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Tópicos (México)

Print version ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  n.63 México May./Aug. 2022  Epub Aug 15, 2022

https://doi.org/10.21555/top.v63i0.1642 

Artículos

Entre la “ética idealista” y el “empirismo de la vida”: notas en torno al concepto de “ideal” en el pensamiento ético-político del joven Carlos Astrada

Between the “Idealist Ethics” and the “Empiricism of Life”: Notes on the Concept of Ideal in the Ethical-Political Thought of the Young Carlos Astrada

1Universidad de Buenos Aires Argentina Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas Argentina martinprestia@gmail.com


Resumen.

El pensamiento juvenil de Carlos Astrada (1916-1927) está signado por una preocupación fundamental: la posibilidad, para el ser humano, de establecer nuevos “ideales” y “valores” capaces de suplantar a los viejos valores de la civilización capitalista. El propósito principal del presente trabajo radica en identificar los variados alcances que tiene el concepto de “ideal”. Tras un primer apartado en que se establecen algunas bases para considerar la filosofía de la vida subyacente a los desarrollos astradianos, el trabajo se divide en otros tres apartados que siguen la cronología de los textos del autor. En el primero se considera el lugar que tiene, para Astrada, el “ideal” como elemento operativo en la historia, para lo cual se indaga en la influencia que la filosofía de Jean-Marie Guyau ha tenido en su pensamiento, dimensión no advertida por la crítica. En el segundo se aborda la relación entre los conceptos de “ideal” y “vida”, y la impugnación que Astrada realiza de las posiciones “idealista” y “empirista”, a las que juzga igualmente unilaterales y estériles para pensar una ética acorde a los nuevos tiempos. En ese sentido, Astrada buscará una “posición intermedia” entre ambas perspectivas, que llamará “síntesis vital” y que estará posibilitada por un diálogo filosófico trazado, fundamentalmente, con Georg Simmel, Manuel García Morente, José Ortega y Gasset y Oswald Spengler. En el tercer apartado, por último, se analiza el ideal como elemento capaz de otorgar un sentido orientador al cúmulo creciente de las actividades humanas, signadas por la especialización, en una operación que puede interpretarse bajo la clave romántica de “recuperar” la Totalidad, que se considera perdida en la Modernidad. Para ello se dará cuenta del diálogo filosófico que Astrada establece con Georg Simmel y Rudolf Eucken.

Palabras clave: Carlos Astrada; filosofía política; filosofía argentina; vitalismo; idealismo

Abstract.

Carlos Astrada’s early thought (1916-1927) is characterized by a fundamental concern: the possibility, for human beings, of establishing new “ideals” and “values” capable of supplanting the old, capitalist ones. The aim of this article is to identify the different scopes of Astrada’s concept of ideal. In the first section, some bases to consider the philosophy of life underlying the Astradian theoretical proposals are established. The article will thereafter be divided into three other sections, which follow the chronology of Astrada’s works. In the first part, the “ideal” is conceptually treated as an operative element in history, for which it is considered to what extent Jean-Marie Guyau would have influenced Astrada’s thought, something neglected by the existing literature. The second part deals with the relationship between the concepts of “ideal” and “life”. It will be shown how Astrada aimed to challenge the “idealist” and “empiricist” positions, which he considers equally unilateral to elaborate an ethics according to “the new times”. Astrada would have looked for an “intermediate position” between both perspectives, i.e., what he called “vital synthesis”. This could have been possible thanks to a philosophical dialogue with Georg Simmel, Manuel García Morente, José Ortega y Gasset, and Oswald Spengler. In the third part, the ideal is analyzed as an element capable of giving a guiding sense to the growing accumulation of human activities, marked by specialization, in an operation that can be interpreted under the romantic key of “recovering” the Totality (which it is taken as lost in modern times). For this, the philosophical dialogue that Astrada had with both Georg Simmel and Rudolf Eucken is analyzed.

Keywords: Carlos Astrada; political philosophy; Argentine philosophy; vitalism; idealism

Ofrecer una síntesis de la obra de un autor en un período, o de un aspecto de esta, no es tarea sencilla, no solo por la relativa arbitrariedad que supone establecer un corte en su producción, sino también porque con ello se corre el riesgo de “uniformar” parte de sus desarrollos, las variaciones y desplazamientos que se van produciendo en su pensamiento a lo largo de los años. Todo intento con esas características conlleva, a un tiempo, la posibilidad de una iluminación y un inevitable oscurecimiento, al menos parcial. Asumiendo esos riesgos, inherentes a toda labor hermenéutica, propongo establecer un primer período de la producción de Carlos Astrada entre los años 1916 y 1927,1 esto es, desde el primer texto conocido del autor, “Unamuno y el cientificismo argentino” ([1916] 2021a) -parte de una polémica pública en defensa del filósofo español y en contra del positivismo local donde despliega, en escorzo, buena parte de sus preocupaciones juveniles-,2hasta su viaje a Alemania a raíz de la obtención de una beca para el perfeccionamiento de sus estudios por el ensayo “El problema epistemológico en la filosofía actual” (1927), en el que se producirá el encuentro determinante con el pensamiento de Martin Heidegger, que ese mismo año publica Sein und Zeit, su obra señera, y a cuyos cursos asistirá el argentino. El viaje, a la vez que acontecimiento de importancia inconmensurable en su trayectoria vital, es síntoma y caso de un momento específico y más amplio del desarrollo institucional de la filosofía argentina: el comienzo de su profesionalización.3

Como ha sido puesto de relieve anteriormente (cfr. David, 2004; López, 2009; Velarde Cañazares, 2013; Bustelo y Domínguez Rubio, 2015), la obra de juventud astradiana puede ser inscripta en el marco del “vitalismo” o Lebensphilosophie que, más que una corriente teórica o filosófica de límites precisos, se trató de una “sensibilidad” o “atmósfera”, una trama de motivos y tópicos que impregnaron buena parte de las producciones culturales, estéticas, políticas y filosóficas entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX. Entendido de esa forma, el vitalismo “fue una reacción contra el desencantamiento del mundo y contra la limitación -teórica y práctica- de las potencias humanas”, a partir de la cual se reivindicaron “las fuerzas fluyentes de la vida” (López, 2009, p. 20) y, con ello, la primacía y celebración de “lo nuevo”. El énfasis puesto en el vitalismo como “sensibilidad” implica reconocer que, a pesar de la posible incompatibilidad de las filosofías de algunos autores que influyeron a Astrada, la lectura que de ellos realiza no debe evaluarse por una coherencia que estaría dada de manera preexistente -es decir, al nivel de las influencias mismas-. Antes bien, la coherencia de las referencias se produce a raíz de la “inteligencia selectiva” del receptor (Villacañas Berlanga, 2004, p. 53). Astrada construye los trazos de su obra juvenil a partir de una lectura crítica de un conjunto de referencias filosóficas que, al pasar a través de su criba, funciona de manera coherente. En ese sentido, y aunque parten de visiones metafísicas en última instancia disímiles, el llamamiento a la acción libre y a la potencia creadora era algo común a Nietzsche, Bergson y Guyau, por citar algunos nombres, pero también lo era la “vida” como principio metafísico irreductible a todo apriorismo lógico. Asimismo, en el caso de Astrada, la apropiación de algunas modulaciones de la filosofía de la vida está teñida por una sensibilidad “romántica”: para el argentino, trascender las “formas” que le son contemporáneas, a las que considera ya caducas, implica trascender el modo de producción capitalista -con su “deshumanización”- y el modo de vida que este ha configurado -con su tipo humano “burgués”, “hedonista” y “filisteo”-.4 Ello suponía, al mismo tiempo, “vitalizar” la cultura, volver a colocar las diversas formas culturales -razón, ciencia, técnica, religión, organización política, ética- al servicio de la vida.

Las reflexiones en torno a la ética elaboradas en el filo de los siglos XIX y XX deben enmarcarse en la progresiva crisis de la filosofía como discurso sistemático ante el avance de las disciplinas científicas particulares. El fracaso del sistema hegeliano y el triunfo del positivismo supusieron la imposibilidad de “integrar verdad y bien, teoría y práctica” y abrieron las puertas de un proceso que condujo, en muchos pensadores, “de regreso a Kant” (Riba, 2003, p. 16). Este es el marco general en el cual Astrada está pensando, como también lo hicieron Jean-Marie Guyau, José Ortega y Gasset y Manuel García Morente, por nombrar a los filósofos con los que el argentino dialoga y discute principalmente con motivo de la ética, pero también Georg Simmel e, incluso, Max Stirner y Oswald Spengler, que aparecerán entre los autores citados por el filósofo argentino. No obstante, la senda abierta por el filósofo de Königsberg suponía un problema para muchos de ellos, que intentarán saldar de maneras diversas: la oposición perentoria entre “ser” y “deber ser”.

Parte de la crítica ha analizado la etapa juvenil de Carlos Astrada como un momento incompleto, meramente preparativo de su filosofía madura, en el que podrían encontrarse únicamente ciertas intuiciones estéticas o metafísicas que solo hallarían adecuado cauce de desarrollo tras su viaje formativo a Alemania, entre 1927 y 1931. Como ejemplos de esa perspectiva pueden citarse el trabajo pionero sobre el pensamiento astradiano de Alfredo Llanos (1962) y el estudio de Matilde Isabel García Losada (1999) sobre los introductores de la filosofía existencial en Argentina. Por otra parte, el trabajo de Marcelo Velarde Cañazares en torno a la noción de “temporalidad” en la obra juvenil astradiana, si bien no incurre en el prejuicio de considerarlo un momento “preparativo”, omite, como los otros dos, toda dimensión ético-política, considerándolo “intimista y metafísico” (2012, p. 169).5

En contraposición, otros trabajos han buscado poner de relieve, desde diferentes enfoques, la dimensión ético-política del pensamiento astradiano. El trabajo de María Pia López (2009) rastrea nociones medulares de la obra juvenil de Astrada -entre las que destacan las de “mito”, “deshumanización”, “nomadismo” y “sonambulismo vital”-, procurando mostrar además su proyección política. El trabajo de López, rico en sugestiones, no tiene como finalidad, empero, reconducir esas nociones al interior del pensamiento astradiano del período, sino que, junto con otros conceptos y motivos textuales que analiza -en diversos autores: Bataille, Nietzsche, Sorel, Bergson, y los argentinos Deodoro Roca, Saúl Taborda, Leopoldo Lugones, entre otros-, busca recuperar la sensibilidad vitalista como un posible discurso emancipatorio en polémica con ciertas interpretaciones que, parangonando “filosofía de la vida” e “irracionalismo”, descartan sus alcances y posibilidades tras su utilización por parte de los fascismos.

