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Alteridades

On-line version ISSN 2448-850XPrint version ISSN 0188-7017

Alteridades vol.19 n.38 Ciudad de México Jul./Dec. 2009

 

Investigación antropológica

 

Habitar las instituciones religiosas: corporeidad y espacio en el campo judaico y pentecostal en Buenos Aires*

 

Living Religious Institutions: Body and Space at Judaic and Pentecostal Institutions in Buenos Aires

 

Damian Setton y Joaquín Algranti**

 

** Universidad de Buenos Aires–Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (UBA–Conicet). Saavedra 15, 4o piso. Ciudad de Buenos Aires, Argentina <eldaset@yahoo.com.ar>, <jalgranti@hotmail.com>.

 

* Artículo recibido el 26/11/07
y aceptado el 18/06/09.

 

Abstract

Within the framework of religious revival that has modified relationships between religion, society, and subjectivity, this paper focuses on the production of body and space, and analyzes the ways of belonging to two different institutions (one Judaic and the other neo–Pentecostal) in the City of Buenos Aires. Religious space is composed of levels of belonging that go from the hard nucleus to the periphery, passing through intermediate instances that delineate different modes of the subject.

Keywords: body, belonging, history, convertion, cosmology.

 

Resumen

Con base en el contexto de revitalización religiosa que ha modificado las relaciones entre religión, sociedad y subjetividad, el artículo analiza las formas de pertenencia en dos instituciones de la Ciudad de Buenos Aires, una relativa al campo judaico y la otra al mundo neopentecostal, focalizando la mirada en las producciones de la corporeidad y el espacio. El espacio religioso aparece conformado por una sucesión de niveles de pertenencia que van desde el núcleo duro hasta la periferia, pasando por instancias intermedias que delinean diferentes modalidades de sujeto.

Palabras clave: cuerpo, pertenencia, historia, conversión, cosmología.

 

Introducción

En los últimos años, los estudios en sociología de la religión han comenzado a dar importancia al análisis de las conversiones religiosas y la consecuente formación de comunidades de creyentes, definidas por Danièlle Hervieu–Léger (2004) como regímenes comunitarios de validación del creer. Los nuevos movimientos religiosos han sido trabajados en varios contextos y desde diversas perspectivas teóricas, que van del examen de la producción y articulación de significados mediante la teoría de los marcos interpretativos de la realidad (Frigerio, 1999; Semán y Moreira, 1997/1998) a estudios más concentrados en las relaciones entre la reconfiguración identitaria en torno a lo religioso y las transformaciones en el campo político (Kepel, 1995a; Lehmann y Siebzehner, 2006), pasando por aquellos vinculados a la relación entre formación de diásporas y revitalización religiosa (Kepel, 1995b; Roy, 2002). El interés en los nuevos movimientos religiosos ha conducido a la investigación de las reacciones de ciertos sectores de la sociedad, específicamente los movimientos anticulto tanto de tendencia laica como religiosa (Soneira, 2005). Las conversiones al neopentecostalismo, el desarrollo de la renovación carismática católica, los procesos de "retorno a las fuentes" en sectores del judaísmo y el islam, la ampliación de una constelación religiosa donde emergen grupos budistas de diversa tendencia, hare krishna, espiritistas, afrobrasileros, mormones y testigos de Jehová, lleva a preguntarse por los modos de construcción de la identidad en un momento caracterizado por la globalización y el quebrantamiento de los cuadros de referencia que proporcionaban a los individuos un anclaje estable al mundo social (Hall, 2006: 7).

Formas modernas de comunalización religiosa aforan en un contexto que Hervieu–Léger señala de debilitamiento tanto de las definiciones institucionales del creer como de la relación de autoridad entre fieles y detentadores del capital religioso, que Bourdieu (1971) consideraba el principio básico de estructuración de ese campo. El modelo teórico que definía una forma de feligresía basada en la desposesión de los instrumentos de poder simbólico y en la reproducción de la creencia en la legitimidad de dicha desposesión tiende a ser cuestionado por el modelo de un sujeto activo que construye sus creencias agrupándose de manera voluntaria en comunidad de iguales. Este giro epistemológico se desarrolla correlativamente a un proceso general de desinstitucionalización, como apuntan Dubet y Martuccelli (2000), que se expresa de forma particular bajo la crisis y reestructuración de las organizaciones socializadoras de la modernidad tales como la familia, la escuela, el mundo del trabajo, la política, etcétera.

En este escenario podemos decir que las instituciones religiosas se ven jaqueadas por dos movimientos opuestos. De un lado, aquel que "tiende a relativizar las normas sobre lo que hay que creer y practicar fijadas por las instituciones religiosas" (Hervieu–Léger, 2004: 207). Del otro, el agrupamiento de los creyentes en comunidades que, en cuanto pequeños universos de sentido, funcionan como instancias de validación del creer, imponiendo normas y objetivos. Por consiguiente, el análisis de las reconfiguraciones de los modos de creer y de las prácticas religiosas debe tener en cuenta el proceso de individualización y de debilitamiento de la autoridad religiosa, así como los diversos agrupamientos en torno a comunidades de creyentes que este mismo proceso de individualización conlleva. Individualización y comunitarización son dos caras de una misma moneda.

En las últimas décadas, el campo religioso argentino ha experimentado cambios notables. De acuerdo con Floreal Forni (1993), la disminución del "costo de la disidencia" habilita instancias de participación religiosa por fuera de las normativas eclesiales católicas.

Dentro del propio catolicismo se asiste a una diversificación de las instancias de socialización con diferentes tipos de relaciones con la institución (Giménez Béliveau, 2003). Los corrimientos del monopolio católico, tanto al nivel de la legitimidad social como al de las creencias, las prácticas y los saberes, permiten la creciente visibilidad de otras instancias dentro del mundo cristiano, como las iglesias pentecostales (Frigerio, 2007). En el mundo judío, los procesos de "retorno a las fuentes" han modificado el panorama comunitario, generando espacios de identificación con el judaísmo, constituidos sobre la centralidad de su componente religioso–ortodoxo, situación relacionada con la pérdida de la hegemonía del sionismo en cuanto foco de identificación con lo judío (Brauner, 2002).

Cuando se menciona la revitalización religiosa, suele enfocarse en términos de la conversión. No obstante, consideramos que un análisis fructífero debe considerar la superposición de dos fenómenos aparentemente contradictorios. Por un lado, la conversión o pasaje, que permite crear un ejército de militantes, un núcleo de misioneros dedicados a expandir el mensaje y a buscar posibles adeptos, y por el otro, una relajación de las fronteras en el campo religioso, que borra las pertenencias fuertes, creando novedosos espacios de circulación. La combinación de ambas situaciones ha reconfigurado el campo religioso en los diferentes sistemas de creencias que lo componen. En este ensayo pretendemos examinar la articulación entre los militantes religiosos y un complejo y multifacético agregado de individuos que mantienen diferentes grados de relación con la comunidad religiosa. Desde el punto de vista de la configuración de un espacio religioso, cada estructura de plausibilidad (Berger, 1971) se compone de un núcleo de militantes y de espacios periféricos que problematizan los criterios de pertenencia. Finalmente, la comunidad reproduce los varios niveles periféricos a través de prácticas cotidianas y discursos puestos en circulación.

Al estudiar las comunidades religiosas, se debe prestar atención a los distintos niveles de pertenencia que las mismas construyen, al modo en que dichos niveles son habitados por los sujetos, a las marcas que el grupo impone como elementos a ser reproducidos para ubicar a los sujetos en las diversas instancias del espacio. Aquí, el cuerpo se presenta como depositario de las marcas que diferencian a los fieles y construyen fronteras tanto internas como respecto al exterior. En este trabajo nos proponemos analizar los niveles de pertenencia que dan forma a un espacio comunitario, enfocando el modo en que son habitados por los actores sociales. Los grupos construyen marcas que, al ser reproducidas por los actores, delimitan fronteras y marcan el adentro y el afuera. Se trata de examinar cómo los actores se piensan en ese espacio y a qué recursos apelan para definir su nivel de pertenencia.

Para comenzar desarrollaremos brevemente las coordenadas epistemológicas que orientan nuestras indagaciones, ahondando en la historia de las instituciones con las que trabajamos –Rey de Reyes y Jabad Lubavitch–. A continuación el artículo se encuentra divido en cuatro partes. La primera apunta a trabajar la relación del neopentecostalismo y el judaísmo con la historia y las tradiciones; la segunda se aboca al análisis del lugar que ocupa la conversión; la tercera caracteriza el modo en que los valores de la cosmología se hacen cuerpo mediante marcas y signos; finalmente, la cuarta se propone definir en términos generales una de las posiciones más interesantes en relación con los niveles de pertenencia religiosa, esto es, el lugar intermedio entre el adentro y el afuera de una institución: la periferia.

La metodología empleada ha sido la observación participante; entrevistas abiertas, extensas y recurrentes; y el análisis de documentos de la Iglesia evangélica Rey de Reyes y la institución Jabad Lubavitch, ambas de la Ciudad de Buenos Aires.

 

Comunidad y corporeidad religiosa. La configuración del espacio y los modos de habitarlo en grupos neopentecostales y judíos

Concebimos al espacio comunitario como una constelación de niveles de pertenencia que van del núcleo a la periferia, dibujando una serie de espacios intermedios. El estudio de las intersecciones entre estos diferentes grados de pertenencia del campo religioso y entre éste y otros universos de sentido problematiza la dicotomía interior–exterior y conduce al desafío de construir una definición, fundamentada en los datos extraídos de los trabajos empíricos, acerca del sujeto periférico.

Los actores determinan su lugar en el espacio recurriendo a los marcadores de identidad que el grupo impone. La percepción que los actores tienen del lugar que ocupan es relacional, es decir, que dicha percepción se construye sobre la base de la definición del lugar del otro. Si un actor puede definirse, y ser definido por los otros, como parte de la periferia, es porque en la forma de verse a sí mismo tiene como referencia las marcas portadas por los actores que se encuentran en el núcleo.

