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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.65 México ene./abr. 2023  Epub 09-Jun-2023

https://doi.org/10.21555/top.v650.2036 

Artículos

El pensamiento de la joven María Zambrano (1928-1939). Una aproximación desde la perspectiva del liberalismo conservador

The Thought of Young María Zambrano (1928-1939). An Approach from the Perspective of Conservative Liberalism

1Universidad de Barcelona, España. elujan@ub.edu

2Universidad de Barcelona, España. jbaquesq@ub.edu


Resumen.

Este artículo ahonda en las aportaciones en clave política de la filósofa española María Zambrano durante su juventud (1928-1939) en los albores de la Segunda República española y la posterior Guerra Civil para plantear un posible encaje de estas en el cuerpo teórico del liberalismo conservador. Con esa intención, contrastamos ambas referencias sirviéndonos de sus respectivas críticas del racionalismo e idealismo en cuanto disciplinas incapaces de tratar adecuadamente con la comunidad política entendida como realidad orgánica difícilmente reducible a un plan general. El análisis de este rechazo se lleva a cabo en sus dos expresiones: como denuncia de la imposibilidad teórica que supone la tentativa racionalista de obtener una imagen completa de la realidad y como radical desconfianza en cuanto a la aplicación en el terreno práctico de los esquemas de la idealidad.

Palabras clave: María Zambrano; liberalismo conservador; racionalismo

Abstract.

This article deals with the political contributions of the Spanish philosopher María Zambrano during her youth (1928-1939) at the dawn of the Second Spanish Republic and the subsequent Civil War. We suggest her views may be within the theoretical realm of liberal conservatism. With this aim, we engage with her criticisms of rationalism and idealism as disciplines incapable of adequately dealing with the political community understood as an organic reality, hardly reducible to a general plan. The analysis of this rejection deals with its two expressions: as a critique of the theoretical impossibility of rationalism to obtain a complete picture of reality, and as radical distrust regarding the practical application of ideal schemes.

Keywords: María Zambrano; liberal conservatism; rationalism

Introducción

La obra de María Zambrano (1904-1991) ha sido ampliamente estudiada en su dimensión de crítica filosófica: su propuesta de “razón poética” como alternativa a una “razón racionalista” cada vez más reduccionista y separada de la realidad probablemente sea la parte de su obra que más interés ha recibido en la literatura académica. No obstante, esta idea de la razón explicitada como tal pertenece ya a una etapa relativamente tardía de su pensamiento, que Mercedes Gómez Blesa (2009, p. 32) sitúa en los contornos de 1970, de manera que una buena parte de su trayectoria, si no su mayor parte en cuanto a total de años (1928-1970), no ha sido objeto de un grado de atención equiparable. Asimismo, la naturaleza de una razón poética manifiestamente “no política”, expresada en forma de lenguaje “cada vez más simbólico y metafórico, al mismo tiempo que hermético” (Gómez Blesa, 2009, p. 32) ha terminado por hacer olvidar (aunque solamente en parte)1 las dimensiones más políticas de la obra de Zambrano.

Con esta contribución se busca revalorizar esas mismas aportaciones que, sea por la razón que sea, han recibido un interés académico comparativamente menor: sus escritos de corte político, redactados en este caso entre 1928 (prolegómenos de la Segunda República) y 1939 (final de la Guerra Civil en España y primeros meses de exilio). No son ni mucho menos sus únicos escritos políticos (que se alargan hasta 1965, aproximadamente), pero probablemente sí sean los únicos en los que la persistente búsqueda de la “razón poética” no ha eclipsado todavía su implicación directa en los episodios de la vida política, que en el período estudiado se encuentran necesariamente marcados por la experiencia republicana en España y la posterior Guerra Civil. Durante esta etapa, la joven Zambrano publica dos libros de corte político, Horizonte del liberalismo (1930) y Los intelectuales en el drama de España (1937), además de las colaboraciones en El Liberal (1928), Nueva España (1930-1931) y los escritos de la Guerra Civil para publicaciones como Hora de España, entre otros.2 La implicación de la joven pensadora en los debates políticos de aquellos años resulta incuestionable si atendemos no solo a su producción teórica, sino a sus colaboraciones en diferentes experiencias como la Federación Universitaria Estudiantil (FUE), la Liga de Educación Social (LES) o incluso el controvertido Frente Español (FE), además de su participación en las Misiones Pedagógicas o su cargo como Consejera de Propaganda y de la Infancia Evacuada por el lado republicano en el marco de la Guerra Civil.

Más allá de las afinidades políticas del momento (siempre transitorias), regresar sobre los mencionados escritos nos ha llevado a problematizar las raíces mismas de esa parte de su obra, que mantienen su coherencia independientemente de las asociaciones políticas en las que participa la joven autora. Sin tener eso en cuenta, se haría difícilmente explicable que la misma Zambrano, cuyo nombre aparece entre los promotores del fascistizante Frente Español el 7 de marzo de 1932, pudiera escribir en 1937 el incendiario alegato antifascista contenido en Los intelectuales en el drama de España, por poner el ejemplo más radical. Los constantes vaivenes en el terreno político quedan compensados en un plano teórico que se mantiene sin grandes alteraciones a pesar de las convulsiones políticas del momento histórico y del que se pueden identificar los cimientos de una crítica política personalísima a los modelos de organización política basados en el racionalismo e idealismo filosóficos dominantes en la Europa moderna. Desde su primerísimo artículo en El Liberal (del 28 de junio de 1928), en el que se anuncia el “agota[miento] […] [d]el tema idealista” y la necesidad de una “nueva confianza en la estructura, en el sentido del mundo”, que Zambrano va a mantener esa constante por encima -o más bien por debajo, “subterráneamente” (2015b, p. 57)-, como consta en la palabra inicial de su primer libro) de las disquisiciones políticas de cada momento.

Zambrano va a expresar su escepticismo frente a las soluciones políticas salidas de la plantilla racionalista tanto en su aspecto puramente teórico (de crítica filosófica) como en su expresión práctica (de construcción de una sociedad ex novo, rotas las cadenas del ayer). Semejante reticencia es, en términos generales, igualmente compartida en el bloque de autores que habitualmente enmarcamos dentro del liberalismo conservador (Edmund Burke, Friedrich Hayek, Michael Oakeshott…), que por varios motivos asumimos que le son desconocidos a Zambrano durante esos años (por no citarlos en parte alguna de este período) aunque parece tener intuiciones muy parecidas a las de aquellos en cuanto a su profunda preocupación por una absorción racionalista de la vida comunitaria en su forma espontánea. La hipótesis de la que partimos es que estas correlaciones no solamente existen o son en modo alguno circunstanciales, sino que constituyen un lugar compartido desde el que ambas referencias buscan dar con una política no rendida al tiralíneas racionalista ni seducida por la idea revolucionaria de construir una nueva sociedad desde la pura nada, que obligaría a la destrucción violenta de la sociedad existente. Este diálogo nunca antes planteado permitirá asimismo establecer una conversación de la que podrán extraerse lecciones tangibles para la organización de la sociedad política desde las coordenadas de la humildad y la responsabilidad para con las formas heredadas.

Marco teórico

Desde los ilustrados escoceses hasta Hayek, desde Burke y Tocqueville hasta Oakeshott y Novak, podemos encontrar un grupo bastante homogéneo de autores que han defendido un modelo de sociedad en el que el Estado debería intervenir lo menos posible en la vida de la gente: autores que, a menudo, son considerados como liberal-conservadores, alejados tanto del liberalismo contractualista como del tradicionalismo. Pero lo más relevante es la razón esgrimida para ello. Porque esas interferencias, en caso de arreciar, pondrían en entredicho los logros que, como colectivo, habríamos ido asumiendo a lo largo de la historia, gracias a un proceso de evolución espontánea. Un proceso caracterizado por huir de los cantos de sirena del racionalismo y su repertorio de modelos ideales. Aunque, en lo que aquí nos ocupa, quizá haya que enfatizar la huida de la ingeniería social, ya que eso (aquello de lo que se recela) incluye las políticas públicas que desean establecer un mundo supuestamente “mejor” a partir de la planificación pormenorizada de las actividades humanas.

Esa pretensión depende, en primera instancia, de la percepción que se tenga de la capacidad de nuestra mente para entender y manipular lo que nos rodea. Percepción que, a su vez, arraiga en las tesis de Descartes, en la medida en que este precursor estableció la separación, a través de su famoso dualismo, entre la res cogitans (el sujeto pensante) y la res extensa (el objeto de conocimiento sobre el que, en su caso, hay que actuar). De este modo, nos habríamos emancipado de la influencia que el medio ejerce sobre nosotros, podríamos sustraernos de este y, en el paso definitivo, podríamos cambiar ese medio en función de los parámetros diseñados por nuestro intelecto. Nuestra conciencia sería la nueva dueña del mundo, jugando un papel casi dioico.

