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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.65 México ene./abr. 2023  Epub 09-Jun-2023

https://doi.org/10.21555/top.v650.2035 

Filosofía en el espacio público

Pluralismo y verdad: del liberalismo clásico a la posmodernidad tardía

Pluralism and Truth: From Classical Liberalism to Late Postmodernism

Ferran Sáez-Mateu1 
http://orcid.org/0000-0003-4248-1896

Marçal Sintes-Olivella2 
http://orcid.org/0000-0001-7521-3033

1Universidad Ramon Llull, España. ferransm@blanquerna.url.edu

2Universidad Ramon Llull, España. marcalso@blanqerna.url.edu


Resumen.

En el contexto de la comunicación de masas, el uso rutinario del término “pluralismo” ha generado un desgaste semántico que aconseja una nueva exploración del concepto a la luz de referentes históricos, filosóficos y filológicos adecuados. Este es justamente el objetivo del presente escrito. En efecto, la noción de “pluralismo” asociada a las primitivas formulaciones de la democracia clásica griega tiene muy poco que ver con lo que posteriormente defendió el liberalismo de finales del siglo XVIII y mediados del XIX, un teórico contemporáneo de la democracia como Habermas, o el movimiento posmoderno durante los años ochenta. Si bien es cierto que nadie se opone al pluralismo, también lo es que la adscripción a dicho concepto obedece a parámetros muy diferentes. Habermas y algunos autores posmodernos apuestan por el debate colectivo plural, especialmente el mediático, pero tanto su punto de partida como sus conclusiones resultan divergentes.

Palabras clave: pluralismo; verdad; opinión pública; democracia; medios de comunicación; Internet; liberalismo; posmodernidad; Mill; Lyotard

Abstract.

In the context of mass communication, the routine use of the term “pluralism” has created a semantic wear and tear that demands a new exploration of the concept in light of adequate historical, philosophical, and philological references. This is precisely the purpose of this paper. Indeed, the notion of pluralism associated with the primitive formulations of classical Greek democracy has very little to do with what liberalism subsequently defended in the late eighteenth and mid-nineteenth centuries, a contemporary theorist of democracy like Habermas, or the postmodern movement during the eighties. While it is true that no one opposes pluralism, it is also true that the ascription of this concept is due to very different parameters. Habermas and some postmodern authors bet on the plural collective debate, especially with regard to media; but both its starting point and its conclusions are divergent.

Keywords: pluralism; truth; public opinion; democracy; mass media; Internet; liberalism; postmodernism; Mill; Lyotard

De la ekklesia a las democracias liberales

El término pluralismo se ha convertido en un lugar común, con frecuencia unido a su pariente próximo, diversidad. Se trata de un leitmotiv que suele aparecer, a modo de valor, en debates referidos a los más diversos temas. Se evalúa al pluralismo -o quizás a su idealización- como algo intrínsecamente bueno o positivo, hecho discutible desde el punto de vista axiológico, como veremos más adelante. El término también es de uso común al referimos a la articulación de la opinión pública en una democracia.

El debate -de acuerdo con Habermas (1998, 1999) y Rawls (2012), entre otros teóricos- se halla en el mismo núcleo del concepto de “opinión pública” -por lo demás, harto difícil de definir y de delimitar- y, por consiguiente, de la misma democracia liberal. El concepto de pluralismo reviste así el máximo interés, pues acompaña de modo inseparable a la idea de “debate”, base de todo nuestro aparato político-moral democrático. Esto es así ab initio -un initio históricamente idealizado y mistificado que, en el estudio de la democracia, viene representado por la Atenas del siglo V a. C.-. La ekklesia o asamblea ateniense es el lugar donde aquellos que son iguales entre sí y, por consiguiente, ostentan el derecho a intervenir debaten qué es lo mejor para el interés público -el de la polis-, qué medidas sirven a ese interés y cómo y cuándo deben llevarse a la práctica.

La isonomía define la igualdad jurídica entre los participantes, mientras que la isegoría se refiere a “la igualdad de palabra”, es decir, al derecho de todos a expresar su parecer, sus puntos de vista. Ambos términos asociados a la democracia ateniense apuntan a una doble simetría. Los presentes podrán (y deberán) ser escuchados en las mismas condiciones y, a la vez, cada uno gozará de las mismas posibilidades de dirigirse a la asamblea que cualquier otro, sin privilegios, jerarquías o exclusiones.

