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Alteridades

versão On-line ISSN 2448-850Xversão impressa ISSN 0188-7017

Alteridades vol.19 no.37 Ciudad de México Jan./Jun. 2009

 

Investigación antropológica

 

¿Una masculinidad culinaria? Los varones kekchíes y los saberes alimentarios*

 

A Culinary Masculinity? Kekchí Males and Nutritional Knowledge

 

Gabriel Vázquez Dzul**

 

** El Colegio de Michoacán, Centro de Estudios Rurales. Martínez de Navarrete 505, Colonia Las Fuentes, C. P. 59699, Zamora, Michoacán <booxkeep@yahoo.com.mx>.

 

* Artículo recibido el 23/06/08
y aceptado el 28/11/08.

 

Abstract

Men and cooking are words that are seldom heard together, especially when in reference to a rural scenario in the South of the Mexican state of Quintana Roo. What is referred to here as a "culinary masculinity" emerges from a series of social conditions. The main goal of this article is to render visible the fact that men, in their working and daily lives, are emerging cooks; it also analyzes the conditions under which models of males who go beyond the "exclusive" tasks of their gender emerge and are legitimized.

Key words: culinary masculinity, gender roles, spatiality, cultural capital and symbolic capital, habitus.

 

Resumen

Varones y cocina son palabras que no combinan del todo, en especial si se refieren a un contexto rural al sur de Quintana Roo. Lo que aquí se propone como masculinidad culinaria es una situación que emerge de una serie de condiciones sociales. Así, el objetivo fundamental es hacer visible el hecho de que varones, en su vida laboral y cotidiana, actúan como cocineros emergentes; a la vez, conviene analizar las condiciones en las que surge y se legitima un modelo de varón que va un poco más allá de sus tareas "exclusivas" de género.

Palabras clave: masculinidad culinaria, tareas de género, espacialidad, capital cultural y capital simbólico, habitus.

 

Introducción

En el ámbito urbano, en donde existe gran diversidad alimentaria, es común que las palabras varón y cocina estén ligadas a una cierta élite que profesionaliza los saberes culinarios en diferentes esferas sociales. Así, no es exagerado pensar que los varones, desde su masculinidad, puedan cocinar e incluso obtener prestigio por hacerlo; claro está, de manera profesional y en un terreno físicamente público (restaurantes, hoteles, comedores de élite y populares, etcétera). En esos espacios, se espera que los varones cocineros tengan cierto porte (postura, colocación, disciplina), una indumentaria que apruebe los estándares de su género y, por supuesto, que no cuestione su definición sexual, además de que no ponga en duda la de los demás.

Esta idea se complica si pensamos en varones que incursionan en esta práctica de forma cotidiana, no con el objetivo de ser profesionales en el "arte" gastronómico, sino bajo la mera "costumbre" de hacerlo. ¿Es posible pensar que los varones puedan interiorizar la elaboración de alimentos como un "deber ser" masculino? Con certeza puede afirmarse lo contrario. Sin embargo, es posible si se considera la diversidad de manifestaciones culturales inmersas en dinámicas globales específicas. Esto quiere decir que bajo ciertas condiciones sociales e históricas los varones pueden llegar a compartir tareas con las mujeres. Una tendencia interesante sería la incursión no sólo en lo culinario, sino en otras tareas domésticas de "exclusividad" femenina.

San Isidro La Laguna, ubicado en el sur de Quintana Roo, es una localidad conformada a principios de la década de 1980 por refugiados indígenas guatemaltecos (en su momento) que fueron desplazados por la guerra civil de su país.1 La localidad casi desaparece cuando decenas de familias decidieron retornar a su país de origen entre 1993 y 1996 con la firma de paz en Guatemala. En los últimos años de la década de 1990, indígenas kekchíes (con similar trayectoria de vida) de ex campamentos de refugio en Campeche repoblaron el lugar, dando sitio a múltiples cambios en el contexto cultural, religioso, económico y político. Entender esta dinámica es fundamental, ya que proporciona herramientas para concebir cómo los varones de este territorio ensayan una masculinidad con una evidente disposición culinaria.

La masculinidad culinaria, a la que me refiero, es la tendencia que sigue una buena parte de la localidad; no como una expresión de su identidad de género, pero sí como una redefinición de sus tareas consideradas masculinas, a través del elemento fundamental de su imagen de proveedor. En otros términos, a partir de la puesta en práctica de la figura de proveedor, el varón ha llegado a desarrollar estrategias culinarias –como se verá más adelante– en su lugar de trabajo y en su cotidianidad. Esta imagen se hace compleja cuando se ensancha en espacios familiares como la cocina. Lo anterior constituye la hipótesis general de este trabajo: la construcción implícita de una masculinidad que transgrede los estándares "tradicionales" del género (en lo alimentario) proporcionando un cierto efecto de naturalidad a la cocina que adoptan los varones; es decir, un "deber ser" del varón es saber cocinar, y es lo que se espera de él.

La base etnográfica de este documento es el trabajo de campo realizado en los meses de abril–junio de 2006 y de abril–julio de 2007 en la localidad mencionada. La estancia in situ y las diversas herramientas metodológicas me ayudaron a establecer los vínculos necesarios con las familias del lugar. Entre otros dispositivos, utilicé la observación participante, la fotografía2 y la entrevista a profundidad.3 En total, tuve contacto con más de 30 familias con las que realicé una intensa interacción particularmente en la cocina (lugar de mayor presencia familiar), donde, en varias ocasiones, los varones demostraron sus habilidades culinarias. Privilegiaré entonces los discursos concedidos mediante las entrevistas formalizadas (y consideraré las que fueron de conversación cotidiana) y me centraré en los discursos y prácticas femeninos y masculinos provenientes de los kekchíes, ambos en dirección hacia los saberes masculinos sobre la alimentación.

Vale la pena anticiparme a los conceptos que me serán de utilidad para el análisis de las observaciones y de los discursos de las personas involucradas. Uno de los más importantes es el de las categorías espaciales, que por lo general están involucradas directamente con los estudios de género: lo público y lo privado. Con base en estos conceptos realizaré una breve discusión para aproximarme a una noción de espacio más apropiada. De mi parte, creo que no hay una frontera que divida lo público y lo privado, al menos no de manera tajante. Por esta razón, vale la pena plantearse estos espacios analíticamente y no sólo desde sus evidencias físicas, ni a través de categorías dadas de antemano.

Las nociones de capital cultural y capital simbólico de Pierre Bourdieu (2002, 2005, etcétera) me servirán para analizar la transformación de los roles en conocimientos y de éstos en reconocimiento social en los espacios sociales. Aunque pienso que éstos son los ejes conceptuales fundamentales, en este documento me apoyaré, en estudios sobre masculinidad que considero pertinentes para dar cuenta del enfoque con el que pretendo proceder.

Lo anterior forma el contenido del primer apartado del artículo, en el que discutiré los ejes analíticos y el enfoque utilizados a lo largo del texto. En la segunda sección, más extensa, observaré los pormenores etnográficos y el acercamiento al análisis de la incorporación de lo culinario como una parte en la construcción de la masculinidad kekchí.

