SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 número62La materia della sovranità. Una critica filosofica dei muriDobre, C. E. (2020). Max Picard. La filosofía como renacer espiritual. Gedisa. 140 pp. índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay artículos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.62 México ene./abr. 2022  Epub 28-Mar-2022

https://doi.org/10.21555/top.vi62.2453 

Reseñas críticas

Jiménez Cataño, F. (2020). Razón y persona en la persuasión. Editorial Notas Universitarias. 170 pp.

Carlos Pereda1 

1Universidad Nacional Autónoma de México jcarlos@unam.mx

Jiménez Cataño, F.. 2020. Razón y persona en la persuasión. ., Editorial Notas Universitarias, 170p.


Ya desde la introducción de su libro Razón y persona en la persuasión, en torno al persuadir y al argumentar, Jiménez Cataño hace dos señalamientos solo aparentemente tranquilos. Los podemos reconstruir como presidiendo el resto de sus observaciones y razonamientos. Según estos, hay que admitir:

  • el carácter situado de la persuasión y la argumentación, y, casi como corolario,

  • el carácter personalizado de la persuasión y, tal vez por derivación, de la argumentación.

Como contraste a estas propiedades del persuadir y el argumentar, es útil usar la estrategia de las transiciones y abstraer porque “la demostración y el razonamiento formal pueden gozar de validez en sí mismos” (p. 13), sin referencia, pues, a la situación en que se introducen tales abstracciones ni a las personas que lo hacen. Así, como un respaldo más de esta conocida oposición entre demostrar, por un lado, y persuadir y argumentar, por otro, en la misma página, Jiménez Cataño hace una de las muchas observaciones lingüísticas que complementan sus argumentos: “el complemento del verbo ‘demostrar’ [es] una tesis (‘demostré que p’), mientras que el complemento del verbo ‘persuadir’ es una persona (‘persuadí a Fulano’)” (p. 13). Y si se objetase que también se puede indicar “persuadí de que p”, esta expresión implica “persuadí a alguien de que p”.

Pero aludí a “dos señalamientos solo aparentemente tranquilos”. ¿Por qué? Con esas dos propiedades, en particular respecto de los argumentos, surge de inmediato el espectro de Babel y sus palabras: de “este argumento será válido en este sitio y para su persona, pero no para mí”, de “las opiniones de mi persona son tan válidas como las tuyas, no me molestes y aburras con tus razonamientos”, o, con desdén pseudoilustrado, “la argumentación folk no es más que un entrevero de opiniones para pasar el rato. Hace tiempo que la lógica formal hizo añicos de esos pasatiempos”. Esta y otras declaraciones análogas pertenecen a una de las tantas dictaduras palabreras. ¿Qué es eso? Entre otros, indicios de una “dictadura palabrera” son: a) a pesar de prácticas inevitables de la primera persona en contra, de fuertes contraejemplos teóricos o de que ya no tenemos nada que decir, se continúa hablando por inercia, y b) se usan las palabras para encubrir sucesos: lo que da vergüenza, irrita, o descalifica. Creo que ambas propiedades están presentes en las tenebrosas fanfarrias del relativismo.

Según este, si se defienden los dos señalamientos del comienzo nos enfrentamos a un dilema fatal. Pues o se elimina el carácter situado y personalizado de los argumentos; por ejemplo, se admite que estas propiedades pertenecen a las estructuras superficiales de los enunciados, pero la validez argumentativa solo depende de la estructura profunda, aquella que reconstruye la lógica formal. O no hay escape a las tenebrosas fanfarrias del relativismo, del pluralismo de verdades: a la dictadura palabrera del “todo vale”.

Intentaré mostrar que Jiménez debilita la fatalidad de este dilema. Con ese propósito, en primer lugar, brevemente recojo observaciones suyas en torno al carácter situado y, sobre todo, personalizado de la persuasión y de los argumentos, a la vez que busco indicar por qué no deberíamos renunciar a ambas propiedades. En segundo lugar, me dejo convencer por Jiménez de que al menos una versión del pluralismo no implica necesariamente participar de tenebrosas fanfarrias.

Por lo pronto, es claro que no se puede indagar el poder de un argumento, y mucho menos su capacidad persuasiva, sin tener en cuenta el sitio en que se lleva a cabo la argumentación y quiénes son los interlocutores directos e indirectos, con biografías en las que no faltan ni las virtudes ni los vicios ni sus combinaciones, que a menudo producen no poca perplejidad. Por consiguiente, es inútil indagar el poder de un argumento, y mucho más su capacidad persuasiva, sin tener en cuenta ese débil o fuerte entre, a menudo ese perturbador entre quien o quienes hablan y quien o quienes escuchan en un sitio determinado.

