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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.63 México may./ago. 2022  Epub 15-Ago-2022

https://doi.org/10.21555/top.v63i0.1851 

Artículos

Individuo y comunidad en el pensamiento mítico

Individual and Community in Mythical Thought

Gustavo Adolfo Esparza Urzúa1 
http://orcid.org/0000-0002-9470-6519

Ethel Junco1 
http://orcid.org/0000-0002-3369-0576

1Universidad Panamericana, México. gaesparza@up.edu.mx; ejunco@up.edu.mx


Resumen.

En este artículo establecemos que en el pensamiento mítico existe, como cualidad natural, una expresión de universalidad. Siguiendo la Filosofía de las formas simbólicas de Cassirer, mostraremos que a través de la función expresiva del mito es posible desarrollar un pensamiento expresivo o un modo pre-lógico de conocer. Se propone después una interpretación de Edipo en Colono para mostrar que (i) esta obra ofrece un recurso plausible para relacionar al individuo y la comunidad, y que (ii) el entramado opera como un complejo camino sígnico y simbólico para delinear una forma de relación expresiva en donde es posible la unificación del individuo con la comunidad.

Palabras clave: individuo; comunidad; encrucijada; Cassirer; Sófocles

Abstract.

In this article we establish that in mythical thought there is, as a natural quality, an expression of universality. Following Cassirer’s Philosophy of Symbolic Forms, we show that through the expressive function of myth it is possible to develop an expressive way of thinking or a pre-logical type of knowledge. We then propose an interpretation of Oedipus at Colonus in order to show that (i) it offers a plausible resource to relate the individual and the community, and (ii) that the framework in this tragedy works as a complex sign and symbolic path to delineate a form of expressive relationship through which it is possible to propose the unification of the individual with the community.

Keywords: individual; community; crossroads; Cassirer; Sophocles

1. Introducción

La tesis general que defenderemos en el presente trabajo es que en el pensamiento mítico subyace una expresión de universalidad atribuible al lector (e intérpretes), pues el sentido general de la narración no se reduce a la explicación de un suceso aislado, sino a la configuración metafórica y relacional del conjunto de experiencias globales que operan como unidad sintética a través del texto. El mito, en cuanto figura narrativa, opera simbólicamente al correlacionar el conjunto de sucesos naturales presentados en la obra con un sistema lógico -en este caso mito-lógico- que faculta la comprensión del mensaje del texto y su posterior estudio.1

Consideramos que para solventar este planteamiento son necesarias dos tareas. La primera consiste en mostrar la plausibilidad epistemológica del mito como forma lógica de conocimiento; para ello, apoyados de la Filosofía de las formas simbólicas, ajustaremos la tarea acentuando que el tipo de conocimiento mítico, por su carácter expresivo, opera prelógicamente. Derivado de esta atenuación formal, el mito encontrará un campo más flexible y plural para interactuar con otras formas de expresión, como (en nuestro caso elegimos) las lingüísticas. Advertiremos que el pensamiento y el lenguaje mítico se ofrecen como recursos funcionales que se traducen en un acceso simbólico a una pluralidad de fenómenos (expresivos) advertidos por la individualidad del agente que los capta y percibe como “símbolos”.2

La segunda tarea asume este marco teórico y se propone valorar el proceso mediante el cual es posible que las experiencias del individuo sean un referente de la comunidad. Para solventar este punto, se estudia el planteamiento de Sófocles en Edipo en Colono. Se hará notar que la estructura funcional del texto está construida para que Edipo, en la primera parte, construya la universalización de los hechos singulares y, de este modo, pueda comprenderlos como algo más que una situación particular.

2. Forma y tragedia. Dos vías de acceso al singular

Los recursos y procesos a través de los cuales el ser humano conoce han sido objeto de debate a lo largo de la historia del pensamiento. El conocimiento del singular, dentro de este debate, constituye un capítulo importante puesto que se establece como antítesis básica del conocer a través de la dualidad singular/universal (cfr. Llano, 1995). De este problema, al margen de los planteamientos epistemológicos, nos interesa su artista antropológica: ¿cómo es posible establecer una relación entre el individuo y la comunidad?

Una primera respuesta presenta los principios jurídicos que establecen, por un lado, una obligada vinculación entre todos los individuos de una comunidad -por ejemplo, el Artículo 1° de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos-o, por otro, una fundamental vinculación de todos los individuos a un principio general -por ejemplo, la dignidad de la persona humana (cfr. Habermas, 2010)-. De este modo, aventajamos en la clarificación sobre las posibilidades de vincular al individuo (singular) con la comunidad (universal) y podemos sostener que tal vínculo, por principio, existe. En este sentido, la facticidad del vínculo no expone del mismo modo su naturaleza, aunque es posible aducir que dicha relación es posible siempre y cuando se satisfagan el conjunto de criterios estipulados mediante los cuales se establece que la singularidad y la universalidad, por principio, son vinculables. Este conjunto de reglas puede considerarse como los criterios lógicos de relación que teóricamente establecen una relación entre lo individual y lo comunitario.

Por ello, si la problemática de relación no está en el conjunto de normas a través de las cuales es posible establecer una relación lógica entre el particular y el general, entonces el problema se encuentra en la tipología. En los siguientes apartados sostendremos que las relaciones expresivas, aunque no satisfacen por completo los criterios lógicos de relación, tampoco se niegan y, por tanto, constituyen un tipo de relación “prelógica” en donde el lenguaje operará como vehículo de expresión de la forma mítica y de su pensamiento.3

En específico mostraremos que si bien el destino o hypermóron constituye una forma de relación entre Edipo y el pueblo, esta vinculación opera como una relación religiosa obligatoria derivada de una necesidad de cumplimiento. La tragedia de la condición humana radica en la relación favorable o adversa (hypermóron) que el hombre establezca con su destino divino (moira). La dificultad central de la dualidad está en resolver en qué medida el héroe de las tragedias es capaz de superar algún destino inevitable. En una valoración de la acción irremediable (moira) y su apropiación del hecho como una decisión singular (hypermóron) se advierte una donación personal, en donde se desdibuja lo trágico y se convierte en “heroísmo y amor puro” (cfr. Junco, 2016). De acuerdo con esto, para nosotros, el hypermóron griego no es un ejemplo claro de la tipología de relación que vincula al individuo con la comunidad, sino que satisface el conjunto de criterios de relación.