El cuerpo es un marcador de fronteras, una materia a ser trabajada por las comunidades religiosas, que permite estratificar los niveles de pertenencia. En las comunidades religiosas, la manera en que los sujetos construyen sus propios cuerpos influye en las posiciones ocupadas en el espacio, especialmente en comunidades como las analizadas en este trabajo, donde el cuerpo es uno de los principales marcadores identitarios y de diferenciación tanto en el interior de la propia comunidad como entre la comunidad y el exterior. De esta forma, la relación con la comunidad implica la administración, por parte del sujeto, de los marcadores identitarios definidos por la instancia comunitaria. Estas marcas son anteriores al establecimiento de las relaciones entre el grupo y el individuo. No obstante, este último puede "jugar" con ellas, reproducirlas en diferentes grados, construir significados nuevos y definirse a sí mismo en relación con el modo de administrarlas. Aquí se conjugan los procesos de comunitarización e individualización, mencionados en la introducción de este trabajo.

Utilizaremos los conceptos de pentecostalización y judaización del cuerpo para explicar un proceso de ubicación del individuo en el espacio de la comunidad religiosa, tanto neopentecostal como judía. Participar en el núcleo comunitario implica la reproducción de ciertos marcadores identitarios que toman al cuerpo como soporte de manifestación. No se trata sólo de elementos visibles, como la vestimenta, la postura y la reproducción de movimientos estereotipados. Puede tratarse de una administración del cuerpo, de sus reacciones, de los alimentos que ingiere, de su relación con otros cuerpos. El concepto de corporeidad da cuenta de la reproducción de ciertas marcas corporales que se nutren de sentido mediante un discurso que puede asumir la forma de una ideología. El cuerpo se judaiza o se pentecostaliza cuando, en el proceso de ingreso a la comunidad religiosa, el sujeto reproduce determinadas marcas que son interpretadas, por los mismos actores sociales, como propias del neopentecostalismo o del judaísmo.

La corporeidad recorre este trabajo, se constituye en un eje que atraviesa las problemáticas planteadas. La perspectiva comparativa que adoptamos nos conduce a considerar las situaciones en las cuales la corporeidad ocupa un primer plano en un caso y un plano secundario en el otro, así como los diferentes regímenes de corporeidad que dejan entrever los análisis en grupos neopentecostales y judíos.

Si hemos optado por la comparación entre el movimiento neopentecostal y Jabad Lubavitch es porque ambos dan cuenta de profundas transformaciones en los universos cristiano y judío, respectivamente. En efecto, el impulso del neopentecostalismo ha significado, en el universo cristiano, un impacto similar al del proselitismo jabadiano en el mundo judío, más allá de la diferencia de escala entre un caso y el otro. ¿Cuáles son las similitudes que se encuentran en ambos fenómenos y que muestran los rasgos que cruzan las diferentes adscripciones religiosas? ¿Cuáles son las especificidades observadas en la comparación que exponen las particularidades de los universos cristiano y judío?

 

Sobre Jabad Lubavitch

Jabad Lubavitch es un grupo religioso que surge como rama del jasidismo en el proceso de la modernidad judía. Se considera modernidad judía al periodo caracterizado por una ruptura interna que afecta el modelo de comunidad y autoridad tradicional, así como el sistema de creencias, símbolos, prácticas, valores y representaciones, hasta entonces establecido (Azria, 2003). Es en la Europa del Este del siglo XVIII que comienzan a perfilarse las tendencias que contribuirán a la pluralización del mundo judío. Entre estas corrientes, el jasidismo1 –fundado por Israel Ben Eliezer– ha sido una importante fuerza de renovación y, a la vez, conservación religiosa. Renovación en la medida en que pone en cuestión modelos de autoridad y de relación con lo sagrado propios del judaísmo rabínico. En este sentido, el jasidismo supone una democratización del acceso a lo sagrado, una focalización en lo emocional frente a lo erudito y la conformación de un modelo de socialización centrado en la figura del líder carismático (rebe). El jasidismo se divide en diversas ramas, entre las cuales existen rivalidades en materia de doctrina y personales. Jabad es una de las tantas corrientes del jasidismo, fundada por Shneur Zalman de Liadi y desarrollada en la ciudad rusa de Lubavitch. Su enfoque da mayor valor al estudio de los textos sagrados que a las manifestaciones emocionales que caracterizaban al primer jasidismo.

Las dificultades por las que pasaban los judíos en la Rusia soviética condujeron a los líderes de Jabad Lubavitch a emigrar a otras partes de Europa.2 Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial y la ocupación de Francia harán necesaria la búsqueda de nuevos horizontes. De este modo, Jabad se instala en Estados Unidos, desde donde comienza una campaña de "rejudaización" basada en el envío de emisarios a distintos puntos del planeta.

Sus inicios en Argentina3 se remontan a la segunda mitad de la década de los cincuenta, con el arribo al país, desde Estados Unidos, de Dobver Baumgarten en calidad de emisario del rebe de lubavitch. Habiendo formado grupos de estudio y de realización de plegarias, sus discípulos, luego de perfeccionarse en Estados Unidos e Israel, retornan al país para expandir el movimiento. Actualmente, cuenta con 16 sedes en la Ciudad de Buenos Aires, dos en la provincia (Martínez y Morón) y siete en el interior del país. Éstas se construyen por iniciativa de la central o de un rabino que pide la autorización para utilizar el nombre de Jabad. Un Beit Jabad (Casa de Jabad) se abre con el objetivo de agrupar a un círculo de asistentes más o menos permanentes así como ofrecer variados servicios que implican tanto los cursos de religión como la ayuda social y la casherización de los hogares. De este modo, las instituciones de Jabad no surgen por la necesidad de una comunidad ya conformada de construir sus espacios de socialización, como en el modelo de implantación de las comunidades judías en Argentina, sino por la necesidad del movimiento de expandirse, construyendo templos, a fin de aglutinar una comunidad. Aquí, el modelo jabadiano de implantación en el espacio se asemeja al de las iglesias neopentecostales.

Una de las características de Jabad, compartida con otros grupos religiosos, es su apertura al judío no ortodoxo. De tal forma, pueden verse en sus eventos desde estudiantes religiosos vestidos de saco negro y camisa blanca, con la cabeza cubierta por un sombrero, hasta judíos laicos con mayor o menor interés por las cuestiones religiosas. El grupo, al asumirse como proselitista, fuertemente impregnado de una perspectiva mesiánica, se propone como objetivo combatir la asimilación de los judíos al medio mayoritario en el que viven. Ese proselitismo contrasta con la tendencia, en otras comunidades judías, a evitar el contacto con todo judío no religioso. Por lo tanto, la formación del espacio dentro de Jabad Lubavitch se encuentra íntimamente relacionada con el proselitismo del grupo, ya que el proselitismo permite a numerosos actores identificarse con Jabad Lubavitch, seleccionando entre los marcadores identitarios en el proceso de construcción del cuerpo, pero sin que dicha selección implique la completa anulación de la individualidad a la comunidad. Esta actitud proselitista recurre a estrategias menos vinculadas al judaísmo tradicional y más cercanas, al menos en la forma, a ciertas iglesias neopentecostales.

 

Sobre Rey de Reyes

La historia general del pentecostalismo se remonta al periodo posterior a la guerra civil norteamericana, a una época en la que los sectores populares se distancian del formalismo de los cultos protestantes para volcarse hacia una vivencia más emotiva de la religión. Los pioneros del pentecostalismo, como Charles Fox Parham y William Seymour, logran sintetizar la herencia carismática4 del metodismo, el pietismo y los movimientos de santidad. Su cuerpo de doctrinas comparte la postura luterana de la salvación por la fe, la importancia del bautismo y la autoridad de la Biblia, pero refuerzan la figura del Espíritu Santo y su manifestación a través de dones o carismas particulares. El don refiere a la presencia de la gracia divina en el hombre por medio de habilidades especiales que van de la destreza para ciertas prácticas cotidianas a la acción de sanar o hablar en lenguas (glosolalia). Su perspectiva doctrinal complementa la recuperación de elementos mágicos5 en la experiencia con una poderosa ética intramundana que se expresa, entre otras formas, en la férrea voluntad evangelizadora y misionera.

América Latina fue el blanco de numerosas campañas evangélicas en las distintas regiones. Según los estudios de Wynarczyk y Semán (1994), el caso argentino reconoce cuatro grandes oleadas protestantes: 1) la primera llegada tiene que ver con las denominaciones históricas –metodistas, anglicanos, presbiterianos, etcétera– vinculadas a la inmigración europea entre 1825 y 1850; 2) la segunda, entre 1881 y 1924, es un protestantismo de corte misional proveniente de iglesias norteamericanas como la bautista, los Hermanos Libres y el Ejército de Salvación, entre otras; 3) la tercera corriente, hacia 1910, es el pentecostalismo todavía dependiente de las sedes extranjeras y el trabajo con comunidades étnicas; 4) la cuarta oleada puede fecharse a partir de 1954 con la campaña masiva que lleva a cabo Thomas Hicks, instalando la prédica de la sanidad y las manifestaciones milagrosas del poder divino. Los últimos 15 años de la sociedad argentina condensan un nuevo "despertar del espíritu" mediante la multiplicación de las iglesias, las campañas y los megaeventos. En este contexto, el discurso de la teología de la prosperidad y de la sanidad ocupa un lugar clave en las estrategias ampliadas de evangelización.

