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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.66 México may./ago. 2023  Epub 19-Jun-2023

https://doi.org/10.21555/top.v660.2172 

Artículos

Revolución y reducción en Merleau-Ponty

Revolution and Reduction in Merleau-Ponty

José Duarte Penayo1 

1Centro Interdisciplinario de Investigación Social, Paraguay. joseduartepenayo@gmail.com


Resumen.

Este artículo propone una recentralización del pensamiento político de Merleau-Ponty con el fin de dar cuenta, no solamente de un aspecto local de su filosofía, sino más bien de una clave interpretativa privilegiada para comprender el conjunto de sus trabajos. En ese sentido, argumentaremos en favor de la existencia de una relación íntima entre la reducción fenomenológica y la lógica interna de los procesos revolucionarios. De dicha relación se deriva, según nuestra lectura, el pensamiento crítico del autor sobre la historia y el ser en el mundo.

Palabras clave: reducción fenomenológica; revolución; historia; ser en el mundo

Abstract.

This paper proposes a recentralization of Merleau-Ponty’s political thought in order to give account, not only of a local aspect of his philosophy, but rather of a privileged interpretative key to understand the author’s work as a whole. In this sense, we will argue in favor of the existence of an intimate relationship between phenomenological reduction and the internal logic of revolutionary processes. According to our reading, this relationship leads to the author’s critical thinking of history and being-in-the-world.

Keywords: phenomenical reduction; revolution; history; being-in-the-world

1. Introducción

Los escritos políticos de Merleau-Ponty fueron por mucho tiempo marginalizados como un anexo de su “verdadera” producción filosófica. El tratamiento predominante de estos escritos pocas veces superó el registro de la anécdota biográfica del autor o, en todo caso, el de su consideración como simple documento de valor testimonial respecto de una época, la de la Guerra Fría y el posterior desvanecimiento de las esperanzas políticas en el comunismo soviético. Esta situación ha venido cambiando en los últimos años, dentro y fuera del mundo académico francés, y prueba de ello es la multiplicación de coloquios, ponencias, artículos y libros que ponen en primer plano la filosofía política del autor.1

Con el objetivo de continuar la recentralización del pensamiento político de Merleau-Ponty, nos proponemos abordarlo desde una óptica particular: a partir del papel que juega en su propia filosofía la categoría política de “revolución”. Así, nuestra lectura buscará ir a contrapelo de quienes consideran esta cuestión como producto de un entusiasmo pasajero en la vida del autor, cuyo aspecto central sería un simple cambio de posición política e ideológica, una suerte de tránsito lineal desde un interés inicial por el problema de la revolución hasta un abandono posterior de este en favor de cuestiones alejadas de la historia, como el de la exploración de una ontología de la carne, supuestamente ajena a toda problematización de lo político. No será nuestro objetivo reconstruir una evolución cronológica de las tomas de posición política de Merleau-Ponty respecto de la cuestión revolucionaria.2 Partiremos de la discusión del tema en el epílogo de Las aventuras de la dialéctica. Consideramos que, en dicho texto, el problema alcanza una enunciación conceptual -las revoluciones son verdaderas como movimiento y falsas como regímenes- que en su misma claridad arroja importantes desafíos tanto a un pensamiento de la política como de la historia; del mismo modo, dicha formulación repercute en la propia filosofía general de Merleau-Ponty interrogando el estatuto de la dialéctica, el ser en el mundo y la intersubjetividad.

Como lo demuestran las notas de últimos cursos que Merleau-Ponty impartió entre 1959 y 1961 en el Collège de France, así como otras notas manuscritas, la cuestión de la revolución es una problemática que no solamente siguió siendo objeto de su reflexión,3 sino que aporta elementos fundamentales para comprender la totalidad de su producción filosófica. La clave de lectura que buscaremos desplegar, entonces, postula a la revolución como el telón de fondo de sus reflexiones sobre el sentido de la historia y la organización política. Sobre este punto: será central la relación que buscaremos establecer entre el concepto de “reducción fenomenológica” según Merleau-Ponty y el concepto de “revolución”, tomando como elemento común la incompletud que atraviesa ambas nociones. Consideramos que es a partir de una indagación sobre las implicancias que existen entre ambos planos -uno ligado al estatuto de la fenomenalidad; el otro, al de los procesos políticos instituyentes- que resulta posible rescatar lo que sería el esbozo de una filosofía política merleaupontiana capaz de dar cuenta de problemas fundamentales, como son la historicidad, el lugar de la verdad en la historia y la posibilidad de un pensamiento de la comunidad.

2. La incompletud de la reducción fenomenológica

En apariencia, no hay nada más alejado de lo social y de lo histórico que la percepción, si por esta entendemos un acto que convoca a la dimensión natural de la existencia, la espontaneidad de abrir los ojos y dejarse invadir por el mundo, en suma, la intuición de aquello que, sin mayores calificativos, se encuentra frente a la conciencia. Sin embargo, si nos detenemos en las peculiaridades que posee el sujeto de la percepción y notamos que la posibilidad de esta descansa en un esquema corporal, comenzamos a alejarnos de una simple aprehensión de lo dado:

Mi acto de percepción, tomado en su ingenuidad no efectúa él mismo esta síntesis, aprovecha un trabajo ya hecho, una síntesis general constituida de una vez por todas, y es eso lo que yo expreso al decir que percibo con mi cuerpo o con mis sentidos-mi cuerpo, mis sentidos, siendo precisamente este saber habitual del mundo, esta ciencia implícita o sedimentada (Merleau-Ponty, 1993, p. 253).

Podemos notar que el acto perceptivo no debería ser descrito, en principio, como el resultado de la actividad de una conciencia pura ni como el efecto de relaciones causales del mundo objetivo, sino más bien como el movimiento de un cuerpo que lleva consigo una inercia, una sedimentación, una determinada cristalización del tiempo. La percepción, a la que creíamos un acto natural ajeno a la historia, muestra desde su acontecer un sentido enfático: es apertura primera a la historia interhumana. Es por eso que la manera en que Merleau-Ponty aborda la descripción de la experiencia perceptiva tiene consecuencias fundamentales para pensar lo político y lo social, ya que de ella se desprende una determinada manera de concebir el acontecimiento histórico.

Con el fin de reponer las implicancias de esta apertura primera al mundo, creemos conveniente una breve digresión sobre la manera en que Merleau-Ponty trata la cuestión de la reducción fenomenológica en el prefacio de Fenomenología de la percepción, con la atención puesta sobre la caracterización de esta última como incompleta. Posteriormente, argumentaremos que dicha definición tiene efectos no solo respecto del conocimiento o de la génesis del sentido, sino que funciona como una coordenada política decisiva. No es posible reconstruir aquí la compleja relación de Merleau-Ponty con la fenomenología husserliana, por lo que nos centraremos en el desplazamiento del primero hacia una dimensión más profunda de intencionalidad, ya no bajo la primacía de actos de conciencia, sino del movimiento existencial de nuestra propia encarnación.

Esto último se despliega a partir de la noción de “arco intencional”, expresión acuñada por Franz Fischer en “Raum-Zeit-Struktur und Denkstörung in der Schizophrenie” (de 1930), retomado por Merleau-Ponty en Fenomenología de la percepción, donde hace referencia al hecho de que:

[La] vida de la consciencia -vida cognoscente, vida del deseo o vida perceptiva- viene subtendida por un ‘arco intencional’ que proyecta, alrededor nuestro, nuestro pasado, nuestro futuro, nuestro medio contextual humano, nuestra situación física, nuestra situación ideológica, nuestra situación moral o, mejor, lo que hace que estemos situados bajo todas esas relaciones. Es este arco intencional lo que forma la unidad de los sentidos, la de los sentidos y la inteligencia, la de la sensibilidad y la motricidad (Merleau-Ponty, 1993, p. 153).

Tres cuestiones deben subrayarse en este pasaje capital para nuestra problemática. En primer lugar, este arco intencional da cuenta de un nivel más originario de la intencionalidad que el de los actos explícitos de la conciencia, es decir, no remite únicamente a la vida cognoscente, sino que devela a la existencia en su pertenencia primordial al mundo. Se rompe así con una definición unilateral de la conciencia como simple posibilidad de actos de objetivación para pasar a darle un tenor existencial. En segundo lugar, e íntimamente relacionado con lo anterior, la noción de “arco intencional” pone en relación directa la intencionalidad con nuestro “medio contextual humano”, entendiendo por esto cuestiones que van desde lo ideológico hasta lo moral. Con esto se esboza que lo que la intencionalidad presenta para Merleau-Ponty no es en principio un ente en particular, sino nuestra inserción general en el mundo. Finalmente, y este es quizás el aspecto más singular de la filosofía merleaupontiana, el arco intencional designa la unidad concreta del sujeto de la percepción bajo las coordenadas del cuerpo propio como conjunción inseparable entre sensibilidad y motricidad, afección y movimiento.