Sin embargo, los autores citados al principio, críticos con esta posibilidad (teórica) y con esta eventualidad (su puesta en práctica) sospechan de una corriente de pensamiento que arranca en Platón, a quien algunos catalogan como el auspiciador del “constructivismo racionalista” que convirtió a los hombres en “filósofos-reyes” que pretenden reorganizar el mundo de un modo totalitario (cfr. Hayek, 1978b, II, p. 178-179).3 Luego, esta pretensión se proyecta a través del cartesianismo para desembocar en las teorías del contrato social, vinculadas a las revoluciones liberales y democráticas. Sobre todo, les preocupa su versión rousseauniana, que es la que mejor capta la esperanza de construir un mundo nuevo y a la vez mejor, haciendo tabula rasa de lo acontecido en el pasado. De modo que las viejas costumbres, esas que habrían superado la prueba del tiempo (que, al menos en ese sentido, tienen algo de estructural) pasarían a ser cuestionadas por una voluntad general que se arroga el derecho a discutirlo todo para, si es necesario, comenzar de cero.4

Frente a eso, los autores de nuestro marco teórico despliegan un abanico de propuestas alternativas a las racionalistas, contractualistas u otras formas de social-constructivismo. Algunos definen esa trilogía fatalmente arrogante (cfr. Hayek, 1997, p. 249-250) en términos de una nueva fe, quizá la más dogmática de todas las que hemos conocido hasta la fecha (cfr. Oakeshott, 1996, p. 118), pero todos ellos reniegan de lo que subyace, identificando y denunciando de un modo muy homogéneo sus orígenes, sus principales tópicos y sus inconvenientes, incluyendo la crítica a un espíritu de innovación que se basa en presuntas capacidades de una mente humana desgajada del mundo (cfr. Hume, 1985a, p. 144), a los arquitectos sociales que parten de supuestos contratos sociales que jamás han existido (cfr. Smith, 1995, p. 361), a la confianza ilusoria en el “depósito de razón” de cada hombre (cfr. Burke, 1984, p. 116), al cartesianismo que dio pie a la revolución francesa (cfr. De Tocqueville, 1993a, p. 162), al liberalismo “sin mezcla” que exagera el modo en el que ha operado la racionalidad en la historia (cfr. Novak, 1983, p. 65), y así un largo etcétera.

Pero, lejos de limitarse a cuestionar el modo cartesiano de entender el progreso social, estos pensadores aportan explicaciones alternativas de ese mismo progreso. Es el papel de la conocida teoría del orden evolutivo espontáneo (cfr. Ferguson, 1974, p. 155 y 255; Smith, 1994, p. 488; De Tocqueville, 1993b, I, p. 287;5 Hayek, 1978b, I, p. 46; Novak, 1983, p. 122; Oakeshott, 1996, p. 47),6 que contempla, ciertamente, la constante participación del ser humano en la vida pública a través de sus acciones cotidianas, pero a la que es extraña la injerencia del designio humano a modo de transformación deliberada. En definitiva, se trata de un tertium genus entre la physei y la thesei (cfr. Hayek, 1978b, I, p. 39-40).7 De hecho, la teoría de la mano invisible, convenientemente aplicada al conjunto de las instituciones sociales, responde a la misma lógica (cfr. Smith, 1994, p. 554). Estos autores arguyen que algunas de las principales y más logradas instituciones de nuestros días son fruto de ese tipo de evolución, mientras que la historia demuestra que entorpecerla, ralentizarla o negarla suele acarrear funestas consecuencias vitales en el ámbito social, económico y político.

No idéntica, pero desde luego muy próxima, es la teoría de la convención de la que se proponen ejemplos como la aparición y mejora del lenguaje humano (cfr. Hume, 1982, p. 182) o el progresivo refinamiento de las reglas de cortesía (cfr. Hume, 1991, p. 78) así como la teoría de la prescripción, de acuerdo con la cual somos albaceas de un legado depositado por las generaciones anteriores que, con el transcurrir de los años, no merece ser dilapidado sino, en todo caso, pulido y readaptado a la nueva realidad (cfr. Burke, 1984, pp. 58, 109 y 123). Aunque, en última instancia, lo que preocupa a Hume, Ferguson, Smith, Burke o Tocqueville, así como a sus adláteres más recientes, es que a través de la pretensión racionalista acabemos secando la fuente de ese mismo progreso. Es decir: de tanto perseverar en la tentativa de dirigir el mundo, terminemos por destruirlo. Porque la exacerbación de las tesis cartesianas puede conducir -o ya lo estaría haciendo- a convertir esa emancipación en desconexión del mundo que nos rodea, constituido por ese cúmulo de instituciones a preservar del estallido revolucionario. Por ello, la teoría que mejor sintetiza esos recelos, en pleno siglo XX, es la teoría de las consecuencias indeseadas (cfr. Novak, 1989, p. 43; 1992, p. 53).

También es muy sugerente, en este sentido, la teoría de la política entendida como conversación (cfr. Oakeshott, 2000, p. 366). De acuerdo con su enfoque, el progreso humano siempre ha dependido del respeto a las tradiciones de comportamiento legadas por nuestros antepasados, aunque eso todavía contenga margen para dialogar con las insinuaciones que aquellas plantean (volvemos constantemente a esa tercera vía). Lo que, en cambio, sería pernicioso (con efectos potencialmente devastadores para todos) sería la pretensión de cambiar esa conversación por una argumentación que pretenda arrinconar o incluso destruir esa experiencia acumulada. Asimismo, es interesante, a nuestros efectos, comprobar cómo este autor recuerda que el valor de las tradiciones de comportamiento estriba en que están integradas por reglas no instrumentales. Es exógena a estas tradiciones la pretensión de definir un plan o unos fines concretos, que deban ser impuestos a todos los individuos, aunque eso tenga como objetivo mejorar (supuestamente) sus vidas (Oakeshott, 2000, p. 40).

Por lo demás, todos los autores citados como núcleo principal de este marco teórico tienen en común su aversión a esos planteamientos que, dotados de un exagerado nivel de abstracción, tratan de aplicar las mismas recetas por doquier. Por el contrario, lo que ellos defienden es el carácter parroquial de nuestro conocimiento, siempre limitado y, por ende, necesariamente humilde. De manera que no hay nada más alejado de su aproximación que la aplicación de una vara de medir universal. Menos aún, si cabe, cuando en el terreno de la práctica eso implica introducir la variopinta realidad de la que formamos parte en un mismo molde. A sus ojos se trataría, pues, de la exacerbación de la pesadilla de la Razón cartesiana: de la emancipación habríamos pasado a la desconexión, y de esta, sin solución de continuidad, a la completa destrucción del mundo que nos rodea.

En conjunto, se trata de planteamientos que ayudan a comprender la esencia del conservadurismo. Pero no de cualquier conservadurismo, sino del que también se opone a la mera reacción, propia de los tradicionalistas como De Maistre o De Bonald, entre otros. En realidad, se trata de un conservadurismo abierto al cambio, pero no a la revolución; con sensibilidad hacia el pasado, pero sin renunciar al progreso; celoso de las tradiciones, pero sin ansia de cosificarlas; partidario de la interacción social, pero no de la tiranía de los poderes públicos sobre esa misma sociedad; condescendiente con las reformas, pero crítico con los excesos de estatismo; amigo de la espiritualidad, pero alejado de dogmas anclados en las viejas religiones o en quienes las cuestionan con la pretensión de usurpar el papel de Dios; defensor del sentido común, más que de los experimentos planteados por la ingeniería social y constitucional. En definitiva, un liberalismo conservador capaz de sostener su argumentario mucho más allá -contra los tópicos al uso- de cualquier veredicto acerca del libre mercado.

Este artículo es fruto de un trabajo previo desarrollado acerca tanto del elenco de autores que solemos categorizar dentro del liberalismo conservador como de la obra de la joven María Zambrano, con los que la hemos instado a conversar para sacar a relucir las sintonías tanto “teóricas” como “prácticas” entre sus respectivas propuestas. A medida que se avanzaba en la lectura de los textos noveles de la filósofa andaluza, las similitudes con esos teóricos clásicos del liberalismo conservador parecían cada vez más evidentes, e incluso sorprendentes, por haber permanecido ausente un análisis comparativo pormenorizado en la literatura especializada y por ir a contracorriente de cierta tentación por subsumir a Zambrano dentro de su contexto y limitar el calado de sus aportaciones del período a un análisis estricto de la situación política inmediata, pasando por alto su condición de teórica política. Con nuestra contribución, buscamos reabrir el debate referente a las ramificaciones más filosófico-políticas de la obra de juventud de la autora, que por las razones que sean han ido quedando desatendidas en la filosofía política y la han terminado confundiendo con un análisis de corte más bien sociológico redactado al calor la España de 1930, perdiendo cierta dosis de necesaria profundidad en el aspecto filosófico.

