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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.61 México jul./dic. 2021  Epub 28-Feb-2022

https://doi.org/10.21555/top.v0i61.1190 

Artículos

La mente autoritaria: de las metáforas políticas a la constitución de la identidad social

The Authoritarian Mind: From Political Metaphors to the Constitution of a Social Identity

Sebastián Alejandro González1 
http://orcid.org/0000-0001-6271-0276

María Clara Garavito2 
http://orcid.org/0000-0002-5185-6824

1Universidad de La Salle, Colombia, sgonzalez@unisalle.edu.co

2Universidad de La Salle, Colombia, mgaravito@unisalle.edu.co


Resumen

Este artículo trata sobre los procesos mentales de las personas autoritarias. En primer lugar, abordamos tales procesos desde el tipo de metáforas que encarnan, al entender las metáforas como marcos conceptuales que configuran el pensamiento humano. Esos marcos se entienden como constructos sociales de los que se apropia el pensamiento individual del ser social. En ese orden de ideas, indagamos por los marcos de referencia a los que apela el pensamiento autoritario. Uno de ellos es el marco de la familia y la del padre como figura principal que explica las relaciones jerárquicas. Otro es el dualismo amigo-enemigo: a través de éstos, la identidad autoritaria establece unas relaciones con los otros que corresponden a una visión maniquea del mundo: los amigos serán aquellos que son capturados por las metáforas a las que apela el autoritario y su forma particular de entender el mundo; los otros son los enemigos. Así, el autoritario se concibe como un héroe, con lo que esta figura (como marco conceptual en sí misma) permite entender ciertos imaginarios y su relación con un objetivo personal: tal objetivo deja de ser individual para ser la meta del colectivo, y el autoritario se autoproclama como el garante de su consecución. Finalmente, desde los marcos como constructos sociales pasamos a indagar acerca del carácter del autoritario como síntoma de una particular constitución de identidad; tal constitución nos recuerda la figura del psicópata exitoso, cuya identidad está formada sobre por unas agendas y una perspectiva del mundo inflexibles que incluso ponen en riesgo su propia integridad.

Palabras clave: autoritarismo; líder; seguidores; psicópata exitoso; héroe; amigo-enemigo

Abstract

This paper deals with the mental processes of authoritarians. Firstly, we explore these processes from the perspective of the type of metaphors authoritarians embody; we understand those metaphors as a conceptual framework that configurates human thought. This framework is understood as social constructs which are incorporated in the individual as a social being. We inquire about some frameworks to which the authoritarian thought appeals. One of them is the framework of the family, and the father as the main figure, which explains hierarchical relations. Another one is the friend-enemy dualism: through this, authoritarian identity establishes intersubjective relations that correspond to a Manichean vision of the world: friends are those who agree with the metaphors that the authoritarian embodies, enemies are the others. Thus, the authoritarian conceives him or herself as a hero, and so this figure (as a conceptual framework in and of itself) allows us to understand certain imaginaries and their relationship with a personal objective: such an objective ceases to be individual to be the goal of the collective, and the authoritarian person proclaims him or herself as the guarantor of its achievement. Finally, after studying frameworks as social constructs we proceed to inquire about the character of the authoritarian person as a symptom of a particular constitution of identity. Such a constitution reminds us of the figure of the successful psychopath, whose identity is shaped by inflexible agendas and an outlook on the world that even put his or her own integrity at risk.

Keywords: authoritarianism; leader; followers; successful psychopath; hero; friend-enemy

Se dice que las condiciones apropiadas para el florecimiento de la derecha son las que dejan los fracasos de la izquierda en la democracia (cfr. Frank, 2003, pp. 39-46). Es una manera de decir que del otro lado de las promesas de los políticamente correctos están los reclamos de quienes ven en las tradiciones respuestas para las angustias del presente. Los llamados “de extrema derecha” consideran irreales las manoseadas ofertas sobre justicia, equidad, igualdad, redistribución, etc. de los de la llamada “extrema izquierda”. Los de la izquierda presumen sobre sus políticas de cambio social en elocuentes y todavía eternos discursos, y los de la derecha se entusiasman con los fracasos de tales propuestas sociales. Los de la extrema izquierda acuden a lugares comunes que son exitosos. Género, raza, igualdad, derechos civiles, antagonismos, subjetividades raras: son las consignas de lo políticamente correcto, que tanto eco tiene en nuestros días. En la derecha gobierna el arte de las llamadas “emociones negativas” (Prinz, 2007, p. 23): las del miedo y la ira para hacerse lugar en las plataformas masivas de los seguidores (o los segundos). Estos seguidores ven como autoridades morales a los representantes de derecha, incluso en contra de sus propios intereses (Lakoff, 2007, p. 31). Se dice que la izquierda apela a los populismos y la derecha a los nacionalismos. En la izquierda predomina el uso estratégicamente político y propagandístico de las búsquedas de justicia, equidad, mutualismo. En la derecha predomina, por su parte, el uso estratégicamente político y propagandístico del miedo y la inseguridad.

Ahora bien, llámese de derecha o de izquierda, el poder es el interés primario de las estrategias discursivas; por tal motivo, en los extremos ideológicos suele ocurrir que los líderes comparten algunos marcos conceptuales comunes que posibilitan la movilización de la masa votante. Hay por lo menos dos formas en las que esto es posible: por un lado, un discurso y estilo que busca empatizar con las maneras del votante; por otro, un discurso basado en un marco paternalista, en la figura del amigo y del héroe. A través de estas estrategias los líderes hablan por el pueblo, o en nombre de los hombres de bien. Se autodenominan los representantes de los que trabajan, o los delegados de las tradiciones. Defienden las diferencias, la otredad, o la justicia, o la moral y los buenos modos, la fe o los negocios.

El líder habla como si fuera uno de sus electores; sus banderas coinciden con las banderas de las masas. Él habla de modo que todos le comprenden; sus gestos, bien medidos, son el reflejo de los votantes: nada es dejado al azar y, sin embargo, su parafernalia se despliega de forma natural, sin que haya duda de que es honesto en lo que dice y hace. Se caracteriza por los razonamientos simples, basados por ejemplo en el dualismo del amigo y el enemigo (Schmitt, 2009); parece entender que la psicología del votante se mueve por estas heurísticas -lo bueno es por lo que hay que votar; lo malo es lo que hay que repeler-. También corre el riesgo de encantarse con las violencias y la supuesta capacidad estética de la agresión para producir cambios. Finalmente, y aunque no todos los que quieren el poder son hombres, sí son al menos particularmente masculinos.1

El estilo autoritario, que resume el carácter del ideólogo, no solamente corresponde a un estilo de presentar cierta ideología (Altemayer, 2006), sino que corresponde a unas tendencias mentales y comportamientos comunes en los extremos políticos (Adorno, Frenkel-Brunswik, Levinson y Sanford, 1950). En los líderes políticos de los extremos y sus estrategias discursivas se va haciendo patente el perfil autoritario, y es que este discurso maniqueísta, en el que el líder vela por lo “bueno”, está asociado a un discurso paternalista. Tanto en la derecha como en la izquierda, e incluso en perspectivas más liberales (como señala Lakoff, 2007), la figura del líder como padre es un fenómeno inmanente a la performatividad de la política. El líder emula a sus electores en sus costumbres y creencias como una forma de acercamiento, pero se establece en sus decisiones políticas como la autoridad. Puede que el autoritarismo emule modelos de paternidad distintos en diferentes ideologías (cfr. Lakoff, 2007, p. 26) pero, en últimas, dichas ideologías se asemejan por apelar a la figura del padre como estrategia de movilización de masas. Esto quiere decir que, junto con el discurso de lo bueno y lo malo, de los amigos y enemigos, la tendencia a seguir a la autoridad, representada como un padre, nos habla también de la psicología del votante. El votante también se guía por otra metáfora: el autoritario no solamente es el líder, sino el héroe de la patria. Su metafísica es la metafísica del pueblo; sus objetivos, sus amigos y enemigos, son los de todo un grupo humano.