Uno de los objetivos de este trabajo es plantear la relación entre lo culinario y lo masculino en un tiempo–espacio determinado y bajo ciertas circunstancias más amplias. Esto es, mirar una parte de la configuración masculina a través de los saberes alimentarios. Intentar tener como eje los procesos de reafirmación masculina no significa dejar de lado la visión femenina de las "cosas". Juzgo necesario mirar las dos versiones sobre lo masculino. Así, no se privilegia la cuestión masculina como un proceso aislado de la femenina. Por último, mediante las reflexiones obtenidas en este documento, intentaré deconstruir el lugar común de "la dominación masculina" y mirar las relaciones de género desde una perspectiva heurística.

 

Ejes analíticos

Al ser coherente con el planteamiento relacional sobre la práctica social de los géneros y con el sentido heurístico que pretendo adoptar en este artículo, descubro dos ejes fundamentales, relacionados entre sí, a través de los cuales se diseña el análisis. Dichos ejes constituyen tan sólo una parte del acercamiento teórico–metodológico al problema de investigación: la masculinidad culinaria. ¿Qué es? ¿Cómo se manifiesta? ¿Cómo se construye? Los espacios y el manejo de capitales son las dimensiones por medio de las cuales se interioriza el "deber ser" masculino en los términos a punto de ser discutidos.

 

Lo masculino y lo culinario

En términos coloquiales, la palabra "masculinidad" puede dar una imagen limitada de lo que, ante nuestros ojos, puede manifestarse. Es decir, la masculinidad es relacionada sólo con las demostraciones de virilidad (que se revelan a través de los ritos de pasaje y de los de iniciación o socialización) que los varones elaboran para hacerse "hombres". Hay mucho de cierto en eso. No obstante, la noción de masculinidad que pretendo enarbolar es una más flexible, en la que las demostraciones de virilidad (agresividad, violencia, conductas de riesgo, etcétera) no son únicamente los rubros por los que la masculinidad será entendida.

En los últimos años, los estudios sobre masculinidad han intentado abrir el concepto desde un enfoque relacional, partiendo del entendido de que la construcción masculina está dentro de las relaciones de género y, por lo tanto, no puede pensarse en términos autónomos o meramente políticos. El trabajo de Cynthia Nelson (1974) es uno de los precursores en este plano, ya que deconstruye los puntos de partida etnográficos de varios investigadores y descubre que las categorías androcéntricas de los mismos intervienen en la concepción estereotipada de la "dominación masculina" en el ámbito político.

Guillermo Núñez Noriega (2004) examina los retos epistemológicos de los estudios sobre los "hombres" llevados a cabo por "hombres". El habitus del investigador (como habitus primario de género) es una carga para acercarnos a nuestro objeto–sujeto de investigación. En otras palabras, es necesario "deconstruirnos" en términos genéricos, para realmente tomar una posición "intermedia" en los estudios de este tipo. Es –hasta cierto punto– una tarea difícil: nos acercamos al género desde el género, así como a la cultura desde la cultura misma.

Pensar en la masculinidad como un conjunto de características (agresividad, dominio, violencia, apropiación de lo político y lo público, etcétera) listas para ser aprehendidas por los sujetos (independientemente de su sexo) es un riesgo, puesto que supone que no se puede ser varón hasta ser "masculino". En este sentido, ¿cómo se puede ser varón sin adscribirse a estos rasgos? Si alguien no es agresivo ni violento, ni vive situaciones de riesgo, entonces ¿qué es? Desde mi perspectiva, la construcción de masculinidades no debe observarse con ese rigor "esencialista". Es imprescindible construir conceptos abiertos que den cuenta de relaciones específicas insertadas en otras más amplias.

Las diferentes disciplinas y sus enfoques con los que se ha mirado a los varones –en los últimos años– gozan de una actualización constante en sus términos epistemológicos. En sus respectivos planos o dimensiones, la historia, la antropología, la sociología y la psicología presentan aportes a la perspectiva de género, particularmente a la integración de los estudios de la masculinidad a los estudios de género. Con este telón de fondo, la posición que tomo en este documento es mirar la masculinidad desde una posición heurística. De tal modo, pienso en la(s) masculinidad(es) en su diversidad, fijándome en una práctica alimentaria4 como eje temático de la reproducción masculina. Por lo tanto, conviene exponer lo que entiendo por culinario.

Lo culinario, como saberes e interiorización social en torno a la elaboración de alimentos, brinda un extenso panorama. Mi intención aquí no es considerar lo culinario como un concepto restringido a una cierta élite, en donde caben destrezas y profesionalización de la cocina (cuisine). Sydney W. Mintz (2003) hace un esfuerzo al repensar la noción de cuisine, entendiéndola en el sentido de la existencia de una especie de saberes sobre la elaboración de ciertos alimentos con características "esenciales" y particulares que identifican una comunidad en términos históricos y alimentarios. Él asegura que:

[Lo] que constituye una cocina no es un conjunto de recetas agrupadas en un libro, o una serie de alimentos asociados con un entorno determinado, sino algo más. Creo que una cuisine requiere una población que la consume con la frecuencia suficiente como para considerarse experta en eso. [...] una legítima cocina tiene raíces sociales comunes; es la comida de una comunidad, aunque muchas veces sea una comunidad muy grande (Mintz, 2003: 133–134).

Curiosamente, dicho sea de paso, la palabra saber –saberes, sapere–, se origina del latín y significa "tener tal o cual sabor" (Corominas y Pascual, 2003: 111–115). Esto se conecta a la noción de lo culinario al pensar que existen saberes alimentarios: los sabores que se interiorizan a través de la práctica alimentaria (elaboración–consumo de los alimentos), y que proporcionan cierta colocación de los individuos en cuanto cuerpos diferenciados; en otras palabras, una cierta disposición en la alimentación en forma de habitus (Bourdieu, 1991, 2002 y 2005). El alcance de lo culinario se nos muestra como un conjunto de saberes que se integran a los sujetos y que proporcionan una ubicación definida (mas no acabada) a quien los "hace suyos". Una de las intenciones de este texto es justamente plantear una conexión entre lo culinario y lo masculino en un tiempo–espacio determinado y bajo ciertas circunstancias que proporcionan las condiciones para que este proceso culinario sea ejecutado, a la vez que los saberes culinarios puedan ser incorporados al repertorio de la masculinidad.

 

Tareas de género y espacios

Mirar los espacios y las tareas (adscritas a éstos) de forma simbólica plantea una serie de desafíos importantes. El acercamiento al objeto de investigación (tareas y espacios) crea el lugar para discutir y proponer categorías de análisis alternas a las que denomino "tradicionales".

Los cuerpos sexuados adscriben y se autoadscriben a roles. Éstos se manifiestan particularmente en una división sexual y jerárquica de las tareas cotidianas; por lo general, se distribuyen de manera diferencial y arbitraria. Se hacen visibles en diferentes ámbitos de la vida cotidiana y han sido clasificados bajo los códigos hemisféricos señalados como público y privado (Bonilla, 1998: 142).

Si nos paramos en el plano de la metáfora, los roles se nos muestran como papeles teatrales importantes y definitorios de tal o cual personaje (Nuckolls, 2000: 453; Gallino, 2001: 677); pero, si inscribimos esas representaciones bajo el código estricto de los espacios, los roles van más allá de la mera autoadscripción a tareas determinantes, ya que considero que no hay tareas o "funciones" asignadas de antemano, así como no apoyo la idea de que los sujetos se muestren pasivos ante tales roles. ¿Nunca los cuestionan? ¿Es posible resignificarlos? ¿Son inamovibles?