Califiqué a ese entre que personaliza y sitúa la persuasión y los argumentos de “perturbador”. ¿Por qué? Jiménez Cataño da varias pistas siguiendo un camino prometedor, aunque algo inesperado: el de la cortesía. Porque la cortesía está ligada a cómo se tramita ese entre:

La cortesía está ligada al encuentro y la acogida, es un instrumento del que nos servimos, de modo más o menos reflexivo, para acercarnos unos a otros. Al mismo tiempo, pocas realidades humanas son tan inexorables como a veces la cortesía para recordarnos que hay separación entre los hombres (p. 81).

En este sentido, una articulación ejemplificadora -porque en ocasiones puede ser conflictiva y hasta agónica- de ese entre, que no anula la separación pero que tampoco, si se posee imaginación centrífuga, la absolutiza y deja de producir interacciones, es la siguiente:

Quizá no haya mejor experiencia de cortesía que la amplitud de horizontes de que nos descubrimos capaces cuando nos toca acoger a un extranjero: ese discreto estudio de sus necesidades y sus medios; esa elasticidad con que se acepta de buena gana lo que venido de uno de los nuestros no habríamos tolerado; la disposición para ajustar términos y conceptos (p. 71).

Pero no solo las personas, los sucesos y los objetos tienen perfiles. Por ejemplo, también hay perfiles de la cortesía. Según las circunstancias, se puede ser cortés de diferente manera: a veces callando; a veces desatendiendo o minimizando desacuerdos o situaciones molestas; más de las veces de lo que a menudo se sospecha, también diciendo la verdad. Por otra parte, no olvidemos: esos variados entre que busca urbanizar la cortesía, pese a todo, suelen perturbar. Por eso, la cortesía a veces se vincula con la etiqueta y, como indica Jiménez Cataño, “la ‘etiqueta’, dicha en italiano, es el exacto diminutivo de ‘ética’” (p. 70). Me da la impresión de que Jiménez Cataño entiende ese diminutivo solo como corrupción: como máscara de un desengaño o una agresión reprimida. Mi ya avanzada edad me hace ligeramente discrepar. (Además, no olvidemos que discrepar, dejando de lado toda actitud guerrera, es otro perfil de la cortesía). Por eso, hasta si se trata de una máscara y de una represión, frente a las muchas hostilidades que suelen producir no pocas interacciones sociales (incluyendo no pocas comunicaciones académicas) es preferible el disfraz de la cortesía, que a veces no es siquiera disfraz, sino adecuarse a las circunstancias. Sin embargo, incluso si la cortesía es claramente disfraz, es preferible al insulto, a la humillación, a la agresión desnuda. No solo es preferible: con frecuencia disfrazar la mente es una forma de comenzar a reeducarla.

Por eso también discrepo del ataque a la tolerancia que, desde Marcuse, en los últimos tiempos se lleva a cabo con insistencia. En esta ocasión, quien la ataca, con la aparente aprobación de Jiménez Cataño, es Michael Ende (cfr. 2020, pp. 64-65). Se afirma: tal aparente virtud se reduce a una forma de condescendencia, de soportar, de resignación. Por supuesto, yo también prefiero que haya otras y otros que sean diferentes de mí. Pero ¿hasta qué grado de diferencia puedo continuar alegrándome o incluso aceptar diferir? ¿Acaso la única relación con muchas diferencias no es soportarlas? Además, sé que mucha gente no se alegra con diferencias incluso mínimas, de ahí la necesidad de un poder, por ejemplo, el Estado, que convierta a esta controvertida virtud del entre, la tolerancia, en una virtud no solo moral sino ante todo cívica, política. Porque, como ya se advirtió, la pluralidad de deseos, creencias y afectos, la pluralidad de los semejantes-diferentes que somos, no pocas veces asusta y, en algunas circunstancias, hasta da pánico y despierta hostilidades. Estas observaciones conducen al otro problema del que quería apropiarme en esta demasiado rápida lectura: la mala fama de la pluralidad que entre sus efectos teóricos provoca el dilema fatal (y que notoriamente tiene algo o mucho que ver con la extendida y con frecuencia corruptora mala fama de la política).

Jiménez Cataño, para discutir la mala fama de la pluralidad, recurre a varias cortesías siempre bienvenidas en una buena argumentación: interroga al pasado, interroga a varias narrativas, interroga a un poeta. Porque una buena argumentación también se alimenta de lo otro y, sobre todo, de lo disruptivamente otro. En este caso, al reflexionar, algunas de las narrativas del pasado contenidas en la Biblia se nos vuelven de pronto noticias de último momento: un pasado presente. Porque, más de lo que sospechamos, con frecuencia pasados viejos y en apariencia ruinas son pasados que se arrastran todavía hasta nosotros, y con sus sesgos negativos deformamos lo que nos rodea y lo que nos pasa. Se vuelven intrusos traumáticamente presentes.

