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Alteridades

On-line version ISSN 2448-850XPrint version ISSN 0188-7017

Alteridades vol.19 n.37 Ciudad de México Jan./Jun. 2009

 

Nuevas museologías del siglo XXI

 

Límites narrativos de los museos de historia*

 

Narrational limits of history museums

 

Luis Gerardo Morales Moreno**

 

** Profesor investigador de tiempo completo del Departamento de Historia de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Avenida Universidad 1001, col. Chamilpa, 62210 Cuernavaca, Morelos <luismoro28@hotmail.com>.

 

* Artículo recibido el 04/08/08
y aceptado el 13/06/09

 

Abstract

A reflection on the interrelations between museography and historiography regarding narrativity is presented in this text. Certain processes of hegemonic control and persuasion regarding memory, history and forgetting are explored in the case of some Mexican museums. We shall put forth the representational challenges faced by history museums, split between the objects' fetichization and dissolution, whether it deals with new technologies for the display of memory or with a new memory of scenic technologies.

Key words: narrated space, empirical observation, museographic gaze, museographic object, historic representation, museographic interference, memories in use, presence effects, history sensation.

 

Resumen

Reflexión acerca de la interrelación entre museografía e historiografía con respecto al tema de la narratividad. Desde ahí se exploran ciertos procesos de control y persuasión hegemónicos de la memoria, la historia y el olvido en algunos escenarios museográficos mexicanos. Se mostrarán los desafíos representacionales que enfrentan los museos históricos entre la fetichización y la disolución del objeto, sea que se trate de nuevas tecnologías de escenificación de la memoria o de una nueva memoria de tecnologías escénicas.

Palabras clave: espacio narrado, observación empírica, mirada museográfica, objeto museográfico, representación histórica, interferencia museográfica, memorias en uso, efectos de presencia, sensación de historia.

 

I. La relación museografía e historiografía

Los enfoques recientes sobre la narratividad historiográfica (Ricoeur, 2004; Ankersmit, 2004; y Vergara, 2005) no han esclarecido la relación que hay entre la escritura histórica y los museos que escenifican la historia mediante objetos museográficos.1 La discusión que nos preocupa a algunos historiadores es si el discurso histórico cobra sentido únicamente con un modo específico del discurso –escrito y lineal–, aunque la producción del museo como género moderno de escenificación de la experiencia histórica ha sido una posibilidad existente desde hace más de 150 años (Anderson, 2004; Knell, MacLeod y Watson, 2007; Hill, 2005; Genoways y Andrei, 2008). La actual proliferación de la imagen mediante la expansión de otros recursos de representación visual, por ejemplo la fotografía, el cinematógrafo, la televisión, el video y la virtualidad digital han venido a radicalizar la preocupación por el discurso histórico como simple escritura. ¿de qué manera se enfrenta este asunto desde la reflexión historiadora? Propongo al género de los museos de historia como un modelo ejemplar, porque hace posible una aproximación a la historicidad del museo en cuanto construcción de un espacio narrado del campo visual (de Certeau, 1996).2 Esa historicidad que es contingente a toda interpretación y, por tanto, arbitraria, en el espacio público del museo se convierte en la institución museográfica. Esto significa que el lugar del museo opera un modo diferente de comunicar la escritura de la historia no sólo porque la institucionaliza, sino también porque la hace pasar ineludiblemente por las operaciones museográficas que otorgan vida renovada a "lo ya acontecido". A diferencia de la historiografía, el museo histórico se convierte en discurso dispuesto/cosa expuesta.

Así, vemos que la escenificación visual de la historia también le sirve a los estudiosos del espacio (Martínez Carrizales y Quiroz, 2009) y de las operaciones museográficas entendidas como estrategias narrativas (hipertextuales e intertextuales) capaces de recrear una sensación de "estar–ahí" frente a lo real auténtico (evidencia empírica) en un territorio físicamente delimitado como cartografía del saber y no meramente como arqueología del saber.3 Y la forma en que otorga significado a las cosas se rige por una estructura binaria de sus operaciones comunicativas que consisten en mediaciones, como ver/no ver, objetividad/subjetividad, autenticidad/falsedad, genialidad/vulgaridad, original/copia, presencia/ausencia, conocimiento/rito. Por ejemplo, los monolitos aztecas encontrados en 1790 en la actual plaza del Zócalo de la Ciudad de México adquirieron visibilidad cuando la Corona española evitó su destrucción al cambiar la política científica hacia el mundo americano (Cañizares–Esguerra, 2006). Posteriormente, a partir del 16 de septiembre de 1887, uno de esos monolitos de la civilización mexica, la Piedra del Sol, se exhibe en el Museo Nacional como una pieza emblemática del México antiguo, en la concepción del porfirismo científico neorromántico, que también hereda y reproduce el nacionalismo revolucionario (Morales, 1994 y 2001). Como ejemplos de la dualidad conocimiento/rito encontramos dos casos contemporáneos sobre la labor mediática del museo. En la cinematografía nacionalista posrevolucionaria, el Museo Nacional de México aparece como parodia del indigenismo arqueológico y museográfico en la actuación de Cantinflas (Mario Moreno), en El signo de la muerte (1937). Mientras que, en Salón México (1948), de Emilio El Indio Fernández, se convierte en visita guiada al templo del saber y un gesto moderno de transmisión moral en la conmovedora actuación de Mercedes (Marga López).

Digamos que, al menos desde 1887, en los escaparates de la hegemonía museográfica se hace visible una herencia ancestral, 20 años después de 1867, cuando el mundo jurídico del "liberalismo triunfante" hizo invisibles a los numerosos grupos autóctonos del país. La obtención de la ciudadanía igualitaria moderna tuvo como correlato la disolución de las jerarquías estamentales. Indios, mestizos y criollos fueron convertidos en observadores de su pasado. Las colecciones de objetos de la Galería de Monolitos situaron la mirada de la objetividad en la presunción de un origen común preexistente. Durante las décadas de 1930 a 1960, el conocimiento arqueológico produciría una nueva mitología científica de la grandeza azteca. Con este ejemplo sugerimos que la construcción de un primer nacionalismo cultural (institucional) determinó que la observación empírica tuviese un vínculo ontológico.

De esta manera, la mirada museográfica se localiza dentro de un espacio geométrico que involucra también a una faceta fenomenológica de la observación museográfica. Pone en coexistencia la mirada racional del espacio museográfico y la mirada contemplativa del espacio vivido por el sujeto existencial. En el auge de la historia metódica, a finales del siglo XIX, no se contraponía el conocimiento objetivo con el sentimiento patriótico ni en México ni en Francia ni en Estados Unidos. Así que el tema de la mirada se sitúa más allá del mundo de las contemplaciones racionales del arte pictórico o las artes plásticas y decorativas en general. Porque en el género de representación histórica los visitantes/ usuarios se comportan también como ciudadanías letradas. El predominio en ellos de la épica edificante y aleccionadora los ha convertido casi en un subgénero de la historia de bronce. Es decir, el museo histórico–patriótico ha seguido unido al texto de enseñanza en razón de su subordinación al sistema público escolar, al que se hizo responsable de servir como vehículo del "espíritu nacional". A este momento de la historicidad espacial del museo mexicano lo denomino modelo del museo–texto, ya que el objeto museográfico queda atrapado por la imagen de la palabra escrita y convertido en fetiche de un modo de practicar la transmisión cívica. Desde el siglo XIX, la institución museística ha sido una intermediaria privilegiada de la transmisión de la historia porque no se ocupa únicamente del conocimiento erudito; también reproduce ritos conmemorativos, sociabilidades ciudadanas y una gran diversidad de espacios de opinión pública persuasivos.