A partir de la segunda mitad de la década de 1990 comienza el crecimiento de iglesias grandes –de más de 20 000 miembros– en zonas donde no habían tenido impacto, como el caso de la Iglesia Rey de Reyes. El Ministerio fue fundado en 1986 por el pastor Claudio Freidzon y hoy en día cuenta con más de 20 000 adeptos. Se encuentra ubicado en la zona norte de la Capital Federal en el barrio de Belgrano. Su localización marca un hito en la geografía pentecostal, consuma el esfuerzo histórico por acceder a los sectores de mayores ingresos, marcando el pasaje de la periferia al centro de la Ciudad de Buenos Aires. La Iglesia se extiende a través de librerías, negocios, tres templos, una fundación, señales de radio (FM Gospel 101.9), programas de televisión, el diario Enfoque, el Cristo Bar y su propia escuela, la Buenos Aires Christian School. La composición social de los participantes se inscribe –en su mayoría– dentro de los estilos culturales (Douglas, 1998) propios de sectores medios y medios bajos, con un predominio general de mujeres y un alto índice de jóvenes. Rey de Reyes pertenece a la Unión Asamblea de Dios y suele contar con la presencia ocasional de importantes pastores del extranjero, como Benny Hinn, y con el apoyo de autoridades locales dentro del neopentecostalismo, como el evangelista Carlos Annacondia, de Mensaje de Salvación; el reverendo Carnival, de La Catedral de la Fe; el pastor Pedro Ibarra, de El Puente; y el pastor Donald, del Centro Familiar Cristiano.

 

El cuerpo en la resignificación de la historia

Toda religión carga con una historia que le es propia, con una suerte de herencia social que se expresa en términos doctrinales por medio de su cosmología, actualizada cíclicamente en un conjunto de ritos, prácticas y creencias que inscriben al sujeto dentro de una tradición que lo trasciende. Una de las formas más acabadas en las que la historia de las creencias se realiza en el mundo social es el cuerpo (Le Breton, 2002). Aquí el trabajo religioso sobre la corporalidad logra transmutar el carácter arbitrario e históricamente construido de la acción en un conjunto de hábitos, usos y costumbres, es decir, una hexis corporal que forma parte del inconsciente de las prácticas. Dimensiones tan íntimas como la sexualidad, el sentido del gusto, la estética, el humor, los modos de hablar y pensar, dan cuenta de la presencia decisiva del medio sociocultural en la experiencia cotidiana de las personas. Cuando un sistema de creencias logra acceder a estas áreas de la subjetividad alcanza, tal vez, el punto más alto de realización, donde la historia negada en su arbitrariedad se hace cuerpo en el creyente. Así, la conversión religiosa, con las consiguientes transformaciones en la corporeidad, implica la incorporación del sujeto en una historia determinada.

El lubavitch se ve a sí mismo dentro de un mundo simbólico donde los acontecimientos históricos están clasificados y cargados de sentido en función de dos esquemas interpretativos que se complementan. La historia de los judíos es concebida como una tensión entre el mantenimiento de la identidad y la asimilación al medio exterior, así como entre la degradación de la práctica religiosa, en cuanto garante de la identidad, y el camino hacia la redención mesiánica. En este sentido, un primer esquema interpretativo se ancla a la problemática de la asimilación, lo que permite clasificar los acontecimientos de la historia en función de su relación con este proceso. Así, algunas empresas históricas, como el sionismo, el iluminismo judío o la reforma religiosa, son interpretadas como instancias que han conducido a la asimilación, poniendo en peligro la continuidad de la existencia del pueblo judío. Luego, la difusión del mensaje de Jabad Lubavitch es interpretada por los miembros del grupo como una resistencia a esta tendencia. El segundo esquema es el que concibe la historia como un proceso determinado por la mano de Dios, cuyo final anunciado es la redención mesiánica, que puede ser anticipada por la acción de los judíos, es decir, por el cumplimiento de los preceptos religiosos. De tal forma, cada acto de cada judío tiene efectos positivos o negativos en el apresuramiento de la llegada del Mesías. Los actos que conducen a la asimilación son, a la vez, actos que retrasan la redención final, con lo que no solamente afectarían al individuo que los realiza, sino a la totalidad del pueblo de Israel.

El cuerpo se inserta en esta matriz de comprensión de la historia, ya que la primera distinción entre las corporeidades es la que se establece entre el cuerpo asimilado (profano) y el cuerpo judío (sagrado). Como veremos más adelante, los lubavitch distinguen entre el cuerpo judío y el cuerpo de los judíos. No obstante, la pluralidad de los cuerpos ha sido una de las marcas estructurantes de la historia de los judíos. Las diferentes tendencias que dieron vida al judaísmo a lo largo de los siglos XIX y XX propusieron sus propios modelos de corporeidad. Es por ello que asumir un tipo de corporeidad implica sumirse en la disputa histórica entre las diversas corrientes en el judaísmo. Así, el judío que adopta un cuerpo basado en los marcadores propios de las comunidades religioso–ortodoxas experimenta su cuerpo como una reacción al proceso de asimilación que realizaban otras corrientes del judaísmo a través de sus modelos de corporeidad particulares. La modernidad judía6 puso en escena la disputa acerca de la definición legítima del judaísmo, encarnando en los cuerpos diferentes cosmologías.

El iluminismo judío7 y sus herederos, entre ellos la reforma religiosa, pretendieron instalar la legitimidad de un cuerpo cuyas marcas reproducían la aspiración de modernización y occidentalización del judaísmo y de participación de los fieles en las identidades nacionales de los países que habitaban. Esto condujo a que quienes se adherían a estas ideologías abandonasen ciertas marcas corporales como la barba crecida, en el caso de los hombres, o el cabello cubierto con una peluca, en el caso de las mujeres. Por su parte, la utopía sionista pretendió redefinir la identidad judía, "regenerando" a los judíos mediante la transformación de sus cuerpos. Los sionistas consideraban que el cuerpo tradicional del judío se caracterizaba por su debilidad. Por lo tanto, el cuerpo del nuevo judío que el sionismo pretendió construir debía reproducir las marcas del guerrero, es decir, ser un cuerpo vital y pujante. Estas corporeidades no respondían a las formas de ver el mundo de los sectores vinculados a las corrientes religiosas ortodoxas. Sin embargo, incluso entre estas últimas, se presentaron disputas cuando el jasidismo8 estableció formas de plegaria emocionales con una presencia central de lo corporal. Como podemos ver, el judaísmo ha estado atravesado por diferentes regímenes de corporeidad. Quienes asumían estos modelos de corporeidad experimentaban una incorporación determinada en la historia, sea mediante la vinculación a la modernización y occidentalización decimonónica, en el caso de la reforma religiosa judía, al judaísmo prediaspórico, en el caso de los sionistas, o al judaísmo tradicional de las aldeas de la Europa del Este del siglo XIX, en el caso de los adeptos a Jabad Lubavitch.

A la hora de estudiar el vínculo de la comunidad pentecostal con la historia es preciso trazar por lo menos tres grandes coordenadas, que nos permiten comprender el impulso originario y la identidad de este grupo: 1) a diferencia de la ortodoxia judía, surgida a comienzos del siglo XIX, se trata de una denominación joven dentro del mundo protestante, nacida a finales del siglo XIX en Estados Unidos a través de una ruptura y una renovación del metodismo y los movimientos de sanidad. 2) Su cuerpo de doctrinas comparte la postura luterana de la salvación por la fe, la importancia del bautismo y la autoridad de la Biblia, pero refuerza la figura del Espíritu Santo y su manifestación mediante dones o carismas particulares, expresados sobre todo por medio de las emociones, elemento que se expresa de manera completamente diferente en los procesos de "retorno" al judaísmo. 3) Si bien en un principio su espacio de inserción estuvo relacionado con los sectores populares en California, el pentecostalismo supo expandirse con rapidez al resto de América Latina, bajo un impulso evangelizador marcado más por las voluntades y apuestas individuales que por una estrategia conjunta de crecimiento.

En función de las tres coordenadas mencionadas, es posible reconocer que la lógica de la expansión pentecostal, a diferencia de la del judaísmo, no se corresponde con lo que un grupo podría definir como el "retorno" a una tradición específica, es decir, con el arte de reactualizar un conjunto de dogmas, liturgias y ceremonias preestablecidas, que fundan la identidad comunitaria en la apropiación y repetición de un modelo estático de ser evangélico. A medida que los pastores extranjeros fueron remplazados por líderes locales comenzó a afirmarse un patrón de desarrollo fundado fuertemente en estrategias de aculturación, donde el universo de símbolos y prácticas foráneas logró fusionarse con los contenidos específicos de cada cultura. Por eso es posible hablar de un pentecostalismo indígena capaz de resignificar las prácticas chamánicas de los tobas o los wichis, así como de un pentecostalismo rural y urbano que adapta su discurso a diferentes pautas de consumo, elecciones estéticas, terapéuticas y religiosas que definen los estilos culturales, para utilizar el término de Mary Douglas, propios de cada grupo social.

Si el punto de partida para pensar el cuerpo judío tiene que ver con la caracterización de las corrientes ortodoxas diferenciadas de los sectores "asimilados" por un conjunto de reglas, adscripciones y marcas diferenciadoras, en el caso del pentecostalismo hay que hacer referencia a un trabajo de reinvención constante de las tradiciones en la búsqueda de producir un bien simbólico ajustado a las necesidades específicas de los creyentes estables y de los creyentes por venir. Los mismos actores reconocen y aceptan la importancia de innovar en materia litúrgica. La idea de reinvención remite al trabajo religioso de adaptar tanto la liturgia como el énfasis y el acento de su teología, según el perfil de liderazgo de cada pastor y la comunidad a la que se dirija. Basta asistir a un culto de exorcismo de la Iglesia Universal del Reino de Dios, a una campaña de sanidad y guerra espiritual de Carlos Annacondia o a los superclásicos para la juventud que organizaba Dante Gebel, para darse cuenta de que cada Iglesia coloca a la tradición en diálogo con las necesidades de su tiempo. Aunque el mecanismo de adecuación con el mundo es propio de todos los sistemas de creencias, los grupos neopentecostales tienden a reforzar este polo por sobre la repetición ritual de una liturgia predefinida, mientras que el ritual jabadiano funda su legitimidad en el hecho de asumirse como la reproducción del rezo tradicional, libre de las "innovaciones" incorporadas por los judíos modernizantes.