Así, no es difícil mirar nuestras circunstancias en ese viejo espejo, el mito de Babel (Génesis 11, 1-9). Es el mito de la humanidad fragmentada en diversas tribus, lenguas e intereses. Por eso, como señala Jiménez Cataño, “el relato de Babel puede ofrecer una clave de lectura para el fenómeno de la globalización gracias a que comparte con él una dialéctica de lo uno y lo múltiple” (p. 56). Hoy “lo uno, el mandato de un solo amo”, con razón da pánico, y “lo múltiple” se ha convertido en multiplicidades de mercados salvajes: el estado de naturaleza de Hobbes sin ningún freno que mitigue la lucha a muerte por controlar más y más mercados. Por eso, el cosmopolitismo de Kant resulta ya una fantasía de adolescentes ingenuos y despistados. Pero ¿lo es?

Para decir “no”, para retener la esperanza de ese cosmopolitismo, retomo con Jiménez Cataño deconstrucciones, o reconstrucciones, que hace Octavio Paz. Según Paz en “Lectura y contemplación”, en el mito de Babel:

[…] la pluralidad aparece como una maldición y una condenación: es la consecuencia de una falta contra el Espíritu. De ahí también que en muchas tradiciones figure, en distintas formas, la historia de un acontecimiento de signo opuesto. Para los cristianos ese acontecimiento es el descenso del Espíritu Santo sobre los apóstoles. El Pentecostés puede verse como la redención de Babel (1995, p. 36).

Nos enfrentamos, pues, ya a dos tipos pluralidad para repensar el dilema fatal: una pluralidad negativa, que es “una maldición y una condenación”, y una pluralidad positiva, una pluralidad redimida. Pero ¿en qué consiste esa redención?

Creo con Jiménez que una respuesta equivocada sería, al no distinguir entre esos dos tipos de pluralidad, declarar, como si toda pluralidad fuese negativa: hay que restaurar (¿o más bien inventar?) lo uno, la homogeneidad supuestamente perdida de la humanidad. Hay que integrar de nuevo (¿de nuevo?) las diversas lenguas en una sola lengua. Por consiguiente, ¿hay que reducir todos los deseos de la humanidad a un solo tipo de deseo, hay que reducir todas las creencias de la humanidad a un solo tipo de creencia, hay que reducir todos los afectos de la humanidad a un solo tipo de afecto? Respecto de esta pesadilla de la unidad, hay que decirlo ya: su realización última desde el punto de vista político es la dictadura perfecta, los que se han denominado “regímenes totalitarios”. Son estos, por supuesto, dictaduras mucho más siniestras que la dictadura palabrera, pero esta suele acompañarlas. También desde el punto de vista interpersonal la supresión de las diferencias hace proliferar a las y los pequeños dictadores de entrecasa, que multiplican la opresión de la o el otro.

En contra de esas diversas pero temibles dictaduras, el texto que hace referencia al fenómeno de Pentecostés invita a explorar en una dirección diferente: a la búsqueda de una pluralidad positiva. No resisto copiar un pasaje de los Hechos de los Apóstoles (Hechos de Pedro, 2 - 6):

[…] empezaron a hablar en otras lenguas, tal como el Espíritu les concedía expresarse. Residían en Jerusalén judíos de todas las naciones que hay bajo el cielo y al producirse aquel ruido, se reunió la muchedumbre y quedó desconcertada, porque cada uno los oía hablar en la propia lengua.

En una pluralidad positiva, pues, sigue habiendo gente que proviene de muy diversos lugares, como se subraya casi de inmediato en el texto bíblico, presumiblemente con diversos hábitos, diversas culturas y diversos intereses: con diversas maneras de participar en su entre. También sigue habiendo muchas lenguas, pero ya no hay incomunicación. La gente puede hablar entre sí. Si nos preguntamos cómo debería poder hacerlo hoy, pese a pluralidades a menudo negativas que enfrentan culturas, nacionalidades y lenguas, coincido con la respuesta de Jiménez Cataño: “Los modos de superar la pluralidad [negativa, yo agregaría] son también plurales [provienen de una pluralidad positiva, yo agregaría]” (p. 58). Sin embargo, una pluralidad no solo negativa sino también positiva, ¿no nos confronta otra vez con tenebrosas fanfarrias: la pluralidad de la verdad y, por consiguiente, con el relativismo? ¿No estamos nuevamente enredados en el dilema fatal?

No lo estamos si consideramos la verdad a partir de una pluralidad positiva. Pero ¿de qué modo se debe conceptualizar la pluralidad positiva? Por un momento demos ya un paso atrás en el razonamiento y atendamos rumores insistentes, rumores o, más bien, ruidos que no nos dejan. ¿Acaso no se indica que “en estos tiempos nadie toma en serio la verdad porque habitamos en los tiempos de la posverdad”? ¿Acaso soy tan tonto y estoy tan apartado del mundo que no me he enterado de que la verdad se ha convertido en una reliquia empolvada de un pasado pasado?