Con los elementos hasta aquí expuestos se concluye que en la relación museos e historiografía están implicados por lo menos dos planos. Uno de ellos está constituido por los fragmentos de la historia colocados metonímicamente en una serie enciclopédica determinada. La serie es la forma taxonómica con que la colección de objetos aparece dispuesta en el campo de la visualización. Ahí se escenifican los fragmentos que operan como los indicios pertinentes que las comunidades científicas han seleccionado ya sea como una auto–conciencia de la temporalidad o como parte de una realidad experimentada que existe independientemente de nosotros. La autoconciencia proviene de la observación de objetos que se refieren de manera empírica a eventos pasados de una sociedad determinada plasmada en colecciones de objetos (valga la redundancia). La formación de las colecciones establece el orden de lectura. Tales colecciones (lecturas de series de objetos) remiten a su clasificación temporal, que puede hacerse mediante cuatro maneras diferentes, a saber: 1) orígenes (relaciones de causalidad), 2) evidencias (documentos, artefactos, cosas, huellas), 3) formas de explicación/ comprensión (taxonomías y definiciones) y 4) formas de representación (narrativas y persuasión). Este proceso no se costriñe a una exposición lineal porque en el ámbito del museo–texto la historiografía se despliega también como una escritura–objeto. En este segundo plano, por lo tanto, la historia representada en objetos museográficos no se limita sólo a la cuestión de la temporalidad, sino que también comprende otro aspecto fundamental de toda gramática museal: la percepción y construcción del espacio (Zunzunegui, 1990).4 Esa simple cualidad, paradójicamente, libera al museo de su asidero escriturístico, aunque las prácticas escolares sigan circunscritas a él. Los campos de visión creados por la museografía son específicos de los espacios practicados en que tienen lugar y plasman la visibilidad (o invisibilidad) social del conocimiento. Como el espacio museográfico está situado socialmente, eso afecta el recorrido, la mirada, en síntesis: la experiencia museal y museográfica moderna (Deloche, 2001).5

Las transmisiones de la historia se encuentran en todas partes en toda clase de huellas y no sólo en monumentos, piedras u objetos muebles. La historia habita en prácticas, recuerdos, rituales y tradiciones, aunque el museo moderno la constriñó básicamente a los objetos, a las cosas–artefacto, de manera semejante a lo que hizo el discurso histórico con la escritura (y la disolución de la oralidad). Forman caminos diferentes en la hechura de la memoria archivada y el lenguaje simbólico. Los museos yuxtaponen, entremezclan y combinan ambas formas de la comunicación. En suma, propongo que el museo histórico constituye una forma narrativa diferente de la escriturística, lo que ahonda la discusión sobre la exclusividad de la escritura en el discurso historiográfico.

La mediación museística construye su lugar y se comunica a través de la interferencia museográfica.

 

II. La interferencia museográfica

¿Esto qué significa?, al menos tres cosas. Primero, que si hablamos de escenificaciones reconocemos la mediación del lenguaje museográfico, lo que preferimos denominar como su interferencia. En principio, ya sabemos que el vínculo entre museografía e historiografía hace significativa la lejanía del presente con el pasado. Objetiva un extrañamiento entre dos temporalidades por completo diferentes. En el terreno de la experiencia, el lenguaje museográfico abre la distinción entre vida y muerte precisamente por eso. En lo museal habita la vida, porque comprende toda clase de espacios de memoria en uso, en contraste con lo museístico, que se postula como un embellecimiento objetivo de la muerte. Al crearse un campo de visión de la vida a la muerte y de ésta a la vida renovada, hablamos de un "más allá" del lenguaje museográfico que transmuta lo inerte en un mensaje que pertenece a un proceso cognoscitivo y a una sensación de historia.

En el museo, nuestra relación con los mundos pasados se transmite indirectamente mediante dispositivos y técnicas de exposiciones elaboradas para dirigir la mirada, así como también a través de monumentos conmemorativos, estatuas, cementerios, ceremonias, etcétera, que orientan o consuelan a la ciudadanía. Algunos autores reconocidos han planteado la importancia del análisis de las "tradiciones inventadas", de los "lugares de la memoria" o de las "comunidades imaginadas" como formas y prácticas comunicativas donde los museos y los rituales colectivos construyen identidades sociales, fijan memorias o establecen vínculos cohesivos (Hobsbawm y Ranger, 1983; Nora, 1986; y Anderson, 1991). Es decir, de unos cuantos pedazos materiales reconstruimos una totalidad imaginaria dispuesta representacionalmente de donde obtenemos información relevante de los referentes colectivos.

Entonces el estudio de la museografía constituye una forma indirecta de relación con los mundos pasados de la misma manera en que conocemos el pasado por el texto del historiador (la escritura de la historia). Ambas formas y sustancias de la representación –la del objeto exhibido mediante dispositivos y la escritura mediante trazos– producen sentido pero, como ya dijimos, lo hacen de una manera diferenciada. ¿Cómo lo hacen? En el museo histórico, por ejemplo, la historia se muestra como "efecto de presencia" del pasado, como cuasi vivencia, ya que el observador "deambula" observando un fragmento auténtico del pasado. La historia se transmite mediante el artefacto museográfico. Ese "efecto de presencia" adquiere sentido porque el objeto museográfico constituye su comunicación. Representa de muchas maneras un "querer decir algo" para un espectador anónimo. El objeto museográfico produce su propio espectador, se convierte en lo que se conoce como objeto semióforo (Pomian, 1987; Morales, 2002). En efecto, ese objeto museográfico no permanece instalado (dispuesto) sin referente alguno, pero su representación es autónoma de cualquier atribución de significado. Sólo una interferencia museográfica transforma el tránsito del observador de una casi vivencia a una revivencia virtual de la memoria o del éxtasis del genio artístico.

Por el contrario, en la historiografía la "realidad" de los mundos pasados se despliega como total "ausencia", susceptible, sin embargo, de ser interpretada hermenéutica y paradigmáticamente. Por lo que el texto histórico pertenece al campo de las atribuciones interpretativas que atañen a una determinada hermenéutica historiográfica. En cambio, en la memoria conmemorativa de los museos esa función interpretativa puede desbordarse. En los recintos arqueológicos, los mausoleos o en las museografías de la Patria republicana, una gran variedad de artefactos son apreciados en un sentido afectivo o estético; es decir, el objeto–texto opera simultáneamente como objeto/afecto (objeto/efecto).