La importante biografía intelectual de Guillermo David (2004), un trabajo bisagra en el estudio de la obra astradiana, no se detiene sin embargo en el análisis de los textos del período juvenil, a excepción de unos pocos que considera más relevantes, y sin trazar nexos entre ellos. No obstante, identifica dos dimensiones importantes: por un lado, el vínculo entre la preocupación estética y política -en el contexto de ascenso de las vanguardias-; por otro, la importancia que en su trayectoria intelectual tuvieron el proceso de la Reforma Universitaria de 1918 -de la cual fue uno de los protagonistas en la capital de Córdoba, su epicentro- y de la Revolución rusa, acontecimientos históricos a los que nuestro autor identifica como capaces de actualizar los ideales de una vida nueva.

Con respecto a esto último, el documentado artículo de Natalia Bustelo y Lucas Domínguez Rubio (2015) indaga en la huella dejada por ambos sucesos en la obra juvenil de nuestro autor, poniendo de relieve los elementos “libertarios” en la interpretación que realiza del movimiento estudiantil, ligados a una lectura revolucionaria del “vitalismo” de la época. El artículo de Bustelo y Domínguez Rubio tiene la virtud de interrogar la obra astradiana juvenil en su especificidad, además de reconstruir pormenorizadamente las discusiones y debates con los círculos intelectuales de la época en el marco de la Reforma Universitaria y “al interior del campo de las izquierdas” (2015, p. 299).

El enfoque adoptado en el presente trabajo es distinto. Supone una lectura que privilegie el decurso teórico al interior del corpus astradiano, poniendo el acento sobre los sucesivos desplazamientos semánticos y teóricos que pueden observarse en él. No se desconocen las múltiples redes estudiantiles, intelectuales y políticas en que nuestro autor estaba inserto; tampoco el hecho de que sus fuentes filosóficas provienen de Europa -con lo que un estudio adicional podría considerar también el problema de la “recepción”-.

Carlos Astrada no fue ni quiso ser un pensador sistemático. El sistema es solo una de las posibles direcciones de la filosofía, sugería ya en su juventud, en la “Nota preliminar” (2011) que antepusiera a la edición de Der Konkflikt der modernen Kultur (El conflicto de la cultura moderna, de 1918), un texto de Georg Simmel que tradujo y publicó de forma pionera desde la dirección de la Sección Librería y Publicaciones de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba en 1923. Apreciaciones como la suscitada por el pensamiento de Simmel pueden encontrarse en toda su obra, más allá del período aquí estudiado. La ponderación de la filosofía asistemática no es casual ni antojadiza: se realiza a partir de una consideración de lo que la filosofía es -o, mejor, “puede ser”, como una de sus posibilidades- y del puesto que ocupa en la vida humana -y en qué consiste la vida humana misma-. Un ciclo histórico en crisis y ebullición demanda del filósofo el mismo estado de precariedad, constitutiva, ante lo que adviene.6 Sobre esa misma concepción reconstruye Astrada la vida y obra de Nietzsche en su importante libro de 1945, Nietzsche, profeta de una edad trágica. De su filosofía, que “aspira a dar testimonio de la existencia humana, asentando su valor y su destino”, dirá que “no conoce, no puede conocer un sistema lógicamente concluso, abstractamente coherente” (pp. 12-13, énfasis propio). No obstante, el pensamiento de Nietzsche, “aunque no haya tendido hacia el sistema, en el sentido de lo abstractamente concluso y congruente, posibilidad excluida por la índole misma de su filosofar, se inspira en una actitud sistemática frente a la vida y sus grandes problemas” (p. 113, énfasis propio). En esa línea, Astrada impugna las interpretaciones de Nietzsche que abandonan la indagación en torno al “núcleo problemático” del que surgirían las diferentes direcciones que toma la filosofía del alemán, núcleo problemático que trasunta “la postura radical del filósofo, del hombre filosofante, ante el mundo y la vida” (p. 12).

Las consideraciones que el argentino realiza en torno al pensamiento nietzscheano sirven como punto de partida para nuestra propia indagación. La dirección que guía nuestra tentativa no puede ser nunca la presentación o reconstrucción del “sistema” astradiano o un aspecto parcial de este, pues, como explica Francisco José Martín, “el sistema de un pensamiento, su sistematicidad, no puede quedar en el lado oculto de la escritura” (1999, p. 36).7 No obstante, que el pensamiento de Carlos Astrada se construya asumiendo la asistematicidad, la fragmentariedad incluso, no implica que se desarrolle de manera fortuita. Existe en nuestro autor, como él consideraba de Nietzsche, una “actitud sistemática” ante los dramas de la existencia humana, que liga su inquirir metafísico, estético, ético y político a una serie de nociones cardinales, a un “núcleo problemático” del que aquellas direcciones del pensamiento brotan -lo cual, como es previsible, no lo exime de tensiones y aporías, reelaboraciones y desplazamientos-. El presente artículo busca ser una contribución a esa labor hermenéutica que toma como eje los textos en que el tratamiento del “ideal” -en sus relaciones con la “acción”, la “historia” y la “vida”, esto es, en sus implicancias ético-políticas- es expreso. Con ello asumimos el carácter necesariamente tentativo, abierto y, en cierto sentido, “constructivo”, que va cifrado en toda lectura.8

En ese sentido, el propósito principal del presente artículo radica en identificar las diferentes modulaciones que adopta el concepto de “ideal”, central en la obra astradiana juvenil y que trasunta, como es evidente, una inspiración kantiana -de la cual señala, sin embargo, sus limitaciones-. Se pretende con ello hacer una contribución al estudio del pensamiento ético-político juvenil de nuestro autor, privilegiando una dimensión aún no abordada por la crítica. Frente a la atención que ya ha merecido su producción madura y tardía, un trabajo como el propuesto implica una inevitable revaloración de la obra juvenil y supone un especial cuidado: conjurar el peligro de una lectura retrospectiva que encuentre tópicos de su obra posterior en sus textos tempranos. Una homologación tal podría inhibir un análisis que detecte desplazamientos conceptuales pero también continuidades o repeticiones de motivos y preocupaciones en el horizonte de nuevos marcos teóricos. Por el contrario, el presente artículo quiere contribuir a futuras investigaciones en las que esté habilitado el camino inverso, que va de la obra juvenil a la madura y tardía, en una lectura “prospectiva” -que supone, asimismo, evitar caer en las diversas formas de la teleología-.

Tras un primer apartado en que se establecen algunas bases para considerar la filosofía de la vida subyacente a los desarrollos astradianos, el trabajo se divide en otras tres secciones, que siguen la cronología de los textos del autor. En la primera se considera el lugar que tiene, para Astrada, el ideal como elemento operativo en la historia, para lo cual se indaga en la influencia que ha supuesto la filosofía de Jean-Marie Guyau, dimensión que no ha sido trabajada en profundidad por la crítica. En la segunda se aborda la relación entre los conceptos de “ideal” y “vida”, y la impugnación que Astrada realiza de las posiciones “idealista” y “empirista”, a las que juzga igualmente unilaterales y estériles para pensar una ética acorde a los nuevos tiempos. El argentino buscará una “posición intermedia” entre ambas perspectivas, que llamará “síntesis vital” y que estará posibilitada por sus lecturas de Georg Simmel, Manuel García Morente, José Ortega y Gasset y Oswald Spengler. En la tercera sección, por último, se analiza el ideal como elemento capaz de otorgar un sentido orientador del cúmulo creciente de las actividades humanas, signadas por la especialización, en una operación que puede interpretarse bajo la clave romántica de “recuperar” la Totalidad, que se considera perdida en la Modernidad. Para ello daremos cuenta de la apropiación creativa que Astrada realiza de ciertos aspectos parciales de la obra de Georg Simmel y Rudolf Eucken.

I. Filosofías de la vida

Los textos juveniles de Astrada están recorridos por una filosofía de la vida que tiene en Friedrich Nietzsche su mayor inspirador y que llegará tamizada, en parte, a través de los escritos de Georg Simmel9 -quien en cierto sentido estilizará algunos desarrollos del filósofo de Röcken-. Del primero pudo decir Astrada, en un texto de madurez: “Nietzsche está presente como reactivo poderoso y espíritu precursor y tutelar en todos los ensayos de una moderna filosofía de la vida”; fue a partir de él y de la “fuerza poética de su pensamiento” y la “potencia idiomática creadora de su verbo”, que pudo infundir “en la palabra ‘vida’ una sugestión alucinante y un prestigio mágico que antes no tenía” (Astrada, 1943, pp. 102-103). La vida es potencia creadora que busca autoconfigurarse, esto es, “voluntad de poder”. En su movimiento ascendente y creador, la vida cristaliza en formas que acompañan su despliegue hasta verse agotadas y desbordadas hacia otras, en un proceso incesante que persigue mejores condiciones para su afirmación y acrecentamiento. La vida no está ya supeditada a “la conciencia o el mundo espiritual, […] el placer o la espiritualidad, postulados como fin. A la inversa, todo esto […] son medios para la vida que tiene su fin en sí misma” (Astrada, 1943, p. 106). Nietzsche invierte los términos de la tradición filosófica, y resquebraja con ello la objetividad de las ideas de “verdad” y “moral”, a las que liga a una “utilidad” para la vida. Con ello, bosqueja una radical impugnación del “platonismo”, esto es, de todos los valores absolutos y “extra-vitales” -filosóficos, religiosos, morales- que, divorciados por completo de la inmanencia de la vida, acaban por oponerse a ella y oprimirla. Si en el ser humano “la vida alcanza su más alta concentración, [y] en él ella despliega su máxima potencia” (Astrada, 1943, pp. 105-106), entonces la filosofía de Nietzsche consistirá, en definitiva, en una “exaltación del hombre concreto y existente, que se yergue como una posibilidad en marcha, como principio y meta de todo devenir histórico” (Astrada, 1943, p. 102). No es otra la apropiación del vitalismo nietzscheano por parte del joven Astrada, quien esbozará un pensamiento preocupado por el ser humano en su inmanencia e historicidad radicales.10

En su libro póstumo Lebenschauung (Intuición de la Vida, 1918), Simmel busca sintetizar su visión metafísica, de fuerte inspiración nietzscheana. La vida es el principio metafísico. Ella es, primeramente, “más-vida”: perenne fluencia, continuidad, renovación, un “continuo producir” que corresponde a la “fase fisiológica” de la vida (Simmel, 1950a, p. 94). No obstante, en una instancia que Simmel llama “la fase del espíritu”, la vida produce algo que es “más-que-vida”: formas. Las diferentes manifestaciones de la vida espiritual -ética, religión, instituciones, razón, arte; en suma, “cultura”- son solo formas que la vida, en su incesante dinamismo, momentáneamente adquiere. De ese modo, tenemos que la vida es, simultáneamente, “más-vida” y “más-que-vida” (p. 26). Sin embargo, las formas en que la vida se objetiva, por el proceso mismo que les es inherente, se autonomizan; la vida espiritual produce algo dotado de significación y ley propias. Las formas objetivas en que la vida se expresa entran en relación con la vida subjetiva, son reabsorbidas por ella, “demostrando que esta objetividad es su criatura, que forma con ella una simbiosis de crecimiento, por la circunstancia de que vuelve a incorporarse sus significaciones, consecuencias, normaciones y se configura de acuerdo con aquello mismo que ella ha configurado” (p. 94). Cuando una forma se fosiliza o petrifica, cuando no expresa la vida y a ella deja de servirle, se vuelve un obstáculo para su despliegue y se ve desbordada y superada hacia una nueva forma.