El pluralismo, como la isonomía y la isegoría, puede considerarse en el ámbito del debate democrático actual como una condición necesaria para que el contraste de ideas o el encuentro de posiciones diferentes pueda dar sus frutos. En consecuencia, el pluralismo ha de tomarse como un principio instrumental, algo que debe existir para que el debate pueda alcanzar toda su potencialidad. No es, por lo tanto, un fin en sí mismo, sino un elemento al servicio de un fin, esto es, un debate enriquecedor y útil. El pluralismo no es, pues, solamente un elemento que favorece o hace mejor el debate democrático. Constituye también una condición necesaria, en el sentido más estricto y radical del término, ya que es el propio pluralismo el que hace posible que el debate exista y que, además, resulte legítimo per se. No puede haber debate alguno si no hay puntos de vista y voces diversos, es decir, si no hay pluralismo. En la ekklesia de Atenas, ese pluralismo lo asegura, en principio, la reunión en un mismo lugar, el monte Pnyx, de unos pocos miles de hombres libres dispuestos a hablar y también a escuchar lo que los demás tengan que decir. Lo mismo puede afirmarse, por descontado, en relación con la Roma republicana o, luego, la ciudad de Venecia y otros tantos precedentes históricos de nuestras modernas democracias liberales.

En sentido inverso, puede sostenerse que cualquier restricción de la libre expresión de opiniones supone, aunque pudiera ser justificado, una merma de la potencialidad del propio debate democrático. Este es el espíritu -no limitar el pluralismo posible- de los padres de la Constitución de los Estados Unidos tanto al aprobar la Primera Enmienda en 1791 como al negarse a legislar sobre su alcance o añadir limitación alguna. Como se recordará, la Primera Enmienda reza lo siguiente: “El Congreso no hará ley alguna por la que adopte una religión como oficial del Estado o se prohíba practicarla libremente, o que coarte la libertad de palabra o de imprenta, o el derecho del pueblo para reunirse pacíficamente y para pedir al gobierno la reparación de agravios” (Const. de EE. UU., enmienda I).

Sin pluralismo no existe debate alguno. Sin pluralismo, hablar de confrontación de ideas deviene algo imposible, un sinsentido, toda vez que la noción misma de “debate” supone contraste, discusión, competición -incluso, en su sentido agonístico profundo, lucha-. Si no hay contraste, si no hay más de un actor, de una voz, de un punto de vista, ese debate (del latín debattuĕre, ‘batir’, ‘sacudir’, ‘batirse’) se convierte en irrealizable, incluso y en primer lugar materialmente irrealizable. Un debate, como veremos más adelante, debería producirse bajo unas determinadas reglas y condiciones forjadas, en el plano teórico y óptimo, por toda una genealogía de pensadores que van desde Kant, Milton, Locke y los enciclopedistas franceses hasta Mill y Tocqueville, pasando por Jefferson y Hamilton.

Pluralidad y pluralismo

Así como el pluralismo es una condición necesaria para el debate democrático, la pluralidad es condición necesaria para el pluralismo, pues, obviamente, no existe pluralismo en solitario, con una sola voz. Sin embargo, es evidente que puede existir una multiplicidad de voces, incluso de muchas voces, y poco o ningún pluralismo, si se da el caso de que todas ellas expresan puntos de vista parecidos o exactamente iguales. Del mismo modo, en una sociedad plural pueden ser muchos los puntos de vista radical o matizadamente diferentes sobre un determinado asunto. En ese punto se sitúa, de forma clara durante el siglo XX, pero menos en el siglo XXI, la tarea mediadora de los periódicos, radios y televisiones, que configuran la llamada “ágora mediática”. La transformación de la comunicación a la que estamos asistiendo, que tiene uno de sus elementos centrales en el soslayamiento de la función de los mass media como intermediarios a manos de Internet y las redes sociales, ha alterado de forma radical las formas y las dinámicas comunicativas. Por supuesto, las consecuencias sobre la nueva naturaleza del debate político son inmensas. Llaman la atención, en todo caso, los posibles paralelismos con contextos tan diversos como el de la Grecia clásica.

