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Alteridades

On-line version ISSN 2448-850XPrint version ISSN 0188-7017

Alteridades vol.17 n.34 Ciudad de México Jul./Dec. 2007

 

Ensayos

 

La otredad cultural en la antropología. Un enfoque desde la axiología de la ciencia*

 

Cultural otherness in anthropology. An approach from the axiology of science

 

Eduardo González Muñiz**

 

** Doctorante de la Universidad Humboldt de Berlín, Alemania. edugomu@yahoo.com

 

* Artículo recibido el 09/11/06
y aceptado el 28/08/07

 

Resumen

El reconocimiento de la investigación científica como una actividad inevitablemente social, en constante transformación y determinada por múltiples factores, hace necesario el análisis de distintos valores presentes de manera ineludible en la práctica científica: valores concretamente cognoscitivos que regulan los procedimientos específicos de investigación y valores no estrictamente epistémicos que emanan del ambiente social y político de la investigación. Llamo dimensiones axiológicas al entramado de valores configurado a partir de la incesante influencia recíproca de dichos valores. Se examinan las dimensiones axiológicas subyacentes al proceso de constitución de la otredad cultural como objeto de conocimiento de la antropología clásica.

Palabras clave: historia de la antropología, práctica científica, objetividad, valores epistémicos, valores no epistémicos, otredad cultural.

 

Abstract

The acknowledgment of scientific research as being an inherently social activity, which is in constant change and constrained by multiple conditions demands an analysis of the values that inevitably are involved in social sciences: values distinctively epistemic that rule scientific research procedures and non–epistemic values that emerge from the social and political environment of the research. The disposition of these values and their mutual influence has been termed as axiological dimensions. This article analyzes the axiological dimensions underlying the process of constitution of the cultural otherness as the object of research of classical anthropology.

Key words: history of anthropology, scientific practice, objectivity, epistemic and non–epistemic values, cultural otherness.

 

Preludio 

La crítica generalizada a las posturas fundamentistas del conocimiento científico se ha visto fortalecida por diversos estudios sociológicos e históricos cuyos resultados han mostrado, entre otras cosas, que la investigación científica concreta se ha desarrollado en buena medida a partir de los "métodos laxos" de la heurística, pragmáticamente orientados a sugerir problemas novedosos e interesantes y proponer soluciones hipotéticas y promisorias (Velasco, 2000a). Asimismo, con estos estudios se ha reconocido la presencia de valores e intereses no estrictamente epistémicos que por fuerza interactúan con los componentes epistémicos al grado de determinar, en distintas formas, el establecimiento de evidencias e instancias confirmatorias para una teoría, la elección de teorías e incluso la configuración de objetos de conocimiento científico (Longino, 1990; Daston, 2000). Alfredo Marcos (2000) ha llamado, de modo muy sugerente, "ampliación de la filosofía de la ciencia" a esta crítica dirigida hacia los intentos por reducir la objetividad científica a un método pretendidamente demostrativo y de alcance universal, así como a la consecuente necesidad de recuperar las perspectivas histórica, cognoscitiva y práctica de la actividad científica.

Buena parte de los recientes estudios filosóficos sobre la ciencia se ha interesado por acuñar conceptos y categorías útiles para entender cómo es posible aún hablar del conocimiento científico reconociendo su carácter eminentemente creativo, social e histórico, sin que ello conduzca a la disolución de su especificidad frente a otro tipo de actividades sociales y de conocimientos. Así, la "ampliación" de la filosofía de la ciencia ha estimulado la formulación de estrategias de análisis orientadas a destacar los aspectos dinámicos, no algorítmicos, contextuales e incluso convencionales que la actividad científica entraña, y a refrendar la idea de que la actividad científica todavía es uno de los mejores ejemplos de actividad racional accesible a los seres humanos, en la medida en que puede generar conocimiento objetivo (Marcos, 2000).

Una de las implicaciones más interesantes de esta ampliación para el análisis filosófico de la ciencia antropológica es, justamente, el trastocamiento de la concepción fundamentista de objetividad científica;1 esto es, el reconocimiento de que la investigación científica es una actividad inevitablemente social, en constante transformación y sujeta a múltiples condicionamientos, ya que ha generado las circunstancias para considerar la idea de que la investigación antropológica está constituida por diversas prácticas indagatorias.2 Esta consideración representa un sugestivo viraje en el tratamiento de la objetividad en la antropología puesto que permite desplazar el peso del análisis histórico y filosófico desde los resultados hacia los procesos concretos de investigación. Se trata de un desplazamiento desde el análisis de los "productos" de la investigación –léase teorías o relatos etnográficos– hacia las prácticas indagatorias epistémicamente orientadas de una comunidad científica en contextos políticos específicos.