Así pues, la matriz de comprensión de la historia en el neopentecostalismo es el resultado del encuentro entre, por un lado, los principios compartidos de la escatología pentecostal, que interpretan la decadencia y la corrupción del mundo como signos de la segunda venida de Jesús,9 y, por el otro, el llamado de cada Iglesia a evangelizar adoptando el lenguaje, las formas y los códigos de los grupos sociales de donde surgen y crecen. El cuerpo se inserta en esta matriz como el depositario de un conjunto de signos de pertenencia, generales y específicos, que marcan la presencia de la divinidad y el estado de comunión o de lejanía con Dios. El creyente neopentecostal expresa en su cuerpo su cercanía a la divinidad, reconociendo en ese proceso la legitimidad de las adaptaciones al medio de implantación. En el caso del judío ortodoxo, además de esta dimensión centrada en lo divino, se subraya la pertenencia a una comunidad que, de acuerdo con el imaginario de los actores, se ha mantenido prácticamente inalterable a lo largo del tiempo, soportando los embates del proceso de asimilación. Esta diferencia se ancla en una experiencia del proceso de conversión en ambos sistemas de creencias. En cuanto a los neopentecostales, el converso siente que ha vuelto a nacer, que hay algo nuevo en él. En el caso del judaísmo ortodoxo, siente que ha retornado, que lo nuevo que hay en él es la recuperación de lo viejo.

Aquí la conversión como un rito de pasaje fundamental en la vida del creyente ocupa un lugar de suma importancia que lleva a redefinir los usos, el sentido y las dimensiones del cuerpo.

 

El cuerpo y la conversión religiosa

El crecimiento de las religiones basadas en la conversión constituye un fenómeno que atraviesa de manera transversal a los grandes sistemas de creencias, generando transformaciones en el mundo protestante, católico, islámico y judío (Kepel, 1995a) y trascendiendo la matriz judeocristiana, en la tradición hinduista. Las estrategias proselitistas son reutilizadas de un sistema de creencias a otro, apropiadas por ciertos grupos más allá de su origen en otras religiones (Lehmann y Siebzehner, 2006). En términos generales, la conversión refuerza la experiencia religiosa de un cambio, es decir, el tránsito hacia una nueva forma de ordenar la vida con base en una serie de recursos materiales, sociales y simbólicos vinculados a una o varias Iglesias. Las dimensiones del cambio remiten a una redefinición identitaria inseparable de una nueva condición ontológica propia del tránsito hacia lo sagrado. Aquí, el cuerpo en correspondencia con una cosmología determinada presenta marcas, rasgos y signos visibles que lo identifican y lo diferencian.

Una forma de establecer las marcas comunes que hacen a un cuerpo identificable para el mundo evangélico es la diferenciación entre el cuerpo sagrado y el cuerpo profano. La pregunta por los límites es una interrogante por las fronteras, muchas veces difusas o variables, que marcan no tanto la relación entre el adentro y el afuera como el espectro de las posiciones posibles que se construyen sobre la base de diferentes formas de pertenecer. A sabiendas de que la construcción del límite constituye fundamentalmente una operación intelectual que es preciso constatar en la práctica, podemos reconocer algunos rasgos generales del neopentecostalismo en su relación con el cuerpo.

Para empezar se trata, como ya dijimos, de un sistema de creencias que se apoya en la conversión, es decir, en la aceptación y el reconocimiento público de un compromiso consciente del hombre con la divinidad. Este punto de partida –que marca la condición antológica de los nacidos dos veces, como plantea William James– se traduce en manifestaciones visibles que hacen blanco en los usos del cuerpo: en la conducta, la forma de dirigirse a los demás, el tono de la voz, la imagen de sí, la vestimenta, la alimentación, la vida sexual y las prácticas religiosas. No es un cambio automático ni una repetición impostada de gestos y fórmulas de la interacción social. Lejos de los saltos drásticos, la conversión se asemeja más a un proceso variable y paulatino en el cual se incorporan lentamente esquemas de percepción y disposición religiosos, o sea, un conjunto de principios que organizan la experiencia y el sentido del obrar, tanto en términos de clasificación del entorno como en la orientación práctica que permite al sujeto responder de manera creativa a situaciones diversas por medio de improvisaciones regladas.

Como observa David Smilde (2007) en su libro reason to Believe, la estructura social de la conversión en los grupos evangélicos no puede ser explicada únicamente en términos de privación, como la respuesta religiosa a necesidades materiales y simbólicas. Por el contrario, la perspectiva de análisis de redes intenta ampliar esta mirada recuperando el lugar clave que ocupa el entramado de relaciones sociales, espacios de interacción y conocimiento, en la llegada de los creyentes a la Iglesia. Los sistemas de disposiciones durables que el sujeto actualiza inconscientemente en las estrategias de la vida cotidiana remiten a un proceso de socialización de segundo grado que se expresa, en su versión más exitosa, bajo la forma de una sensibilidad cristiana, un modo determinado de mirar, percibir y relacionarse con el mundo. Esta sensibilidad funciona sobre todo en la construcción de la imagen de sí mismo que elabora y proyecta el sujeto, generando un cambio en la valoración social de grupos estigmatizados, como el caso del neopentecostalismo gitano estudiado por Mena Cabezas (2007).

El punto de partida de la conversión al neopentecostalismo es la experiencia personal del individuo con la divinidad. El locus de comprensión de lo sagrado aparece en el cuerpo, generalmente en el corazón como el área sobre la que Dios "trabaja", "habla", "toca", "transforma", según el relato de los entrevistados. No existe un cambio verdadero por fuera de la experiencia porque, para el mundo evangélico, la fe es una fe en acto, viva, que sólo se realiza en su expresión y se conoce por sus efectos. El antropólogo Eric Kramer (2005) plantea el concepto de lo espectacular en su trabajo sobre los rituales de exorcismo de la Iglesia Universal del Reino de Dios, para dar cuenta justamente del modo en que la fe debe ser visible y extraordinaria para ser operativa. Podemos completar los análisis de Kramer con la idea de que existe un régimen de visibilidad de la fe que actúa sobre el cuerpo de forma explícita y reconocida, por eso lo sagrado remite casi siempre a un sentimiento en donde Dios se comunica con la persona por medio de múltiples canales.10 La comunicación se hace presente en el punto de encuentro entre la vivencia íntima expresada en términos sensoriales –paz, tranquilidad, certeza– y su expresión corporal mediante el llanto, la risa, el baile, los desmayos y la glosolalia. En cada pasaje de conversión la experiencia es decisiva, como lo demuestran los casos de Juan y de Sergio.

Ahí sentí [...] no fue una voz pero sí fue como algo al corazón que me habló y me dijo: "Bueno, hoy te decidís, o me seguís o no me seguís". Como ya me habían hablado del Evangelio, sabía la importancia de esa decisión [...] a dónde iba. Si lo negaba a Dios y seguía haciendo la mía o si lo elegía a él [...] tomé la decisión de elegirlo a él (entrevista a Juan, 31 años, médico, miembro de Rey de Reyes).

Vas a escuchar 20 000 experiencias. La mía fue que en medio de yo drogado y todo, no sé lo que predicó el pastor, pero en un momento sentí que Jesús había muerto por mí en la cruz [...] no lo podía creer que hubiese muerto por mí, o sea, un tipo drogadicto, rechazado de la sociedad de aquella época, perseguido [...] para la sociedad, alguien sucio. Yo decía, "¿Jesús murió por mí?" ¿Cómo te lo explico? Era demasiado grande el amor, ¿entendés? Y yo decía, "Jesús no solamente me ama sino que murió por mí". Y ahí yo lloraba y empecé a llorar, a llorar, a llorar, a llorar, no la podía creer y cuando dejé de llorar sentí como si me hubieran quitado una mochila de 20 kilos de encima. A partir de ahí nunca más tuve ganas de drogarme, ¡nunca más tuve ganas! No fue un tema que dije, "no tengo que drogarme, cómo me cuesta dejar de drogarme", ¡no!, se me fueron las ganas, ¿entendés? Se me fueron las ganas, no me interné (entrevista a Sergio, 44 años, copastor de Rey de Reyes).

Para Juan es la sensación de Dios hablándole al corazón como el órgano sensible al lenguaje espiritual. Para Sergio es la comprensión de un amor incondicional que lo lleva a quebrantarse, a llorar hasta sentirse más liviano –"como si me hubieran quitado una mochila de 20 kilos de encima"– y sanarse de una adicción que lo agobiaba. Los relatos de conversión, con sus variaciones y particularidades, vuelven siempre sobre un momento determinado que marca justamente el pasaje, el cambio ontológico que atraviesa el sujeto cuando elige seguir a Dios. Algunos testimonios podrían narrarse a partir de la estructura que despliega Borges en su cuento sobre la biografía de Tadeo Isidoro Cruz, al concentrar el sentido de una vida en el instante en que logra reconocerse a sí misma: "Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es" (Borges, 1998: 65). No importa desmentir los elementos ficcionales a los que recurre el testimonio como un género discursivo relativamente estable y predeterminado. Si la sociología puede realizar algún servicio al estudio de las creencias es mediante el análisis de la eficacia que adoptan las representaciones sociales en un contexto determinado histórica y culturalmente. En cuanto al neopentecostalismo, los signos que acompañan a la conversión presentan dos rasgos fundamentales que involucran al cuerpo en su totalidad: 1) Su campo de acción es siempre la experiencia personalizada de lo sagrado, por encima de las tradiciones, las preferencias y la aceptación. Ser evangélico implica haber tenido un conocimiento vivencial de Dios. 2) Lo sagrado actúa en el cuerpo del sujeto bajo un régimen de visibilidad que funciona de forma explícita por medio de la sanación, la prosperidad, la liberación, la paz interior, es decir, de bendiciones y dones de poder cuya eficacia depende de su expresión, de su espectacularidad, como plantea Kramer. A su vez, las redes de espacios que construye el templo habilitan múltiples ámbitos –eventos, reuniones de célula, seminarios, viajes, retiros espirituales– en los que se define una modalidad propiamente evangélica de lo que Merleau–Ponty (1985) denominaba ser–del–mundo; esta noción se refiere al anclaje, la pertenencia y la configuración de la subjetividad en un medio siempre colectivo que se asume como la realidad preobjetiva, incuestionada, pero determinante de las posibilidades de la experiencia. El cuerpo del cristiano tiene su propio mundo, con su estructura temporal y espacial, en el que se encadenan los nudos de significaciones de la experiencia religiosa dentro de los circuitos que configura el templo. La nueva condición ontológica del convertido redefine la noción de cuerpo con relación al alma y al espíritu; de ahora en más el cuerpo va a ser inseparable de una cosmología religiosa que ordena, clasifica y asigna valores.