Con el fin de comprender la importancia del último aspecto, a saber, que el cuerpo tiene una función fenomenalizante en cuanto locus de una intencionalidad originaria, debemos recordar que el cuerpo es reformulado por Merleau-Ponty (1995, p. 169) con el objetivo de superar el dualismo de las ontologías modernas del objeto. Esta función fenomenalizante que atribuimos al cuerpo implica pensarlo como el verdadero sujeto de la percepción, en ruptura con posiciones filosóficas que derivan la experiencia perceptiva de actos explícitos de la conciencia. En Merleau-Ponty, como lo explica el filósofo Renaud Barbaras (2013, p. 228), la motricidad del cuerpo, desde su misma dimensión kinestésica, es el verdadero operador de la percepción. El cuerpo en cuanto movimiento tiene un papel ostensivo original, mantiene un comercio implícito con las cosas, previo a toda definición conceptual. En esto consiste pensar la función fenomenalizante del cuerpo, en considerarlo como sede de una intencionalidad originaria sobre la que descansan otras modalidades temáticas o explícitas de la intencionalidad.

Considerar al cuerpo como sujeto de la percepción nos sitúa más acá de la intencionalidad objetivante de los desarrollos clásicos de la fenomenología, en el terreno inmediato del mundo antepredicativo y sus esencias motrices (cfr. Merleau-Ponty, 1993, p. 161) con los que los “hilos intencionales” (1993, p. 13) de mi cuerpo comunican de manera indefectible. Así, el hecho de la encarnación supone un sincronismo de mi existencia pre-personal con el mundo bajo la figura de un “contrato primordial”, de una “comunión” (1993, pp. 227-228); la percepción es pensada como un lazo antes que como un acto constituyente de la realidad. Por lo tanto, el cuerpo, como verdadero sujeto de la percepción, es un conjunto de posibilidades motrices dotadas de una espontaneidad propia, cuya nota primera da cuenta de un “yo puedo” antes que de un “yo pienso” de la intencionalidad de acto. Bajo ningún caso esta intencionalidad corporal puede entonces ser caracterizada como subordinada a la conciencia, ni tampoco conducida por las representaciones de esta. Todo lo contrario: ella da cuenta de una “practognosia que debe reconocerse como original” (1993, p. 157), por lo que el cuerpo se define por una motricidad irreductible que interactúa con la diversidad de contenidos hacia la unidad del mundo sin que eso suponga reducir el mundo a la acción sintética de una conciencia intelectual.

De este modo, con el fin de dar cuenta de este lazo primero con el mundo que realiza el cuerpo en la experiencia perceptiva, Merleau-Ponty abre un tercer registro de realidad más allá de la alternativa entre el cuerpo objetivo de la anatomía y la conciencia pura de ciertos idealismos; en esta, por medio un mismo movimiento, la conciencia se encarna y el cuerpo se espiritualiza. La oposición entre la conciencia como pura actividad y el cuerpo como pura inercia deja de ser considerada como un punto de partida para ser caracterizada como algo derivado de una experiencia más fundamental: nuestro entrelazamiento subjetivo con un cuerpo que nos otorga una cartografía práctica de vida. Esta instancia corporal será objeto de un interminable trabajo filosófico por parte de Merleau-Ponty, con caracterizaciones que van desde el cuerpo propio hasta la ontología de la carne. Sin embargo, consideramos que entre el cuerpo propio de Fenomenología de la percepción y la ontología de la carne de Lo visible y lo invisible existe un fondo de continuidad: la configuración de una nueva imagen de lo sensible, en la que se interrumpe el clivaje entre lo trascendental y lo empírico, así como entre la actividad y la pasividad, dado que es la misma raíz “empírica” del cuerpo, su carácter situado en el mundo, lo que le permite desplegarse como figura cuasi-trascendental en lo que respecta a las condiciones que rigen la fenomenalidad del mundo.

Podemos ver entonces que el despliegue del cuerpo como instancia fenomenalizante supone ser el portador de una apertura a “la capa primordial donde nacen las ideas lo mismo que las cosas” (1993, p. 235), a partir de la cual la conciencia retoma una tarea que la precede por derecho y que no deja de efectuarse ya a nivel de lo sensorio-motriz. En el léxico husserliano, podemos decir que Merleau-Ponty postula, por debajo del a priori de la correlación noético-noemática, otra correlación, primordial, anterior a las síntesis de identificación de los objetos, capaz esta de recoger la manifestación inquebrantable del mundo en el que se proyecta la existencia (cfr. Husserl, 1996, p. 89). El filósofo francés argumenta esta cuestión retomando la distinción husserliana entre intencionalidad de acto e intencionalidad operante:

De ahí que Husserl distinga la intencionalidad de acto -de nuestros juicios y tomas voluntarias de posición, la única de que hablara la Crítica de la razón pura- y la intencionalidad operante [fungierende Intentionalität], la que constituye la unidad natural y antepredicativa del mundo y de nuestra vida, la que se manifiesta en nuestros deseos, nuestras evaluaciones, nuestro paisaje, de una manera más clara que en el conocimiento objetivo, y la que proporciona el texto del cual nuestros conocimientos quieren ser la traducción en un lenguaje exacto (Merleau-Ponty, 1993, p. 17).

A diferencia de la intencionalidad de acto, esta intencionalidad operante del cuerpo debe entonces permitir una descripción del aparecer del mundo en todas sus determinaciones, incluida su propia historicidad, puesto que no alude en primer término a la identificación explícita de un objeto en particular, sino más bien al horizonte en el que puede haber, entre otras cosas, objetos. El hombre perceptivo, entonces, no “es ni un pensador que nota una cualidad, ni un medio inerte por ella afectado o modificado; es una potencia que co-nace (co-noce)4 a un cierto medio de existencia o se sincroniza con él” (Merleau-Ponty, 1993, p. 227). En este sentido, es ilustrativa la descripción de la búsqueda del sueño -mencionado en el capítulo “El sentir” de Fenomenología de la percepción- para aprehender el sentido primero de la intencionalidad operante: a fin de dormir, imito la respiración que tengo mientras duermo; la respiración de mi cuerpo deviene así una mención vacía, en el sentido fenomenológico del término, que aguarda su saturación, y cuando esto se realiza el resultado no es la efectividad noemática de un objeto ni la certeza de un acto noético, sino de una situación: la dimensión onírica del sueño, es decir, el acto común que se teje entre el durmiente y su mundo. Como lo expresa Merleau-Ponty: “mi boca comunica con un inmenso pulmón exterior” (1993, p. 227).

En estas coordenadas -la redefinición del cuerpo como sujeto de la percepción- nos interesa situar la crítica de Merleau-Ponty a la reducción fenomenológica de Husserl. Antes de aludir a dicha crítica, resulta pertinente puntualizar que para Husserl la reducción fenomenológica apunta a descubrir la significación originaria del mundo vivido, poniendo en suspenso la aparente solidez de las creencias, valores y conceptos sobre dicho mundo. Sin embargo, este movimiento que reduce el mundo cotidiano a su aparición no nos hace perder dicho mundo, sino más bien ganarlo como mundo reflexionado, develando por consiguiente su fuente de sentido: los actos de un ego trascendental, tal como lo explica Husserl en el § 32 de Ideas relativas a una fenomenología pura y una fenomenología de la conciencia (1962, p. 73). Para Husserl, la intencionalidad de la conciencia es, así, el residuo fenomenológico de estas operaciones, su resultado inmediato; por otra parte, la reducción fenomenológica nos permite ver que la conciencia no es concebida como una cosa ni como un mero esquematismo, sino más bien como instancia dadora de sentido. En esto consiste que la conciencia sea siempre una relación orientada hacia su exterior, es decir, que sea conciencia de algo y no un en sí encerrado en sus determinaciones.