Aquí sostendremos que el autoritario, entendido como aquél que encarna un carácter muy distintivo en el entorno político, es el verdadero racional que piensa con lo que coloquialmente llamamos “cabeza fría”. Eso no impide que los autoritarios trabajen sobre las emociones más básicas de los seres humanos: la ira y el miedo. Es decir, no les impide entender que el seguidor responde muy bien a las emociones negativas, porque son expresión de incapacidades personales (González, 2018). Y los seres incapaces requieren redentores y soluciones rápidas. Esto es cierto incluso en comunidades de tradiciones culturales no-occidentales (cfr. Fausto, 2012, 199). Ciertamente, apoyados en temores y arrebatos, los autoritarios presentan dichas soluciones a través de fórmulas que abrevian las cosas. Ellos dicen “Yo soy el camino”: con esto no hablan sobre su responsabilidad social. Más bien se refieren a: “Yo soy el camino porque conozco el Bien y el Mal”, I am the Righteous.2

Esta empatía con el votante, y el uso de metáforas discursivas que tienen un impacto efectivo en los seguidores, traen a la memoria las estrategias usadas por de líderes en diferentes ámbitos: y estas estrategias han sido estudiadas dentro del perfil del psicópata exitoso, caracterizado por filósofos y psicólogos (cfr. Varga, 2015) como aquél que, patológicamente ególatra y amoral, puede llegar a representar la moralidad misma y los valores de un grupo cuando está en juego el poder. Como psicópatas, estas personas carecen de empatía respecto de todo aquél que se cruza en su camino: toda esa serie de estructuras discusivas, los gestos y en general el carácter, reflejan una incapacidad de empatía básica, a pesar de que aparentemente comprenden a su interlocutor. Es exitoso porque su carácter particular lo lleva a lograr sus objetivos: en el caso que nos atañe, el éxito político. El psicópata exitoso se caracteriza por su volatilidad, por su afán desmedido a encauzarse en proyectos que parecen sobrepasarlo, acompañado de una megalomanía absoluta. El afán de realizar proyectos megalómanos y la incapacidad empática lo hacen racionalista: todo está calculado, todo está dirigido a un propósito claro: el poder, en el caso del líder autoritario. La figura del psicópata exitoso, y lo que nos dice sobre la identidad de un perfil particular de líder, se entreteje en este artículo con la idea de las metáforas usadas en política para darnos un panorama de la psicología del autoritario.

Siempre es difícil aceptar categorizaciones sin tener en cuenta cómo se desarrollan históricamente los fenómenos políticos. Los estudios comparativos basados en conceptos genéricos suelen ser inexactos: las descripciones históricas se centran de manera tan diversa en detalles que hacen problemático cualquier propósito de señalar alguna teoría unifascista (cfr. Nolte, 1979, p. 389). Sin embargo, sin deseos de hacer teorías generales de los fascismos, creemos que es posible identificar ciertas características o cualidades comunes en torno a las cartografías de los fenómenos sociales relacionados con los puntos de vista políticos extremos. Desde los tiempos de las guerras mundiales hemos visto todo tipo de movimientos radicales con fines extremos de cambio político que han desafiado nuestra comprensión y han cuestionado nuestras tipologías (cfr. Nolte, 1979, p. 390). Desde ahí queremos sacar algunas consecuencias para formar nuestra propia interpretación de la psicología del autoritario.

Como hemos insistido aquí, nuestro interés, antes que el de la historia del autoritarismo, o el análisis particular de ciertos autoritarismos,3 es el de caracterizar los procesos mentales de los autoritarios. En lugar de pensar en términos de fascismos, nos enfrentamos a problemas asociados con las actitudes de los seguidores hacia los líderes y las características de los individuos que expresan su deseo de dominar a los demás. Nos concentraremos en las metáforas de los autoritarios, su manera de adoptar visiones y agendas, sus presunciones metafísicas, su patetismo y modismos, su arrogancia y sus exigencias de tener atención e imágenes populares, aunque sin desconocer que las metáforas autoritarias hay que verlas desde quien las crea y quien las sigue: no son lo mismo. En este trabajo hacemos énfasis en el autoritario; la cuestión del seguidor deberá ser trabajada independientemente.

1. Las metáforas del autoritarismo

Los autoritarios son varoniles, fuertes y decididos. Forjados en campos de amenazas, los autoritarios no tienen la calma y la compostura para enfrentar problemas. Si los vemos gritar, si los vemos reaccionar, si los vemos siempre peleando, es porque quieren hacer valer sus puntos de vista infligiendo fuertes medidas, dando mensajes sólidos, mostrando sus fuerzas, sus fuentes, sus recursos. Como el psicópata exitoso, son personas demasiado confiadas, impulsivas, que tienen claro para donde van dirigidas sus acciones. De hecho, esos gestos masculinos se explican en su gusto chovinista. Los autoritarios quieren hacer visible, tan alto y fuerte como pueden, sus propias cualidades, talentos, habilidades, etc. Pero su impensable devoción a la ferocidad es también un fruto de sus promesas de hacer realidad, por medio de sus derechos y poderes, lo que comúnmente llaman “los mejores tiempos”. O, mejor dicho, la ferocidad debe estar acompañada de esos ideales de una vida mejor, de modo que su meta personal se convierta en la meta del pueblo.

Los campos de batalla tienen muchas formas de ser representados. A veces se les ha descrito como el mundo de los héroes y monstruos, la sangre y la victoria, la vida y la muerte. Otras veces, los campos de batalla se han ilustrado como mercados donde los guerreros también acuden a las canteras de la lucha. Actualmente trata de la vida de los empresarios, de los emprendedores. Cambios socioculturales se pueden describir siguiendo a los héroes que no miden las consecuencias en su disposición de ganar siempre que haya guerras o mercados. En cualquier caso, para los autoritarios es esencial la búsqueda de demostrar su valía, su coraje, su fuerza de carácter. El gran hombre de dinero, el gran político, el gran Padre de la Cámara de los Comunes y los guerreros suelen compartir la misma peculiaridad: “no nacen con privilegio por derecho; se lo arrebatan para sí mismos, sin permiso ni concesión” (Robin, 2011, p. 30). Esto es lo que les da derecho a mandar. Los autoritarios usan tal derecho como una confirmación de la necesidad de la violencia. Son guerreros, ganadores en el campo de las batallas para acabar a los enemigos y hacer mejores mundos, sin importar qué.

Para los hombres del poder, todo debe ser demostrado. Los líderes privilegiados deben ganar su derecho a hacer lo que se necesita hacer. Están realmente complacidos con la idea de que sus poderes para ordenar no se basan en dinero, conexiones sociales, ventajas económicas, influencias. Todo se trata de lo que se puede hacer. “La excelencia genuina es revelada y recompensada. La verdadera nobleza está asegurada. ‘Nitor in adversum’ [“Lucho contra la adversidad”] es el lema de un hombre como yo “(Robin, 2011, p. 29). Esto significa que ellos son quienes se dan a sí mismos un lugar en el mundo. No son personas endeudadas. No le deben nada a nadie. Son hombres que se construyen a sí mismos y se abren camino por propios medios. Se enorgullecen de decir que el buen luchador es quien realmente conquista su tesoro más preciado: la reputación de haber ganado el poder de gobernar a la gente. Es claramente un gran paso entre los delirios de grandiosidad y las capacidades verdaderas para gobernar. Pero esto no les importa. Lo que necesitan es el mito del guerrero y el ganador frente a personas que han estado acostumbradas a tales figuras en literatura, las películas, los cómics y la política y las quieren en el Estado, independientemente de sus habilidades y experiencias.