Consiguientemente, el objetivo de este análisis será el establecimiento de los puentes a los que haya lugar entre las tesis de este bloque de autores y la obra de María Zambrano, centrándonos en el trabajo que la veleña lleva a cabo en sus primeros años de reflexión intelectual, con la experiencia de la Segunda República en España y la posterior Guerra Civil como telones de fondo. Con esa intención en mente, hemos optado por organizar metodológicamente la investigación de manera que se puedan mostrar los posicionamientos genuinamente zambranianos en el cuerpo del texto y hacer que los otros autores dialoguen con ellos mediante notas al pie cuando se aluda a temas o preocupaciones compartidas. Como apunte final, aunque no se pueda constatar o demostrar que la autora en cuestión hubiera tenido conocimiento de las teorías expuestas en esta parte del artículo, semejante desconocimiento no hace más que redoblar el interés por llevar a cabo la exploración de las similitudes. Porque eso implicaría que se podría defender, de consuno, la originalidad de su mirada, pero también su aportación a una corriente de pensamiento muy asentada en el ámbito de la teoría política: el conservadurismo liberal.

La imposibilidad teórica: crítica de la razón racionalista

Los escritos de juventud de la autora van a significar el inicio de su crítica de las formas de entender la racionalidad dominantes en Occidente desde la Grecia clásica, las cuales solamente agravaron sus carencias con el advenimiento de la Modernidad en Europa. Los dos primeros libros, Horizonte del liberalismo (1930) y Los intelectuales en el drama de España (1937), medran directamente con la crítica de los sistemas de pensamiento propios de la Edad Moderna, mientras que los otros dos, Pensamiento y poesía en la vida española (1939) y Filosofía y poesía (1939), profundizan en las implicaciones filosóficas de la crítica larvada en el par de obras anteriores para llevarla hasta los orígenes culturales (la Grecia antigua) de un concepto de la razón humana que ella juzga como cada vez más reduccionista, abstracto y distanciado de la realidad. Alejada de cualquier vitalismo ciego, de corte irracionalista, Zambrano va a ir desde el principio en busca de una idea de la razón más amplia que la forma adoptada en la tradición racionalista e idealista hegemónica, por estar siempre dispuesta a la aceptación de una otredad que pudiera haber quedado al margen de sus categorías y ser por ende recelosa de sus propias capacidades para conocer (y dominar) la realidad.

La pensadora andaluza se va a servir de la figura del “filósofo” griego (en oposición a la del “poeta”) para sentar las bases de su crítica cultural. A través del conocido episodio de República en el que Platón exige la expulsión de los poetas de la ciudad ideal concebida por la mente filosófica, nuestra autora va a denunciar el carácter restrictivo que subyace a las formas de racionalidad acuñadas en la Grecia clásica y de las que ha emanado el “dogmatismo metafísico racionalista y absolutista que ha llenado, con todas sus consecuencias, más de veinte siglos de historia” (Zambrano, 2015c, p. 196), hasta llegar a la contemporaneidad desde la que escribe Zambrano en la década de 1930. Ya desde su nacimiento en la Antigüedad, la filosofía surgirá polemizando con cualquier otra forma de abordar la realidad que no pase por su fijación desde la “idea”, obtenida tras una persistente interrogación por el ser de las cosas, más allá de su apariencia transitoria. Con la decisión de Platón en el célebre diálogo:

[se] había de formular con toda rigidez lo que ya estaba implícito en la filosofía griega […] [:] la condenación de la poesía que la filosofía comportaba en sus ideas fundamentales: ser, verdad, razón. […] Reconocida la primacía del ser y afirmado que el ser es unidad, ya no le quedaba al hombre sino desprenderse violentamente -violentando y violentándose- de todo lo que no es ella (Zambrano, 2015a, p. 708).

A ojos de Zambrano, la condena de la poesía en República debía interpretarse como la necesaria consecuencia (en clave política) derivada del concepto de “razón” que se iba a instituir a partir de Platón y su discípulo, Aristóteles. La actitud filosófica que ellos dos patentan conseguiría reducir a “idea” la problemática physei, una Naturaleza sacra que antes de ellos se presentaba como hermética, para dar inicio a una racionalidad que quiere hacer del mundo un lugar transparente para la mirada humana, pero al precio de rechazar cualquier otra forma de entender el logos que contemple la persistencia de una otredad inabarcada o inabarcable para el examen filosófico. Zambrano va a criticar una actitud que no puede calificar de otra manera que de “soberbia”8 por creerse poseedora de una idea de “razón” aparentemente capaz de “llegar a poseer por la fuerza lo que es inagotable [la realidad]” (2015d, p. 599), además de denunciar el afán de polémica de la filosofía con los saberes encarnados en el poeta9 y sin dejarse impregnar por sus virtudes mejores, desconocidas para el logos filosófico: su fe10 y su humildad, que le predisponen a una actitud de apertura hacia el mundo que lleva inscrita una fundamental desconfianza (o incluso escepticismo) en cuanto a sus propias capacidades para cristalizarlo en “idea”.11 De ahí que en las páginas iniciales de Filosofía y poesía se abogue por una “reconciliación más allá de la disparidad actual” (Zambrano, 2015a, p. 688) entre el pensamiento y la poesía, proyecto que en el caso de Zambrano va a tomar el signo de la “razón poética” en su obra tardía, pero que en el período estudiado solamente se designa por ese nombre en un par de textos de los años de la Guerra Civil española: la dedicatoria “A los poetas chilenos de ‘Madre España’” y el artículo “La guerra de Antonio Machado”, los dos de 1937.

Con la entrada de Europa en la Edad Moderna, la reconciliación soñada estaría más lejos que nunca de producirse. La misma filosofía de raigambre griega “volvió a nacer por segunda vez, renació y con ello sus pretensiones imperiales” (Zambrano, 2015a, p. 736), aunque en las formas extremas del racionalismo e idealismo. Las carencias que Zambrano apuntara de la filosofía griega (soberbia y beligerancia con otras interpretaciones del logos) iban a intensificarse con los sistemas de pensamiento que fueran portavoces de la Modernidad. Los motivos: la persistencia del optimismo filosófico originario en cuanto a las capacidades de la razón para conocer la realidad, a la que ahora se añadía el descubrimiento filosófico del ente “conciencia” en Descartes, que rompe en esto con el pensamiento griego y su pregunta por las cosas para hacer de la racionalidad humana el fundamento que permite que la realidad se haga accesible:

El ser ya no está ahí como en los tiempos de Grecia, ni como en la Edad Media, como algo en que mi ser, mi propio ser, está contenido, bien que de diferente manera a las demás cosas. Ya el ser no es independiente de mí pues que, en rigor, sólo en mí mismo lo encuentro, y las cosas se fundamentan en algo que yo poseo. Sólo la persona humana quedará exenta, libre, fundándose a sí misma (Zambrano, 2015a, p. 739).

Descartes, con su movimiento de repliegue sobre la conciencia y consiguiente alejamiento de las cosas, supone el inicio de una “nueva racionalidad” distinta de la filosofía griega (de la que sin embargo procede), una en la que se ha asignado a la res cogitans la tarea de someter a una realidad entendida como res extensa a los términos convenidos por su “Método” para corroborar la validez existencial de la segunda.12 El posterior idealismo alemán va a llevar todavía más lejos el afán de condicionar la existencia de la realidad a su manso acoplamiento en las categorías del sujeto del conocimiento, hasta decretar, en el caso de Fichte, que el yo es “lo que confiere ser, realidad, a las cosas que ya no son, en realidad, tales cosas sino objetos del pensamiento. El ser está puesto por el pensar; no recibido por él. […] ¿Qué ha quedado que no sea él? Propiamente nada, nada que pueda ser nombrado” (Zambrano, 2016, p. 567), programa que Hegel resume en su conocido aforismo, según el cual “lo que es racional es real; y lo que es real es racional” (1968, p. 34). La configuración del sujeto idealista tanto en Fichte como en Hegel iba a comportar la reducción de la realidad a una escala enteramente humana, decretando (autoritariamente) la inexistencia de aquellas realidades no procesables por las categorías cognoscitivas de dicho sujeto, que es catapultado a la soberbia por saberse dueño de un conocimiento fundamentador, que ontológicamente solo había sido accesible a la divinidad.13

A contracorriente del racionalismo e idealismo dominantes en la Europa moderna, la joven Zambrano va a denunciar en su Horizonte del liberalismo un concepto de la razón que ella juzga preso de un “optimismo cognoscitivo” que se traduce en un “dogmatismo, que consiste en creerlo todo revelado”, situación que hace que “[n]ada, pues, rest[e] por saber ni averiguar, y sólo será posible recopilar y ordenar: obra lógica y nunca creadora” (2015b, p. 67). Y aportando un elemento propiamente político a esta crítica del dogmatismo racionalista, nuestra autora va a asociar esta forma de razonar a una política que ella llama “conservadora”, calificación que en su caso asume unas connotaciones nada tópicas: conservadora será la política “dogmática de la razón”,14 que predica la “aplicación apriorística de unas cuantas fórmulas, expresadas con exigencias de perennidad” (Zambrano, 2015b, p. 64). Según este criterio, serían conservadores los sistemas de pensamiento derivados del racionalismo e idealismo que, equipados con una idea de la razón soberbia a la par que abstracta, aspiran a imponer sus condiciones sobre la realidad, en vez de ser a la inversa.