La postura que –por el momento– asumo sobre el término "rol" es más bien marginal. Reconozco que el debate sobre el concepto contiene implicaciones teóricas que, aunque sea fundamental conocer, no discutiré, pues me llevarían a un camino sin una salida próxima. Así, decido adjuntarme a lo que Aurelia Martín dice sobre ellos: que los roles de género deben mirarse como "las actividades, comportamientos y tareas que cada cultura asigna a cada sexo. Los roles varían según las diferentes sociedades y a lo largo de la historia, influidos por diversos factores como la economía, la región o la etnicidad" (2006: 50). Esto es central en el presente análisis ya que éstos, tal y como los observo, se modifican en el tiempo y en el espacio. Por ello, sería equivocado entender los roles como algo estático y exclusivo de la categoría sexual de hombre o mujer. Al respecto, Luz Nereida Pérez Prado y Gail Mummert afirman:

[Los roles deben ser] entendidos como en constante creación, producto de procesos de socialización en un momento histórico y en una cultura específica, los roles de género son componentes de las relaciones de género. Son siempre dinámicos, una especie de mapa cognoscitivo que ofrece puntos de referencia para hombres y mujeres en cuanto al comportamiento permitido (1998: 24–25).

La división de las tareas conlleva una división de espacios. En un sentido pueden ser considerados "espacios de género" (Mummert, 2003: 296). Éstos son legitimados a través de la ejecución de tareas (roles) y pueden ser pensados como exclusivamente masculinos o femeninos; su simbolización produce esos efectos que en términos coloquiales pueden llamarse "el lugar de la mujer" y "el lugar del hombre".

Cynthia Nelson (1974) analiza estas dimensiones de los espacios diferenciados. Masculino y femenino son en sí divisiones espaciales consideradas "mundos". El "mundo" de la mujer tiene dos manifestaciones: 1) el hogar y 2) su relación con otras mujeres; mientras que las del "mundo" de los varones son: 1) proveer (en la domesticidad) y 2) los asuntos públicos/políticos. En ambos, el hogar representa el punto de encuentro de los "mundos". De manera general, lo privado es la significación de los espacios femeninos y lo público es el símbolo de lo masculino; es decir, las tareas femeninas se hallan encubiertas, ocultas en paredes, en cuanto las tareas masculinas se ejecutan a la intemperie, afuera, en lo descubierto.5

Bourdieu explica que los espacios ocupados son el lugar preciso para objetivar modelos y prácticas que localicen y aseguren las jerarquías y la división de dichas prácticas. En los espacios se procrean principios de clasificación que adjudican a uno y a otro un espacio en particular; así:

[La división y la oposición] se encuentra[n] materializada[s] en la división entre el espacio masculino, con el lugar de la asamblea, el mercado o los campos, y el espacio femenino, la casa y su huerto [...]; y, secundariamente, en la oposición que, en el interior de la casa misma, distingue las regiones del espacio, los objetos y las actividades según su pertenencia al universo masculino de lo seco, del fuego, de lo alto, de lo cocido o del día, o al universo femenino de lo húmedo, del agua, de lo bajo, de lo crudo o de la noche (Bourdieu, 1991: 130).

A pesar de la "exclusividad" que plantea la pertenencia o no a un lugar determinado (físico o simbólico), no hay que perder de vista (como los roles) que se trata de espacios que pueden resignificarse y moldearse a la luz de diversas situaciones de la dinámica económica, religiosa o política. El propósito aquí es observar los espacios sin otorgarles anticipadamente una esencialidad masculina ni femenina. Así que vale la pena matizar "exclusividad" con "predominio" y "espacio" con "espacialidad"6 para hacer del género una categoría de análisis con mayores aportaciones. Por lo tanto, es necesario cuestionar esas dicotomías.

No pretendo desvalorar las contribuciones de quienes he mencionado; prefiero pensar en términos que maticen varios elementos simbólicos del espacio y no solamente el aspecto físico de éstos. Propongo pensar en una palabra que ajuste a todos esos matices de tiempo–espacio en el sentido simbólico: espacialidad de los géneros. Mi intención no es construir un concepto a partir de un solo dato etnográfico, más bien es –de manera abstracta– contener en la frase el ejercicio de "transportar" los espacios simbolizados en la práctica (como la cocina). A diferencia del término "espacio", el cual advierte la presencia de elementos físicos delimitados por fronteras de la misma clase, pensar en espacialidad es mucho más flexible, porque presenta –para mí– un conjunto de relaciones sociales que repercuten en diversos ámbitos de la vida social, por ejemplo los saberes culinarios trasladados a diferentes áreas como la laboral.7

Es relevante plantearse nuevos vínculos respecto de los espacios y los roles, así como la distinción de éstos de las identidades de género. De otra manera se tendrán resultados limitados y limitantes, sin poder acceder a nuevas formas (más abiertas) de pensar la masculinidad.

 

El prestigio

Pareciera que, dentro de las relaciones de género, el prestigio se inscribe diferenciadamente a lo masculino; es decir, al considerar que las relaciones de género son relaciones que se enmarcan en el prestigio es obvio que, como categoría de género, el varón es quien puede obtener el reconocimiento social en el interior de sus relaciones de parentesco y de otras relaciones sociales más amplias (económicas, políticas, religiosas, etcétera). No obstante, quisiera pensar en el prestigio como capital simbólico al margen de quien lo posea (sea masculino o femenino); éste es:

una especie de capital que juega como sobreañadido de prestigio, legitimidad, autoridad, reconocimiento, a los otros capitales, principios de distinción y diferenciación, que se pone en juego frente a los demás agentes de campo, que se agregarían a la posición que se tiene por el manejo del capital específico que se disputa en ese campo (Gutiérrez, 1997: 39).8

De tal suerte que el capital simbólico puede ser acumulado, repartido o compartido, e inclusive cedido, siempre y cuando se considere que se trata del capital producto de las relaciones sociales generales.

Conforme esta lógica, una persona inmersa en una disputa por el prestigio no es autónoma de las relaciones que se establezcan con otras. El prestigio o capital simbólico que pueda obtener no tendrá legitimidad alguna por el sujeto mismo; un grupo deberá asumir su legitimidad y otorgarle el reconocimiento requerido. Cabe decir que con estas herramientas es posible acercarse al dato etnográfico y analizar la masculinidad culinaria en su proceso de construcción.

 

Construcción de la masculinidad culinaria

La población indígena de San Isidro comprende tres grupos mayoritarios en la localidad: el kekchí, el kanjobal y el mam. En esta lista, los kekchíes constituyen la mayoría en el número de familias residentes. Existen otros grupos de indígenas que constituyen una o dos familias.9 Dichos grupos no sólo han establecido un estilo de vida en común, considerando la multiplicidad de lenguas y cosmovisiones (sin contar con la diversidad religiosa del sitio), sino además han tenido que lidiar con la población "mexicana" a su alrededor que, en muchas ocasiones, se muestra como un obstáculo ante la posibilidad de insertarse en la dinámica laboral de la región.