Pasemos ya de los rumores y los ruidos, no solo callejeros sino también difundidos por los periódicos y sus suplementos culturales, a nuestras prácticas sociales: pues el pasaje a la práctica siempre es un buen test para juzgar. Observemos, pues, nuestras prácticas. Notoriamente, si alguien nos miente -no importa que sea nuestra hija, un colega, una popular locutora de la televisión o el presidente de la república-, a pesar de vivir “en estos tiempos”, nos seguimos enojando. Pero, “en estos tiempos de la posverdad”, ¿con qué razón nos seguimos enojando? Porque lo que se nos ha dicho no se adecua con la realidad, porque nos han engañado y a nadie le gusta ser engañado.

Pero las palabras “lo que se nos ha dicho no se adecua con la realidad” indica una de las tantas maneras de hacer referencia a la definición clásica de la verdad: “adecuación entre el entendimiento y la cosa”. Esa definición, de manera implícita o expresada con estas u otras palabras, de seguro recorre entre las personas y los pueblos desde que nuestros ancestros en algunas cuevas lograron hacer fuego o hasta antes, y proseguirá recorriendo entre nosotros incluso “en estos tiempos de la posverdad” y en los que vendrán. Teóricamente, solemos vincular sus elaboraciones con la antigua Grecia y con Aristóteles. Uno de sus publicistas más influyentes fue santo Tomás, que, como recuerda Jiménez (p. 26), en la Summa Theologiae y en el De Veritate atribuye esta definición de verdad a Isaac Israeli, un médico y filósofo hebreo del norte de África de los siglos X y XI, aunque, según la filología más reciente, la formulación proviene de Avicena, un médico y filósofo musulmán nacido en Persia en el siglo XI, pero santo Tomás quizá toma la formulación de Guillermo de Auxerre, un teólogo de renombre en el París del siglo XIII. Recogí estas ayudas históricas para subrayar que, como todas las fórmulas que apuntan a un pensamiento verdadero e inevitable, en estas definiciones de la verdad estamos ante un pensamiento nómada que desborda sus diversas instanciaciones. Lamentablemente, no es este el lugar para proseguir las vicisitudes de su nomadismo, pero no me resigno a dejar de recordar que, en pleno siglo XX, esa definición es reelaborada en Polonia por el lógico Alfred Tarski y, a su vez, vuelta a reelaborar por otro publicista influyente, el filósofo norteamericano del lenguaje Donald Davidson. Tal vez se exclame: cuántas rupturas entre griegos, hebreos, musulmanes, cristianos, polacos, norteamericanos. Pero también cuántas continuidades.

Después de este desordenado nomadismo, regreso apresuradamente a mi lectura y, así, al dilema fatal y a los dos tipos de pluralismo. Si se acepta la definición nómada de “verdad” (y no nos aferramos a ninguna de sus formulaciones históricas) y, junto a ella, retenemos el pluralismo positivo -el pluralismo de las y los muchos que se comunican entre sí y a veces se entienden-, el dilema, y las tenebrosas fanfarrias del espectro de Babel que lo acompañan, no deben, entonces, asustar tanto. Tal vez todo ese susto se disuelve si coincidimos con Jiménez Cataño en que “cada acto de conocimiento que sea pertinente llamar verdadero es una adecuación. He aquí nuevamente multiplicada la verdad: hay tantas verdades como adecuaciones” (p. 26). Esa afirmación de inmediato remite al pluralismo positivo: hay tantas verdades como conocimientos verdaderos, conocimientos que pueden actualizarse socialmente de diversas maneras entre la más diversa gente, entre las más diversas culturas y tradiciones.

Mi lectura apropiadora, mi lectura argumentada de Razón y persona en la persuasión de Jiménez Cataño, se focalizó en torno a un problema que llamé el “dilema fatal” y que a menudo se los considera como tal y hasta teóricamente espanta, pero que con las distinciones pertinentes -esa es mi propuesta- quizá deja de resultar fatal o tan fatal. Sin embargo, muchas otras lecturas serían necesarias para recoger otros aspectos de este libro, de sus argumentos y cortesías.

Pero un libro es ya valioso no solo por todo lo que explícitamente dice, sino también por uno o dos de los debates que provoca, por aquello frente a lo cual nos hace asentir y discrepar, y en particular por lo que inspira a cada lectora o lector a proseguir pensando.

Referencias

Jiménez Cataño, F. (2020). Razón y persona en la persuasión. Editorial Notas Universitarias. [ Links ]

Paz, O. (1995). Excursiones / Incursiones. En Obras completas. Volumen 2. (pp. 35-64). Fondo de Cultura Económica. [ Links ]

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons