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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.66 México may./ago. 2023  Epub 19-Jun-2023

https://doi.org/10.21555/top.v660.2388 

Filosofía en el espacio público

Repensar la justicia global más allá del capitalismo

Rethinking Global Justice Beyond Capitalism

Juan Sebastián Garcia-Acevedo1 
http://orcid.org/0000-0001-8121-9298

1Universidad de San Buenaventura, Colombia. Juans.garcia@tau.usbmed.edu.co


Resumen.

Este artículo pretende mostrar que el discurso de la justicia global, tal y como se ha presentado en la tradición de la teoría política liberal, se encuentra poco capacitado para ofrecer respuestas satisfactorias frente al problema de la desigualdad global. Esta tesis se sustenta en la sujeción de dicha tradición al marco socioeconómico capitalista como un presupuesto y en su optimismo frente al discurso de los derechos, que limita, más que fortalece, sus posibilidades de proporcionar soluciones estructurales. Para desarrollar este trabajo se ha hecho uso del análisis de contenido de carácter cualitativo de textos; al ser una investigación de carácter teórico, se da prioridad a las fuentes documentales.

Palabras clave: desigualdad; justicia global; responsabilidad; teoría crítica

Abstract.

This paper aims to show that global justice discourse, as it has been developed in a liberal frame, is unable to provide a satisfactory response to the global inequality problem. This thesis relies on the subjection of the tradition of political and economic liberalism to the socioeconomic capitalist frame, and on its optimism regarding law discourse, which, instead of strengthening, limits its possibilities to provide adequate structural responses. For this purpose, I have made a conceptual analysis of the contents of written documents; since my approach consists of a theoretical research, I have given priority to documental sources.

Keywords: inequality; global justice; responsibility; critical theory

Introducción1

El propósito de este trabajo es mostrar cómo la pertenencia de la teoría de la justicia global al contexto de la tradición liberal implica limitaciones profundas a su alcance y no permite el logro de los objetivos que ella misma se ha propuesto; en contraste, la tradición de la teoría crítica marxista podría, en función de su relación con la praxis, superar las limitaciones de la teoría liberal de la justicia global, por lo cual se muestra como un horizonte de posibilidades de trabajo.

Para desarrollar el planteamiento, se presentará sucintamente el problema de la desigualdad y el sufrimiento en el mundo capitalista contemporáneo; posteriormente se caracterizará la teoría de la justicia global como una tentativa liberal de responder a dicha problemática, y por último se mostrará cómo el linaje liberal, y consecuentemente capitalista, de la teoría de la justicia global la limita y hace necesario pensar este problema por encima de las condiciones del capitalismo y el marco teórico liberal.

1. Desigualdad y sufrimiento en el mundo capitalista contemporáneo

El desarrollo del sistema económico capitalista ha generado, desde el siglo XVI, un crecimiento económico y un desarrollo de los medios de producción sin precedentes (Marx y Engels, 1971). Este crecimiento económico es aún mayor desde la segunda mitad del siglo XX; en este período, el PIB mundial pasó de 1372 billones de dólares en 1960 a 80 935 billones de dólares en 2017 (Banco Mundial, 2023a) y la producción de cereales pasó de 735 571 826 toneladas métricas en 1961 a 298 000 millones de toneladas métricas en 2017 (Banco Mundial, 2023b).

Sin embargo, el desarrollo capitalista está marcado por un alto grado de concentración de los recursos, y la desigualdad es un mal endémico del capitalismo (cfr. Harvey, 2014, p. 53). La exorbitante riqueza va acompañada de un limitado acceso a los bienes producto del desarrollo social y, consecuentemente, a la concentración de estos mismos en pocas manos; ya Sen (1981) ha mostrado que las hambrunas (y la escasez de algunos productos) no están principalmente determinadas por la inexistencia de bienes disponibles para la satisfacción de necesidades, sino por las relaciones de titularidad sobre los bienes de consumo y los medios de producción.

En un mundo altamente productivo, el hambre y la carencia de bienes básicos se deben entender como un sufrimiento socialmente innecesario (Marcuse, 1969a), como una mancha en cualquier discurso sobre el progreso (Adorno, 2005). Se ha estimado que, para el 2017, unas ocho personas concentraban la misma cantidad de recursos que 3600 millones de personas, y que el 1% más rico acumulaba mayor riqueza que el 99 % restante de la población mundial (Hardoon, 2017).

En materia de alimentos, el 16 de octubre de 2019 el Secretario General de las Naciones Unidas recordaba que, a pesar de que las cadenas de producción alimentaria están produciendo suficientes alimentos para la nutrición adecuada de la totalidad de los habitantes del planeta, el hambre aumenta de forma continuada en algunas partes del mundo, y más de 820 millones de personas sufren desnutrición crónica. Para el 2017, aproximadamente 871 millones de personas no podían acceder a una alimentación adecuada, una de cada nueve personas ha sufrido de hambre crónica y uno de cada cuatro niños sufre de retraso de crecimiento por la desnutrición (Organización de las Naciones Unidas, 2019).

Las desigualdades de diversa índole se ven traducidas en barreras para el acceso a bienes y servicios que resultan esenciales para el adecuado desarrollo de los seres humanos, como el acceso a la alimentación adecuada y al agua potable, atención y tratamiento médico (una realidad que se ha hecho palpable en las actuales condiciones generadas por la pandemia del COVID-19), así como dificultades de acceso a la educación y otros bienes culturales. Estas desigualdades traen como consecuencia el acortamiento en la expectativa de vida de gran parte de la población (Therborn, 2015), así como dificultades para desarrollar un proyecto de vida autónomo y libre (Nussbaum, 2007 y 2010; Sen, 2010).

El periodo de auge y productividad capitalista coincide con la consolidación de la globalización, ya que solo con el desarrollo de la gran industria, la regularización del transporte internacional, y las tecnologías de la información y las telecomunicaciones se logró establecer una red de comercio y una interacción sociocultural verdaderamente globales (Hardt y Negri, 2005; Wallerstein, 2007).

Esa dimensión mundial del capitalismo contemporáneo obliga a repensar las instituciones tradicionales de la política y la economía, y permite comprender el papel eminentemente global de la economía capitalista desde sus inicios y cómo esta desemboca en las relaciones económicas transnacionales (De Sousa Santos, 1998; Faría, 2000; Wallerstein, 2005).

Estas dinámicas del funcionamiento del capitalismo global, que se remontan al siglo XVI y al establecimiento de las rutas de comercio trasatlánticas y euroasiáticas (Braudel, 1986; Marx y Engels, 1971), han creado diferencias vinculadas a la ubicación geográfica y a la preponderancia de algunos Estados como actores protagónicos en la arena económica global, llevando a la clasificación de países “desarrollados” y “subdesarrollados” o “en vías de desarrollo”. Estas clasificaciones reflejan una diferencia profunda entre factores productivos, como maquinaria, cualificación del trabajo, tipos de productos y servicios ofertados, etc. Esta situación deja a los países “en desarrollo” en una posición precaria para la satisfacción de las necesidades básicas de su población y para el acceso a la educación de alto nivel, la maquinaria productiva para la tecnificación de los procesos de trabajo, así como a tecnología y servicios especializados.

2. La teoría de la justicia global: una respuesta liberal

El problema de las desigualdades en el mundo del capitalismo global ha sido tematizado por el mainstream de la filosofía política contemporánea bajo el concepto de “justicia global” (Ip, 2016; Fabre, 2005). Es importante recordar que este mainstream de la filosofía política, ligado a la fuerte influencia de think tanks y universidades anglosajonas, se considera heredero de la tradición política liberal y encuentra en la obra de John Rawls su referente teórico obligado.

2.1. Rawls y los problemas de justicia más allá del Estado nación

La Teoría de la Justicia de Rawls (1995) se sitúa en la tradición contractualista moderna recurriendo a la ficción del planteamiento de una condición preestatal denominada “posición originaria”, que haría las veces de estado de naturaleza. En esta condición originaria, unos individuos se reúnen para establecer la estructura mínima de la sociedad y, así, están llamados a construir unos principios de justicia distributiva para el nuevo Estado. Para evitar que los individuos utilicen esta condición primaria para establecer privilegios en detrimento de otros individuos, se plantea que ellos se encuentran detrás de un velo de ignorancia que les impide identificar en qué posición, clase o estatus social se encontrarán en la nueva sociedad. Bajo este velo de ignorancia, los individuos desconocen los bienes y activos que poseen, así como sus concepciones de lo bueno y lo malo, y sus capacidades y habilidades naturales. Para Rawls, esta posición originaria llevaría necesariamente, en virtud de la imparcialidad, a que cualquier sujeto racional se decante por la selección de unos bienes primarios y unos principios de justicia independientes de las condiciones particulares de cada uno, llevando a una maximización de las condiciones de los posibles menos afortunados.