En resumen, mostraremos, siguiendo la filosofía de Cassirer, que en la obra de Sófocles se configura (a) una ley general que dota de sentido a las unidades singulares, (b) una forma o función general en torno a la cual se reúnen los datos singulares dentro de un marco general de sentido, y (c) una forma cultural de vida en la que las prácticas y principios de regulación cobran sentido.4

3. La forma de la expresión y del misterio en el pensamiento mítico

El problema del que Cassirer parte para la construcción de su filosofía del mito se articula en la pregunta por la validez del mito. El neokantiano inquiere:

¿El mundo del mito constituye un factum semejante comparable de algún modo al mundo del conocimiento teorético, al mundo del arte o de la conciencia moral? ¿Acaso el mundo del mito no ha pertenecido siempre al campo de la ilusión del cual la filosofía, como teoría del ser, debe mantenerse alejada y, no inmiscuirse en él sino por el contrario, apartarse del mismo cada vez más clara y tajantemente (1998b, p. 9)?

Estas preguntas serán ratificadas por el propio autor cuando pregunta si las conceptuaciones mitológicas tienen un fundamentum in re o si se trata de una “forma primitiva de conocimiento”. La importancia de la respuesta está colocada en el producto que ofrece: lo real opera sobre instancias objetivas que facultan una intelección nítida y próxima a las sustancias. Si, por el contrario, nos encontramos en la expresividad pura del conocimiento, entonces las posibilidades epistémicas de las configuraciones míticas se colocan como productos intelectuales que manifiestan estructuras afectivas del mundo (cfr. 1998b, pp. 39 y ss.).

Para el neokantiano, este problema general encuentra una respuesta una vez que se parte de la reflexión del mito como un producto interrelacionado de signos expresivos que, al organizarse coherentemente dentro de un sistema de sentido, se constituyen como forma de sentido (1953, pp. 3-33; cfr. 1998a). A diferencia de otras formas simbólicas, el mito se expresa como forma de conocimiento por medio de las unidades fenoménicas en las que se funda; este símbolo ofrece significados a través de, y gracias a, las interrelaciones funcionales que se correlacionan como unidad sintética. Ryckman (1991, pp. 62-71) ha resaltado que es el propio acto de la coordinación funcional en el que la totalidad de las expresiones aisladas se convierten en totalidad formal mítica. El ejercicio de vinculación ofrece una acción integrativa, no por virtud de la propia iteración, sino por el intermedio a través del cual se conjuntan las relaciones. Entre una expresión y otra media un acto de creación espiritual que permite la cohesión de las propias expresiones; algo pertenece al todo porque se configura como parte coherente de la forma del mito. Nos ajustamos a estas indicaciones generales sobre el proceso de construcción de conceptos funcionales (1998c, pp. 331-367).

Del mito nos interesa reflexionar la forma lógica de su función. Para Cassirer, el conocimiento se desarrolla en una simetría relacional que vincula el conjunto de consecuencias intelectuales necesarias y las consecuencias naturales en torno a una imagen. Esta tesis proviene de la teoría pictórica desarrollada por Heinrich Hertz (1899); según el físico, los símbolos internos o imágenes funcionan como medio de interrelación entre intelecto y naturaleza, fundamentando así los conceptos que elaboramos para conocer los fenómenos (cfr. 1998a).

Cassirer, entonces, basándose en los resultados de su primera obra Concepto de sustancia y concepto de función, planteará que el mito es un símbolo, pues se sustenta en la paulatina interrelación de las emociones provocadas por la experiencia del mundo. El centro formal del pensar mítico se sostiene a partir de la unificación de los momentos aislados que, al sistematizarse en torno a un origen común, se identifican como signos homogéneos con una temporalidad, espacialidad y frecuencia comunes (cfr. 1998b, pp. 105-196). De este modo, las civilizaciones primitivas, en lugar de asumir el conjunto de los sucesos aislados como sucesos puramente emotivos, configuran una relación estrecha entre los sucesos causales y sus efectos expresivos. “[S]us contenidos [los del mito] están dados de modo objetivo, como ‘contenidos reales’, esta forma de realidad es en sí todavía homogénea e indiferenciada […]. El mito se atiene exclusivamente a la presencia de su objeto, a la intensidad con que en un determinado instante impresiona a la conciencia y se apodera de ella” (1998b, p. 59).

Pero esta “impresión” del instante ocurre como el resultado productivo de una forma de legalidad general que permite identificar un suceso como “dios o demonio” (cfr. Cassirer, 1975). Para el autor, el momento correlaciona con la experiencia emotiva progresando y constituyéndose como el intermedio de sentido del suceso. El mito, por tanto, no relaciona bajo el patrón de eventos aislados, sino en el conjunto de relaciones expresivas que se torna en una mirada homogénea del fenómeno o ley general de sentido que distingue entre lo individual asombroso y la forma expresiva de asombro.

La experiencia de lo asombroso y su forma constituyen el fundamento de una espiritualidad que revela la constitución del entorno inmediato. Toda la disposición temporal, espacial y numérica se desarrolla sobre el principio de una dualidad emotiva que se hace presente como revelación de lo otro. Esta cualidad de revelación hace que el individuo conciba su entorno inmediato como experiencia emotiva a través de la cual se revela una energía peculiar en doble acepción: como mysterium tremendum y mysterium fascinosum. Así, la emoción del experimentar que el “yo” es distinto al “mundo natural” cristaliza la idea de que la experiencia múltiple del mundo se articula como unidad del misterio. De este modo:

El hombre se encuentra ante el umbral de una nueva espiritualidad cuando el mero terror [hacia el mundo natural] se convierte en el asombro que se mueve en una doble dirección, mezcla de actividades opuestas, de miedo y esperanza, recelo y admiración; cuando de este modo el estímulo sensible busca por primera vez un escape y una expresión (1998b, p. 111).

