Pritchard presentó exhaustivamente a la sociedad nuer, un pueblo nilótico de más de 200 000 personas que vivían en los terrenos abiertos de la sabana próxima al Nilo Blanco y a sus afluentes del Sudán angloegipcio. En cuanto a las relaciones de poder, describía la forma de segmentación de grupos políticos y de filiación. Los principios de parentesco eran subyacentes y factor explicativo de la estructura política nuer. El funcionamiento político del sistema de linajes entre los nuer puede ilustrarse con la siguiente idea:

Yo me peleo con mi hermano, pero si mi primo le pega a mi hermano, yo y mi hermano le pegamos a mi primo, pero si mi amigo le pega a mi primo, yo, mi hermano y mi primo le pegamos a mi amigo, etcétera.

El "caos bien organizado" de la sociedad nuer, como lo llamó Evans–Pritchard, era el resultado de las formas de organización social que permitía al grupo expresar lo político. Evans–Pritchard adopta los conceptos de Durkheim sobre conciencia colectiva y relaciones de solidaridad y oposición para explicar el orden político de los nuer, que carecía de un gobierno centralizado. Los vínculos territoriales entre las aldeas integrantes de los nuer se organizan a partir de la unidad de parentesco en su interior (solidaridad) y de su antagonismo (oposición) con otros segmentos del sistema de parentesco (grupos familiares, bandas, tribus y clanes).

En otro contexto, un destacado discípulo de Franz Boas, Robert Lowie, fue posiblemente el único antropólogo estadounidense de la época que se interesó por el estudio de la política. Lowie escribió un artículo sobre la organización política de los indios americanos en el que analizaba los procesos de separación e integración de grupos, siguiendo las ideas durkheimnianas de las relaciones de solidaridad y oposición, el poder de varios tipos de jefes y no jefes, y el papel de la religión en el ámbito político. En ese trabajo podemos encontrar una fuerte influencia de la teoría de la fusión–fusión de la antropología política británica y de los conceptos weberianos de poder y autoridad (Lowie, 1985).

En general podemos observar el diálogo de los antropólogos con los clásicos de la sociología en sus intentos por explicar el poder. A pesar de su desdén por la filosofía política, hacen uso de manera implícita de las teorías contractualistas que consideran al Estado como la opción para lograr la organización social más viable y duradera. Los esquemas clasificatorios propuestos por la antropología política, si bien eran útiles para la identificación de un set o series de variables dependientes del poder, eran solamente taxonómicos. Este aspecto, que fue su principal aporte, presenta serias limitaciones teórico–metodológicas, pues, al sustentarse en generalizaciones a partir de los datos diversos reunidos en diferentes grupos sociales, sólo son útiles para construir interpretaciones de fenómenos locales. No obstante, consideramos que su contribución al desarrollo de herramientas teóricas radicó en explicar cómo operaban las estructuras sociales que permitían la expresión de la autoridad.

 

Cambio y continuidad del poder

En la década de los cincuenta, algunos de los postulados del paradigma estructural–funcionalista fueron puestos en duda, como la reiterada idea del equilibrio social que impedía explicar el cambio sociocultural. En ese contexto Edmund R. Leach, un estudiante de Raymond Firth, publicó los sistemas políticos de la alta birmania (1977). Siguiendo las ideas de Claude Lévi–Strauss (1968), expresaba su desacuerdo con aquella corriente que hablaba de los sistemas sociales como si fueran entidades reales que existieran, de forma natural, en equilibrio. También usó la teoría del intercambio generalizado ciclo largo, formulada por dicho autor, en la que se prescribe el matrimonio con la prima cruzada matrilateral entre los linajes patrilineales. En estos sistemas, caracterizados por el intercambio indirecto de mujeres, el principio elemental consistía en que los donadores de esposas no podían ser a la par receptores; es decir, un grupo no podía dar mujeres a otro del que las tomaba (Lévi–Strauss, 1969).

En su libro, Leach describía a los kachin de Birmania que vivían en estrecha relación con los shan, en una región con intensas precipitaciones y selva monzónica subtropical alternada con zonas más secas donde prevalecían, por el contrario, las llanuras y las coníferas. Respecto a las relaciones de poder, Leach demostró que la sociedad kachin oscilaba entre dos estructuras políticas: una igualitaria sin jefes, donde la mayor unidad política era la aldea (gumlao), y otra jerarquizada, organizada en dominios gobernados por jefes hereditarios y sus parientes, que formaban una aristocracia (gumsa). Generalmente uno de estos linajes incluía cuatro o cinco familias unidas por el altar dedicado a un nat común. Varios linajes formaban un kahtawng y sus miembros trabajaban una extensión de tierra común, subdividida en parcelas menores para cada linaje.

Leach explicaba las oscilaciones entre los dos tipos de sistemas políticos por que un linaje en un contexto gumsa seguía un proceso de segmentación entre sublinajes superiores e inferiores, resultado del intercambio asimétrico generalizado. Normalmente el sublinaje superior sería propietario del dominio, mientras que los linajes débiles mantuvieran un estatus inferior. No obstante, de cuando en cuando, ocurría la incapacidad de pagar el precio de la novia por las carencias de sustentabilidad en linajes determinados. Sin embargo, un linaje podía romper su relación asimétrica por medio de una revuelta gumlao en la que se cuestionaba que los linajes de los jefes fueran superiores a los de los plebeyos y se expresaba el repudio a pagar deudas tributarias al linaje propietario del dominio.

Los trabajos de Max Gluckman también se presentaron como una reacción al paradigma estructural–funcionalista. Gluckman, quien participó en african Political systems con un artículo sobre la sociedad zulú (1940), establecía que la interacción humana era a la vez conjunción y oposición de los intereses que surgen de la competencia por los recursos. Gluckman hizo del conflicto el tópico central por medio del cual emprendió su crítica a la supuesta estabilidad, equilibrio e integración del estructural–funcionalismo. El equilibrio social no era una cuestión simple, producto de la interacción entre los grupos o las normas; por el contrario, era un proceso dialéctico en el que los grupos sociales tendían a segmentarse y luego a unirse mediante las alianzas. Estas ideas llevaron a Gluckman a formular el modelo de los rituales de rebelión, donde las rebeliones tenían como finalidad el fortalecimiento del sistema de autoridad.

En suma, hasta la década de los sesenta, el estudio antropológico del poder se definió a partir del análisis de la variable dependiente significativa que cubre funciones políticas: la organización social. A pesar de la insatisfacción con las teorías del equilibrio social, no se rompió con el modelo estructural–funcionalista británico. Desde nuestro punto de vista, además de introducir una perspectiva diacrónica, el principal aporte de estos trabajos es haber desarrollado demostraciones en las cuales la revuelta y el conflicto aparecían como los mecanismos sociales del cambio político, a la par que generaban las herramientas teóricas para el análisis de los rituales y los símbolos como medios que cumplían la función de la integración social y la construcción de representaciones colectivas del grupo como un todo.

 

El paradigma procesual

La primera gran síntesis de una amplia gama de perspectivas de estudio del poder en las ciencias antropológicas fue Political anthropology, obra compilada por Marc Swartz, Victor Turner y Arthur Tuden (1966), en la que se anunció la emergencia del paradigma procesual. Los autores plantearon que el análisis de los procesos políticos implicaba explicar con profundidad la resolución de conflictos, la toma de decisiones y la negociación de disputas que se presentaban en las sociedades humanas en torno a alcanzar metas de carácter público. En consonancia con el concepto weberiano de legitimidad y siguiendo las ideas sistémicas del consenso normativo, el examen de factores tales como la coerción, el uso de la fuerza y la legitimación, era importante, por cuanto éstos expresaban valores sociales existentes y apoyos en los procesos políticos.

Formularon tres conceptos que podrían ser distinguidos útilmente con referencia al análisis del proceso: el estatus político, los oficiales o funcionarios y las decisiones. El primero concierne a la posición social cuya función principal es tomar o formular decisiones políticas, que puede o no ser parte de un sistema político; el segundo se refiere a que el ocupante puede tener un rol político y a que puede ser parte o no de la estructura gubernamental; y el tercero, alude al pronunciamiento de metas, asignaciones y acuerdos que se originan en el sistema político. Influenciados por el modelo parsoniano, consideraban que el poder era la capacidad generalizada para asegurar el desempeño de obligaciones, donde el detentador lograba obediencia en una decisión relativa a las metas grupales a cambio de la comprensión de que la entidad obediente estaba autorizada a invocar ciertas obligaciones en el futuro. Plantearon que, en el ejercicio del poder, se podían presentar dos variantes: el consensual, basado en un referente simbólico y caracterizado por ser un medio generalizado que operaba independientemente de circunstancias, sanciones, situaciones o individuos particulares, esto es, un poder fundado en el consentimiento; y el coercitivo, cuando en un sistema político se presenta un vacío de legitimidad y se ponen en acción instrumentos extremadamente crudos para evitar que el orden social se pierda. En esas situaciones se generan los llamados dramas sociales.