Estos principios de justicia son de carácter igualitarista y establecen el principio de un derecho igual al “esquema más extenso de libertades básicas que sea compatible con un esquema semejante de libertades para los demás” (Rawls, 1995, p. 67), así como un criterio de permisibilidad de las desigualdades siempre que estas redunden en el mayor beneficio de los menos aventajados y que estén vinculadas a cargos, empleos y funciones que resulten asequibles en condiciones de igualdad de oportunidades (cfr. Rawls, 1995, p. 68; 1996, p. 35). A partir del establecimiento de los dos principios de justicia, Rawls ofrece desarrollos institucionales concretos que incluyen normas de conductas para agentes individuales y colectivos, así como reglas constitutivas que permiten establecer agentes, roles y relaciones.

Ya que el motivo del libro de Rawls es establecer una estructura institucional de un Estado, y habiendo sido publicado originalmente en 1971, no es de extrañar que en él no se encuentre un estudio de la justicia que trascienda las fronteras del Estado nación. Este vacío de la teoría fue atendido en 1993 con la publicación de The Law of Peoples (Rawls, 1993). Sin embargo, el tratamiento del tema de la justicia en el contexto internacional es abordado de forma diferente al desarrollado en su Teoría de la justicia.

Pogge (2009a) ha indicado que el status y la importancia de la teoría de la justicia y la propuesta de Rawls en torno a las condiciones internacionales es asimétrica: mientras que en la Teoría de la justicia Rawls presenta una teoría en tres niveles (posición original, principios de justicia y desarrollos institucionales concretos), la teoría de The Law of Peoples es diádica, pues presenta solamente un experimento de posición original y una lista de normas aplicables a la conducta de los Estados. Así, la teoría esbozada para las condiciones internacionales solo va dirigida a los Estados como destinatarios de esta y resulta ser poco satisfactoria en términos comparativos.

Esta caracterización lleva a una polarización en el campo de la teoría de la justicia liberal entre estatistas, que, al igual que Rawls, consideran que el Estado sigue siendo el centro de realización de la justicia, y globalistas, que consideran, como Pogge, que los problemas de justicia que se presentan en los marcos globales son irreductibles a los marcos nacionales.

2.2. La justicia global

La idea de la justicia global surge en gran medida con los trabajos de Charles Beitz (1979) y Thomas Pogge. Este último plantea la teoría de la justica global como una respuesta a los lineamientos internacionales rawlsianos, ya que estos abordan de manera deficiente los aspectos relativos a la justicia más allá de los ámbitos del Estado nación tradicional. La teoría de la justicia global de Pogge (2009a) parte de una doble diferenciación en las formas de aproximarse al análisis político: por un lado, lo atinente a la forma de analizar los sucesos sociales; por otro, al marco de referencia en el que se desarrollan las relaciones políticas.

En lo relativo a la primera diferenciación, Pogge distingue entre dos formas de análisis de los sucesos. Este puede tomar la forma de un análisis o diagnóstico moral interactivo, el cual se muestra como un estudio de los sucesos entendidos como “acciones y efectos de acciones realizadas por agentes individuales y colectivos” (Pogge, 2009a, p. 51). La otra forma de entender los sucesos del mundo social relevantes para la filosofía política es denominada por Pogge como “análisis o diagnóstico moral institucional”; desde esta perspectiva, los sucesos son entendidos “como efectos del modo como está estructurado nuestro mundo social, como efectos de nuestras leyes y convenciones, de nuestras prácticas e instituciones sociales” (Pogge, 2009a, p. 51). La diferencia entre el análisis moral interactivo y el análisis moral institucional se entiende, para Pogge, como la diferencia entre ética y justicia respectivamente.

La segunda diferenciación que realiza Pogge es relativa al ámbito de desarrollo de las relaciones políticas. En esta dimensión, Pogge distingue entre relaciones intranacionales y relaciones internacionales. Según el autor, esta diferenciación de la teoría política se considera tradicionalmente como constitutiva de dos mundos distintos habitados por dos clases diferentes de sujetos. El mundo de las relaciones intranacionales se encuentra habitado por sujetos caracterizados como personas, familias, corporaciones y asociaciones. Estos sujetos y sus relaciones sociopolíticas se encuentran limitados a un espacio territorial determinado que se configura por la forma tradicional del Estado. Por su parte, el mundo de las relaciones internacionales se encuentra habitado, eminentemente, por los Estados soberanos representados por sus respectivos gobiernos, dejando por fuera de la capacidad de acción y de la relevancia política a otro tipo de actores, como los que habitan el marco intranacional. En esta forma de entender las relaciones internacionales los miembros de este mundo solo son actores gracias a la representación de sus gobiernos, sin importar si estos son legítimos o no. Pogge entiende, correctamente, que este marco de diferenciación de relaciones intranacionales-internacionales es inadecuado para comprender la complejidad de las dinámicas de la sociedad capitalista contemporánea.

Al plantearse el problema al nivel internacional, Rawls se decanta por un análisis moral interactivo sobre la responsabilidad de los Estados (Rawls, 1993), mientras que su teoría de la justicia, a nivel intranacional, había presentado un análisis moral institucional. Para Pogge, esta forma diferente de enfrentar el problema político-moral es inadecuada, pues lleva anexa la separación de dos espacios diferentes de teorización moral, a saber, la justicia en el ámbito intranacional y la ética en el ámbito internacional.

2.3. Pogge y la teoría de la justicia global

La propuesta de Pogge de una teoría de la justicia global se enfrenta al planteamiento rawlsiano proponiendo la superación del marco intranacional-internacional y extendiendo el análisis moral institucional al ámbito global. Esta superación del marco intra-internacional se plantea en gran medida por la aparición de agentes activos en el campo global diferentes a los Estados.

Para Pogge, es moralmente inadecuada la preeminencia que se le ha dado a nivel internacional a los intereses estatales representados por gobiernos. En este sentido, algunos problemas que son abordados tradicionalmente desde perspectivas limitadas a lo estatal no han sido correctamente tratados, pues presentan efectos y consecuencias que desbordan claramente los límites del Estado como organización jurídico-política; estos problemas constituyen una herencia común de la humanidad (cfr. De Sousa Santos, 1998, p. 60) y por ello deben ser estudiados en un marco ampliado.

Así, la pobreza y la desigualdad no se pueden entender como un problema limitado a las fronteras nacionales, pues sus causas y efectos no se limitan a ese marco espacial (Cañete Alonso, 2015; Pogge, 2011a), ya que dependen en no poca medida de la ubicación geopolítica y de las condiciones históricas del desarrollo del orden global. Similar al problema de la pobreza y la desigualdad, la explotación de recursos naturales no solo impacta a los Estados, sino que la contaminación es un problema cuyas consecuencias son, literalmente, globales, y la escasez de dichos recursos se establece como factor generador de conflictos internacionales (Cunningham, 2019).

Este nuevo marco lleva a la pregunta por la responsabilidad y las obligaciones de los actores globales e incluso de las acciones locales con consecuencias globales. En el Estado nación tradicional se puede establecer una responsabilidad de los miembros del Estado nación por las consecuencias del orden institucional; así, indica Pogge:

[…] compartimos la responsabilidad por el orden institucional de nuestra propia sociedad por los numerosos perjuicios que este orden inflige a nuestros conciudadanos. También compartimos la responsabilidad de que nuestro gobierno se comporte honradamente observando las leyes y convenciones internacionales más razonables, especialmente aquellas relativas a la conducta bélica y cumpliendo sus contratos y tratados (Pogge, 2009a, p. 57).

Este establecimiento de responsabilidades institucionales parece vedado para las acciones en escenarios internacionales; esta situación la considera Pogge como cómoda, pues la atribución de responsabilidad se limita al marco de las fronteras nacionales y no trasciende a la violencia y explotación que va más allá de estas. Esto no puede decirse correctamente en el marco de un mundo globalizado (cfr. Pogge, 2009a, p. 57). En este mundo es necesario establecer las estructuras de responsabilidad de las acciones con consecuencias que trascienden los límites del Estado tradicional. Esta definición de las estructuras no es tarea sencilla dado al carácter conflictivo de las relaciones internacionales.

El marco internacional de relaciones se halla en gran parte mediado por el uso de la fuerza. A pesar de la existencia de ordenamientos normativos internacionales, estos carecen de medios efectivos de exigencia, confirmando, a pesar de los esfuerzos de la comunidad internacional, la sentencia de Hobbes (1981) que caracteriza dichas relaciones como la forma más verificable de la existencia del estado de naturaleza; en esta línea hobbesiana, se podría ser escéptico en torno a la posibilidad misma de una justicia global.

A partir de la reflexión sobre la posibilidad de una globalización alternativa a la que emergió en los arreglos posteriores a la Segunda Guerra Mundial y los acuerdos de Yalta, Pogge plantea que la forma que esta toma tiene consecuencias en la distribución del poder y la jerarquía de las relaciones entre Estados y, más importante aún, en las condiciones efectivas de vida de las personas que habitan este mundo; así, “el orden institucional global está relacionado causalmente con la incidencia de daños moralmente significativos” (Pogge, 2009a, p. 57) tanto directa como indirectamente. La relación causal entre la construcción de un orden institucional y el daño efectivamente ejercido a personas en todo el mundo lleva entonces a la posibilidad de atribuir responsabilidad en un ámbito mucho más amplio que el del Estado nación.

Como respuesta al planteamiento de esa responsabilidad por el orden global, Pogge ha realizado propuestas que tienen como protagonista a los centros de poder dirigiendo recursos hacia los países con menos privilegios. En esa línea, ha propuesto establecer un Dividendo de Recursos Globales (GRD) para atacar el problema de la polución y depredación de recursos naturales (Pogge, 2011a); también ha propuesto la posibilidad de un rediseño de instituciones y políticas dirigidas a evaluar el crecimiento económico en términos de los efectos que estos generan en la posición económica de los pobres (Pogge, 2008), presentándose como una alternativa a la ayuda internacional (Pogge, 2011b), la financiación con fondos públicos de innovaciones que permitan contrarrestar el efecto que tiene, en campos como el farmacéutico, la desigualdad en la demanda y capacidad de pago de sectores en posiciones globales privilegiadas (por ejemplo, un Health Impact Fund), así como una reforma que limite los monopolios farmacéuticos (Pogge y Shaunak, 2007). Propuestas similares podemos ver en otros importantes autores que han abordado el discurso de la justicia global, como Sen (2010) y Nussbaum (2007, p. 227).

2.4. Justicia global y desigualdad

En torno al problema de la desigualdad, Pogge se inclina por una consideración negativa al analizar la desigualdad en diferentes campos como un factor generador de condiciones injustas. Desde su perspectiva, la consideración de la desigualdad global debe ser entendida a partir de las relaciones institucionales que implican que la riqueza de una parte de la sociedad se genera, en última instancia, por medio de la generación de pobreza en otros espacios; en otras palabras, los ricos globales están dañando a los pobres globales.

Pogge defiende lo que denomina una aproximación ecuménica al problema de la desigualdad; esta aproximación busca congregar personas provenientes de diversas concepciones o teorías morales, para lo cual parte de considerar que el mundo contemporáneo está plagado por lo que él denomina una “desigualdad radical” (radical inequality) en los siguientes términos:

    (1). Los que están peor están en una muy mala situación en términos absolutos.

    (2). También se en encuentran en una muy mala posición en términos relativos -mucho peor que muchos otros-.

    (3). La desigualdad es impermeable: es difícil o imposible para los que están peor mejorar de forma sustancial su parte (lot), y la mayoría de los que están mejor nunca experimentarán la vida en el fondo ni siquiera por unos meses y no tienen una idea vívida de cómo es vivir de esa forma.

    (4). La desigualdad es penetrante: no concierne únicamente a algunos aspectos de la vida, tales como el clima o el acceso a la belleza natural o la alta cultura, sino a la mayoría de los aspectos o a todos.

    (5). La desigualdad es evitable: los que están mejor pueden mejorar las circunstancias de los que están peor sin convertirse a sí mismos en los que están mal (Pogge, 2005, p. 37; traducción propia).

Esta caracterización de la desigualdad radical la complementa Pogge (2005) con tres consideraciones. Indica, primero, que esta tiene su origen histórico en las prácticas coloniales de los países en mejores posiciones y se establece entonces como una violación al deber negativo de no hacer daño. Segundo, frente a las concepciones lockeanas, que aceptan condiciones de desigualdad siempre que se garantice la suficiente y buena cantidad de recursos naturales a aquellos en peores condiciones, Pogge considera que a los que se encuentran en dicha posición se les está negando de forma coercitiva el acceso a su porción proporcional. A su vez, considera que no puede ser pensado de forma realista un estado de naturaleza que lleve a las actuales condiciones de pobreza y desigualdad. Esta realidad implica un estado de civilización profundamente organizado que pueda sostener el alto grado de sufrimiento actual en una escala masiva (cfr. Pogge, 2005, p. 40). Por último, indica que existe un orden institucional compartido que se encuentra moldeado por aquellos en las mejores posiciones e impuesto a aquellos en la peor posición. Este orden institucional se encuentra profundamente implicado en la reproducción de las condiciones de desigualdad radical presentes en la medida en que existen alternativas institucionales realizables en las cuales las condiciones de desigualdad radical no persistirían. Esta desigualdad no se puede atribuir a factores de carácter extrasocial, como serían las taras genéticas o los desastres naturales.

2.5. Justicia global y derechos humanos

Para Pogge, la teoría de la justicia global que responde a estas condiciones esbozadas debe ser entendida como una teoría de derechos humanos. Defiende lo que denomina una “comprensión institucional” del artículo 28 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el cual indica que “[t]oda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta Declaración se hagan plenamente efectivos”. Para Pogge, esto sugiere una comprensión de los derechos humanos como “exigencias morales frente a cualquier orden institucional impuesto coercitivamente” (2009b, p. 65).

Continuando con la idea de la responsabilidad por la estructura institucional global, Pogge decide apartarse de la idea de una responsabilidad positiva, ya que esta es muy exigente, y se limita a una concepción de “responsabilidad” meramente negativa, entendida como un deber de no hacer daño y, en caso de hacerlo, repararlo. Pero, aun con esta limitación de responsabilidad, Pogge recuerda que “los pueblos existentes han llegado a sus niveles actuales de desarrollo social, económico y cultural a través de un proceso histórico plagado de esclavización, colonialismo e incluso genocidio” (Pogge, 2009c, p. 122). Por ello, no es posible limitar los deberes de los Estados del centro a un mero deber de asistencia, como en su momento planteó Rawls (1993).

3. La necesidad de una justicia global más allá del capitalismo

La teoría de la justicia global que ha sido esbozada en las últimas décadas por Pogge es una labor inacabada cuyo desarrollo siguen adelantando numerosos autores que han hecho suyo el tema. No sería justo criticar la posición de Pogge sin reconocer la importancia de su enfoque ni la solidez y seriedad con la que ha llevado a cabo esta labor; sin embargo, a pesar de que en términos generales su crítica al orden global institucional es fundamentalmente correcta, es necesario plantear objeciones profundas a su teoría, las cuales afectan la idea de una justica global y se derivan del problema de asumir una posición liberal.

Estas objeciones son: primero, el carácter liberal de su teoría le impide ver que la desigualdad es un problema intrínseco, estructural, del capitalismo, y que su superación implica la superación del sistema económico mismo (Garcia-Acevedo, 2020); y segundo, el asumir un enfoque de derechos tiene problemas intrínsecos que no son reconocidos por el optimismo jurídico que suele acompañar a las teorías liberales: por un lado, las exigencias de carácter político que no son reconocidas a un nivel jurídico son deslegitimadas prima facie, lo cual implica una tendencia del ordenamiento jurídico a mantener el statu quo; por otro lado, a nivel estructural, el ordenamiento jurídico no puede asimilar múltiples exigencias políticas sin poner en entredicho su propia identidad.

En lo que sigue trataré de justificar estas objeciones. La intención de este trabajo no es impugnar la perspectiva de la justicia global, sino, por el contrario, empujarla en una dirección diferente que le permita ampliar su campo de acción y dirigirse hacia la efectividad de una teoría devenida en praxis.

3.1. El problema del diagnóstico liberal y la desigualdad estructural del capitalismo

Como se ha indicado anteriormente, el discurso de la justicia global se ubica en la tradición del pensamiento liberal moderno que se origina en Locke (1999) y Smith (1958) -aunque podemos ver en Hobbes a su padre ilegítimo- y llega por vía de Rawls a los planteamientos de Pogge. Esta tradición surge con el proceso de consolidación del capitalismo y se muestra como la conciencia social del sujeto capitalista, del burgués, y expresa la forma propia de las relaciones de los sujetos capitalistas en su lugar más característico: el mercado (Macpherson, 1967; Garcia-Acevedo, 2017).