La libertad mantiene con el pluralismo una relación de reciprocidad, toda vez que el pluralismo es un instrumento para el fin de la libertad, y la libertad resulta al mismo tiempo necesaria para que el pluralismo pueda desplegarse y, por consiguiente, existir verdaderamente. En este sentido, no deja de parecer paradójico que, mientras la lucha por la libertad, al menos desde el Renacimiento, ha consistido en tratar de abrir el abanico de aquello de lo que se puede hablar, de aquello que puede ser dicho, en estos momentos, sin embargo, el gran reto de nuestras sociedades consiste en hallar las formas de poder ordenar, jerarquizar y discernir en relación con lo dicho, lo que se enuncia en términos objetivos. Esto es, nos encontramos en una situación en que, dada su cantidad y diversidad (también cualitativa), resulta literalmente imposible manejar de forma eficiente las informaciones, las opiniones y el resto de contenidos que se producen y distribuyen en un contexto en que los medios de comunicación han visto laminadas sus funciones tradicionales.

Justamente, uno de los grandes problemas que plantea el nuevo panorama es la imposibilidad de enfrentarse a la multiplicidad de voces a las que el ciudadano puede acceder, así como su número. Además, la intensidad de las distintas voces no es homogénea ni tampoco representativa de la opinión del público o la sociedad, toda vez que, tanto en el ágora mediática convencional como en la digital, quien más grita, quien dispone de una voz más potente, resulta mejor y más rápidamente atendido. Otra disimilitud con el ideal del ágora es la cuestión de la identidad. En la esfera digital, frecuentemente se desconoce la identidad de quien habla y es escuchado. En no pocos casos, además, participan en la conversación programas informáticos, robots, que distorsionan y desnaturalizan el debate y que colisionan con las condiciones fundamentales del ágora: la isonomía y la isegoría.

De esta manera, las tecnologías digitales han dado lugar a un ecosistema en el que la cantidad se ha convertido en un auténtico problema. Como ya apuntó Manuel Castells (2009) usando la expresión “auto comunicación de masas”, hoy todo el mundo puede hablarle a todo el mundo. Tal cosa ha dado lugar a lo que podríamos llamar la nueva masa digital. Esta convive con la históricamente inaudita posibilidad de acceder a toda clase de contenidos y conocimientos de manera fácil y rápida, pero también a toda suerte de falsedades, insultos y contenidos sin valor alguno o potenciales causantes de graves daños.

La disminución del papel de intermediario de los medios y el crecimiento exponencial de la oferta han ido acentuando la condición sobrepasada, abrumada, desconcertada del ciudadano contemporáneo, enfrentado a la tarea hercúlea de intentar extraer sentido de todos aquellos contenidos que recibe, muy frecuentemente sin siquiera demandarlo. Mientras, el tiempo de atención del ciudadano sigue siendo un recurso limitado (Goldhaber, 1997). Tal espectacular dislocación entre oferta y demanda sigue acelerándose. En la trastienda del problema, púdicamente agazapada, hay una noción de “verdad” erosionada e incluso ninguneada, que ya no permite suavizar esta disfunción: la verdad deviene una suma de I like. Es el resultado de una afluencia casual, errática.

Su cantidad y diversidad facilitan, entre otras cosas, la selección y consumo de aquellos contenidos que satisfacen y refuerzan nuestras creencias previas. La llamada exposición selectiva funciona, gracias no solo al volumen oceánico de la oferta, sino también a los programas de búsqueda y recomendación extremadamente fácil y cómoda. Tal cosa contribuye a la formación de echo chambers (Sustein, 2001a) y burbujas (Pariser, 2011), puesto que tendemos a consumir aquellos contenidos que tienden a confirmar nuestras ideas y creencias preexistentes, a través del llamado sesgo de confirmación.

La naturaleza del debate de ideas

La forma en que John Stuart Mill, con seguridad el mejor autor para ello, supo recoger, reelaborar y consolidar la doctrina liberal sobre la libertad de expresión y el debate público (Sintes y Sáez-Mateu, 2016) ha sido caracterizada por Alan Haworth (1998) como el modelo de grupo de seminario. El modo en que Mill, y junto a él tantos otros, imaginan el debate no es un trasunto del ágora ateniense, pese a que se refiera a esta profusamente en su obra, sino lo que se produce en un grupo formado por un número reducido de personas con grados apropiados y equiparables de formación, dispuestos a buscar la verdad y, por tanto, a escuchar y, si se da el caso, modificar sus posiciones de partida. Dispuestos, en consecuencia, a un ejercicio de honestidad intelectual y empatía.