La cualidad peculiar de esta experiencia, de este mysterium, se infiltra progresivamente en las actividades cotidianas, articulándose también por medio de una doble relación: un significado y una reglamentación. El significado, a pesar de relacionar bajo un contexto puramente expresivo, se constituye de la iteración de la experiencia del misterio; quien lo padece es quien lo sabe, quien lo experimenta es quien es capaz de señalarlo en su espacio, temporalidad y frecuencia. Pero esta cualidad revelada del misterio se circunscribe a su naturaleza experimental. La presencia del misterio se hace nítida solo en el contexto de la propia experiencia; por ello, la designación y demarcación espacial, temporal y numérica constituyen no solo una experiencia posible, sino necesaria. El sujeto del misterio, si bien se vincula por el arrebato emocional, en virtud de este se ve facultado para hablar de lo experimentado.

Para el neokantiano, la conciencia mitológica es un acto de reflexividad que advierte al misterio como misterio; a pesar de la tremenda fascinación del instante, la apertura al mundo encuentra un medio de acceso. La autoconciencia del momento juega un papel preponderante en toda la filosofía de Cassirer. A través de este acto introspectivo, el “mundo”, en su dimensión formal y no puramente emotiva, por primera vez se hace inteligible. A fuerza de advertirse como forma individual, el yo se reconoce en ese mismo acto como un agente perteneciente a su entorno circundante.

El filósofo de Breslavia remarca que el sentimiento de sí mismo está fundido y facultado por un sentimiento comunitario. El individuo, en virtud de esta unidad familiar, social y cultural se identifica como ser individual que depende de un entorno comunitario. Esta relación íntima entre la comprensión de sí como un ser singular gracias a las disposiciones que el universo de la cultura le ofrece avanza por carriles expresivos (cfr. 1998b, pp. 220-270).

El mito, en esta dialéctica, se desarrolla como “condición formal” del sentimiento y de la vida en comunidad. Solo por medio de este desarrollo dialéctico y totalmente dinámico comienza el individuo a vincularse con su entorno inmediato y, sobre todo, con aquellas manifestaciones que se revelan a través del misterio. Es en este recorrido expresivo que conecta el conjunto de interrelaciones emotivas que se construye la unidad del mundo. Esta forma simbólica opera como factor de relación lógica sin con ello desconocer la realidad como fundamento de sus expresiones emotivas. La pregunta sobre si el mito se recargaba en elaboraciones fantásticas en su respuesta da paso a la afirmación del mundo cultural; aquella meta de la realidad a la que aspira el conocimiento, en lugar de desviarse en el pensar mítico, piensa por medio de sus expresiones para entender al ser como universalidad simbólica en la que se ingresa por medio de códigos arcaicos, caminos y reglas comunitariamente dispuestas.

En este contexto conceptual podremos reconocer con mayor nitidez el sentido de una lectura del Edipo en Colono. La tesis central que sostendremos es que la interrelación aducida en esta obra se funda en clave de promesa o supra-destino (hypermóron). El conjunto de expresiones conceptuales y signos que relacionan en el camino por el que anda Edipo reflejan el intermedio a través del cual el hypermóron se revela como tarea y realización de una y la misma realidad humana. Entre el destino fijado y el destino alcanzado no hay contradicción, sino interrelación mitológica. Así, mysterium tremendum se revela como una invitación fascinante por la cual se cruza auspiciado por las revelaciones que provienen del mundo de la cultura.

4. El conocimiento del singular en el mito y la tragedia

Para una consideración de la función necesaria del mito en la poesía trágica se debe aceptar una modalidad religiosa que une con la vertiente homérica. Con conciencia de un existir que oscila entre la distribución olímpica de la fortuna y las determinaciones de la fatalidad avanza la vida del hombre. Pero como la tragedia no es un mero formato literario, sino un documento antropológico, aquí el mito nos sirve como recurso gnoseológico para la interpretación de la forma estética.5

La acción representada recupera eficacia al incorporar el tercer elemento en el juego de la existencia: a la suerte atribuida a Zeus, al límite dispuesto por la moira, debe agregársele el movimiento de la acción no condicionada o, en términos que corresponden al contexto, el hypermóron. Al incorporar este tercer dispositivo, el mito se resignifica en la decisión siempre posible y particular de darse cuenta y asumir, o de darse cuenta y renegar. Bajo la premisa previamente planteada de que el mito opera en y como misterio, la forma dramática pone en movimiento lo que podemos saber y decir de este; en las constantes argumentales de los textos trágicos se cumple un tránsito concéntrico en torno al fondo religioso, la desproporción entre el hombre, su medida y su hacer en el mundo frente a los dioses imperiales e inescrutables, oposición tan dolorosa como indisoluble.6

La reiteración del formato mítico refrenda dicha contradicción en pluralidad de tramas; la insistencia puede traducirse como un proyecto didáctico que se articula en el camino vital como tensión hacia otro final trascendente. Acaso la permanencia del formato mítico no sea imperfección de método sino formulación de la certeza. Si entendemos la reiteración, no como sucesión permanente de eventos, sino como entorno de interconexión, o como Rykcman (1991, pp. 57-62) resalta, como “coordinación funcional” de los eventos, entonces tiene sentido pensar que la reiteración solo puede alcanzar tal categoría en el marco de una forma simbólica que permita comprender la repetición como un sistema dialectico.