Una idea final para otro momento. Todo muy masculino, los autoritarios compiten no sólo en cuanto a las formas de la perfección y la belleza, sino en cuanto a las formas y el tamaño. Bello es lo que es perfecto, dicen. Y es perfecto aquello que es más grande. Los músculos y las cuentas bancarias. Los seguidores y las influencias. Los títulos o las insignias. Los amantes y las aventuras… Todo eso está sometido al criterio del tamaño. Más es mejor, dicen.4

Los autoritarios se lanzan sobre agendas para mantener regímenes que no son más que esquemas de poder militar. Son comandantes en regímenes que sugieren medidas radicales en nombre del orden y con propósitos de asegurar tradiciones y condiciones de calma, tranquilidad y formas de vida siempre reconocibles. Simplifican todo para tener una imagen sólida de hombres que saben cómo llegar a casa con respuestas en lugar de problemas. Son padres que vienen a casa y facilitan la vida familiar y la situación de todos.

En un intento de develar el éxito del pensamiento de derecha en el mundo político contemporáneo, varios autores, como Lakoff (2007), han intentado diferenciar el pensamiento conservador (que asocia con el partido Republicano estadounidense) del progresista (que asocia con el partido Demócrata) en una versión más romantizada de estos últimos, y señalando que los primeros tienen un efecto sobre la masa del que los otros carecen. De alguna forma, Lakoff advierte, si el progresismo no acoge algunos principios de la derecha, está condenado a tener solamente un influjo menor en la esfera pública.

La diferencia entre progresistas y líderes de derecha parece ser la diferencia de valores morales; las diferencias ideológicas tienen que ver con las diferencias de los sistemas morales que enmarcan cada tendencia política (Haidt, 2003). Desde esos sistemas morales, las ideologías se fundamentarían en ciertas emociones morales radicalmente distintas: las emociones asociadas a la ira, al miedo, al asco, al desprecio, por el lado de los de derecha; emociones positivas, como la gratitud y la compasión, por el lado de los progresistas. Desde otra perspectiva, las emociones morales estarían enmarcadas en marcos conceptuales en los que se mueve el lenguaje político: es decir, dependiendo de dónde venga, este lenguaje está enmarcado en un sistema de conceptos, metáforas, imágenes mentales, asociados con valores morales (Lakoff, 2007, p. 18). En un discurso, en una valla publicitaria, en un eslogan, encontramos que las palabras y las oraciones remiten inmediatamente al sistema particular de cada ideología, que es compartido con la audiencia a la que va dirigida. Para no ir muy lejos, pensemos en todos los conceptos, metáforas, imágenes mentales y valores morales que trae a colación la palabra “patria”, las expresiones “estudie, vago” y “mano firme, corazón grande”, y los neologismos “castrochavista” y “narcoparamilitar”, y demás expresiones frecuentemente escuchadas en la esfera pública colombiana.

Aquí presentamos tres metáforas que consideramos esenciales para comprender la mente autoritaria: la del padre, la de amigo-enemigo y la del héroe. Hemos escogido estas tres porque, de acuerdo con diferentes estudiosos del tema, se destacan en las estrategias discursivas de los autoritarios. Parece que estas tres señalan emociones asociadas a la política y, en últimas, determinan decisiones políticas.

1.1 Primera metáfora del autoritarismo: el padre

Para Lakoff, el discurso conservador es exitoso porque sus marcos conceptuales están asociados a un modelo de familia que cala en algunas facciones de la población: el modelo de la familia del padre estricto. Así, el lenguaje político viene enmarcado en enaltecer un líder que es un “padre” más que el administrador del bien público. Esto tiene como contraparte una concepción del seguidor como siendo incapaz de tomar sus propias decisiones, por lo que necesita de su padre para que las resuelva por él; esto conlleva la sumisión del seguidor, que apaga su cerebro racional para que sea el líder el que tome las decisiones. Él sólo sigue instrucciones, y las sigue sumisamente, porque lo contrario tendrá como consecuencia el castigo del padre; las decisiones coyunturales del padre estricto muestran lo que sucede a quien desobedece. El rebelde es el bandido, el maleante y demás términos que se usan para referirse a quien se ha salido del ala del padre estricto. Aparentemente lo contrario sucede con el progresista: su marco de referencia es el de la familia protectora: busca la autonomía del votante, apela a la razón y no a los sentimientos y, aunque paternalista, busca empoderar a los votantes que, una vez empoderados, deben tomar las decisiones políticas por su cuenta (Lakoff, 2007, p. 37).

Tenemos entonces una aparente distinción entre dos ideologías políticas: los conservadores son anacrónicos porque, al adolecer de sentido histórico, son incapaces de reconocer que su “hijo”, es decir, su votante, tiene capacidad de pensar por sí mismo. No se imaginan que el votante debe pasar del estado de absoluta dependencia, en la infancia, a la autonomía en sus decisiones políticas. La arrogancia de los conservadores viene de su incapacidad de aceptar el cambio, porque en la variabilidad hay caos y del caos no se puede reglar nada. El progresista parece, por el contrario, reconocer el cambio y defender la autonomía.

Ahora bien, como lo conservadores tradicionales, es cierto que los progresistas también abanderan principios inamovibles: si para unos sólo existe lo Uno y nada cambia, si para éstos el Ser permanece en el escenario de la ley y el orden que le componen, los otros defienden la armonía, la naturaleza, el desarrollo, el progreso, el capital, el partido, el pueblo, la justicia. ¿Pero son realmente principios distintos? En últimas se trata de encarnaciones de lo mismo en el sentido de las preferencias conservadoras acerca de lo familiar, lo que ya ha sido emprendido, lo limitado, lo cercano, lo actual, lo que es suficiente, conveniente, presente y bendecido (cfr. Oakeshott, 1961, pp. 168-196). El padre estricto garantiza el statu quo, que el orden supere al desarrollo y, por ende, el cambio de marcos de referencia. El padre protector también busca defender cierto orden, cierta forma en que debe organizarse la sociedad; su hijo será libre, pero primero tendrá que educarlo.

Al final, en el centro de las creencias conservadoras y progresistas, basadas en la figura paternalista, existe la presunción de que la organización de entidades (networks) depende del control central. Es decir, se supone que todos los procesos y construcciones implicados en la integración social pertenecen a una única fuente: una mente, una voluntad, una determinación representada en la figura del rey, el presidente, el jefe, el CEO, el padre. Es una premisa metafísica que generalmente se convierte en la idea más conservadora: que existen ventajas deseables en el dominio centralizado de los sistemas. Estas ventajas están vinculadas a ideas de eficiencia administrativa, planes de desarrollo, visiones, misiones, ideologías de progreso, corporativismo guiado por una mente singular o planificación económica llevada a cabo por fórmulas comunes de administración, etc. “Mandar para sobrevivir”. Éste, que siempre fue el eslogan del Estado y también el eslogan del partido, es ahora el eslogan de las corporaciones. En realidad, los políticos, gerentes y expertos con gran interés en los modelos centralizados que están influenciados por ideas conservadoras harán esa presunción.5 Por ejemplo:

George Norlin, presidente de la Universidad de Colorado, escribió que el fascismo “tiene buenos puntos, es decir, sus virtudes. Busca eliminar las luchas individuales y de facciones y fusionar todas las clases en la solidaridad de la nación”. Es, en la frase aristotélica, vicioso sólo en sus excesos […]. Los alemanes se han rebelado contra los excesos del individualismo y nosotros también. Norlin esperaba que América continuara evolucionando hacia un “hombre de oro” ubicado entre el nacionalismo fascista y el individualismo “irregular”. William Welk, un economista financiado por el SSRC en la Universidad de St. Thomas, escribió que “el experimento social y económico que se intentó en Italia presenta algunos paralelismos interesantes a los que ahora se están probando en los Estados Unidos bajo los auspicios de la NRA. La cooperación a través de la autoridad parece ser la fórmula común a ambos programas” (Oren, 2000, p. 97).