Los autores siguieron a Smith y Parsons en la sugerencia de que se logra mayor poder analítico al dividir el "sistema político" en sus áreas funcionales y aspectos o niveles para examinar la presencia o ausencia de legitimidad, fuerza u otro tipo de mecanismo para hacerse de apoyo. Definieron, a través de metáforas espaciales, que los niveles analíticos son el campo, la arena y el terreno políticos. El campo político se consideraba como un área fluida de tensión dinámica en la que se generaba el proceso de toma de decisiones entre diferentes metas y la lucha competitiva o negociaciones; la arena política se reconocía como una pequeña área dentro de un campo, determinada por las relaciones intergrupales de cooperación o conflicto; en tanto que el terreno político era el espacio donde los individuos o las facciones competían entre sí por recursos significativos.

Las áreas funcionales del análisis de procesos son: 1) el régimen o "reglas del juego", que consiste en aquellos acuerdos que regulan la manera en la cual las demandas se sitúan en el sistema, se realiza la negociación y se toma una decisión que tiene efecto entre los grupos; 2) el gobierno, que es una serie de estatus interconectados cuyos roles están primariamente interesados en la toma e implementación de decisiones políticas, es decir, la serie de instituciones que conforman la "organización administrativa"; y 3) los políticos "oficiales", o aquellos actores que se dedican a la disputa por el poder.

Ralph Nicholas, en "Segmentary Factional Political Systems" (1966) y "Factions: a Comparative Analysis" (1965), aportó al análisis procesual elementos para el estudio de las facciones políticas, partiendo del modelo de los quasi–groups de Adrian Mayer (1968). Argumentó que los actores se organizaban en facciones políticas, las cuales tendían a ser informales, espontáneas, grupos–tras–un–líder organizados para un fin concreto, pero que se disolvían una vez que consiguieran, o no, el fin perseguido. Por definición, nunca podía haber una sola facción en un espacio de poder. El líder de una facción, según sus postulados, busca apoyo de todas y cada una de las líneas normales del partido, la clase o la casta. Por último, planteaba que las facciones nacen y se nutren del conflicto y, como tales, ni siquiera podían alcanzar un punto de equilibrio relativo.

Años más tarde, F.G. Bailey (1971), quien estudió el cambio político y la formación y consolidación del liderazgo, introdujo la teoría de juegos al análisis de procesos. En su propuesta, describe a la política como un juego gobernado por reglas. El centro de análisis lo constituyen los jugadores y su conducta en torno a: 1) los premios a ser obtenidos; 2) la elegibilidad para participar; 3) la composición de los equipos; 4) las conductas del juego, apegadas o no a las normas; y 5) el manejo de las violaciones a las reglas del juego (Bailey, 1980). Los jugadores conforman "equipos" que pueden ser de dos clases: a) morales; aquellos claramente identificados, establecidos y con un lugar respetable en el juego; atienden en su proceder a reglas normativas y, por tanto, buscan la estabilidad y conservación del statu quo; y, b) transaccionales; que intentan cambiar las normas del statu quo mediante la manipulación y el rompimiento del orden; estos equipos se guían por reglas pragmáticas orientadas a la obtención de metas.

Por su parte, Bruce Kapferer, en strategy and transaction in an african Factory (1972), presentó dos temas de especial interés: el primero se refiere al esclarecimiento de lo que significa el proceso de urbanización y el cambio sociopolítico; y el segundo a las consecuencias del cambio de agrupación situacional y a las estrategias que toman los empleados para mejores salarios e implementos de trabajo.

Al respecto, realizó interesantes observaciones etnográficas de las que se desprenden las siguientes conclusiones: 1) el comportamiento individual de la elección y toma de decisiones se estructura o moldea en un campo social donde operan los procesos de influencia recíproca e interacción; 2) la actividad social de la fábrica emergió de circunstancias y condiciones del empleo, y en la propia participación de los trabajadores, con base en su inserción a los procesos políticos de Kabwe en particular y Zambia en general; 3) los trabajadores veteranos tendían a participar políticamente para obtener mejores salarios e implementos de trabajo, mientras los trabajadores novatos siempre se quedaban al margen; 4) los trabajadores se diferenciaron en términos de la ampliación de su inversión en su lugar de trabajo y en su ciudad, a consecuencia de una serie de elecciones que los individuos tomaron con base en el transcurso de sus vidas y sus carreras de ocupación. Metodológicamente, destacan dos aspectos: a) el uso de los conceptos de inversión, comité, arena y campo permitieron explicar en la investigación qué tipos de estrategias adoptan los trabajadores en sus negociaciones; y b) el análisis de la elección y toma de decisiones de los individuos ayudaron al científico a conocer la complejidad de la realidad empírica y a entrar en terrenos que el análisis institucional ha omitido por su tendencia a homogeneizar la realidad social.

Este tipo de estudios refutaron una serie de postulados del marxismo que se tomaban como verdades absolutas, por ejemplo el supuesto de que, a mayor tasa de explotación, mayor conflicto de clases y mayor unidad de las mismas. Los dramas sociales fueron la herramienta heurística para retomar al conflicto como eje para refutar las presuposiciones estructuralistas de un sistema tendiente al equilibrio y las pretensiones de la ciencia política de reducir el análisis a las estructuras políticas formales.

La vertiente del análisis de procesos dio un fuerte giro al objeto de estudio de la antropología política, pues pasó de examinar instituciones y estructuras a explorar acciones dentro de arenas y terrenos poco definidos, con la finalidad de explicar los procesos clave que dirigen al cambio de los sistemas políticos. Esto implicó el desarrollo de nuevas herramientas conceptuales y desarraigar el análisis de lo político de las formas de organización social sustentadas en el parentesco. Sin embargo, una debilidad de este modelo es la noción de lo político, pues se presentaba como un proceso público más que privado; pero este "más que" era tan indefinido como el "en última instancia" del marxismo. Finalmente, otra limitación fue que, para el procesualismo, los cambios macroestructurales son resultado de las interacciones microestructurales, no obstante, tampoco es claro cómo opera este proceso.

 

Poder y consenso normativo

La obra de Parsons representa uno de los primeros y más impresionantes ejercicios intelectuales de síntesis de la teoría sociológica y ha sido retomada por algunos antropólogos como una herramienta analítica para explicar el cambio sociocultural. Para Parsons (1963), la política debería ser conceptualizada como las acciones de los individuos encaminadas a conseguir metas colectivas, y constituía un subsistema de la sociedad, donde el analista tendría que investigar tanto su estructura como sus procesos.

En ese sentido, consideraba que era necesario explicar que la consecución de metas implica delimitar unidades políticas que asuman ciertos mecanismos tales como: 1) compromisos generalizados con los valores específicos de la colectividad o lealtad; 2) compromisos específicos que constan de derechos y obligaciones para tomar ciertos tipos de decisiones, que integran los compromisos de la comunidad con sus propios roles y estatus internos; 3) una responsabilidad integrativa para ejecutar decisiones específicas y proteger ciertos intereses de la colectividad, responsabilidad que constituye un proceso normativo para roles y funciones particulares; y 4) la capacidad de implementar, mediante procedimientos apropiados, decisiones que constituyen obligaciones en roles particulares. Esta capacidad comprende tanto la competencia personal como el control de recursos adecuados para fines específicos (Parsons, 1969).

En el modelo sistémico propuesto por Parsons se entendía al poder como un medio simbólico generalizado que circula de forma parecida al dinero, cuya posesión y uso permiten desempeñar más eficazmente la autoridad. Ésta es el derecho legítimo para adoptar, asumir y obligar a otros con los cuatro mecanismos antes señalados. Visto así, Parsons creía que el poder era un medio para controlar la acción, además de ser un instrumento primordial para el desempeño eficaz de un rol social. Dicha eficacia dependía, entonces, de un entramado de relaciones y de la posición que se tuviera en el subsistema político.