La puesta entre paréntesis (epojé) de nuestra actitud natural, que absolutiza el mundo, permite entonces ver que en realidad hay una dependencia ontológica de dicho mundo respecto de un polo subjetivo de constitución. En este sentido, se debe subrayar que, para Husserl, la epojé no es simplemente una transformación de lo percibido en la actitud natural en algo solo imaginario, propio de la actitud fenomenológica; dejar de considerar lo percibido como un ente exterior a la conciencia no supone una recusación de la realidad, sino un acceso a la dimensión de sentido que adquiere cualquier objeto mentado, aquello que Husserl (1962, p. 215) caracterizará por medio como el componente noemático de la intencionalidad. Se debe entonces destacar que considerar lo percibido en su dimensión de sentido no significa poner en duda que lo que percibo es lo que aparece. Por el contrario: se busca poner de manifiesto que la condición apareciente de lo percibido se relaciona intrínsecamente con la fuente de sentido que es la conciencia. Más explícitamente, lo que el sentido introduce es la manera que tiene lo percibido de mostrarse ante una conciencia, en contraposición al simple ser-ahí de las cosas. De ese modo, la caracterización de lo percibido como aparición excluye la posibilidad de pensar lo percibido bajo los términos de una relación extrínseca, sea de tipo causal o no, entre un sujeto y un objeto, para pasar a señalar una relación intrínseca entre las cosas del mundo y la instancia trascendental que las devela. Conviene aquí mencionar un pasaje de Meditaciones cartesianas donde cada una de estas cuestiones se encuentra definida:

Esta universal suspensión (“inhibición”, “invalidación”) de todas las posiciones tomadas ante el mundo objetivo dado, y por ende en primer término las posiciones tomadas en cuanto a la realidad (las concernientes a la realidad, la apariencia, el ser posible, el ser probable o verosímil, etcétera), o como también suele ya decirse, esta ἐποχή fenomenológica, o este “poner entre paréntesis” el mundo objetivo, no nos coloca, pues, frente a una pura nada. Lo que, justamente por el contrario, y justamente por este medio nos hacemos propio, o más claramente, lo que yo, el que medita, me hago propio por este medio, es mi vida pura, con todas sus vivencias puras, y todas sus cosas asumidas puras: el universo de los “fenómenos”, en el sentido especial y amplísimo que tiene esta palabra en fenomenología (Husserl, 1996, p. 62).

El prefacio de Fenomenología de la percepción se posicionará críticamente frente al momento trascendental de la filosofía husserliana, redefiniendo el concepto de “reducción fenomenología”, no a partir de la vida de una conciencia pura, sino de nuestro irreductible ser en el mundo. En ese contexto, el cuerpo, tal como lo piensa Merleau-Ponty, cumplirá el papel de relevo del ego trascendental husserliano, marcando su distancia por medio de una doble determinación: a diferencia del ego puro de la conciencia trascendental, el cuerpo es una instancia que devela el mundo, pero sin dejar de ser parte del mismo mundo develado. Justamente es su misma inscripción mundana lo que permite al cuerpo una comunión originaria con las cosas y los otros cuerpos que lo rodean, dado que tanto el cuerpo como las cosas comparten el tejido común de la carne, como denominará la filosofía tardía de Merelau-Ponty al elemento común entre los cuerpos, los objetos y el mundo.5 Así, a diferencia del cuerpo objetivo, plenamente integrado a las determinaciones causales del mundo, el cuerpo en primera persona, en su dimensión vivida, permite la aparición de las cosas sin necesidad de sobrevolar el mundo, siempre a partir de su anclaje mundano.

Para Merleau-Ponty, es el cuerpo -es decir, un punto de anclaje en el mundo- y no un ego trascendental el que opera la reducción fenomenológica que hace aparecer lo percibido como provisto de sentido. Previo a todo sentido propiamente lingüístico o enunciativo, las estructuras del cuerpo, sus capacidades de orientación espacial y delimitación práctica, develan la significatividad vital6 del mundo.7 Ahora bien -y este es el punto en el que Merleau-Ponty marca su posición singular respecto de Husserl-, considerar que el cuerpo, en su definición original, puede ser pensado fuera del mundo conlleva también la imposibilidad de pensar una reducción fenomenológica llevada a término. La reducción fenomenológica no puede ser total porque no es posible poner entre paréntesis al cuerpo, por lo que toda vuelta reflexiva a la conciencia se verá contaminada por ese resto de mundo irreductible que es la corporalidad. Así, para Merleau-Ponty, el sujeto mismo de la percepción, en cuanto existencia encarnada, es el que impide una reconducción, sin restos, de la facticidad hacia la inmanencia de una conciencia pura. De este modo, la reducción del mundo a su aparecer en la experiencia perceptiva es un retorno, no a los datos de una conciencia íntima, sino a nuestro ser en el mundo, dimensión imposible de relativizar a la que nos abre de manera primera el cuerpo. Sin embargo, al menos en el prefacio de Fenomenología de la percepción, Merleau-Ponty no recusa el concepto de “reducción fenomenológica” para abrazar algún tipo de naturalismo, sino que más bien piensa la fenomenalidad del mundo, el sentido de su aparecer, como resultado de un movimiento incompleto en el que el retorno de las cosas a la actividad de la conciencia nunca puede darse sin restos. El resultado de lo que él denomina reducción incompleta no son las vivencias de una conciencia depurada de mundo, sino la manifestación de nuestra indestructible comunión con el mundo y los otros. “La mayor enseñanza de la reducción es la imposibilidad de una reducción completa. De ahí que Husserl se interrogue constantemente sobre la posibilidad de la reducción. Si fuésemos el espíritu absoluto, la reducción no sería problemática” (Merleau-Ponty, 1993, pp. 13-14). Así, lo que el retorno sobre sí de toda reflexión ofrece es “su propia dependencia respecto de una vida irrefleja que es su situación inicial, constante y final” (1993, p. 14). Finalmente, Merleau-Ponty sentencia: “Lejos de ser, como se ha creído, la fórmula de una filosofía idealista, la reducción fenomenológica es la de una filosofía existencial: el ‘In-der-Welt-Sein’ de Heidegger no aparece sino sobre el trasfondo de la reducción fenomenológica” (Merleau-Ponty, 1993, p. 14).

3. Merleau-Ponty contra el fin de la historia

Para comprender nuestro excurso sobre la reducción fenomenológica, la intencionalidad y el sujeto de la percepción en Merleau-Ponty es preciso detenerse en la última cita referida. Lo que el autor de Fenomenología de la percepción está afirmando es una relación particular, que será objeto de meditación a lo largo de su vida, entre la filosofía y la no filosofía. Por el primer término entendemos el “asombro” ante el mundo del que da cuenta el acto reflexivo, mientras que lo no filosófico remite a la existencia atareada por su inmersión en el mundo (cfr. Merleau-Ponty, 1993, p. 13). El asombro filosófico interrumpe pero no anula la existencia no filosófica, en todo caso la interrumpe para mostrar que el filosofar no es un comienzo absoluto, sino que procede genéticamente de nuestro hábitat terrestre. Por eso, el resultado, para Merleau-Ponty, de la reducción fenomenológica es nuestro ser en el mundo y no el ego absoluto de la conciencia como polo irrelativo de constitución.8 Este ser en el mundo que emerge como resultado de una reducción incompleta no solo pone de manifiesto nuestra originaria determinación intersubjetiva, sino que con ello se ponen de manifiesto “todas las dimensiones de la vida, incluida la política” (López Sáenz, 2010, p. 107). Así, lo que la reducción devela no es un sujeto desligado de sus determinaciones empíricas, sino más bien el cordón umbilical que lo ata al mundo en todo su esplendor, la impregnación ineludible a la que estamos expuestos. Entonces, para Merleau-Ponty, el ser en el mundo no es una determinación simplemente ontológica de la existencia: se encuentra teñido de una historicidad que va más allá de las grandes estructuras de sentido y alcanza a los problemas mismos de su tiempo. En este sentido, el resultado de la reducción fenomenológica muestra más positivamente nuestra determinación como seres históricos, habitantes de una lengua, de una tradición o de una clase, además de nuestra imposibilidad de ser una conciencia pura. Por estas razones no debe sorprender que un libro de filosofía general, como lo es Fenomenología de percepción, se detenga en profundas descripciones sobre el sentido de la revolución, la manifestación de la libertad y el significado de lo social.

Reiteremos que lo que muestra el carácter incompleto de toda reducción fenomenológica es la imposibilidad de una integración completa de lo fáctico a la inmanencia del sujeto, y, por ende, a partir de ella transluce nuestra mundaneidad en todos sus órdenes. Así, nuestra clave de lectura consiste en mostrar que este mismo movimiento, propio de la reducción fenomenológica, tiene su correspondencia en el mundo mismo. ¿Qué buscamos sostener con esto? Que la reflexión filosófica no solo muestra nuestra no coincidencia con la pura actividad de un polo inmanente de constitución, sino que devela al mundo mismo como un aparecer donde dicha no coincidencia, dicha incompletud, tiene lugar. Nuestra propuesta es, así, una suerte de radicalización hacia sus consecuencias sociohistóricas de la incompletud que caracteriza toda reducción fenomenológica en Merleau-Ponty. La reducción fenomenológica no solo muestra nuestra inseparabilidad del mundo, es decir, la imposibilidad de reconducir la facticidad del mundo a la conciencia, sino que además da paso a la manifestación del mundo mismo como incompleto. De esto último puede desprenderse, a su vez, una tesis sobre la historia, dado que una determinación esencial del mundo es su historicidad. Así, en el plano eminentemente histórico, la consecuencia de esta manera de concebir el sentido es la siguiente: no hay acontecimiento que pueda superar, suprimir, o dejar atrás de manera definitiva la escisión, el desgarro y la contradicción, rasgos propios del terreno de la historia interhumana. Dicho de otro modo, no hay acontecimiento capaz de abolir la espesura institucional del mundo, entendiendo que “institución” designa para el filósofo francés la posibilidad de acontecimientos futuros.9

Este planteo se volverá fundamental cuando nos detengamos en el acontecimiento revolucionario, pero antes de abordar la cuestión nos parece importante profundizar en las implicancias de estas consideraciones respecto a la idea de “historia”; más particularmente, en la oposición de Merleau-Ponty respecto de la tesis del fin de la historia, sobre todo en la versión de Alexander Kojève. En este sentido, el postulado de un fin de la historia implicaría romper con los resultados de la reducción fenomenológica, si recordamos que el más importante, para Merleau-Ponty, es el de otorgarnos un mundo intrínsecamente incompleto. Dicho esto, la oposición al fin de la historia no se trata tanto de sostener que la filosofía merleaupontiana funciona prescindiendo de la noción de lo absoluto, o que lo rechaza como categoría ahistórica. Se considera que dicha noción carece de trascendencia dado que no hay un punto definitivo en que la historia se detenga para pasar a ser pura contemplación de lo acontecido. La descripción del mundo y de la determinación histórica de este solo adquieren un sentido en el registro de la incompletud y el inacabamiento; por eso, lo absoluto debe necesariamente ser reformulado. De conservar una función, lo absoluto no podría designar una instancia separada de la experiencia histórica, una posición de sobrevuelo desde donde el tiempo interhumano pasaría a ser objeto de contemplación. Desde Fenomenología de la percepción y sus primeros textos políticos (Sentido y sinsentido, Humanismo y terror), Merleau-Ponty se opone a la idea de que la historia solo puede ser portadora de un sentido si postulamos la posibilidad de su acabamiento. Así, son determinados elementos de Introducción de la lectura de Hegel de Kojève los que se constituyen en el blanco de sus críticas. Nos referimos, básicamente, a la asociación estrecha entre la idea de saber absoluto y el fin de la historia, es decir, el postulado de que solamente el acabamiento de las cosas, su fin, podría permitirnos acceder a un sentido verdadero de los procesos históricos. En suma, a un saber absoluto del acontecer interhumano.

Para Kojève, esto es así debido al carácter finito del hombre y de la historia. Dado que ambos son emblemas de la negatividad, les aguarda una muerte conjunta mediante el arribo a un punto de síntesis en el que la dialéctica de la lucha y el trabajo quedaría superada. En este marco, Kojève sostiene que el punto de llegada de la historia para Hegel es el Imperio napoleónico, supuesta etapa final de la humanidad, a partir de la cual se extinguiría el deseo y la crítica negadora de lo dado, ya que la lucha por el reconocimiento entre los hombres se habría realizado completamente en una comunidad de ciudadanos libres e iguales. De ser el lugar de la tragedia, el conflicto y la adversidad, la historia se volvería, luego de su conclusión, el lugar de una comedia donde las acciones mutan en juego, sin posibilidades ya de producir novedad alguna.10 Merleau-Ponty se opone punto por punto a esta des-dramatización de la historia. El fin de la historia, afirma en Las aventuras de la dialéctica, no solamente no es el punto más importante de la filosofía de Hegel, sino que además no es otra cosa que una “idealización de la muerte”, es decir, una descripción que, pretendiendo la máxima captación del sentido de lo histórico, no hace más que clausurar y empobrecer la inagotable experiencia humana. De este modo, Merleau-Ponty rechaza la sobrestimación de la muerte como instancia de totalización del sentido, así como también rechaza la tesis del fin de lo político, ya que considera a este la “moderna tragedia”11 de los pueblos.

Lo que de fondo presupone cierta lectura hegeliana del fin de la historia es que, dado que no hay ciencia del futuro y que la filosofía solo piensa lo ya acontecido,12 para que tal pensamiento tenga lugar es preciso que la historia haya llegado a su fin. Solo entonces el material histórico podría ser pensado por el espíritu absoluto, no ya como un acontecer abierto a la novedad, sino como momento finalizado de un determinado ciclo, a saber, el del espíritu objetivo. Más allá de que esta lectura haya sido fuertemente cuestionada por sus deficiencias hermenéuticas,13 lo que busca argumentar Merleau-Ponty es que la recusación de una instancia de totalización de la experiencia histórica no debe conducir a considerar la historia como el lugar de la mera irracionalidad, sino más bien como el lugar del advenimiento de campos de verdades que recrean lo establecido.14

Esta perspectiva puede parecer una recusación de la noción de “absoluto” como categoría válida para pensar la historia. En realidad, Merleau-Ponty opera un desplazamiento del concepto. Lo concibe, antes que como una tesis de la reconciliación filosófica en el saber, como lo propio de nuestra apertura primera al mundo y, por ende, a la historia; no como un más allá totalizador, por más respetuoso que fuera de la experiencia, sino como la experiencia misma que nos da el ser en común con los otros. La percepción que nos abre al mundo de manera irrecusable es el acontecer mismo de lo absoluto. Así, hablar de una percepción de la historia, como se hace desde Humanismo y terror y trabajos subsiguientes, supone la reconducción de lo absoluto de la historia a la inmanencia, no su expulsión. En este sentido, la percepción de la historia no se limita a considerar que la acción colectiva tenga como guía fundamental una suerte de intuición del devenir, sino más bien la afirmación de una pertenencia sensible a una situación determinada, así como el rechazo de cualquier instancia transhistórica que regule y sobrevuele la vida concreta de los hombres. Percibir la historia es abandonar el punto de vista que la reduciría a simple objeto de conocimiento, pero también implica abandonar una idea voluntarista de lo histórico para pensar en el carácter percibido de la historicidad, a saber, en aquellas líneas de fuerzas y vectores del presente que nos permiten actuar en una situación concreta.15 La historia como pasible de percepción no alude a la posesión del tiempo interhumano por algún tipo de vanguardia esclarecida capaz de verla con nitidez, sino que da cuenta del contexto de sentido en el que tiene lugar la acción humana, contexto en el que los agentes se encuentran siempre inmersos en una relación tácita con el mundo histórico, sobre todo respecto de sus posibilidades, obstáculos y adversidades.