El fenómeno del centrismo y su tendencia al autoritarismo lleva a preguntarnos: ¿qué entendemos por “conservador”? ¿Un partido político? ¿Una tendencia a la derecha? Como progresista, Lakoff apoya una perspectiva más liberal, que él entiende como el estandarte del partido demócrata. En todos los sistemas políticos se habla de progresismo como contrapuesto principalmente a pensamientos de derecha. “Conservador” parece asemejarse a “hombre de derecha”, al padre estricto. Pero con el advenimiento de modelos de izquierda de corte totalitario en países latinoamericanos, los progresistas se alejan de la izquierda también. Entonces se entienden de centro: ni de un extremo ideológico ni del otro. Para ellos el problema no son las ideologías, sino éstas tomadas al extremo. Pero la crítica a los extremos tampoco resuelve la polarización en sí misma, sino que la dilata: en los tres casos, izquierda, derecha y centro, se termina llegando a gobiernos autoritarios cuyos seguidores están enmarcados igualmente en metáforas de ira, desprecio y asco, y donde el destino individual es cedido a la autoridad que insiste en que sólo ella sabe lo que hace. Lakoff (2008) llama a esta posición “moderada” la de los biconceptuales: realmente suelen ser progresistas en ciertos aspectos y conservadores en otros. Lo que no nos dice Lakoff es que de izquierda y de derecha, progresistas y reaccionarios, religiosos fundamentalistas y los vacíos de fe, al final terminan siendo conservadores en este sentido paternalista.

El centrismo de Norlin sugiere la ideología del “justo medio”. Con eso parece más civilizada que los extremos. En Colombia, por ejemplo, el problema con ese discurso de centro es que no parte del cuestionamiento del autoritarismo de los líderes actuales. Parece más bien que el centro es una suerte de seguidor que no puede, ni quiere, ponerse en la posición de ninguno de sus “padres”.

Este marco de referencia de la familia, que lleva a que la vida política se organice en función de la metáfora del padre, está asociada, a nuestro parecer, a una dualidad conceptual que trabaja Schmitt (2009): la del amigo y el enemigo. Schmitt entiende esta dualidad como la expresión de lo político por antonomasia. Amigo-enemigo son criterios de comprensión de lo político, aunque no en un sentido exhaustivo. A pesar de que su definición no es clara, la dualidad sí expresa “el grado máximo de intensidad de una unión o separación, de una asociación o una disociación” (Schmitt, 2009, p. 57). A diferencia del colega, o del conocido o del mero contrincante, el amigo (o el enemigo) está en un vínculo existencial con uno mismo: es, o el semejante, o el otro que se ha opuesto radicalmente a uno, el completo opuesto. Hay un sentido en el que el enemigo parece haber violado un acuerdo originario de amistad; de alguna forma hay una suerte de traición implícita en su figura.6 Si, volviendo a Lakoff, la dualidad amigo-enemigo se entiende en sentido de metáfora,7 ésta expresa la vivencia de intimidad con un otro que se asemeja a uno o que se opone. Tal intimidad es empática; en un sentido, el amigo es aquél por el que se procura el bienestar, y el enemigo, en la medida en que ha violado ese vínculo íntimo al contraponerse a uno, es a quien hay que atacar. Ahora bien, Schmitt diferencia entre esta perspectiva del amigo-enemigo en un sentido personal y en un sentido público. Para él, la actitud hacia uno y otro varía radicalmente: en sentido político, el enemigo amenaza al grupo del que se es parte, con lo que se pierde ese carácter de intimidad que se tiene con el otro en el contexto privado. Y cuando se lleva a lo público, el enemigo se enmarca en la posibilidad de dar muerte a través de la organización bélica.

1.2 Segunda metáfora del autoritarismo: el enemigo

Ahora bien, como metáfora, la figura del enemigo político también se enmarca en emociones y marcos asociados al enemigo privado: la traición que aparece vinculada a la enemistad y el deseo de venganza parecen provenir de la misma fuente primaria. Lo relevante de la perspectiva de Schmitt es que vincula la dualidad amigo-enemigo con la existencia de la institución militar. Es esa dualidad la que originariamente justificaría la guerra. Y si asociamos la figura del padre, que garantiza la obediencia, con la figura del enemigo, que justifica el odio y el deseo de venganza hacia aquél que amenaza el bienestar común, tenemos una explicación del odio colectivo a un grupo en particular. Dentro del mismo fenómeno del autoritarismo, el que amenaza se aleja del contexto de lo real para enmarcarse en el contexto del que es señalado como el enemigo por el padre.

En el marco de lo real, incluso la esfera política puede ser una verdadera amenaza para el grupo; ahora bien, la atención selectiva a una amenaza sobre otra está asociada a la valoración que haga el autoritario. Esto explicaría ciertas contradicciones en los seguidores: en el 2008, millones de personas, en su gran mayoría seguidoras del presidente Álvaro Uribe Vélez, salieron a marchar a favor de la paz y en contra de la guerrilla más vieja del continente, las FARC. Se dice (cfr. “Diez años del comienzo del fin de las Farc”, 2018) que esa marcha ayudó a consolidar la candidatura presidencial de Juan Manuel Santos, en ese entonces ministro de defensa de Uribe y quien dos años después fuera elegido presidente. Pero, una vez presidente, Santos comenzó a alejarse políticamente de su promotor original; junto con la alusión a la traición política, los seguidores de Uribe que están en el poder comenzaron una campaña de desprestigio de los diálogos del gobierno con la guerrilla. Esto condujo a que, en 2016, las mismas personas que habían marchado por la paz en 2008 votaran en contra del acuerdo de paz en un plebiscito organizado por el gobierno de Santos. Esta votación resultó contradictoria a los supuestos intereses populares; si tal acuerdo de paz tiene origen real en un punto de la historia colombiana, es en el debilitamiento de la guerrilla por las diferentes acciones del gobierno de Uribe que culminaron en la llegada al poder de Santos (cfr. Caicedo Aterhortúa, 2016). Sin embargo, Santos pasó de héroe como ministro de defensa a enemigo de la patria, en cierta medida a causa de las diferentes declaraciones de Uribe y sus seguidores, que se manifestaron al ver al nuevo presidente alejarse políticamente del padre.

En últimas, algunas de las estrategias utilizadas por el autoritario son la manipulación de opiniones a través de la demagogia basada en noticias falsas, que asocian al amigo con el culto a la personalidad de los líderes carismáticos, y al enemigo con la traición y el terror de un mundo anárquico y con violencia desmedida. El terror de dicha violencia sin límites se contrasta con la violencia legitimada por el Estado o por el que representa lo correcto: el autoritario. Paradójicamente, la violencia se frena con la violencia ejercida del lado del padre, una violencia que se entiende como controlada, reglada y legitimada.8

Ahora bien, no hay violencia sin un enemigo que deba ser derrotado: si los autoritarios encarnan la justicia, el enemigo encarna lo que es injusto. Y el injusto busca el poder también, pero a través de la violencia desmedida. De este modo, el autoritario contrapone la violencia legítima, regulada y justa a la violencia injusta del enemigo: “Los hombres valientes no dudarán, en nombre de los más altos intereses, en eliminar los bandidos que comprometen el futuro del país” (Sorel, 1925, p. 207). “Enemigo” es una metáfora que los autoritarios usan tanto como les conviene. Ellos eliminan enemigos donde sea que se los encuentren; a la metáfora del enemigo la mente autoritaria contrapone la metáfora del orden en la vida, de las jerarquías, de las subordinaciones y de las prerrogativas.