Las relaciones mercantiles son hipostasiadas por esta tradición, llevando a una mercantilización de todas las relaciones sociales y reduciendo los criterios de racionalidad a meros cálculos estratégico-instrumentales (Horkheimer, 2002). Podemos ver esta proyección de las dinámicas mercantiles tanto en los primeros exponentes de la tradición, por ejemplo, el estado de naturaleza en Hobbes, la Fábula de las abejas de Mandeville (1982) y los planteamientos pioneros de la disciplina económica moderna en Smith (1958), así como en los planteamientos de la teoría de la acción racional (Arrow, 1959) y las teorías de juegos contemporáneas (Nash, 1953).

Al ser una teoría en gran medida descriptiva y, en muchas ocasiones, apologética del capitalismo, al liberalismo le es difícil reconocer el carácter estructural del problema de la desigualdad capitalista, pues ello le llevaría a una posición imposible de conciliar: o se acepta la desigualdad como una necesidad natural (Hayek, 1944; Nozick, 1974) o se impugna el capitalismo.

Son muchos los mecanismos que promueven la desigualdad al interior del sistema económico capitalista, pero es difícil determinar cuáles de ellos son contingentes y cuáles son de naturaleza estructural. En la literatura se han reconocido algunos mecanismos concretos que contribuyen a la producción y reproducción de las desigualdades de toda índole; entre estos mecanismos se puede mencionar los procesos de acumulación -ley general de acumulación, acumulación originaria (Marx, 1962); acumulación por desposesión (Harvey, 2003); las relaciones de explotación, ya sea por la apropiación del excedente de trabajo o por la apropiación de este último (Marx, 1975); el efecto Mateo (Merton, 1968, 1988 y 1995), ventaja acumulativa (Allison, Long y Krauze, 1982; DiPrete y Eirich, 2006) o conexión preferencial (Papadopoulos et al., 2012), y el monopolio de bienes socialmente determinantes (Walzer, 1983). A continuación se hablará un poco de estos mecanismos, reconociendo que su estudio sistemático desborda el alcance de este texto.

Sobre los bienes socialmente dominantes, Walzer (1983) considera que las sociedades tienden a atribuir diversos valores a distintos tipos de bienes que se manejan en esferas relativamente autónomas; sin embargo, la mayoría de las sociedades han atribuido un mayor valor a algunos conjuntos específicos de bienes que se imponen en todas las esferas de distribución, y dichos bienes suelen ser monopolizados por medio de la fuerza y la cohesión que ejercen sus propietarios.

A partir de este monopolio, los propietarios de estos bienes dominantes logran extender su dominio sobre los que no tienen acceso a ellos. Así, indica que:

Lo que está en juego en estos casos es la habilidad de un grupo de gente de dominar a sus semejantes. No es el hecho de que haya ricos o pobres lo que genera una política igualitaria, sino el hecho de que el rico “aplasta la cara de los pobres”, les impone su pobreza sobre ellos, ordenando su comportamiento deferente (Walzer, 1983, p. xii).

Este mecanismo de generación de desigualdad, representado en el capitalismo por el poder del capital y el dinero, no es exclusivo ni estructural del sistema económico capitalista; Walzer ejemplifica dicho monopolio con el control sobre el acceso a honores y títulos en el feudalismo, los cuales determinan el acceso y control de otros bienes subordinados, así como otros bienes en diversas culturas y épocas.

Otras formas de mecanismos que promueve la desigualdad son el efecto Mateo, la ventaja acumulativa y la conexión preferencial. Estos términos hacen referencia a la tendencia de los bienes a acumularse en aquellos que tienen más. Este concepto surge con el planteamiento de Robert K. Merton (1968), quien estudió los procesos psicosociales que afectan la asignación de recompensas a científicos con base en sus contribuciones, lo cual a su vez afecta el flujo de ideas y descubrimientos por medio de las cadenas de comunicación científica.

Merton denominó a esto “efecto Mateo” siguiendo la expresión bíblica en Mateo 13:12: “Porque a cualquiera que tiene, se le dará más, y tendrá en abundancia; pero a cualquiera que no tiene, aun lo que tiene se le quitará”. Así, para Merton, en la comunidad científica se forma una estratificación con base en un sistema que tiene como efecto que aquellos que tienen reconocimiento ganan aún más reconocimiento debido a que sus artículos y libros se publican más fácilmente, los colegas son renuentes a contradecirlos y sus nombres generan mayor recordación en trabajos conjuntos; incluso se les atribuyen ideas que citan o que se dan entre colegas en sus laboratorios, etc. En este sentido, en torno a las entrevistas realizadas por Harriet Zuckerman a ganadores del premio Nobel a principios de los sesenta, Merton indica que:

Es sugerido repetidamente en estas entrevistas que los científicos eminentes reciben un crédito desproporcionadamente grande por sus contribuciones a la ciencia mientras que los relativamente desconocidos tienden a recibir desproporcionadamente poco por sus contribuciones comparables ocasionales (Merton, 1988, p. 606; traducción propia).

Si bien este proceso de concentración fue estudiado originalmente en la comunidad científica, se ha identificado que la ventaja acumulativa es un mecanismo general de desigualdad a través de cualquier proceso temporal. Este mecanismo muestra que una posición relativamente favorable se convierte en un recurso que produce aún más ganancias relativas (DiPrete y Eirich, 2006, p. 271). En estadística, a este efecto se le suele denominar “conexión preferencial”.

Si bien este mecanismo tiene su función en el desarrollo de la desigualdad capitalista, es difícil establecer si ocurriría de la misma forma en otras sociedades debido a que se trata de un concepto relativamente reciente y basado en datos empíricos que no han podido ser analizados en sociedades no capitalistas; por lo anterior, no se puede indicar si es de carácter estructural o no en el capitalismo y se podría conjeturar que, al ser análogo al monopolio de bienes planteado por Walzer, es posible que se dé en otras sociedades.

En la tradición marxista, la explotación hace referencia a una característica de ciertos modos de producción en los cuales una clase social se apropia del resultado del proceso de trabajo de otra. Esto no es ni una invariante histórica ni una característica única del modo de producción capitalista; por ello, Marx ha diferenciado entre modos de producción cooperativos y de explotación: los primeros son aquellos en los cuales la producción de los bienes se realiza sobre la base de relaciones de cooperación y es apropiada socialmente; los basados en la explotación, en cambio, producen socialmente, pero existe una apropiación privada de los productos del trabajo (cfr. Marx, 1982, p. 433 y ss.). El presupuesto de la existencia de los modos de producción basados en la explotación es la propiedad privada de los medios de producción.

La explotación es un proceso que se encuentra en el centro mismo del capitalismo, y su presencia en modos de producción precapitalistas no desvirtúa el carácter estructural de este. A pesar de su importancia, el análisis de la teoría de la explotación en Marx es demasiado complejo y desborda el alcance del presente trabajo; en su lugar, esta teoría será aceptada como un supuesto. Como se dijo anteriormente, la teoría de la explotación hace referencia a la apropiación del trabajo de una clase por otra clase que es dominante en el modo de producción y que es dueña de los medios de producción (Marx, 1975). El proceso de producción capitalista lleva a un proceso de acumulación ampliado que será analizado a continuación.

Sin embargo, antes de pasar al proceso de acumulación del capital es necesario llamar la atención sobre la afirmación de Therborn (2015), quien indica que la explotación como mecanismo de generación de desigualdad, si bien es ampliamente reprochable, ha perdido importancia frente a otros mecanismos de producción de desigualdad, como son la jerarquización, el distanciamiento y la exclusión.

Therborn sustenta esta afirmación sobre la base de dos argumentos que parten de premisas erradas: el primero de estos argumentos va dirigido específicamente contra la teoría marxista de la explotación y asume que, como la teoría del valor-trabajo de Ricardo ha sido refutada de forma convincente, la teoría de la explotación de Marx, que está basada en ella, se encuentra desacreditada a su vez y, en consecuencia, también la teoría marxiana de la explotación. El error de este argumento radica en asimilar la teoría del valor-trabajo de Marx con la teoría ricardiana; ya Harvey (2017) ha indicado que la teoría del valor-trabajo de Marx es diferente de la de Ricardo; sin embargo, es el mismo Marx quien ha dejado esto asentado al indicar que la teoría del valor-trabajo de Ricardo se basa en el trabajo concreto, mientras que su teoría se construye sobre la noción de “trabajo abstracto” y la explotación de clase (Marx, 1975). El trabajo abstracto se encuentra despojado de todo tipo de característica y en consecuencia no podría, como considera Ricardo, servir de vehículo de una sustancia-valor (Backhaus, 1980; Pitts, 2021).