Para el judaísmo ortodoxo, el cuerpo, con sus marcas, disciplinas, movimientos y vestimentas, da cuenta, en el orden de lo visible, del compromiso de cada judío con el pacto establecido entre Dios y el pueblo de Israel. Cada judío es considerado responsable del mantenimiento de este pacto mediante el cumplimiento de la ley y la visibilización de esa ley en el cuerpo. En este sentido, se piensa que a través de la historia los judíos, con idas y vueltas, han permanecido dentro del cerco de la legislación rabínica en lo referente a las conductas en la vida cotidiana. De este modo, la reproducción de un cuerpo judío–ortodoxo conecta al individuo tanto con lo sagrado como con el linaje creyente. Llevar las marcas del cuerpo judío es cumplir con la voluntad de Dios y constituirse en un eslabón más en la continuidad de la existencia del pueblo. Es así como en los relatos de conversión–retorno la reproducción de la corporeidad es vivenciada como una renovada conexión con Dios y con los ancestros. Este linaje creyente es, a la vez, un linaje familiar (Aviad, 1983). Volver al judaísmo significa volver a creer y a vivir como lo hicieron los abuelos o bisabuelos. Formas de creencias y estilos de vida que los padres, por el proceso asimilatorio, fueron abandonando, pero que luego fueron recuperadas por las nuevas generaciones. Cuando el retornado comienza a usar gorra y sombrero o se deja crecer la barba, no sólo cree estar adoptando la corporeidad que Dios ordena, sino que ve su propia imagen como una fiel reproducción de la de sus abuelos rusos o polacos. Entonces, el retorno no solamente supone reconstituir un linaje creyente, sino también familiar:

Ahora tengo mucho para contar a mi hijo, y la verdadera alegría de ello es el conocimiento de que aquello que le voy a contar no es para nada diferente, ni en un ápice, de lo que mi bisabuelo me habría contado, de haber tenido la oportunidad (Ort, 1994: 20).

El cuerpo del pentecostal, anterior a la conversión, lleva las marcas de la enfermedad o el estigma. Es un cuerpo que busca ser sanado, incluso por procedimientos mágicos cercanos a los compensadores específicos, vinculados a concepciones más cercanas a la magia que a la religión. Es un cuerpo enfermo –alma y espíritu–, que deposita los vicios de la persona: la droga, el alcohol, la violencia. Es por eso que, como señalan numerosos autores (Van Dijk, 1998; Meyer, 1998; Miguez, 1998), el proceso de conversión plantea una ruptura con el pasado devenido en la repetición de, o recaída en, los pecados que forman parte de la herencia espiritual de la persona. Los creyentes denominan a esta herencia iniquidad:

Iniquidad es, para hacerlo gráfico, el derecho legal que vos le das a Satanás para aterrizar en tu vida, es como plataformas que vos tenés, que traes. Por ejemplo, te cancelan las maldiciones, pero no te quitaron el derecho legal, no te quitaron las plataformas y cada tanto [a] esa persona vuelve[n] a pasarle las mismas cosas que le pasaban. [¿Y la iniquidad se transmite?] De generación en generación [...] es como un ADN pero torcido. La iniquidad es la maldad, es la semilla, la simiente de maldad en el ser humano. Entonces, ¿qué pasa? Vos vas a un médico y el médico te habla del carácter de la familia, te pregunta: "hubo en su familia antecedentes de...", ése es el carácter familiar, hay carácter cardiaco [...] carácter de diferentes dolencias. Bueno, eso [...] más allá de llamarse maldición tiene que ver con la iniquidad, porque posiblemente haya habido situaciones de ancestros que hicieron cosas que realmente no fueron llevadas a los pies de Cristo, no fue pedido perdón por esas cosas...

La conversión es el punto cero de la vida cristiana, no es la recuperación de una identidad ancestral ni el retorno a un linaje olvidado en las urgencias del mundo. Su sentido se explica mejor con la metáfora del segundo nacimiento que le permite al creyente empezar de vuelta, lavar sus culpas, dejar atrás el pasado y renacer como un hombre nuevo. El sufrimiento de una vida alejada de Dios se transmuta en aprendizaje, en una suerte de calificación espiritual, que la persona reconoce a medida que incorpora una determinada forma de mirar, una perspectiva religiosa, como dice Geertz (2005: 105):

Una perspectiva es un modo de ver en el sentido amplio en el que "ver" significa "discernir", "aprehender", "comprender" o "captar". Se trata de una manera particular de mirar la vida, de una manera particular de concebir el mundo, como cuando hablamos de una perspectiva histórica, una perspectiva científica, una perspectiva estética, una perspectiva de sentido común o hasta de las singulares perspectivas que se presentan en sueños y en alucinaciones.

Por el contrario, el cuerpo judío anterior a la conversión es concebido como un cuerpo físicamente sano, pero asimilado. No hay, prácticamente, relatos de conversión que señalen el momento anterior como momento de malestar físico o de depresión, de un cuerpo que aspira a ser sanado. El malestar, en los relatos del judaísmo, no tiene que ver con la persona en sí misma, sino con la relación entre la persona y el pueblo al que pertenece. Es un cuerpo que se ha apartado del pueblo, que ha intentado reproducir las marcas de los cuerpos de las otras naciones. La recuperación de la corporeidad religiosa construye las divisiones entre el judío y las sociedades no judías, demarca fronteras, buscando compensar el proceso de asimilación.

A la vez, estos relatos no hacen hincapié en una experiencia emocional fuerte que tiene al cuerpo como lugar de residencia. Lo emocional funciona en el registro de un descubrimiento que reconecta al individuo con el linaje creyente. Haber escuchado una oración del repertorio de la plegaria o una historia de alguna celebridad judía provoca un estado emocional fuerte donde el individuo asume su compromiso con la continuidad del pueblo judío. Teniendo en cuenta el importante lugar que conservar la memoria de la desgracia ocupa en el proceso de construcción de la identidad judía, la portación de las marcas del cuerpo judío es interpretada como la expresión de una continuidad en el tiempo que se vivencia como a pesar de las persecuciones. El cuerpo que se recupera es aquel que otros han querido destruir a lo largo de la historia, sea por el exterminio físico o por los intentos de conversión.

 

La cosmología y el cuerpo

El cuerpo trasciende su carácter orgánico, puramente físico, y pasa a ser el reservorio de un conjunto de valores que hacen a la cosmología evangélica. Como observa Mary Douglas (1973), el sistema de clasificación y ordenamiento simbólico de las creencias se actualiza corporalmente en el cuidado por la higiene, la presentación, el respeto por una estética que se corresponde con una determinada visión del mundo. En este sentido, la imagen de sí que construye el cristiano busca reflejar los signos de la bendición de Dios, expresados fundamentalmente en tres valores ejemplares: la prosperidad, no sólo material sino también la prosperidad entendida como una actitud emprendedora, creativa, en cierto modo ambiciosa, orientada a superar obstáculos; la sanidad exterior e interior, vinculada tanto a la presentación de un cuerpo cuidado, saludable, atlético, como a un estado de paz, reconciliación y perdón del creyente con las heridas y traumas del pasado; y el liderazgo, como un valor clave del neopentecostalismo que apunta a transformar al sujeto en un líder con capacidad de acción, servicio e influencia en la sociedad. Uno de los aspectos más interesantes a tener en cuenta consiste en resaltar que los valores no funcionan a través de una correspondencia plena con el cuerpo, sin fisuras ni ajustes. Tampoco se trata exclusivamente de modelos ideales de la vida cristiana a los que el creyente aspira alcanzar desde la distancia. Lejos de los dos extremos de proximidad y lejanía, la encarnación de los valores cristianos pone en marcha una forma determinada de ser en el mundo donde la salud, la prosperidad y el liderazgo se expresan mediante actitudes, gestos, reacciones y conductas, es decir, a través de una determinada praxis social expresada por medio de un uso semiótico del cuerpo (Turner, 1995). No hace falta ganar dinero para ser próspero, ni estar exento de enfermedades para ser saludable. Los valores actúan como una forma de sobrellevar la vida al trabajar sobre la significación y el modo de relacionarse con los núcleos traumáticos de la experiencia, como pueden ser las depresiones, la marginalidad, el desempleo o la incertidumbre. La imagen de sí que transmite el cristiano a través de un cuerpo decidido, con autoridad y capacidad de acción, va más allá, en un punto, de la correspondencia mecánica con la realidad.