Pero si el concepto del enemigo justifica la guerra, el concepto del héroe garantiza que un grupo de seguidores ejerzan la violencia. Esta figura, a su vez, participa de un marco conceptual asociado a imaginarios sobre la virtud y sobre la valentía. Ya vemos que el héroe puede volverse el enemigo en el marco conceptual que explica el autoritarismo; vale la pena ampliar el origen y las ideas asociadas al concepto para entender cómo se vincula éste con la mente autoritaria y la de sus seguidores.

1.3 Tercera metáfora del autoritarismo: el héroe

En la Grecia antigua, el héroe era un arquetipo, o, de acuerdo con lo dicho aquí, un marco de referencia que justificaba que ciertos hombres tuvieran en sus manos el ejercicio social de la violencia: ellos encarnaban la justicia natural (díkê) (Vernant, 1973). Estos hombres eran los héroes. Al encarnar la justicia, no solamente encarnaban los valores humanos, sino los universales; de algún modo, sus conceptos de lo justo y lo injusto trascendían las prácticas humanas para posarse en los principios que gobiernan el universo. Como encarnaciones de la díkê, los héroes tenían la potestad de castigar la injusticia y a aquél que la representa. Los héroes se diferenciaban así de las máquinas de matar, es decir, aquellos seres que mataban guiados por lo que dictaminaban otros (como el héroe), pero que no tenían, en sí mismos, ningún concepto del bien y del mal, de lo correcto y lo correcto: solo seguían órdenes, y, en vez de que su acción fuera guiada por la díkê, estaba guiada por la desmesura, la hybris, el uso de la fuerza por la fuerza misma. El papel del guerrero guiado por la hybris (el hombre de bronce de la mitología griega; cfr. Vernant, 1973, p. 22) no era irrelevante: él ocupaba un papel en el ejercicio civilizador de la guerra. Pero el héroe, al final, era el que entendía el porqué de la violencia.

Aquí no nos interesa un análisis de los arquetipos fundados en la mitología; ahora bien, encontramos que estos marcos de referencia vinculados al héroe y su impartición de la violencia, que son casi tan antiguos como la humanidad misma, son encarnados por el autoritario en el ámbito político: él no solamente quiere el poder, sino que quiere ser venerado por ello. A los autoritarios los guía el deseo de gloria. Eso quiere decir que las batallas en las que participan representan viajes hacia futuros triunfos alcanzados a través de heroicos esfuerzos en contra de un enemigo constituido en una coyuntura social específica. Se legitima así cualquier violencia ejercida en el ámbito de alcanzar la gloria: junto con la figura del héroe aparece la del enemigo, su némesis, su contraparte: no hay héroe sin quien se interponga en sus designios; no hay justicia -ni representación de la justicia- sin quien represente la injusticia.

Los autoritarios se consideran a sí mismos héroes; su objetivo, alcanzar el poder, es concebido como un objetivo altruista. Su camino hacia la gloria sigue el plan de renovación social (cfr. Robin, 2011, pp. 59-60). Si bien no están interesados en un estudio de las mitologías ancestrales, sí encarnan lo que tales mitos representan con la figura del héroe: ellos insisten en esos valores trascendentes en los que cree el héroe mitológico, e insisten en la violencia como forma en la que se alcanzan dichos valores. Los autoritarios buscan intensificar las necesidades de la lucha humana y subrayar lo que podrían ser terribles destinos porque necesitan defender la idea de que algunos sacrificios deben ser enfrentados. “Liberación” es el nombre de una concepción de la voluntad que los autoritarios conocen bien. Ahora bien, todos queremos una vida mejor sin importar los esfuerzos y los sacrificios que habría que hacer para obtenerla. Los autoritarios saben que nadie está dispuesto a dar su vida gratuitamente. Por eso ofrecen recompensas, compensaciones, promesas encarnadas en el escenario de vidas mejores en el futuro (cfr. Payne, 2003, pp. 6-10).

La gloria de héroe es entonces compartida por los seguidores. Esa gloria que va acompañada de los ideales de liberación y de un futuro mejor. La violencia aparece como un medio necesario para lograrlo; los tiempos mejores dependen de la fuerza y la voluntad del presente. Ellos no creen en transformaciones progresivas, procesos de cambio o caminos para cultivar posibilidades a través de esfuerzos y descubrimientos, intercambios y solidaridades. Ésta es la razón para decir que siguen los marcos de referencia conservadores. Lo que significa que ellos quieren grandes mundos y felicidad plena para los suyos ahora mismo: inmediatamente y como asunto de su mera voluntad. Porque las llamadas a nuevos mundos imaginados como asunto del querer humano también resultan ser llamadas a nuevos comienzos que vienen con reclamos por la violencia. Welch, por ejemplo, relata esta urgencia para el Tercer Reich:

Desde el principio, el Tercer Reich se propuso la ambiciosa tarea de “reeducar” al pueblo alemán para una nueva sociedad basada en lo que consideraba un sistema de valores“revolucionario”. El NSDAP[Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei] rechazó siempre el tipo de democracia liberal que había evolucionado en la mayoría de los países de Europa occidental a principios del siglo XX. Creían fervientemente que la única salvación de la “degeneración” de la República de Weimar era el völkischer Staat, que se produciría en Alemania a través de una revolución de tipo nacionalsocialista. Junto con este rechazo a la democracia que había fallado a Alemania, había una creencia creciente de que se necesitaba un liderazgo fuerte para trascender el interés de clase y de ciertos sectores y proporcionar una nueva estrella (2004, p. 214).9

Como el totalitarismo nazi, el régimen autoritario encabezado por un héroe organiza sus acciones en virtud de la promesa de La Tierra Nuestra, La Gran Riqueza, Los Días de Paz: todos son sueños de perfección. Tiempos en los que viviremos sin preocupaciones, aprehensiones, ansiedades, aburrimientos, pobreza: la edad de oro (cfr. Vernant, 1973, p. 29). No decimos que estos ideales sean mentirosos o siempre usados intencionalmente como estrategias del autoritario para alcanzar el poder: como el psicópata exitoso, el autoritario entiende su meta como la meta de la humanidad. La diferencia entre el psicópata exitoso que ve un alto cargo en una empresa como su objetivo último y un autoritario que busca el poder político es que este último no entiende la meta como un objetivo personal, sino que ella encarna la díkê, la justicia universal.

Si los autoritarios tienen seguidores es porque, primero, los seguidores creen que el bien universal es real. Los seguidores, como los autoritarios, encarnan los marcos de referencia; la diferencia entre uno y otro es la posición que asumen frente a dichos marcos, y, por ende, lo que consideran deben ser sus acciones. Segundo, puede que el autoritario sea honesto con su meta y con lo que él encarna en relación con ella, pero logra manipular a los seguidores haciendo que ellos resuenen con el ahínco, con la valentía de aquél que sigue una meta pese a lo posiblemente adverso. Además de guiarse por los dualismos, el seguidor sigue otra heurística: no le es ajena la intensidad con la que una persona lleva a cabo una tarea. Si alguien sacrifica su vida y su integridad por un ideal, ese ideal debe ser valioso en sí mismo. Ahora bien, el autoritario es honesto con su meta, pero no necesariamente consigo mismo y con los que lo siguen: como lo que importa es la meta, todos seremos sacrificados.