La ampliación de la filosofía de la ciencia nos ofrece, pues, parafraseando a Michel Foucault (1991), la gran oportunidad de bajar de las "alturas" la reflexión histórica y filosófica de la ciencia, en donde se ha privilegiado el análisis de las matemáticas, la biología y la física, para conducirla hacia las "regiones intermedias" de las ciencias humanas, donde el conocimiento es menos deductivo, más dependiente de procesos externos y donde ha permanecido vinculado mucho más tiempo a las maravillas de la imaginación (Foucault, 1991: 13). En particular, la noción de práctica indagatoria permite la reformulación de la noción de objetividad a partir del análisis de las dimensiones axiológicas, es decir, del análisis de los entramados de valores epistémicos3 que regulan los procedimientos de investigación y de su intensa interacción con valores no estrictamente epistémicos4 que emanan del ambiente social y político que al mismo tiempo posibilita y estimula variadas prácticas indagatorias. Desde el examen de las dimensiones axiológicas y del concepto de práctica indagatoria pretendo mostrar que los valores no estrictamente epistémicos desempeñan un papel mucho más activo que el de sólo enmarcar de manera pasiva el desarrollo de la antropología y mucho menos pernicioso que el de socavar sus condiciones de objetividad, pues hace posible replantear el trabajo normativo (y en particular una noción de objetividad) a partir de distintas concepciones de racionalidad, más acordes con la antropología "realmente existente", esto es, con su situación histórica concreta (Velasco, 2000b).

 

Valores no epistémicos: ¿asuntos ajenos?

¿Por qué algún aspecto de la realidad llega a ser considerado científicamente significativo, y cómo, a partir de esa consideración, se elabora y estandariza un procedimiento de investigación? La respuesta a estas preguntas de eminente carácter histórico pueden revelar el importante hecho de que la conformación de objetos y métodos de conocimiento científico es el resultado de un proceso que acontece en el marco de una comunidad concreta de investigadores, la cual, de manera progresiva y cada vez más explícita, hace suya la pretensión de generar conocimiento acerca de un determinado aspecto del mundo. En este sentido, la reflexión en torno al surgimiento y desarrollo histórico de un dominio de investigación científica implica un cuestiona–miento al pensamiento racional y a su naturaleza, a sus fundamentos y a su geografía (Foucault, 1991: 9). Michel Foucault se refiere a un giro significativo en el marco de la reflexión histórica de la ciencia motivado por los trabajos de Georges Canguilhem; el interés de este "giro" radica en que permite concebir el desarrollo histórico de la ciencia a partir de la adopción de una perspectiva que posibilita:

Hacer evidente una progresión ordenada y oculta en los episodios del conocimiento científico [exponiendo que] los procesos de eliminación y selección de enunciados, teorías y objetos se realizan a cada instante en términos de una cierta norma que no puede ser identificada con una estructura teórica o con un paradigma existente (Foucault, 1991: 16; énfasis añadido).

Se trata, en fin, de la búsqueda de una normatividad y unos valores subyacentes a las distintas prácticas científicas que resultan irreductibles al análisis de los esquemas teóricos dentro de la ciencia de un determinado momento. Esta concepción del análisis histórico de las ciencias abre un interesante ámbito de reflexión en torno a la conformación del dominio de investigación antropológico, y, en especial, al papel desempeñado por diversos valores en la constitución de la otredad cultural como su objeto de conocimiento y en el establecimiento de los procedimientos etnográficos dirigidos a sustentar la objetividad de su conocimiento.

El examen del proceso de constitución de objetos científicos, así como de la institucionalización de procedimientos de investigación, no puede reducirse al examen del proceso histórico por el que unas interpretaciones científicas suceden a otras, un examen que Lorraine Daston identifica con una vita contemplativa. Se trata además de una reflexión acerca de historias de vita activa, es decir, historias de prácticas y objetos que logran adquirir una concreción tan contundente como los objetos cotidianos mismos (Daston, 2000: 3). Cuando se habla del surgimiento de objetos científicos, hay que referirse, pues, al proceso por el cual "un conjunto de fenómenos anteriormente ignorado, desconocido o disperso [...] puede ser observado y manipulado, es capaz de ramificaciones teóricas y sorpresas empíricas, y que es coherente, al menos por un periodo, como una entidad ontológica" (Daston, 2000: 5).

Daston explica que, para integrar un objeto cotidiano al reino de los objetos científicos, históricamente se ha apelado a un gran conjunto de criterios (regularidad, utilidad, predictibilidad, significado cultural, observa–bilidad, etcétera), algunos de los cuales suelen coexistir, aunque es muy raro que todos ellos coincidan. El estudio de lo que puede ser un objeto científico debe tomar en cuenta cómo estos criterios, claramente epistémicos, "son superimpuestos a la cruda realidad para resaltar unos aspectos y ocultar otros". Sin embargo, el porqué de la preferencia y de la concatenación temporal de algunos de estos criterios requiere a su vez una explicación. Daston (2000: 16–19) sugiere que la prevalencia de unos criterios sobre otros obedece a la convergencia de tres aspectos estrechamente interrelacionados: una sensibilidad, una epistemología y una ontología distintivas, que constituyen verdaderos principios unificadores de esos valores epistémicos.