Con esos elementos comunes y propios de la naturaleza del mito se forja un núcleo de sentido en menoscabo de la acción in extenso. Constatamos que en una obra trágica acontece poco, su materia se conoce antes del inicio, sus secciones líricas y episódicas son constantes, lo más truculento sucede fuera de escena y el final ha sido arcaicamente previsto. En este sentido, es un espectáculo anti-teatral. Pero lo que realmente se propone como novedad es el lanzamiento de lo tensionado en temporalidad y espacialidad mítica que correlacionan con distintos sucesos ajenos al texto narrativo: todo lo que está en el núcleo mítico entra en juego en el tiempo del hombre para que se haga visible y, en su medida, se comprenda. El mito como saber se dispone al descubrimiento. El drama teatral funciona como actualización del acto cognoscitivo.7

La eficacia de la representación, que conjuga las dos coordenadas no tiempo/tiempo, se potencia porque el centro mítico adviene en clave de urgencia, lo cual multiplica su actualización. En la tragedia, el tratamiento del presente se profundiza y agrava porque el conflicto está dado de un modo que impide su postergación; como consecuencia, la alternativa que desata el nudo escapará del presente para hacerse paradigma. De la experiencia de una singularidad extrema se produce el signo universal.

El ingreso de la atemporalidad mítica en el tiempo8 se justifica por un imperativo de presencia que procede de lo divino a lo humano. La oportunidad es definida por el dios: ni por acción del suplicante ni por grado de sufrimiento. La teofanía nunca está simplificada en expresión directa o en lenguaje “lógico”. El permiso para la libertad que dan los dioses -como una forma de sarcástico sentido del humor- se plantea en la posibilidad de la interpretación: lo divino se muestra en signos mediatos al entendimiento que el hombre completa en el marco de una correlación funcional de sentido. Una desatención es suficiente para el desvío del signo (cfr. Hamburg, 1949).9 No obstante, en la apertura del mito al drama el signo opera en un contexto expresivo más amplio, aparentando una desviación; la apertura es necesaria y posible porque se vincula en un contexto en el que no se pretende la inteligibilidad, sino su integración existencial, que solo se realiza por la experiencia del dolor. Lo humano se coloca en simetría con lo divino: hay tragedia cuando el hombre cree saber, no acepta, opone, toca su límite. Ese hombre se convierte en el héroe cuando descubre no saber, admite la carga del error como dolor sobre los suyos y sobre sí mismo. Esa nueva sabiduría tiene dos consecuencias inmediatas: primero, la confirmación del alcance de su hypermóron, un querer hacer que no puede violentar límites cósmicos, y, segundo, un retorno de los dioses en su búsqueda, una reconciliación con todos por medio del errado, del condenado, del que cojea al caminar, según la metáfora del nombre ‘Edipo’.

5. El mito de Edipo: encrucijada, misterio y manifestación

La encrucijada10 señala en Sófocles el lugar del secreto, el punto del que parte el movimiento del misterio, que se irá encarnando en el hombre -como puede encarnar el misterio, en lenguajes secretos- para develarse también a su debido tiempo. Y porque es tan íntimamente misterio es que deja jugar al hombre con la confianza de que él escribe su destino cuando solo está desenrollando su parte, su moira. La tensión del héroe entre dos tiempos de una misma encrucijada -tal como se expresa en la historia de Edipo- apunta al centro supremo del que la existencia parte y al que vuelve, indefectiblemente purificada, para dar nueva vida. Allí mismo, en el eje de la encrucijada, los dioses hablan.

La última obra que nos ha llegado de Sófocles es apoteosis del misterio. Señala Reinhardt: “La muerte de Edipo […] sigue siendo la forma más pura del clásico éxtasis místico” (2010, p. 231). Así como Edipo rey es obra cultual, presencia celebratoria de Apolo entre los hombres, la obra Edipo en Colono retoma y advierte la función esencial de la tragedia, esto es, hacer presente el mito. La aparente democratización de la relación dioses-hombres, que aúnan política y pedagogía en el propicio apogeo del Ática, no alcanza a resolver el insondable sentido del mito trágico: los dioses están aquí, pero ¿cómo expresan el ser?11

El altar del culto antiguo es eminentemente abierto: si es templo, las columnas que lo yerguen están expuestas a los cuatro puntos del espacio; si es naturaleza, puede estar en el agua, en el aire de la tormenta o en el árbol de los caminos. El lugar se consagra, es decir, “se hace sagrado”, por la presencia vinculante del dios con el hombre, tanto del dios en clara presencia como en acechanza (cfr. 1998b, 115-194); en el mito de Edipo y de su casa mancillada, la encrucijada constituye el espacio místico, pues es la articulación en la que el dios se manifiesta reiteradamente. Pero la encrucijada es punto de paso, no de permanencia. Es casa de los dioses: se llega sin buscarla y su encuentro es motivo de perplejidad. La encrucijada desorienta e implica desacuerdo interior porque obliga al hombre a salir de sí y mirar hacia lo otro. Edipo es el hombre de la encrucijada, el modelo del desconocido para sí mismo, del que anda torcido por líneas rectas, a diferencia del refrán popular.

Edipo llega a su primera encrucijada y le molesta; nubla su razón, se encoleriza, porque demora y sugiere. Es el ἐν τριπλαῖς ἁμαξιτοῖς, el cruce de tres caminos de Edipo rey (cfr. v. 716), lo que inicia la historia. Edipo está atado, pero quiere resolver; está puesto ahí para resolver, tiene la razón probada para hacerlo. Recordemos que todo Edipo rey es terreno de saberes en pugna: lo que saben los dioses, lo que creen saber los hombres. La encrucijada para este héroe joven es estorbo imperdonable. Por eso pasa rápido de ella, actúa, vence, avanza y afirma un emblema, el de la razón esclarecida y su dominio sobre lo invisible, el de la acción resolutiva que expresa la fórmula, la ecuación de lo real, que domina en su mente. Edipo sigue avanzando. Cree haber resuelto un obstáculo menor; el cruce de caminos será apenas un punto más en su sufrida memoria.

La encrucijada del joven Edipo marca el principio de la acción ritual, entendida en formato existencial (cfr. 1998b, pp. 63 y ss.): su vida es y será obediencia inconsciente a los oráculos, mas en esa obediencia estará implícito otro saber, un irreversible aprendizaje; en la vejez, el bosque sagrado de las Euménides, al cual llega porque así está marcado desde el principio, supone la lección final, desconocida para el más racional e infalible de los héroes trágicos.