Lo reiteramos: en las museografías de la identidad patriótica o las ruinas de la Antigüedad no sólo se produce sentido, sino una sensación de historia.

Así, tenemos que la revivencia estética de la observación de objetos museográficos es distinta de la lectura o escritura de libros. El museo histórico moderno ha unido ambos modos de la observación empírica al producir a la par significado y percepción, así como también las dualidades sujeto/objeto e historia metódica/observación empírica. Dispone los objetos museográficos enlazados con la escritura que los descifra, nombra y clasifica y, por ello, el museo constituye un ejemplo problemático de la interferencia entre producción de sentido y producción de presencia bajo la forma del lenguaje museográfico (Gumbrecht, 2005).6 Ahora bien (y aquí resalto el sesgo del contagio hermenéutico), como consecuencia de la interferencia museográfica, los objetos cobran vida significativa sólo dentro del museo, no fuera de él. Los museos históricos reúnen los fragmentos, vestigios, huellas o ruinas de lo acontecido y lo exponen mediante enunciados sintéticos. Por lo tanto, en el museo la historia ya es otro lugar. Resignifica y presentifica otro espacio.

Un segundo punto es que la relación entre las representaciones museográfica e historiográfica obliga a la comprensión historicista de los distintos géneros de museos actualmente en uso, como son los de arte, ciencias o etnología. Las nuevas tecnologías comunicativas o pedagógicas no pueden extrapolarse por la sencilla razón de que los consumidores de arte, tecnología, ciencias o historia no constituyen comunidades homogéneas. Por ejemplo, la puesta en escena dominante de la historia oscila desde santuarios de reliquias seculares y galerías maravillosas de anticuarios, hasta las revivencias turísticas de las visitas "in situ" o multimedia en Atenas, Roma, Barcelona, Teotihuacan o Machu Pichu. La historia en los museos, o en los sitios de la memoria, a diferencia de los de arte, requiere atribuciones de significado precisas, a la vez que estetizaciones persuasivas. Cuando observamos las imágenes de Simón Bolívar y San Martín, los estandartes de los insurgentes, o las medallas y trajes militares de los héroes republicanos o revolucionarios, no les atribuimos una significación arbitraria (Gutiérrez, 2004). Al mismo tiempo, cuando visitamos las estremecedoras lápidas verticales que conmemoran el Holocausto judío, en Berlín; o nos compenetramos del delirio persecutorio del Museo de la Memoria de la Escuela de Mecánica de la Armada, en Buenos Aires, irremediablemente preguntamos: ¿Por qué? ¿Quién? ¿Cómo? (Brodsky, 2005). La interferencia estética de la museografía hace que el museo histórico opere simultáneamente como revisión de las nociones de cambio, aunque en su formato cronológico lineal sigue sin desembarazarse de su herencia naturalista y esencialista (ontológica).

Esto nos lleva a la tercera cuestión, que se refiere al género de los museos de historia en México y América Latina como predominantemente vinculados al contexto de la formación de sociedades poscoloniales. Este largo proceso cultural ha significado la construcción de identidades e imaginarios colectivos desde las hegemonías intelectuales con las que los Estados nacionales orientaron ideológicamente la dominación política. Construyeron consensos sobre aquello considerado como tradicional, a diferencia de lo que poseía el ropaje de la modernidad. La exhibición de monolitos aztecas en el Museo Nacional mostraba lo que ya no se era más, en contraste con el uso del ferrocarril y la adopción del mestizaje nacional. De acuerdo con esto, al museo sólo ingresa una determinada tipología de la memoria: lo que está en "desuso" porque ya no circula; lo que ha "pasado de moda", suplantado por una nueva moda; o, finalmente, lo que ha quedado "fuera del tiempo del transcurso del progreso". De manera paradójica, los museos históricos difícilmente pasan de moda. Han caducado, en muchas partes del mundo, sus interferencias estéticas, pero sus transmisiones didácticas siguen operando como la rememoración de los tiempos idos. Sobreviven por sus "producciones de presencia". ¿Por qué decimos esto? Porque en el campo de la historia no sólo importa una determinada conciencia moderna de la temporalidad en sus diversas representaciones. También resulta crucial la presentificación de los mundos pasados. La operación museográfica hace presente una reencarnación de lo vivido, y con ello nos referimos a las técnicas que producen la ilusión metodológica del contexto (la fantasía historiadora) de que los mundos pasados pueden hacerse tangibles de nuevo (Pappe, 2002), como si fuesen un simulacro del estar–ahí. Es aquí donde el museo histórico tiene un enorme campo por explorar, pues a fin de cuentas nos coloca frente a lo que somos: una cultura histórica. ¿Por qué? Porque anhelamos cruzar la frontera de nuestros mundos originarios yendo hacia el pasado. Y el artificio museográfico brinda la posibilidad de "hablar" con los "muertos" o, más aún, "tocar" los objetos de sus mundos. Al respecto, resultan intrigantes un par de pequeños y modestos museos ubicados en la localidades de Anenecuilco y Tlaltizapán, en el estado de Morelos, en México, donde se rinden sendos homenajes al prócer de la revolución agraria y social de 1910, Emiliano Zapata. En Anenecuilco encontramos las ruinas arqueológicas de adobe de la casa paterna dispuestas como nostalgia de la vida campesina. En Tlaltizapán, en una vitrina y de un modo enfático se exhiben "los pantalones" del caudillo suriano.7 ¿Estamos ante el reto de una nueva "estetización" de la historia, o sólo se trata de aprender de otro modo la complejidad del conocimiento? Replanteemos el asunto.

 

III. Memoria museográfica post–68

En el modo dominante de representación museográfica, los museos históricos han venido comportándose como espacios del aburrimiento y el monumentalismo (Riegl, 1987), a pesar de sus cualidades trascendentales.8 Desde el último tercio del siglo XIX, legitimaron un modo de "exhibir" la historia y, con el paso del tiempo, crearon una nueva lejanía con sus espectadores. Orientados predominantemente a los públicos escolares, los museos convirtieron el pasado imaginario en un pedazo mudo en un recinto solemne. Más aún, su creciente dependencia del sistema escolar los hizo complementarios de prácticas pedagógicas de índole memorística, dogmática y autoritaria. En la actualidad, los museos de historia en México, como en muchas otras partes de América Latina y Estados Unidos, atraviesan por una triple crisis de paradigma: 1) de orden representacional; 2) de prácticas de gestión; y 3) de políticas de enseñanza de la historia, que requieren cada vez más el concurso de los especialistas (Amprom, 2006). Sugiero como esclarecimiento de la crisis de orden representacional cuatro aproximaciones temáticas. Tal "crisis" se concentra en particular en la esfera de producción de una mayor interacción con los observadores: en el orden representacional pasamos del culto al objeto museográfico a la disolución de la cosa en sí. Ésta es quizá una de las modalidades que está sufriendo más radicalmente una transformación en México, por lo cual concluimos que la disolución consiste en realidad en una transformación. ¿Por qué? ¿A qué nos referimos con eso? Si algo ha caracterizado a la museografía mexicana ha sido la forma estética de representación de colecciones del pasado antiguo mesoamericano: produjo entre 1887 (Museo Nacional), 1964 (Museo Nacional de Antropología) y 1987 (Museo del Templo Mayor) la museopatria de la nación mexicana. Esta forma clásica de la representación se hizo extensiva a los museos de historia, pasando desapercibida en la museología contemporánea la problemática narrativa junto con las prácticas de interpretación.

En los museos de historia encontramos una mirada fragmentada, dispersa en cientos de reliquias, cuyo único referente es la escritura de la historia, o sea, la historiografía, cuando no la leyenda o la fábula. Esos referentes atan los cabos, establecen conexiones, tejen una trama y relatan una historia dispuesta en objetos museográficos. Esta interdependencia se encuentra fracturada en el museo por lo que el desarrollo de nuevas tramas narrativas ha venido exigiendo en la última década el restablecimiento de la oralidad, así como del uso de medios de comunicación más eficaces que las simples cédulas de vitrina o pie de objeto. Todo ello conduce necesariamente a la recreación de la lectura como un desplazamiento espacial de inteligibilidad y entretenimiento. Ésta es la crisis de los museos de historia, que en algunos casos nos hacen ver la expansión de la narrativa como una práctica fundamental entre observadores, objetos de sentido y presentificación de la historia. Un ejemplo importante lo constituye el flamante Memorial del 68 en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco (CCUT) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). La pregunta de la cual partimos es: ¿hasta dónde el Memorial del 68 se diferencia de la representación museográfica canónica?

El Memorial del 68, como su nombre lo indica, reconstruye un evento específico: el movimiento estudiantil de julio a octubre de 1968 en la Ciudad de México. Desde hace algún tiempo, este evento forma parte de la historiografía contemporánea y ningún otro museo histórico de México lo aborda. El espacio museográfico consiste en un espacio arquitectónico proyectado para divulgar las artes y las ciencias, al norte de la Ciudad de México, cuyas instalaciones son las de la Torre de Tlatelolco, que fue la sede de la Secretaría de Relaciones Exteriores de México hasta 2004. El gobierno de la ciudad le concedió este inmueble a la UNAM en 2006, lo cual convierte al Memorial del 68 en un nicho autobiográfico de la época en que fue su rector Javier Barros Sierra (1966–1970). Este ingeniero, fundador de Ingenieros Civiles Asociados (ICA), era nieto de Justo Sierra –el intelectual orgánico del Porfiriato durante la primera década del siglo XX–. A pesar del linaje familiar, Javier Barros tenía su propio prestigio político y técnico, pues antes de llegar a la rectoría universitaria había sido director de la Facultad de Ingeniería y secretario de Comunicaciones. Era un hombre del sistema, como dicen los politólogos, cuya personalidad suave y fina contrastaba con el talante autoritario y soberbio del presidente de la República, Gustavo Díaz Ordaz. Puesto que la columna vertebral del movimiento estudiantil fue la defensa de la autonomía universitaria contra las intromisiones beligerantes del gobierno en las instalaciones de la UNAM (en octubre de 1966, el ejército había ocupado la Universidad Nicolaíta de Michoacán), el espacio museográfico de Tlatelolco representa el duelo conmemorativo por los universitarios agredidos. ¿Por qué un evento de esta naturaleza amerita una exposición permanente? ¿Qué memoria representa y qué valores transmite? Antes, repasemos brevemente la historia ya documentada por decenas de autores y periodistas.

En el verano de 1968, el "movimiento" pasó de grescas callejeras entre estudiantes de 15 a 18 años de edad, del Instituto Politécnico Nacional y de la UNAM, a manifestaciones de protesta contra la violencia del sistema político mexicano, en las que se vieron involucradas otras instituciones, públicas y privadas, como El Colegio de México, la Escuela Normal Superior de Maestros, la Universidad Iberoamericana, la Escuela Nacional de Antropología, la Escuela de Agricultura de Chapingo y los estudiantes de teatro del Instituto Nacional de Bellas Artes. A comienzos de agosto se creó el Comité Nacional de Huelga (CNH), con representantes de casi todas las escuelas de educación superior de la capital y de gran parte del país y publicaron el conocido "pliego petitorio", cuyas principales demandas eran: 1) cese de los jefes de policía y desaparición de los cuerpos represivos, como los granaderos; 2) deslinde de responsabilidades; 3) respeto a la autonomía universitaria; 4) indemnización a los familiares de los estudiantes muertos; 5) derogación de los artículos 145 y 145 bis del Código Penal relativos a la "disolución social"; y 6) liberación de los presos políticos. El 13 de agosto, poco más de 100 000 jóvenes ocuparon la plaza del Zócalo de la Ciudad de México y, para entonces, el CNH contaba con más de 200 representantes. En la actualidad, estos datos pueden parecer anecdóticos si los comparamos con las grandes manifestaciones de protesta encabezadas por Cuauhtémoc Cárdenas en 1988, o las de Andrés Manuel López Obrador en 2006, contra los fraudes electorales sistémicos que arrojaron más de un millón de personas a las calles. Sin embargo, en la década de 1960, el régimen del priato gobernaba con mano dura mediante un control eficiente de los medios de comunicación y del aparato sindical y patronal, además de que se había convertido en el gran aliado de la política anticomunista promovida en el continente americano por los gobiernos estadounidenses de Truman, Eisenhower, Kennedy, Johnson y Nixon, en el contexto de la Guerra Fría. Así que la ocupación de la calle y el Zócalo para demandar atención del poder público era una hazaña de una ciudadanía que anhelaba ser escuchada y respetada. En el hermético mundo del autismo presidencialista (con su farándula charra y seudorrevolucionaria), los únicos espacios que se abrían a la crítica estaban en los recintos universitarios, como la UNAM, y en otras universidades del país como en Puebla, Sonora, Nuevo León y Michoacán. De ahí que la anomalía no estaba en los estudiantes que protestaban contra la violencia policiaca, sino en el uso político del ejército empeñado en criminalizar a los universitarios. Esas protestas fueron respaldadas por el rector Barros Sierra, sin cuya certificación ética "el Movimiento se habría disuelto en el círculo fatal de las marchas y arengas" (Monsiváis, 2008: 35).