Por otra parte, rechazar que la percepción de la historia se limite al juicio sobre un objeto no significa sancionar a la historia como terreno de la delectación escéptica, lugar en el que ninguna verdad puede advenir por el carácter parcial y provisorio de los procesos. Es cierto que, como se afirma en el prefacio de Signos, “la historia no confiesa jamás” (Merleau-Ponty, 1964, p. 10), y que, por lo tanto, la inexistencia de un sentido último impide asignar a los acontecimientos un alcance definitivo, y que todo acontecer, por más fundacional que sea, muestra siempre un margen de sombra y opacidad. Sin embargo, lo que se rechaza no es la idea de una verdad en la historia, sino de una verdad definitiva sobre la historia. En ese sentido, Merleau-Ponty no rompe con la operatividad filosófica de la noción de “absoluto”: lo piensa como profundidad del mundo vertical, como el armazón invisible de lo visible, luz de verdad que solo puede aparecer en el espesor de la experiencia. Como lo señala en sus últimos cursos del Collège de France, lo absoluto es inseparable de su advenimiento en el mundo de los hombres, se confunde y se manifiesta en la historia, en el tejido mismo de la fenomenalidad, siempre en el marco de un inacabamiento del tiempo.16 Esta concepción de una historia sin fin, terreno de una creatividad irreductible, tiene como consecuencia que todos los momentos de encarnación de las iniciativas humanas son problemáticos, sin síntesis finales y tendientes a otros posibles, pero no por ello menos portadores del aparecer de una verdad bajo la forma de la institución, es decir, un marco productivo de otros acontecimientos.

Así, Merleau-Ponty critica que debamos presuponer el acabamiento del transcurrir humano como condición de su expresividad. Por el contrario, el régimen de sentido de la historia es de otro orden: tal como las figuras de la percepción, la historia transcurre a partir de horizontes móviles, provistos de líneas de fuerzas y posibles indeterminados. Esto no invalida la inteligibilidad del acontecer, sino que devela su fenomenalidad específica. La historia no es el lugar del sinsentido ni tampoco el de un sentido definitivamente saturado; en ella translucen coyunturas que solicitan ser recreadas, sin reaseguros trascendentes. Por lo tanto, los individuos históricos son portadores, más que de una definición conceptual, de un estilo que recoge las sedimentaciones de otros estilos y contiene virtualidades impredecibles.

4. La revolución como movimiento y como régimen

La crítica de Merleau-Ponty al fin de la historia repercute sobre el acontecimiento político clave de su propio horizonte biográfico, a saber, los procesos revolucionarios. ¿Cómo debe ser interpretada una revolución en el marco de una concepción de la historia sin término? La caracterización de la revolución por parte del filósofo francés está lejos de ser lineal: contiene una pluralidad de registros y no se agota en un trayecto que iría del entusiasmo de posguerra a las decepciones de mediados de los años cincuenta. Si bien no podemos aquí restituir los diferentes registros que tiene el problema de la revolución, debe señalarse que dicha noción recibe un tratamiento heterogéneo en diferentes textos del autor. Por ejemplo, en Humanismo y terror, la cuestión revolucionaria es abordada en torno al problema de una superación (o no) de la violencia que atraviesa nuestro ser en el mundo; en el último capítulo de Fenomenología de la percepción, la revolución recibe un tratamiento descriptivo como acontecimiento plural, sin un único centro de estructuración, mientras que en Las aventuras de la dialéctica se formula el problema revolucionario en términos de su verdad y falsedad intrínsecas. Más allá de los matices y coyunturas específicas de estos textos, consideramos que entre las diferentes caracterizaciones existe, sin embargo, una aproximación común, consistente en partir de su dimensión de movimiento instituyente a ras de la experiencia viva de sus partícipes. Esto se ve claramente en la definición más conceptual del fenómeno en cuestión, el epílogo de Las aventuras de la dialéctica, donde Merleau-Ponty postula una tesis que contiene, a su parecer, el problema fundamental de las revoluciones modernas. En ese sentido, afirma: “Las revoluciones son verdaderas como movimiento y falsas como régimen” (Merleau-Ponty, 1974, p. 236).

Existe una suerte de coincidencia entre diferentes comentaristas del autor en afirmar que en dicha frase se encuentra el rechazo definitivo del valor político de cualquier acontecimiento revolucionario.17 Todas las revoluciones estarían condenadas a comenzar en la verdad y concluir en la falsedad. Esto es, comenzarían teniendo la apariencia de un verdadero movimiento, pero su discurrir terminaría en un sentido opuesto tan pronto como se intentase institucionalizar la base de su dinamismo. La revolución sería solo apariencia de ruptura, puesto que en los hechos siempre desemboca en la continuidad de un nuevo régimen, portador de jerarquía y violencia institucional. Al respecto, un ejemplo significativo es el aludido en Las aventuras de la dialéctica: el principio de autosupresión (Selbstaufhebung), que para el marxismo fundamenta filosóficamente la revolución, supone la autocrítica y la discusión política interna. Sin embargo, su destino en los regímenes comunistas fue convertirse en crítica oficial, controlada por el aparato estatal. Merleau-Ponty señala que esto inhabilita la posibilidad de cualquier oposición interna, cuya consecuencia es el fin del movimiento dialéctico en el plano de la historia.18 Habría, de este modo, un “círculo vicioso de revolución” en el que su punto de llegada siempre invalida retroactivamente el punto de partida. Toda experiencia revolucionaria sería, pues, una apariencia de verdad histórica que, en su desarrollo, se descubre como falsa y que poco a poco se vuelve en contra de su imagen primera, la de su movimiento fundacional.

Frente a esta lectura, nosotros buscamos dar una vuelta de tuerca en la interpretación del enunciado respecto a la verdad y la falsedad de la revolución, comenzando por tomarlo al pie de la letra. En ese sentido, consideramos que no existe un abandono de la cuestión revolucionaria, sino más bien una crítica inmanente de esta, que parte y busca mantenerse en la fenomenalidad de la experiencia histórica, sin recurrir a recusaciones abstractas ni externas a los propios términos del problema. Esta clave interpretativa, que defiende la centralidad del problema revolucionario en el pensamiento político de Merleau-Ponty, no es una apropiación libre del pensamiento del autor. En varios textos, él afirma que se encuentra, a fines de los años cincuenta, en una fase de transición, en la que considera que respecto a lo político “todo debe ser pensado nuevamente”, como lo manifiesta en una entrevista con Georges Charbonnier.19

Del mismo modo, sus notas de trabajo muestran que reflexionó hasta los últimos días de su vida sobre el problema de la revolución. Así, tres años después de la publicación de Las aventuras de la dialéctica, texto en el que supuestamente se liquida el expediente, se puede leer en una nota inédita del 25 de octubre de 1958: “La Revolución era el fin del miedo humano frente a lo social; con su reflujo nos encontramos frente a una angustia que se debe al espesor, a la no-transparencia de la historia” (s. f., p. 179; traducción propia). Sea en su punto álgido o en su reflujo, la revolución es para Merleau-Ponty el acontecimiento con el que debe medirse la reflexión sobre la historia, puesto que esta manifiesta de manera cruda los problemas de la continuidad y de la ruptura, del peso de las tradiciones y la posibilidad de prácticas instituyentes.

Así, retomando el enunciado político en cuestión, “las revoluciones son verdaderas como movimiento y falsas como régimen”, creemos productivo poner el énfasis en la idea de que las revoluciones contienen un momento de verdad, que es el de su movimiento o, mejor dicho, del advenimiento de su dinámica en el marco de una situación común. Como lo expresa el historiador Michelet, al que Merleau-Ponty cita: “Ese día todo era posible… el porvenir se hizo posible… es decir, el tiempo no existía, era un relámpago de eternidad” (en Merleau-Ponty, 1974, p. 231). Consideramos que este destello de eternidad es el símbolo de la verdad que contiene toda revolución. Da cuenta de la excepcionalidad de lo nuevo que adviene, es ruptura de una situación determinada. Sin embargo, no se agota en la iluminación fugaz que un relámpago arroja sobre el presente, sino que devela además un porvenir posible, la posibilidad de volverse institución, peso de lo adquirido y recreación del campo intersubjetivo. Como se lee en Las aventuras de la dialéctica, el momento revolucionario, que hace advenir una verdad en la historia, ocurre cuando “la voluntad de cambiar el mundo encuentra cómplices en todas partes […] de los campos a la fábrica, cada reivindicación local se encuentra conspirando para la acción en conjunto” (Merleau-Ponty, 1974, p. 105); de este modo, se desarrolla un sincronismo entre el mundo, los hombres y la historia que da lugar a una nueva forma de vida.

Merleau-Ponty -siguiendo los análisis del historiador Daniel Guérin- señala que el momento revolucionario presenta una singularidad respecto del curso normal de la historia: los que lideran la revolución no son reductibles a sus intereses particulares, sino que encarnan una función general de formación de nuevas relaciones sociales y, en consecuencia, arrastran a la movilización a otros miembros de la sociedad:

La burguesía como clase ascendente era la revolución de la época, era para la época la revolución como tal y, aunque sirvió intereses precisos, no era ni subjetiva ni objetivamente reductible a esos intereses, porque tenía como función histórica la de sedimentar, es decir, transformar en institución, en algo adquirido, una nueva idea de relaciones sociales, y es por eso, entre paréntesis, que podía dar a veces su adhesión a los Bras Nus (Merleau-Ponty, 1974, p. 249).