En este contexto de pluralidad, se registra una tendencia de los varones al aprendizaje de los saberes culinarios –varones mames, kanjobales y de otros grupos tienen conocimientos básicos para cocinar–. Sin embargo, he tomado la dinámica del grupo kekchí por su mayor presencia en el poblado, sin desvincularla del contexto étnico general. Ofreceré algunos ejemplos que varían en grados de "especialización" culinaria en el aprendizaje y la enseñanza de tales o cuales conocimientos alimentarios de parte de los varones.

 

Contexto histórico, económico y culinario

En su proceso de formación, la localidad ha presentado estiramientos poblacionales que han influido en su constitución actual. Según algunos fundadores, al realizarse la firma de la paz en Guatemala, decenas de familias (en su mayoría mames y kanjobales) salieron de San Isidro con sus pertenencias personales para cumplir su travesía de regreso a Guatemala. En términos locales e históricos, a este periodo que involucró a casi todas las familias refugiadas (guatemaltecas) en el país se le conoce como el retorno.10

Entre 1996 y 1999 se asentaron paulatinamente nuevas familias. Los colonos provenían sobre todo del entonces campamento Maya Tecún, en particular del módulo 2.11 Para finales de 1990, muchas familias de retornados decidieron renunciar a sus tierras en Guatemala y pidieron a las autoridades migratorias mexicanas la oportunidad de regresar a San Isidro y a otros lugares en la región.12 Quienes tomaron la decisión de regresar a México se enfrentaron a la imposibilidad de obtener tierras de la localidad,13 ya que no obtuvieron la nacionalidad mexicana. En la actualidad, algunos habitantes no gozan de los "beneficios" de dicha nacionalidad, entre los que se encuentran varios indígenas kekchíes.

Lo anterior, combinado con la desigualdad étnica y social, hace que la mirada hacia afuera de la localidad se convierta en la meta de la mayor parte de los jóvenes solteros y casados.14 De este modo, las zonas turísticas se convierten en los espacios laborales más comunes. Un ejemplo que difiere de esta lógica es el trabajo en "La brecha", el cual consiste en el mantenimiento de torres de luz eléctrica que se hallan en los perímetros selváticos a lo largo de la región centro–norte, sur y suroeste de Quintana Roo. La labor se realiza desde las cinco o seis de la mañana (si las condiciones pluviales lo permiten) hasta las cuatro o cinco de la tarde. Las torres se limpian de toda maleza posible y se registra viga a viga buscando imperfecciones o corrosión que requieran mayor reparación. Debido a que los "brecheros" tienen que escalar las torres sin protección alguna, el trabajo conlleva un riesgo latente de caer. Otros peligros considerados son las mordeduras de serpiente de cascabel o de nauyaca, sin la posibilidad de obtener servicios médicos cercanos ni capacitación de primeros auxilios. Son alrededor de 40 varones que viajan diaria, semanal o mensualmente (dependiendo de la ubicación de la zona de mantenimiento) a "La brecha", la mayoría de ellos padres de familia.

Otros ejemplos laborales externos son las estancias temporales en diferentes zonas turísticas del corredor norte conocido como Riviera Maya, que va desde Tulúm hasta Cancún. En estos sitios, particularmente en Playa del Carmen, varios jóvenes casados y no casados, varones y mujeres, consiguen trabajos en los que, curiosamente, se insertan a partir de su condición o estado civil y de sus roles de género. Los empleos más recurrentes son como trabajadora doméstica, cuyas tareas se centran en cuidar niños, limpiar casas, cocinar, lavar ropa y otras actividades. Los varones casados, por lo general, se integran a la dinámica laboral como albañiles. Los jóvenes, con nivel escolar básico, ingresan a los hoteles o restaurantes como meseros, jardineros, cocineros, etcétera. En lo referente a la migración internacional, cinco personas (cuatro varones y una mujer) se hallan en Estados Unidos laborando en distintos sectores.

En cuanto a la comida, la propia historia de desplazamiento ha enmarcado, en cierto grado, el tipo de alimentos que son elaborados y consumidos en el lugar. Las respuestas constantes de quienes viven alejados de esta realidad histórica (como el médico local, los profesores y diversos promotores gubernamentales) son: "estas personas no saben cocinar...", "sus hijos están desnutridos porque no saben preparar bien su comida...", "son sucios, no lavan lo que comen...", etcétera. Es así como arremeten en contra de los saberes culinarios de quienes viven día a día esta realidad.

La mayoría de quienes viven en San Isidro La Laguna15 salieron de Guatemala cuando eran pequeños; algunos eran recién nacidos, otros tenían entre tres y siete años, y recuerdan poco de su vida en ese país. Sin embargo, su estancia en Campeche es la que recuerdan con mayor nitidez; además, todas las mujeres (y algunos varones) aprendieron a cocinar en ese entorno. Por supuesto, las madres –principalmente– se fueron adaptando a lo que en Campeche era comestible, pero sin abandonar sus patrones culturales alimentarios.

Las mujeres que recuerdan lo que comían en Guatemala me hablan de vegetales que no encuentran en Quintana Roo. Algunas "yerbas" que solían consumir las han conseguido en los asentamientos que comparten su calidad de ex campamentos de refugio: Kuchumatán y Maya Balám, y éstos las han conseguido en su "ir y venir" hacia Guatemala, como el "perejil guatemalteco" (hierba de sabor y olor similar al cilantro) o el chile "cobanero". Otras plantas –del mismo origen– ya forman parte del paisaje selvático que rodea a la población.

"Si te das cuenta ves que no comen verduras..." y "No saben, si tienen su terreno, por qué no cultivan verduras" son dos aseveraciones de los mismos grupos mencionados con anterioridad. A pesar de los apoyos gubernamentales para la producción agrícola (como el Programa de Apoyos Directos al Campo, Procampo) las deficiencias con las que muchos viven16 les hacen sembrar únicamente maíz y a veces frijol. La calabaza y el chayote son sembrados en menor cantidad. Quienes están en el comité de riego (14 miembros) dedican sus terrenos a la producción de hortalizas, en especial cilantro, rábano y, en mayor cantidad, chile habanero. Cultivan poco maíz (sólo para autoconsumo) y ven en la producción de verduras una pérdida de tiempo, ya que localmente no tienen valor económico. Las verduras son más baratas en los mercados regionales (aunque su producción no sea local) y su venta en el asentamiento implica un gasto adicional a los cotidianos.17 La inversión en la compra de verduras para la comida es un riesgo para la economía de los lagunenses en general; no obstante, obtienen las vitaminas necesarias en los cultivos perennes: mango, plátano, ciruela, entre otros frutos de temporada. Se come lo que se come por varias razones, pero la más evidente tiene que ver, por un lado, con una adaptación al entorno y, por el otro, con la apropiación de los alimentos locales desde bases desiguales (económicas y culturales).

En la medida en que la alimentación (en particular los saberes culinarios) se ha homogeneizado, además de no tener un repertorio amplio por las condiciones ya exploradas, saber o conocer un platillo diferente a los que se preparan localmente es objeto de un reconocimiento social que se convierte en una especie de capital simbólico importante ante los miembros de la comunidad.18

 

¿La masculinidad culinaria?