En términos de Daston, podemos decir que con anterioridad a la configuración de la antropología como ciencia, diversas culturas no occidentales tenían una prehistoria cotidiana, es decir, existían sustantivos coloquiales ("salvajes", "hombres primitivos", "bárbaros") que hacían posible su identificación. Culturas distintas y distantes han ocupado un lugar central en el imaginario y la imaginería de la sociedad occidental antes de adquirir un significado científico y ser absorbidas por la antropología y sus distintas elaboraciones teóricas. En tanto "objeto cotidiano", la "indudable realidad" de otras culturas se ha manifestado en museos y exposiciones, en discursos literarios y en representaciones artísticas, en relatos de viajeros, así como en informes de embajadores y agentes coloniales (Adams, 2003). Pero el papel específico de la antropología como ciencia empírica, desde finales del siglo xix y con mayor intensidad a partir de la segunda década del siglo pasado, ha sido el de revestir al otro de un significado científico, más que de un valor puramente artístico, histórico o moral.

Los tres principios unificadores referidos por Das–ton (una sensibilidad, una epistemología y una ontolo–gía distintivas) fueron necesarios para que la otredad cultural se deslizara al centro de las preocupaciones de una actividad como la antropología, que, de manera explícita y progresiva, afirmaba sus pretensiones cognoscitivas para contestar las viejas preguntas acerca de la enigmática otredad cultural. Es posible situar el interés cognoscitivo de la antropología clásica por otras culturas en un contexto de efervescencia política y social, sobre todo en el ámbito anglosajón. En las filas de los intelectuales tomaba cada vez más fuerza una actitud antimoderna que, ante los "excesos de la civilización técnica", se preguntaba por la posibilidad de establecer y promover "valores alternativos". Por aquellos años, los estragos causados por la guerra habían generado una gran incomodidad en torno a las ideas de progreso y civilización y a los valores victorianos que pretendían sustentarlas, esto es, los valores de la superioridad racial anglosajona, los valores políticos del liberalismo, los valores económicos del capitalismo y los valores religiosos del protestantismo. Fue justamente la concatenación de la todavía incipiente antropología con este discurso de crítica cultural la que tuvo repercusiones epistemológicas y metodológicas en lo relativo al surgimiento de otras culturas como objeto de la investigación etnográfica (Stocking, 1989a: 214).

En 1924 se publicó un artículo titulado "Culture, genuine and spurious", del antropólogo estadounidense Edward Sapir, que representó al mismo tiempo un discurso de crítica cultural y un documento fundacional para la antropología científica en la década de los veinte. Motivado por los sinsabores del proceso civilizatorio, Sapir expuso en ese ensayo un concepto de cultura que resaltaba "lo genuino" de las sociedades humanas frente a "lo espurio" e inauténtico de las culturas más civilizadas. En este artículo, Sapir distingue tres sentidos del término cultura: el etnológico, que se refiere a cualquier elemento socialmente heredado, material o espiritual (para Sapir, todos los grupos humanos tienen cultura aunque con diferentes grados de complejidad); el convencional, que alude al refinamiento individual; y el antropológico, que identifica "las actitudes, las visiones de la vida y las manifestaciones específicas de la civilización que otorgan a las personas su lugar distintivo en el mundo" (Stocking, 1989a: 216). Así, en contraste con el emergente concepto antropológico de cultura, la noción de civilización, irremediablemente enlazada a las concepciones evolucionistas, permaneció como el referente de la "sofisticación progresiva de la vida social que resulta de la complejización de la organización, así como del crecimiento constante del conocimiento" (Stocking, 1989a: 217).

La diferencia entre cultura y civilización comenzaba a delinearse con claridad; las culturas eran "genuinas", es decir, "inherentemente armoniosas", entendidas como "organismos sanos y libres de la corrupción del hábito social" en los que nada es espiritualmente insignificante para los humanos. Siempre en franca oposición a la civilización, Sapir afirmaba que una cultura genuina no puede definirse como la suma abstracta de unos fines deseables, como un mecanismo, sino como el "desarrollo de una robusta planta cuya más remota hoja y rama son orgánicamente alimentadas por la savia que emana de su centro" (Stocking, 1989a: 217–220).