En el mundo contemporáneo es difícil no asociar el perfil autoritario con un modelo económico. La díkê se asocia con las simulaciones producidas en empresas, esferas culturales y aparatos económicos hechos para configurar personas (cfr. Sloterdijk, 2013, pp. 3-33). Por mucho tiempo los sociólogos, los críticos de la cultura y los filósofos han estado trabajando alrededor de la misma intuición: nuestra realidad es construida por mecanismos de producción (que usualmente son nombrados ‘Cultura’ o ‘Sociedad’) altamente cómplices de lo que queremos, de lo que requerimos y de lo que seguimos (cfr. Baudrillard, 1981, pp. 93-112; Lawson, 1997, pp. 157-172). Los autoritarios han entendido que el bien que siguen es el bien del modelo económico y, en el inmediatismo del bienestar producido por la obtención de bienes materiales, el seguidor entiende rápidamente que éste es un bienestar universal. Así es que los autoritarios ligan promesas con violencia y con las excusas para tener enemigos. Y, conjurada por los líderes, la violencia tiene lugar en la gente con esperanzas y voluntad.

Parece aquí que las metáforas asociadas al autoritarismo son estrategias para capturar seguidores. Pero, además de estrategias, aparecen como marcos mentales que dan luces sobre las estructuras identitarias de aquéllos que tienen un perfil autoritario. Es decir, primero, no se puede pensar la metáfora sin el marco mental del que participa: si la figura del padre se ubica en el marco mental de la familia (Lakoff, 2007), el del enemigo se asocia con conceptos como la dualidad bueno-malo, los imaginarios sobre amistad, empatía y agresión; por su parte, la idea del héroe se asocia al concepto de virtud y al de valentía, y a dualismos como el de civilizado-incivilizado o terrorista-ciudadano. Segundo, esos marcos mentales dan cuenta de la identidad del que los adopta y, a partir de ahí, de qué postura se asume en la esfera política y pública: por ejemplo, me entiendo como héroe si defiendo ciertos valores que conservan el statu quo (es decir, lo que entiendo como “civilizado”); considero bueno defender esos valores, y malo (y, por eso, enemigo) no defenderlos.

Aquí aparece la pregunta por esa identidad autoritaria que adopta las metáforas y marcos mentales como estandartes de su proyecto político. Porque parece que en él no solamente hay un conocimiento de las metáforas que afectan las decisiones políticas de los seguidores, sino una capacidad de incorporarlas como parte de sí (de algún modo), de vivirlas: vemos al autoritario incorporando a su corporalidad, a su forma de hablar y de ser en su vida cotidiana esos valores que reclama en sus seguidores. Esta performatividad vista en el autoritario no es exclusiva de personajes de la esfera política, sino que se observa en personas que se ubican en diferentes esferas de poder. Veremos si las investigaciones sobre el perfil identitario de los que ocupan el poder nos dan luces en la comprensión de la personalidad autoritaria en política.

2. La constitución de la identidad del autoritario como psicópata exitoso

De acuerdo con la psicología, los psicópatas cumplen con por lo menos cuatro requisitos: tienen problemas interpersonales (por ejemplo, son manipulativos), tienen dificultades afectivas (por ejemplo, no sufren de remordimiento y no tienen empatía), sus estilos de vida son bastante particulares (por ejemplo, están en búsqueda de estimulación constante y son impulsivos) y son antisociales (tienen problemas con el autocontrol y tendencias delincuenciales) (Varga, 2015). Ahora bien, a pesar de este perfil psicológico bien difundido, hay psicópatas que son exitosos: ellos logran posicionarse en el poder y tienen el aprecio de diferentes tipos de personas. Es decir, asumen posiciones de liderazgo.

Consideramos que la paradoja del psicópata es que, para llegar al poder, se necesita interactuar con personas que posibiliten el propio ascenso. Es decir, una persona que naturalmente carece de empatía termina siendo llevada al poder por una suerte de carisma con el que manipula a los otros. Con esto estamos diciendo que este tipo de personas encantan de alguna forma, y parecería que su encanto tiene que ver precisamente con su antisocialidad y falta de empatía naturales, que, unidos a su impulsividad y su filosofía de “el límite es el cielo”, la convierten en la persona ideal para gobernar sobre otros. Si llevamos el perfil psicológico del psicópata al campo de la política, podemos ver al autoritario como una suerte de psicópata exitoso que se enfrenta a dicha paradoja. Pero primero ahondaremos más en lo que este concepto significa.

Al carecer de empatía, el psicópata no resuelve los dilemas morales del mismo modo que una persona “normal”, cuyos juicios se basan en la relación del costo-beneficio de las propias acciones en la integridad de los otros. Al carecer de emociones interpersonales, el psicópata sería más utilitarista en ciertos dilemas: Dutton (2013), por ejemplo, insiste en que el éxito del “psicópata funcional” depende precisamente de su relación no afectiva con los otros: parece que estar exento de emociones permite entender y manipular las emociones de otros. En una perspectiva bastante polémica, Dutton considera que, en un sentido, la psicopatía es positiva, pues permite resolver los problemas intersubjetivos con cabeza fría. No es malo ser algo a-emocional, como no es malo, de cierto modo, ser impulsivo, dice el autor.

No parece tan malo ser manipulador, querer alcanzar una posición poderosa, trabajar intensamente por lo que uno se propone si esto es lo que el modelo socioeconómico imperante dictamina como conducente al éxito: hay que ser impulsivo (sólo el que se atreve a lo inimaginable hace empresa), hay que ser a-emocional (no dejarse llevar por el miedo). Pero, definitivamente, no se puede ser a-social, porque para llegar al poder hay que, precisamente, ser social. Ahora bien, parece que el psicópata exitoso oculta muy bien su antisocialidad. Entonces el problema no es serlo, sino parecerlo. Si piensas a-emocionalmente, si sopesas los costos y beneficios sobre el corazón (que suele ser bastante empático), seguramente puedes ocultar muy bien tu a-socialidad o antisocialidad si de ello depende alcanzar una posición deseada. Puede que incluso el antisocial se caracterice por estar rodeado de personas, como en el caso del psicópata exitoso. Todo esto es lo que podemos llamar “pensar con la cabeza fría”. ¿Pero son exitosamente racionales los psicópatas? Parece que no (cfr. Varga, 2015, p. 89).

La aparente racionalidad (es decir, el tomar decisiones sin que medien las emociones) es precisamente aparente. El psicópata es impulsivo. Se ha identificado que las acciones de este tipo de personas son guiadas por deseos primarios -impulsos básicos de supervivencia- sin ninguna reflexión involucrada (es decir, sin deseos de segundo orden, que están implicados en el libre albedrío; cfr. Frankfurt, 1988). Esto parece contradecir la idea de un psicópata exitoso: este personaje se caracteriza porque tiene claro qué quiere (llegar al poder) y cómo conseguirlo. La impulsividad del psicópata exitoso tiene que ver con otra característica de su personalidad: carece de una identificación central (core identification) que vincula, en el normal, las metas planteadas con un sentido general de sí o mismidad (cfr. Varga, 2015, p. 96). El normal, a diferencia del psicópata exitoso, sopesa sus acciones con base en cómo se concibe a sí mismo, y lo que considera que es fiel a sí y lo que no: por ejemplo, un aspirante puede desistir de aceptar un trabajo que promete un rápido ascenso si se entera de que la compañía que lo emplea tiene políticas misóginas, en la medida en que él tiene claridad sobre ciertos valores que guían su acción. Un psicópata vería como absurdo rechazar un trabajo si la meta es alcanzar el cargo más alto en una compañía y la nueva posición ofrece la oportunidad para lograrlo.