La importancia de este pasaje radica en que plantea el estatuto que tienen las revoluciones para Merleau-Ponty: son acontecimientos que instituyen nuevas relaciones sociales, proveen a la historia de nuevas capas de sentido; no cierran el devenir, sino que abren nuevos horizontes de vida. Entonces, lejos de considerar que la revolución es portadora de una ilusión de principio, Merleau-Ponty considera, en realidad, que es portadora de un momento de verdad que se manifiesta en el advenimiento de nuevos entramados institucionales. Si la verdad de toda revolución remite a su movimiento instituyente, su falsedad fundamental consiste en identificarla plenamente con la particularidad del régimen instituido. En lugar de esto, debemos pensar la relación entre estas dos instancias bajo la forma de un quiasmo, es decir, como la relación entre un movimiento y un régimen que se implican, pero que no tienen una coincidencia final en un supuesto fin de la historia.

Desde este punto de vista, no se invalida la noción misma de “revolución”, sino solo la pretensión de afirmar que su excepcionalidad puede identificarse plenamente con la normalidad de un régimen específico. Por lo tanto, las revoluciones se justifican si se les considera como relativas a la historia, indicadores de su devenir inanticipable, capaz de acoger el cambio mas no de clausurar el futuro. Así, Merleau-Ponty afirma en las notas del curso La institución, la pasividad:

Por lo tanto, revolución real pero relativa. Real: las relaciones sociales ya no son las mismas, [es] absurdo querer retraerlas a las antiguas; ya no hay clases. Pero relativa: no es el fin de la historia, ni siquiera de la prehistoria, porque no es Aufhebung de la historia por sí misma, verdad absoluta de una conciencia absoluta, porque queda mucho por criticar[…] (Merleau-Ponty, 2012, p. 33).

Si bien la historia no contiene una verdad que ella organizaría por sí misma, haciéndola advenir como la totalización de su sentido, tampoco se puede decir que la historia sea una materia inerte, a la que solo las acciones puras de los hombres darían su sentido. La historia, para Merleau-Ponty, es un terreno donde significados abiertos revolotean como ecos del pasado, donde sobreviven instituciones establecidas que siguen interpelando a los hombres, contaminando con todo su peso las aparentes refundaciones totales. Por lo tanto, hay una impureza esencial en cualquier proceso de ruptura revolucionaria, dado que estas no se dan como tabula rasa del pasado, sino como deformación de un estilo que se retoma mediante un trastrocamiento de tradiciones que contienen posibilidades insospechadas. Antes que fundación voluntarista del mundo, la revolución es advenimiento de “intermundos” latentes.

Es importante señalar que la crítica de Merleau-Ponty a los acontecimientos revolucionarios no se hace en función de una “liquidación de la dialéctica”, sino más bien en nombre de ella. Esto resulta aún más claro a partir de las puntualizaciones que realiza el autor en Lo visible y lo invisible respecto a una buena y una mala dialéctica:

La mala dialéctica es la que cree recomponer el ser por un pensamiento tético, por un ensamblado de enunciados, por tesis, antítesis y síntesis; la buena dialéctica es la que es consciente de que toda tesis es idealización, que el Ser no está hecho de idealizaciones o de cosas dichas, como lo creía la vieja lógica, sino de conjuntos ligados en que la significación nunca es sino tendencia, en que la inercia del con-tenido nunca permite definir un término como positivo, otro término como negativo, y menos aún un tercer término como supresión absoluta de este por sí mismo (Merleau-Ponty, 2010, p. 90).

Esta hiperdialéctica sin síntesis final tiene consecuencias políticas indiscutibles; se afirma a continuación, en el mismo texto, que en el plano de la historia esto significa que:

[…] solo conocemos superaciones concretas, parciales, abarrotadas de supervivencias, gravadas de déficits: en todos los aspectos, no hay superación que conserve todo lo que habían adquirido las fases precedentes, que agregue mecánicamente algo más y permita ordenar las fases dialécticas en un orden jerárquico de lo menos a lo más real, de lo menos a lo más válido (Merleau-Ponty, 2010, p. 90).

Desde este punto de vista, lejos de recusar de manera definitiva el fenómeno revolucionario, lo que se rechaza es su consideración como “un tercer término” que implique la supresión absoluta de los momentos precedentes. Por el contrario, se postula que el estatuto de toda revolución es el de constituir una tendencia que nunca puede positivizar la historia, clausurarla respecto a su indeterminación. La revolución, el acontecimiento instituyente por excelencia, nunca puede ser acción de creación pura, siempre es un acontecimiento que muestra al mundo en su desgarro, solo que bajo nuevos pliegues, nunca trascendiendo el plano de lo histórico. Por más radical que fuera, su propia actividad no deja de producir, al mismo tiempo que su fundación, nuevas reificaciones. Por lo tanto, a lo que apunta Merleau-Ponty con su expresión “las revoluciones son verdaderas como movimiento y falsas como régimen” es a que en la revolución hay una equivocidad constitutiva. Tienen un momento definitivo de verdad en su fase instituyente, pero pretender que dicho momento puede mantenerse sin generar efectos de reificación es un error, aquello que hay de falso en toda revolución. Finalmente, que las revoluciones sean verdaderas como movimiento y falsas como régimen, no significa que toda revolución deba quedar invalidada porque su movimiento instituyente deviene régimen. Significa, en nuestra lectura, una imposibilidad de que esta tensión entre movimiento y régimen pueda tener resolución final, pueda dar lugar a una síntesis superadora capaz de prescindir tanto de las rupturas revolucionarias como de la inercia institucional de lo dado.

5. Conclusión

Según el desarrollo de nuestra argumentación, puede establecerse una relación profunda entre una determinada idea de la reducción fenomenológica, el estatuto de lo histórico y el alcance político de los acontecimientos revolucionarios. El primero de estos tópicos permite el develamiento de nuestro ser en el mundo como dimensión originaria de existencia. Esta inscripción de nuestra existencia en un mundo intersubjetivo supone pensar nuestra propia historicidad, al menos si pensamos que nuestro suelo común contiene la posibilidad de un proceso. Ahora bien, de esta condición originaria de ser en el mundo y de ser en la historia se derivan consecuencias fundamentales sobre lo que significa una ruptura revolucionaria, tema esbozado en un tercer momento de nuestra argumentación. Luego de reiterar las críticas de Merleau-Ponty a la idea de “fin de la historia”, argumentamos que ningún quiebre revolucionario puede suprimir completamente el peso de lo instituido. De este modo, la tesis del epílogo de Las aventuras de la dialéctica sobre la verdad y la falsedad de las revoluciones puede ser reformulada mediante una paráfrasis de lo dicho sobre la reducción fenomenológica en el prefacio de Fenomenología de la percepción: “la mayor enseñanza de la revolución es la imposibilidad de una revolución completa”.

En este sentido, hemos argumentado que la revolución no es para Merleau-Ponty un objeto de interés coyuntural, sino que es un motivo de reflexión filosófica fundamental, ya que existe una correspondencia entre las coordenadas generales de su filosofía y el modo en que es abordada esta cuestión. El fenómeno revolucionario es una figura intensa de los procesos instituyentes, por lo que es preciso interrogar qué significa una ruptura en el marco de una filosofía del lazo carnal de nuestra existencia con el mundo, los otros y las cosas. En este sentido, es capital la tesis de Merleau-Ponty sobre el carácter impuro de las revoluciones, es decir, el hecho de que no sean pensadas como comienzos totales, sino como pliegues que reorganizan de manera general la existencia. Esta caracterización funciona como una crítica de la representación lineal del tiempo histórico y, al mismo tiempo, pone un límite a la historia pensada como progreso indefinido. El lazo sensible que nos une al mundo deja ver que nuestro cuerpo es ya un lugar de comunión con los otros, develando un aspecto que ninguna negatividad creadora puede suprimir, so pena de recaer en la falsedad de toda revolución: la violencia abstracta en nombre de un absoluto separado de nuestra existencia.