Observamos en la totalidad de este período iniciático un buen repertorio de referencias en este sentido, que refuerzan su denuncia de una razón “ebria de sí misma, [que] se creía invulnerable, absoluta, con lo cual, sin dejar de ser contemplativa, se creía legislar el mundo” (Zambrano, 2015c, p. 165), que es el resultado de haberse “afirma[do] a sí misma con una rigidez, con un ‘absolutismo’ nuevo en verdad. La razón se afirmaba cerrándose y después, naturalmente, ya no podía encontrar otra cosa que a sí misma” (Zambrano, 2015a, p. 748): Zambrano va a tomar distancia de esta razón “absoluta” instituida en Europa con el cartesianismo y llevada a su extremo con el idealismo, la cual nos ha desarraigado de nuestro mundo circundante para suplantarlo por un doble virtual (idealizado), obra de la conciencia y por consiguiente reducible a su medida, sobre el que ahora se ve capaz de “legislar” ilimitadamente. Asimismo, posiblemente sea Nostalgia de la tierra (1933) el artículo que mejor resuma esta nueva situación del hombre moderno en un mundo devenido fantasmal:

[…] un mundo compuesto de “estados de conciencia”,15 […] un mundo desrealizado, convertido en sensación, representación o imagen, […] un mundo que era trozo de mi conciencia. […] La tierra dejó también de ser cosa sustentadora de todas las cosas, para ser algo abstracto, lejano; para ser una gran desilusión, algo material. […] Mas la conciencia necesitaba del otro polo, de algo extraño y ajeno a ella, para poder sostenerse, para poder seguir en pie devorando el universo; y esto era la materia: nombre de la desilusión producida por encontrar un límite, un tope, al disolvente de la conciencia. […] El mundo sensible, el glorioso mundo sensible, ya no existía para nosotros […] [:] [s]e había disgregado en fantasma, de una parte, y materia, por otra (Zambrano, 2019, pp. 171-172).

El fragmento describe el proceso de conversión del mundo “sensible” en mundo “trozo de mi conciencia”, en el que se suprimen los elementos inasibles para las formas de racionalidad existentes tras atribuir a la “materia” el rango de suprema realidad. “Materia” que, en un principio, “sólo pretendía dar el nombre de una realidad, de un modo del ser; más tarde, del único modo del ser” (Zambrano, 2019, p. 171; cursivas nuestras). Interpretando el mundo desde un materialismo reduccionista (herencia de la física matemática), se daría lugar a una idea de este que lo hiciera enteramente cognoscible por el sujeto humano, aunque en el proceso quedara eliminada la otredad: “el afuera, o sea el espacio, se había quedado despoblado, vacío. Espacio geométrico sin misterios donde penetrar, sin sorpresas que esperar y temer. Espacio geométrico, infinito, vacío, desterrado” (Zambrano, 2019, p. 173). La andaluza va a ser especialmente crítica con esta nueva articulación del espacio, que es producto de una interpretación mecanicista que “devora” totalitariamente las dimensiones de la realidad que no son procesables mediante sus fórmulas. El diagnóstico que quiere dar (en forma de advertencia) es que una excesiva abstracción en clave racionalista lleva inscrito el peligro de que “demasiada luz lleg[ue] a confundir y borrar casi tanto como ninguna” (Zambrano, 2019, p. 173),16 intuición que es desarrollada en un artículo de 1938 precisando que un pensamiento desmedidamente entregado a la idealidad “hace perder el origen de los hilos; arrojando sombra a las cosas, borrando la luz” (Zambrano, 2015c, p. 328).

En términos filosóficos más ortodoxos, esta aparente paradoja de una luz que ensombrece en vez de iluminar queda resuelta en “La reforma del entendimiento” (de 1937), en el que la autora explica que es propio de las “épocas intelectualistas” que:

[…] [l]as ideas ha[yan] dejado de ser para la vida, y la vida, por el contrario, ha[ya] llegado a ser para las ideas. Pero en este mismo instante las ideas han perdido su maravillosa realidad de intermediarias, de ventanas comunicadoras […] y se convierten en una pálida imagen de sí mismas, en una mistificación de las ideas verdaderas, y así el extremo intelectualismo viene a hacer traición a la verdadera inteligencia en el instante mismo en que se vuelven de espaldas a la realidad (Zambrano, 2015c, p. 197).

La impugnación zambraniana de la razón racionalista se ampara claramente en el raciovitalismo orteguiano para denunciar que las “ideas” de nuestro tiempo hayan perdido su intimidad con la realidad, traicionando a la “verdadera inteligencia” por haberse trasladado a un mundo de abstracciones hecho a la medida humana. El propio José Ortega y Gasset, maestro de María Zambrano durante sus años de estudiante en la Universidad Central de Madrid y cuya influencia fuera especialmente intensa en esos primeros compases, se refiere a esta misma problemática en “El ocaso de las revoluciones” (1923):

Sobreviene un extraño desdén hacia las realidades; vueltos de espalda a ellas, los hombres se enamoran de las ideas como tales. La perfección de sus aristas geométricas los entusiasma hasta el punto de olvidar que, en definitiva, la misión de la idea es coincidir con la realidad que en ella va pensada. […] Ahora se va a hacer que la vida se ponga al servicio de las ideas (Ortega y Gasset, 1939, p. 113).17

Tal y como podemos comprobar, Zambrano va a seguir la senda abierta por Ortega para ir en busca de un concepto de la razón libre del “optimismo cognoscitivo” que subyace a sus interpretaciones racionalistas, presas de un formulismo abusivo que degenera en una arquitectura de abstracciones, desapegada de la realidad conformada por el mundo sensible. Esa iba a ser la apuesta de la pensadora desde una de sus primeras aportaciones, criticando que el liberalismo racionalista quisiera “dar a lo humano todo su intenso valor, con afán de pureza suprema -las raíces que se hunden en la tierra son impuras. Y llegó a lograrlo, en efecto; montó de nuevo la vida; pero, fría y pura como un brillante, la montó al aire […]. La excesiva pureza lo había matado” (Zambrano, 2015b, p. 79).18 Y más allá de la crítica, de la pura negatividad que obligaría a categorizarla dentro de las corrientes vitalistas e irracionalistas, ya en este período de juventud iba a ofrecer una forma temprana de la “razón poética”, que puede hallarse en el artículo “Misericordia” (de 1938), reseña del libro de Benito Pérez Galdós: “Razón esencialmente antipolémica, humilde, dispersa, misericordiosa. […] La razón despegada de la vida ha corrido durante siglos por su mundo, conquistado mundo de abstracciones” (Zambrano, 2015c, pp. 236-237). Esa idea de la razón surge como propuesta alternativa a sus formas “absolutas” imperantes en la Europa moderna, las cuales han degenerado en un pensamiento abstracto que:

[…] [s]e fue idealizando hasta llegar en su soberbia a presentarse una imagen de su existencia coincidente con su ideal […]. La inteligencia ha perdido la conciencia de sus pecados, diríamos; ha reducido el orbe a su medida y todo le es permitido. La inteligencia no delinque, todas las ideas, al participar de la idealidad, se quedan a salvo. Las ideas deben ser rebatidas con las ideas, y cada vez queda menos lugar para mirar a la realidad de frente (Zambrano, 2015c, pp. 143-144).

A pesar de surgir en respuesta a esa “traición” del pensamiento que supone la razón racionalista, esta “razón misericordiosa” propuesta por la andaluza aparece sin ánimo de polémica (filosófica) con las formas dominantes de la racionalidad, pues “una de las características de[l] [...] género de razón” que se describe en “Misericordia” “sería el no tomar represalias contra lo que la domina, el no tomar represalias más que en el terreno de la creación, rebasando, superando -jamás rebatiendo ni disputando” (Zambrano, 2015c, p. 236). La autora pretende dar, de este modo, con una razón liberada de dogmatismos, arraigada en la vida y en la que las ideas vuelvan a cumplir su función de ser “ventanas comunicadoras” con una realidad no reducida a la abstracción mecanicista. Gracias a esta reforma de las formas del entendimiento europeas, ese mundo exterior forzado a adoptar una existencia fantasmal dentro del molde idealista iba a recuperar su corporalidad, tal y como se anuncia en Filosofía y poesía: “La luz se ha hecho de nuevo, volvemos a la tierra. Regresamos, y las cosas quedan donde realmente están, no donde por un instante se ha querido que estén, creyéndose más que hombres en un rapto” (Zambrano, 2015a, p. 743). El ya citado “Nostalgia de la tierra” (1933) hablaría por su parte de hacerlo “salir de la cárcel de la conciencia, de la oscura trampa donde el pobre mundo se había dejado coger” (Zambrano, 2019, p. 172) para ser alumbrado nuevamente, pero con una razón “humilde” (con “conciencia de sus pecados”), no absoluta y por tanto reticente a ensoberbecerse, en la que la “luz” proyectada no sea tan intensa como para no poder compaginarse con el claroscuro que encarnan las realidades no reducibles a “Método”.