El movimiento y su golpeteo contra el aparato gubernamental transcurrieron en un álgido duelo de palabras, así como entre subterfugios de políticos ambiciosos. Además, se desataba una crisis de generalizaciones simbólicas (la unidad nacional puesta en duda). Cuando Barros Sierra coloca la bandera nacional a media asta en la explanada de la rectoría de la UNAM, el 30 de julio de 1968, dramatiza la violación a la autonomía universitaria y le da un vuelco audaz a la disputa por los símbolos. A partir de ese momento se confrontaron la palabra del rector contra la del presidente –figura hasta ese momento construida como infalible e incuestionable–. En un solo acto ritual se opusieron la palabra del hijo rebelde contra la del padre custodio de la paz y el progreso priístas. Se exacerba la crítica de la imagen del Tlatoani, como lo sugirió posteriormente Octavio Paz en Posdata. Se contrastaron el pensamiento libre y la coerción del espíritu. El conflicto estudiantes/gobierno se agudiza, reinan la descomunicación y el desentendimiento, por decirlo de modo ultrabreve. Para muchos historiadores y testigos, el acontecimiento llega a su cenit el 27 de agosto, cuando otra vez la muchedumbre toma la palabra ocupando el Zócalo, radicaliza sus consignas antiimperialistas y hace blanco de las mayores invectivas al presidente de la república. "Se gritaba a coro: 'Díaz Ordaz buey, Díaz Ordaz, buey, buey, buey' o'Ho Ho Ho Chi Minh, Díaz Ordaz chin, chin, chin'" (Krauze, 1997: 327). Ese mitin se convirtió en una asamblea popular que puso en circulación la palabra "diálogo" y, con ello, la protesta adquirió un perfil inobjetable. En una de las astas del Zócalo se izó una bandera rojinegra (de huelga), la figura del Che Guevara vino a sustituir a las de los héroes nacionales, y los insultos personales alusivos a la fealdad física del presidente, fueron algunos de sus momentos climáticos. Esa misma noche se integró una guardia para permanecer hasta el 1˚ de septiembre, fecha establecida por la asamblea para dialogar con el presidente, cosa que por supuesto nunca ocurrió. Entonces, la opinión pública servil al régimen acusó al movimiento de haber profanado los símbolos nacionales y, sobre todo, de formar parte de una conspiración comunista.

El rector se da cuenta del abismo al que se aproxima, y el 9 de septiembre pide a la comunidad universitaria volver a la normalidad. Evidentemente, nadie quiso terminar con la fiesta sacrílega, con la orgía iconoclasta. En una abierta provocación promovida por la violencia de Estado, el 18 de septiembre el ejército ocupa Ciudad Universitaria y los "niños héroes" se dispersan en medio del terror. El 23 de septiembre, Barros Sierra renuncia ante la Junta de Gobierno de la UNAM, con lo cual su figura proteica se agiganta y su poder de convocatoria adquiere una brillantez desafiante. Éste fue, a mi parecer, otro momento álgido de un movimiento que parecía perder el rumbo. Los estudiantes le piden al rector que desista de su renuncia. Después de una semana de gran tensión, Barros Sierra acepta permanecer en su cargo, lo que sin duda enardeció a los poderes establecidos. La lucha de las egotecas se hizo irreconciliable, porque mientras al hijo rebelde lo veneraban los nuevos idólatras al padre lo repudiaban públicamente. Para ese momento, el movimiento estudiantil ya estaba muy diezmado por sus cientos de detenidos y sus muchos heridos, en cambio, el brazo represivo del Estado se mantenía intacto. El régimen no iba a ceder. Faltaba poco tiempo para el comienzo de las famosas Olimpiadas, cuando se realiza un mitin el 2 de octubre, con unas 8 000 personas en la denominada Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. Ese mismo día parecieron coincidir muchos intentos de negociación y señales de flexibilidad por ambas partes. Pero al atardecer el gobierno optó por la represión utilizando fuerzas paramilitares, el ejército y la policía, simulando el fuego cruzado con supuestos estudiantes que no eran otros más que los mismos paramilitares. El fuego comenzó pasadas las seis de la tarde y se mantuvo por una hora, para reiniciar poco después y no detenerse sino hasta las once de la noche. Tlatelolco se convirtió en una trampa mortal para muchos civiles que "no tenían vela en el entierro". La matanza tlatelolca llevó a la autodestrucción del padre y del hijo al mismo tiempo. Díaz Ordaz acabó consumido en su desprestigio y, con él, empieza un prolongado desencuentro entre un sector de las élites culturales y el monopolio presidencialista posrevolucionario. No se sabe con exactitud cuántas personas murieron, porque el gobierno se encargó de desaparecer numerosas huellas de su acto criminal, pero hubo unos 2 000 detenidos en un operativo en donde posiblemente hubo poco más de 5 000 soldados. El movimiento del 68 abrió un quiebre intelectual y marca el horizonte de una épica mitológica de movimientos de protesta posteriores.

Ésta es mi interpretación del movimiento estudiantil a la que alude el memorial museográfico. ¿Cómo la escenifica el CCUT? El predio en que se emplaza el inmueble es de unos 9 000 metros cuadrados y la superficie construida abarca más de 35 000. El CCUT se yergue sobre las ruinas de Tlatelolco, antigua ciudad fundada en el primer tercio del siglo XIV, en dos islotes cercanos a la parte occidental del Lago de Texcoco. Ahí, también, los españoles edificaron colegios e inmuebles de culto religioso que el gobierno de Adolfo López Mateos (1958–1964) hizo coexistir con unidades habitacionales accesibles para las clases medias. Al construirse la sede de la Secretaría de Relaciones Exteriores se bautiza a la mezcolanza arquitectónica con el sobrenombre de Plaza de las Tres Culturas, porque supuestamente reúne en un mismo espacio "los pasados prehispánico y novohispano", junto con la modernidad funcionalista del presente que las actualiza.

Según su propia presentación, el Memorial del 68 constituye "el emblema de un sentimiento de ruptura" de cuatro décadas (lo que se dicta en 2008), y su espíritu transformador debe "ser reconocido como un valioso núcleo de energía renovadora y una fuente de inspiración para comprender y estimular los cambios que demanda la sociedad mexicana". ¿A cuáles cambios se refieren? No lo sabemos. ¿Cuáles objetos–artefactos representan semejante ambición? Prácticamente ninguno si nos atenemos al formato del museo–texto ya analizado de las museografías arqueológicas e históricas. Porque el Memorial consiste en una instalación multimedia integrada por materiales provenientes del audio, el cine, el video y la fotografía. Se trata en esencia de un espacio generoso en su amplitud aunque plano en sus dispositivos visuales. Se requieren muchas horas al día y a la semana para leer, escuchar y ver la gran cantidad de información distribuida básicamente en tres grandes ejes: un contexto político y social general, una cronología descriptiva pormenorizada del movimiento estudiantil y las posteriores repercusiones del movimiento. Estas últimas en realidad se abandonan en 1971, tal vez porque la curaduría no explica si el futuro–pasado del 68 murió ahí mismo en Tlatelolco, o si debemos considerar a los movimientos estudiantiles universitarios de México como UNAMegalomanía sesentayochera.

La diferencia fundamental con otras exhibiciones históricas es que los materiales pueden cambiarse con información actualizada de una manera relativamente ágil y amena. Ya se verá con el tiempo qué resulta de esta canonización "sesentayochera". La "V" de la victoria y el puño en alto constituyen algunas de sus imágenes ícono recurrentes, lo cual recrea de nuevo la sensación de historia, porque se testimonia una genealogía juvenil de la inconformidad.