El segundo argumento se dirige contra la explotación en general, Therborn considera que, debido a su carácter normativo y a su rechazo generalizado, la explotación es cada vez menos relevante como mecanismo de desigualdad. En su opinión: “la pesada carga de oprobio moral que conlleva ha restringido sus posibilidades de utilización económica práctica” (Therborn, 2015, p. 62). Para Therborn, esto se puede notar al considerar que pocos trabajadores del Norte global se sentirían explotados hoy en día. Therborn considera, erróneamente, que los mecanismos de redistribución del capitalismo contemporáneo han revertido las condiciones de explotación. Esta consideración es errónea por dos razones: por un lado, asume que la explotación económica capitalista se reduce a las condiciones del trabajo asalariado, dejando sin consideración el trabajo no remunerado de las mujeres en el hogar y en otras formas de trabajo reproductivo, así como la explotación de mano de obra barata y esclavizada en los circuitos de producción global de capital (Swidler, 2018).

Una segunda razón contra la posición de Therborn es que este parece considerar la ausencia de una autoconciencia de la explotación como un indicador univoco de ausencia de explotación. Al respecto es interesante recordar los planteamientos de Adorno (2005 y 2008) y Marcuse (1969b, 1995, 2009 y 2010), quienes no solo habían señalado la absorción de la clase obrera en el discurso ideológico del capital, sino que incluso llamaron la atención sobre cómo la explotación podía experimentarse como goce. En los planteamientos de estos pensadores, la proliferación de los problemas de salud mental, hasta convertirse en un preocupante problema de salud pública, es un claro indicador de que las condiciones de explotación persisten aunque no se tenga conciencia de ellas.

Continuando ahora con lo relativo a los mecanismos de acumulación (ley general de la acumulación, la acumulación originaria, la acumulación por desposesión), es importante comprender que son mecanismos que se consideran centrales en la reproducción del capitalismo y, por ende, forman parte de su estructura. En la sección séptima de El capital, Marx ha estudiado con particular atención el proceso de acumulación en el capitalismo. El análisis marxiano de la acumulación capitalista es bastante complejo y extenso. Se presentará una versión simplificada pero fiel al planteamiento de Marx. La acumulación capitalista tiene su origen en los procesos mismos de producción y reproducción social del capital. Para Marx:

Del mismo modo que una sociedad no puede dejar de consumir, tampoco le es posible cesar de producir. Por tanto, desde el punto de vista de una interdependencia continua y del flujo constante de su renovación, todo proceso social de producción es al propio tiempo proceso de reproducción (Marx, 1975, p. 695).

En el proceso de reproducción simple, el trabajador vende su fuerza de trabajo de manera anticipada al capitalista y, posteriormente, recibe un pago en dinero por esta; este dinero es expresión de su propia fuerza de trabajo, lo cual implica un ciclo en el cual el trabajador vende su fuerza de trabajo como mercancía y recibe una cantidad de dinero con la cual puede comprar otras mercancías que son necesarias para su supervivencia.

En este punto, Marx llama la atención sobre el hecho de que este carácter cíclico del proceso de reproducción social del capital no puede ser percibido desde la perspectiva del individuo, sino que surge cuando se pone especial atención a la clase. La clase trabajadora vende su fuerza de trabajo a la clase capitalista y percibe un dinero por ello que debe invertir para comprar a la clase capitalista los medios de su subsistencia. Así, indica:

El capitalista, sin duda, le paga en dinero el valor de la mercancía. Pero este dinero no es más que la forma transmutada del producto del trabajo, o más bien una parte de dicho producto. Mientras el obrero transforma una parte de los medios de producción en producto, una parte de su producto anterior se reconvierte en dinero. Es con su trabajo de la semana anterior o del último semestre con lo que se paga su trabajo de hoy o del semestre venidero. La ilusión generada por la forma dineraria se desvanece de inmediato, no bien tomamos en consideración no al capitalista individual y al obrero individual sino a la clase capitalista y a la clase obrera. La clase capitalista entrega constantemente a la clase obrera, bajo la forma dineraria, asignados sobre una parte del producto creado por esta última clase y apropiado por la primera (Marx, 1975, p. 697).

El capitalista se ve forzado a reinvertir las ganancias obtenidas de la apropiación del plusvalor para poder reiniciar el proceso de producción y reproducción del sistema.

Esta reinversión va dirigida a reponer el capital variable que se ha consumido en el proceso de producción, y este “no es más que una forma histórica particular bajo la que se manifiesta el fondo de medios de subsistencia o fondo de trabajo que el trabajador requiere para su autoconservación y reproducción” (Marx, 1975, p. 697).

Pero los trabajadores no solo producen un valor equivalente al del capital variable, sino que transfieren y reproducen el valor del capital constante. El capitalista no puede limitarse a la reproducción de las condiciones originales de producción: “Por diversas razones […] la idea de un modo de producción capitalista estable en una situación sin crecimiento es no solo improbable sino, de hecho, imposible” (Harvey, 2014, p. 248).

La competencia y la necesidad de una producción adelantada de medios de subsistencia y de producción obligan a desarrollar un proceso ampliado de producción que transforma el ciclo de la reproducción simple en una espiral. El capitalista se ve forzado a aumentar el capital invertido si quiere sobrevivir a las condiciones de la competencia. Como la producción capitalista es social pero la apropiación de los frutos del trabajo es privada, el aumento del capital variable implica un aumento en la apropiación de plusvalor por parte del capitalista. Esta dinámica va generando eventualmente brechas de desigualdad mucho mayores a las que se encontraban en el origen del proceso de producción.

Como se indicó anteriormente, estos mecanismos de producción de desigualdad no pueden identificarse como estructurales por una teoría liberal, pues presuponen un enjuiciamiento crítico del modo de producción capitalista, del cual la teoría liberal es expresión y apología, y esto puede verificarse en las respuestas. Considero que una teoría de la justicia global debe partir de reconocer las condiciones específicas del modo de producción capitalista y sus limitaciones inherentes para enfrentar el problema de la desigualdad. Al negarse a, o no poder, enjuiciar el capitalismo, una teoría de la justicia global liberal recae en un idealismo que se desconecta de las condiciones sociohistóricas de configuración de los poderes y las instituciones políticas que intenta comprender.

3.2. Exigencia de justicia y enfoque de derechos

Un segundo elemento problemático de la propuesta de una teoría de la justicia global se encuentra en comprender la concepción de la justicia en términos de un enfoque de derechos. Para analizar el carácter problemático de esta comprensión se desarrollará una crítica en dos momentos: en un primer momento se retomará la crítica de la institucionalización de las luchas políticas por la libertad planteada por Wendy Brown (1995); esta propuesta bebe de la crítica marxiana y foucaultiana al derecho y procura ser un desarrollo en términos de teoría crítica de la sociedad. En un segundo momento se toma como referencia el planteamiento de Hans Lindahl (2018), quien, desde una perspectiva muy distinta (una teoría del derecho global en primera persona del plural con una fuerte influencia de la fenomenología y la filosofía analítica), ha mostrado de forma convincente que la capacidad de satisfacción del orden jurídico a las exigencias planteadas por ciertos comportamientos es inherentemente limitada.

En conjunto, este par de críticas ponen de relieve que una teoría de la justicia global que pretenda enfrentar los problemas de la desigualdad y la pobreza en sus causas estructurales debe, además de superar el marco teórico del liberalismo, comprender las exigencias de justicia como exigencias políticas que no se satisfacen en la traducción de estas a exigencias jurídicas. Aunque esta segunda objeción a la teoría de la justicia global es independiente de la primera, no se puede decir que se encuentre totalmente desvinculada: la teoría liberal ha sido persistente en asumir las exigencias de justicia, igualdad y libertad en términos de exigencias jurídicas.

3.2.1. El problema de la institucionalización de las exigencias políticas

La crítica realizada por Brown se encuentra originalmente dirigida al problema de la institucionalización de las exigencias de libertad en los últimos años del siglo XX y a la transformación del discurso de la izquierda desde una actitud crítica del Estado a una actitud complaciente; sin embargo, a pesar de su objetivo original, muchas de sus consideraciones pueden ser extendidas al problema de la institucionalización de las exigencias de justicia y su crítica de los derechos es pertinente con respecto al enfoque de derechos en general y al de la teoría de la justicia global liberal en particular.