Estas tres nociones aparecen físicamente encarnadas en la figura del especialista, es decir, el pastor y su grupo más cercano. Su intensidad varía según el grado de responsabilidad institucional de los sujetos desde el centro o la punta de la pirámide jerárquica hasta las zonas más flexibles de la periferia. La construcción religiosa de un cuerpo próspero, sano, que transmite la impresión de liderazgo y autoridad requiere un cierto número de restricciones, de ritos negativos, en términos de Durkheim, que ocupan la función de separar al hombre del mundo, cumpliendo con una de las definiciones clásicas de lo sagrado como aquello que se aparta de los acontecimientos de la vida cotidiana para formar parte de los dominios restringidos de lo extraordinario.

El cuerpo apartado es un cuerpo que intenta regirse por la ética de la santificación. Para el neopentecostalismo esta ética suele estar relacionada con restricciones sexuales, alimenticias y de orden social. En el primer caso nos encontramos que la sexualidad legítima es aquella que se consuma en el marco del matrimonio como un espacio de encuentro bendecido por la divinidad. Los ámbitos ajenos –especialmente el noviazgo y las relaciones casuales–, las acciones previas –por ejemplo la pornografía y la masturbación– y las conductas desviadas –como la homosexualidad o la infidelidad– cargan con la impureza propia de una norma infringida que busca restablecerse para recuperar el estado de comunión. Respecto a los alimentos, las prohibiciones recaen fundamentalmente sobre cualquier tipo de bebidas alcohólicas y, en términos más generales, se prohíbe el consumo de cigarrillos y de drogas. Por último, las restricciones sociales hacen referencia a los espacios profanos de entretenimiento capaces de inducir a la transgresión de las prohibiciones antes mencionadas. Aquí busca evitarse de forma deliberada los circuitos de salidas nocturnas como los bares, los boliches y las fiestas que conservan los códigos propios del mundo secular, ofreciendo nuevos espacios de interacción, intercambio y entretenimiento en el marco de la comunidad evangélica.

Este conjunto de reglas para la santificación tiene el fin de apartar al hombre de las tentaciones de la vida profana y de las formas de pecado que amenazan con desplazar a Dios del primer lugar. Se intenta reservar al creyente en cuerpo, alma y espíritu para el plan divino que Jesús tiene para cada uno.

Antes de pasar al estudio de una Iglesia en particular, es necesario hacer tres aclaraciones referentes a la exposición previa. En primer lugar, planteamos una caracterización formal, estática, de los usos ideales del cuerpo con relación a una serie de valores y prohibiciones definidos. Las estrategias institucionales de aplicación, así como el grado de cumplimiento, resistencia, negociación y transgresión de los actores, presentan un espectro sumamente rico y variado que nos advierte sobre el peligro de confundir el mapa con el territorio. En segundo lugar, hay un conjunto de ritos positivos que busca acercar al hombre a Dios no tanto desde las prohibiciones y el castigo sino desde prácticas cotidianas como la oración, la lectura bíblica y los cultos donde el cuerpo también ocupa un lugar clave, según veremos más adelante. Por último, la metáfora de la santidad con sus reglas y exigencias funciona en los dominios de la práctica como un horizonte de acción más que como una frontera rígida de pertenencia y exclusión. El nivel de responsabilidad es directamente proporcional a la posición ocupada por el sujeto en la estructura de relaciones objetivas de la Iglesia. El cuerpo –judío o neopentecostal– estudiado situacionalmente es inseparable de su posición dentro de un universo simbólico que asigna valores, prácticas y poderes.

En el caso del judaísmo, a las restricciones en materia sexual, alimenticia, etcétera, que se comparten en mayor o menor medida con el neopentecostalismo, se debe adherir la relación entre la corporalidad y una visión del mundo marcada por el profundo rechazo a todo aquello que se vincula, desde el discurso jabadiano, con el proceso de asimilación. Así, el cuerpo religioso no sólo encarna los valores ancestrales y la relación del judío con la divinidad mediante el cumplimiento de los preceptos, sino que dicho cuerpo se constituye en un reservorio del rechazo a la asimilación. El cuerpo negativo, aquel ante el cual se define el hombre religioso, no es solamente el cuerpo pecador, también es el cuerpo asimilado. Si bien la asimilación es considerada un pecado, su significación trasciende tal clasificación, de ahí que se revele un problema incluso para sectores del mundo judío no ligados a las corrientes religiosas. El cuerpo configurado en el cumplimiento de los preceptos es asimismo un cuerpo que se posiciona frente al proceso de asimilación en una reivindicación de la identidad. Esto significa el rechazo a las costumbres de los no judíos y a la sociedad de consumo.

En este aspecto, muchas reglamentaciones religiosas son reinterpretadas en función de un lenguaje antisistema. Así, la prohibición del contacto físico entre varones y mujeres en el momento del saludo se reinterpreta como un posicionamiento crítico ante el vaciamiento de sentido reflejado en las costumbres sociales. Explicaba un rabino: "yo antes iba a una reunión y saludaba a personas que ni siquiera conocía". En efecto, si el hecho de evitar el contacto físico en el momento de saludar puede ser entendido por los demás como una falta de consideración, los lubavitch pueden argumentar que un beso o un apretón de manos pierden toda connotación afectiva desde el momento en que se vuelven rutinas sociales superficiales.

Podemos señalar tres dimensiones en la estructuración del discurso acerca del cuerpo. Por un lado, la visión de la historia que coloca al proceso de asimilación como el mal mayor a ser remediado. Este plano implica la crítica a los judíos que reproducen en sus cuerpos las costumbres de las sociedades no judías. Enseguida, una crítica a la sociedad de consumo y a las costumbres superficiales que se plasman en las relaciones cotidianas. Es decir, a un mundo donde las personas se relacionan sin que exista una apuesta afectiva fuerte, o un compromiso, en dichas relaciones.

Por último, la dimensión "específicamente religiosa" que remite a las relaciones entre el hombre y Dios, donde el cuerpo es el depositario de los preceptos. Un cuerpo sagrado implica, entonces, un portador de las marcas que dan cuenta de un posicionamiento específico respecto a estas tres dimensiones: el rechazo a la asimilación mediante la conexión con las formas tradicionales de presentación del cuerpo, el posicionamiento contracultural frente a la sociedad y la conexión con Dios mediante el cumplimiento de sus preceptos sobre la alimentación, la vestimenta y el contacto con el semejante.

 

Las marcas corporales de las pertenencias periféricas

Todo grupo construye una serie de marcadores identitarios que dan cuenta de la actualización del núcleo duro, de tal modo que la realización de dichos marcadores coloca al individuo en esa dimensión del espacio comunitario. Lo que define a un marcador identitario como propio del grupo no son sus cualidades, sino el papel que el grupo le asigna, en la medida en que representa una práctica del nosotros, diferenciándola de las prácticas de los otros.

El sujeto periférico es aquel que, sin ser incluido en el núcleo, mantiene con el grupo algún grado de relación. Su lugar en el grupo se construye respecto a los miembros más comprometidos. A diferencia de quien está completamente desvinculado del grupo, el sujeto periférico entabla una relación lúdica con los marcadores identitarios. Se permite utilizarlos en cuanto recursos que administra a fin de presentarse ante los otros exteriorizando una imagen de sí mismo. Para él, no reproducir todos los marcadores identitarios no es un modo de desvincularse del grupo, sino de relacionarse acentuando su diferencia. No entabla una relación de indiferencia o rechazo absoluto ante los miembros de la comunidad, sino que su posición es ambigua, pudiendo pasar de un estado de rechazo a otro de aceptación, estableciendo interacciones cara a cara con los miembros nucleares y reproduciendo en ellas el espacio periférico.

El análisis de la construcción de un espacio periférico debe tener en cuenta cuáles son los recursos que los actores encuentran disponibles en el proceso de interacción y mediante los cuales dan forma a las distinciones dentro del espacio comunitario. Estos recursos van desde representaciones sociales formadas en el devenir de la historia, hasta el discurso del grupo y la manera en que se actualiza en la práctica cotidiana. En efecto, el mismo discurso de la comunidad provee a los sujetos de los recursos que les permiten ubicarse en las distintas dimensiones del espacio religioso.

Se delimita un espectro de posiciones posibles que hacen a la construcción activa por parte del templo –ya sea Lubavitch o Rey de Reyes– de una periferia institucional. Aquí, el acto de pertenecer contrasta con la figura del especialista y los cuadros de aprendices o miembros comprometidos que conforman el núcleo duro de toda institución religiosa. Lejos de constituir una excepción al modo de ser religioso, la periferia es una de las condiciones de posibilidad indispensable de la supervivencia institucional de un grupo determinado. De hecho, la posición jerárquica de la autoridad religiosa se configura en el juego de relaciones que lo diferencian y lo igualan con su grey; los más santos, los más puros, los más cercanos a Dios, necesitan de los más débiles de espíritu, de una comunidad que los reconozca y los confirme en su santidad. Incluso si esa confirmación no se produce, los sujetos periféricos conforman un auditorio receptor del discurso institucional, habilitando instancias de interacción en las cuales el sujeto nuclear reafirma, por el solo hecho de repetirlas, de expresarlas verbalmente, las verdades sobre las que descansa la doctrina.

Es por eso que la estrategia discursiva del templo plantea un doble mensaje. Por un lado, refuerza desde las posiciones de autoridad una ética de la identidad religiosa fundada en criterios distintivos y excluyentes que marcan el adentro y el afuera de la institución. El buen judío y el buen neopentecostal tienen en común un conjunto de marcas identitarias presentes en el cuerpo, en el lenguaje y en el modo de creer que los diferencian del mundo; aquí el discurso oficial de pastores o rabinos apunta a trazar límites de pertenencia claramente definidos. Por otro lado, al nivel de la interacción cara a cara y de las prácticas, las instituciones desarrollan una zona gris de pertenencia donde las reglas, las prohibiciones y las normas son redefinidas en términos más flexibles y menos estrictos. El espacio periférico no es tanto un circuito construido a espaldas de la Iglesia, como en sus mismos dominios; es el punto de encuentro y negociación entre las estrategias de los actores para jugar con las formas de pertenecer y la estrategia de la Iglesia para conservar a la comunidad que la define a la vez que la diferencia del entorno. El cuerpo del creyente, como expresión de esta encrucijada, adopta rasgos específicos que le permiten distanciarse del núcleo duro de aquellos sujetos identificados directamente con la Iglesia, sin dejar de formar parte a su manera. Se configura un modelo flexible de habitar las instituciones religiosas que se traduce en distintos marcadores corporales.

 

El cuerpo periférico judío

De acuerdo con Jabad Lubavitch, el cuerpo nuclear consta de los atributos que lo armonizan con la letra de la ley. En cuanto a la vestimenta, las mujeres tienen prohibido mostrar sus brazos, hombros, piernas y cabellos, de ahí que las blusas de manga larga y la peluca sean elementos típicos del modo de vestir en las mujeres ortodoxas. Los pantalones no están permitidos, por lo que deben utilizar polleras largas que cubran hasta los tobillos. Respecto a los varones, se encuentra prohibido afeitar la barba, y la vestimenta se caracteriza por una sencillez reivindicada por los miembros del grupo. Los sacos negros y los sombreros responden a costumbres que reconectan a los miembros del grupo con el linaje creyente, ya que se supone que esa vestimenta es la misma que la de los judíos polacos del siglo XIX. A nivel halájico, es obligatorio cubrir la cabeza con una gorra y llevar los tzitzit, un conjunto de hilos que asoman por debajo de la camisa. Estas prescripciones hacen que el cuerpo religioso sea claramente identificable a la vista, que revele su condición judía. Los signos corporales incluyen un particular modo de arrastrar las palabras en la forma de hablar, la cual, adoptada mediante el estudio, no sólo termina siendo incorporada y mecanizada, sino que conecta al individuo con la comunidad y permite a los demás medir el grado de transformación de la persona. En cierta ocasión, el amigo de un converso comentaba que su amigo había regresado de Israel completamente cambiado, y señalaba las marcas de esos cambios refriéndose a la vestimenta y a la tonada melódica que emitía al hablar.

El cuerpo periférico no posee atributos visibles particulares. No hay forma de determinar que pertenece a la periferia de la institución. Se torna periférico en la medida en que su portador tiene la conciencia de que, al participar en las actividades de la comunidad, su cuerpo es la primera señal de su diferenciación respecto a los miembros del núcleo. El estar sentado, escuchando una conferencia en una de las sedes de Jabad Lubavitch, vistiendo una camiseta y un pantalón corto, con el rostro perfectamente afeitado, es una manera de exteriorizar una imagen de sí mismo que muestra su distancia respecto a los religiosos.

Los márgenes son espacios de reproducción de una identidad construida en relación con los miembros nucleares. Los sujetos periféricos, como no desean convertirse a la ortodoxia, ponen en escena estrategias de confirmación mutua de su condición periférica. El hecho de que las mujeres asistan con pantalones en vez de polleras es un modo de decir que no son ortodoxas. Pero para que esa reconfirmación de la identidad sea efectiva, es necesario que la mayoría de ellas se niegue al uso de la pollera. Es preciso que se legitimen mutuamente en esa actitud de rechazo a los marcadores religiosos.

Los objetos que integran el repertorio del cuerpo religioso son reutilizados por los sujetos periféricos en el contexto de su estrategia de diferenciación. Si bien la gorra es un elemento de uso obligatorio dentro de las instalaciones de Jabad Lubavitch, un individuo puede reafirmarse como periférico poniéndose una de las gorras que la misma institución provee, las cuales son simples, de color blanco o negro, sin ornamentos. Cuando un individuo busca mostrarse más cercano al núcleo comienza a llevar su propia gorra, en general más elaborada. Por ejemplo, una gorra finamente tejida, traída de Israel, fue el objeto que un joven –cuya posición en el espacio estaba entre la periferia y el núcleo– utilizaba para demostrar que, a diferencia de otros sujetos periféricos, entre los cuales estaba su hermana, él sí era religioso. A su vez, cuando en una observación de campo otro joven explicó que en realidad era ateo, mostró una gorra simple y dijo que era la que le habían dado en la entrada del salón.

 

El cuerpo periférico neopentecostal

Mientras que el cuerpo nuclear se define para el judaísmo con relación a la letra de la ley, para el neopentecostalismo las marcas físicas no responden a las reglas de la tradición sino a la expresión visible de las bendiciones del Espíritu Santo en la persona. Las figuras de autoridad, ya sea bajo las posiciones de mayor jerarquía como los pastores, copastores y supervisores, o en el rol más cercano de los líderes de célula y los timoteos, se caracterizan por presentar los signos de la santidad. Esto significa que el cuerpo que vive de acuerdo con los preceptos cristianos, es decir, que se encuentra en comunión con Dios, debe mostrar públicamente las marcas de la bendición que el Señor promete a su pueblo. Aquí se pone en juego una serie de atributos físicos y de carácter. Los primeros tienen que ver con un estado saludable, ágil, enérgico, y un cuerpo cuidado bajo criterios de higiene, formalidad y elegancia. La vestimenta refleja también la presencia de la prosperidad como un signo vital de la aprobación y el respaldo divino (Chesnut, 1997; Gifford, 2006; Lehmann, 1996), por lo cual los pastores suelen vestirse de traje oscuro o pantalones de vestir y camisa clara, mientras las mujeres combinan vestidos, polleras y camisas durante los eventos. En general, cualquier miembro que pertenezca al núcleo duro de Rey de Reyes utiliza casi siempre ropas formales, con un cuidado especial por la apariencia. Los segundos atributos se encuentran relacionados con el carácter que el especialista demuestra con su comportamiento; podríamos hablar de una determinada "actitud evangélica" que combina cualidades como la autoridad, el liderazgo, la sabiduría y la decisión con la comprensión, la amabilidad y las formas de la cortesía. Estos valores se traducen en una actitud corporal que transmite seguridad en sí mismo y una imagen de confianza que logra proyectar hacia el exterior. La pareja y los hijos ocupan un lugar clave como evidencias de un cuerpo saludable, bendecido, y un carácter forjado en los roles cristianos de la familia (Machado, 1996).

En muchos sentidos el cuerpo periférico constituye una versión relajada del cuerpo nuclear. Los mismos criterios de bendición que en los responsables del templo requieren una visibilidad permanente, ininterrumpida, funcionan para el resto de la comunidad como marcadores identitarios flexibles que el creyente combina, se apropia y negocia según el grado de compromiso. Como en el judaísmo, la condición periférica no responde en última instancia a rasgos excluyentes de la vestimenta, la higiene o la conducta, sino a lo que podríamos denominar el cuerpo en situación, para referirnos a las estrategias de inserción de la persona en las actividades de la Iglesia. La periferia es aquella zona gris donde la participación se vuelve intermitente, selectiva; son los cristianos que asisten a más de un templo a la vez, combinando múltiples pertenencias institucionales; son los que acompañan a un familiar o a un amigo evangélico, los que se encuentran en el proceso de conversión pero que todavía no realizaron el bautismo, ni participaron de los encuentros espirituales; también los que, habiendo cumplido con estos pasos litúrgicos, asisten de forma discontinua a las reuniones de célula o a la Escuela de Vida, que son los principales espacios de formación que ofrece el templo. La periferia, en cuanto espacio de relaciones dinámicas, es constantemente redefinida, puesto que representa el punto de encuentro entre el modelo de identidad cristiana que construye la institución y las formas subjetivas de apropiación del sistema de creencias. Su carácter es siempre relacional, depende del juego de continuidades y rupturas tanto con la figura del especialista religioso como con la del hombre de la calle ajeno a los principios cristianos.

En el neopentecostalismo el sujeto periférico suele reclamar para sí una actitud de constante búsqueda espiritual que le permite dar una explicación religiosa al distanciamiento que mantiene con los perfiles institucionales más ligados al compromiso y la fidelidad a un templo específico. La estrategia de diferenciación se apoya fundamentalmente en la radicalización de los elementos subjetivos de la experiencia de lo sagrado. De tal manera, la actitud de búsqueda habilita la distancia con el cuerpo nuclear, es decir, se invierten las relaciones de fuerza, y el mandato eclesiástico sobre el deber ser de la vida cristiana tiende a ajustarse a las necesidades personales de un sujeto que evalúa lo que cada Iglesia está en condiciones de ofrecerle. La rotación y la circulación son las dos grandes coordenadas de la periferia neopentecostal que definen los ciclos del movimiento con base en las posibilidades de inserción y desarrollo. Adelfa logra expresar el sentimiento de búsqueda que la llevó de la Iglesia del pastor Giménez, Ondas de Amor y Paz, a Rey de Reyes y de allí a un nuevo templo:

uno va creciendo y va entendiendo [...] también va entendiendo que cada Iglesia o cada organización da lo que puede dar y uno tiene que tomarlo y si hay algo más buscarlo. Si no es ahí y no se puede desarrollar ahí, en el lugar que se pueda desarrollar, pero no es que lo que vos tuviste es menos o no valioso. [...] yo creo realmente que es un tiempo en que cada cristiano tiene que buscar esa Palabra. La Palabra dice que Dios envía al Espíritu en el momento en que sos formado en el vientre de tu madre, él envía el Espíritu con la Palabra [...] entonces vos tenés que encontrar esa Palabra que fue dada a tu vida y hay una razón por la cual vos estás vivo y estás hablando hoy conmigo y yo pasé las cosas que pasé [...] Hay una razón y uno tiene que alinearse con esa razón porque es ése el verdadero sentido de la vida.