Sin embargo, la edad moderna presenta una cultura objetivada cada vez más alejada de la esfera subjetiva de la vida, esto es, una exacerbación “unilateralmente culturalista”, como resume Ortega y Gasset en El tema de nuestro tiempo (2005, p. 586) -que en este punto coincide por entero con el diagnóstico simmeliano-. Tal característica de la cultura moderna es producto de la creencia en la completa autonomía de la esfera de los productos espirituales, que acaba por desconocer que la cultura adquirida proviene de la vida y a ella se incorpora; por tanto, “solo tiene valor como instrumento y arma de nuevas conquistas” (Ortega y Gasset, 2004, p. 756). Para Simmel, ello resulta un “destino trágico” de la Modernidad, dominada por un creciente proceso de conversión de medios en fines (cfr. Simmel, 1950a, pp. 42-44), una imposibilidad de conciliación de la esfera subjetiva con la objetiva y, finalmente, la producción de una cultura que, lejos de servir a la vida, acaba por negarla. Ortega, en cambio, rechaza ese carácter inevitable, de “destino”, de la Modernidad, y proyecta una posible síntesis entre cultura y vida como salida para la “hipóstasis” culturalista que domina la época. En memorables páginas de fuerte impronta nietzscheana expresará lo que considera el llamado perentorio de su tiempo:

¿No es tema digno de una generación que asiste a la crisis más radical de la cultura moderna hacer un ensayo opuesto a la tradición de ésta y ver qué pasa si en lugar de decir “la vida para la cultura” decimos “la cultura para la vida” (2005b, p. 600; énfasis original)?11

Ese imperativo de la hora presente está engarzado, en el caso del joven Carlos Astrada, a un pensamiento crítico que pretende erigirse en sostén de una acción revolucionaria capaz de superar la sociedad y el ser humano configurados por el capitalismo. Para Astrada, la hora presente supone un “nuevo ensayo de vida” que, para afirmarse, deberá echar definitivamente por tierra a los ídolos de la civilización materialista, erigiendo nuevos valores que permitan una vida más humana. En sus palabras, el agotamiento de “los viejos e inhumanos valores no debe alarmarnos, porque al fin será la vida la que triunfe, dejando tras de sí, como lastre muerto, todo aquello que no tiene fuerza para vivir porque ya ha caducado en el espíritu de los hombres” (2021b [1919], p. 167).

II. Ideal y acción. La lectura de Jean-Marie Guyau

Una figura central de los primeros escritos juveniles de Astrada es Jean-Marie Guyau (1854-1888). Mayormente olvidado hoy día, el filósofo francés fue parte de la reacción anti-positivista de fines de siglo XIX, y su lectura, no casualmente, causó un gran impacto en Nietzsche “por la raigal afinidad en el enfoque de los problemas morales” (1945, p. 111), como el propio Astrada comenta en su libro sobre el filósofo alemán. Su pensamiento moral, forjado en un contrapunto crítico con el utilitarismo y el positivismo de fines de siglo XIX, de un lado, y con el idealismo kantiano, del otro, encuentra su aquilate en la obra Esquisse d’une morale sans obligation ni sanction (Esbozos de una Moral sin obligación ni sanción, 1884), que Astrada conoce y referencia en varios de los textos de estos años.12

Guyau busca mantener el “deber ser” como forma universal que dota de sentido los contenidos de la acción. No obstante, esa forma universal no puede adquirir el rostro del imperativo categórico kantiano -al que rechaza por su apriorismo, su carácter abstracto y la “uniformidad” a la que conduce- ni puede partir de los hechos en su muda desnudez. En un movimiento que veremos repetirse en varios de los autores que serán centrales en la formación del pensamiento juvenil astradiano, Guyau considera que, mientras “la moral naturalista y positivista” no puede proporcionar “principios invariables”, el kantismo solo puede hacerlo “a título puramente hipotético”. En otras palabras, “lo que pertenece al orden de los hechos no es, en absoluto, universal y lo que es universal es una hipótesis especulativa”. En consecuencia, continúa el autor francés, “el imperativo absoluto desaparece de ambas partes” (1944, pp. 9-10; énfasis original) y la dimensión universal del “deber” es simplemente una hipótesis del pensamiento capaz de ser rectificada incesantemente e, incluso, ajustada a los diversos individuos (cfr. pp. 97 y 152-160).

El pensamiento de Guyau radicaliza la inmanencia de la moral, su relación intrínseca con la “vida” como principio metafísico. El valor supremo es, precisamente -y de manera análoga a Nietzsche-, el de la propia “vida”, una vida que se busca lo “más intensiva y más extensiva posible, en el aspecto físico y mental” (p. 226, énfasis original). “La vida no es solo nutrición”, sino también “producción y fecundidad. Vivir es tanto gastar como adquirir” (p. 227, énfasis original). La vida, tras un momento de conservación y simple reproducción material, mantiene en sus individuos un “exceso” o “ahorro” de fuerza que, por su propia potencia desbordante, su “superabundancia”, cuaja en productos objetivos que de la propia vida nacen y a ella se refieren (cfr. pp. 89-90). “Vida es fecundidad”, afirma Guyau, “y recíprocamente, fecundidad es vida desbordante, esto es la verdadera existencia” (p. 94).

Según Guyau, la fecundidad se ejercita en tres ámbitos, que corresponden a tres tipos distintos de fecundidad. Existe una fecundidad intelectual, que deviene en ideas y pensamientos que “modifican las condiciones de vida en la humanidad”; una fecundidad de la emoción y la sensibilidad, por la cual el ser humano se comunica con otros, va “hacia el prójimo” y se multiplica “por la comunión de pensamientos y sentimientos”; y una fecundidad de la voluntad, que expresa la “necesidad de producir, de imprimir la forma de nuestra actividad en el mundo” (pp. 91-96). Esfera intelectual, emotiva y volitiva constituyen la unidad del ser, la unidad de la vida. Desde ese punto de vista, la moralidad no puede sino buscar su referencia en la unidad de esas tres esferas, que entrarán en juego cuando Guyau plantee los primeros tres “equivalentes” o “sustitutos” (cfr. pp. 10, 97-107) del imperativo categórico “trascendental” kantiano.

Para Guyau, el primer equivalente del deber está dado por “la conciencia de nuestro poder interior” (p. 10, énfasis original), esto es, por la esfera de la voluntad. “Toda fuerza que se acumula ejerce una presión sobre los obstáculos colocados delante suyo”, dice el francés, “todo poder produce una especie de obligación proporcional: poder obrar es deber obrar” (p. 99, énfasis original). Con ello aparece, en primer plano, la “primacía de la voluntad” -en definitiva, una herencia del propio kantismo que el romanticismo llevó hasta sus últimas consecuencias-. Así, “nada de místico hay en la obligación moral; ella se relaciona con esta gran ley de la naturaleza: la vida no puede mantenerse más que con la condición de expandirse”, dirá Guyau con una retórica que recuerda a Nietzsche, pues ambos refieren a la vida como potencia expansiva (p. 99, énfasis original). Así lo entendió también Astrada, que en “En esta hora que vivimos” (1919) los acerca como filósofos que anuncian un tiempo en que “al fin será la vida la que triunfe” ([1919] 2021b, p. 167). Hay también en Astrada ese mismo “voluntarismo”, esa concepción de un sujeto reformador del mundo confiado en la “potencia de la actividad”, y cuya “superabundancia” de vida, por utilizar un léxico caro a Guyau, conduce al “deber” de actuar -si bien ese voluntarismo está, en parte, limitado por una serie de condicionamientos contingentes, como se verá en el próximo apartado-.

Un segundo equivalente del deber lo constituye la influencia que ejercen “las ideas sobre las acciones” (Guyau, 1944, p. 10; énfasis original). Guyau argumenta que la inteligencia es, en sí misma, un motor para la vida y para la acción, a partir de lo cual introduce la teoría de las “ideas-fuerza” de Alfred Fouillée, de quien fuera discípulo, y para quien las ideas no son meras representaciones ni tampoco epifenómenos o reflejos de “lo real”, sino, precisamente, “fuerzas” que impulsan a la vida (1944, p. 72; cfr. pp. 100 y 228-229). A partir de ello, establece una ligazón directa entre pensamiento y acción, concepción y actividad, “sin intervención directa de la sensibilidad” (p. 100). “Acción y pensamiento son, en el fondo, idénticos”, explica Guyau, y la obligación es “el sentimiento de esta radical identidad”, “una expansión interior, una necesidad de perfeccionar nuestras ideas haciéndolas pasar a la acción” (p. 101). Existe un vínculo intrínseco entre la capacidad de proyectar un estado de cosas distinto al presente y la acción tendiente a plasmarlo; más aún, para Guyau es imposible separar ambos términos: “concebir alguna cosa mejor que lo que existe, es un primer trabajo para realizar esa cosa. La acción no es más que la prolongación de la idea” (p. 100). Este es, sin duda, uno de los rasgos del pensamiento de Guyau que mayor rastro ha dejado en la obra juvenil de Astrada. En el texto de 1919 citado algunas líneas más arriba sentencia, por ejemplo, que no es posible afirmar que el presente es el peor de los mundos, pero sí que es posible “concebir uno mejor” y esforzarse “hacia él, rompiendo la marcha con el corazón bien alto. Concebir ese mundo mejor es empezar a crearlo, porque el pensamiento, cuando responde a una necesidad íntima del ser, es ya una creación” ([1919] 2021b, p. 168). Análogamente, en “Principios categóricos” argumenta que “[u]n ideal reducido a ser nada más que concepción teórica es un ensueño estéril. Es necesaria la acción intensa para que adquiera vida” ([1921c] 2021e, p. 195). En ese escrito, por último -como también en “El revolucionario eterno”, del año anterior-, repite el apotegma de Guyau: “quien no obra como piensa, no piensa completamente”, con lo que pretenderá erigir “no solo una verdad, sino también una norma ética a la cual -si queremos ser cabalmente hombres- hemos de permanecer fieles” ([1921c] 2021e, p. 195).