En su recorrido desde Guatemala, las personas en persecución enfrentaron carencias alimentarias extremas. Para ellos, el tema de la alimentación recrea ese espacio de reflexión que vivieron en aquel momento. Algunos kekchíes recuerdan que muchas veces tuvieron que racionar tortillas o trozos de carne entre 50 o hasta 100 o más individuos. Así, este periodo marca la transición hacia un tipo de colocación de las personas con respecto a la comida y a su historia, y representa –en la práctica y trayectoria de vida– el paso hacia una visión menos dicotómica de los varones con respecto a las actividades culinarias. El contexto económico antes explorado y las posibilidades de reformular las relaciones de género en cuanto a la adscripción a tareas hacen que el varón –así como lo hace también la mujer kekchí– examine el "otro lado", el considerado femenino.

Esta experiencia es generacional. Es difícil rastrear los puntos de quiebre entre el varón adscrito únicamente a las tareas consideradas "propias" y aquel que, con diferentes argumentos, ha pasado al espacio alimentario. No obstante, a continuación haré un recuento de los relatos y discursos sobre la masculinidad culinaria en tres generaciones: ancianos (fundadores de campamentos), adultos y jóvenes y niños.

Al establecerse los primeros campamentos en Chiapas, muchas mujeres y varones kekchíes recuerdan que sus padres y sus suegros varones no efectuaban ningún tipo de trabajo femenino, y tampoco permitían a sus mujeres visitar la milpa o realizar tareas "masculinas". Los hermanos y cuñados varones respondieron de una forma distinta. Muchos empezaron a llevar a cabo tareas femeninas como lavar nixtamal, incluso aprendieron a moler en piedra. El hermano de una mujer kekchí lo hizo "por necesidad", debido a que ella contrajo matrimonio y en la familia no existían más mujeres que ella y su madrastra, por lo cual tuvo que aprender a "atenderse". Otras mujeres vieron –con sorpresa y orgullo– que sus hermanos mayores tomaban la iniciativa para moler el nixtamal o preparar las tortillas cuando las madrastras o cuñadas eran "flojas". Cabe recordar que en el trayecto hacia México muchas mujeres adultas murieron en manos del ejército guatemalteco, pero también a causa de enfermedades y accidentes durante el recorrido, de modo que muchos niños quedaron huérfanos de madre.

Los matrimonios jóvenes en San Isidro experimentaron esta nueva imagen del "ser" varón.19 No obstante, desde el discurso de los varones y de las mujeres desposados, pareciera que ingresar a la esfera femenina del trabajo fue decisión de los primeros. Tal decisión fue particularmente influenciada por un contexto que comenzaba a ser el que en la actualidad rige en el lugar: el trabajo remunerado fuera de la localidad. Cuando los campamentos se establecieron, la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) aún no proporcionaba tierras para la siembra, de manera que los habitantes solicitaron permisos para salir de ellos y trabajar en Cancún y Playa del Carmen (dinámica que no ha cambiado mucho). Ante esta necesidad económica, era ilógico que los varones comprasen su comida, de ahí que, como podían, se "hacían sus tortillas". La improvisación fue su principal herramienta y luego empezaron a especializarse.

Estas salidas permitieron a las familias, con uno o más varones fuera, ampliar el repertorio culinario. Así, conocieron los tamales torteados (característicos de la península de Yucatán), el "recado rojo" (mezcla de achiote, ajo y especias) y la cochinita pibil, entre otros guisos. Esto fue un motivo por el cual muchos varones adquirieron cierto reconocimiento social, ya que ellos aprendieron a cocinar dichos platillos para después enseñárselos a sus esposas.

El varón adulto y casado también comenzó a entrar en el espacio femenino: la cocina. Según algunos varones, la idea de una mujer exclusivamente para su casa estaba cambiando. Con la ausencia masculina por el trabajo, la esposa empezó a representar a la familia en la toma de decisiones en la localidad. Muchas mujeres ingresaron a grupos femeninos de gestión social y otras crearon cooperativas mieleras. Entonces, cuando el varón estaba presente, empezó a "atender" a los hijos, ya que la mujer tenía "otras" obligaciones. No se ejecutaban negociaciones de parte de la mujer porque su trabajo (en el interior de la localidad) contribuía al deprimente presupuesto familiar.

La enfermedad y la gravidez se convirtieron en otra situación de emergencia para los varones. Durante las últimas semanas del periodo de gestación de la esposa, muchos mostraron algunas habilidades culinarias para cuidar de ella; de hecho, en los primeros meses de lactancia, el varón procuraba (y procura) tener listas las tortillas y la comida.20 Los varones casados, de menos de 40 años, alguna vez han tenido que atender a la esposa y a los hijos, o preparar sus tortillas en el trabajo en algún lugar fuera de La Laguna. Aunque los adultos tengan una práctica culinaria relativamente cotidiana, toca a los niños y jóvenes desatar sus experiencias y mirar "por encima del hombro" para ver lo que ven en su "necesidad" de aprender el "trabajo de las mujeres".

Los niños no ven en la escuela los medios para solventar sus necesidades. Desde que comienzan a tener nociones sobre el trabajo su idea es culminar con la secundaria para ir a trabajar con su papá o bien ir a Cancún o a Playa del Carmen. Así, ellos reciben una especie de entrenamiento especial por parte de la madre. Las mujeres adultas instruyen a sus hijos en las actividades femeninas que les serán útiles cuando tengan que "ir a trabajar". Por lo general, las madres son las que establecen los criterios para enseñar a sus hijos, debido a que la edad en años es siempre relativa. Ellas deciden cuándo es "bueno" darles a los menores varones responsabilidades en la casa y en la cocina. En otras palabras, las madres son las encargadas de instruir a los niños y las niñas. Los padres (varones), por su lado, son los instructores de las actividades masculinas, en el espacio masculino de la parcela. Niños y niñas aprenden, unos a ser varones y otras a ser mujeres, pero siempre compartiendo las tareas.

Aunque las madres aseguren que sus hijos no tienen por qué aprender las actividades femeninas dado que no es su responsabilidad, ellas son los principales agentes de enseñanza. Entre las madres y hermanas existe una doble opinión sobre este tópico. Por un lado, se preocupan por el futuro de sus hijos varones: piensan que algún día ellas no estarán presentes para "atenderlos" y será necesario que aprendan a cocinar y a tortear para ellos mismos. Por otro lado, juzgan que los "trabajos de la mujer" son de exclusividad femenina y que el varón "debe", únicamente, atender el trabajo de la milpa. Este criterio dividido no es más que el intento de buscar una explicación con la cual justificar el ingreso femenino en la milpa y la participación masculina en las tareas femeninas.

Sin embargo, las madres no pudieron actuar solas en este proceso de enseñanza. Los niños y las niñas tuvieron que contar con un modelo masculino (de transición) mediante el cual acreditar su propia participación en las tareas que consideran corresponden a las mujeres. El padre es el modelo más cercano, quien usualmente les prepara las tortillas y la comida cuando su madre se encuentra atendiendo asuntos extrafamiliares.

La experiencia de niños (y niñas) frente a estos modelos masculinos se halla también en la relación con los hermanos mayores, quienes representan el modelo masculino, luego del padre. Aquí me refiero a un modelo masculino que niños y niñas interiorizan como "deber ser" del varón. Dicho modelo en nada afecta la idea de superioridad masculina frente a la subordinación femenina; ni los niños ni las niñas debaten las expresiones de su identidad de género. Por el contrario, pareciera que la posibilidad de entrar en la esfera femenina de los roles le otorgara al varón una especie de valor agregado sobre las mujeres: con ello se demuestra que el trabajo femenino es "fácil de aprender".