En consecuencia, el proyecto filosófico que Zambrano se trae entre manos desde Horizonte del liberalismo va a consistir en una tarea de “reconstrucción” y de reintegración en un “mundo estructurado; la vuelta a un universo que conexione al hombre sin disolverle ni encadenarle; el retorno a la fe, a una fe timonel de la inteligencia y no su prisión” (2015b, p. 88), tarea de reparación que se revela como exactamente la contraria de una mentalidad revolucionaria o utopista que su maestro Ortega juzgara como “el carácter [político] propio a cuanto elabora la razón pura” (1939, p. 117) y que la joven Zambrano asocia políticamente a la destrucción agresiva de las realidades no contempladas en los esquemas de la idealidad.

La inconveniencia práctica: el ideal que se materializa en la violencia

Horizonte del liberalismo y Los intelectuales en el drama de España constituyen los dos libros “políticos” del período, en los que Zambrano extiende su crítica cultural a las principales expresiones de la vida política del momento en España y Europa: la revolución (con el ciclo abierto por la rusa de 1917) y la guerra (por estar ambos escritos en el breve lapso que separa el final de la Primera Guerra Mundial en 1918 del estallido de la Guerra Civil en España, en julio de 1936).19

A nivel personal, su adscripción al proyecto de la Segunda República durante dicho período iba a tener una motivación no tan “política” como “ética”, por tratarse de un modelo político en el que no intervienen en su proclamación “las armas […], ni siquiera esa otra arma de los tiempos modernos que es la movilización de la masa obrera, la huelga que paraliza la vida”, sino una “hora ejemplar […] sin aditamento de violencia” (Zambrano, 2014, pp. 1039-1040), como parece desprenderse de las palabras de su autobiografía Delirio y destino, escritas, eso sí, cierto tiempo después de la etapa analizada (1952). Engendraría cierta confusión interpretar que esta adhesión es el producto de razones políticas positivas antes que puramente éticas, de acuerdo con una coincidencia (circunstancial) de intereses con el socialismo español del contexto para articular el naciente republicanismo como un “compromiso cívico aglutinante” (Calvo González, 2005, p. 104). Tanto es así que la ética zambraniana constituye la forma suprema de la política democrática propuesta en su último libro “político”, Persona y democracia (de 1958):

La persona, como su mismo nombre indica, es una forma, una máscara con la cual afrontamos la vida, la relación y el trato con los demás, con las cosas divinas y humanas. […] La relación de la persona humana con la sociedad ha de convertirse en la relación de la persona moral con la sociedad (Zambrano, 2011, pp. 432 y 434).

Volviendo a la década de 1930, nuestra autora va a apostar contra la tendencia histórica del momento (que derivaría en una Guerra Civil fratricida y en una nueva conflagración a nivel europeo apenas veinte años después del fin de la última) para intentar formular una política a la altura de su concepto de la razón: “antipolémica, humilde, dispersa, misericordiosa” (Zambrano, 2015c, p. 236).20 Así, los escritos de corte más propagandístico redactados al calor del conflicto constituyen, dentro de esta persistente búsqueda de “otra” política, exponentes de una circunstancial “razón armada” propia de un tiempo de guerra, tal y como la ha conceptualizado Jesús Moreno (en Zambrano, 2004, p. 55): tanto por el tono (en extremo beligerante) como por las temáticas, esa serie de textos se revela como una excepción tan pronto como la comparamos con cualquiera de los del período anterior o inmediatamente posterior. Probablemente, el fervor militante desde el que escribe en esa parte de su obra no haya hecho más que alimentar la confusión a la hora de desplegar un análisis político certero, que en caso de sobredimensionar esa breve etapa se queda en su capa más superficial, producto de la miopía en la escala temporal.

Zambrano postula en Horizonte del liberalismo la existencia de dos formas fundamentales de acción política: la “política conservadora” y la “política revolucionaria”. La terminología puede dar lugar a equívocos, que desaparecen en cuanto consultamos el significado que asigna a cada una de ellas:

[Una política conservadora prescribe] las leyes por las que la vida moral ha de regirse -como en Platón-. Y esta estructura moral es al mismo tiempo, llegando desde las leyes hasta el reglamento, estructura social. Y ya para siempre, puesto que, conocidos los fundamentos de la vida entera, el cambio sería degradación. (Verdaderamente, aquí se asientan las más terribles especies de dictadores. Demos gracias a Dios que los nuestros no hayan leído a Platón). […] Será revolucionaria aquella política que no sea dogmática de la razón, ni tampoco de la supra-razón; y creerá más en la vida, más en la virtud de los tiempos, que en la aplicación apriorística de unas cuantas fórmulas, expresadas con exigencias de perennidad […]. Ante todo, será revolucionaria la política que cuente con el tiempo (Zambrano, 2015b, pp. 64 y 67).21

A través de tan singular terminología, la autora ofrece una definición sumamente concreta del “conservadurismo” en política, que no se corresponde exactamente con la acepción tópica. A tenor de sus palabras, el conservadurismo queda señalado como una manera dogmática de proceder políticamente, por ser presa de una interpretación mecanicista de la vida política: “[e]l conservador vive del ensueño de convertir la política en física; la historia humana, en historia natural; más aún, en astronomía. El conservador es el mineralizador de la historia […]” (Zambrano, 2015b, p. 65). El rechazo de Zambrano a las formas paralizantes de cierto conservadurismo cerrado a los cambios va a mantenerse a lo largo de todo este período de juventud, pero se intensifica con el advenimiento de la Guerra Civil a través de su crítica del tradicionalismo español, el cual entiende las “categorías históricas de manera estática, análoga a las de la naturaleza, [y] ha convertido la tradición, de un proceso vivo, en un muro infranqueable que cierra todo paso hacia el porvenir” (Zambrano, 2015c, p. 222). Es importante observar que la denuncia del tradicionalismo apunta no a su defensa de la tradición, sino a la incapacidad de los tradicionalistas para seguir haciendo de ella un “proceso vivo”.22 La acusación cambia completamente de tono, erigiéndose Zambrano en portavoz de una tradición “auténtica” y sobre todo dinámica, que en manos de los “conservadores” del oficialismo no puede sino terminar convertida en “ídolo, en fetiches” (Zambrano, 2015c, p. 222) o directamente desapareciendo debido a su cerrazón en un sentido dogmático. Interpretada desde la perspectiva de la tradición, la experiencia de la conflagración demostraría que:

[…] en esta lucha a muerte del pueblo español contra su pasado de pesadilla, contra el cartelón del crimen con que querían aterrorizarle para que no se moviera; es ahora cuando vamos a encontrarnos de verdad con el pasado y cuando la tradición de nuevo y se reencarna en el hoy. Hoy España vuelve a tener historia (Zambrano, 2015c, p. 205).

Las escenas del pueblo español en la lucha contra el fascismo las interpreta la pensadora como epifanías de una tradición “que sigue y antecede al fragor de lo épico, al esplendor del Estado, a la gloria militar [...]” (Zambrano, 2015c, p. 239) y que tiene su mejor depositario en un pueblo que obra “la revolución del pasado, o sea, su reabsorción, su incorporación total, sin residuos latentes, a la corriente viva de la tradición popular” (Zambrano, 2015c, p. 243). El pueblo obra revolucionariamente, pero no para destruir la tradición, sino para volver a hacer de ella una fuerza actuante, para lo que la “política conservadora” y sus adalides constituyen un impedimento: ““[e]l tradicionalismo” […] muestra con toda evidencia que se ha perdido la tradición, que se ha convertido en lo que jamás puede ser ninguna tradición: en problema” (Zambrano, 2015d, p. 648).23 La alternativa a ese enquistamiento es la política llamada “revolucionaria”, que significa ante todo la renuncia a todo dogmatismo o estatismo para aceptar en su lugar la permanencia y legitimidad de un cambio que se deriva del permanente fluir temporal, sabiendo de la “transitoriedad de las formas políticas, su accidentalidad, en suma, frente a lo único permanente: necesidad de una estructura” (Zambrano, 2015b, p. 70). Esa apuesta por una política en permanente dinamismo, “revolucionaria”, coincide además con el singularísimo cristianismo de Zambrano, en el que probablemente se inspire su formulación. La “máxima fe en el cambio, en la novedad”, que sostiene como inherente a la manera “revolucionaria” de hacer política, es la consecuencia que se desprende de “un supremo optimismo en el fluir infinito de la gracia creadora […]. [El mundo n]o fue la creación de una obra momentánea y conclusa ya para siempre; el milagro se repite en cada instante y el mundo es de nuevo creado” (Zambrano, 2015b, p. 75). Esto muestra claramente las raíces nietzscheanas (y gnósticas)24 de sus aportaciones tempranas.

Igual que sucede con una “política conservadora” que paraliza en verdad la corriente viva de la tradición, la “política revolucionaria” que Zambrano tiene en mente tampoco coincide con las definiciones más habituales, que la ligarían casi por intuición a un proceso revolucionario:

Una política de esencia revolucionaria no significa necesariamente una revolución, con su brusquedad de catástrofe, con la crueldad de sus procedimientos audaces… y con su sucedáneo retroceso. Más bien diríamos que la excluye, en tanto que la presupone de un modo continuo, de cada día, de cada hora (Zambrano, 2015b, p. 71).

Observamos ahora que la paradoja de las formas políticas zambranianas parece serlo en un sentido doble: la “política revolucionaria” que suscribe la andaluza se declara antirrevolucionaria desde el mismo momento en que rechaza servirse del procedimiento de la revolución, que es asimismo asociado a los motivos negativos de la “catástrofe” y la “brusquedad de los procedimientos”, ambos simbólicamente emparentados con la violencia. Más que anecdótico, este firme rechazo es consecuencia de su forma de entender política y tradición como “dinámicas” (por presuponerlas dentro de una continuidad histórica, a la que se debieran ir amoldando “de un modo continuo” y sin sobresaltos), algo a lo que se oponen tanto los tradicionalistas como los revolucionarios victoriosos:

[…] toda política conservadora […] se puede tornar de apariencia revolucionaria cuando su orden dogmático no se halla establecido. […] [A]lgunas grandiosas revoluciones que pretenden destruir lo actual para instaurar una forma social nueva, sí, pero de idéntica rigidez. Rigidez más terrible, porque se halla justificada, exaltada, y se la considera no ya un mundo, sino el mejor -el único- de los mundos (Zambrano, 2015b, p. 64).

Zambrano va a llevar a cabo una contundente crítica del recurso de la revolución en Horizonte del liberalismo, que pasa a un plano menos explícito en Los intelectuales en el drama de España debido a su registro cuasi marxista: la revolución, dice ella, bien puede conducir a una política de “la más hermética esencia conservadora” (Zambrano, 2015b, p. 71). El motivo de su rechazo es el mismo que la llevó a distanciarse del tradicionalismo: la degeneración de unas ideas que debieran favorecer un movimiento perpetuo (una suerte de “revolución permanente”) en un orden de tipo dogmático tan pronto como consiguen hacerse con el poder político. He aquí el peligro que entrañan siempre las revoluciones, que “al apagarse la hoguera, cristali[cen] en una nueva forma, tal vez distinta figura y color, pero de interna homología; un dique opresor” (Zambrano, 2015b, p. 72) reacio a los cambios después de haber dado con la forma suprema de organización social. La dogmática de las formas sociales posrevolucionarias se presenta como consecuencia de una interpretación asimismo dogmática de la razón (analizada en la sección anterior), que en el caso del comunismo del contexto (pleno estalinismo) se presenta de manera especialmente descarnada:

Es querer fundar una nueva vida, sí, pero una vida concebida por un cerebro humano, una vida racional, racionalizada. Lejos de ser entrega a lo espontáneo, a lo natural, es afán de dominio sobre ello. Hasta en eso coincide con la religión. Hay horror a lo imprevisto. Se persigue toda posible espontaneidad -heterodoxia- hasta el detalle, hasta la obsesión. El comunismo ruso ama tanto la vida que, en ansia erótica, quiere apoderarse de ella y detenerla (Zambrano, 2015b, p. 61-62).

La sociedad posrevolucionaria queda presentada como arquetipo de la “política conservadora” tal y como la concibe Zambrano: producto de una dogmática cerrada y con pretensiones de someter (violentamente) la realidad a sus categorías cognoscitivas, hasta el punto de engendrar una idealidad superpuesta a la realidad primigenia, que en el plano político adquiere claras connotaciones totalitarias (“se persigue toda posible espontaneidad […] hasta la obsesión”). Esta crítica es conducida por la autora hasta sus últimas consecuencias, denunciando que el error compartido de todos los proyectos de humanidad europeos (salidos de un mismo molde idealista) ha sido su condición de “ser proyectos construidos por la razón”, motivo fundamental que “los ha hecho infecundos cuando no terriblemente perjudiciales” (Zambrano, 2015c, p. 149) por pretender absorber dentro de sus diseños conceptuales la espontaneidad de la vida.

La “estatización” en clave conservadora de la vida política es el escenario que resulta de todo este repertorio de formas aparentemente opuestas, pero con una misma mentalidad dogmática, que bien puede llegar a su extremo con el proyecto de vida comunista, pero que Zambrano señala nada más que como subproducto de la plantilla ya acuñada en su momento por el liberalismo racionalista. Velázquez Delgado incide en este punto para interpretar socialismo y comunismo como “el corolario lógico de un largo proceso histórico. O de acuerdo con Zambrano, la derivación -¿natural?- del racionalismo” (2006, pp. 69-70). Y es que a pesar de su formal oposición en el plano político, el marxismo solamente hace constatar que “las últimas consecuencias de una doctrina suelen encontrarse en la más radical oposición con su punto de origen”, siendo:

[…] el descarnado comunismo [el] último producto del laboratorio racionalista que produjo en sus primeras manipulaciones al paradójico liberalismo. Tan paradójico, que ha podido contribuir a engendrar a su más fuerte enemigo de hoy. […] [E]l comunismo es el último resultado del movimiento racionalista, racionalizador de la vida, que comenzó con la reforma religiosa y siguió en lo político con la Revolución francesa; con la rusa llegó a lo social […] (Zambrano, 2015b, p. 94).25

Conclusiones

Como hemos visto, muchos son los tópicos que la filósofa española María Zambrano comparte con los autores de nuestro marco teórico. Para empezar, el más importante, a nivel de filosofía de la historia: el hilo invisible que enlaza movimientos tan aparentemente distanciados en el tiempo como la Reforma luterana, la Revolución francesa de 1789 y la rusa de 1917 es la paulatina racionalización de la vida humana, que halla su suprema manifestación en la sociedad comunista. Se trata de un diagnóstico sorprendentemente similar en este punto al esbozado por Hayek y Oakeshott. Sirviéndonos de los propios textos zambranianos, diríamos que esa tendencia hacia la racionalización de la vida política es posible retrotraerla incluso hasta Platón y Aristóteles, primeros impulsores filosóficos de “la idea sistemática de la convivencia humana, la sistematización, objetivización de las relaciones humanas en el Estado” (Zambrano, 2015c, p. 209). El problema se inserta, pues, en la raíz misma de Occidente y sus formas de trato con la realidad desde la Grecia clásica.

La racionalización total es la amenaza de fondo que entraña para Zambrano el triunfo del ideal marxista, que impondría un “pragmatismo ciego, la racionalización, el predominio de la técnica. El edificio cultural estaría integrado por las ciencias, de las que se deriva inmediatamente una técnica útil; “saber de dominación” y arte social” (Zambrano, 2015b, p. 98), cifrando la valía de los diferentes saberes en su capacidad para ser traducidos en términos de instrumentalización política. Una doctrina como el “comunismo” es, en realidad, la idea de fondo subyacente a toda la filosofía de Occidente desde Platón y, si el liberalismo puede refundarse (como defienden las páginas finales de Horizonte del liberalismo), solamente es por haber sido una de las “primeras manipulaciones” de las aventuras del racionalismo en política y yendo, eso sí, en contra de la lógica cultural dominante hacia la racionalización más absoluta para que los artificios de la conciencia encuentren un freno real y “que no [se] rompa[n] los cables que al hombre le unen con el mundo, con la naturaleza, con lo sobrenatural” (Zambrano, 2015b, p. 104).

Hemos visto que la tentativa de salvar ciertos aspectos del liberalismo, denunciado a otra fracción de este como deudora y cómplice de ese racionalismo con pretensiones demiúrgicas es otro de los argumentos constantemente esgrimidos por los autores que conforman nuestro marco teórico. Algunos de los alegatos más firmes en esa dirección son elaborados por contemporáneos de Zambrano, como Hayek, Oakeshott y Novak, cuya insistencia en “romper” por dentro el liberalismo, segregando (para salvarla) su parte más conservadora, de los autores condenados, precisamente, por su proximidad a (o por su dependencia de) teorías contractualistas fundamentadas en una visión idealista del mundo. Esta coincidencia temporal es justificable en la medida en que todos ellos (incluyendo, pues, a la propia Zambrano) disponen de la perspectiva histórica que los capacita para analizar las aportaciones pretéritas y su peso específico teórico (no menos que su influencia práctica).

En caso de que no se vieran restituidos esos cables que unen al hombre con el mundo en sus diversas manifestaciones, el deseo de establecer un “saber de dominación” cada vez más efectivo conducirá a querer “’modificar’ las cosas, actuar sobre ellas, utilizándolas” (Zambrano, 1928, p. 3): a la acción política totalizadora, en suma, que tiene en la revolución su suprema encarnación. “Estamos en el ciclo todavía de las revoluciones […]” (Zambrano, 2015d, p. 571), sostiene la pensadora en sus primeros meses de exilio, cuando el Viejo Continente marchaba imparable hacia la Segunda Guerra Mundial, ciclo histórico manifiestamente “activista” si atendemos a los grandes anhelos de las expresiones políticas del momento, que encuentran su legitimación filosófica en un idealismo que no admite límite alguno para la obra humana: “[e]l idealismo en Europa lejos de ser paralizador de la acción, la ha hecho posible en su más alta escala, le ha dado perspectivas ilimitadas, horizonte” (Zambrano, 2015d, p. 581), análisis que comparte con su maestro Ortega, que advierte que en “las épocas en que se diviniza la acción […] [e]l espacio se puebla de crímenes. Pierde valor, pierde precio la vida de los hombres y se practican todas las formas de la violencia y del despojo” (Ortega y Gasset, 1964, I, p. 53). Algo que, como hemos visto, es también una de las preocupaciones fundamentales de los autores que constituyen nuestro marco teórico: la forma que tienen de entender el progreso humano (ciertamente presente en sus obras) tiene que ver con evoluciones graduales presididas por la modulación y adaptación (que no negación) de las viejas tradiciones.

Ferguson lo podía definir como una evolución espontánea, mediada por “actos” humanos (destacando así la interacción constante del ser humano con la naturaleza y la sociedad que lo envuelven y, de algún modo, lo constituyen), pero no por “designios” humanos (descartando de ese modo, con argumentos tanto teóricos como empíricos, las veleidades de la ingeniería política y social). Mientras que Oakeshott defiende la política como conversación con esas tradiciones y ese entorno. De hecho, le encanta comentar que el progreso político deriva de seguir las “insinuaciones” que nos van dejando esas tradiciones de comportamiento. Pero advierte, al unísono, que conversar no es lanzar un argumento a modo de monólogo, que pueda ser impuesto a dicha naturaleza, o a dicha sociedad. Estos autores, justamente igual que Zambrano, están lejos del quietismo político, así como de considerar que el mundo es una tabula rasa sobre la que podamos definir y aplicar -sin cometer graves errores- nuestra acción transformadora. De hecho, las raíces de la Guerra Civil (y la futura Segunda Guerra Mundial) tienen para Zambrano un origen estrictamente cultural, que se identifica con un idealismo europeo ensoberbecido y cerrado a la realidad, el cual degenera en “enemistad con la vida”, siendo el fascismo nada más que la actitud (idealista) suprema, nacida de la “profunda angustia de este mundo adolescente, de la enemistad de la vida que destruye todo respeto y devoción hacia ella” (Zambrano, 2015c, p. 146).

Así que, ya sea en la dimensión de “imposibilidad teórica” o de “inconveniencia práctica”, creemos haber demostrado que la joven Zambrano se alinea con los posicionamientos generales del conservadurismo liberal en sus dos facetas. Ella constata la necesidad de una reforma de la razón que funcione como correctivo de su tendencia a ensoberbecerse e imponerse a la realidad, suspicacia que en términos políticos la lleva a una crítica radical de las fórmulas dogmáticas del tradicionalismo, en las que el cambio se percibe como amenaza persistente para la integridad del sistema; de ahí que pretendan paralizarlo en vez de favorecerlo. Pero también a una crítica del idealismo, en el que esa razón artificialmente emancipada de su entorno anhela cambiar el mundo y, además, se entrega a la implementación de su plan.

En definitiva, como ya sucediera con los autores de nuestro marco teórico, filosófica y políticamente, las propuestas de la autora pasan indistintamente por recuperar 1) la humildad y 2) la responsabilidad a la hora de plantear soluciones, sabiendo de las limitaciones de la racionalidad humana para organizar y planificar la entera sociedad política (que la llevan a rechazar las propuestas de corte rupturista o revolucionario, surgidas de los esquemas de la idealidad). En Zambrano, la política se entiende como arte, no como ingeniería social (“saber de dominación”) producto de un “cerebro humano”, temeroso de toda reforma no surgida del recetario gubernativo: el suyo es un conservadurismo esencialmente dinámico, concebido para que el sumo respeto por la espontánea “armonía” social sea el principio rector de su ideal de sociedad democrática.

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1 Son claras excepciones el completísimo prólogo de Jesús Moreno Sanz (1996) a Horizonte del liberalismo, la tesis doctoral de Ana Isabel Salguero Robles (1995) o varias de las aportaciones de Antolín Sánchez Cuervo (2015, 2017 y 2019).

2 En el aspecto más filosófico, destacan los varios artículos para la orteguiana Revista de Occidente; el texto La salvación del individuo en Espinosa (de 1936), único fragmento publicado de su frustrada tesis doctoral, o el libro Filosofía y poesía (de 1939) (2015a), además de varios artículos de reflexión filosófica más bien breves.

3 Aunque más matizadamente, también Aristóteles es blanco de las críticas de Hayek por no haber entendido la importancia del kosmos (como orden no creado) incluso en sus últimas obras, que operan, conscientemente, como un testamento político (cfr. Hayek, 1997, p. 242-243).

4 Por eso la crítica de Hayek a Rousseau lo es también a autores como Comte, con sus pretensiones de cientificidad (cfr. De la Nuez, 1994, p. 141) y sería fácil proyectarlas a discípulos de este último, como Saint-Simon. También es ilustrativa la crítica de Burke a Rousseau, dado el carácter cuasi contemporáneo de ambos (cfr. Burke, 1984, p. 189-190).

5 Adam Ferguson es considerado, habitualmente, como el padre de esta teoría, siendo las demás aportaciones meras adaptaciones de esta. Por su parte, Tocqueville introduce la Providencia divina, asegurando que los nomotetas que han obstaculizado esa suerte de progreso espontáneo por medio de revoluciones, van “contra el mismo Dios” (1993b, I, p. 13). Eso podría justificar su “fe” en ese progreso, más espontáneo. Pero se trata de una fe que no conlleva una gran actividad racional ni constructivista, sino más bien al contrario: humildad y modestia del ser humano.

6 Hayek, Novak y Oakeshott reproducen de modo casi literal las tesis de Adam Ferguson y de Adam Smith al respecto.

7 Los primeros son fenómenos naturales surgidos sin ninguna intervención humana, y los segundos, el producto de las actividades preconcebidas del ser humano, de modo que Hayek lo plantea como adaptación de las teorías previas de los ilustrados escoceses (cfr. Baqués, 2017, pp. 298 y 315).

8 Es contra esta “soberbia” que se rebela Hume (1985b, p. 50) para defender una postura de mayor “modestia y humildad”, más acorde con las limitadas capacidades de la razón humana. Pero se trata del mismo tipo de critica planteada por Adam Smith (1997, p. 418) cuando fustiga al “hombre doctrinario”, con “ínfulas de sabio”, que piensa que puede ordenar una sociedad como quien maneja las “piezas de un tablero de ajedrez”. Ese sería el error platónico-aristotélico denunciado por Zambrano y sus precursores.

9 En esta línea, Burke (1984, p. 178) define su famosa metáfora (crítica) del mundo (mal)entendido como carte blanche, mientras nos invita a seguir la senda marcada por “nuestros pechos”, en lugar de “nuestras invenciones”, cuando de mejorar el mundo se trata (1984, p. 70), en un alegato muy similar al ofrecido por Zambrano tanto en lo que tiene de crítica como en lo que contiene de afirmativo. De ahí que algunos exégetas de Burke hayan interpretado que la visión que este tenía de la política, lejos de ser científica, se asimilaba más a un “arte” (cfr. O´Gorman, 1973, p. 48; Baqués, 2017, p. 130).

10 Esta fe, como aclararemos más adelante, no lo es ni en la ciencia ni en la racionalidad que la sustenta, ni tampoco en la idea religiosa en un sentido ortodoxo, sino que, más bien, es expresión de algo que sobrepasa el limitado conocimiento del ser humano.

11 Escepticismo y desconfianza que son los pilares de la epistemología de Hume y de Smith (cfr. Reeder, 1998, p. 22; Baqués, 2017, p. 120).