Un tercer equivalente del deber aparece, para Guyau, en la esfera de la emoción, y lo otorga “la fusión creciente de las sensibilidades y el carácter cada vez más social de nuestros placeres o dolores” (1944, p. 10; énfasis original). Como ya he mencionado, la fecundidad de la vida emotiva se expresa en la comunión entre los diversos individuos; en otras palabras, la expansión de la vida, su mayor plenitud, estará dada en la unión entre los seres humanos (cfr. p. 95). En el plano ético, esto se traduce en la existencia de un “cierto deber impersonal” surgido de la necesidad de compartir los placeres -y también los dolores, es decir, las afecciones de todo tipo- (cfr. pp. 102-107). Guyau reintroduce, con ello, la sensibilidad, que había quedado fuera de escena en su ligazón del pensamiento y la voluntad a partir del equivalente del deber que se erigía sobre la esfera intelectual; para él no existe posibilidad alguna de una vida plena en soledad, ni encontramos en su obra culto alguno al individuo aislado: “el ideal de la vida individual es la vida en común” (p. 95). En este punto fundamental, Guyau se distancia completamente de Nietzsche, cuya crítica a la “moral de los esclavos” y su culto a las “virtudes aristocráticas” no armoniza con la visión del francés. Este aspecto del pensamiento guyauniano deja también su huella en el joven Astrada, preocupado por el modo en que los ideales, mediados por las emociones y pasiones, reverberan en otros espíritus, estableciendo una convivencia.

Finalmente, Guyau propone un cuarto y quinto equivalentes del deber, que involucran las dimensiones del “riesgo” y el “peligro” para la vida humana, cuya influencia práctica busca destacar: “el amor al riesgo en la acción”, y el amor a las hipótesis metafísicas, “especie de riesgo del pensamiento” (1944, p. 10; énfasis original). En relación al cuarto, para Guyau la vida es en esencia “lucha”, y toda lucha engendra en el ser humano, por el riesgo y el peligro que involucran, “la conciencia de la sublimidad de su voluntad” (pp. 135-136). De ese modo, también el riesgo es un acicate para la acción, cuya mayor expresión puede ser encontrada en la figura del “sacrificio”, “uno de los resortes más preciosos y potentes de la historia” (p. 141). Con relación al quinto de los equivalentes del deber, Guyau afirma que, en ausencia de una verdad “objetiva” y “absoluta”, las diversas concepciones del mundo y de la vida solo pueden regir a título hipotético y variable -y, en último término, a nivel “individual” (p. 153)-, y que su valor residirá en su capacidad de encarnarse, de operar en la historia y la sociedad humanas. “La hipótesis produce prácticamente el mismo efecto que la fe [dogmática]” (p. 153, énfasis propio), esto es, otorga un marco de inteligibilidad para nuestras acciones, que completan precisamente aquella hipótesis. La pluralidad de hipótesis metafísicas resultante puede disponer tanto una “integración” de estas en una “época ideal” futura -lo cual, de manera un tanto optimista, defiende Guyau (1944, p. 154)-, como una “lucha” entre ellas, que es el punto que recoge el joven Carlos Astrada, quien en todos los textos del período coloca al ser humano y su accionar en dirección a la actualización de ideales como epicentro del devenir histórico: “[a]firmar aspiraciones superiores es enriquecer nuestra conciencia con la sustancia de la Historia […] Pero para afirmar lo mejor hay que luchar. Solo en la lucha aquilatamos el valor de nuestros postulados” ([1921c] 2021e, p. 195).

En síntesis, Jean-Marie Guyau se constituye como una de las principales fuentes del pensamiento ético-político de juventud de Carlos Astrada. La vida como principio metafísico y la consiguiente “inmanencia radical” que plantea Guyau son los puntos de partida que explican el interés del argentino por la obra del francés, como también el contrapunto establecido con el positivismo y el kantismo -y que será repetido, de diversos modos, por varios de los filósofos con los que discutirá en los siguientes años de su producción temprana-. Sin embargo, lo que la lectura de Guyau proporciona a Astrada es, fundamentalmente, una consideración en torno a la relación entre los “ideales” y la “acción”. El ideal es un elemento operativo en la historia, cuya postulación no puede desligarse de la acción tendiente a su realización. De ese modo, la importancia del “ideal” responde, en definitiva, a una unión entre conciencia y acto, y a una concepción que coloca a la “voluntad” en primer plano. Queda así trazada claramente la politicidad del pensamiento. “Al afirmar, mediante la acción, nuestro ideal, nos realizamos a nosotros mismos”, dirá Astrada en “Principios categóricos” ([1921c] 2021e, p. 195), resumiendo su concepción de la historia como infinito horizonte de autorrealización y autoperfeccionamiento del ser humano, ajeno a todo determinismo o teleología. Asimismo, gana fundamental importancia la esfera de la “emotividad” -sin la cual no estarían completas las de la voluntad y el intelecto-, que produce la instauración de una “vida en común”, máxima aspiración del individuo y único modo de alcanzar una mayor expansión de la vida, su “plenitud”: “[u]na palpitación de humanidad dilata nuestra conciencia y, proyectándonos más allá de nuestro egoísmo, nos hace sentir como nuestras las inquietudes y esperanzas de los demás hombres” ([1921c] 2021e, p. 195).

III. La génesis vital de los ideales y la discusión con el kantismo. Entre Georg Simmel, Manuel García Morente, José Ortega y Gasset y Oswald Spengler

Como ya he mencionado, en el núcleo del pensamiento del joven Astrada se encuentra su discusión con el kantismo, común a buena parte de sus fuentes filosóficas. Uno de los autores que más hondamente ha criticado a la “moral racionalista” del idealismo kantiano es Georg Simmel (1858-1918). Lo planteado por Simmel puede considerarse como una serie de presupuestos de los desarrollos de aquel, y eso en al menos tres puntos: por un lado, en lo que hace al “deber ser” como parte integrante de la estructura de la vida humana; por otro, en su discusión con el “imperativo categórico”; por último, en la búsqueda de una ética que responda a una “vitalización de la cultura”.

En “La ley individual”, el cuarto capítulo de Intuición de la vida (1918), Simmel aborda la cuestión del “deber ser”. Para el filósofo alemán, la “realidad” y el “deber ser” son dos categorías en las cuales se vierten la vida y la experiencia subjetiva. Según Simmel, al calificar de “real” un objeto tendemos a otorgar a “su contenido una consistencia, una especie de carácter absoluto, que se enfrenta por sí solo a todos los demás modos de representación del mismo contenido: fantasmagóricos o puramente conceptuales, axiológicos y artísticos, considerados como derivados subjetivos de su realidad”. Y, no obstante, “la categoría de realidad, significa solamente que lo solemos experimentar como el primero cronológicamente y, por razones de carácter práctico, como el más importante” (Simmel, 1950a, p. 147). Para este autor la “realidad” comparte con la categoría del “deber ser” esa suerte de “monopolio con respecto a la serie de la experiencia”: el “deber ser” es una categoría “en cierto sentido paralela […] y en modo alguno reducible” (p. 148) a la de la realidad, a partir de la cual los seres humanos experimentamos continuamente nuestra vida. Por ello, para Simmel se trata de concebir “el deber-ser como la serie ideal de la vida”, esto es, que “todo ser y acaecer de esa vida tienen sobre sí un ideal, un modo de cómo debe ser dentro de esa vida” (p. 184, énfasis propio).

En otras palabras, el “deber ser” no se sitúa frente a la vida, sino que es un modo de su realización. Se trata de “una categoría absolutamente primaria” (p. 150), no atada ni fundada a ningún contenido concreto, históricamente determinado. Simmel extiende el “deber ser” -o “configuración ideal de la vida” (p. 152)- más allá de la esfera de la ética; en él coinciden “esperanzas e impulsos, aspiraciones eudemonísticas y estéticas, ideales religiosos y aún caprichos y apetitos amorales, junto con lo ético y existiendo unos y otros simultáneamente” (p. 148). Pero la “serie ideal de la vida” que a esta acompaña en su desenvolvimiento se expresa en fórmulas, normas, leyes, aspiraciones, principios e imperativos -en definitiva, “formas” o “cultura”- nutridas por contenidos que aparecen de manera fortuita, “determinados siempre psicológica e históricamente” (p. 151) y que, como tales, corren “el destino universal de las obras que la vida crea”: su agotamiento y relevo por “obras” nuevas (p. 154).

A partir de ello, Simmel erige una discusión con la ética kantiana. Según aquel, para Kant “las necesidades morales sacan su contenido y su legitimación de una realidad metafísica más allá de la vida del individuo, esto es, de un principio universal” (p. 152), de una “ley de la “razón”” que dota de valor moral al acto singular porque su contenido tiene un “valor objetivo-moral”. La crítica simmeliana es importante para el presente trabajo, pues sus múltiples aristas tendrán eco en los desarrollos astradianos. En primer lugar, la fórmula del “imperativo categórico” es considerada insuficiente por ser ahistórica y abstractamente universal. La ley kantiana “determina todo el hombre desde la significación transvital, transindividual, de un contenido de acción racionalizado [el imperativo categórico]” y “establece su exigencia no a base de la totalidad vivida del hombre, sino de la conceptualidad de un contenido aislado” (p. 204). La ética kantiana determina unilateralmente al individuo, sin considerar su trayectoria vital en su irreductible particularidad. Para Simmel, en cambio, el “deber-ser de cada momento es una función de la vida total de la persona individual” (p. 209); su ética propone una adecuación entre el contenido de la acción individual y el sentido de la vida desde la que esa acción parte (cfr. p. 218). El corolario final será, como reza el título del capítulo aquí abordado, una “ley individual” que otorgue un marco de acción considerando la totalidad de la vida del individuo, su “continuidad” (p. 189). De ese modo se configura una suerte de “imperativo”, que Simmel resume con la siguiente interrogación: “¿[p]uedes querer que ése tu obrar determine toda tu vida?” (p. 223).