Otro interesante modelo sistémico fue propuesto por Michael Smith, quien asumió una visión crítica de la escuela estructuralista británica. Su trabajo intitulado "Organización política" (1977) planteaba que el proceso de gobernar estaba integrado por dos partes, a saber, una política y otra administrativa. La primera se ponía en juego en las actividades que trataban de influir en las decisiones; la segunda, cuando las decisiones eran ejecutadas. En otro trabajo, Smith (1969) definió al gobierno como la regulación de los asuntos públicos y argumentaba que donde había procesos gubernamentales inherentes a los públicos había grupos corporativos. Pensaba que los grupos corporativos se caracterizaban por la identidad, perpetuidad, cerrazón grupal, autonomía, organización y procedimientos establecidos. Postulaba, entonces, que el elemento central del proceso de gobernar era la regulación entre dichos grupos y entendía que ésta tenía como elementos clave al poder y a la autoridad, y además consideraba, junto con Weber, que el primero se hallaba en el conflicto al margen de las normas y las reglas, mientras la segunda presuponía cierto consenso normativo.

Otra obra que ha tenido aceptación en el medio antropológico es exchange and Power in social life de Peter Blau (1964), pues se presentó como un modelo dinámico y aportó una nueva perspectiva al análisis del poder a partir del conflicto. Blau arguyó que el ejercicio del poder era un proceso de intercambios desbalanceados entre los actores sociales. Se entendía que, en los procesos políticos, había una importancia central de los recursos significativos que se ponían en juego en la interacción de los actores sociales. Blau consideraba que quienes controlaran los recursos sancionados positivamente se hallaban en una posición de dominio respecto a los demás; de tal forma que, en el ejercicio del poder, eran necesarios dos procesos sociales: control e intercambio. Cabe destacar que, en el proceso de toma de decisiones, los actores sociales –ya fueran dominantes, ya dominados– desarrollaban diferentes estrategias con base en el manejo de los recursos para alcanzar sus metas. Los actores que jugaban el papel de dominados en un proceso de toma de decisiones podían buscar diferentes canales para neutralizar el dominio en la negociación.

Los modelos sistémicos aportaron herramientas teóricas para explicar los procesos de interacción política, las metas públicas, la estructura y la lógica de las facciones y los apoyos políticos en el interior del sistema político. Asimismo mostraron la dinámica entre el poder y la autoridad con otros subsistemas del sistema societal a través de un modelo que siguió la metáfora mecanicista input–output. No obstante, han recibido diversas críticas por su supuesto eclecticismo y su poca capacidad para expresar el dinamismo de la política, aspecto sobre el cual Blau proporcionó elementos para el análisis de las dinámicas de estatus y poder de las relaciones interpersonales y ver a las elecciones como resultado de procesos de conflicto y negociación sobre recursos estratégicos (input). Éste fue un modelo pertinente porque podía dar cuenta del comportamiento político desde el ámbito de las presiones irracionales hasta las racionales; pero al mismo tiempo fue el foco de sus críticas, que la consideraban una orientación demasiado psicologista.

 

Neomarxismo y poder

Una perspectiva que ha resultado atractiva, compleja y aún en (de)construcción es el modelo de poder de Michel Foucault (1979). El modelo fue desarrollado desde la perspectiva neomarxista; pero, lejos de volver a hilar sobre la relación de las clases, se interesa por analizar el proceso por el cual el poder se mete en la piel de los individuos, invadiendo sus gestos, sus actitudes, sus discursos, sus experiencias y su vida cotidiana. Por otro lado, Foucault señala que las relaciones de poder crean un saber por efecto y bajo el dominio de las relaciones asimétricas. Lo más interesante de este pensador es que considera que el ámbito donde operan las relaciones de poder se halla relativamente independiente de las relaciones sociales de producción, porque para él las relaciones de poder cuentan con un espesor, inercia, viscosidad, desarrollo e iniciativas propias.

Sin una delimitación clara de qué es el poder, apunta que se encuentra condicionado por la cotidianidad y por ello en las relaciones de poder operan estrategias. Creemos que el tratamiento de Foucault es más descriptivo que teórico al enumerar una serie de propiedades del poder, sin embargo, sería interesante teorizar sobre las brechas del micropoder y del biopoder para explicar la conducta o cómo se visualiza el poder como una propiedad de las relaciones sociales.

Otro neomarxista, Pierre Bourdieu, considera al poder en términos relacionales, como el resto del marxismo; no obstante, entiende que el poder opera en campos, esto es, en espacios donde se entabla una relación permanente entre agentes o instituciones que siguen diversas estrategias para alcanzar sus fines. Para Bourdieu, el poder encuentra su fundamento en un cúmulo de conocimientos sobre las reglas de operación de un campo, que en este modelo marxista–procesual se define como capital. Pues bien, en este modelo se juzga que los actores sociales, los grupos o las instituciones, entran en un campo para seguir determinadas reglas, pero también para tratar de imponer sus condiciones. En esa lucha se ponen en juego estructuras estructuradas predispuestas a operar como estructuras estructurantes (Bourdieu, 1988).

Las corrientes neomarxistas han resultado estimulantes en el desarrollo de nuevas herramientas conceptuales, sobre todo en el énfasis que ponen en adoptar una perspectiva relacional y reticular del ejercicio del poder en las sociedades contemporáneas. La aceptación de estos modelos en la antropología política se explica por las ideas afines con la llamada antropología procesual y porque se presume que coadyuvan a construir una explicación integral de lo microsocial a lo macrosocial. Aunque reconocemos que han sido utilizados como herramientas heurísticas que ayudan a profundizar en nuestra comprensión sobre el poder, sus limitaciones yacen en que abundan en el (y abusan del) uso de metáforas que dificultan el ejercicio hermenéutico sobre sus planteamientos, de suyo, complejos.

 

Neoevolucionismo: los modelos energético–ecológicos

El modelo de la ecología cultural de Julian Steward, presentado en theory of Culture Change (1955), fue el antecesor para que surgieran modelos energético–ecológicos que dieran cuenta de las relaciones de poder desde un punto de vista materialista. Estos estudios fueron llevados a cabo por Leslie White en su conocido texto la ciencia de la cultura (1985). Según White, la ley de la evolución cultural proponía que aquéllas se desenvolvían a través de un mayor aprovechamiento de la energía de la naturaleza o mediante el desarrollo de una tecnología más eficiente para extraer la energía. Para nosotros, la mayor contribución de White para los estudios de relaciones de poder fue su consideración de la evolución y, por ende, del poder, en cuanto una expresión del proceso termodinámico, caracterizado por un movimiento hacia una mayor organización, diferenciación de la estructura, especialización de funciones, más altos niveles de integración y mayor grado de concentración de la energía.

Con base en los modelos de Steward y White se realizaron en Estados Unidos interesantes estudios con altos rangos de explicación, entre los que destacamos Pigs for the ancestors (1968), de Roy Rappaport, quien analizó un poblado tsembaga de las tierras altas de Nueva Guinea. Al examinar el ritual durante el cual los tsembaga arrancaban el rumbin y sacrificaban a todos los cerdos adultos de que disponían, se percató de que este evento operaba como un mecanismo de feedback negativo frente a las presiones que imponía el conflicto. En su explicación, el ritual condicionaba varios aspectos del sistema socioeconómico. Los cerdos eran alimentados con residuos de la cosecha, pero cuando su número aumentaba era necesario destinar más terrenos de cultivo para asegurar la alimentación de los animales; por consiguiente, la carga de trabajo, que recaía en las mujeres, se incrementaba, y con esto también se acrecentaban los huertos devastados y los conflictos. Ahora bien, cuando las disputas alcanzaban un nivel intolerable el grupo estimaba necesario recompensar a los ancestros con el sacrificio de los cerdos. En términos ecológicos, el ritual se celebraba cuando los cerdos llegaban a restarle espacios al hombre, permitiendo así reducir la cantidad de animales a niveles compatibles con la supervivencia de la comunidad. En este trabajo se puede reconocer al ritual como un mecanismo de legitimación de poder porque permitía restablecer el equilibrio perdido.

En esta tradición, uno de los modelos con los más altos rangos de explicación que se han construido desde las ciencias antropológicas es el propuesto por Richard N. Adams (1978), en él debemos considerar a las sociedades humanas como sistemas abiertos. Teóricamente se fundamenta en la segunda ley de la termodinámica, en el principio de la selección natural, en la ley de Lotka y en las estructuras disipativas de Prigogine.

Adams utilizó la ley de Lotka como puente entre los dos primeros postulados antes mencionados, pues este principio universal establece que, conforme surjan nuevas poblaciones, las que capten mayor cantidad de energía tenderán a sobrevivir a expensas de aquellas que capten menos (Adams, 1978). Con todo, el elemento central para completar esta propuesta fue la idea de las estructuras disipativas de Prigogine. Siguiendo la propuesta de Adams, una estructura disipativa es una clase especial de estructura de insumo–producto (input–output). Esto es, una estructura que está fuera de equilibrio y permanece en ese estado por su incapacidad de mantener un insumo–producto continuo que conserve ese nivel (Adams, 1978). De particular importancia en estas estructuras, figura el hecho de que su surgimiento específico seguirá una trayectoria esencialmente estocástica, es decir, en esencia indeterminística en ciertas coyunturas y nódulos, ya que su dirección depende de factores impredecibles. Además, al incrementarse la energía dentro de un sistema tal, Adams observó que entraría en una fase de fuctuaciones y perturbaciones crecientes que, en algún momento, harían emerger un nuevo proceso ordenado. Cabe destacar que los sistemas abiertos constituidos por estructuras disipativas no sólo son estructuras termodinámicas que no sólo crean entropía al crear producto, sino que constantemente toman insumos para mantenerse en su forma estructural particular. De ahí se deriva el término "disipativa", porque la falta de insumo provoca la desaparición de la estructura.

En consecuencia, Adams señala que los esfuerzos de un hombre por ejercer influencia sobre otro son simplemente parte de un esfuerzo global encaminado a enfrentarse con el medio ambiente y controlarlo, a fin de hacer más efectivas sus posibilidades de supervivencia. En este sentido, las relaciones de poder se basan en el proceso de controlar los recursos ambientales con el fin último de la adaptación. El proceso de control se refiere específicamente a la capacidad física y energética para reordenar los elementos del medio ambiente, tanto en términos de sus posiciones físicas como de las conversiones y transformaciones energéticas a otras formas espacio–temporales. Por ende, el hombre se adapta y obtiene poder por medio del control de su entorno.

El autor considera al poder como una relación psicosocial fundada en el control de los recursos, esto es, el individuo manipula el medio ambiente, procurando que los demás concuerden racionalmente con lo que desea para ellos. En consecuencia, el poder, a diferencia del control, presupone la capacidad de razonamiento y las suficientes dotes humanas para percibir y conocer. Por tanto, es el proceso mediante el cual un actor, alterando o amenazando con alterar el ambiente de un segundo actor, logra influirlo para que adopte una conducta determinada. El segundo actor decide, de manera racional e independiente, conformarse a los intereses del primer actor, ya que es conveniente para sus propios intereses (Adams, 1978).

Los modelos energético–evolutivos nos brindan herramientas teóricas de un amplio rango explicativo al presentarse como intentos metateóricos en los que se combinan tres grandes paradigmas científicos: la teoría de la evolución, la teoría de sistemas y la termodinámica. Tal como este modelo ha sido retomado en la antropología política nos ofrece ventajas para el estudio de al menos dos aspectos del poder: 1) el carácter material de la cultura y de las relaciones políticas (como control sobre recursos) y 2) la creciente diferenciación y especialización de los roles e instituciones políticas como producto de los niveles de integración y articulación de éstos.

 

Hegemonía cultural

Una de las principales tendencias contemporáneas en el estudio del poder se sustenta en el postulado de que la cultura es el resultado de procesos energéticos y, por tanto, de poder. En ese sentido, los artefactos culturales, materiales y simbólicos, son producto de complejos procesos políticos de negociación para la producción, apropiación y control de recursos significativos. El énfasis está puesto, entonces, en la construcción de las tramas de significación cultural, como procesos imbuidos en el control de recursos significativos.

En este tenor, Sidney Mintz, en su libro Dulzura y poder (1996), analiza históricamente el proceso de construcción de los significados del azúcar entre los grupos sociales, para presentarnos un sugerente modelo evolutivo–simbólico del poder. El planteamiento resultó novedoso porque sugería una visión holista y articulada de la sociedad. En ella, argumentaba que un recurso se convertiría en significativo y se convencionalizaría mediante dos procesos. El primero sería un proceso de intensificación donde se da una repetición del consumo asociado a un evento ritualizado que marcaba el estatus social de los actores. El segundo sería uno de extensificación en el cual gran parte del comportamiento de consumo es generado por una imitación e incorporación del elemento significativo. En ambos casos, los usuarios se apropian del comportamiento y significados, pero en ocasiones se generan nuevos usos. Para Mintz, en la intensificación, los detentadores del poder eran responsables tanto de la presencia de nuevos productos como de sus significados; mientras que con la extensificación, podían hacerse cargo del abasto de los nuevos productos, aunque serían los nuevos usuarios quienes otorgarían nuevos significados. Estas sustancias y actos que se ligan con los significados operan como mecanismos de validación de los acontecimientos sociales. Del modelo de Mintz se desprende que la capacidad de simbolizar de la humanidad es universal, pero la producción de significados es un fenómeno cultural e histórico y, como tal, es particular.

Marc Abélès (1992), en un recuento sobre los avances de la antropología política, señaló la necesidad de replantear el quehacer de la subdisciplina hacia el análisis de los modos de adquisición y devolución del poder, de la vida cotidiana de la acción política y de los procesos simbólicos y rituales que se le asociaban. En ese sentido observa que:

La dialéctica de lo político y de lo cultural en el universo transnacional en el que estamos sumergidos hoy en día requiere nuevos estudios en los que la aportación de la antropología cobra todo su relieve [...] Los procesos de poder que traspasan las instituciones en unas organizaciones sociales y culturales cada vez más complejas se entenderán mejor partiendo de un enfoque que tenga en cuenta el entrecruzamiento de las relaciones de fuerza y sentido en un universo en plena mutación (Abélès, 1997).

Congruente con esos planteamientos, Abélès propuso1 que la antropología política debería replantearse para convertirse en una antropología de lo político, que con base en seis temáticas intentaría explicar los fenómenos políticos desde un punto de vista cultural, esto es, analizando: 1) las prácticas o las reglas pragmáticas, que implicarían la construcción de una memoria, la transmisión de un patrimonio y la modificación y transmisión de los símbolos de la política; 2) los problemas de la representación, que entrañarían la transmisión política, la elegibilidad y la teatralización de lo político; 3) la legitimidad, que conllevaría la construcción del consenso y credibilidad, y el papel de los rituales en ello; 4) el papel de las instituciones, es decir, el papel estructural como comunidad; 5) la vida cotidiana de la política; y 6) la síntesis de espacios y tiempos políticos, en la cual se observa que los actores de la política local construyen sus ideas, valores y expectativas con base en el pasado y saben hacia dónde se dirigirán; mientras que los actores de la política global construyen sus ideas, valores y expectativas con base en el futuro y no saben hacia dónde se dirigirán.

Con una propuesta relativamente similar, Clifford Geertz, uno de los antropólogos más influyentes de los últimos tiempos, consideró pertinente entender a la cultura de Bali mediante el estudio de la política (Geertz, 1980). Para Geertz, el antropólogo podía explicar la vida cultural de un pueblo por medio de la comprensión del comportamiento político. Según él, la política era un reflejo del sentido de una cultura. La cultura, en estos términos, debería de entenderse como una estructura de significación que daba forma a la experiencia del hombre y la política como el escenario donde se desenvolvían públicamente esas estructuras. Geertz concebía que la relación entre cultura y política no era una empresa modesta y, más aún, que la mayor parte de las aproximaciones eran muy generales, evocativas y retóricas. Sugería que el analista debería rastrear los lazos sociológicos entre temas culturales y fenómenos políticos y no deducir al infinito de una esfera a la otra. Para ello, propuso la consideración de al menos tres tendencias y visiones analíticas relacionadas: 1) una visión centrada en las relaciones internas de comunidades, 2) la relación entre lo local y las agencias del Estado en la conformación regional, y 3) los procesos políticos de naturaleza instrumental con miras a negociar o imponer una forma de dominación. En un sentido amplio, Geertz (1987) entiende a la cultura como un esquema históricamente transmitido de significaciones representadas en símbolos, es decir, como un sistema de concepciones heredadas y expresadas en formas simbólicas por medio de las cuales los hombres se comunican, perpetúan y desarrollan sus conocimientos y sus actitudes frente a la vida.

Los textos de estos autores son sumamente relevantes porque nos ayudan a visualizar cómo, culturalmente, se construyen los imaginarios simbólicos sobre los recursos en cuanto fuentes de poder. Sus propuestas de análisis sin duda nos permiten ingresar en el complicado mundo de la cultura política y han sido decisivos para el desarrollo de modelos y herramientas conceptuales para el análisis de las ideas, las utopías, las creencias, los sueños y las veleidades, como susceptibles para transformarse en símbolos o en recursos que pueden operar como mecanismos que aceleren el cambio sociocultural. Sin embargo, sus limitaciones provienen en particular del modelo de Geertz con relación a lo que se ha llamado el giro lingüístico de las ciencias sociales, que desarraiga las explicaciones de la base material.

 

Dominación y resistencia

El concepto de resistencia se ha convertido en una clave para explicar cómo los powerless, o actores sociales que concentran un poder escaso, pueden en ocasiones influir en las decisiones de centros de toma de decisiones o actores que han llegado a concentrar poder. En ese recorrido, Norbert Elias y John Scotson presentaron, en 1964, un importante trabajo intitulado The Established and the Outsiders (Elias y Scotson, 1994), donde examinan los mecanismos de estigmatización y tabú en la monopolización del poder, y cuya contribución es mostrar cómo los mecanismos de dominación propios de los sectores hegemónicos son interiorizados por los sectores más vulnerables de la sociedad.

En antropología, los estudios culturales, los estudios subalternos y el poscolonialismo, entre otras, fueron las corrientes que recuperaron esas preocupaciones y diversos abordajes en torno a los usos de la cultura en cuanto parte de las relaciones de dominación y resistencia. En ellos, la fuente teórica común la constituían Antonio Gramsci (1981) y Raymond Williams (1997), para interpretar a la cultura como el resultado de procesos a través de los cuales se construyen formas de dominación, el consenso y, al mismo tiempo, como fuente para el disenso y la generación, potencial y real, de conflictos y disputas.

Una interesante perspectiva en el campo de la ciencia política son los trabajos de James Scott, quien analiza la resistencia campesina y señala que las formas de lucha o movilizaciones de masas no se perciben como opciones viables simplemente porque resultan demasiado peligrosas, dado el poder represivo de las clases hegemónicas y de los Estados que la respaldan. Postula que los powerless no aceptaron pasivamente la creciente diferenciación social vinculada a la comercialización y al cambio tecnológico que acentuaban su pobreza e inseguridad, pues por esa vía comprenden relativamente cómo opera la dominación (Scott, 1985). De hecho, el autor establece que las pequeñas resistencias cotidianas son los disparadores de los posibles cuestionamientos sobre el poder.

Scott ha mostrado con gran lucidez la forma en que las estructuras de poder más férreas son incapaces de lograr una absoluta dominación sobre los sectores que concentran menos poder. En la sumisión de los sectores subalternos se esconde su resistencia; esto es, el poder de las formas sociales que se manifiesta en las relaciones de las reglas de etiqueta y cortesía exige muchas veces que sacrifiquemos la sinceridad para tener relaciones tranquilas con todos aquellos con quienes entramos en contacto. Los subordinados, ya por prudencia, ya por miedo, o por el hecho de buscar favores, le dan a su comportamiento una forma adecuada a las expectativas del poderoso. Scott apunta que, en la medida en que el ejercicio del poder sea más arbitrario, los subordinados desarrollarán prácticas sociales más estereotipadas y ritualistas. En ese sentido, sugiere que debemos estudiar los discursos ocultos, pues, de lo contrario, sólo entenderíamos una parte del ejercicio del poder, pero nada sobre los mecanismos de resistencia (Scott, 2000).

La relación entre los procesos de dominación y exclusión social ha sido analizada por Jean Comaroff (1985), en la rama tshidi de los pueblos tswana, en los límites entre Sudáfrica y Botswana. Comaroff concluye, en términos de relaciones de poder, que los rituales no siempre tienen un trasfondo conservador, sino que pueden expresar simbólicamente la comprensión que tienen de sí mismos los grupos subordinados y la insatisfacción con el sistema de normas vigente. Sostiene que es fundamental analizar el contenido de estas prácticas de resistencia popular, para ver qué tipo de efecto tienen en las relaciones de poder, porque dichas prácticas ritualizadas no siempre plantean una amenaza inmediata a la estabilidad de las formas existentes de dominación social y política, pero sí socavan y subvierten, de a poco, su lógica.

En este tenor, Roger Keesing (1992) estudió los mecanismos de resistencia desarrollados por los kwaio en las islas Salomón. El autor establece que la parodia le permitió a este grupo étnico construir un discurso contrahegemónico utilizando una semiología de la dominación europea. Los kwaio lucharon contra la cosmología del poder cristiano aceptando sus categorías pero invirtiendo su significación. Estos estudios sobre religión y poder apoyan los resultados de los análisis clásicos de Peter Worsley (1980) sobre el culto al cargo en la Melanesia, donde se planteaba que los movimientos milenaristas eran, objetivamente, político–religiosos, porque estimulaban a que los participantes entraran en conflicto con las autoridades institucionalizadas. De hecho, como sostiene el propio Worsley, éstos se transformaron en movimientos nacionalistas secularizados en los países coloniales y en organizaciones políticas basadas en las clases en otros lugares, porque en esencia se trataba de movimientos de pobres y marginados. En consecuencia, se han desarrollado grupos comunitarios que practican una política de protesta sustentándose en una ideología del igualitarismo, vinculada a los primeros cultos cargo.

La resistencia es un tema muy prometedor que nos puede ayudar a entender la vitalidad de movimientos contemporáneos en el mundo, pues es un proceso asociado a subculturas subalternas, que comparten códigos colectivos que poseen el potencial de transformar radicalmente las estructuras, las categorías y la lógica de la dominación. Ahora bien, como ha señalado William Roseberry (1994), la resistencia no puede ser explicada al margen de la dominación, porque incluso las formas y los lenguajes de la resistencia deben adoptar los códigos de la dominación para poder ser escuchados. De hecho, las estructuras de dominación limitan los modos en que los subalternos pueden resistir a su condición.

Habitualmente, los procesos de resistencia se orientan a la defensa de los espacios autonómicos en el contexto de sistemas opresivos. Por ende, la resistencia en ocasiones logra influir en los procesos dominicales, pero también las estrategias de los sectores subalternos resultan configuradas por las estructuras de los estratos dominantes para instrumentar su hegemonía. Uno de los trabajos más ilustrativos sobre esa temática es el de Orin Starn (1992) acerca de las rondas campesinas en Perú. Starn explica que las rondas surgieron de las patrullas de vigilancia campesinas para mitigar las deficiencias del sistema judicial oficial. El contexto de crisis recurrentes y la vinculación de los asaltantes con la policía llevaron a los campesinos a organizarse para tomar la justicia en sus propias manos. Cabe mencionar que, si bien las rondas eran estructuras locales, su organización había sido condicionada por diversos actores de la sociedad como la Iglesia y los terratenientes.

Estos planteamientos han atraído a los antropólogos que pretenden explicar los patrones culturales de la subordinación y la dominación. Incluso las exigencias teatrales que por lo general se imponen en las situaciones de dominación producen un discurso social que corresponde mucho a la apariencia que el grupo dominante quiere dar, por ello, esta vertiente de análisis ha significado un importante desarrollo conceptual para la antropología política en el ámbito de estudio de lo político, desde el punto de vista de la vida cotidiana. No obstante, como plantea Sherry Ortner (1995), se debe mantener una alerta epistemológica permanente, pues sus principales limitaciones yacen en las tendencias a idealizar y homogeneizar a los grupos subalternos. Éstos no son entidades homogéneas, sino que muestran una gran diversidad interna e incluso presentan importantes rupturas. Al igual que en otros grupos sociales, en su interior, algunos sectores dominan a otros. Por consecuencia, los subalternos no se manifiestan como un grupo unitario en términos identitarios ni mucho menos con una conciencia o ideología uniforme.

 

Poder y cultura: el caso mexicano

El caso mexicano se ha considerado excepcional por los interesados en el análisis del poder. Se trata de uno de los regímenes con mayor longevidad, con características particulares de fragmentación, poderes regionales, centralización y autoritarismo; no obstante, parece bien encaminado el proceso de transición desde un sistema discrecional y autoritario hasta otro con reglas claras y democráticas. Los entrecruces entre poder y cultura han sido abordados a partir de temáticas diversas como la cultura política; los procesos de formación de las identidades particulares, correspondientes a grupos a partir de criterios de clase, género o generación, y los de la identidad nacional; la formación de líderes, grupos y élites en el poder y las fuentes de legitimidad de los mismos –entre otras, las elecciones–; así como reflexiones acerca del tipo de poder que se ejerce y las formaciones particulares que producen como el caciquismo y el autoritarismo. Desde luego, una tensión que se encuentra en los estudios, como sucedía en los orígenes de la antropología política, está entre la adopción de una visión estadocéntrica, que reduce lo político a lo estatal, y el análisis de la vida cotidiana, que privilegia el comportamiento fuera de las instituciones formales y adopta una definición amplia de la política.

La escuela británica y el análisis de procesos políticos han tenido una enorme influencia en las perspectivas para el estudio del poder y la cultura en nuestro país en temas como los cacicazgos, los lideazgos, las luchas faccionales y las redes de poder. Un trabajo característico de esa vertiente es el de Paul Friedrich (1980), quien usó las nociones weberianas de poder, autoridad y legitimidad para distinguir las características del cacique rural en la región de Zacapu, Michoacán. Identificó que su legitimidad se sustentaba, en lo cultural y lo simbólico, en la adopción de un discurso agrarista–popular dimanado de la Revolución, pero, en lo material, se explica por su capacidad pragmática de beneficiar a los seguidores de su facción. En su modelo, los mecanismos explicativos del poder local son la formación genealógica de la facción leal al cacique y el control efectivo sobre recursos significativos. Por otra parte, Guillermo de la Peña, quien analizó el caso de Morelos (de la Peña, 1980), observó que los poderes locales y regionales encarnados en los caciques estudiados por Friedrich se explican en la lógica del sistema político. El autor retomó a Wolf para argumentar que los liderazgos son funcionales en una doble lógica: de integración sociocultural y de articulación sistémica. Por ello, concluye que la existencia de poderes regionales es un fenómeno que debe comprenderse en el contexto de la formación del Estado–nación (de la Peña, 1986).

Aunque esos estudios son etnografías ejemplares que trataron de explicar la existencia de caciques, faltaba aún entender los mecanismos del cambio político. Las propuestas energético–ecológicas y el análisis de Boissevain, Van Velsen y Wolf sobre intermediarismo; de Mayer acerca de cuasi grupos; y de Nicholas para el examen del faccionalismo; sirvieron a estos y a otros antropólogos para buscar explicaciones al fenómeno de la desestructuración y transformación de cacicazgos y de las relaciones políticas corporativas identificadas en los primeros estudios. La explicación se encontraba en la intervención estatal y los recursos asociados a sus proyectos de desarrollo, en la consecuente lucha faccional por hacerse del control de tales recursos, lo cual conlleva la transformación y recomposición de las estructuras de poder local y regional. Cabe destacar que, bajo la influencia de la geografía humana, el aporte que los trabajos sobre México hicieron al desarrollo de la disciplina fue incorporar un enfoque regional a la investigación (Shryer, 1990; Tapia, 1992; Vargas, 1993; Salmerón, 1996). Sin embargo, serán Lomnitz–Adler (1995) y Calderón Mólgora (2004), en sus respectivos trabajos, quienes propongan enriquecer la reflexión teórica mediante el análisis etnográfico de las luchas hegemónicas; es decir, mediante las tensiones y disputas que surgen de la interacción entre proyectos nacionales y cultura local y regional y que tienen como resultado configuraciones o campos sociales y políticos.

Los principales aportes de los antropólogos que han trabajado en esta senda de investigación son, desde nuestro punto de vista, que deconstruyen, con información etnográfica, verdades sobre el sistema político mexicano que se consideraban inamovibles, como su supuesto poder central omnipresente, al develar la existencia de luchas faccionales en su interior y sistemas de relaciones de poder regional y local. Asimismo, que documentan que el control de recursos significativos deviene en la reconfiguración de la comunidad y de los gobiernos locales, así como de las ideas y prácticas en torno al poder político y los asuntos públicos.

Roberto Varela usó el modelo energético de Adams para dar cuenta de las relaciones de poder en Morelos (Varela, 1984 y 1986). A partir de la propuesta de control sobre los recursos significativos y el poder concomitante que se ejerce a partir de ese control, tipificó tres modelos de relaciones de poder: a) la pequeña política, para los municipios que gozan de una relativa autonomía dado que poseen sus propios recursos, pero éstos son poco significativos para los otros niveles de articulación, de tal manera que recurren al poder asignado en el proceso de toma de decisiones; b) la política imposible, para los municipios con recursos tan escasos que no existe competencia política por los puestos públicos en el nivel de la integración sociocultural, ni interés de los otros niveles de articulación; caso contrario, la competencia es por rehuir ocupar cargos públicos; c) la política interferida, que reduce el ejercicio del poder a una élite que funge como intermediaria entre los niveles de articulación, pero la intervención externa es creciente por el interés de control sobre recursos significativos.

En trabajos posteriores, Varela (2005 y 2006) refrenda su adhesión al modelo energético, aunque incorpora nuevas reflexiones a partir de su lectura de Norbert Elias. En su modelo de evolución del poder, la participación no es un asunto de cultura, sino de estructura, precisamente porque es, en sí, un factor importante en el estudio de esas estructuras disipativas que son las estructuras de poder. En su modelo, la cultura son las disposiciones habituales que se documentan de manera empírica a través de la observación del comportamiento de los individuos. Este planteamiento le sirve para realizar una rigurosa crítica al del habitus propuesto por Pierre Bourdieu, quien, desde el punto de vista de nuestro autor, unifica en una realidad intramental la pluralidad de la realidad material–extramental. Una trascendente aportación de Varela es su excelente definición de cultura política como una matriz, consciente e inconsciente, del conjunto de signos y símbolos compartidos, que transmiten conocimientos e información, portan valoraciones, suscitan sentimientos y emociones, expresan ilusiones y utopías, y afectan y dan significado a las estructuras de poder.

Las transformaciones políticas acaecidas en el país a partir de la década de los ochenta dirigieron la atención hacia tópicos particulares en el estudio del poder en México: los procesos electorales, los partidos políticos y la cultura política. Las presunciones de cientificidad de los modelos sistémico–energéticos sirven a Varela para emprender una severa crítica a los antropólogos que abordan el tópico de cultura política entre 1980 y 1994 (Varela, 2002 y 2005). Destaca el extrañamiento del autor por la ausencia de trabajo de carácter teórico. Señala que existe una teorización que, al menos desde su perspectiva, no satisface los criterios de cientificidad aludidos. En su revisión, la producción académica que argumenta la existencia de una cultura bajo criterios de clase, como los trabajos de Victoria Novelo, Adriana López y Eduardo Nivón, así como aquellos que parten de la construcción de identidades grupales, como los de Susan Street y Patricia Fortuny, no salen bien librados. En su crítica a Roger Bartra, Varela no encuentra las explicaciones que el autor pretendía articular y resalta que se queda al nivel de la interpretación de estereotipos construidos por los intelectuales sobre el mexicano y, en tono sarcástico, se pregunta en qué derivaría el análisis de Bartra si el "mexicano típico" tuviera existencia concreta. En su revisión, el autor destaca los esfuerzos de teorización por parte de los Lomnitz–Adler y Jorge Alonso; no obstante, encuentra errores de interpretación de sus fuentes teóricas en sus respectivos trabajos. La producción que sale mejor librada de la escrupulosa revisión de Varela es la de Esteban Krotz.

En cuanto a los tópicos de partidos y procesos electorales, se carecía de una reflexión teorética consistente desde la antropología. Ante esa situación los trabajos, con poco potencial explicativo, eran sistematizaciones de la información disponible para inferir, desde lo ocurrido en los procesos electorales y sus resultados, cambios en los comportamientos políticos y reacomodos de los grupos de poder local (Tapia, 1984; Bailón, 1984; Alonso, 1993). Un ejemplo de las dificultades teórico–metodológicas que enfrentaban los antropólogos frente a estas temáticas es el ensayo de Pablo Vargas (1990), quien, para el caso de Hidalgo, apunta que los resultados electorales están mediados por la cultura, y argumenta que ésta se conforma a partir de criterios de relaciones de clase y etnia. Pero su argumento queda de lado cuando tipifica las culturas hegemónica, participativa y del fraude. En sus conclusiones introduce otros tipos de cultura que denomina tradicional, y otra, participativa y democrática. Cabe subrayar que no ofrece una definición precisa que permita, en términos operativos, orientar las búsquedas etnográficas para cada una de las culturas tipificadas. Al final se cae en la cuenta de que la cultura tradicional es la misma que llama hegemónica y la del fraude integradas por un conjunto de prácticas que el antropólogo medianamente informado en los análisis de la política mexicana identifica enseguida con el corporativismo de partido–Estado.

Las primeras reflexiones sustantivas las ofreció Krotz (1990), quien señaló tres trampas reduccionistas en las que podía caer el antropólogo al limitar el análisis de esos tópicos a: 1) las instituciones formales, 2) los datos electorales y 3) lo nacional como un simple agregado de procesos locales. Vargas, por su parte, menciona que el objeto de estudio privilegiado es la crisis del sistema político electoral, y el enfoque adecuado para ello es la transición política. Introduce la recomendación metodológica, apenas relevante por obvia, de completar la información proveniente de encuestas, estudios de opinión y los datos electorales, con informes de campo, referentes económicos y valores y actitudes de los informantes. Es en un artículo más tardío (Vargas, 1996) cuando este autor, partiendo del entramado conceptual sobre los partidos políticos de la sociología política, ofrecerá información etnográfica sobre la crisis y reforma de los partidos usando el análisis de procesos. Argumentará, entonces, en favor del análisis de normas y valores y los procesos organizacionales, sobre todo en sus procesos informales, como el terreno antropológico en el análisis de partidos y elecciones.