Edipo en Colono muestra, desde su estructura dramática, la acción del misterio operante en la perplejidad de la vida menos esperada. Desde la lectura humana, esta obra se mueve en la frontera de las posibilidades razonables, siempre próxima a los límites vitales. Y es la vida en su extremo la que sobreviene cargada de culpas, pesares, ignominias en su doble función de ofrenda y purificación. La llegada de Edipo al espacio sagrado del bosque supone la metáfora circular de todo peregrinaje: no es viaje externo, es decurso interior. En el primero hay una fuerza que tiende hacia el pasado, reforzando al hombre en el tiempo, herencia e historia; en el segundo, Edipo espera una conversión que no puede darse por la sola fuerza de la ascesis por el dolor. Debe esperar otra acción, aplicada desde el no tiempo.

Ya desde el inicio Edipo sabe que es guiado: habla de “la señal de mi destino” (v. 47).12 Es lo esperado; aquella se expresará mediante la cifra de Zeus: “Un seísmo, un trueno o el rayo de Zeus” (v. 95).13 Pero este hombre que irrumpe en el ámbito inviolable de las Euménides, para consternación de los piadosos ciudadanos de Colono, ya no es el soberbio joven ante la Esfinge ni el arrogante viajero frente a Layo: es un paradójico suplicante, el más mísero y el más prometedor. Su fortaleza radica en saberse portador de algo que lo trasciende: “he venido sagrado [protegido por la divinidad] y piadoso trayendo un provecho para los ciudadanos de aquí” (vv. 287-288).14 Edipo lleva la simple ofrenda de su cuerpo, antaño sede de mancillas: “el don de mi infortunado cuerpo” (v. 576).15 El secreto delinea el mapa axial en la frontera de mundos: es su amparo en cuanto él, protegiendo aquello de que es portador, también se protege. El héroe sabe que debe cuidar un legado. El otrora suplicante -personaje por antonomasia desvalido de la tragedia- es aquí el poderoso transmisor de un mysterium que solo entregará en el altar a quien pueda recibirlo: “no es lícito hablar de asuntos que deben ser inviolables” (v. 624).16

En relación con la manifestación y traspaso del secreto, la obra puede dividirse en dos claras secciones:

  1. La presencia y desprendimiento de las adversidades del pasado, representadas por la falsa persuasión de Creonte y la confrontación con su hijo Polinices, ambos recreando los términos disolventes del engaño; tales desencuentros sintetizan la imposibilidad del perdón y la prefiguración de que las pasiones humanas se sucederán sin sentido.

  2. El acceso al espacio sagrado en condición de ofrenda, preparatorio de la entrada al Hades, no presentado como fin, sino como paso de la divinidad. El nuevo sentido de la muerte de Edipo en Colono, inédito sentido en el corpus trágico, tiene que ver con el advenimiento del dios al hombre.

En este segundo tiempo de la tragedia, marcado por la mitad del episodio IV (v. 1456), centramos nuestra atención en lo que se puede saber o traducir del advenimiento del misterio. La articulación la marca el verso: “El cielo ha retumbado, oh Zeus” (v. 1456).17 El trueno se escucha cuando se ha ido Polinices, fin de la etapa mundana del relato e inicio del tiempo sagrado. Se suceden entonces dos textos que permiten mostrar algo del misterio: primero el discurso de Edipo (vv. 1518 y ss.) y posteriormente el del mensajero (vv. 1586 y ss.).

Edipo advierte a Teseo: “Las cosas más sagradas, que no se pueden remover con palabras, / tú mismo las aprenderás, cuando allí acudas solo / porque yo no podría decirlas a ninguno de estos” (vv. 1526-1527).18 Condición del misterio es su inefabilidad. Edipo anticipa al rey que la llegada del secreto no es transferible: requiere de su contemplación.

Puede destacarse en el relato del mensajero, previo a la transfiguración, que el ciego es guía de los demás, que avanza seguro por el bosque fortalecido por su saber; el texto dice: “Él en persona nos guiaba a todos nosotros” (v. 1589),19 y en seguida: “Se detuvo en uno de los senderos que se bifurcan” (v. 1592).20 En ese punto de la segunda encrucijada se inicia la purificación, en simetría con la primera, inicio de contaminación.

El verso 1592 verifica la unión de encrucijadas: ἐν πολυσχίστων μιᾷ, (“uno de los senderos que se bifurcan”), lugar al que llega el ciego sin ayuda, sin dejar siquiera que lo toquen y conduciendo al resto de los testigos. Allí se sienta e inicia el rito, liberándose de su ropaje y pidiendo agua del manantial para purificarse y para hacer las libaciones; luego de cumplido perfectamente ese deber, irrumpe el trueno de Zeus: “No quedaba ya por hacer nada […] tronó Zeus infernal” (v. 1606).21

El llamado del dios, por todos percibido, se personaliza de inmediato; ya no es la presencia abierta de los dioses en el lugar sagrado, sino la exhortación a un hombre para unirse con él: “un dios le llama repetidas veces” (v. 1626).22 Obediente, Edipo comienza a separarse de la temporalidad: se aleja de sus seres queridos, admite que no puede transmitirles revelaciones que los exceden (“No pretendáis ver lo que no es lícito”, vv. 1651-1652),23 y le insiste a Teseo, su elegido.

El rey acompaña a Edipo. Es el último en verlo. A su retorno, queda consternado por la visión: “Como si se le hubiera mostrado una visión terrible e insoportable de ver” (vv. 1651-1652).24 Recibido el secreto, no hay más añadidos posibles. Este punto señala la clave de universalidad: si no es “posible” añadir nada es porque solo a través del misterio se posibilita la comprensión de lo singular. La imposibilidad de añadir solo cabe en el todo y, por tanto, lo “secreto” es lo “encrucijado”, aquello en lo cual confluye lo universal y solo por medio de él es posible advertir lo singular, el designio y la acción específica. Edipo anda la encrucijada para recorrerla al modo en que se discurre o desvela lo oculto, lo no visto por nadie que no ha recorrido lo entrelazado; por ello, Edipo es clave de revelación, pero también de ocultación: solo quien puede seguirlo puede advertirlo, contemplarlo como secreto-revelado. Edipo es el “modelo” de relación de lo individual y de lo comunitario.