Puede ocurrir asimismo que algunos niños no estén dispuestos a aprender las tareas de sus hermanas y mucho menos practicarlas. Por su estatus masculino las madres no "pueden" obligarlos, puesto que no es responsabilidad de ellos sino de las mujeres. De esta manera, aprender una u otra actividad femenina no tiene mayor relevancia en el prestigio que los varones puedan acumular cuando se es niño. Además, esto no los coloca en una etapa diferente de su vida, lo que sí logra el trabajo masculino. De hecho, practicar los roles femeninos puede convertirse en motivo de burla, situación que cambia al llegar a la juventud e ingresar al trabajo remunerado fuera de la localidad.

Cabe decir que la juventud en San Isidro es la entrada a un plano prematrimonial, en el que mujeres y varones se especializan en sus actividades e incluso las practican de un modo exclusivo. Esto ocurre con los jóvenes cuando los padres (varones) salen a trabajar a las ciudades del sur, centro y norte de Quintana Roo. Entonces, los varones mayores de la familia dirigen las actividades de la parcela y representan la imagen masculina para sus hermanitos y hermanitas. Sin embargo, cuando el padre se encuentra presente, el joven suele compartir obligaciones con él, hasta en aquellos trabajos que son remunerados.

Cuando se es joven, las responsabilidades toman un rumbo hacia la búsqueda de sustento e independencia. Si bien convertirse en proveedor no es lo único, es lo más importante para él. Poder trabajar y recibir un pago por el trabajo coloca al varón en una posición de prestigio ante la familia. Lo mismo sucede cuando se ha rebasado la niñez y las "burlas" ya no son relevantes, de modo que la justificación de realizar labores femeninas para "atenderse" a sí mismo es la "necesidad". En la familia del joven, saber "el trabajo de la mujer" es una manifestación de independencia y, por lo tanto, se le confiere mérito por sus habilidades, lo que no ocurre cuando se es niño.

Saber lo femenino pone al varón en una posición de prestigio, aunque no saber tampoco puede desvalorarlo. Un joven de 15 años ha practicado alguna vez esas tareas. Para él, tortear es la actividad más complicada: "no me sale", dice, "pero sí he intentado, no sé... pues no estoy acostumbrado y se quema, bueno yo me quemo... sí he intentando sacar la tortilla en el comal pero no puedo, porque... como con las mujeres pues ya son [mujeres]". Su posición con respecto al padre, quien ostenta las habilidades femeninas de la cocina, es inferior en cuanto a que éste ya sabe "todo el trabajo". El joven considera que el hombre debe aprender el trabajo de la mujer, como él lo hará algún día, pese a que no es "como las mujeres", quienes –desde su perspectiva– tienen una disposición corporal hacia la elaboración de alimentos.

Los ejemplos son variados, pero siempre de los jóvenes que ingresan de manera "formal" a la cocina. De hecho, saber cocinar o no, puede poner a los varones solteros en competencia. Por lo general, ellos miden sus conocimientos frente al "saber–hacer", ya que ello representa la diferencia entre un varón "independiente" y otro quien "depende" de su mamá o su hermana. Así, la "dependencia" culinaria puede convertirse entre los jóvenes en la puesta en duda de su masculinidad. De ahí que los jóvenes reconocen que es deber del varón saber cocinar y hacer tortillas.

Cabe comentar que la división de las tareas en femeninas y masculinas puede ser engañosa pues, por lo general, las significaciones que varones y mujeres le otorgan a dichas tareas pueden no coincidir con esta dicotomía. Entonces, estos ejemplos ayudan a "desencializar" lo que muchas veces se divide arbitrariamente. Por lo tanto, el análisis de la división de las tareas desde una mirada dicotómica o exclusivista tiende a separar las percepciones de varones y mujeres sobre sus propias prácticas. Si bien hay que prestar atención a las legitimaciones del "deber ser" por la práctica misma, también hay que observar con cuidado el tránsito de varones y mujeres en espacios diferentes y en las situaciones en las que lo hacen.

Pienso en la posibilidad de que los varones de La Laguna estén entrando en un modelo masculino que denominaría masculinidad culinaria, la cual es la tendencia de la práctica alimentaria diaria de los varones en distintos contextos; no es una demostración de su identidad de género (en la medida en que ellos se adscriben exclusivamente como "hombres"), sino que es la redefinición de los roles o, mejor aún, la inclusión de otras tareas a su repertorio con la plena intención de sobrevivir material y culturalmente. La puesta en escena de sus "virtudes" como proveedores los obliga a anexarse tareas que antes no les pertenecían. Si las mujeres –por la cuestión económica (migración masculina)– peregrinan hacia los espacios masculinos, los varones no pueden más que conocer y practicar el "trabajo de la mujer" en la misma situación económica.

 

Espacialidad y capitales

La dimensión más evidente que dinamiza la construcción de un elemento importante en la masculinidad es la migración laboral. Entre sus orígenes –que las migraciones sean locales, regionales y nacionales (hasta internacionales)– figura el rol masculino de "proveedor", el cual no es transparente: constituye el valor fundamental del "deber ser" masculino en el matrimonio (aunque puede encontrarse en diversos niveles generacionales y estados civiles), sin impedir que sean atribuidas otras tareas de adscripción femenina, como alimentar–criar, cuidar, limpiar–lavar, etcétera.

La limitación culinaria debida a las condiciones sociales e históricas que han experimentado los kekchíes, además del contexto económico del sur del estado, son los detonantes para que los varones adquieran prestigio en dos vías distintas, pero siempre relacionadas con la comida: 1) el aprendizaje de las tareas femeninas, particularmente en la cocina; y 2) aprender "otras comidas" externas para ampliar el repertorio alimentario en la localidad.

Si se piensa en términos de capitales, de acuerdo con Bourdieu, y de su transformación, puede asegurarse que los sujetos (agentes en la lógica de los campos) son poseedores de un cierto capital o, mejor dicho, de ciertos niveles de capital económico, cultural y simbólico (Bourdieu y Wacquant, 1995: 72). Los dos últimos son los que aquí importan. El capital cultural se halla ligado a los conocimientos, las creencias, las artes, etcétera, y existen tres formas en las que se presenta; una de ellas, la que me interesa, es la de un "estado incorporado" y se muestra "bajo la forma de disposiciones durables (habitus) relacionadas con determinado tipo de conocimientos, ideas, valores, habilidades, etc." (Gutiérrez, 1997: 37). Se adquiere y se transfiere en distintos procesos y relaciones sociales a lo largo de la vida de los sujetos.

El capital simbólico es el valor añadido a los demás capitales, en este tema: el cultural. En la medida en que lo que se aprende de lo culinario es legítimo para los demás y es reconocido como una innovación trascendente adquiere un valor simbólico. Y quien lo posee o lo porta es beneficiario de tal valor, hasta que el conocimiento es convertido en dominio público (o incluso más allá).21

La transformación del capital cultural en capital simbólico se da en el nivel de la comunidad. El ejemplo más cercano es el de la cochinita pibil (comida tradicional de la península yucateca).22 Los varones pueden enseñar a sus esposas diferentes formas de hacer comida o contarles sobre ellas, pero eso no excluye a las mujeres de su propia incursión en la ampliación del repertorio culinario. Las mujeres tienen una mayor capacidad para innovar usando los ingredientes locales y experimentando con ellos. Con todo, quienes adquieren mayor prestigio al acercarse a la elaboración de comida son los varones.

La socialización de las actividades culinarias (entre otras consideradas femeninas) dentro del hogar hace que el varón juegue un papel emergente en las actividades domésticas, ya sea dentro de su familia paterna o de la futura familia en la que será el "proveedor". Por un lado, se le enseña a ser "independiente" domésticamente; por el otro, este aprendizaje le sirve para adquirir otros saberes culinarios que depositará en la mujer–esposa para que ésta se especialice en ello. En muchas ocasiones, los saberes culinarios no tienen trascendencia debido a las condiciones económicas por las que se atraviesa. En algunas situaciones, los saberes son apropiados y adaptados a los elementos alimentarios que están al alcance.

Es importante el nivel de capital económico que se juega en este sitio, dadas las condiciones materiales y laborales. Así, la capacidad de adquisición material es la capacidad de adquisición de otros recursos no materiales, como los saberes culinarios locales. Este proceso repercute en la cotidianidad, por una parte, por la capacidad de comprar "saberes", y por la otra, por la de comprar los ingredientes que conforman físicamente esos saberes: la comida (véase esquema en la siguiente página).

Vemos así dos dimensiones: el ámbito laboral y el familiar. Quisiera que no se dieran por sentados los aspectos público/privado en este planteamiento, ya que hablo de dimensiones y no de espacios físicos. En los términos de la espacialidad,23 encuentro el matiz de un afuera que se confunde con un adentro, desde lo "individual", en la socialización del sujeto, hasta lo nacional, en la medida en que se establecen relaciones con "mexicanos" (indígenas y no indígenas). Como no hablo de espacios con características físicas (al menos no solamente), este adentro–afuera no contiene fronteras visibles. Éstas son matizadas al pasar de un plano a otro: por ejemplo, salir de la localidad e insertarse en la vida laboral urbana. No es el hecho de "salir de la localidad", sino el hecho de entrar en otro modo de vida, en un nivel de identificaciones distinto, en una dimensión de normas y disciplinas que podrán ser aprendidas y reproducidas, e inclusive cuestionadas, pero nunca asumidas neutralmente. No se trata de acciones de salir y entrar físicamente, ni de pasar de lo público a lo privado, es un proceso más complejo. En este orden, sólo existe un afuera en tanto se entre a él (o bien se salga de él), y un adentro en el sentido del ingreso a uno. En el esquema puede notarse el predomino masculino y femenino marcado por la tipografía en mayúsculas; esto indica que no se trata de exclusividad en los dos ámbitos (laboral y doméstico) sino de participación predominante y subordinada o pasiva.

También, el afuera puede volverse adentro en la medida en que se recorre una dimensión mayor: por ejemplo, algunos varones kekchíes en Estados Unidos. Esta noción es circular, ya que nada queda intacto ante los recorridos espaciales que realizan las personas. El varón cocina en el afuera incorporando elementos a su masculinidad a través de la "necesidad" de ausentarse del hogar; el varón cocina en el adentro integrando elementos a su masculinidad bajo la lógica del "deber ser", de lo que se espera de él como cuidador emergente. En el afuera, se privilegia el "cómo" hacer, y gracias a la socialización previa puede saberse cómo; en el adentro, lo que predomina es el "qué" hacer, ya que se ha especializado tanto en el saber culinario local que se requiere la ampliación del repertorio.

Al observar el material etnográfico, se releva el prestigio alimentario puesto en juego en la localidad. Como se muestra en el esquema, éste tiene dos vertientes ya mencionadas: el afuera y el adentro. Las posiciones en este juego de prestigio no son exclusividad del varón, aunque inicien con él. Éstas se van acumulando primero en el varón; luego en la mujer, quien aprende y se especializa; por último, en la familia, cuyos miembros "saben" de la innovación y ello trasciende a la comunidad; en la posibilidad de poder aprender ese nuevo "saber–hacer".

Esta dinámica posibilita a los varones y a las mujeres a vivir una reconfiguración de sus tareas, que en la medida en que las condiciones sigan promoviendo la socialización de saberes culinarios se harán más visibles empíricamente. Esta lógica la pienso en términos de habitus, de modo que observo que, desde sus componentes, el ethos es el más alterado. Al ser éste el dispositivo a través del cual se designan los principios o valores y la interiorización de los mismos (manifestados en la práctica inconsciente del "deber ser" de tal o cual habitus), las condiciones sociales locales y aquellas en el afuera harán de lo culinario un "deber ser" generalizado, tal vez no sólo entre los varones kekchíes, sino también entre otros varones de otros grupos inmersos en dinámicas sociales similares.

 

Conclusiones

Los elementos que constituyen la masculinidad de los varones kekchíes son diversos y están sujetos a diferentes procesos que se traslapan unos sobre otros, como el expuesto en este documento (culinario–proveedor). Así, se muestra un mínima parte del "deber ser" que además va cambiando a medida que los varones se van adscribiendo a otros grupos por edad y relación de parentesco. Entonces, llevan a la práctica roles específicos que se vinculan con otras espacialidades en la localidad. Desde que nace el varón, comienza a adquirir los elementos que le irán confeccionando una masculinidad cambiante durante su vida.

He proporcionado, desde mi punto de vista, un conjunto de herramientas analíticas "abiertas" para la interpretación de manifestaciones empíricas que fácilmente podrían ser evaluadas (o devaluadas) con enfoques dicotómicos, concebidos bajo principios de oposición. Aunque cabe aclarar que si lo que se mostró corresponde a un muy breve proceso de masculinidad éste puede ser amplificado para analizarlo de formas menos arbitrarias.

Es importante dejar en claro que aunque los varones kekchíes tienden a incursionar en los saberes culinarios, ello no significa que su adscripción de género se esté trasformando de la misma manera; ni que las mujeres se encuentren en relaciones de igualdad o reciprocidad ante los varones. De hecho, muchos varones kekchíes y de otros grupos étnicos ejercen otros tipos de influencia sobre las mujeres, donde ellas tienen un papel de sumisión, como los arreglos matrimoniales en los que las decisiones son tomadas por el varón–novio y los padres de ambos.

Mi intención no fue minimizar las relaciones de género en cuanto relaciones jerárquicas. No pretendo cegarme ante los actos de violencia (física, verbal, simbólica, etcétera) ni ante la evidente condición precaria y muchas veces subordinada en la que viven muchas mujeres en este sitio. Mi propósito fue evidenciar los elementos –por mínimos que sean– alternativos para la reelaboración de la masculinidad. Una vez logrado esto, es posible plantearse los caminos pertinentes para construir relaciones de género más equitativas, empezando por la alternancia de las tareas hasta poder desnaturalizarlas y luego objetivarlas como carentes de valor diferenciado. No está de más decir que, con este tipo de trabajos, es posible fijar los alcances prácticos de una teoría dentro de la vida social, es decir, elaborar programas de largo alcance dirigidos a grupos concretos con la intención de aminorar las "malas" diferencias y promover las "buenas" en distintos niveles institucionales, como el sistema educativo, que puede ser de gran ayuda.