Otros antropólogos que destacan por un trabajo continuo sobre partidos y elecciones son Luis Miguel Rionda (1997), quien discute las características de la transición política a partir del caso de Guanajuato; Alberto Aziz Naciff (1996) lo hace en Chihuahua; y Jorge Alonso (1993), para Jalisco. De este último es de indudable valor, por la sistematización de información, su libro el rito electoral en Jalisco (1940–1992), pero en él no se discute, desde las categorías antropológicas para el análisis del ritual, cómo se explica la concurrencia a las urnas para "que los mismos agraciados en el poder asuman puestos de elección popular". En un trabajo posterior, tipifica la cultura política de los partidos (Alonso, 1996) como resultado de la tensión entre grupos y facciones internas y las presiones externas. Adelanta una hipótesis interesante sobre las demandas por democracia que exceden a los partidos y, por ello, la cultura política se moldea en el ámbito de las valoraciones y lo deseable. En investigaciones más recientes (Alonso, 2000), pasa una rápida revista a discusiones teóricas relevantes de autores como Habermas y Mouffe que, sin duda, orientan sus reflexiones y argumentos en torno a que en nuestro país no existe un avance en la democracia deliberativa ni en la democracia radical. No obstante, luego de la impecable sistematización de información electoral y la descripción en su contexto, insiste en la recomendación ética y política de que la democracia no se debe constreñir a lo político, sino que debe hacerse extensiva a lo social y cultural.

Las contribuciones de los antropólogos en estos tópicos no se encuentran en el campo teórico, sino en el metodológico y en el de la imaginación sociológica. En gran medida, los antropólogos entraron a la discusión del proceso de democratización en un terreno para el cual estaban poco preparados: con una mirada a la reforma de las instituciones del Estado, el propio sistema partidista y los procedimientos electorales; pero olvidando la rica información etnográfica previa de que el Estado no es único, ni homogéneo, ni tampoco el sujeto clave de la política. Desde luego, ha sido abundante la producción de antropólogos que han sistematizado información electoral, sobre la que apenas hemos notado que carece de una discusión teórica sólidamente articulada con la información etnográfica presentada. Pero hay algunos trabajos, como el de Pablo Castro, que analizan procesos electorales del Estado de México con documentación cuantitativa y cualitativa, recopilada, sistematizada e interpretada desde la definición de cultura política ofrecida por Varela, donde se explica la concurrencia, o no, a las urnas a partir de la constitución de disposiciones habituales y los factores extra e intramentales que sirven a los individuos para interpretar lo político (Castro, 2005 y 2006).

En la corriente de interpretación de los símbolos del poder, Teresa Carbó (1996) aborda la producción del discurso parlamentario, retomando las metáforas teatrales en la modalidad sugerida por Roger Bartra, y, por su parte, Augusto Urteaga estudia el sistema político rarámuri, para lo cual afirma sustentarse en Kirchoff y Beals, con miras a identificar una matriz cultural específica. Señalamos que se extraña un análisis más completo desde la visión propuesta para el estudio, en particular acerca de las relaciones entre rituales y formación de Estado al estilo del negara de Geertz (1980); una influencia que si bien los autores no hacen explícita se identifica en sus respectivos trabajos.

En una investigación sobre cultura popular en Guadalajara, de la Peña (1996) enuncia en su posicionamiento que la "economía moral" y las condiciones materiales son factores explicativos de la cultura política. Empero, la aportación del autor se encuentra en el campo metodológico, cuando propone centrar la atención en los discursos, símbolos y valores que producen individuos y colectividades en su relación con lo público. Tiene el tino de profundizar sobre una de las dimensiones importantes del análisis de la política: el ámbito de las interpretaciones sobre la manera en que los actores sociales significan su realidad, y muestra que el individuo construye complejas tramas de significación de su vida cotidiana.

Un trabajo que resulta excepcional por su contenido etnográfico acerca del ritual político mexicano es simbolismo y ritual en la política mexicana, de Larissa Adler–Lomnitz, Rodrigo Salazar e Ilya Adler (1994). En el texto, los autores aportan elementos para la explicación de la política mexicana bajo un mecanismo rector: los códigos contradictorios. Éstos son mensajes ambiguos que se desprenden de una estructura vertical y autoritaria que entra en crisis cada seis años, lo que provoca interpretaciones y comportamientos contradictorios entre los actores políticos, que, a la manera de los rituales de rebelión, buscan los puntos de equilibrio y fortalecimiento del sistema político. En ese proceso ritual, las normas y códigos formales son una guía de comportamiento que, sin embargo, se modifican con las normas y valores que dimanan de la real politik inmersa en una cultura de corporativismo y lealtades. A partir de su documentación, coligen la construcción de un sistema de representación política basado en la negociación y la importancia de ceremonias y rituales como un instrumento para obtener legitimidad. No obstante, es válida la crítica que hiciera explícita Varela a un avance presentado por Larissa, Ilya y Claudio Lomnitz–Adler una década atrás, respecto a errores de interpretación del sustento teórico que los autores evocan.

En esa senda de investigación, Juan Castaingts (1996) analiza el motivo de la crisis recurrente: el destape. Ese mecanismo de las élites de la política mexicana es interpretado por el autor como un rito de separación; un proceso mágico a través del cual el ungido adquiere las cualidades extraordinarias que lo acompañarán, como el gran demiurgo alma–social, durante su ejercicio gubernamental. El autor realiza una analogía entre los postulados de Leach acerca del acto mágico y lo que ocurre en el proceso del destape. A diferencia de los Lomnitz, en este trabajo no encontramos abundante etnografía, sino analogías. Sorprendente resulta el planteamiento de una necesaria vinculación entre creencia, eficacia simbólica e institucionalidad que no aborda, pero para la que estaría mejor equipado a partir de su marco analítico propuesto y la recopilación de los ritos y símbolos por medio de los cuales se construye la institución presidencial.

Una discusión teórica consistente para el análisis simbólico de la política, la presenta Liz Hamui (2005), quien, además de una revisión a la escuela culturalista de la antropología, retoma la vertiente de las configuraciones sociales de la escuela francesa. Luego de cuestionar la utilidad del concepto de hegemonía, sugiere el análisis de culturas íntimas y comunitarias que se insertan en una trama menos horizontal y jerárquica de negociaciones. En esas negociaciones, los intereses, ideologías y valores interactúan a partir de las situaciones mismas y los juegos de poder. El modelo incluye, pues, el análisis de situaciones y su evolución–adaptación a nuevas situaciones.

Algunos antropólogos han usado al neomarxismo para explicar la realidad mexicana. Un trabajo amplio y elaborado a partir de la propuesta de Bourdieu lo realiza David Velasco (2000) para examinar la acción en una organización popular de Guadalajara. Además de la compleja propuesta de Bourdieu, por si fuera poco, el autor señala la presunción de la congruencia teórica con los postulados de la filosofía del sujeto desarrollada por el teólogo Xavier Zubiri. Tipifica cinco campos en los que los actores de la organización entran al juego de oposición y lucha: la microempresa del sector informal; las burocracias estatales de los programas de combate a la pobreza; los partidos políticos; los programas de servicio social de las universidades, públicas y privadas, del estado; y el campo religioso de la pastoral social y misionera de la Iglesia católica. El autor afirma que en ellos se genera capital simbólico y político que conforma un mercado y habitus lingüístico asociados a los proyectos de educación popular puestos en marcha por diversos agentes externos. En ese mercado y ese habitus es notoria la desconfianza de los actores del sector popular hacia los detentadores del poder. A reserva de una mejor interpretación, consideramos que el principal aporte del trabajo se encuentra en su parte metodológica, en la que deja huella del proceso de intervención y reflexión sociológica del autor y sus procesos de objetivación y subjetivación.

Alberto Aziz Naciff (2000), en su último libro sobre los procesos electorales en Chihuahua, se pregunta por qué la gobernabilidad, en el sentido de gobierno eficiente y eficaz, no fue condición suficiente para que los actores afiliados al Partido Acción Nacional (PAN) mantuvieran el poder. Alude a Bourdieu para explicar que la decisión del voto se compone de la relación existente entre habitus político y mercado político. Si interpretamos bien sus conclusiones, postula la relativa autonomía del campo electoral, dominado por las lógicas del habitus y no por los resultados gubernamentales. Por su parte Tejera Gaona (2005), en el análisis de la Ciudad de México, con una orientación teórica contraria, pero entendiendo por gobernabilidad las interacciones de actores sociales con demandas específicas y agentes que pueden satisfacerlas, arriba a una conclusión opuesta y propone la influencia del desempeño gubernamental en la decisión del voto.