Lo anterior implica que las acciones están guiadas por una normativa que trasciende las normas personales (i. e. lo que le conviene a uno): el sentido de lo público. Si bien el psicópata ansía el poder porque se identifica a sí mismo con dicho logro, el no psicópata relaciona sus acciones con valores trascendentes a su propia identidad, con los que se identifica (y los cuales pueden conducirlo al poder en una suerte de liderazgo que surge de la empatía). Estos valores trascendentes, en el normal, se vinculan afectivamente con la identidad, por lo que se ven como necesarios para la autodeterminación. Esto puede incluir que, en algunos casos, se sea infiel a los objetivos puestos de antemano. Esto se asocia con la teoría de las emociones morales (Haidt, 2003) porque dichas emociones son una evaluación de las acciones: por ejemplo, la culpa aparece cuando el interés particular viola un valor que se considera superior. Una ventaja de esto (y, por ende, desventaja del psicópata) es la posibilidad de repensarse a sí mismo en la marcha: el “normal” se va poniendo a sí mismo en perspectiva, sopesando sus acciones con la normatividad que las guía. El psicópata simplemente no tiene esos dilemas, no es capaz de ubicarse por fuera de su acción y pensar en ella. Y como nos interesa aquí, el perfil autoritario corresponde con esas características del perfil psicopático, sea diagnosticado como tal o no.

Volvemos a nuestro hombre autoritario: ése que busca dominar sobre los demás a cualquier costo. En el afán de dominación se hacen inmunes a las creencias sinceras, a las luchas honestas y, sobre todo, a la coherencia y la argumentación sistemática.10 La irracionalidad no le hace falto de argumentos: es solamente que su estructura lógica es dudosa. Sus argumentos se basan en sus convicciones y proyectos (más bien, en sus intereses). Tienen claras unas metas y su sustento, si no es racional, sí es ideológico. Se sabe los ritos y recita las oraciones porque sabe que es bueno guardar las apariencias.

El hombre autoritario exitoso, es decir, el que llega al poder -y, lo que nos interesa, el poder político- es muchas veces exitoso también a otros niveles: no es para nada extraño que los hombres del poder sean portentosos emprendedores con familias bien remuneradas y actividades comerciales prósperas -si no extensas propiedades y frondosos inmuebles que engordan durante los periodos de gobierno-.

¿Podemos llamar al autoritario un psicópata exitoso? Desde las perspectivas desde las que se entiende la psicopatía, parece que por lo menos la categorización filosófica nos permite abordarlo como tal. Es decir, aunque no nos atrevamos a señalar que todo autoritario sufre de un trastorno psicológico, en el que el paciente es catalogado de acuerdo con el manual de psicología, los rasgos de su personalidad nos permiten entender al psicópata exitoso, y al autoritario, bajo los mismos términos.

Desde esta perspectiva, el autoritario (como psicópata exitoso) sí tiene una moralidad, o la tiene como estandarte: unos principios, aparentemente racionales (derecho a la vida, protección de la propiedad, etc.). Incluso su falta de empatía puede ser bien disimulada; puede llegar a ser muy sociable. Los hombres del poder tienen seguidores fanáticos que son ciegos perseguidores, personas ciertamente susceptibles a las autoridades y sus slogans. Los autoritarios presumen acerca de su corrección moral y con pleno convencimiento de cómo abanderan las convenciones y el peso de las aceptaciones masivas. Europa y Latinoamérica comparten historias similares cuando se trata de los rebeldes con causas que creen justa, quienes se alzan en armas (o alzan a otros en armas) bajo las consignas de lo justo y de lo bueno (cfr. Oren, 2000, pp. 104-110). The Highwaymen, The Russian Motorcycle Club: The Night Wolves, Comando Vermelho, los Maras o las Autodefensas Unidas de Colombia son ejemplos de estos grupos que, a pesar de las relaciones jerárquicas, se viven como hermanos, con un sentido del nosotros.11 En el caso de estos grupos, a pesar de estar al margen de la ley, no se sienten exentos de unos valores trascendentes que unen al grupo, incluso cuando esto solamente quede plasmado en el discurso.

Con lo que se ha dicho aquí, la moralidad del autoritario no se articula con la meta, que es exclusivamente individual. Él habla en términos de grupo, pero sólo en la medida en que el grupo se identifica con él y con su objetivo. Por ello, entender la identidad del autoritario es importante: y es que, en últimas, como el psicópata exitoso, él carece de una identidad. O, por lo menos, no ha constituido una identidad en el sentido “normal” del término. En su caso, la obsesión con la meta (el poder político) parece nublar su propio juicio, lo que lleva a que la meta sea más importante que su concepción de sí mismo. Si la meta implica identificarse con grupos armados o con moralidades contradictorias, él lo hará; si hay que vestir una camiseta, sonreír a éstos, abrazar a aquéllos, él lo hará. Incluso cuando esto ponga en riesgo su propia dignidad.

El autoritario, además de ser empático (por lo menos superficialmente) con unos, depende de la constitución de un enemigo: en últimas, el enemigo es aquél que impide lograr lo que se quiere. Volviendo a los marcos mentales, y de acuerdo con Schmitt (2009), el dualismo amigo- enemigo es central a esa personalidad autoritaria. Pero es el concepto de “enemigo” el que mueve a la acción personal y de los seguidores. El problema es que, ante la irracionalidad de las acciones del poderoso, su incapacidad de ubicarse como crítico de sí mismo, los enemigos son cada vez más y más. Los otros sólo son medios para objetivos, y, por ende, en sí mismos no cumplen una función distinta a la que cumple una escalera; el asunto es que, a diferencia de una escalera, los otros no siempre se someten a las necesidades específicas del autoritario. Las dinámicas del mundo humano, algunas veces disímiles a los proyectos del autoritario, chocan con su necesidad de control: los otros son ventajosos. La diversidad del mundo social termina en molestias, atascos extraños, entidades ajenas que deben ser vencidas y desaparecer porque imprimen inquietudes, inseguridades y cambios. Por eso los autoritarios son amantes de las tradiciones: no tanto porque estén convencidos de que los tiempos pasados fueron mejores, sino porque es la manera más sencilla de asentarse en los propios prejuicios y preferencias personales. Ante la falta de escenarios estables, las respuestas conservadoras son aquéllas que reclaman refugios en lo conocido: los autoritarios llaman irracional a lo que no entienden, terrible y despreciable a todo lo que no incorporan; desdeñable a lo disímil.

Su lógica escueta, su extremismo y tendencia al maniqueísmo tendría una razón de ser: aquello que está de acuerdo con el objetivo original es amigo; aquello que no, enemigo. ¿Cómo es que se logra la amistad donde se carece de la capacidad de hacer negociaciones y concesiones diversas que suelen depender de comprensiones de la perspectiva de otro? Pensamos que la tendencia al dualismo, a la lógica del amigo y del enemigo, ofrece tanto al autoritario como a quien lo sigue una perspectiva simplista de aquello que se requiere, por un lado, para llegar a la meta, y por otro, para seguir al autoritario. Esto, a su vez, se acompaña de los marcos de referencia de los que hablamos en la primera parte, los cuales, bajo la metáfora del amigo y del enemigo, ofrecen un entorno cognitivo de racionalidades sencillas, fácilmente asequibles: “Entre amigos no debe haber disputas”. “Somos familia, amigos”. “Somos compañeros porque somos iguales”. Esto no hace fácil la amistad porque basta con salirse ligeramente del libreto que el autoritario ha impuesto para cada uno para pasar de ser amigo a ser enemigo: en resumen, el concepto de la amistad es muy problemático (cfr. Derrida, 1988 , 1993).