De acuerdo con Stocking, en la retórica de Sapir se percibe "un fuerte aroma residual de primitivismo romántico". Me parece que este primitivismo representa mucho más que un mero aroma residual; se trata, de hecho, de la fuente principal de valores no epistémicos que constituyeron la otredad cultural como objeto de investigación científica, así como el detonante para la configuración de los valores específicamente epistémicos de la antropología clásica, esto es, las nociones pre–teóricas asumidas de lo que significa hacer antropología y ser antropólogo5 (Stocking, 1989a: 212). Aunque el primitivismo no ha logrado conformar una doctrina sistemáticamente integrada, ha configurado una tradición en el pensamiento occidental en la literatura, la poesía, la ficción. Con todo, también tuvo implicaciones para la antropología como ciencia empírica del otro, y generó en los etnógrafos clásicos una fascinación casi estética por los otros. Como lo afirma Paul Mercier, entre el concepto de buen salvaje que Rousseau utilizaba para hacer una crítica de su sociedad y los motivos por los que Malinowski se hizo antropólogo, parece existir algo en común. Según confesaba el propio Malinowski,

la antropología, al menos para mú,fue una evasión romántica de nuestra cultura demasiado estandarizada. En las islas del Pacífico, a pesar de verme perseguido en todas partes por los productos de la Standard Oil Company, los semanarios, las telas de algodón, las novelas policiacas baratas y el motor de combustión interna de las barcazas [...], era capaz de hacer revivir y reconstruir, sin demasiado esfuerzo, un tipo de vida humana modelada por los útiles de la edad de piedra, llena de toscas creencias y rodeada de una amplia naturaleza, virgen y abierta (Mercier, 1969: 24; énfasis añadido).

A partir de entonces, y de manera cada vez más sistemática, la antropología se volcó al estudio empírico de pequeños grupos humanos geográficamente delimitados, tribus y aldeas de culturas distintas y distantes que, por oposición a la cultura civilizada del propio antropólogo, eran vistas como culturas exóticas en las que los seres humanos aún se encontraban en relación orgánica con su entorno natural y con su sociedad, y, por ello, necesariamente genuinas.

Las implicaciones epistemológicas y metodológicas de esta sensibilidad hacia las culturas genuinas –real e imaginariamente delimitadas– parecen claras: se habían constituido, de forma simultánea, 1) otras culturas como el objeto central del conocimiento antropológico y 2) la investigación etnográfica como el mejor medio disponible para lograrlo.

 

Valores epistémicos... cuestión de estilo

Helen Longino afirma que la concepción del objeto de investigación no sólo representa la fuente de los supuestos que median entre los datos y las hipótesis explicativas; además, es un factor estabilizador que limita el rango de las hipótesis que son candidatas a ser consideradas:

en cada periodo histórico es posible encontrar una variedad de tradiciones de investigación y formas de conceptualizar el mundo natural de manera general, o algunas de sus zonas más específicas. Esa conceptualización, es decir, la caracterización de las propiedades y relaciones fundamentales de los objetos estudiados [...] es una función del tipo de conocimiento buscado acerca de esos objetos y, en consecuencia, es una cuestión de decisión, elección y valores tanto como de descubrimiento [...] las ciencias no buscan simplemente verdades, sino tipos particulares de verdades (Longino, 1990: 99–100; énfasis añadido).

Las consecuencias de la tradición primitivista se reflejaron en el hecho de que, desde una perspectiva comparativa global de las variantes culturales, se consideró valiosa una aproximación descriptiva y detallada de grupos particulares fuera del occidente europeo (Stocking, 1989b: 4). Asimismo, la variedad de tradiciones referida por Longino permite establecer que el primitivismo no fue la única fuente de concepciones y valores que nutrieron la naciente antropología en el periodo estudiado. En cuanto los antropólogos clásicos enunciaron de modo explícito pretensiones cognoscitivas, por fuerza tuvieron que apelar a valores decididamente epistémicos, o sea, "criterios de excelencia científica" para poder determinar cómo debía ser una investigación adecuada o exitosa. En el caso de la etnografía clásica, dichos criterios emanaron de la tradición positivista de las ciencias sociales.

La convergencia de las tradiciones primitivista y positivista implicaron un doble viraje en la antropología clásica: 1) en el locus primario de la investigación: del gabinete del antropólogo teórico y el escritorio del barco de la misión, al "bullicioso centro de la aldea", como Malinowski solía decir; y 2) en la concepción del papel del etnógrafo: de investigador ajeno a participante en la vida de la aldea.6 En una frase, este doble viraje implicó un desplazamiento desde el "decreto" [enactment] hacia la "personificación" [embodiment] (Stocking, 1983: 93). Asimismo, dentro de esta aproximación descriptiva comenzaron a delinearse valores epistémicos más específicos de la práctica indagatoria etnográfica en tanto experiencia constitutiva básica de los antropólogos y del conocimiento antropológico: 1) la aproximación holista a las entidades que son objeto de este tipo de conocimiento y 2) la evaluación relativista de tales entidades (Stocking, 1989).