La periferia, aquel espacio definido por una mayor libertad de los agentes, pero también por una mayor desposesión respecto a los recursos institucionales, suele ser el lugar en el cual el discurso religioso tiende a espiritualizarse con más fuerza, como una forma de compensar simbólicamente la privación de los medios de legitimidad que acumula la Iglesia. En el neopentecostalismo la posición periférica aparece reforzada por los signos de bendición en su forma más extrema; a la prosperidad, la salud y el don de lenguas, como rasgos clave del sistema ritual (Garma Navarro, 2000), se suman las visiones proféticas, la guerra espiritual y las sanidades milagrosas. Los testimonios se vuelven más intensos y expresivos a medida que uno se aleja de los círculos de pertenencia. La estrategia de diferenciación de los circuitos periféricos consiste, en parte, en definir su identidad, subvirtiendo el orden simbólico que reclama la Iglesia como guardiana de los bienes de salvación.

 

Conclusiones: perspectivas comparadas

A lo largo del artículo hemos analizado dos formas de corporeidad ancladas en diferentes modelos de pertenencia, conversión religiosa y cosmovisión. Para concluir nos proponemos sistematizar esquemáticamente los hallazgos que resultan de la comparación de ambos grupos religiosos. Lejos de un intento por presentar un esquema cerrado y definitivo, nuestros esfuerzos se agotan en demarcar un terreno de discusión común entre expresiones religiosas distintas, con el objetivo de estimular futuras investigaciones. La posibilidad de trascender el estudio de comunidades específicas con un análisis comparado que nos permita ver líneas de continuidad y ruptura entre grupos en principio disímiles constituye, a nuestro entender, un horizonte sugerente pero poco trabajado entre los científicos sociales de la religión. Para llevar adelante esta labor de sistematización de las comparaciones vamos a retomar los ejes de conversión, historia, corporalidad y cosmovisión, que abordamos en este texto.

Respecto al primer eje podemos señalar que la conversión o el pasaje al neopentecostalismo, experimentada como un nuevo nacimiento, se expresa en el registro de lo emocional donde el cuerpo es el receptor de los dones del Espíritu Santo, provocando reacciones como desmayos, llantos o hablar en lenguas. Lo sagrado irrumpe de forma visible, palpable, proponiendo una redefinición de la biografía del creyente a partir de la ruptura, siempre parcial, con el pasado, y el comienzo de un nuevo tiempo. Por el contrario, la conversión al judaísmo ortodoxo se experimenta como retorno, debido a que no se trata de no judíos que se convierten al judaísmo, sino de judíos laicos que asumen un compromiso con la ortodoxia religiosa. La conexión con el linaje, en su doble dimensión de comunidad judía imaginada y de linaje familiar, cobra relevancia sobre la experiencia corporal de lo divino. Esta conexión se produce imitando en el propio cuerpo las marcas de los cuerpos de los antepasados. Si en el neopentecostal el cuerpo es penetrado por lo divino, en el judío ortodoxo el cuerpo es penetrado por el pasado.

Esta diferencia se basa, retomando el segundo eje, en las distintas maneras de ver la historia que tienen el creyente judío y el neopentecostal. Para el primero, la historia está marcada por la tensión entre identidad y asimilación, siendo el cuerpo la materia a través de la cual el judío asume su judeidad o la pierde, asimilándose al entorno no judío. La historia del neopentecostalismo carece de esta tensión, lo que conduce a que el modelo de conversión a esta religión difiera del caso del judaísmo. Aquí la historia neopenetecostal se afirma en una ruptura con la tradición, en la posibilidad de desembarazarse –a través de un nuevo nacimiento en el Espíritu– de las determinaciones sociales, de los errores, de los vicios, las angustias, las culpas o el sentimiento de fracaso. El bautismo significa en parte romper con la pesada carga del "mundo" y empezar de nuevo, pero esta vez como heredero del Reino de Dios en la Tierra, es decir, como una persona calificada para transformar el entorno en nombre de fundamentos religiosos.

Estos diferentes modelos de conversión, anclados en cosmologías que resaltan distintas dimensiones de la construcción identitaria, implican a la vez diferentes formas de construcción del cuerpo. Por eso el juego de relaciones que se establece entre la cosmovisión religiosa y la corporalidad es nuestro tercer eje comparativo. Podemos decir que, en el neopentecostalismo, la centralidad de lo divino conduce a que el cuerpo sea el depositario de las marcas de la bendición, señalando distinciones entre los líderes, portadores de estas marcas, y la feligresía. El líder debe poner en escena permanentemente su conexión con Dios mediante una forma particular de exposición de su cuerpo frente al auditorio de fieles. El espacio del núcleo de la comunidad es el de los cuerpos saludables y enérgicos, pero también aquellos que reflejan la prosperidad a través de la elegancia en el modo de vestir. Si bien todos los creyentes "juegan", es decir, negocian, cambian, refuerzan o extienden las marcas corporales de la bendición, la posición de las autoridades se caracteriza justamente por una visibilidad constante de estos signos como soporte de su estado de gracia. Por el contrario, en el judaísmo ortodoxo, la corporeidad construida no distingue entre líderes y fieles, sino entre fieles con diferentes grados de compromiso frente al cumplimiento de los preceptos. A la vez, las marcas corporales se recubren de sentido al ser experimentadas como signos de la lucha contra el proceso de asimilación. Esta preocupación por la asimilación, en cuanto componente que se suma a la dimensión propiamente religiosa basada en el cumplimiento de los preceptos divinos, es propia de las minorías étnicas y resulta constitutiva del judaísmo más allá de sus vertientes religiosas. No es una preocupación en el caso de las comunidades neopentecostales, que se definen como religiosas pero carecen del componente étnico que permea el judaísmo. Esta ausencia del factor étnico les permite establecer fusiones con elementos provenientes de diversas culturas.

Para concluir podemos responder a la pregunta sobre el significado de habitar la periferia de las instituciones religiosas. Como punto de partida es preciso tener en cuenta que cuerpo y espacio son dos dimensiones complementarias de la experiencia religiosa. La reproducción de signos corporales ubica a los actores sociales en determinadas posiciones del espacio, las cuales hemos considerado como constelaciones alrededor de un núcleo donde se reproducen las marcas que definen la pertenencia comunitaria. Habitar el núcleo supone reproducir el modelo de corporeidad construido que la comunidad define como legítimo. Las posiciones periféricas son aquellas donde los actores "juegan" con las marcas corporales, las adoptan de variadas maneras o recurren a ellas a fin de diferenciarse de los miembros nucleares. El sujeto periférico participa de la comunidad, pero esa participación se entabla desde la puesta en escena de estrategias de diferenciación que encuentran un soporte en la producción de corporeidad.

 

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Notas

1 Sobre los orígenes del jasidismo, véase Baumgarten (2006).

2 Sobre las migraciones de los líderes de Jabad Lubavitch, véase Gutwirth (2004).

3 Se ha escrito muy poco acerca de la historia de Jabad Lubavitch en Argentina. Algunos datos al respecto se mencionan en Forni, Mallimaci y Cárdenas (2003), así como en Bianchi (2004).

4 Desde sus orígenes el movimiento protestante realiza un vuelco sobre los elementos emotivos de la experiencia religiosa como reacción contra la postura escolástica que defiende la ortodoxia calvinista después de la Reforma. El pietismo de Baxter, Spener, Francke y Zinzendorf recupera los aspectos sensibles y sentimentales de las vivencias místicas frente a la ascética racional del calvinismo. Esta renovación también se extiende a Inglaterra a través del metodismo de Wesley, que refuerza la doctrina de la santificación y la gracia del Espíritu Santo dentro de la Iglesia anglicana. A mediados del siglo XIX, los avivamientos religiosos en Estados Unidos adoptan el modelo de movimientos de santidad, constituyendo el trasfondo histórico de la emergencia del pentecostalismo, como otra renovación del universo protestante en su versión más emotiva vinculada a los dones sagrados.

5 La referencia a la noción de magia no es para contrastar con la idea de una religión auténtica, sino para subrayar la dimensión más técnica, instrumental y utilitarista de la manipulación de las entidades sagradas que ponen en juego todas las religiones. Lejos de la matriz evolucionista que atravesó a los estudios etnológicos, a la sociología clásica y en un principio al psicoanálisis, nuestra perspectiva se inscribe en los estudios posteriores a estos diagnósticos, en el modelo de análisis de Marcel Mauss, Cassirer y Lévi–Strauss en la búsqueda por abordar los ritos mágicos como universos simbólicos de significado con legalidad, eficacia y coherencia interna, estableciendo puntos de continuidad con las religiones institucionalizadas.

6 Entendemos por modernidad judía el proceso de disolución de la comunidad tradicional y de sus bases de autoridad acontecido en la Europa de los siglos XVIII y XIX.

7 Movimiento surgido en Europa central, desarrollado especialmente en Berlín en el siglo XVIII, cuyos adeptos fueron básicamente judíos de la burguesía naciente, cuyas metas incluían el afianzamiento de relaciones con el mundo no judío.

8 Si bien en sus comienzos fue atacado por los representantes de la ortodoxia tradicional, el jasidismo, por no haber pretendido romper con los moldes básicos del pensamiento de aquéllos, fue incorporado al universo de la ortodoxia que se configuró en oposición a tendencias como el iluminismo, la Reforma, el sionismo y el socialismo.

9 La justificación teológica del distanciamiento con la vida profana remite a la explicación en torno al fin, o sea, a una escatología de carácter premineralista, que interpreta la decadencia y la corrupción del gobierno de los hombres como signos de la segunda venida de Jesús, el rapto secreto de la Iglesia, la salvación de Israel y el reino milenario de Cristo sobre la tierra. El dispensasionalismo, entendido como la división de la historia bíblica en siete dispensaciones cerradas en sí mismas, es la clave hermenéutica que respalda las interpretaciones pentecostales.

10 Hay tantos canales como experiencias, porque su rasgo distintivo es el hecho de ser siempre vivenciales. Puede ser a través de sueños, visiones, imágenes, promesas, sensaciones, sanidades, liberaciones, etcétera.

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