La forma de exhibición es plana ya que consiste en mirar en pantallas televisivas al menos 57 entrevistas de toda clase de personajes de la vida política, social y cultural del México de los sesenta, con las que el espectador obtiene clases magistrales del acontecimiento y de la época. De hecho, uno de los objetivos de esa sección es hacer de los testimonios una memoria viva que siga retroalimentándose, porque el Memorial documenta una memoria oral. A su vez, cuenta con una biblioteca especializada, lo cual viene a confirmarnos que se trata de un espacio de expansión de la lectura. No hay, pues, ningún campo objetual al que haya que dirigir la mirada de modo particular, puesto que se trata de una memoria archivada que sirve como interacción y referencia. Lo empírico se nos presenta ya no en la modalidad del artefacto–cosa, sino del dispositivo que transmite información. El trabajo empírico se compone de interpretaciones, de muchas versiones sobre un mismo suceso, donde el observador constata numerosas imágenes de muchedumbres juveniles. Ojalá, en sucesivas actualizaciones, el Memorial del 68 logre ofrecer un contexto de la vida juvenil citadina, de otros movimientos estudiantiles y sociales muy importantes de México y América Latina, con el propósito de aminorar el peso de la canonización de un evento del que resulta polémico seguir creyendo en su mitología a la luz del presente inmediato. Quedan muchas líneas de investigación abiertas; muchas cosas por saber e interpretar. Por ejemplo, no podemos soslayar la tesis de que el movimiento estudiantil fue también provocado, inflado y usado por un sector del gobierno en plena sucesión presidencial. La manipulación deliberada de Luis Echeverría, secretario de Gobernación del sexenio 1964–1970, de los acontecimientos "estudiantiles" para favorecer su candidatura presidencial ha venido a ser constatada en los últimos años, en los que inclusive se ha promovido, sin éxito, juzgarlo por el delito de genocidio. Por su parte, algunos destacados ex miembros del CNH, como Gilberto Guevara Niebla y Luis González de Alba, han sometido al movimiento del 68 a una profunda revisión crítica que sigue esperando al historiador de ese momento de la vida contemporánea de México.

El memorial museográfico convirtió al objeto de la representación (el movimiento estudiantil) en una memoria archivada que no escapa tampoco a los defectos de congelación del tiempo de toda museografía, con su consecuente pérdida de elementos persuasivos. Más que de innovación expositiva, se trata de renovación de las operaciones museográficas de interacción y referencia. Enseguida veremos con más detenimiento el posible impacto de este último desplazamiento sobre el modelo escénico de las museografías histórico–naturalistas vigente. La inserción de la museografía video digital hace que la fisura entre la escritura historiadora y la fragmentación museográfica quede subsanada por el establecimiento explícito de recursos multimedia que recontextualizan y contrastan, mediante la palabra, la cronología de los hechos. Ese despliegue de recursos ahonda la lejanía con el naturalismo de los museos nacionales de Historia (1944), de las Intervenciones (1982), de las Culturas (1965) y del Virreinato (1964), donde prevalece el museo–texto y el objeto–evidencia.

 

IV. El museo diálogo

Tanto en el Museo Nacional de Historia del Castillo de Chapultepec, como en el Memorial del 68 de Tlatelolco, los espacios museográficos constituyen una dimensión interpretativa de la historiografía, o sea, no sólo de los hechos ocurridos (vacíos en sí mismos), sino también de sus relatos y prácticas comunicativas (ritos, gramática objetivada, escenificaciones, presentificaciones). Porque el museo en general además de ser un medio de transmisión de cánones científicos y estéticos opera como un espacio de sociabilidad. En el caso de los museos de historia, al igual que ocurre en numerosos museos latinoamericanos del mismo género, la transmisión de saberes sobre el pasado se acompañó de prácticas comunicativas como las desarrolladas por el sistema escolar o los rituales cívico–políticos. Los procesos de formación de los Estados nacionales hicieron de los museos históricos espacios de construcción de sociabilidades modernas como las de la ciudadanía letrada, junto con símbolos de unidad del Estado (Gillis, 1994). Está por verse si en las sociedades poscoloniales resulta viable pensar en un paradigma representacional posnacional. En cambio sí parece posible la introducción de la "discrepancia" en la interpretación de los símbolos y su resignificación en el presente. Hace muchos años, el gobierno del presidente Carlos Salinas de Gortari (1988–1994) pretendió incluir una página sobre el movimiento del 68 en los libros de historia para los niños de las escuelas públicas. Se levantaron muchas protestas desde el sector oficial, en especial del ejército. Tal intento didáctico abortó, con lo cual se perdió la "noche de Tlatelolco" para la enseñanza escolar. En síntesis, a diferencia del espacio sagrado del Cerro del Chapulín, en Tlatelolco nos encontramos ante un espacio desacralizado. Ahora, ¿qué significa su recuperación por la UNAM? La posibilidad de convertirla en una herramienta contracultural dependerá de la duración de la impronta de la "discrepancia"; de la distancia abierta entre el museo foro (diálogo) con respecto al museo templo (culto). Es decir, que se convierta en un espacio pluralizado de las divergencias, donde puedan realizarse otras instalaciones "sesentayocheras" (o sesentayojeras) y se conozcan otras vivencias, con otros referentes.

Ahora bien, ¿cómo se sitúa el Memorial frente a la diferente forma de narración de la escritura historiográfica con respecto a la museografía? Según hemos propuesto, la linealidad y abstracción del trazo escriturístico no contiene la corporeidad de los objetos museográficos. Sin embargo, la lectura de las colecciones museográficas (o dispositivos multimedia) se experimenta en un espacio fragmentario como si fuese una gramática objetivada, debido a que su relato se configura también mediante un comienzo, un desarrollo y un final. Aunque la fragmentación del espacio museográfico hace discontinuos los tejidos narrativos y los significantes del objeto museográfico son irreductibles a un significado preciso, los referentes producen el sentido. Por ello, el estudio de los museos históricos requiere nuevas teorías de la referencialidad y el Memorial del CCUT puede convertirse en un pretexto para ello. En consecuencia, las visitas guiadas, el audioguía, los folletos informativos y todas aquellas herramientas que desarrollan los programas narrativos de las exposiciones tienden a un mejoramiento cualitativo de los mensajes museográficos. Es aquí donde el Memorial del 68 adquiere notoriedad por su grandilocuencia. Si hay algo que no falta ahí es la palabra hablada, restaurada, vuelta a circular. Llama la atención que el otro espacio museográfico contiguo a éste sea la colección de arte Blaisten, que representa la típica galería de cuadros. Por ende, lejos de imponer el silencio, los museos de historia requieren el retorno de la oralidad. El giro comunicativo en los museos de las últimas décadas ha puesto en un lugar problemático al gesto museográfico moderno de los siglos XVIII–XIX del ojo sin cuerpo, caracterizado por las operaciones de exhibir–ocultando (permitir–prohibiendo) y mostrar/representando (Morales, 2006b). El museo–cadáver está en crisis.