 

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Notas

* Agradezco infinitamente a las personas que, de una u otra forma, se congregan en este documento. Desde las que proporcionaron los insumos monetarios para la investigación, como el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología y el Consejo Quintanarroense de Ciencia y Tecnología, hasta quienes compartieron sus conocimientos y me permitieron irrumpir en su valiosa cotidianidad. A la gente de San Isidro La Laguna, Quintana Roo.

1 Para un mejor contexto histórico: véanse, Aguayo et al. (1989), Cabrera et al. (1999), Falla (1986), entre otros autores.

2 El uso de la cámara fotográfica en la localidad posó varios ojos sobre mí; en parte porque los pobladores tienen un gusto peculiar hacia la fotografía, de manera que tomar fotos me ayudó a ingresar en varios hogares. Las fotografías fueron retribuidas con comida y conversaciones prolongadas.

3 La entrevista a profundidad me acercó a los lugares menos esperados en los primeros días de mi estancia. La cocina era el lugar privilegiado para conversar y ello daba pie a una dinámica alimentaria posterior.

4 Las prácticas alimentarias conducen a una noción equivalente a la de "cultura alimentaria" en cuanto a aspectos de la alimentación en su sentido de producción, elaboración y consumo de alimentos; además, estas prácticas incluyen creencias y rituales, un sistema de preferencias y relaciones sociales en general en torno a la alimentación. Para una exposición más amplia del tema pueden revisarse Magallanes, Limón y Ayús (2005); y Pérez, Vega y Romero (2007).

5 Nora Rabotnikof plantea tres rasgos distintivos de dichos espacios: 1) La referencia a lo colectivo como público y a lo individual como privado; 2) lo visible y lo invisible, cuando el primero se refiere a lo público y lo segundo a lo privado; y 3) lo abierto y lo cerrado, lo accesible y lo indispuesto, como lo público y lo privado, respectivamente (1998: 4–5). Me atrevo a preguntar ¿visible/invisible para quién?

6 El término espacialidad no es reciente. Desde diferentes perspectivas, en las ciencias sociales este concepto ha sido usado de diversas formas, aunque el sentido –la mayoría de las veces– se dirige hacia la interpretación del territorio. Por ejemplo, Ulrich Oslender (2002) propone la frase "espacialidad de resistencia". En su escrito plantea la idea del aspecto físico–geográfico en correspondencia con la "lucha social". De tal modo, el espacio es objeto de significaciones, así como un elemento en disputa. Por otro lado, dentro de algunas disciplinas geográficas y arquitectónicas, la "espacialidad" es tomada como sinónimo de "dimensión" o "volumen". En este artículo, la palabra tendrá un sentido ligeramente distinto, el cual discutiré más adelante.

7 Esta idea de espacialidad se inspira en María Inés García Canal (1998), quien trata a los espacios como dispositivos disciplinarios hacia los cuerpos diferenciados, siempre y cuando pensemos tales dispositivos en su calidad de heterogéneos y asumidos de manera diferenciada. La autora llega a la noción de heterotopías como lugares en diversificación de códigos o no códigos, como escenarios de muchas escenificaciones o una no escenificación. La transgresión es el debilitamiento de los códigos espaciales, y la producción de una nueva territorialidad en vistas –tal vez no conscientemente– de ser debilitada y transgredida una vez más.

8 También léase Bourdieu (2002 y 2005).

9 Se trata de grupos "no reconocidos" en el interior de la localidad, por ejemplo el kakchiquel, el jacalteco, el maya yucateco y el quiché, de los que se contaron una o dos familias.

10 Para una explicación más detallada puede revisarse Luján (1998).

11 Durante la reubicación de los grupos de refugiados en 1984, una cantidad importante llegó a Campeche, donde se establecieron tres campamentos, cada uno dividido en módulos, con el afán de contener culturalmente a los grupos indígenas. Por ejemplo, en el módulo 2 de Maya Tecún predominaron los indígenas kekchí.

12 Las razones que orillaron a dichas familias a abandonar Guatemala de nuevo son diversas, pero sobresalen las constantes amenazas de grupos "ladinos", en cuyas regiones muchos indígenas llegaron a establecerse; la escasez de tierras y lotes para edificar casas; y la falta de apoyos gubernamentales a los retornados.

13 Por el carácter de ex refugio, San Isidro no se rige bajo el código agrario en calidad de tierras ejidales o comunales, lo hace más bien bajo el régimen de pequeña propiedad. Ello se debe a que la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) adquirió por medio de financiamiento federal tierras que fueron divididas entre el número de familias asentadas en el sitio; cada familia obtuvo un lote de aproximadamente 300 metros cuadrados y tres hectáreas para uso agrícola.

14 La dimensión generacional de los matrimonios circunscribe a varones y mujeres que se hallan entre los 25 y los 35 años; los padres de familia, en su mayoría, no rebasan los 35 años.

15 En particular allí, ya que existen otros dos asentamientos de ex refugio: Kuchumatán y Maya Balám. En éstos, las dinámicas sociales son ligeramente diferentes y sus saberes culinarios son otros, de modo que han incorporado el proceso de una manera distinta, además de estar enmarcados en relaciones sociales (interna y externamente) en diferentes niveles. Con ello no quiero decir que en cada localidad la práctica alimentaria sea homogénea, pero en su conjunto es distinta de la que aquí interesa.

16 Hablo específicamente de deficiencias económicas, además de desigualdad social frente a los indígenas mayas mexicanos, con quienes tienen que competir para obtener dichos apoyos.

17 Las verduras de venta permanente son el jitomate y la papa.

18 Muchos platillos que ahora consumen son producto del contacto con indígenas mayas de la región, además de otras relaciones con mestizos del municipio Othón P. Blanco.

19 No conozco la versión directa de los ancianos puesto que las familias kekchíes que llegaron a San Isidro están formadas por matrimonios jóvenes cuyos padres han retornado a Guatemala.

20 La imagen del esposo atento ante el embarazo de la esposa es común en algunas comunidades de Chiapas. Graciela Freyermuth (2006) explica que algunos se mantienen presentes hasta el "alivio" de la mujer. Si bien no ejecutan los roles culinarios femeninos, fungen como mensajeros (a la suegra, a la madre, etcétera) en cualquier requerimiento.

21 Si bien no es lo que aquí atañe, quisiera poner un ejemplo alterno: los tamales. Hay dos tipos de tamales que se adoptaron (y adaptaron) de los mayas yucatecos: los colados y los torteados. Los primeros no tuvieron gran efecto en la población y sólo algunas mujeres aprendieron a elaborarlos, además de que conocieron una versión similar en Guatemala y Chiapas, de modo que no representó innovación alguna. Los segundos no eran conocidos y su menos complicada preparación ha tenido un gran auge hasta el punto de que la mayor parte de las mujeres los cocinan cotidianamente.

22 Este hecho es peculiar ya que el aprendizaje se dio en la localidad. La familia involucrada invirtió una suma de dinero para contratar a una mujer de la población aledaña "Miguel Hidalgo" para enseñarles. Actualmente, el varón "jefe de familia" es quien se ha especializado en la elaboración de la comida y, por ende, es reconocido socialmente en la comunidad.

23Cabe recordar que la espacialidad es cargar, transportar o llevar consigo las significaciones o las prácticas que antes se veían como exclusivas de un espacio físico determinado. El ejemplo aquí es la elaboración de alimentos: de la cocina (domesticidad) se transporta al entorno laboral.

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