Después de vivir dos años en una tienda junto a los isleños trobriandeses, Malinowski llevó a sus colegas en Europa "el secreto de una investigación antropológica exitosa" (Stocking, 1983: 71). Malinowski estableció los criterios que permitirían orientar el estudio de distintos grupos humanos y afirmar la validez objetiva de su conocimiento. A decir de Stocking, Malinowski contribuyó a "establecer la magia del etnógrafo, es decir, la autoridad cognoscitiva especial reclamada por la moderna tradición etnográfica" (Stocking, 1983: 71; énfasis añadido). ¿Cuál era el sustento de esa autoridad cognoscitiva?, ¿cuáles los criterios que debía satisfacer la investigación etnográfica para poder ser aceptada como una práctica indagatoria "exitosa"?

En la introducción a Los argonautas del Pacífico occidental, locus clasicus del primer manifesto metodológico en la antropología, Malinowski pregunta: "¿cuál es la magia del etnógrafo que le permite captar el espíritu de los indígenas, el auténtico cuadro de la vida tribal? [... ] sólo obtendremos resultados satisfactorios si el estudioso se coloca en buenas condiciones para su trabajo, es decir, no vivir con otros blancos, sino entre los indígenas" (Malinowski, 1922: 6).

En estas líneas, Malinowski consigue expresar las condiciones de objetividad del conocimiento etnográfico; se trata de aquellas que lograron afianzar, por un lado, el ideal epistemológico del etnógrafo como observador neutral e imparcial y, por el otro, el ideal metodológico de la etnografía como un conjunto de técnicas específicas para la obtención de datos.

Witold Jacorzynski (2004) sugiere explorar la forma en que Malinowski entendía la magia para comprender con claridad la concepción de objetividad implícita no sólo en sus trabajos, sino en la práctica etnográfica del periodo clásico. Según Malinowski, la magia se fundamenta en supuestos falsos, en estados de índole emocional y (esto es lo más importante) en la observación de sí mismo pero no de la naturaleza. Aunque la magia involucra la observación, el chamán tiene acceso al mundo sobrenatural, que sólo le es garantizado a él, pues habla con dioses y con fuerzas espirituales. Su experiencia es única, personal e intransferible. En contraste, la ciencia se funda en "la experiencia basada en la observación y apoyada en la razón" (Jacorzynski, 2004: 15). ¿De qué tipo de ciencia estamos hablando? ¿Cuáles eran, pues, los valores epistémicos en cuestión? Malinowski suscribió los lineamientos de "la ciencia empírica al estilo positivista" y, por lo tanto, también defendió la neutralidad valorativa del etnógrafo (Jacorzynski, 2004: 143).

Inéditos como el propio trabajo de Malinowski, los lineamientos metodológicos de Émile Durkheim, establecidos aproximadamente 20 años antes del viaje de nuestro etnógrafo a las islas del Pacífico, conformaban el escenario en el cual era posible representar la actuación del científico social al inicio del siglo xx. En Las reglas del método sociológico, Durkheim afirmó que "antes de averiguar cuál es el método que conviene al estudio de los hechos sociales, importa saber cuáles son los hechos a los que damos este nombre" (Durkheim, 1986: 38). Asimismo, determinó el objeto de la reflexión científica de la sociedad, es decir los "hechos sociales", y propuso entenderlos como "cosas" ajenas y separadas de la mente del científico.

La consecuencia metodológica más inmediata de concebir el objeto de la ciencia social como "hechos sociales insospechados" que tienen una realidad tan contundente como los objetos cotidianos, radica en que la observación directa de esos "hechos sociales" se erige en el valor metodológico básico y el punto de partida de la objetividad científica. Durkheim llama fase objetiva de las ciencias sociales a la consideración de los hechos como fenómenos que "no pueden ser modificados por un simple decreto de la voluntad, que no dependen de nosotros" (Durkheim, 1986: 38). Ahora, si la ciencia social ha de sustentarse en la observación de hechos, era necesario establecer la forma científica de hacerlo. Durkheim organiza en tres corolarios las "reglas relativas a la observación de hechos sociales" que garantizan la objetividad del análisis científico: aquellas que pueden ser denominadas de la neutralidad, la observabilidad inmediata y la generalidad.7

Así, en plena concordancia con las reglas durkhei–mianas de la observación, cuando afirmo que Mali–nowski suscribió y practicó la ciencia empírica al estilo de la tradición positivista, me importa notar: 1) su interés exclusivamente cognoscitivo, que le permitiría realizar observaciones objetivas y constar los hechos etnográficos, a diferencia de otros hombres blancos que no tienen entrenamiento científico; 2) su concepción del nativo como un hecho entre otros hechos, como un ser real, de carne y hueso, existente independientemente de las percepciones del etnógrafo; y 3) su idea del nativo como un hombre que siente y piensa en tanto miembro de una comunidad, a su vez regida por leyes que pueden inferirse y de esta manera generar explicaciones científicas. La tradición positivista de las ciencias humanas queda así enteramente reivindicada: el establecimiento de evidencias e instancias confirmatorias partía de la observación y descripción de hechos sociales, para después elaborar hipótesis con cierto grado de generalidad.