Simmel se cuida, sin embargo, de que su pensamiento no derive en lo que llama una “anarquía” (p. 185), pues la “individualidad” no es la subjetividad libre carente de ataduras históricas o naturales:

[…] la individualidad que vive en la forma del deber-ser no es a-histórica, […] está codeterminada -o incluye como factor que en modo alguno puede eliminarse- por el hecho de que ese hombre es ciudadano de un Estado comprometido. Todo cuanto lo rodea y cuanto experimentó siempre, los más fuertes impulsos de su natural lo mismo que las impresiones más efímeras -todo eso, del mismo modo que en esa agitada vida de la personalidad forma una realidad que va creciendo a base de todo eso, así forma y desarrolla también un deber-ser (Simmel, 1950a, p. 211).

En esas líneas se vislumbra uno de los puntos fundamentales de la crítica simmeliana a Kant, también presente en los desarrollos astradianos, y que apunta al carácter “racional” de su moral, que se juzga incompleto. En todo acto humano “es productivo todo el hombre”, esto es, se juegan las dimensiones volitiva, racional y emotiva; el querer no está determinado únicamente por la racionalidad, sino también por los “sentidos” (Simmel, 1950a, p. 193).

Simmel es consecuente con su metafísica de la vida, cuya consideración en torno a la cuestión ética expresa cabalmente. Para él no hay “progreso” en materia moral, no hay un pasaje “de un conocimiento teóricamente imperfecto a otro teóricamente más suficiente, sino que […] se ha llegado a cierta fase de la historia del espíritu” (p. 215) que reclama una consideración distinta sobre el accionar humano. La vida impone nuevas exigencias y, en ese sentido, su discusión con el kantismo puede comprenderse, finalmente, como la tarea de buscar una adecuación entre la esfera subjetiva y la esfera objetiva de la vida humana o, lo que es lo mismo, una “vitalización de la cultura” (p. 222) en el plano de la ética. En su importante ensayo “La Real-politik. De Maquiavelo a Spengler”, Astrada afirma, con igual sentido, que:

[…] la ética del idealismo había esquematizado en demasía la realidad histórica, no la consideraba en sí misma, sino como una materia que había que transformar en vista de un quimérico debe ser que, por lo mismo, jamás se cumplía […]. Hoy visiblemente se opera un cambio de frente, y la vida, reaccionando contra la norma que la constreñía y falseaba, formula sus condiciones, que implican nada menos que una nueva actitud ante la realidad histórica ([1924] 2021g, p. 272; énfasis original).

La concepción vitalista y el reclamo de una valorización de la vida frente a sus formas, ya caducas, encontrarán en la letra astradiana una primera delimitación con motivo de la ética en el escrito “La razón pura y el ideal revolucionario” (1921), donde aborda expresamente la relación entre el “ideal” y la “vida”. Lo que puede advertirse en ese y otros textos de los siguientes años -“Conceptos: Ideal y Vida” (1923), “El alma desilusionada” (1923) y el ya citado “La Real-politik. De Maquiavelo a Spengler” (1924)- es, principalmente, una meditación en torno a la “génesis” de los ideales y a su relación con la vida como principio metafísico. Ello conducirá a una impugnación de las posiciones, igualmente unilaterales, de la “ética idealista” y del “empirismo” y, en consecuencia, a una búsqueda de una “posición intermedia” o “síntesis vital” capaz de recuperar, a un tiempo, la instancia universal del “deber ser” y la de la “vida” en lo que ella tiene de particular, único e irreductible a todo apriorismo.

El escrito “La razón pura y el ideal revolucionario”, publicado en septiembre de 1921 en el diario de filiación anarquista El Trabajo, es una respuesta a un texto de Fernan Ricard, seudónimo con el que firmaba el autor ácrata Antonio M. Dopico, y que había sido editado por el mismo periódico algunos días antes: “La razón pura y la dictadura. Un paralelo con Kant”. Ricard buscaba establecer los puntos en común entre “la filosofía llamada anarquista o revolucionaria” (1921, p. 4) y la filosofía moral del idealismo kantiano. Según él, una y otra tienen procedimientos similares: establecen un principio general o absoluto, apriorístico, “ajeno a todo móvil empírico”, con el cual pretenden determinar los cursos de la acción humana. El kantismo pedía actuar “en ‘vista de la ley moral’” y el anarquismo en relación con la máxima “’la anarquía es la libertad’” (p. 4); ambos deducen el curso de acción de un principio que se ha establecido a partir de “la razón pura” (p. 4). La filosofía revolucionaria debía partir, para Ricard, del estudio de “la realidad”, de las circunstancias espaciotemporales específicas de cada colectivo humano, pues condiciones distintas exigen cursos de acción distintos. Una filosofía tal debía trazar también una cabal comprensión del papel de los instintos en la acción humana, de los que la “razón pura”, cortada al molde del idealismo kantiano, había prescindido. Ante este panorama, Ricard pedirá, para el anarquismo, una filosofía y una moral inspiradas en “el empirismo de la vida” que, como tal, “no presenta, para la determinación de la conducta, reglas universales y absolutas”, y a partir de las cuales pretende romper con la “actitud dogmática” (p. 4) del revolucionario.13

Astrada concede a Ricard que la actitud dogmática del revolucionario deriva de un apriorismo moral del todo coincidente con el que propone el filósofo de la Crítica de la razón práctica. Sin embargo, si la solución esbozada por Ricard derivaba en un abandono expreso de todo principio universal que sirviera como guía de la acción -y una consecuente recomendación de cierto “maquiavelismo” y realismo político a sus camaradas anarquistas-, nuestro autor postula, en cambio, junto al “empirismo de la vida”, la necesidad de mantener el “ideal que nos señala la dirección de nuestro camino” ([1921b] 2021d, p. 207). Como resumirá algunos años después en “Conceptos: El ideal y la vida”, un texto de 1923 en que recoge y amplía estos desarrollos, se trata de establecer una “posición intermedia” entre el “absolutismo de los dogmas” que torturan a la vida pretendiendo imponerle “sus rígidos moldes” y el raudo empirismo que, desconociendo el “papel que juegan los ideales en la vida del individuo y de la sociedad”, no es más que “el imperio del hecho descarnado” ([1923] 2021f, p. 240).

En ese sentido, la discusión de Astrada con el idealismo kantiano busca su “superación”, esto es, su “negación y conservación”. En este punto, seguirá parte de los argumentos del filósofo español Manuel García Morente (1886-1942), tal como este los desarrolla en “La moral y la vida” (1919). “De entre las producciones del espíritu”, nos dice Morente “hay una especialmente que tiene más que otras un aspecto hostil y contrario a la vida. Es ésta la moral” (1996, p. 127). Si la vida es “libertad, espontaneidad, ocurrencia”, “lo diverso, lo múltiple, lo incomparable”, la moral, por su parte, pretende volcar la abigarrada y multiforme pluralidad de la vida en un “molde único, rígido, muerto”. Así, la “misión de la moral” -regular el hacer y el omitir de los seres humanos- es, “por esencia”, contraria a la vida. La moral se asemeja a una red, “que envuelve al hombre entre los preceptos y reglas, obligándolo a derramar su vida tristemente, a la fuerza, en un cauce preconcebido, ajeno al espontáneo brote de su personalidad verdadera” (p. 127).

Sin embargo, esta contradicción perentoria entre la vida y la moral no es, para el español, algo eterno, sino una característica distintiva de la época moderna, en la que ha surgido el “idealismo” como perspectiva metafísica general, como modo de enfrentarse el ser humano a “lo real”. Para el idealismo, la “realidad del mundo no es la visión que de él tenemos, sino la idea científica que de él hemos ido adquiriendo poco a poco” (p. 132). Si esto es así para la esfera del conocimiento, también lo es para la de moral, que ya no encuentra en “la realidad viviente” suficientes herramientas para forjar principios universales de acción, y busca el fundamento de la moral ya no “en la objetividad de los bienes y los males” (p. 137), “sino en la conciencia que los valúa, en la voluntad que los quiere, en el sujeto que los piensa” (p. 135).

No obstante, como desarrolla el filósofo español, la voluntad “libre” o “pura” -es decir, ajena a toda determinación empírica- que supone actuar en relación con la ley moral del idealismo kantiano “carece […] de toda realidad”, puesto que la voluntad humana se halla condicionada por un número infinito de circunstancias, ya físicas o naturales, ya históricas. En este punto, los argumentos del español coinciden con los de Simmel. “La voluntad humana”, resume Morente, “por naturaleza no es libre, ni puede serlo nunca, a no ser que el hombre dejara de ser hombre y ascendiera a la categoría de un Dios” (p. 137). En definitiva, la “idea de una voluntad absolutamente pura, libre de todo móvil material, esa ficción de una voluntad santa, la ética del idealismo la propone a la impura y profana voluntad del hombre” (p. 137). Al final de ese camino, el idealismo desemboca en el “error” o “engaño” de “no ver sino un elemento, el elemento ideal, y sacrificar a él la realidad, la vida toda” (p. 142).

García Morente propone una “síntesis” entre lo “vital” y lo “moral” -entre “ser” y “deber ser”-, que interesará especialmente a Astrada. Así como no puede establecerse una moral universal que parta del empirismo de la vida, tampoco pueden postularse normas universales a las cuales la vida deba adaptarse, a no ser que se acepte su mutilación. Restituir la “vida” es restablecer los condicionamientos contingentes de la acción; pero ello no puede suponer la pérdida del “ideal” o la instancia del “deber ser”. Al mismo tiempo, ello implica reconocer que los ideales nacen de la vida y a ella deben referir como una de las formas que posibilitan su despliegue. La “síntesis vital” entre el “ideal” y la “vida” -tal es el término que propone el joven filósofo argentino a partir de su lectura de Morente- aparece como expresión de una ética acorde a los tiempos nuevos, en la que esos ideales se encuentran “vitalizados”, esto es, colocados al servicio de la vida -que en el argentino corresponde a la superación del capitalismo-. Por eso, si en su debate con Ricard ambos coincidían en la necesidad de romper con el apriorismo de la “razón pura”, como también de considerar los instintos como móviles de la acción humana -y “las pasiones”, agrega nuestro filósofo-, la posición de Astrada, a diferencia de la de aquel, reconoce la importancia antropológica y práctica del “deber ser”, aun cuando postule su relatividad. “Es imprescindible llevar los términos contradictorios, y aparentemente enemigos, a una síntesis vital; a una síntesis en la cual no se menoscaben en modo alguno los derechos de la vida, pero tampoco los no menos eternos del ideal”, resume Astrada ([1921b] 2021d, p. 206). Esa “eternidad” del ideal refiere, precisamente, no a su contenido -los valores e ideales son históricos, y Astrada no dejará de insistir en ello-, sino a su condición de parte integrante de la estructura de la vida humana.

Esta serie de consideraciones ético-políticas es precisada en “Conceptos: Ideal y Vida”. Ahí Astrada reformula lo expuesto en su discusión con Ricard, suprimiendo toda referencia al anarquismo pero manteniendo la proyección de una filosofía que pretende ser sostén de una acción transformadora. Con ligeras modificaciones, ese texto será recogido, junto con “El alma desilusionada”, también de 1923, y “La Real-politik. De Maquiavelo a Spengler” en un folleto editado en 1924 con el título del último de los artículos. Si en el primero de ellos Astrada había desplegado sus argumentos fundamentalmente en contra de la “ética idealista”, en los otros dos su contendiente principal es el “realismo político”, posición en la que cifra los nombres de dos pensadores contemporáneos de muchísima gravitación en la escena local: Oswald Spengler (1880-1936) y José Ortega y Gasset (1883-1955), en los que encuentra modulaciones de la posición que llama “empirista” y que resulta al argentino tan unilateral y abstracta como la idealista. Su discusión con ambos autores, a un tiempo que le permite ahondar en su idea de una ética que resulte una “síntesis vital” entre el ideal y la vida, también lo conduce a precisar su concepción de la historia.

Para Spengler, la política moderna es “resultado y cabal expresión de la ética del idealismo”, ante lo cual erige una concepción “amoral”, que llama Real-politik. Según Astrada, sin embargo, al reaccionar contra el “abstracto deber ser” ([1924] 2021g, p. 276; énfasis original) del idealismo, Spengler llega a una posición que, rechazando el papel de los ideales en la historia, representa el extremo opuesto de la concepción anterior. La política realista, para el argentino, no puede servir más que a título de rectificación de un excesivo idealismo que, en última instancia, no es más que una forma desprendida por completo de la vida. Pero ello no puede derivar -quisiera insistir en ello- en el rechazo de la dimensión “ideal” de la vida humana; antes bien, es el contenido de esa “serie ideal de la vida” -por usar la expresión simmeliana (cfr. 1950a, p. 184)- lo que, al expresarse en diferentes formas, está sometido a la posibilidad de perecer y ser relevado por nuevos contenidos.

La posición de Ortega y Gasset comparte con Spengler la impugnación a la ética idealista. Sin embargo, está más próxima a los desarrollos de García Morente, pues consiste en un intento de superación del idealismo capaz de “aprehender” sus conquistas. En El tema de nuestro tiempo, el importante libro de 1923 que Astrada cita, Ortega analiza la oposición entre “ser” y “deber ser” desde la relación, descripta anteriormente, entre “vida” y “cultura”. La ética del idealismo es una de las depuradas formas de lo que él llama “racionalismo”, pensamiento “more geometrico” que encumbra la razón y su desenvolvimiento, libre de todo lastre histórico y sin conexión con la vida. Para Ortega, la “razón pura” del idealismo dictamina e impone los fines de la vida de modo unilateral, desentendiéndose de los “imperativos vitales”. En este punto -en que Ortega es deudor de Simmel-, su diagnóstico también puede leerse como una denuncia de la desvinculación absoluta entre la esfera subjetiva y la objetiva, ante lo cual propone la necesidad de volver a poner en diálogo los imperativos “vitales” con los “transvitales”. Al hacer la crítica del racionalismo, el pensamiento orteguiano no caerá en el extremo opuesto de un “irracionalismo” -ni de un “relativismo”, como él lo llama- que glorifica únicamente la vida, sino que intentará conciliar la oposición entre “vida” y “razón”, entendida esta última únicamente como una de las múltiples manifestaciones de la vida, esto es, como “cultura”. Frente a la “razón pura”, entonces, una “razón vital” capaz de dar cuenta de la “realidad radical” que es, precisamente, la vida. Para la específica dimensión de la ética, el español resume de este modo la contradicción a la que se enfrenta el espíritu humano de su tiempo, gobernado por “dos imperativos contrapuestos”: “[e]l hombre, ser viviente, debe ser bueno -ordena uno de ellos, el imperativo cultural. Lo bueno tiene que ser humano, vivido: por tanto, compatible con la vida y necesario a ella -dice el otro, el imperativo vital” (2005b, p. 584).

La propuesta astradiana de una nueva ética que posibilite y exprese una “síntesis vital” entre las exigencias del ideal y el “empirismo de la vida” es del todo congruente con la crítica al racionalismo cara a Ortega y, en líneas generales, con su programa “raciovitalista” -que “[n]o niega la razón pero reprime y burla sus pretensiones de soberanía” (2005b, p. 593). Sin embargo, los desarrollos de Astrada coinciden solo parcialmente con los de Ortega, pues el argentino entiende que el “nuevo ensayo de vida” que atraviesa la humanidad corre paralelo a una filosofía política que contemple la acción revolucionaria. Para Ortega, en cambio, la revolución es, precisamente, un producto del racionalismo, un exceso de la razón pura que intenta reformar la realidad en dirección a un “deber ser” que está demasiado alejado de ella. En ese sentido, Astrada no se pronuncia acerca de si el racionalismo es la semilla de la revolución, como pretende Ortega, sino que cambia el eje de la discusión, emparentando la posición del español con la de Spengler, presos ambos, según el argentino, de un pesimismo infundado que no es más que la máscara de un fatalismo o determinismo. Así, ante los desarrollos de Ortega -que lo llevan a la conclusión del “ocaso de las revoluciones” y el “alma desilusionada”- y los de Spengler -para quien asistimos a los últimos estertores de la civilización fáustica, occidental-, Astrada reivindica una visión anti-teleológica de la historia, resaltando la importancia de la acción del ser humano como su único hilo conductor, ajeno a toda determinación “necesaria”.14 La negación de toda “teleología objetiva”, de todo supuesto trans-histórico que dote a la historia de una unidireccionalidad independiente de los sujetos, tiene como corolario -a un tiempo que supone- la radical autonomía del ser humano, nota esencial del pensamiento astradiano que se mantendrá durante el resto de su producción, más allá del período juvenil.

IV. Hacia un “Ideal humano orientador”: Rudolf Eucken y Georg Simmel

En el ensayo “La deshumanización de Occidente” (1925), Astrada insistirá sobre los límites inherentes a la civilización capitalista, a la que considera entregada por entero al culto materialista del progreso técnico e industrial. En ese sentido, el texto está recorrido por la antinomia típicamente romántica entre “Kultur” (cultura) y “Zivilisation” (civilización), esto es, por una reivindicación nostálgica de las dimensiones “espiritual” y “moral” del ser humano, nulificadas por la economía y la técnica. En sus palabras:

[e]l progreso técnico, y, en general, el progreso material, se ha realizado a expensas del desarrollo espiritual, a cambio de un retardo, de una detención en el proceso vital […]. La máquina, de cuyo funcionamiento él [el ser humano] llegó a ser pieza accesoria, ha despotencializado su vitalidad, mecanizado sus impulsos, mutilado su alma, reduciéndola a la peor servidumbre, la que, por ausencia de toda inquietud de humano perfeccionamiento, ya ha cristalizado en un estado de resignada abdicación de la libertad interior ([1925] 2021h, pp. 298-299).15

En esa clave, si bien sus desarrollos continúan enmarcados en la consideración de que es necesaria una “cultura para la vida” -y una “vitalización de la cultura”-, en este texto habrá un desplazamiento conceptual del “ideal”, que será considerado, además, como un elemento que permite dotar de significación la multiplicidad y diversidad de las actividades humanas, otorgar un sentido para la vida o una “visión de conjunto” de los fines de la vida. Astrada arriba a estos argumentos a partir de su lectura crítica de dos autores: Georg Simmel y Rudolf Eucken.