El planteamiento de Brown se puede considerar pertinente por tres razones: primero, es una crítica dirigida a la respuesta y comprensión liberal del problema de la libertad y la dominación, y como tal se vincula con las objeciones a la teoría de la justicia global en la medida en que plantea una crítica al liberalismo y su forma de enfrentar los problemas sociales en general; segundo, es una crítica de los enfoques de derecho, como plantea esta objeción a la teoría de la justicia global; y tercero, si bien el problema de la libertad y el de la igualdad no son idénticos, sí existe entre ellos un vínculo profundo que será indicado un poco más adelante.

En su obra States of Injury, Wendy Brown estudia las dimensiones de las modalidades del poder político y la oposición a este a partir de lecturas críticas de las obras de Marx, Nietzsche, Weber y Foucault en dialogo con varias pensadoras feministas, como MacKinnon y Williams. Su análisis tiene como fin reflexionar sobre el valor del pensamiento de estos autores para aprehender las configuraciones contemporáneas del poder y contribuir a las estrategias de democratización de estas (Brown, 1995).

Para Brown, gran parte de las discusiones en materia política están relacionadas con el tópico de la libertad; sin embargo, dicho concepto “es histórica, semiótica y culturalmente cambiante, así como políticamente elusivo” (Brown, 1995, p. 5). Este ha mostrado que puede ser fácilmente apropiable por regímenes políticos liberales para fines “cínicos y antiemancipatorios” (Brown, 1995, p. 5). Siguiendo a Stuart Hall, considera que la comprensión de la libertad como un concepto pensado de forma independiente de las modalidades contemporáneas de dominación recae en una forma de idealismo que oculta el carácter local, histórico y contextual de la libertad. En su lugar, la libertad debe ser entendida como una práctica relacional que se construye en contraposición con lo que las condiciones del contexto consideran como no libre (Brown, 1995). El tratamiento meramente conceptual de la libertad, a su vez, al ocultar el carácter local, histórico y contextual, oculta lo que es negado y suprimido por ella, ya que ciertas libertades demarcan otros espacios de no libertad.

En el quinto capítulo de States of Injury se aborda el problema de la construcción de propuestas emancipatorias por medio del derecho; para ello, entra en diálogo con Marx y la crítica presente en “Sobre la cuestión judía” (Marx, 2008). Brown parte del reconocimiento de los derechos como significantes cambiantes e inciertos que varían a través de diversos vectores, como cultura, tiempo, clase, raza, etnicidad, género, sexualidad, edad, riqueza y educación, lo cual permite reconocer diferentes formas de operación a través de estos vectores. Sin embargo, la comprensión de las relaciones entre la identidad y la exigencia de derechos implica ir más allá del reconocimiento de la indeterminación y contingencia de los derechos hacia el enfrentamiento con una serie de paradojas que se presentan a quien se compromete con las prácticas políticas emancipatorias.

Una paradoja central relativa a los derechos es la que enfrenta el carácter local de los derechos con su lenguaje universal: la fuerza liberatoria o igualitaria de los derechos es siempre histórica y culturalmente circunscrita; estos carecen de una semiótica política inherente a ellos, así como de una capacidad innata para promover o impedir el logro de ideales democráticos radicales. Lo anterior contrasta con el hecho de que los derechos operan necesariamente como un lenguaje ahistórico, acontextual y acultural, por medio del cual se muestran como distantes de contextos históricos y políticos, presentándose como portadores de universalidad en contraste con su parcialidad y provisionalidad (Brown, 1995).

Esta paradoja entre el lenguaje universal y el efecto local de los derechos tiene consecuencias a nivel temporal y espacial. A nivel temporal, los derechos pueden funcionar como una fuerza emancipatoria en un momento de la historia y en un momento distinto transformarse en un discurso regulatorio y en un medio de cooptación de las exigencias políticas radicales; en ese mismo sentido, esta paradoja se expresa en la ironía de que los derechos exigidos por grupos políticos definidos son reconocidos a individuos despolitizados: “en el momento en que un ‘nosotros’ particular tiene éxito en la obtención de un derecho, pierde su ‘nostredad’ [we-ness] y se disuelve en individuos” (Brown, 1995, p. 98).

A nivel espacial (o social), los derechos que empoderan a aquellos en una locación o estrato social pueden desempoderar a aquellos que se encuentran en otro. Brown presenta como ejemplo clásico el de la existencia de los derechos de propiedad, que refuerzan el poder de los terratenientes y capitalistas pero al mismo tiempo producen al inquilino y trabajador como sujetos desposeídos. Otro ejemplo relevante es cómo entran en conflicto los derechos de libertad de expresión y prensa frente a derechos a la intimidad y dignidad de aquellos de los que se habla. La conjunción de los aspectos temporales y espaciales de la paradoja del idioma universal vs. el carácter local del derecho permite discernir la imposibilidad de establecer un valor general al carácter político del discurso de los derechos.

El discurso de los derechos entra en relación con su desarrollo histórico y la construcción de identidades, lo que lleva a una segunda paradoja, según la cual en la Modernidad tardía se historizan los derechos a pesar de existir una desconfianza generalizada en la historia, de la misma forma en que se intenta medir la efectividad política de los derechos según un análisis de la estratificación social aunque se cuestionen las estructuras y el carácter fijo de las identidades que dichas mediciones presuponen (Brown, 1995).

El derecho moderno emerge como un medio de protección frente al ejercicio arbitrario del poder (Botero-Bernal, 2014; Garcia-Acevedo, 2016), pero también con una función de estabilización social que permite asegurar y naturalizar otros poderes sociales dominantes, como el género y la clase (Douzinas, 2008). Así, para mantener el statu quo, el derecho burgués oculta su carácter político y niega de esa forma la emergencia de proyectos políticos alternativos, niega la legitimidad presente y futura del camino revolucionario que le permitió establecerse como un discurso hegemónico.

En la crítica de Marx a Bauer en “Sobre la cuestión judía”, Wendy Brown identifica una crítica útil para la forma de expresar las identidades politizadas; el problema del abordaje de las identidades políticas desde el derecho liberal burgués es similar al abordaje de Bauer al criticar la religión desde la representación que se hacen los judíos y los cristianos de su propia identidad. En este abordaje se presenta una metalepsis o, en palabras de Marx, una inversión de las relaciones entre la vida religiosa y la secular; por ello, para Marx, no es adecuado transformar las cuestiones seculares en cuestiones teológicas, sino que para deshacerse de las limitaciones teológicas es necesario superar las limitaciones seculares que dan origen a estas.

Así, la declaración de la igualdad de derechos se toma erróneamente como la consecución de la igualdad material, pues esto no es más que una abstracción del sujeto real y corpóreo; se emancipa la abstracción mientras se mantiene la sujeción real: “el sujeto es idealmente emancipado mediante su unción como una persona abstracta, un ser humano formalmente libre e igual, y es prácticamente resubordinado mediante el desconocimiento idealista de los constituyentes materiales de la personalidad, que constriñen y contienen nuestra libertad” (Brown, 1995, p. 106).

Marx y Brown no dejan de reconocer que la emancipación política, por medio del derecho, es un logro que vale la pena alcanzar, pero esta separación de la emancipación de las condiciones sociales que la generan implica la necesidad de analizar las relaciones sociales que la afectan y que oculta. Así es como Marx llega a la crítica de los derechos del hombre y el ciudadano, los cuales ofrecen como perspectiva de emancipación una reafirmación de los valores de la sociedad burguesa, en especial el egoísmo, la desigualdad que nos aliena de las condiciones sociales de desigualdad en que nos encontramos materialmente inmersos.

La emancipación política ofrecida por el derecho es, en su realización efectiva, una forma de despolitización de las exigencias políticas sociales. Sin embargo, la actitud de Marx frente al derecho no puede limitarse a su posición negativa. Marx reconoce un valor en la aparición del discurso moderno del derecho. La valoración positiva de Marx por la emancipación política, incluyendo los derechos burgueses, son resumidos por Brown de la siguiente forma:

    (1). Ser tenido por el Estado como siendo libre e igual es una mejora frente a ser tratado como naturalmente sometido y desigual.

    (2). Los ideales de libertad, igualdad y comunidad del Estado burgués figuran el deseo históricamente no realizado de estos bienes. Los cuales serán realizados mediante el establecimiento de sus condiciones materiales.