El estudio científico de la sociedad y de la cultura consistió, en su etapa clásica, en el estudio de leyes que pueden formularse a partir de la observación directa de hechos típicos o estandarizados. Pero el entendimiento de otra cultura concebido de ese modo ha generado una sutil paradoja que recorre enteramente la tradición antropológica: por un lado, la antropología pretende captar el punto de vista del nativo; por otro lado, el punto de vista del nativo, es decir, lo que el nativo informa acerca de su propia cultura, es, para la mentalidad científica, mera opinión o doxa. Para otorgar dignidad científica a la descripción de los hechos de la cultura, hace falta la episteme del etnógrafo, sus técnicas y su lenguaje.8

De este modo, en su intento por definir unos principios metodológicos para captar satisfactoriamente "el punto de vista del indígena", Malinowski desarrolló un instructivo metodológico con el cual pretendía definir cómo deben conducirse los etnógrafos en el trabajo de campo para obtener resultados de investigación confiables. Se trata de los valores epistémicos del positivismo científico "a la Durkheim", que junto con los valores no epistémicos del primitivismo lograron constituir la otredad cultural como el objeto de conocimiento de la antropología clásica.

 

Desenlace

El análisis de las dimensiones axiológicas entraña una revisión crítica de la concepción tradicional de objetividad a partir de la cual los antropólogos clásicos pretendían otorgar validez científica a las indagaciones etnográficas. El reto de reconfigurar una noción adecuada de objetividad para la antropología comienza por reconocer dos aspectos cruciales: 1) la indagación etnográfica es realizada por individuos que conforman una comunidad de indagación, y los intereses cognoscitivos de esa comunidad están orientados hacia un objeto de investigación específico, la otredad cultural, para lo cual dispone de ciertos recursos epistémicos –conceptos, valores, teorías, técnicas, problemas, métodos, metas de investigación–; y 2) los procedimientos etnográficos de investigación implican un encuentro histórico entre el etnógrafo y los otros; más puntualmente, se trata de un encuentro entre dos culturas en contextos sociales y políticos concretos que necesariamente forman parte de la investigación.

Lo primero que debe notarse en la definición tradicional es que la objetividad se predica de los hechos de una realidad objetiva que impone a la razón sus límites y determina los métodos obligatorios para efectivamente llegar a conocerla. Siguiendo con esta definición, esa realidad objetiva resulta ser independiente de los investigadores interesados en conocerla, de las razones que tienen para creer o dudar de ella, e incluso de que la piensen o la puedan siquiera concebir. Asimismo, esta noción supone que cualquier sujeto que aplique las reglas del método tiene garantizado el acceso a esa realidad, de manera que la investigación científica puede ser efectuada por individuos aislados e independientes entre sí (Olivé, 2000: 159).

Pero un concepto de objetividad definido a partir de hechos cuya existencia no depende de sujetos racionales, de sus intereses y recursos epistémicos, resulta irrelevante ante la consideración de que la antropología está conformada por prácticas epistémicamente orientadas; en consecuencia, una pertinente noción de objetividad debe tomar en cuenta la centralidad de dichas prácticas. Esta consideración hace posible descartar por completo la concepción tradicional de objetividad precisamente porque la noción de práctica permite estudiar los procesos epistémicos de comunidades humanas (no de sujetos individuales) y determinar la objetividad de dichos procesos (no de los hechos sociales).

Para afirmar el carácter colectivo de la investigación científica no es necesario apelar al modo en el que cada sujeto percibe, comprende o se representa los procedimientos de indagación y hacerlos coincidir con el modo en el que otros sujetos los perciben, comprenden o se los representan. Es suficiente constatar que un conjunto de individuos se reconoce como parte de una misma comunidad científica, o sea, que acepta una serie de compromisos frente a un objeto, unos métodos y unas técnicas y, sobre todo, que asume un compromiso cognoscitivo frente a dicho objeto. Ello puede constar a todos sin necesidad de que ninguno tenga que echar una ojeada a las percepciones o al pensamiento de otros, ¿acaso esto es posible? Agazzi (1996) sugiere que aunque sólo hablemos del "saber" científico debemos admitir que a éste "le es connatural un hacer", y este "hacer" vuelve relevante una reflexión en torno a las prácticas indagatorias, a la técnica y a la moral (Agazzi, 1996: 46). En otros términos, para que cualquier miembro de una comunidad científica tenga acceso a los mismos recursos epistémicos que le permitan sostener una determinada creencia es preciso que comparta un conjunto de recursos epistémicos: creencias previas, reglas de inferencia, normas y valores epistémicos, metodológicos, éticos y estéticos, de manera que le sea posible comprender y discutir una idea. La reflexión filosófica sobre la noción de objetividad que se perfila implica eliminar al sujeto cognoscente como el protagonista de las prácticas indagatorias y se concentra en los modos históricamente concretos de investigación, en los que no sólo se definen los métodos y los objetos de investigación, sino también los sujetos mismos de conocimiento (Olivé, 2000: 161).