Por lo tanto, los momentos instituyentes no inauguran un orden heterogéneo al de la historia, sino que provocan una recreación en el tejido social con los materiales de lo dado, bajo un fondo de tradicionalidad insuprimible. En otras palabras, en los términos en que buscamos finalizar este trabajo: los procesos de institución no disuelven la inercia de la convivencia, no dan lugar a una era de transparencia al disolver las opacidades que enmarcan nuestra existencia social. La superación revolucionaria de una realidad dada, en lugar de provocar lo inaudito, transfigura, descentraliza y moviliza creativamente nuestra pertenencia inquebrantable al mundo. Esta es una tesis incompatible con la representación milenarista de los procesos revolucionarios, es decir, aquella que considera que la revolución da lugar a un estadio de supresión definitiva del conflicto, la alienación y la inercia de lo social.

Esta lectura de Merleau-Ponty sobre los procesos revolucionarios podría considerarse como una versión avant la lettre de la diferencia política, tema central en la filosofía política contemporánea (Marchart, 2009). Diferentes autores, entre ellos Claude Lefort, Ernesto Laclau, Jacques Rancière, Alan Badiou o Jean-Luc Nancy, recuperan, explícita o implícitamente, la diferencia ontológica heideggeriana entre ser y ente para pensar la diferencia entre lo político (dimensión ontológica instituyente) y la política (dimensión óntica instituida). Tomando estas definiciones generales, podríamos reformular el problema de la revolución en Merleau-Ponty afirmando que la verdad de la revolución, su fase de movimiento instituyente, se relaciona con la definición ontológica de lo político, mientras que su falsedad como régimen remite a una definición óntica de la política. Sin embargo, esta lectura borraría un aspecto central del pensamiento merleaupontiano, a saber, la impureza de la historia que permite pensar su noción de “institución” (Stiftung). En Merleau-Ponty, la institución no apunta a una caracterización del acontecimiento como advenimiento puro, sin razón, sino como recreación de lo sedimentado, reformulación creativa de una tradición a la que se busca dar una nueva perdurabilidad. Por otra parte, a diferencia de lo que Marchart (2009) denomina la colonización de lo político por lo social, tesis arendtiana de gran repercusión en los filósofos de la diferencia política, consideramos que en Merleau-Ponty no hay lugar para una distinción principal entre lo político instituyente y lo social instituido. Puesto que, en su filosofía, lo social no es nunca una región prepolítica, menos preeminente que lo político como tal, sino siempre ya potencialmente política, lo político se debe entender como una recuperación creativa (reprise) de lo social sedimentado. Entre lo social y lo político no hay una heterogeneidad radical, no son regímenes de sentido incompatibles, sino que existe un continuum que permite pensar en la acción política más allá de cualquier voluntarismo nominalista y del determinismo causal.

Finalmente, para Merleau-Ponty, el problema de la revolución devela, al igual que la reducción fenomenológica, algo imposible de ser disuelto: nuestra pertenencia a un determinado terreno de existencia, cuyos nombres apuntan a la noción de “suelo”, de “Boden” y, finalmente, de “tierra”, que el filósofo francés utiliza cada vez más en los últimos años de su vida para referir al espesor de lo histórico y, sobre todo, para criticar una representación de la historia calcada sobre la temporalidad de la persona,20 de su voluntad y desarrollo. Así, se realiza una crítica a las promesas de una revolución pura, se recusa la posibilidad de romper definitivamente con la “prehistoria” de la humanidad, mostrando nuestros lazos implícitos, nuestras filiaciones y deudas hacia lo que nos precede. Tras esos señalamientos, quedan por explorar los diferentes sentidos de este lazo sensible que ninguna revolución puede poner del todo entre paréntesis, poniendo el foco sobre el fondo de nuestra comunidad sensible, la posibilidad de sus recreaciones institucionales. El movimiento instituyente de una revolución no consiste en una abolición de lo dado, sino más bien en un nuevo sincronismo social. Más que a una definición purificada de lo político, la experiencia revolucionaria devela el suelo sensible de una comunidad imposible de suprimir. Lo político, así, en su definición instituyente, no puede ser considerado en la filosofía de Merleau-Ponty como un acontecimiento que perfora lo social para dar a lugar a una estructuración absolutamente singular, sino más bien como un pliegue, una nueva dimensión o articulación de nuestro insuprimible ser en el mundo. Por eso debe ser pensado como una epojé parcial de lo sedimentado, al tiempo que debe subrayarse que no existe revolución que pueda dar paso a una instancia trascendental que constituya lo social de manera permanente. La vida en común excluye la posibilidad de un estado asambleario sin reposo en el que cada amanecer es un nuevo contrato, en el que cada detalle de la existencia se mantiene en vida solamente por obra de una acción deliberativa. Por lo tanto, el error en el que recae la tentación revolucionaria es el olvido de que una determinación de la vida en común es in-constituida e in-constituible. El movimiento revolucionario no solamente pone de manifiesto la imposibilidad de su identificación con un régimen definitivo de la historia, también da cuenta de la persistencia de una atmosfera social prerreflexiva. Ningún partido, Estado o movimiento revolucionario puede desempeñar el rol de sujeto transcendental dador de sentido, y todo intento de persistir en dichos propósitos de pureza solo conllevan la violencia del vacío, como lo supo advertir Hegel respecto al terror revolucionario.21

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1 Sobre el pensamiento político de Merleau-Ponty son clásicos los trabajos de Claude Lefort (1978), Myriam Revault d’Allonnes (2001), Vincent Peillon (2011), entre otros. De forma más reciente, respecto del ámbito académico francés podemos citar Merleau-Ponty (2016), que recoge importantes intervenciones políticas del filósofo en cuestión. En el mismo sentido, sobre los escritos políticos, se debe mencionar a Audier (2005), Revel (2015) y Jerôme Melançon (2018). En lengua castellana, podemos mencionar a Plot (2008), Eiff (2014) y Mansilla (2019), así como diferentes artículos de María Carmen López Sáenz, entre los cuales destacamos, por su relación con nuestro tema, López Sáenz (2010). Asimismo, en el ámbito anglosajón debe mencionarse a Kruks (1994) y a Whiteside (1988), entre otros.

2 Un excelente recuento de las diferentes tomas de posición respecto de la revolución y el marxismo es el ya mencionado artículo de López Sáenz (2010). Asimismo, el también ya mencionado libro de Eiff (2014) realiza puntualizaciones importantes sobre la persistencia del problema de la revolución en la obra de Merleau-Ponty. Ambos trabajos documentan la relación compleja de Merleau-Ponty con el marxismo, criticando lecturas que ven un simple abandono de dicho paradigma en función de una conversión al liberalismo hacia el final de la vida del autor.

3 Luego de la publicación de Las aventuras de la dialéctica, texto en el que Merleau-Ponty revisa críticamente sus posiciones políticas de posguerra, el problema de la revolución no desaparece como objeto de reflexión del autor. El tema no solo se encuentra presente el prefacio de Signos, el último libro que publicó, sino en varias notas manuscritas y resúmenes de cursos.

4 La aclaración entre paréntesis busca reponer el juego de palabras que realiza Merleau-Ponty con el término connaître, cuya traducción en español es tanto ‘conocer’ como ‘co-nacer’.

5 “La carne no es materia, no es espíritu, no es substancia. Sería necesario, para designarla, el viejo término de ‘elemento’, en el sentido en que se lo usaba para hablar del agua, del aire, de la tierra y del fuego, es decir, en el sentido de una cosa general, a medio camino entre el individuo espacio-temporal y la idea, suerte de principio encarnado que importa un estilo de ser, en todas partes donde encuentra una parcela de él. La carne es, en este sentido, un ‘elemento’ del Ser” (Merleau-Ponty, 2010, p. 127).

6 A este respecto afirma Merleau-Ponty: “Las sensaciones, las ‘cualidades sensibles’ distan, pues, de reducirse a la vivencia de un cierto estado o de un cierto quale indecibles, se ofrecen con una fisionomía motriz, están envueltas en una significación vital. Se sabe, desde tiempo ha, que hay un ‘acompañamiento motor’ de las sensaciones, que los estímulos desencadenan ‘movimientos nacientes’ que se asocian a la sensación o a la cualidad y forman un halo alrededor de la misma, que el ‘lado perceptivo’ y el ‘lado motor’ del comportamiento se comunican” (Merleau-Ponty, 1993, p. 225).

7 Como afirma sobre el punto Katherine Mansilla (2019, p. 54): “Es a través del cuerpo que se mueve (el ‘yo puedo’, la intencionalidad operante) que Merleau-Ponty explica cómo se configuran las significaciones prelingüísticas, ya que en este estadio primigenio natural, el cuerpo instituye un sentido de comunicación con los otros y estos otros cuerpos pueden retomar la significación que se ofrecen sedimentadas [sic] para transformarlas en nuevas significaciones” (Mansilla, 2019, p. 54)

8 “La fenomenología en cuanto revelación del mundo se apoya en sí misma, o se funda en sí misma. Todos los conocimientos se apoyan en un ‘suelo’ de postulados y, finalmente, en nuestra comunicación con el mundo como primer establecimiento de la racionalidad. La filosofía, como reflexión radical, se priva en principio de este recurso. Como, también ella, está en la historia, utiliza, también ella, el mundo y la razón constituida. Será, pues, preciso que se plantee a sí misma el interrogante que plantea a todos los conocimientos; se avivará indefinidamente, será, como dice Husserl, un diálogo o una meditación infinita y, en la medida que permanezca fiel a su intención, nunca sabrá adonde se dirige. Lo inacabado de la fenomenología, su aire incoativo, no son el signo de un fracaso; eran inevitables porque la fenomenología tiene por tarea el revelar el misterio del mundo y el misterio de la razón” (Merleau-Ponty, 1993, p. 20).

9 “Comprendíamos, pues, por institución los acontecimientos de una experiencia que la dotan de dimensiones durables, respecto a las cuales toda otra serie de experiencias tendrían sentido, formarán una continuidad pensable o una historia; o aún más, los acontecimientos que depositan en mí un sentido, no a modo de supervivencia y de residuo, sino como llamado a una continuidad, exigencia de futuro” (Merleau-Ponty, 2012, p. 98).

10 “La desaparición del Hombre al final de la Historia no es, así pues, una catástrofe cósmica: el Mundo natural seguirá siendo lo que es para siempre. Y esto tampoco es una catástrofe biológica: el Hombre seguirá vivo como animal que está en armonía con la Naturaleza o el Ser dado. Lo que desaparecería es el Hombre propiamente dicho, es decir, la Acción negadora de lo dado y el Error, o, en general, el Sujeto opuesto al Objeto. En realidad, el final del Tiempo humano o el de la Historia, es decir, la aniquilación definitiva del Hombre propiamente dicho o del Individuo libre e histórico, significa simple y llanamente el cese de la Acción en el sentido fuerte del término. Lo cual quiere decir en términos prácticos: la desaparición de las guerras y de las revoluciones sangrientas. Y también la desaparición de la Filosofía; pues si el Hombre mismo ya no cambia esencialmente, ya no hay razón para cambiar los principios (verdaderos) que están en la base de su conocimiento del Mundo y de sí mismo. Pero todo lo demás podrá mantenerse indefinidamente: el arte, el amor, el juego, etc.; en pocas palabras, todo cuanto hace al hombre feliz. Recordemos que este tema hegeliano, entre otros muchos, fue retomado por Marx” (Kojève, 2013, p. 480).

11 “Porque, como es sabido, la política es la moderna tragedia, y se esperaba de ella el desenlace. So pretexto de que todas las cuestiones humanas se encuentran en ella, toda cólera política se convertía en cólera santa, y la lectura del periódico, como dijo Hegel un día en su juventud, es la plegaria matutina filosófica” (Merleau-Ponty, 1964, p. 12).

12 “Lo que enseña el concepto lo muestra con la misma necesidad la historia: sólo en la madurez de la realidad aparece lo ideal frente a lo real y erige a este mismo mundo, aprehendido en su sustancia, en la figura de un reino intelectual. Cuando la filosofía pinta con sus tonos grises, ya ha envejecido una figura de la vida que sus penumbras no pueden rejuvenecer, sino sólo conocer; el búho de Minerva sólo alza su vuelo en el ocaso” (Hegel, 1999, p. 63).

13 “Numerosos son los filósofos que, reconociendo el carácter falaz, incluso delirante, de la interpretación kojèviana de la filosofía de Hegel, continúan reproduciéndola. En contra de ello, hay que recordar que el pensamiento hegeliano no puede ser reconducido a las ideas de continuidad, de linealidad y de teleología tal como éstas son clásicamente entendidas-ni tampoco a la idea de racionalidad triunfante. En primer lugar, en efecto, el desarrollo de la historia, para Hegel, se funda en el conflicto y la ruptura: cada pueblo, cada gran hombre actúa contra el pueblo hasta entonces dominante, contra el derecho político en vigor. Después, en todo ciclo sistemático, el segundo momento es el de la fragmentación y la violencia […]. En consecuencia, si un progreso hay, el mismo no sigue una línea recta. En tercer lugar, aun cuando el espíritu tiende de parte en parte a ser libre, su voluntad particular no deja de cambiar y de contradecirse: a este respecto, no podemos hablar de un programa fijo y establecido de una vez para siempre” (Marmasse, 2018, p. 299).

14 “Cada acto de expresión literaria o filosófica contribuye a cumplir el voto de recuperación del mundo que se pronunció con la aparición de una lengua, es decir, de un sistema finito de signos que se pretendía capaz en principio de captar todo ser que se presentara. Él realiza, por su parte, parte de ese proyecto y lo prorroga además el pacto que acaba de vencer abriendo un nuevo campo de verdades” (Merleau-Ponty, 1964, p. 112).

15 “A la misma distancia de una filosofía dogmática de la historia que impondría a los hombres, por medio del hierro y del fuego, un porvenir visionario, y de un terrorismo sin perspectivas, ha querido procurar una percepción de la historia que haga aparecer a cada momento las líneas de fuerza y los vectores del presente” (Merleau-Ponty, 1965, pp. 143-144).

16 “En el movimiento de la experiencia que se comprende [a sí misma], tocamos el absoluto, que no es algo detrás o debajo de la experiencia, que es en filigrana en ella y que no existe sino en filigrana” (Merleau-Ponty, 1996, p. 319; traducción propia).

18 “¿Pero cómo asegurarse que una oposición interior no es una oposición a la revolución? Vemos nacer entonces una institución muy singular: la crítica oficial, que es una caricatura de la revolución permanente” (Merleau-Ponty, 1974, p. 234).

19 “Así que indiqué que, en estas condiciones, por mi parte no veía otro camino que recurrir temporalmente a las concepciones de la democracia parlamentaria-no es que las considere en absoluto como suficientes, ciertamente no, pero este régimen me parecía el único en el que podía haber una oposición. Como la existencia de una oposición es absolutamente necesaria para la vida y la verdad de un sistema político, sin la cual se vuelve esclerosado, se convierte en puro aparato, me parece que debíamos replegarnos en esta posición hasta que se haya establecido otro pensamiento político y otra filosofía política” (Merleau-Ponty, 2016, p. 238; trad. propia).

20 “Pues la historia está demasiado inmediatamente ligada a la praxis individual, a la interioridad, oculta demasiado su consistencia y su carne de tal modo que no es fácil reintroducir en ella toda la filosofía de la persona” (Merleau-Ponty, 2010, p. 228).

21 “Es la libertad del vacío. Elevada a una figura real y transformada en pasión, se manifiesta, mientras aún se mantiene en su forma meramente teórica, en el fanatismo religioso de la pura contemplación hindú; vuelta hacia la realidad, se manifiesta en el fanatismo que, tanto en lo religioso como en lo político, se traduce en la destrucción de todo orden social existente y en la expulsión de todo individuo sospechoso de pretender un orden, así como en la aniquilación de toda organización que quiera resurgir. Sólo destruyendo algo tiene esta voluntad negativa el sentimiento de su existencia. Cree querer una situación positiva, por ejemplo, la igualdad universal o una vida religiosa universal, pero de hecho no quiere su realidad positiva, pues ésta acarrea inmediatamente un orden, una particularización, tanto de las instituciones como de los individuos, particularización y determinación objetiva cuya aniquilación necesita esta libertad negativa para llegar a su autoconciencia. De este modo, lo que ella cree querer sólo puede ser por sí una representación abstracta y su realización la furia de la destrucción” (Hegel, 1999, p. 82).

Recibido: 26 de Marzo de 2021; Aprobado: 26 de Mayo de 2021

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