Según la presentación de Sófocles en Edipo en Colono, lo que se puede interpretar del secreto se sintetiza en:

  1. La divinidad se hace presente según lo predicho y esperado; toma forma de signo y se advierte mediante una sensación de peligro que la antecede.

  2. Ofrecerá un saber salvífico, un mysterium, que será portado por un ser caído y redimido, el cual deberá donarse a un emisario de paz. La contemplación del mysterium, es a su vez, secreto-encrucijada que debe transmitirse.

  3. El secreto será recibido por el elegido antes de la muerte.

  4. Su contenido no puede ser resuelto en lenguaje. Sin embargo, le anteceden palabras en forma de profecía.

  5. No puede ser oído por testigos ajenos.

  6. Al ser recibido por el destinatario único, pasará de generación en generación como tributo entre los mejores. El secreto se transmite de modo iterativo y selectivo.

  7. Tendrá el poder de contener la hybris y de garantizar la justicia en integración de planos divino-humanos: justicia divina y justicia de la polis. La revelación del secreto relaciona distintos planos: la (i) unidad de la (ii) acción con el (iii) saber y los (iv) contextos en que todo esto es (v) relacionado.

  8. Será guardado, como la sepultura de Edipo, en lugar ignoto. De algún modo, el secreto y la tumba de Edipo son el núcleo de fuerza del misterio. Como tal, no admiten resolución, simplificación a dato.

6. Tragedia, símbolo y encrucijada en Edipo en Colono

En Edipo en Colono, el héroe logra la dificultosa entrada al centro místico, lugar de manifestación de lo sagrado; esta es la obra en la que esperamos, como lectores, una cierta reconciliación. Sabemos del Edipo inocentemente culpable, esperamos ahora una justificación. Si aquello fue obra del destino, un complejo de límites difusos entre dioses enconados y corazones obtusos, es comprensible esperar que sea el destino su reparador. Pero Sófocles se las ingenia para la sorpresa: en lugar de ofrecer una lectura en términos matemáticos con proporción entre culpa, castigo, dolor, arrepentimiento y redención, propone sinuosidades. No es proceso, sino salto; no es continuación, sino corte.

El viejo Edipo de la obra póstuma no es menos colérico ni menos impetuoso que el de la primera encrucijada ante el carruaje de Layo; no es dado a la conmiseración, aunque haya sufrido lo impensable, ni comprensivo ante la condena de los más queridos. Sin embargo, a ese Edipo los dioses lo arrebatan del tiempo y lo eligen para ser mediador entre mundos; el que supo ser vergüenza de la tierra será ahora un δαίμων protector. No hay relato lineal en tiempo histórico, suma de causas suficientes, sino acción ritual, suspensión del tiempo e intervención de una voluntad no razonable. Es ese desconocimiento del cierre del destino lo que ahonda la dimensión del misterio sofocleo; si la resolución de una vida maldita o bienhadada se diera en términos de previsión razonable, no seríamos hijos distantes de los dioses. Edipo en Colono no es el fin cronológico de una historia, es la develación del núcleo íntimo y estable de la existencia, que es vida con los dioses.

En simetría, su vida se resuelve en encrucijadas. La primera, inicio de su degradación, llega con plena visión, es decir, con la certeza racional, e inicia una escalada de contradicciones a la voluntad de los dioses, expresadas en la libre interpretación de los oráculos; tras de sí, sembrará sufrimiento. En la segunda, insistimos, en lectura simétrica, se lava las culpas malogradas, accede ciego pero iluminado por un saber que lo trasvasa, se guía por los indicios de los dioses -que no puede comunicar, pero que le son claros- y tras de sí confirma la continuidad del destino histórico de la ciudad, máxima promesa en un mundo pagano: la ciudad justa de los hombres amparada por el δαίμων protector, generación tras generación de venerables conductores que se asemejan a los héroes. Sófocles escribe, sobre la circularidad de la encrucijada, el destino del hombre: dice en un lenguaje, que suena palmariamente griego, que el círculo se convierte en espiral: en el centro de la encrucijada se da la fiesta perpetua de los dioses.

Edipo espera en clave relacional y reconoce el lenguaje del “misterio”, en parte porque es capaz de integrar el tiempo (pasado, presente, futuro) en una síntesis que le permite entender el “misterio” como “mapa axial”. Por ello, está en “la frontera de mundos” (el que se oculta para los que no esperan, pero el que se revela para el que espera). “Encrucijada”, “secreto”, “misterio” operan como metáforas en el sentido propuesto inicialmente. El misterio, aunque es “secreto”, guía y orienta porque es un “mapa axial en la frontera de mundos”. Por tanto, el misterio no es ocultación, sino señalamiento cifrado.

En este punto, al igual que el símbolo en Cassirer, Edipo aparece como el medio a través del cual -y a través de quien- es posible la formación de imágenes internas que funcionan como la configuración de las consecuencias naturalmente necesarias del mundo. Para explicarnos esto, reproducimos aquí la siguiente cita de Heinrich Hertz, que, a su vez, funge como la definición clásica de “símbolo en Cassirer”:

We form for ourselves images or symbols of external objects and the form which we give them is such that the necessary consequents of the images (Bilder) in thought are always the images (Bilder) of the necessary consequents in nature of the things pictured. In order that this requirement may be satisfied, there must be a certain conformity between nature and our thought. Experience teaches us that the requirement can be satisfied, and hence that such a conformity does in fact exist (Hertz, 1899, p. 1).