Tal vez sea apropiado en este punto insistir en la naturaleza del paradigma liberal clásico, inspirado intelectualmente en el modelo de grupo de seminario, como lo llama Haworth, o en clubes de debate como el de Franklin o aquellos en los que participaba Mill. Presuponían, entre otros, dos elementos especialmente relevantes. Por una parte, un número reducido de voces -menos voces de las que, por ejemplo, participaban en las reuniones del ágora ateniense; muchas menos también que las voces de los medios de comunicación al alcance de cualquier ciudadano occidental de la segunda mitad del siglo XX-; dada la desintermediación propiciada por la tecnología digital, muchísimas menos de las infinitas voces que circulan y resuenan en Internet y las redes sociales. Por otra parte, los pensadores clásicos concebían un debate filosófico o científico ideal como aquel en el que todos los participantes compartían experiencias culturales parecidas, así como una formación comparable. Algo que, por supuesto, facilitaba los términos en que podía discurrir el intercambio de ideas, así como el resultado del consiguiente proceso de interacción, pero que ha hecho que a este modelo se le reproche su elitismo. Uno de los primeros en hacerlo fue Dewey (1927), quien advoca por incorporar a la ciudadanía al debate democrático y, por consiguiente, a la gobernanza.

El modelo de grupo de seminario se fundamenta exclusivamente en la razón y la argumentación, excluyendo toda emotividad, y no caben los ataques ad hominem o las descalificaciones personales de aquellos que sostienen opiniones contrarias a las propias. Veamos, a modo de ejemplo de lo que queremos decir, una breve reflexión de Mill, contenida en su On Liberty, de 1859:

En el caso de aquella persona cuyo juicio sea realmente merecedor de confianza, ¿cómo ha llegado a serlo? Porque ha mantenido su mente abierta a la crítica de sus opiniones y de su conducta. Porque su costumbre ha sido escuchar todo lo que pudiera decirse en su contra; sacar provecho de aquello que fuera justo, y explicarse a sí mismo, y en ocasiones a otros, la falacia de lo que fuera falaz (Mill, 1977, p. 232).1

A nuestro entender, el modelo de grupo de seminario, el ideal amasado a través del tiempo por los pensadores de liberalismo clásico, debe entenderse en sentido normativo, como un desideratum. Apostilla Haworth en este sentido que la idea milliana de “debate de ideas” debería servir como fuente de esperanza e inspiración en el contexto de la actual revolución de las comunicaciones (cfr. Haworth, 1998, p. 82). Considerando la profunda transformación comunicativa impulsada por la tecnología, este autor resalta la validez del modelo de grupo de seminario: “[…] for a world modelled on the seminar group-a world in which there is ever-increasing communication between individuals and ever more constructive use of debate-is an ideal which is, in many ways, inspiring” (1998, p. 143).

Mill, gran orador y polemista, fue de muy joven uno de los fundadores, en 1825, de la London Debate Society, inspirada por la Edinburgh Speculative Society. Fue impulsor, asimismo, de la Utilitarian Society y durante un tiempo frecuentó un grupo que se reunía en torno al historiador George Grote dedicado a discutir temas de su interés. Los clubes, sociedades y asociaciones de debate filosófico y científico fueron frecuentes en los siglos XVIII y XIX, y en ellos participaban las clases ilustradas de la época. Benjamin Franklin puso en marcha, junto a unos amigos y conocidos, un grupo de debate en Filadelfia. Quien sería uno de los padres de la Constitución de los EE. UU. también era, por aquel entonces, editor. El mismo Franklin detalla las normas que regían en aquellos debates, normas que incluso preveían sanciones en forma de pequeñas multas.

Nuestros debates se hallaban bajo la dirección de un presidente y debían ser solamente dictados por un sincero afán de verdad; el placer por la disputa y la vanidad del triunfo estaban excluidos; y, para evitar una intensidad excesiva, cualquier expresión que implicara adhesión obstinada a una opinión y toda contradicción directa fueron prohibidas, bajo pequeñas penas pecuniarias (Franklin, 1809, p. 71).2

El paradigma descrito por Haworth se ajusta mucho sin duda al que tenían en mente los teóricos de la democracia liberal, y que se basa en la convicción ilustrada, prácticamente incuestionable para el liberalismo clásico, de que, si el debate se produce razonable y limpiamente, la verdad acaba tarde o temprano por abrirse camino e imponerse. Jürgen Habermas, tras subrayar que la autoconciencia y la capacidad reflexiva hacia las propias creencias, deseos, orientaciones axiológicas, principios y el propio proyecto vital en su conjunto son requisitos necesarios para el discurso práctico, apunta:

Los participantes deben estar dispuestos, en el momento en el que entran en tal práctica argumentativa, a cumplir con las expectativas de cooperación en la búsqueda del tipo de razones que también resulten aceptables para los otros y, aun más, a dejarse influir y motivar ellos mismos en sus respuestas de “sí” o “no” por estas razones, y sólo por estas (Habermas, 2003, pp. 29-30).