En las primeras líneas de Schopenhauer y Nietzsche (1907), Simmel despliega su concepción del ser humano como un ser de mediaciones, y del proceso por el cual la vida, en las “culturas maduras”, llega a ser un “problema técnico”, lo que derivará en una meditación en torno a “la necesidad de un fin último para la vida en general” (1950b, pp. 21-22). “El hombre es el ser indirecto”, explica Simmel, “y esto tanto más cuanto más cultivado se encuentre”, pues “toda elevación de la cultura humana consiste en que, a medida que ésta crece, necesitamos ir a nuestros fines por caminos cada vez más complicados y más abundantes en estaciones y rodeos” (p. 21). En la tríada “deseo, medio, fin” que guía toda actividad práctica, el miembro intermedio se multiplica incesantemente, ramificándose en una pluralidad innumerable de operaciones. Así, “la conciencia se detiene en los medios, y los últimos fines, de los cuales recibe sentido y significación toda la cadena, desaparecen de nuestro horizonte visible”. Se trata de otra de las manifestaciones del “proceso de conversión de los medios en fines”, analizada al tratar la metafísica de la vida de Simmel. Para éste, fue el cristianismo el que trajo la solución al acuciante problema de “la necesidad de una unidad absoluta”, subsumiendo bajo un único punto la pluralidad de las actividades humanas y otorgándoles sentido en tanto momentos singulares de una totalidad: la redención futura del alma individual, su ingreso al “reino de Dios”. Sin embargo, Simmel advierte rápidamente que “en los últimos siglos” el cristianismo ha dejado de ofrecer “para innumerables almas” el punto de vista de la totalidad, manteniendo en el “alma humana” (p. 22), sin embargo, su necesidad.16

Además de Georg Simmel, se torna necesario destacar la presencia en este ensayo de Rudolf Eucken. El autor alemán perteneció a la amplia corriente “espiritualista” que se alzó contra el positivismo reinante a fines de siglo XIX. Su vocabulario se tiñe del clima de época dominado por la Lebensphilosophie. En Der Sinn und Wert des Lebens (La vida. Su valor y su significación, 1908) -al que Astrada hace referencia en su texto de 1925-, Eucken despliega una metafísica basada en la dualidad, a la vez antagónica y complementaria, entre “vida natural” y “vida espiritual”. Según Eucken, la vida natural-sensible produce, en su fluir, medios para su desenvolvimiento, que llegan a autonomizarse y convertirse en fines -o “valores”- en sí. Ello constituye el ámbito de la vida espiritual, que tiene un carácter y “sustantividad” propios, y que representa la “vida verdadera” (Eucken, 1912, p. 206). En el movimiento de trascendencia de la naturaleza hacia el espíritu puede este, sin embargo, correr el riesgo de separarse por entero de la vida sensible, y es ella una de las tendencias en que encalla la “organización moderna de la vida” (p. 141), dominada por la especialización científica, el trabajo manual y la mecanización. Pero la vida espiritual debe reintegrarse a la sensible. Solo considerando la doble relación de la naturaleza con la vida espiritual en términos de, por un lado, primeramente necesaria oposición y, por el otro, posterior asociación, es que puede producirse una espiritualización de la vida (cfr. p. 155).

También Eucken llega a la consideración de que es necesario un punto de apoyo fundante y fundamental para la reorientación de la vida moderna, para la posibilidad de reencontrar un sentido para la vida humana. Esta necesita “un propósito que lo abarque todo, que lo anime todo y que todo lo solidarice” (1912, p. 79). Los grandes ciclos culturales del pasado fueron capaces de “totalizar” y orientar las múltiples direcciones de la vida, subsumiéndolas bajo una gran “síntesis de la vida” (p. 8) o “síntesis vital” (Lebenssynthese) (p. 169). Eucken comentará, con ello, la síntesis artística de la Antigüedad clásica, la ético-religiosa del cristianismo y la técnico-intelectual moderna (cfr. pp. 167-169). Esta última, sin embargo, ha terminado por vaciar a la vida de valor y significación, imposibilitando, a la postre, toda dimensión espiritual -y, con ello, todo “centro predominante” (p. 76)-. Su llamado a “renovar” la vida, a “rejuvenecerla” (p. 83), resume el horizonte práctico de su “activismo ético” e implica realizar un “ensayo de unificación” (p. 8) entre las numerosas tendencias u oposiciones que desgarran a la vida contemporánea. En palabras que le pertenecen, “el estado de cosas a que aquí se aspira, la reunión de la vida en un todo superior y comprehensivo no se nos presenta acabado: debemos producirlo en nosotros y convencernos de él” (p. 84, énfasis propio).

De manera similar al diagnóstico euckeniano, para Astrada, en la civilización contemporánea, técnico-mercantil, la ciencia y la técnica son convertidas en fines en sí mismos mientras el hombre se ve desplazado a un mero medio para la producción económica. Una técnica así concebida siega las posibilidades vitales del ser humano, convirtiéndose en una forma por entero desprendida de la vida como valor inmanente. Para el argentino, la superación de ese estado de cosas radicaría, en último análisis, en la capacidad de instaurar nuevos ideales de vida que logren imprimirle un sentido a la convivencia humana y reconstituyan la totalidad perdida en la Modernidad. Se trata, en ese sentido, de un motivo romántico que coloca como desiderátum -por usar un término caro al argentino- la restitución de la unicidad de la cultura y, con ello, la reintegración de la personalidad humana -bajo la figura típica del “hombre integral”-. Reaparece en Astrada, con ello, el sintagma “síntesis vital”, como asimismo una variante, “síntesis ideal”, que se ubica en el mismo campo semántico y con una valencia conceptual del todo cercana a Eucken -y tamizada por los desarrollos de Simmel en torno a la necesidad de una “idea cultural unificadora”-. La “síntesis vital” que Astrada pide en este texto trasunta la impugnación de una actividad humana dominada por la especialización y el profesionalismo, que ya asomaba en el primero de los textos conocidos de nuestro autor, el citado “Unamuno y el cientificismo argentino” ([1916] 2021a), y que será una constante en su trayectoria intelectual. Si bien la utilización de esos términos remite al mismo horizonte de preocupaciones que hemos trabajado -esto es, la búsqueda de una “vitalización de la cultura”-, en este caso no hacen referencia únicamente a una indagación en torno al modo en que los ideales posibilitan la acción y se vinculan al fluir de la vida, sino, antes bien, a una consideración del “ideal” como elemento que proporciona una visión de conjunto del sentido inmanente de la vida, y que permite “retotalizar” sus actividades en una única dirección, otorgándoles “finalidad ética”. Pero esa totalidad no es una imagen del pasado a la que habría que “retornar” -como lo han querido ciertas modulaciones reaccionarias del romanticismo-, sino que se ubica en el porvenir, constituyéndose como resultado de la praxis, de la acción y la lucha del ser humano en pos de la superación del estado de cosas en que se halla inmerso.

Consideraciones finales

Los textos juveniles de Carlos Astrada están recorridos por una filosofía de la vida basada en la dualidad entre “vida” y “formas”; entre la “vida” como principio metafísico y sus diferentes objetivaciones culturales, que conforman el cúmulo de actividades prácticas en que el ser humano labra su historia. Para Astrada, esos productos culturales han agotado sus capacidades para la vida, han dejado de funcionar como instancias que potencian la vida para pasar a deprimirla. En relación con la dimensión ética, de la que me he ocupado en el presente trabajo, el núcleo de los desarrollos de nuestro autor está ligado a una delimitación de las relaciones entre la “vida” y el “ideal” que coloca en un primer plano el problema de la génesis de los valores e ideales, su historicidad. Astrada juzga agotado el contenido de los ideales que rigen la vida actual, trazada al compás de la expansión del capitalismo y el racionalismo moderno. Un “nuevo ensayo de vida” como el que Astrada cree reconocer en su época supone la aceptación de nuevos contenidos vitales que acompañen el despliegue expansivo de la vida. En ese sentido, dos direcciones del pensamiento ético son juzgadas por Astrada como igualmente unilaterales e inoperantes: el “idealismo”, que acentúa el racionalismo y la dimensión objetiva de la normatividad hasta negar la vida, y el “empirismo”, que se reclina únicamente sobre la vida y niega toda instancia universal. Astrada propugna una “síntesis vital” entre el ideal y la vida como modo de superar sendos absolutos, esto es, los polos antinómicos del extremo subjetivismo y del objetivismo. En otras palabras, frente al idealismo -caracterizado como universalmente abstracto-, rehabilitar la “vida” implica dar lugar a los condicionamientos contingentes de toda praxis humana, sean ellos históricos, físicos o naturales. Pero ello no supone la pérdida del “ideal” o la instancia del “deber ser” y, aun cuando postule su relatividad, Astrada reconoce su importancia antropológico-filosófica y práctica. Frente al empirismo, el ideal es considerado como parte integrante de la estructura de la vida humana, que cambia de contenido históricamente.

Por otra parte, al ser considerado por Astrada como un elemento operativo en la historia, la postulación del ideal no puede desligarse de la acción que tiende a realizarlo. Con ello queda esbozada claramente la politicidad del pensamiento, que otorga una fundamental importancia a la voluntad. La noción de “ideal” liga las dimensiones de la conciencia y el acto como instancias que se suponen mutuamente. Al mismo tiempo, cobra especial relieve la esfera de la “emotividad” -sin la cual las otras dos no estarían completas-, que se dirige hacia la instauración de una “vida en común”, máxima aspiración del individuo y único modo de alcanzar una mayor expansión e intensidad de la vida, su “plenitud”.

Finalmente, la importancia otorgada al “ideal” remite en Astrada a la necesidad de encontrar un elemento unificador que totalice el cúmulo creciente de actividades del ser humano. Con ello pretende dotar de significación y “finalidad ética” a la vida, disgregada y parcelada como producto del desarrollo económico de la Modernidad capitalista occidental, el despliegue de la técnica moderna y el maridaje entre ciencia y economía. La ciencia y sus “aplicaciones prácticas” se han vuelto un gigantesco “mecanismo omnímodo” que convierte al ser humano en un simple apéndice de la máquina. Ante ello, el joven Carlos Astrada cree que es posible colocar a la ciencia y la técnica al servicio de la vida, dotándola de direccionalidad a partir de un “ideal humano orientador” que revierta el proceso de conversión de medios en fines, “vitalizando” la cultura.

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1La periodización del período juvenil coincide con las propuestas por Alfredo Llanos (1962) y Guillermo David (2004) —si bien caracterizan al período de maneras diversas—. Una periodización tentativa del resto de la obra astradiana podría completarse con un período maduro (1927-1952) y otro tardío (1952-1970). Mientras que la obra madura estaría caracterizada por un pasaje desde la “filosofía de la vida” hacia la fenomenología y la “filosofía de la existencia”, la tardía se enlazaría a la línea abierta por la dialéctica hegelo-marxiana, que Astrada intentará poner en diálogo productivo con su formación previa. Su libro La revolución existencialista (1952) haría las veces de obra de pasaje entre ambos períodos, como Llanos y David también sugieren. La pertinencia de la periodización sugerida únicamente puede ser evaluada tras un análisis pormenorizado del resto de la producción astradiana, tarea que pretendo desarrollar en futuras investigaciones.

2En el texto, Astrada coloca al pensamiento filosófico como el lugar predilecto para la reflexión y proyección de los modos de la convivencia humana, inescindible, entonces, de la esfera política. El texto finaliza con el anhelo de una “germinación de un ideal” capaz de configurar la convivencia del pueblo argentino y proyectarlo hacia un futuro de grandeza. Para una lectura de ese texto, cfr. Prestía (2018).

3Sobre la profesionalización de la filosofía argentina, cfr. Oviedo (2005), Pró (1965), Romero (1950, 1952) y Ruvituso (2015), entre otros.