Florencia Mallon reinterpreta y adecua el marco analítico de la resistencia y hegemonía como parte constituyente de los procesos de diferenciación étnica, la construcción de la nación y los proyectos de hegemonía y contrahegemonía en los que se entrelazan la resistencia y la lucha, lo material y lo simbólico, lo cultural y lo político. Muestra cómo las comunidades pueden llegar a construir proyectos autonómicos frente al Estado y reproducir visiones alternativas con base en las culturas locales (Mallon, 1995). En esta senda de trabajo existen hoy día diversos esfuerzos por explicar la resistencia, la subordinación y la hegemonía, como inmersas en lógicas culturales que no son ajenas al proceso de formación de Estado; al contrario, son parte constitutiva y constituyente de él. Son relevantes los trabajos reunidos en dos compilaciones, por José Eduardo Zárate (1999) y Salvador Maldonado (2001), en los cuales se describen prácticas, normas y la construcción de discursos e ideas en torno a la transformación del Estado mexicano. Asimismo muestran diferentes contextos regionales en los que se desarrollan prácticas y situaciones que ponen en entredicho la tesis de la relativa homogeneidad de la reforma del Estado y los procesos políticos contemporáneos, cuyos resultados dependen de los cauces que se sigan ya en las instituciones formales, ya en el espacio local. Empero, el trabajo que brinda las aportaciones sustantivas en estos tópicos es el de los ensayos reunidos por Joseph y Nugent (1994), los que a pesar de su diversidad geográfica conservan una unidad teórica: el diálogo entre los postulados de la resistencia de Scott, las ideas gramscianas de hegemonía y la tesis de la formación del Estado como regulación moral de Corrigan y Sayer.

En un estudio sobre la vida cotidiana de los jornaleros del tomate en Jalisco, Gabriel Torres (1996) presentó un modelo muy complejo para dar cuenta de la contingencia en las relaciones de poder. Ofrece una perspectiva más humanizante del trabajo, con la finalidad de trascender las conceptualizaciones comunes en la literatura socioantropológica que reduce la vida cotidiana de los trabajadores a una situación de subordinación social y política. Desde esta visión, Torres argumenta que lo que caracteriza la vida de los trabajadores agrícolas es el deterioro permanente de sus condiciones de vida, situación que además afecta a la mayoría de ellos. Ahora, sin desconocer dicha situación, el autor señala que el énfasis humanizante que ofrece como perspectiva analítica se fundamenta en la ironía y ésta ofrece un doble argumento explicativo. El trabajo sigue una orientación teórico–metodológica que subraya el carácter contingente de las prácticas sociales y las relaciones de poder. Para el propósito, se analizan los procesos de trabajo y se constata la reproducción de modalidades y estructuras sociales que parecieran de naturaleza permanente. Al respecto, Torres postula que hay muchas equivalencias con lo que sucede en otros espacios en la sociedad mexicana. Además, señala que las circunstancias regionales conforman formas culturales que permiten entender cómo la agencia humana de los trabajadores implica al mismo tiempo tolerancia con su explotación, así como combatividad y oportunismo para impulsar cambios puntuales de acuerdo con las circunstancias, a pesar de que no siempre sea posible introducir cambios para toda la sociedad regional en su conjunto.

 

Lineamientos para un modelo de amplio rango explicativo

Al inicio de esta colaboración señalábamos la necesidad de desarrollar nuevas herramientas teóricas con mayores rangos explicativos. A sabiendas de que ésa es una tarea de mayor envergadura, en este espacio planteamos algunos lineamientos al respecto, pues las más importantes contribuciones de cada paradigma continúan vivas y nos proveen de insumos para una rica discusión que, aunque parezca ecléctica, puede proporcionarnos elementos para una mejor comprensión del fenómeno de lo político en la sociedad contemporánea.

En ese sentido, la antropología política no puede contentarse con una ambición clasificatoria de los sistemas políticos, como ocurrió en los orígenes de la subdisciplina. El desarrollo de nuevas herramientas teóricas parte, hoy día, de nodos problemáticos (i.e. la hegemonía, la agencia social, la simbolización y rituales de poder, la formación de Estado, etcétera). Cabe destacar que la conceptualización weberiana del poder, la dominación y la autoridad sigue siendo el pilar sobre el cual descansa la reflexión contemporánea acerca de ese tópico. Sin embargo, los analistas deben auxiliarse de otras vertientes, como las aquí analizadas, para satisfacer el interés antropológico de la documentación etnográfica de las relaciones de dominio, subordinación, subalternidad y hegemonía.

El énfasis que se ha dado a la lectura de Weber sobre la autoridad burocrático–racional, aunque relevante para la reflexión en torno a la complejización de las estructuras y las dinámicas de centralización del poder, no debe opacar en los estudios antropológicos sus propuestas sobre las lógicas de legitimación del poder. En este campo, la obra de Durkheim resulta cardinal, pues sus reflexiones sobre la construcción de representaciones colectivas han sido de utilidad para escapar a la "jaula de hierro" weberiana y encaminar la investigación hacia el entrecruce de los fenómenos culturales que tienen que ver con la conciencia y las representaciones de grupos sociales –más allá de los saberes técnicamente utilizables– y con los fenómenos de la autoridad y la dominación.

Una perspectiva en antropología política que limite su enfoque a investigaciones empírico–analíticas al estilo weberiano–parsoniano sólo podría investigar la autoconservación y la autotransformación de los sistemas políticos, en la dimensión de los procesos de adaptación pragmática y racionalmente logrados, lo cual negaría otras dimensiones de lo político.

Los temas enumerados por Abélès para transitar hacia una antropología de lo político nos parecen los tópicos adecuados en una visión que pretenda dar cuenta de la complejidad de la realidad contemporánea. Sin embargo, nos parece que, metodológicamente, debemos proceder a través del estudio de los procesos políticos y explicar mediante ellos la estructuración de la dominación (en sus lógicas culturales de subalternidad, subordinación y hegemonía) y los mecanismos del cambio político. Esto implica profundizar en las reflexiones respecto a la vinculación entre el ámbito macroestructural y las dinámicas microsociales.

En ese sentido, también abogamos por mantener una definición conceptual clara de las relaciones de poder como control sobre recursos estratégicos, con la finalidad de mantener el análisis de la política y la cultura anclado en una perspectiva materialista que nos permita explicar cómo, a partir de dicho sustrato, el análisis de los roles, arenas y luchas políticas lleva a la aprehensión de los llamados sistemas culturales de valores.

 

Notas finales

Los historiadores del pensamiento antropológico señalan a 1940 como el año de origen de la antropología política. Desde entonces, a desdén de la observación de David Easton (1959) respecto a la inexistencia de ese campo de especialización, la perspectiva antropológica del estudio del poder se ha desarrollado en diversos caminos. En esas dos décadas, bajo la égida del estructural–funcionalismo de la escuela británica, los antropólogos quedaron cautivados ante el enigma que significaba la existencia del orden social en sociedades sin una estructura centralizada: el Estado. A explicar esa paradoja abocaron sus primeros esfuerzos.

La crítica a esa perspectiva se dirigió a dos aspectos: su orientación sincrónica y la ficción que significa hacer del modelo analítico del equilibrio una hipótesis a constatar; no obstante, tuvieron la virtud de llamar nuestra atención sobre la existencia de funciones gubernativas, incluso ante la inexistencia de estructuras políticas. Cabe destacar que en la antropología política han privado las visiones probabilísticas y voluntaristas de la acción social; es decir, el concepto de poder se define, desde Weber, como la posibilidad de imponer una voluntad, y aun en las visiones sistémicas de Parsons y Easton el estudio de la política se concentra en la función gubernativa, esto es, en su posibilidad de producir resultados.

En los últimos tiempos, la antropología política ha experimentado relevantes virajes tanto en sus herramientas de análisis como en su objeto de estudio. La antropología del poder no sólo se ha dedicado a estudiar procesos, cuasi grupos, cliques, redes sociales, actores sociales; también se ha dado a la tarea de analizar la construcción simbólica de los Estados nacionales, la cultura política, los social dramas y los símbolos de poder de los políticos. Asimismo se observa una tendencia constructivista y relativista, donde los conceptos de hegemonía, dominación, resistencia y cultura se ven como un producto construido por una compleja trama de relaciones sociales y en las que no hay posiciones absolutas. Metodológicamente, ha significado un avance en nuestra comprensión de cómo operan los mecanismos culturales para la orientación y significación de la política y lo político.

 

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Nota

1 En un curso impartido los días 21, 22, 24 y 25 de junio de 1997, en el Auditorio del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México.

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