El aburrimiento museográfico no quiere decir falta de pasión por la historia ya que, como hemos visto con la Plaza de las Tres Culturas, la modernidad es intrínsecamente una cultura histórica representacional. En muchas ciudades y partes del mundo –como Berlín (los muros sublimados en museografías del Holocausto), Bilbao (la pugna por el Guernica de Picasso con el Centro Cultural Reina Sofía de Madrid), California y Roma (la lucha entre dealers, detectives y curadores por detener redes de saqueo arqueológico e histórico "italianos")– la historia revive convertida en memoria social.

El retorno de la oralidad en los museos históricos implica ese desafío discursivo del modo–de–hacer–hablar los objetos con relación a los sujetos de su significación en el presente inmediato y en lo futuro. La actualización de la historia no está entonces en sus colecciones, que seguirán siendo muy viejas, o en sus acervos documentales, sino en sus observadores, que tienen muchas preguntas que hacerse ante cualquier ruina. El pasado requiere ser repasado. El Memorial del 68 transmite la condición subalterna de la disidencia juvenil de la década de los sesenta para erigirla en una nueva hegemonía cultural. Como todo espacio museográfico, su actualización escénica y temática dependerán de sususuarios/consumidores/visitantes/espectadores/observadores/intérpretes.

 

V. El museo no (exclusivamente) hermenéutico

Mientras que la museografía digital tiene la virtud de una actualización casi inmediata, no ocurre lo mismo, en cambio, con las museografías naturalistas. Como sabemos, un museo histórico, a diferencia de un libro de historia, no puede rehacerse varias veces para ofrecernos nuevos datos sobre los modos dominantes de pensar y mirar la historia en diferentes momentos. La actualización de las distintas versiones museográficas no se realiza de manera tan pronta como ocurre en el campo literario y, por lo tanto, con el mundo de los lectores. Una museografía histórica tan longeva como la hay en México es la que se sustenta todavía en concepciones historiográficas y pedagógicas provenientes del mundo liberal y positivista de finales del siglo XIX. Desde el viejo Museo Nacional hasta el actual Museo Nacional de Historia en sus diferentes versiones museográficas de 1945, 1982 o 2005, el pasado de México sigue siendo representado bajo un marco referencial empirista cuasi naturalista. Los intentos de ruptura de este modelo no resultan sencillos, pues sabemos que cualquier representación histórica, aunque sea digital, puede petrificarse.

Veamos el ejemplo de una figura emblemática de la modernidad del Estado nacional: el prócer Benito Juárez. Este héroe de bronce representa el lugar común de los políticos mexicanos para hablar de secularización de la sociedad (la separación Iglesia–Estado de 1857) y de antiimperialismo (la lucha contra la intervención francesa de 1862–1867) (Morales, 2007). Antes del verano caliente de 1968 y mucho antes del actual furor multimedia, en México, las nuevas corrientes didácticas y museográficas habían permitido el ingreso de la recreación pictórica muralista de la historia. Así fue como José Clemente Orozco pintó su Juárez dentro del Museo Nacional de Historia en 1948. Esta acción representó, desde mi punto de vista, una aportación de la museografía mexicana al mundo de los museos en general. ¿Por qué? Porque convirtió a la pintura de historia, con un gran colorido y expresión plástica, en una herramienta didáctica. El realismo del Juárez representado permite un gran silencio en la denominada Sala de la Reforma (los años 1858–1860) y un merecido descanso para el visitante. El crítico de arte Justino Fernández lo ha descrito así:

Juárez domina su mundo circundante desde el centro de la alegoría pintada por Orozco, destacándose a gran escala, firme, sereno, sobre un fondo de fuego y caracterizado en definitiva tanto por sus rasgos peculiares como por su mirada impávida. El cadáver de Maximiliano es llevado a cuestas por representantes del clero, conservadores, imperialistas y Napoleón III, mientras la efímera corona, caída por ahí, ya no tiene más significación que la derrota; todo como fúnebre procesión, desarrollada a lo largo de la parte baja del mural. Al lado derecho un soldado, con el simbólico 57 en el chacó, sujeta por el cuello a un monstruo diabólico, amarrado de pies y manos, tocado con negra mitra, y está a punto de darle un tizonazo. En el extremo opuesto, belicosos soldados mantienen en lo alto, defensivamente, el pabellón nacional (Fernández, 1975: 140).

Este mural se convirtió en una lección de historia por sí misma y permite a fin de cuentas llenar los huecos narrativos dejados por la fragmentación de los objetos museográficos. No obstante, fue una renovación cosmética que estuvo lejos de recrear la visión del pasado liberal. De esta manera, el Museo Nacional de Historia quedó situado como un símbolo de poder y en ello radica también su éxito de acuerdo con la percepción de algunos museólogos. Su vocación cívica hizo imposible las innovaciones historiográficas y museográficas. Se veneraba una historia política que la historiografía mexicana –marxista, estructuralista o historicista– desdeñó en los años 1970–1990. En cambio, el museo histórico la convirtió en su principal artefacto didáctico. Aunque Jorge Ibargüengoitia tenía sus dudas porque según él, en 1972, el recinto histórico del Castillo de Chapultepec estaba reducido a un espacio oficial de la memoria. En ese museo el México independiente consistía en que cada uno de los héroes tenía la "pechera ensangrentada, o el paliacate que usó en vida el retratado, y una explicación demasiado larga. [...] Al salir oí que un niño le preguntaba a su madre: –¿Quiénes eran los buenos mamá? Desgraciadamente no pude oír la respuesta" (Ibargüengoitia, 1990: 49–50).

Felipe Lacouture, quien fue director del museo en el periodo 1977–1982, reconoció, a principios de los años noventa, que la gente identificaba al museo con la imagen del poder. Pensaba que la historia se veía como "hechura de personajes poderosos, que logran las cosas y no dentro de un discurso en el que se valore la acción nacional integral. Esto se acentúa con la presencia de los muralistas que veían así la historia" (Vázquez, 1997: 68) La utilización de murales pictóricos fue una audacia museográfica que no necesariamente redundó en la didáctica histórica. La forma de la escenificación estética salió ganando pero la brecha entre historiografía contemporánea y museos históricos se fue haciendo más grande e insalvable, ya que la crisis de los museos históricos no es sólo de forma y contenido, sino de sustancia y expresión. Advertimos la necesidad de un cambio en el modo en que concebimos al objeto–signo desde un campo no hermenéutico. El objeto semióforo nos convoca a un distanciamiento crítico con la hipertextualidad de las exhibiciones museográficas para adentrarnos en un campo más fenomenológico y pragmático de la semiosis de los objetos de culto. Tal campo no hermenéutico (no exclusivamente queremos decir) permite vislumbrar las materialidades comunicativas, cuestión que ha sido soslayada o ignorada por completo por muchas teorías del discurso (todo el estructuralismo de Saussure y Greimas) y las prácticas disciplinarias aplicadas al análisis discursivo.