4Para un estudio acabado del romanticismo como “estructura mental colectiva” organizada en torno al rechazo de la Modernidad capitalista occidental, cfr. Löwy y Sayre ([1992] 2008). El propio Löwy, en su prólogo al libro de Néstor Kohan (2000), inscribe al joven Astrada, si bien un tanto vagamente, en el grupo de autores irrigados por la corriente del “romanticismo”, concepto que él mismo adoptó junto con Robert Sayre. Para Löwy, Astrada podría integrar la “versión latinoamericana del romanticismo, es decir, de la crítica a la civilización industrial-capitalista en nombre de valores sociales, culturales o éticos pre-capitalistas” (Löwy, 2000, p. 11). Kohan también desarrolla algunos rasgos de esa caracterización, pero atribuye a Astrada una orientación “marxista” que por esos años no tiene (2000, pp. 46-49).

5En otro sentido, no obstante, el propio Velarde Cañazares, en su trabajo dedicado a establecer la categoría de “joven vanguardia filosófica argentina de la década de 1920” (2013) —en la que coloca a Astrada como a un autor destacado, junto a Miguel Ángel Virasoro, Vicente Fatone y Ángel Vassallo—, valoriza las lecturas que esos filósofos, desde una situación histórico-cultural, geográfica y política particular, realizaron de sus “maestros” europeos, sin considerar las posibles “desfiguraciones” conceptuales en términos de “intelecciones inmaduras o poco rigurosas” sino, ante todo, como una búsqueda por constituir un pensamiento soberano y “auténtico” (2013, pp. 83-84). Un tal criterio de lectura resulta provechoso y fructífero para un abordaje de la obra astradiana como el que aquí se propone.

6En ese mismo sentido, la forma ensayística, tan cultivada por Astrada desde su juventud, aparece como “el medio privilegiado por excelencia para captar la realidad contradictoria, fragmentaria, temporalizada y fluida de la modernidad”, un “vehículo afín y de la misma naturaleza que el de las tendencias ontológicas de la modernidad” (Gil Villegas, 1996, p. 407). Quien ha escrito sobre el tema del “ensayo” en Astrada es Gerardo Oviedo (2007, 2017).

7El sistema es, precisamente, “la patentización de todos los elementos que lo constituyen, y de cómo esos elementos se organizan entre sí”; “no es solo un supuesto ‘orden’ a partir del cual se organiza el mundo”, sino también “la expresión de ese mismo orden, la arquitectura del edificio del pensamiento” (Martín, 1999, p. 36).

8Una lectura como la propuesta no implica, por otra parte, desconocer las interpretaciones que han puesto el acento en la dimensión metafísica o antropológico-filosófica de las primeras elaboraciones astradianas. Antes bien, y aunque excede los límites y propósitos del presente artículo, quisiera dejar sentado para ulteriores investigaciones que es posible —y necesario— mostrar las vinculaciones que existen, en la obra del argentino, entre la pregunta por el ser de lo humano y la dimensión ético-política. Textos centrales para una indagación tal resultan “El sentido estético de la vida” (1922) y su reelaboración, “El nuevo esteticismo” (1924). Páginas como “Obermann. Escepticismo y contemplación” (1918), “Diálogo de sombras” (1922) y “La Aventura Finita” (1925), en que se ponen en juego las relaciones en tensión entre una zona de idealidad prístina a la que se tiende, zona de perfección y belleza inalcanzables, postulada por el hombre como desiderátum de sus esfuerzos y sus luchas, y una zona de realidad inmanente, impura y efímera, pero al fin y al cabo la única que nos ha sido dada y en la cual debemos esforzarnos, replican, trasladados a un plano metafísico y en estilo literario, preocupaciones que en otros textos tienen un tratamiento en un terreno expresamente ético-político. El artículo de Gerardo Oviedo (2013) en torno a la “antropología del anhelo” en Astrada —si bien utiliza textos que, en nuestra periodización, corresponderían a los períodos “juvenil” y “tardío”, sin hacer distinciones— establece un punto de partida fundamental para identificar la ligazón que existe, en toda la obra de nuestro autor, entre una determinada concepción antropológico-filosófica y sus alcances práctico-políticos.

9Sin pretender agotar el tema de la difusión de la literatura nietzscheana en Argentina, cabe subrayar la importancia del libro de Simmel Schopenhauer und Nietzsche (Schopenhauer y Nietzsche, 1907), que circuló en el ambiente intelectual hispanoparlante en una traducción de 1915 y que influyó de manera determinante en la recepción de ambos filósofos. El libro fue editado en Madrid por la Librería Yerba, y la traducción corrió a cargo de José Pérez Bances, quien pertenecía al círculo de José Ortega y Gasset (cfr. Vernik, 2011, p. 24). El propio Ortega será fundamental en la difusión de las ideas vitalistas a la manera de Nietzsche y Simmel, con quienes comparte no pocas preocupaciones. La influencia de Ortega en Argentina es poco menos que ineludible, sobre todo a partir de su primer viaje (1916) y hasta, por lo menos, el segundo (1928). Para un panorama introductorio de la presencia de Nietzsche en Argentina, cfr. Cragnolini (2001). Para una exposición exhaustiva de los viajes de Ortega y sus diversas intervenciones públicas, como también la recepción de estas por parte de diversos periódicos y revistas culturales, cfr. Campomar (2009).

10Dicha concepción general lo acompañará por el resto de su trayectoria intelectual. Con acierto ha podido decir Alberto Caturelli en 1971, un año después del fallecimiento de nuestro filósofo, que “[u]na filosofía de la existencia des-ligada, de la finitud radical, es la de Carlos Astrada […], desde su primera formación (Husserl, Heidegger, Scheler, Nietzsche) hasta su etapa actual (Nietzsche, Hegel, Marx), lo que constituye, en el fondo, un regreso a las fuentes de su posición filosófica. […]. La evolución de Astrada es, como se ve, sumamente rigurosa […]. Creo que sus conclusiones actuales estaban virtualmente dadas y, más que un ‘rompimiento’ con Heidegger, lo que hubo fue una casi feroz consecuencia con su pensamiento” (Caturelli, 1971, pp. 152-155; énfasis original).

11Volver a colocar a la cultura “al servicio de la vida” era, para Ortega, el leitmotiv de la “nueva sensibilidad”, expresión que encontrará profundo eco en buena parte de la “generación” que protagonizó la Reforma Universitaria de 1918. Para una lectura de la relación de Astrada con el movimiento reformista, cfr. Bustelo y Domínguez Rubio (2015) y Prestía (2018).

12De Guyau también cita Astrada el libro Morale d’Epicure (La moral de Epicuro, 1878) y el poema “Le temps” (“El tiempo”), incluida en el volumen Vers d’un philosophe (Versos de un filósofo, 1881). Todavía en 1939, en el programa de la materia de Ética de la carrera de Filosofía de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de La Plata —dictada por Astrada entre 1937 y 1946—, nuestro autor colocará como bibliografía obligatoria, precisamente, el texto Esquisse d’une morale sans obligation ni sanction. En el programa aparecen también Nietzsche, Dilthey, Simmel y Bergson —el autor principal del dictado de la materia en ese año—.

13El debate de Ricard con el “apriorismo” del espíritu anarquista está dirigido, en última instancia, a una revalorización del procedimiento dictatorial en la transición de una sociedad capitalista a una de nuevo tipo, que la máxima que ha postulado la razón pura —“la anarquía es la libertad”— no puede sino rechazar. Si a nivel teórico sus argumentos se vuelcan en una justificación de la dictadura del proletariado, a nivel histórico-práctico legitiman el curso de los acontecimientos en la Rusia bolchevique y su “dictadura maximalista” (Ricard, 1921, p. 4). En su respuesta a Ricard, Astrada coincide en la impugnación del rechazo de la dictadura del proletariado por parte del anarquismo. Téngase presente que en mayo de ese mismo año Astrada había escrito “El renacimiento del mito”, en que celebraba la “férrea y eficaz […] dictadura de Lenin, del reformador inspirado, del místico del Kremlin, que extasiado en la visión de una Humanidad mejor, señala a los pueblos expoliados la ruta gloriosa” ([1921a] 2021c, p. 194). Para una visión de este debate en el contexto del anarquismo argentino, cfr. Bustelo y Domínguez Rubio (2015).

14En ese sentido, y sin poder detenerme en este punto, cabe señalar que otros textos del período, como “Unamuno y el cientificismo argentino” (1916), “Antinomias sociales y Progresismo” (1920), “El renacimiento del mito” (1921) y “La deshumanización de Occidente” (1925), son críticos también de la teleología “optimista” de la “ideología del Progreso”.

15Hasta cierto punto, el tratamiento de la ciencia y la técnica que el joven Astrada presenta en su ensayo de 1925 contrasta con la visión que de ella tiene en “El teorema de Paul Valéry”, un escrito del año siguiente. En él puede encontrarse una consideración de la instrumentalidad de la ciencia y “sus aplicaciones prácticas”, las cuales, puestas al servicio de los pueblos extra-europeos, amenazarían con confinar a Europa a “lo que ella es en realidad”: “un pequeño cabo del continente asiático”. El factor decisivo que durante siglos ha inclinado a favor de Europa la balanza del dominio del mundo, la ciencia, es replicada alrededor del globo, a través de lo cual el predominio occidental tendería gradualmente a desaparecer ([1926] 2021i, p. 327). En la polaridad expresada en ambos textos campean sendas concepciones de la ciencia y la técnica que recorrerán el resto de la producción astradiana y cuya tensión no resolverá; esto es, una oscilación entre la posibilidad de poner a la técnica al servicio de la vida y de lo humano y la temible sospecha de que ello no es, en definitiva, posible.

16Simmel ahondará en estos desarrollos en un texto posterior, Der Konflikt der modernen Kultur (El conflicto de la cultura moderna, 1918) —que Astrada tradujo y editó en 1923, y que cita copiosamente en “La deshumanización de Occidente”—. En él dirá, exponiendo de manera radical una de las caras de la “tragedia de la cultura”, que “falta no solamente, por así decirlo, el material para una idea cultural unificadora, sino que los dominios, cuyas nuevas formaciones debieran ser abarcadas por ella, son demasiado variados y hasta heterogéneos para admitir una semejante unificación ideal” (Simmel, 2011, p. 47).

Recibido: 02 de Diciembre de 2019; Aprobado: 05 de Abril de 2020

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