Desde esta perspectiva, la reflexión histórica y epistemológica de la antropología deberá sustituir el análisis "ascendente" dirigido hacia el sujeto constituyente del conocimiento antropológico, al cual se pide dar cuenta racionalmente de un objeto de conocimiento científico, por un análisis "descendente" orientado al estudio de las prácticas indagatorias concretas por medio de las cuales el objeto de conocimiento científico es constituido en el marco de un dominio de conocimiento (Foucault, 1990).

En el análisis histórico–epistemológico de una actividad como la antropología, cuya práctica indagatoria implica, por definición, un encuentro histórico y concreto entre culturas, se hace necesario detectar, reconstruir y examinar las tradiciones (políticas o filosóficas) constitutivas de la cultura del antropólogo que preceden y condicionan sus actos de comprensión y explicación. En este aspecto, lo que sugiero con el estudio de las dimensiones axiológicas es que los elementos de las tradiciones que emergen en primera instancia y de manera recurrente adoptan la forma de valoraciones metodológicas, éticas y políticas que otorgan sentido a la antropología en la medida en que guían los juicios acerca de lo que resulta interesante, relevante o correcto explorar y conocer. Y justamente la idea de que las dimensiones axiológicas están conformadas por elementos valorativos provenientes de tradiciones permite defender la validez objetiva de los resultados de la investigación; en efecto, en la medida en que las tradiciones son históricamente reconocibles y ofrecen modos aceptados de indagar, pensar o actuar, ellas mismas son susceptibles de revisión crítica. Además, los valores que emanan de las tradiciones distan de ser elementos irracionales, patrimonio de individuos y de sus elecciones caprichosas.

De esto se desprende una enseñanza fundamental del análisis de las dimensiones axiológicas de la antropología (y en general de toda práctica con pretensiones cognoscitivas), a saber, que permite reconocer sus raíces culturales y, de esta forma, su pertinencia política y epistémica, tanto para los seres humanos que la practican como para la sociedad más amplia que patrocina su desarrollo. En este tenor, Robert Ulin ha afirmado con gran acierto que

...el contacto con tradiciones nativas hace que los antropólogos tomen conciencia, reflexvamente, de las limitaciones y la finitud de sus propias tradiciones. Es sólo mediante este proceso de reflexión, a partir de la plenitud de la tradición cultural, como puede establecerse la posibilidad de que los antropólogos comprendan las condiciones sociales y políticas de la investigación antropológica (Ulin, 1990: 44–45).

El análisis de las dimensiones axiológicas que he propuesto se encuentra orientado a la comprensión de las condiciones sociales y políticas en las cuales se desarrolla la práctica indagatoria etnográfica y que, de manera simultánea, la posibilitan y la estimulan. La configuración de una noción no tradicional de objetividad depende de una práctica reflexiva, es decir, de una comunidad de antropólogos que examine los condicionamientos y las motivaciones de su propia actividad cognoscitiva. Más aún, depende de concebir a la antropología como una actividad no contemplativa, sino intencional y práctica, que tiene tras de sí la trayectoria de tradiciones políticas y científicas.9 De este modo, una antropología reflexiva que busca la objetividad en sus procesos epistémicos (no en sus objetos de conocimiento) con toda su carga axiológica inherente, se enfrenta a la posibilidad de discutir el problema de la objetividad a partir de la perspectiva del contacto cultural. En su reciente estudio acerca de la reorientación de la antropología, Esteban Krotz afirma que "los antropólogos no estudian objetos cientificistas que no hablan, no estudian culturas 'en sí', desligadas de sus creadores que las padecen y las gozan, sino a sus iguales, que sin embargo no son fáciles de comprender", de forma que el asombro original del antropólogo ante la otredad "no debe ceder ante una objetividad asubjetiva, sino que se puede convertir en un asombro comprendido" (Krotz, 2002: 405).

Ese asombro comprendido consiste en un proceso de autocomprensión disciplinar que no intenta desterrar la inevitable fascinación que causa la diversidad cultural, y que reconoce en el contacto intercultural concreto el origen del sentido del saber antropológico y de la práctica etnográfica. Así, la objetividad del saber antropológico ha de ser buscada en el proceso de autocomprensión disciplinar, que en nuestros días evidencia un creciente interés por comprender los desafíos de la interacción cultural:

el proceso de conocimiento antropológico cada vez toma más el carácter de un proceso de comunicación: en lugar de estudiar "objetos" humanos, se llega a un diálogo que se halla permeado por los reflejos de los etnocentrismos respectivos, y en el que, empero, se trata menos de hacer predicciones que de lograr una inteligibilidad (Krotz, 2002: 405–406).