La verdad alcanzada, cuya condición ineludible de posibilidad es la libertad, no será en ningún caso absoluta y perenne, sino falible, y continuará expuesta al debate. El debate filosófico y científico, concebido como una competencia entre ideas y argumentos distintos, se describirá con recurrencia utilizando el símil con la concurrencia de ofertas que se produce en un mercado de productos y servicios. El concepto de “libre mercado de ideas”, o marketplace of ideas, que, como apunta Sánchez González (1992), deriva directamente de Mill, fue hecho público por primera vez en 1919 por el juez del Tribunal Supremo de los EE. UU. Oliver Wendell Holmes en el fallo del caso Abrams v. Estados Unidos.

Constituyen una buena muestra -entre muchas que se pueden hallar en las obras de diferentes autores de la tradición liberal- de esa creencia, de esa fe en la fuerza de la verdad, en un contexto de libertad de expresión, unas palabras del poeta John Milton en su Areopagítica, ya en 1644:

Y aunque todos los vientos de la doctrina, desatados, arremetieran contra la tierra, mientras la Verdad no abandone, seguirá siendo un agravio contra ella seguir censurando y prohibiendo, como si se dudara de su capacidad para sobrevivir. Pero, cuando entra en guerra con el engaño, ¿alguien sabe que haya sido vencida en libre y abierto combate? (Milton, 2001, p. 109).

Breve historia de la verdad

En todo caso, y dejando ahora de lado los escolios que acabamos de plantear, el problema de fondo del pluralismo continúa originándose en unos presupuestos axiológicos y epistemológicos que no podemos presuponer sin más, al menos desde una perspectiva filosófica, y que nos remite sin remedio a la noción de “verdad”. En efecto, ¿el pluralismo nos acerca más a la verdad? En el contexto actual, ¿esta fructifica mejor desde una yuxtaposición de opiniones diversas? Lo cierto es que, en un sentido técnico, cuando hablamos de verdad nos referimos, en realidad, a diversas cosas. Son las que analizaremos someramente a continuación.

En los albores de la digitalización, en 1978, Jean-François Lyotard partió de la hipótesis de que el cambio que se avecinaba iba mucho más allá de la esfera tecnológica: se trataba de una transformación profunda, de un giro cultural que definió como condición posmoderna (Lyotard, 1979). En ese momento, sin embargo, la centralidad y omnipresencia de las pantallas es solo incipiente. Las consecuencias políticas -y, de manera especial, las que se refieren al pluralismo- son tan grandes que invitan a superar la idea misma de “posmodernidad”. La condición parafragmática consiste en contemplar la pantalla como una forma efectiva y neutral -y ya “normal”- de mediación, e incluso de negociación, entre emisores y receptores. El punto de partida de esa mediación se basa en una reducción al absurdo de la vieja dicotomía que contrapone lo real a lo meramente aparente a través de la noción de “virtualidad” (Sáez-Mateu, 2017). Es decir: lo que se refleja en la pantalla, o lo que de esta emana, no son engaños, sino representaciones virtuales. Esas representaciones pueden ser falaces, obviamente, pero no son falacias en sí mismas. La representación tridimensional de un mapa que nos ofrecen ciertas aplicaciones destinadas a la conducción no es “real”, por supuesto, aunque tampoco es irreal o ficticia: es virtual.

La condición parafragmática consiste, en definitiva, en entender la virtualidad inherente a la pantalla digitalizada como algo equidistante entre lo real y aquello (que creemos) que no lo es. La primera descripción de una pantalla de esas características la encontramos ni más ni menos que en Platón, quizás en el fragmento más conocido de su obra, es decir, el inicio del libro VII de la República (415a-415b), donde se expone el llamado “Mito de la Caverna” (Platón, 1997).