Un ejemplo de alejamiento de esta fetichización de la historia y de los objetos lo ha intentado el Museo Nacional de Culturas Populares (MNCP), creado en 1982 y que prescindió desde un principio del culto al coleccionismo. Sin embargo, "lo popular" inserto en el museo interactúa con las hegemonías y legitima su propio modo de ser mediante una ejemplificación estándar "de lo diferente". Y ésa es, paradójicamente, una de sus limitaciones: la inmovilidad del mensaje convertido en pura puesta en escena. La gramática objetivada del espacio fragmentario de cualquier museo construye una habilitación cognoscitiva lineal. A finales del siglo XX, en México, ¿qué significa ser obrero, comer tortillas de maíz, consumir café o estudiar en la UNAM o en la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM)? De modo semejante al de la representación de las cosas de la historia, la experiencia museográfica del MNCP somete el conocimiento a otra monumentalización. O mejor dicho, a una estetización de lo subalterno (entiéndase como folclórico, "naco", prosaico o populachero).

Como ya se ha dicho, el lenguaje museográfico tiene la virtud de "congelar" las imágenes que nos quedan para correlacionarlas con las prácticas discursivas y simbólicas con las que esos objetos se han relacionado en el tiempo. En síntesis, la representación museográfica histórica hace posible observar la condición reproductora de las hegemonías ideológicas (la hegemonía del nacionalismo revolucionario o la Unamesca). El poderoso efecto de unidad simbólica que recrean las museografías históricas sigue revelando las ironías y las contradicciones del mundo contemporáneo. Al respecto cabe reflexionar sobre los espacios de subalternidad de la historia y su viabilidad en las representaciones hegemónicas. Temas como las mujeres, los marginados, los jóvenes, la diversidad cultural, la homosexualidad, las minorías étnicas, las migraciones, etcétera, resultan cada vez más de urgente reflexión en las museografías históricas contemporáneas.

 

Consideraciones finales

Hemos visto aquí, entre otras cosas, las dificultades de la representación histórica en los museos con ejemplos contrastantes. El divorcio entre el museo histórico y la institución histórica, entre los museos y las organizaciones académicas y profesionales, hizo del género histórico arqueológico una especie de sistema único de representación momificada. Muchos maestros de enseñanza básica saben que la "visita al museo" resulta recreativa por la experiencia informal, no tanto por los contenidos estrictos de las colecciones históricas. Esto se ha venido investigando en la museología desde hace años (Hein, 1998; Falk y Dierking, 2000; Leinhardt y Knutson, 2004; y Genoways, 2006).

Esta "crisis" no es otra cosa que un malestar que se expresa como un movimiento desde adentro de los museos empujados por los huracanes de las nuevas industrias del entretenimiento urbano, turístico e internacional. Frente a la infinidad de programas históricos que se ofrecen diariamente por las cadenas de telecomunicaciones comerciales, ¿qué ventajas de entretenimiento ofrecen la inmovilidad de las estatuas, los camafeos y los sables en los museos de historia? A fin de cuentas, lo que ilustra el caso del museo como problema historiográfico consiste en que sitúa las observaciones construidas sobre un sistema de referencias que distingue entre lugar de la ciencia y lugar de la cultura. El concepto de cultura aparece, en efecto, sólo en la modernidad que la muestra como contingente y susceptible de ser investigada, en este caso, en el reducido espacio de un museo. Al ser reflexionada se puede construir, inclusive, como una cosa observable. La cultura del museo forma parte de itinerarios turísticos a veces masivos en varias capitales europeas, norteamericanas y latinoamericanas. El museo yuxtapone ambos elementos (ciencia y cultura), los entrecruza y convierte en una distinción entre conciencia y experiencia. Si pasamos del mundo de la ciencia al de la cultura lo experimentable depende de las distinciones que hace cada sociedad para observar lo que le parece creíble (Mendiola, 2003: 138–139).

La experiencia cultural del museo produjo, además de las yuxtaposiciones metafóricas que cambian en el momento de una revolución científica, un laboratorio de intercambios de roles sociales. Si la característica de las revoluciones científicas es su alteración del conocimiento de la naturaleza intrínseco al lenguaje mismo, entonces los gabinetes de historia natural construyeron la posibilidad del museo/paradigma a partir del cual se derivaron posteriormente otros museos, como los de historia, arqueología y etnología. Esa tradición sigue viva en los museos históricos. Persiste en el naturalismo histórico con que todavía se comportan los modelos vigentes de la representación museográfica, lo que explica su fragmentación narrativa. En síntesis, si el discurso histórico encontró una de sus modalidades de expresión en los museos, y no únicamente en la escritura, ello no los hace escapar de un vínculo indirecto con la construcción de tramas o relatos cuyo sentido se transforma al convertirse en cosas–artefactos de la cultura.

 

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Notas

* Esta investigación forma parte del Cuerpo Académico Procesos Regionales y Transformaciones Socioculturales, Departamento de Historia de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Agradezco las acertadas observaciones de las y los colegas del Seminario de Historia Cultural y Social del Instituto de Investigaciones Dr. José Ma. Luis Mora.

1 Concibo el objeto museográfico como un dispositivo o soporte de transmisión comunicativa.

2 Para la distinción espacio habitado/espacio narrado ha resultado muy útil la investigación antropológica de Michel de Certeau. Además, hay dos tipos de referencialidad del museo: como género de representación (la épica histórica) y como fuente de información sobre los modos de escenificación científica.

3 Puede plantearse que las cartografías y los mapas cognitivos son otras formas del discurso, lo cual tampoco resuelve que en el lugar del museo un cuerpo también se desplaza sobre un mapa indeterminado porque el movimiento sólo depende del usuario u observador. En apariencia, el museo sólo es un transmisor de arqueologías indeterminadas del saber, pero al sacralizar obliga al observador a posicionar su mirada.

4 En su breve estudio de los enfoques semióticos sobre el espacio de la mirada, Zunzunegui se ocupa únicamente del sentido, y no de la experiencia fenomenológica del espacio y la vivencia.

5 Entendemos el campo de "lo museal" sin circunscribirlo sólo al ámbito del museo institucional, sino relacionado con diferentes campos de la memoria en cualquier lugar.

6 Esta discusión se vislumbra bajo el influjo del filólogo e historiador Hans Ulrich Gumbrecht, durante los años 2001–2002, en sus seminarios impartidos en el Departamento de Historia de la Universidad Iberoamericana. Gumbrecht, sin embargo, no aborda de manera específica la cuestión museal como sí lo hace, en cambio, Bernard Deloche.

7 Gabriela Hernández, estudiante de la maestría en Historia de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos, realiza una tesis sobre la representación museográfica de Emiliano Zapata en cinco museos del estado de Morelos, en los cuales se percibe que se ha planteado como presencia del pasado y fetichización del campo objetual. Un extremo de fetichización también lo encontramos en el Museo de la Revolución (casa de los hermanos Serdán), en Puebla, donde observamos un plato lleno de tierra de Anenecuilco, dentro de una vitrina, como "reliquia revolucionaria".

8 Lo que también es característico de nuestra condición moderna.

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