A través de Edipo contemplemos el camino y progreso de estas experiencias satisfechas para que se dé la concordancia “entre la naturaleza y nuestra mente”. La promesa (aquella narración que funciona como símbolo del destino), al cumplirse, opera como símbolo que solo puede ser comprendido por quien ha satisfecho estas relaciones de concordancia entre, en este caso, el texto y su interpretación; por ello, el sentido simbólico de la narración se mantiene oculto, porque, a pesar de su racionalidad, sigue siendo imagen funcional que exige la concordancia de relaciones, requiere de guía y de cumplimiento de un designio. Edipo, como símbolo, opera como el curso natural necesario que puede seguirse para relacionar las imágenes internas (las exigencias intelectuales) con las consecuencias naturalmente desarrolladas en el progreso de la narración. Así, entonces, el camino de Edipo, la experiencia a la que es sometido, es una tensión que debe relacionar, constante y progresivamente, los designios revelados a través de los signos (el trueno de Zeus, andar por el bosque, etcétera) para alcanzar la representación (Bild) que es, a la vez, revelación y ocultación para quien no ha cumplido con las exigencias de este andar.

Conclusiones

En el presente texto se elucidó la relación entre el individuo y la comunidad. El problema de partida fijó que, a pesar de la aparente imposibilidad teórica de establecer una relación entre el singular y el universal, ya existe una relación de facto entre un miembro y su entorno grupal, por lo cual, en lugar de postular una relación de tipo teórica, era mejor indagar el tipo de vínculo que unifica ambos extremos. Se hizo notar que dicha relación existe facultando el desarrollo operativo de distintas manifestaciones sociales, como, por ejemplo, el ejercicio del derecho y su fundamentación. Remarcamos la hipótesis diciendo que si es posible la obligatoriedad de ciertas prácticas jurídicas no es porque exista una coerción que faculte las relaciones entre la unidad y la multiplicidad, sino porque estas se fundan en principios constituidos culturalmente. Consideramos que el problema central está en designar dicha relación como una vinculación prelógica o mítica, por lo que, siguiendo a Ernst Cassirer, asumimos que era necesaria una apertura crítica de la razón y sostuvimos una nueva forma de relación: hypermóron.

Nos propusimos dos tareas para demostrar esta tesis: en primer lugar, estudiar la forma del pensamiento mítico y cómo este podía demostrar que el hypermóron satisfacía el conjunto de criterios lógicos aducidos por las formas lógicas de relación. Mostramos que, para Cassirer, una relación mítica del conocimiento se constituye de la iteración de relaciones que se fundan sobre realidades que, al entremezclarse, funcionan como medios simbólicos de interacción con los sucesos reales. En ese contexto, explicamos que el hypermóron operaba como medio de interrelación entre un suceso real y un “designio” divino. Su principal exigencia está colocada en el interdiálogo entre individuo, comunidad, y el dios.

La segunda tarea fue explicar la forma del hypermóron dispuesta en la obra de Sófocles, Edipo en Colono. Se resaltaron los signos que operan como (de)signios divinos. Mostramos que todo signo, una vez constituido dentro de una forma general, opera como un singular de una serie, con lo cual se demostró que todo el andar de Edipo se desarrolla como pluralidad de manifestaciones con las cuales se configura un destino dispuesto por los dioses y acatado por un miembro de una comunidad. El camino andado por Edipo se desarrolla dialécticamente y resolviendo encrucijadas, las cuales operan como metáforas de relación entre el individuo, el designio y la comunidad. Así, el cumplimiento de las tareas, la desarticulación de la encrucijada en clave metafórica, constituye una relación que favorece la unidad común o comunidad del protagonista con el entorno cultural en el que se desarrolla y actúa como “héroe representante”.

Alcanzadas estas dos tareas, constatamos que los símbolos en Sófocles se designan como encrucijadas. Retomando la definición de “imagen” de Hertz, establecimos que las tareas por completar, los signos por interpretar, son asimetrías que expresan el vínculo entre el cumplimiento de tarea del individuo -en cuanto designio divino- y la revelación del sentido de lo oculto a la comunidad. Con ello se mostró el cumplimiento de los criterios de relación mito-lógica propuestos por Cassirer, para quien el símbolo es una coordinación entre imágenes intelectuales y consecuencias naturales esperadas. De este modo, la moira presentada en señales transmuta en hypermóron que, aunque se mantiene como una exigencia divina, constituye una afirmación del propio individuo, ya que le permite ratificarse como un ser cultural, como un ser en tensión que encuentra armonía en este progreso dialéctico.25

Referencias

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1Adolfo Chaparro sostiene que el pensar mítico es el origen del despunte filosófico. El propio acto de advertencia tiene un origen totalizador o mitológico. Para el autor, en el mito subyace un pensar el mundo, aunque no opera con bases logocéntricas sino a través de configuraciones figurativas o simbólicas. La tesis general del trabajo plantea que esto ocurre “[solo] desde las relaciones de fuerza que constituyen lo social, en la heterogeneidad de tiempos y lenguajes que limitan lo decible en cada época y, en este caso, desde la asimetría de los desarrollos históricos y culturales que caracterizan a las sociedades hispanoamericanas a partir del siglo XVI, en el concierto del sistema-mundo” (2009, p. 70).

2Esta tesis no la sostenemos siguiendo a Cassirer (1975; cfr. 1998b), sino que se reconoce como un resultado alcanzado por el estado de la cuestión. Primero, Susane Langer (1946) establece que el pensamiento mítico es una forma epistémica de carácter prelógico, lo que, a decir de la autora, implica que el conocimiento que ofrece esta forma es de carácter expresivo, como el neokantiano lo muestra en El pensamiento mítico. Segundo, J. Krois (2011) subraya la peculiaridad del mito como forma expresiva fundamental y no solo como una forma de advertencia. Para ahondar en estas ideas, cfr. Esparza (2019a, pp. 41-74).

3Es interesante la tesis de Francesc Calvo, quien muestra que la propia pregunta por el origen del lenguaje, si bien es la misma que articula el pensamiento mítico, se traduce de un modo peculiar y propio. Según Calvo, esta formación simbólica se organiza a través de signos físicos (fonéticos o escritos) en lugar de en expresiones emotivas, como en el mito. Por ello, el neokantiano, afirma Calvo, para comprender la génesis del vínculo entre mito y lenguaje requiere de las “fuentes subjetivas primigenias, las modalidades originarias de comportamiento y configuración de la conciencia” (2012, p. 34).