Platón utiliza aquí el término τὰ παραφράγματα, muy raro en griego. No se trata de un muro (τειχίον), sino justamente de algo que, desde un punto de vista comunicativo, es a la vez una barrera o separación y un paso o comunicación. Para entender la naturaleza de la membrana parafragmática hay que recurrir a otros términos griegos con la misma raíz, como, por ejemplo, la misma idea de diafragma, es decir, lo que a la vez separa y une la cavidad torácica con la abdominal. Desde la perspectiva parafragmática, en definitiva, lo verdadero y lo falso, lo real y lo irreal, se manifiestan en planos superpuestos y graduales. Un mapa urbano en 3D generado a partir de referentes topográficos, por ejemplo, es más real o verdadero que el mapa también tridimensional de un videojuego. En todo caso, ninguno de los dos es exactamente real ni irreal, ni verdadero ni falso.

La historicidad de la noción de “verdad” se puede interpretar de varias maneras, y una de ellas conduce ciertamente a un relativismo extremo y paralizador, pirrónico, que roza con el irracionalismo (Putnam, 1981). Un ejemplo típico está representado por la negación, más o menos lúdica, de la legitimidad del concepto de “sistema formal axiomático” en el seno de las matemáticas. La pantalla parafragmática está habitada por ese tipo de emociones. La llamada posverdad no es, en realidad, la última mutación de una larga lista de viejos y acreditados conceptos, sino la manera de denominar una disfunción que, por desgracia, no tiene nada de imaginario. El término griego aletheia (ἀλήθεια), el término hebreo ‘emunah (אֱמוּנָה), el término latino veritas, etcétera, se pueden traducir correctamente como “verdad”, pero, en realidad, no significan lo mismo.

Para los griegos de la época presocrática, el término aletheia alude a lo que antes estaba oculto y posteriormente alguien ha desentrañado (o puede llegar a desentrañar). El término ‘emunah hace referencia a la confianza o fe en una determinada afirmación, y también a la fidelidad a un enunciado preexistente al que se otorga un rango epistemológico superior (en contextos aseverativos del tipo: “está escrito que…”). Por tanto, lo contrario de אֱמוּנָה no sería “falsedad”, sino algo parecido a “decepción”. La veritas escolástica, por su parte, es casi equivalente al término adequatio, es decir, a la concordancia de un determinado hecho con un determinado segmento lingüístico. ¿A qué idea de “verdad” se adscribe la actual determinación del pluralismo mediático? ¿Se trata de un axioma moderno-ilustrado, o quizás de una actitud genuinamente posmoderna? ¿Qué noción de “verdad” es la que presupone la adscripción incondicional al pluralismo en detrimento, muchas veces, de otros parámetros, como el rigor? O, expresado en otros términos: ¿qué es lo que hoy hace del pluralismo un valor?

El modelo que hemos dibujado pronto será cuestionado por los acelerados avances técnicos, y también por algunos relevantes pensadores a partir de los años veinte del siglo pasado, entre los cuales cabe destacar a Walter Lippmann (2017), quien, en 1922, impresionado por los efectos de la propaganda durante la Primera Guerra Mundial, censura la idílica visión antropológica subyacente en el modelo liberal clásico, que presupone un ciudadano enteramente racional e interesado en los asuntos públicos. Pese a ello, y pese a los muchas críticas y ataques recibidos, el modelo liberal clásico sigue presente en las bases tanto legales -Constituciones, leyes, decretos- como de aquellos textos que, desde el ámbito profesional, la industria de la comunicación y organizaciones de toda naturaleza intentan orientar la labor de los medios de comunicación y, en los últimos tiempos, también de Internet y las redes sociales (Alsius y De Carreras, 1998; Aznar, 2015).

Presupuestos axiológicos

La apuesta incondicional por el pluralismo no suele argumentarse. En este sentido, al pluralismo se le atribuye tácitamente la categoría de “valor”. En términos técnicos -los de la axiología-, un valor es una idea o actitud que consideramos incondicionalmente buena o positiva, es decir, con independencia de su contexto. Algunos autores apelan también a la idea de apego para caracterizarlos, especialmente en relación con el futuro (Scheffler, 2018). Así, consideramos que la solidaridad entre las personas, por ejemplo, constituye un genuino valor que, convenientemente recreado en un contexto mediático, modula o refuerza determinadas identidades colectivas, como la de los adolescentes (Montero-Rivero, 2006) u otros grupos. Esa atribución deriva de un axioma tácito previo de carácter prescriptivo: los seres humanos deben ayudarse.