La perspectiva del contacto cultural implica aludir a una noción de racionalidad comunicativa que permita establecer pautas de comprensión mutua y, a partir de ellas, transformar el estudio antropológico de la otredad cultural en un diálogo abierto entre códigos y tradiciones. Yjustamente en el establecimiento de esas pautas radica el desafío de la objetividad en la antropología contemporánea. Después de todo, la antropología no sólo es conocimiento, también es acción humana, y en la medida en que su existencia y sus logros sejustifiquen como fines razonables de la acción humana, su posibilidad de ser objetiva permanecerá salvaguardada.

 

Bibliografía

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Notas

1 Se trata de una noción de objetividad característica de las posturas fundamentistas, que se distinguen por su adhesión a la creencia de que es posible un acceso privilegiado a la "realidad". Las tesis básicas con las que se compromete "todo buen fundamentista" para defender esa posibilidad son: 1) hay una realidad estructurada independiente de nuestras capacidades como sujetos cognoscentes. En este sentido, la verdad es alguna forma de coincidencia entre proposiciones y objetos; 2) es posible alcanzar algún tipo de conocimiento cierto e indubitable que constituya el punto de partida para todo genuino conocimiento; y 3) hay un método que garantiza los resultados del proceso cognoscitivo. Se trata de tesis de carácter respectivamente ontológico, epistemológico y metodológico, orientadas a la definición de "una estructura ahistóricamente permanente que determina el uso legítimo de la razón, y fija las condiciones y extensión de la racionalidad, el conocimiento, el bien y el derecho" (Olivé, 1995).

2 La noción práctica utilizada para definir la investigación científica alude a uno de sus fines explícitos y esenciales: generar conocimiento acerca de algún fenómeno específico. Las formas significativas de la práctica científica son, en principio, sólo aquellas prácticas que tienen pretensiones (y eventualmente implicaciones) cognoscitivas. Para definir la investigación científica como práctica indagatoria epistémicamente orientada también es necesario considerar su carácter sistémico, colectivo e intencional, que involucra intenciones, propósitos, fines, proyectos, tareas, representaciones, creencias, valores, normas, reglas, juicios de valor y emociones (Olivé, 2004).

3 Los valores epistémicos surgen del entendimiento de las metas de la investigación científica. Si se entiende que la meta de la actividad científica consiste, por ejemplo, en generar explicaciones de los fenómenos naturales, entonces los valores que gobiernan la ciencia dependen de lo que cuenta como una buena explicación. Helen Longino llama a estos valores constitutivos, y los define como "la fuente de las reglas que determinan lo que conforma una práctica o un método científico aceptables". Con base en el reconocimiento de estos valores en la ciencia, la noción de neutralidad científica se ha definido exclusivamente a partir de la exclusión de valores no epistémicos, es decir, valores políticos, éticos, religiosos (Longino, 1990).

4 En tanto actividad humana y colectiva, la ciencia no puede sustraerse a las condiciones generales de toda actividad humana, y, por ende, se encuentra guiada y estimulada por opciones inspiradas en juicios éticos, así como por una valoración de fines, medios, condiciones, circunstancias y consecuencias que hacen ineludible la consideración de una pluralidad de valores (políticos, religiosos, artísticos, etcétera) que desbordan los terrenos ético y epistemológico.

5 Es posible establecer como la nota esencial del primitivismo una reacción crítica a las perspectivas evolucionistas; de hecho, las corrientes teóricas de la antropología clásica se definieron en oposición a estas posturas, y críticos posteriores a esta generación de antropólogos consideraron que su principal dogma fue, justamente, el "antievolucionismo" (Harris, 1976: 252).

6 Cabe subrayar que estas consideraciones de corte metodológico lograron arraigar tan profundamente en la antropología que han llegado a erigirse como las notas distintivas de toda la tradición antropológica moderna, aun ante las peculiaridades de las distintas escuelas o corrientes.

7 Se trata, respectivamente, de: 1) proscribir "las prenociones, las pasiones y creencias políticas o religiosas que dominan al espíritu del vulgo"; 2) identificar los hechos de manera objetiva, es decir, "en función, no de una idea del espíritu, sino de propiedades que le son inherentes", las inmediatamente visibles; y 3) considerar los hechos sociales bajo un aspecto en el cual se presenten aislados de manifestaciones individuales y que constituyen un objeto fijo, una norma constante, siempre al alcance del observador y que no deja lugar a las impresiones subjetivas y a las observaciones personales (Durkheim, 1986: 76–88).

8 Claude Lévi–Strauss afirmó que "nuestras categorías no debieran ser más que un punto de partida destinado a ser dejado de lado. Los conceptos que usamos deben cambiar constantemente porque en antropología no se trata de confirmar la validez de categorías sino de comprender a pueblos que nos son extraños" (Magaña, 1992: 17).

9 Mechthild Rutsch (1996) propone identificar la construcción del autoentendimiento en antropología con estudios histórico–epistemológicos que partan de una interpelación de las tradiciones científicas.

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