4Los fundamentos teóricos de estos principios han sido expuestos en Esparza (2019b, pp. 1491-1509).

5Son varios los estudios que sostienen y resaltan el valor antropológico de la tragedia aun cuando esta provenga de un formato literario. Si bien la interrelación entre filosofía y literatura hoy en día nos parece más próxima, hay que recordar que, en el contexto griego, esta fue puesta en duda por autores como Platón (cfr. Apología, 22b-c). En contraparte tenemos las afirmaciones de Werner Jaeger: “la poesía griega [de la segunda mitad del siglo IV] […] penetraba cada vez más profundamente en los verdaderos problemas vitales del hombre” (2003, pp. 386-387). Del mismo, podemos remitir al estudio que Emilio Suárez ofrece sobre la obra de Píndaro y su poesía: “el poeta continua siendo el ‘sabio’ (sophós) que recibe y transmite los valores y conocimientos que caracterizan a la cultura y a la sociedad en la que ejerce su actividad, y sigue siendo un individuo dotado de ‘poderes’ limítrofes con los del profeta, mago, el médico o el sacerdote […], principalmente gracias a su inspiración, y, sobre todo, a su palabra; pero ahora está inmerso en un nuevo mundo […] en el que la lírica coral (por mal que nos suene) es el producto que relaciona comitente y poeta” (2008, pp. 13-14).

6Mantenemos en mente aquel pasaje de Von Balthasar que dice: “En la tragedia, el hombre representa su papel ante el telón de fondo de Dios; sólo se revela y alumbra su verdad mientras aparece Dios —bien sea en su cólera o en su misterio” (1986, p. 96). Este acto de experiencia se sostiene en una relación expresiva que permite asegurar un concepto con el cual configurar una posible respuesta sobre el contenido de la emoción que arrebata al individuo.

7Susange Langer ha resaltado una idea similar al explicar que el “ritmo trágico” de una obra permite la racionalidad del “destino”, lo “trágico” y el “Sino”: “la tragedia dramatiza la vida humana como potencialidad y realización. Su futuro virtual o Destino es, en consecuencia, muy diferente al creado en la comedia. El Destino Cómico es la Fortuna —lo que el mundo traerá y el hombre aprovechará o perderá, se le enfrentará o huirá; el Destino trágico es lo que el hombre trae, y lo que el mundo le exige. Ese es su Sino. Lo que trae es su potencialidad: sus facultades mentales, morales y aún físicas, su capacidad de actuar y sufrir. La acción trágica es la realización de todas sus posibilidades, que despliega y agota en el curso del drama. Su drama. Su naturaleza humana es su Destino. Así, pues, el Destino concebido como Sino, no es caprichoso, como la Fortuna, sino que está predeterminado. Los sucesos exteriores son sólo las ocasiones para su realización” (1967, p. 328).

8Magistralmente representada en el símbolo del cruce de caminos del mito de Edipo.

9La tesis de Hamburg es que, según la Filosofía de las formas simbólicas, el “significado” es un resultado posible solo en un marco de sentido que interrelaciona “signo” (sign) y “sentido” (sense).

10El término ‘encrucijada’ puede equipararse al de ‘metáfora’, propuesto por Freidenberg: “The mythological image is subjective-objective. When it has only one meaning singled out from polysemantism, we have an attribute, or as I called it in my Poetics a mythological metaphor. When features are transferred from the object to the subject two meanings appear—the concrete plus the abstract, but abstracting only this concreteness. Then we have a metaphor-figure of speech” (1997, p. 47).

11El sentido de la pregunta se coloca en la tesis propuesta por Cassirer, quien establece que entre la palabra mítica y la cosa mítica no existe una separación excluyente, sino unidad cósica: “La palabra no es una designación y denominación […] sino que es una parte de él” (1998a, pp. 63-64). Si nos apoyamos en esta idea, entre la “presencia” y la “expresión” del fenómeno no existe una diferencia sustancial; estar es hablar, y viceversa. La única distinción posible entre una acción A y una acción A* es la función que cumplen. La presencia que se revela no solo está como una característica del advertir, sino como un modo de comunicar. La revelación, entonces, significa a la presencia como expresión.

12ξυμφορᾶς ξύνθημ᾽ ἐμῆς.

13ἢ σεισμὸν ἢ βροντήν τιν᾽ ἢ Διὸς σέλας.

14ἥκω γὰρ ἱερὸς εὐσεβής τε καὶ φέρων ὄνησιν ἀστοῖς τοῖσδ᾽.

15δώσων ἱκάνω τοὐμὸν ἄθλιον δέμας σοὶ δῶρον.

16ἀλλ᾽ οὐ γὰρ αὐδᾶν ἡδὺ τἀκίνητ᾽ ἔπη.

17ἔκτυπεν αἰθήρ, ὦ Ζεῦ.

18ἃ δ᾽ ἐξάγιστα μηδὲ κινεῖται λόγῳ, αὐτὸς μαθήσει, κεῖσ᾽ ὅταν μόλῃς μόνος: ὡς οὔτ᾽. ἂν ἀστῶν τῶνδ᾽ ἂν ἐξείποιμί τῳ.

19ἀλλ᾽ αὐτὸς ἡμῖν πᾶσιν ἐξηγούμενος.

20ἔστη κελεύθων ἐν πολυσχίστων μιᾷ.

21κτύπησε μὲν Ζεὺς χθόνιος.

22καλεῖ γὰρ αὐτὸν πολλὰ πολλαχῇ θεός.

23μηδ᾽ ἃ μὴ θέμις λεύσσειν δικαιοῦν.

24ὡς δεινοῦ τινος φόβου φανέντος οὐδ᾽ ἀνασχετοῦ βλέπειν.

25Cassirer, al final de An Essay on Man, escribe: “The dissonant is in harmony with itself; the contraries are not mutually exclusive, but independent: ‘harmony in contrariety, as in the case of the bow and the arrow’” (1945, p. 286).

Recibido: 06 de Febrero de 2020; Aprobado: 15 de Marzo de 2020

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