En caso de considerar el pluralismo como un valor, ¿cuál es su base axiomática, su punto de partida no forzosamente expresado? Como veremos a continuación, la cuestión se desliza sin remedio hacia cuestiones de carácter epistemológico. Considerar que una pluralidad de voces heterogéneas se ajusta más al cometido que atribuimos, por ejemplo, a los medios de comunicación que un conjunto de voces homogéneas, implica la adscripción a un axioma previo muy concreto. No hay nada “natural” en ese axioma: en muchas épocas de la historia existió, y continúa existiendo, un parti pris por la homogeneidad, no por la heterogeneidad. Por ejemplo, resulta simplemente impensable que un defensor de la física teleológica y cualitativa de Aristóteles publicara hoy un artículo en Science o Nature en nombre del pluralismo de dichas revistas.

En cambio, parece más bien improbable que una publicación o un espacio televisivo o radiofónico alardeara de la total confluencia de pareceres de sus componentes, siempre, claro está, que ese extremo tuviese un efecto económico en el escenario híper mercantilizado de la concentración de medios (Tomás Olalla, 2004). Por otra parte, el proceso de digitalización ha comportado una paradoja cultural sin precedentes: la de una sociedad absolutamente atomizada que, a la vez, posee referentes universales compartidos en relación, por ejemplo, con la cultura popular (Sunstein, 2001b). La auto referencialidad de las redes sociales, entendidas como una miríada de echo chambers, complica todavía más la paradoja que expuso en su día el mencionado Cass R. Sunstein.

La sospecha de que el pluralismo en los medios esté siendo substituido por una especie de algarabía que, en realidad, solamente lo simula, no es en absoluto descabellada. Y es que quizás el problema no radique tanto en el pluralismo (o la ausencia de este) de las voces que ocupan el espacio público, sino justamente en la difícil redefinición de este en un contexto que no estaba previsto. Por ejemplo, solía darse por supuesto que la diversidad se refería mayoritariamente a ideologías. A finales de la década de los noventa, sin embargo, Castells ya intuyó que el espacio ideológico clásico sería substituido, al menos parcialmente, por el de las identidades (Castells, 1998). Hoy, en el primer cuarto del siglo XXI, podemos certificar el acierto de ese vaticinio.

El viejo pluralismo ideológico no permite trazar una transposición plausible con el emergente pluralismo identitario al que se refería Castells. La razón es muy sencilla: el pluralismo ideológico se puede resolver a través de la sencilla vía de la adscripción pública: en una misma mesa sentamos a un socialdemócrata, a un liberal y a un comunista, y el problema parece resuelto. La tríada está perfectamente definida. En cambio, desde la perspectiva del pluralismo identitario, podría ser que no. ¿Qué sucede si los tres participantes de esa mesa redonda -o de una sección de opinión, o de un libro colectivo que versa sobre ciencia o filosofía- son hombres blancos heterosexuales? ¿Podemos seguir hablando entonces de pluralismo?

Posmodernos y liberales

Según el casi profético diagnóstico de Jean-François Lyotard en La condition postmoderne (Lyotard, 1979), los grandes relatos (científicos, ideológicos, históricos, etcétera), así como los grandes metarrelatos legitimadores (es decir, de tipo metodológico), han entrado en una crisis irreversible y ya no son asumidos por la mayoría. Esta es justamente una de las características esenciales de la condición posmoderna. La respuesta a esta situación no desemboca forzosamente en un escepticismo autodestructivo ni en un relativismo acrítico, sino en un nuevo consenso sobre las reglas del juego, en las que la entronización de pluralismo, especialmente en un contexto mediático, juega un papel fundamental. Lo interesante es que esa consideración tiene un sesgo más epistemológico que político. Es decir, se asume un escepticismo de carácter falibilista que, por pura inercia, asume la heterogeneidad de las opiniones como una especie de difusa garantía de veracidad. Desde la perspectiva del liberalismo de raíz ilustrada, en cambio, el pluralismo solo tiene un sentido político: en ningún caso se defiende como una especie de antídoto precario contra la incertidumbre, como en el caso de la actitud genuinamente posmoderna.