12 Contra esa pretensión, Hayek (1978, I, p. 34) recuerda que, en realidad, nuestra mente no puede ser separada del kosmos, habida cuenta de que se ha desarrollado en constante interrelación con las instituciones que determinan la “estructura social”. Por lo tanto, nuestra mente no es soberana, sino en todo caso deudora, de esa realidad. Aunque quizá el caso más extremo de esta pretensión esté en Hume, que entendía que esa mente era -solo- un cúmulo de percepciones, de modo que, si las elimináramos, no quedaría una mente vacía: más bien no quedaría nada de lo que hablar (cfr. Hume, 1984, I, p. 344). Oakeshott (2000, p. 112) reafirmó esa teoría, en los mismos términos, años más tarde. Dicho con otras palabras, la “soberbia” de la conciencia decae necesariamente cuando se asume que ella misma está constituida por la experiencia que la forma y que la forja.

13 Pero eso no es óbice para que, como corolario de lo anterior, Hegel y otros revolucionarios -discípulos suyos-, como Marx, diseñen una explicación teleológica de la historia de la humanidad. Lo que es tanto como establecer un guión. Hayek (1997) también será muy crítico con los idealistas alemanes, especialmente con el propio Hegel, en quien detecta una vez más una excesiva confianza en nuestras presuntas capacidades racionales (cfr. De La Nuez, 1994, p. 150).

14 El lenguaje (con)tiene sus propias trampas. Esta acepción del conservadurismo es el motivo por el cual algunos de los autores citados en este trabajo no desean ser considerados como “conservadores” (cfr. Hayek, 1978c), pese a que lo son de algún modo, como la propia Zambrano.

15 Como Zambrano, Burke asume que la actividad mental que tiene un carácter “consciente” es mínima, especialmente si a esa conciencia se le atribuye una supuesta capacidad real para “entender” el mundo o, peor todavía, para “reconstruirlo” (Ryan, 2001, p. 270).

16 Hayek (1978c, p. 65) es muy explícito cuando afirma que “poca duda cabe de que el hombre debe algunos de sus más grandes éxitos en el pasado a que no ha sido capaz de controlar la vida social […] [;] no estamos lejos del momento en que las fuerzas deliberadamente organizadas de la sociedad destruyan aquellas fuerzas espontáneas que hicieron posible el progreso”. ¿Cabe preocupación más zambraniana que esta?

17 Que la vida se ponga al servicio de las ideas es lo que siempre han cuestionado los autores de nuestro marco teórico. Así, “es falaz que el hombre haya creado la civilización y que pueda cambiar sus instituciones como guste” (Hayek, 1978c, p. 48). Por lo demás, las conexiones entre el pensamiento de Ortega y el de Hayek han sido exploradas por algunos autores que han llegado a la conclusión de que existen coincidencias importantes, sobre todo en lo referente a menospreciar el impulso externo al progreso, potenciando los equilibrios internos de cada sociedad, o incluso la receptividad de Hayek a la noción de las “ideas-creencia” (De La Nuez, 1994, pp. 119-122 y 202, respectivamente). Es posible que la influencia de Ortega contribuya a explicar los paralelismos entre la aproximación de María Zambrano y los argumentos de autores como Hayek.

18 De nuevo, esta crítica al “mal” liberalismo -racionalista, constructivista y abstracto- es no solo compatible, sino de hecho idéntica, a la esgrimida por Hayek (1978b, I, pp. 87-88 y 121), Novak (1983, p. 65) y Oakeshott (1996, p. 118).

19 Burke (1984, pp. 67-68) abandera la crítica a la revolución de 1789, cuando ni siquiera había alcanzado la etapa del terror jacobino, por estar planteada en términos de supuestos derechos abstractos de valor pretendidamente universal, generados por mor de esa “soberbia racionalista” que se cree capaz de establecer modelos ideales de sociedad y de aplicarlos en cualquier lugar… Poco después, Tocqueville (1993a, II, p. 17) hace lo propio, con más fundamento empírico. Pero la perspectiva que ofrece el paso del tiempo ha propiciado que las críticas de Hayek (1978b, II, p. 43), Oakeshott (2000, p. 358) o Novak (1983, p. 70) refuercen la sensación, tan zambraniana, de la relación entre la “soberbia” del racionalismo abstracto y los desmanes de nuestro tiempo.

20 Esta idea, tan zambraniana, contiene claves adicionales para establecer estos paralelismos. No en vano, cuando los autores de nuestro marco teórico critican el racionalismo abstracto, de corte idealista, tampoco lo sustituyen por la mera irracionalidad. Por el contrario, su lugar lo ocupa una razón desdogmatizada, más humilde y, de hecho, escéptica. Las citas potenciales serían muchas, pero, por razones de espacio, hemos seleccionado una frase de Hayek, que se apoya explícitamente en Hume, que sintetiza eso. La mejor opción pasaría por continuar los esfuerzos que inició Hume cuando “volvió sus propias armas contra los ilustrados” y emprendió la labor de “cercenar las pretensiones de la razón mediante el uso del análisis racional” (Hayek, 1978c, p. 104). Es decir, la alternativa a los excesos del racionalismo abstracto e idealista pasan por una razón sometida a la realidad, de la que es parte (y emana), cuya principal función será la de poner de relieve sus propias limitaciones.

21 Nótese que el gran problema en la interpretación de María Zambrano en clave politológica pasa por aquí: la confusión generada en el empleo de estos conceptos. Porque lo que ella define como “conservador” (a lo que se opone) sería más bien lo que muchos conservadores consideran “revolucionario” y, al revés, lo que ella define como revolucionario, aunque no sería admitido por los “tradicionalistas” (o “contrarrevolucionarios”, como De Maistre o De Bonald), sí lo sería para los “conservadores” que, como los aquí citados, conectan con una filosofía de la historia abierta al progreso, aunque sea por vía evolutiva (léase gradualista).

22 Esta idea de la tradición entendida como “proceso vivo” y dialógico guarda no pocas similitudes con la hermenéutica contemporánea de Hans-Georg Gadamer, en la que se rechaza su reducción al rango de objeto (a la manera en que lo hace el “tradicionalismo”) para apostar en su lugar por una lectura actuante (como lenguaje).

23 Hay que insistir en que, desde este punto de vista, ninguno de los autores del marco teórico sería “conservador”, sino que todos ellos serían muy críticos con ese “conservadurismo” de corte tradicionalista. Y no digamos con el fascismo. Hayek aborrece a Bacon por la defensa que este hizo del absolutismo de Jacobo I, pero también es muy duro con Carl Schmitt, el hombre-puente por antonomasia entre el tradicionalismo y el fascismo, o con el propio Hitler (cfr. Hayek, 1978b, I, pp. 121 y 115). Pero en obras anteriores ya lo había sido con Carlyle, al que también identifica como sospechosamente proclive a abrazar lógicas totalitarias prefascistas, e incluso con Disraeli (cfr. Hayek, 1978a, pp. 207 y 258). Claro que es lo mismo que, años atrás, hizo Burke al oponerse a las monarquías absolutas de su época, con la misma vehemencia con que lo hizo con la Revolución de 1789, recomendando, en cambio, las reformas, aunque, eso sí, procurando que “la reparación se haga en un estilo que sea lo más aproximado posible al del edifico” que se pretende actualizar (Burke, 1984, pp. 58, 151, 158 y 257).

24 Al menos es a lo que suena: reminiscencia del mito del eterno retorno. Aunque, en realidad, esta idea un tanto “providencialista” de la historia, cuyos hilos, sin embargo, no manejamos, suena también a la lógica tocquevilleana, enfatizadora de que la tentativa de la razón humana por ir en contra de la dirección marcada por esa confluencia heterodoxa de naturaleza y Providencia equivaldría a “luchar contra el mismo Dios” (De Tocqueville, 1993b, I, p. 13). Algo así sucede con la “mano invisible”, al estar configurada como un reflejo del “orden natural de las cosas”, que promueve, previa intervención -prudente- del ser humano, el progreso social (cfr. Smith, 1994, p. 488).

25 Una vez más, los paralelismos son muy claros: la crítica al estatismo es otro lugar común en los liberal-conservadores por el mismo motivo esgrimido por Zambrano, que tiene un marcado carácter consecuencialista, y que prefiere perder algo que pudiera venir de la mano de una mayor implicación del Estado antes que dejar que la ingeniería legal y social desplegada desde este rebase ciertos límites (cfr. Hume, 1982, p. 17; Smith, 1997, p. 178; Ferguson, 1974, p. 112; Burke, 1984, p. 131; De Tocqueville, 1993b, I, p. 87; Hayek, 1978b, II, pp. 71-72; Oakeshott, 2000, p. 360; Novak, 1983, p. 97).

Recibido: 21 de Julio de 2020; Aprobado: 06 de Octubre de 2020

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