    (3). La emancipación política en la forma de derechos civiles y políticos puede ser abrazada precisamente porque representa una etapa de emancipación.

Esta ambigüedad estructural del discurso jurídico debe servir como una invitación a la comprensión de que el derecho es una herramienta útil para la garantía de ciertas exigencias, pero no debe sobrevalorarse o, peor aún, no se puede caer en la metalepsis que toma el reconocimiento de un derecho como la satisfacción de la exigencia a la cual ese derecho responde: es necesario poner límites al optimismo de los derechos y tener claro que el derecho debe ser entendido instrumentalmente para satisfacer exigencias que en su núcleo son de carácter político-moral.

3.2.2. Los límites del orden jurídico frente a las exigencias políticas

La aparición del derecho global ha permitido comprender la existencia de limitaciones intrínsecas a la capacidad de respuesta de un ordenamiento jurídico frente a las exigencias políticas. En su libro Fallas de la globalización, Hans Lindahl (2018) ha realizado un estudio del orden jurídico con el fin de reelaborar un concepto de este que sea adecuado a la superación del paradigma Estado-céntrico del derecho.

En el desarrollo de esta aproximación ha llamado la atención sobre formas de conducta que se presentan en los ordenamientos jurídicos contemporáneos y que ponen en entredicho la capacidad de respuesta de este frente a las exigencias que se le realizan; estas conductas son denominadas por Lindahl como “a-jurídicas” y deben ser comprendidas en su relación con una constelación conceptual con las conductas jurídicas y antijurídicas, así como con los límites, confines y fallas de los órdenes jurídicos.

Lindahl se enfrenta a quienes consideran que la emergencia del derecho global implica la desaparición de la dimensión espacial del derecho y, consecuentemente, la aparición de un sistema de inclusión mucho más amplio sobre la base del discurso del derecho. Esta posición que enfrenta Lindahl se opone, en un nivel epistemológico, a la dimensión coherentista del derecho que está presente en la tradición jurídica moderna pero que trasciende también al derecho global (Garcia-Acevedo, 2016).

Siguiendo una lectura heterodoxa de Kelsen, Lindahl indica que la función del orden jurídico es ordenar la conducta estableciendo quién, dónde, cuándo y qué se considera jurídicamente relevante en la unidad de un orden jurídico concreto; como consecuencia de ello, los órdenes jurídicos presentan confines que unen y separan lugares, tiempos, sujetos y contenidos comportamentales. Estos confines configuran al orden jurídico como un ámbito de posibilidades prácticas disponibles para las personas.

Quienes habitan en un orden jurídico suelen asumir de forma cotidiana las pautas de conducta establecidas en los confines, lo cual hace que el orden jurídico no se manifieste como presente sino en condiciones de excepcionalidad. La conducta es, normalmente, armónica con las exigencias del ordenamiento. Esta caracterización excluye los estados anómicos generalizados.

Junto a los confines aparece una segunda forma de separación de espacios: los límites. Estos “distinguen un orden jurídico de la esfera de lo que permanece jurídicamente inordenado por él” (Lindahl, 2018, p. 32). Como consecuencia de la existencia de los confines, un orden jurídico solo puede ordenar de forma concreta mediante la exclusión de otros ámbitos de posibilidades prácticas. Así, los límites se visibilizan cuando emerge un comportamiento extraño que interrumpe la cotidianidad del orden jurídico.

Estos comportamientos transgreden los confines que permiten atribuir un sentido ordenado. Las conductas excluidas del ámbito de la ordenación son denominadas “antijurídicas”: “La antijuridicidad involucra un tipo específico de interrupción de un orden jurídico, arrojando luz retrospectivamente sobre algunas características del derecho como orden normativo, que serían ignoradas si el comportamiento solo siguiera los causes de la juridicidad” (Lindahl, 2008, p. 74). En ese sentido, la antijuridicidad no puede ser entendida como una ausencia de regulación por parte del orden jurídico, sino que esta permite resaltar su presencia.

Los límites se muestran como fallas (fault lines) al enfrentarse con conductas que no pueden ser caracterizadas como jurídicas o antijurídicas, sino que son a-jurídicas; es decir, estas elevan exigencias normativas que sobrepasan el rango de posibilidades que el sujeto en primera persona del plural, cuya acción colectiva define el orden jurídico, puede realizar como propias. Lindahl define estas conductas a-jurídicas como “comportamientos extraños y situaciones que, evocando otro ámbito de posibilidades prácticas, cuestionan los fines de la (anti) juridicidad” (Lindahl, 2008, p. 33).

El derecho ordena el comportamiento ocasionando que las mismas condiciones que permiten a unos disfrutar de bienes y servicios ponen a los necesitados en una situación de coerción injusta. Los necesitados no son simplemente excluidos, sino que se encuentran incluidos en el derecho en unos lugares, tiempos, conductas y subjetividades, así como son excluidos de otros. La ordenación jurídica de la propiedad no solo crea la figura del propietario sino también su contraparte en la figura del desposeído. Ser incluido o excluido en un ámbito implica siempre una exclusión o inclusión en otros: en la ordenación se indica que una conducta es aceptable en un marco definido en términos espaciales, temporales, subjetivos y objetivos.

El asunto central es que un orden jurídico es siempre la expresión de un sujeto colectivo que se experimenta como primera persona del plural y que define lo interno y externo al orden jurídico. Esta definición crea una diferenciación preferencial mediante la cual lo interno (jurídico) se prefiere a lo externo (antijurídico); la conducta a-jurídica no solamente interrumpe el orden jurídico con la conducta que emerge del espacio externo, sino que esta es la experiencia del comportamiento extraño que no puede ser acomodado dentro del orden y es incompatible con la interconexión de lugares, tiempos, subjetividades y contenidos comportamentales que el orden jurídico pone a disposición.

Cuando la conducta antijurídica emerge, el orden jurídico reacciona reafirmándose de diversas formas, entre ellas la pena, y así, este se ve más presente para las personas que han asumido la conducta jurídica. Esto resulta compatible con el planteamiento de Luhmann que caracteriza las normas como una estabilización de expectativas sociales que pueden ser exigidas y reestablecidas cuando han sido defraudadas por el actuar de las personas (Luhmann, 2012; Jakobs, 2004).

La aparición de la conducta a-jurídica no puede simplemente ser excluida por medio de una reafirmación del orden jurídico, pues estas conductas no son necesariamente antijurídicas, pero tampoco pueden ser incluidas en el orden jurídico, ya que el tipo de exigencias que elevan estas conductas no son asimilables por la intencionalidad del colectivo jurídico que lo constituye y ponen en riesgo su identidad como tal.

La a-juridicidad tiene una estructura más compleja que la juridicidad y la antijuridicidad: la conducta jurídica se muestra como objetiva y es asimilada por el colectivo que la asume como propia, remitiéndola al “nosotros” en la forma de conducta autorizada. La conducta antijurídica se muestra como subjetiva y no es asimilada como propia, razón por la cual esta conducta no es autorizada. Por su parte, la conducta a-jurídica participa de lo jurídico y lo antijurídico: tiene elementos que podrían ser asimilables a las conductas de esta dualidad, pero también exige un reconocimiento que no puede ser satisfecho en el marco de la identidad del colectivo que en primera persona del plural define el orden jurídico.

Lindahl (2018, p. 291) pone como ejemplo de conducta a-jurídica las prácticas de autoréduction que, si bien son catalogadas por la derecha política como formas de extorsión o hurto, no pueden catalogarse jurídicamente como tales, lo cual lleva a la imposibilidad de procesar dichas prácticas en el marco de la dualidad jurídico/antijurídico.

En el caso específico de Colombia, las prácticas de protesta se encuentran garantizadas constitucionalmente en la categoría de derecho fundamental, pero estas suelen ir en contravía de los intereses del gobierno, el cual ha intentado darle un tratamiento criminalizante a las prácticas de protesta de los jóvenes -en 2011, por medio de la expedición de la ley 1453 y numerosos decretos, el más reciente el 003 de 2021; esto resulta inviable jurídicamente y a todas luces inconstitucional-. El caso de Colombia es particularmente complejo porque el Estado une a su repertorio prácticas antijurídicas que implican graves violaciones a derechos humanos enfrentando las prácticas a-jurídicas por medio de homicidios selectivos, uso de armas de fuego por parte de los agentes del Estado para disolver manifestaciones, desapariciones forzadas y criminalización de la protesta caracterizándola como actos de terrorismo; incluso llega a realizar acciones conjuntas con fuerzas paramilitares en sectores urbanos (Moron Campos, 2015; González, 2014; Palacios, 2003 y 2012).

Si bien esto es una práctica recurrente del Estado colombiano (Turbay Fontalvo y Garcia-Acevedo, 2015), ha sido llevado a cabo de forma particularmente intensa en el gobierno de Iván Duque, el cual ha hecho uso de estos repertorios de acciones antijurídicas para enfrentar las manifestaciones que iniciaron el 28 de abril de 2021, los cuales han sido particularmente visibles gracias a la generalización de los dispositivos de video (Comisión Interamericana de Derechos Humanos, 2021).

La aplicación de un repertorio de métodos antijurídicos para enfrentar las conductas a-jurídicas no es una anomalía del caso colombiano, una actividad similar pudo percibirse en el contexto de la llamada “lucha contra el terrorismo” en la primera década del siglo XXI. Al respecto se puede recordar la propuesta denominada derecho penal del enemigo que planteó en su momento el influyente jurista alemán Günther Jakobs (2004; Jakobs y Cancio Meliá, 2005), el cual indicaba que si un sujeto no podía dar las suficientes garantías de que su actuar sería acorde al derecho, en ese caso se suspenden los derechos y garantías procesales con el fin de garantizar las expectativas normativas que se podían ver defraudadas por estos sujetos.

Como se puede ver, las exigencias políticas de colectivos distintos de aquellos que ejercen el poder solo tienen posibilidades de respuesta limitadas frente a los intereses y la identidad del colectivo dominante, de los cuales el orden jurídico es expresión. Siempre es necesario tener claro que, si bien el orden jurídico habla de un “nosotros”, este no siempre incluye a quienes le escuchan.

3.2.3. Alternativas

Con el fin de superar las limitaciones a las que se ve enfrentado el discurso de la justicia global en la tradición de la filosofía política liberal, es necesario: 1) abandonar el discurso de los derechos como una respuesta satisfactoria al problema de la desigualdad, y 2) asumir un discurso anticapitalista que piense de forma radical una respuesta alternativa a las prácticas de asistencialismo global. Una alternativa que, considero, se encuentra en la tradición de la teoría crítica marxista y en los discursos feministas y antirracistas de corte anticapitalista: desde estos discursos se puede comprender una dimensión más profunda de la desigualdad y la justicia en los contextos globales, pero esto es una labor totalmente diferente a la que se ha planteado en este artículo y se encuentra aún por realizar.

Las tentativas de respuestas liberales al problema de la desigualdad global resultan altamente susceptibles a la crítica adorniana de la moral. Adorno (2019) ha señalado lo problemáticas que resultan las tentativas de realizar prácticas morales individuales en el contexto de una sociedad que produce estructuralmente condiciones moralmente reprochables. Adorno critica la propuesta moral de Nietzsche que plantea la idea de unos ideales de nobleza, libertad real, virtud y generosidad como una supervivencia de una visión feudal en una sociedad en la que estos valores han perdido su sentido. Para Adorno, la realización de valores de este tipo se convierte en un asunto de la vida privada y del individuo, con lo cual muestran la imposibilidad de su realización plena. El individuo que se embarca en estas empresas contra la realidad, si las asume de forma consecuente, es eventualmente destruido por la inercia del mundo social; resulta imposible que quienes gozan de los frutos de la opresión puedan asumir una ética férrea en este aspecto. Así, indica:

[…] [t]ambién los que disponen del trabajo ajeno están demasiado implicados en el desastre que no podrían darse el lujo de esta nobleza. Si un gran empresario fuera realmente tan noble como Nietzsche postula -y no solamente en un sentido estético-, entonces caería indefectiblemente en la bancarrota. Su negocio lo coacciona verdaderamente lo innoble (Adorno, 2019, p. 315).

La crítica planteada por Adorno no evita que este reconozca un valor a la crítica nietzscheana a la moral de la compasión; para Adorno, la verdad de esta crítica a la moral de la compasión radica en que esta sanciona el estado de cosas y lo perpetúa: “Esta no contribuye en nada a cambiar las circunstancias que hicieron necesaria tal compasión, sino que estas circunstancias son hipostasiadas y aceptadas como eternas […]” (Adorno, 2019, p. 316). Esta crítica a la moral de la compasión parece resonar con las soluciones que plantea la teoría de la justicia global liberal.

Frente al problema del marco capitalista, este trabajo deja una tarea pendiente de responder desde ópticas del Sur, preferiblemente latinoamericanas (Mora Alonso, 2017), a la idea de una justicia global pensada desde quienes padecen la injusticia y no desde quienes la observan a partir de posiciones hegemónicas. Dicho trabajo debe nutrirse de las obras de autores como Víctor Manuel Moncayo (Moncayo, 2006, 2010 y 2018), Enrique Dussel (1992), Bolívar Echeverría (2011) y Adolfo Sánchez-Vázquez (2007), que han explorado, junto a muchos otros, las posibilidades de un discurso anticapitalista pensado desde el Sur global.

Al asumir la teoría crítica como una alternativa a la filosofía política liberal, la exigencia moral se transforma en una incitación político-moral a la praxis; siguiendo a Adorno, se puede afirmar que:

[t]odo lo que tal vez podamos definir hoy como moral apunta a la cuestión de la organización práctica del mundo; se podría decir incluso que la pregunta por la vida recta sería la pregunta por la política recta, si es que tal política recta puede ser situada hoy en el espacio de lo realizable (Adorno, 2019, p. 321).

4. Conclusiones

En este trabajo se ha podido señalar que la filosofía política liberal ha realizado un trabajo serio para enjuiciar, en términos de teoría de la justicia, la desigualdad que trasciende el marco de los Estados nación: la obra de Pogge, quien caracteriza el actual estado de cosas como una condición de desigualdad radical, y otros autores que forman parte de los denominados globalistas toman en serio el problema que configura la desigualdad para las personas que se encuentran en posiciones globales precarias.

Sin embargo, se puede establecer que las respuestas dadas por Pogge al problema de la desigualdad, entendido como un autor representativo, no parecen ser satisfactorias ni profundas. En este trabajo se ha llamado la atención sobre dos motivos por los cuales las soluciones liberales no son, y en mi comprensión no podrán ser, plenamente satisfactorias: el compromiso con el marco socioeconómico capitalista y las respuestas a la desigualdad en términos de un discurso de derechos.

En lo relativo al compromiso con el marco socioeconómico capitalista, la filosofía política liberal intenta combatir la desigualdad que se presenta para ellos como un error o un problema del mundo actual y que pudo ser diferente si la organización global hubiera sido diferente, pero el marco liberal no puede ver el carácter estructural de la desigualdad en el capitalismo y, por ello, sus soluciones son siempre superficiales -soluciones que en no pocas ocasiones terminan en un mea culpa o en la práctica de la caridad transnacional-.

Estas soluciones presentan problemas que no fueron abordados en este trabajo, tales como la infantilización de los sujetos en posiciones geográficas precarias, el ignorar sus propuestas o proyectos y en general una práctica que consiste en entenderlos como objetos que deben ser cuidados en lugar de sujetos que tienen exigencias legítimas. Son múltiples las dinámicas, estructurales o no, que perpetúan la desigualdad en el marco del capitalismo, y la solución a la desigualdad implica atacar las causas y no solamente las consecuencias, pero para un liberal es inaceptable la exigencia de abandonar el marco económico capitalista.

Por su parte, en lo atinente al discurso de derechos se ha mostrado de forma suficiente que el derecho no puede ser un fin en sí mismo, pues sus soluciones son, en el mejor de los casos, ambiguas o totalmente contrarias a las exigencias que generan los sujetos precarios y ubicados del lado de la desposesión. En todo caso, aunque se diera un compromiso político real con transformar las condiciones de desigualdad, quien asumiera dicho compromiso se vería enfrentado a reconocer la capacidad de respuesta limitada del derecho a las exigencias que lo superan y en consecuencia deberá escoger entre aceptar la propia incapacidad o abandonar el marco jurídico en busca de una solución más radical.

Referencias

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Recibido: 31 de Agosto de 2021; Aprobado: 12 de Enero de 2022

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El presente artículo es resultado del trabajo en el proyecto de investigación “Retórica, justicia y globalización” de la Facultad de Derecho de la Universidad San Buenaventura - Medellín, y del proyecto doctoral sobre teoría crítica y justicia global del Doctorado en Filosofía de la Universidad de Antioquia.

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