Para Sunstein, existe un sistema de comunicaciones que garantiza en los individuos un poder ilimitado a la hora de filtrar informaciones y que amenaza con crear una fragmentación inasumible en una sociedad democrática. Por eso cree que las atomizaciones culturales -casi mentales- que genera la red nos llevan a una sociedad balcanizada que ya empieza a ser incapaz de compartir referentes. La transformación del pluralismo en un valor incuestionable parece constituir, pues, una respuesta en positivo a esa situación, incluso en las más altas esferas institucionales, como es el caso de la Comisión Europea (2016).

Lyotard predijo que las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC) crearían conflictos con la hegemonía del Estado nación convencional. Y, ciertamente, en la red pasan cosas que han quedado completamente al margen del alcance tradicional del Estado. Las TIC han dibujado un nuevo panorama, pero con la constatación de esta evidencia no es suficiente. Por esa razón, la interpelación de Sunstein es otra: ¿todo esto refuerza o debilita los valores del sistema democrático? Si bien es cierto que, teóricamente, el paso de una estructura vertical a una horizontal-reticular se corresponde más con las ideas fundacionales de la democracia, en la práctica no está tan claro. Sunstein argumenta que las nuevas identidades híper atomizadas generadas por la red son contradictorias con el sistema de referentes compartidos inherente a las sociedades democráticas. Toda discusión tiene un carácter intencional: se discute sobre algo que, por supuesto, debe ser común. Sin este sistema de referentes compartidos no hay discrepancia ni diálogo o debate. Hay solo incomunicación, entendida aquí en un sentido casi ontológico. Esa disfunción, como hemos intentado poner en evidencia más arriba, no puede resolverse de ninguna manera apelando a un pluralismo de sesgo epistemológico (el posmoderno), pero sí al que defiende la teoría liberal en términos políticos de representatividad.

Conclusiones

Contrariamente a lo que suele afirmarse, el pluralismo -que no puede considerarse un valor en sí mismo, sino una condición necesaria para el debate político en libertad- no se inspira tanto en el ágora ateniense como en lo que suele llamarse el modelo de grupo de seminario, o en los clubes de debate y los salones de los siglos XVIII y XIX, tanto en América como en Europa. La idea que subyace en ambos casos, y que inspira el núcleo filosófico del cuerpo normativo occidental se caracteriza, entre otros elementos, por el respeto al derecho del otro a expresarse y ser oído, por la disposición a ser persuadido, por el talante basado en la honestidad intelectual y la empatía, así como por un homologable nivel intelectual y experiencial entre los participantes, nunca en la discusión. Desde una perspectiva ilustrada, el pluralismo político es perfectamente compatible con la idea clásica de “verdad”. Desde un enfoque posmoderno, en cambio, existe una inercia a asociar la noción clásica de “verdad” con una especie de monismo epistemológico refractario a la diversidad.

Tal como ha sucedido con otros conceptos mainstream, la noción de “pluralismo” corre el riesgo de transformarse en una mera coletilla vaciada de contenido debido a un uso argumental puramente rutinario. Urge, por tanto, recuperar su sentido original a través de un aggiornamento semántico clarificador. El presente artículo constituye solo una pequeña aportación a un debate que hoy debería ser central tanto en el ámbito de la filosofía política como en el de la sociología de la comunicación, entre otros.

La defensa de la pluralidad típicamente ilustrada tenía un trasfondo político relacionado con la idea de “representatividad democrática”. En cambio, la defensa posmoderna de dicho concepto tiene un sesgo epistemológico vinculado a posiciones relativistas y escépticas: rechazada la noción clásica de “verdad”, esta corre el riesgo de ser sustituida por la mera variedad y heterogeneidad de opiniones. La revolución digital ha multiplicado exponencialmente esta tendencia, hasta el punto de que resulta imposible para el ciudadano poder gestionar la ingente cantidad de información y otros contenidos a los que se ve confrontado de forma constante.

La eclosión de nuevas identidades (de género, de edad, etc.) que van más allá de lo ideológico, y que hoy vemos cristalizadas en la esfera digital, complica aún más la consumación del pluralismo político de matriz ilustrada: la variedad ideológica no tiene por qué coincidir con la de género, con la de edad o con la de otras variables. En abstracto, el número de permutaciones posibles es sin duda lícito, pero resulta difícilmente asumible desde un punto de vista político.

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1 Traducción del inglés a cargo del autor.

2 Traducción del inglés a cargo del autor.

Recibido: 16 de Julio de 2020; Aprobado: 21 de Diciembre de 2020

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