Ahora bien, la constitución del enemigo es tan complicada como la constitución del amigo: entre enemigos existe tanta intimidad y tantas ambigüedades como entre los amigos (cfr. Fausto, 2012, p. 203). Pues, ¿cómo saber quiénes son? ¿Y qué hacer con ellos? Es muy pequeño el mundo en el que los enemigos son una preocupación insistente. Están quienes se oponen a las creencias propias. Están quienes riñen frontalmente con los intereses propios. Están quienes promulgan otros fines y mundos imaginados. El dominio de los otros yace muchas veces en la defensa de las costumbres inicialmente compartidas, pero que encuentran caminos distantes entre lo que se cree que es correcto, aceptable, deseable, etc.

Si el autoritario carece de identidad en el sentido normal, al constituirse a sí mismo bajo una identidad cerrada, no abierta a lo otro, es muy fácil tener enemigos: si me instituyo como “esto” puedo saber quién es mi enemigo porque éste es justo lo que no es “esto”. El propio conocimiento de lo que soy, cuando se plantea en el terreno de mi única identidad y de los límites exactos de lo que soy, es lo que hace que pueda caracterizar todo lo demás como contraparte. Es el juego triste, pobre y estricto de las autorreferencias. Por eso es que se puede decir que el problema de los enemigos no corresponde únicamente al terreno esencial de lo político.12 Es el asunto humano de la propia constitución en la identidad lo que hace que se comprometan otros escenarios de la vida en la consideración sobre los enemigos (cfr. Rejali, 2004, pp. 430- 435).

3. Conclusión: la mente autoritaria develada

Resumiendo, hemos iniciado con una comprensión de las metáforas sociales que posibilitan la formación de la mente autoritaria y una forma particular de mente humana. A pesar de lo particular del fenómeno del hombre o mujer autoritarios, también nos habla de un fenómeno sociológico: una forma de metáfora conservadora tiene dos formas de encarnarse: como autoritario o como seguidor. Será tema de otras aproximaciones explorar la identidad del seguidor y, de allí, de qué forma encarna los marcos conceptuales que comparte con el autoritario. Por ahora concluiremos con unas consecuencias sobre la mente autoritaria.

1) Marcos conceptuales: el padre, el dualismo amigo-enemigo y el héroe. Desde la coyuntura política actual, Lakoff (2007, 2008) habla de la metáfora del padre como característica del pensamiento político. Ya sea desde una postura conservadora o liberal, o desde la figura del padre como protector o castigador, el padre parece ser la metáfora que gobierna el pensamiento político. En psicología moral, por ejemplo, la metáfora del padre se asocia con la heteronomía del niño: al no comprender la función de la moralidad y de la norma en la organización social, sigo las normas que mi padre me dice.

Ahora bien, el padre no es el único concepto estudiado al respecto de lo político. El dualismo amigo-enemigo establece otros marcos mentales, también asociados con la vida cotidiana y con lo más profundo de las relaciones con otros. El otro, no en la relación jerárquica de la figura del padre, sino como un par, es un alter ego, es decir, mantiene una relación de intimidad con la propia identidad. Por eso el enemigo no sólo es aquél con el que estoy en desacuerdo, sino aquél que atenta contra mi propia estructura identitaria. Aquí hemos adoptado la postura de Schmitt con respecto a dicha dualidad, pero en cierta medida cuestionando si tal relación, llevada a la política, es de un orden distinto a la experiencia íntima con otro, tal como sostiene el autor. Porque, siguiendo a Lakoff, como la metáfora de padre, los conceptos de “amigo” y “enemigo” son tan poderosos en la psique colectiva porque organizan las relaciones sociales. Y es precisamente el concepto de “enemigo” el que justifica la figura del héroe.

La figura del héroe parece partir de un proceso distinto al de las presentadas antes. El héroe se enmarca en las dinámicas de la guerra antes de instaurarse en la vida psíquica del individuo. Es decir, el héroe de la vida cotidiana (por ejemplo, el padre como “héroe” por trabajar para sus hijos, o el compañero que se vuelve “héroe” por discutir con el maestro que quiere poner tareas a los estudiantes) proviene de la figura del héroe en la guerra. Sin embargo, en la esfera política, la muy difundida figura del héroe sí parece tener que ver con el marco de la amistad y enemistad, que, como dijimos, surge de relaciones fundamentales entre los sujetos.

La psicología pensó que el desarrollo cognitivo moral implicaba pasar de la heteronomía del niño a la autonomía del adulto (Kolhberg, 1992): con el desarrollo de estructuras superiores del pensamiento venía la comprensión de lo moral, pero también una perspectiva crítica de ellas. El poner sobre la mesa las normas sociales (sobre todo las normas convencionales, que no son universales) era parte del ejercicio autónomo del pensamiento moral. Con el auge de teorías más corporizadas del pensamiento moral, en las que se cuestiona tal relación entre el desarrollo de la razón y la moralidad, y se habla de que la moralidad pasa por el cuerpo, se cuestiona tal autonomía. No es que se niegue, pero sí se le considera más compleja. Si el padre representa la autoridad y la dualidad amigo-enemigo justifica las acciones bélicas es por la formación de marcos conceptuales que no desaparecen en la infancia, sino que parecen gobernar el pensamiento político de los individuos (se pasa de la esfera personal a la esfera pública), y, por eso, sin importar el tipo de padre, de amigo o enemigo al que nos refiramos, parece, por un lado, que la paternidad y la amistad-enemistad encarnan el sentido de lo justo y lo injusto, no necesariamente en un sentido legal, sino natural. La autoridad es, en últimas, una forma de hacer aparecer, metafóricamente, el padre y el amigo. El héroe emerge de estos conceptos naturales en la medida en que vincula la figura de la autoridad moral con la violencia ejercida para conservar tal autoridad.

2) La identidad de los autoritarios como psicópatas exitosos. Al señalar las semejanzas en el carácter de los autoritarios y de los psicópatas exitosos no proponemos que los primeros sean personas con problemas mentales. No siempre, al menos, se puede encontrar esa explicación cuando los autoritarios han aparecido desafiando nuestras compresiones. Pero sí encontramos unos rasgos de la personalidad autoritaria que recuerdan a la personalidad del psicópata, sobre todo la insistencia en la glorificación de un propósito, de una forma simplista, basada en dualidades. Como el psicópata exitoso, los autoritarios parecen incapaces de pensar en matices, perspectivas y diferencias. Su temor por otras cosas y las personas se relaciona con su falta de adaptación, reajuste y revisión de sí mismo y de sus metas. Todo ello con las consecuencias de hacerlos susceptibles a reacciones altamente expresadas en gestos violentos contra todo lo que puede recordar cambios en la vida. La violencia es una expresión de razonamientos simplistas y suposiciones metafísicas sobre causas finales, sustancias definitivas y propiedades únicas. Pero, sobre todo, su pensamiento por dualismos los guía hacia el comportamiento violento porque constantemente luchan por hacer real lo que creen como el Ser olvidado.

3) En la medida en que el autoritario encarna la díkê, su objetivo se convierte en deseable para el grupo. El autoritario promueve y defiende planes, deseos y futuros: enmarca sus metas en una ideología que es fácilmente comprensible y seguible. El autoritario hace buen uso de las metáforas que calan entre la multitud, siempre predispuesta a tomarlas a ciegas: la justicia es una de las más comunes, porque insistir en ello lo ubica como redentor. El discurso de la justicia cala en la multitud porque, en últimas, corresponde a una afectividad moral también: remite al asco, al desprecio, pero también a un sentido basal del gregarismo, la manifestación corporal de sentirse con otros. A través de la afectividad, las metáforas llaman a la común unión, cuando lo común es precisamente lo que favorece los intereses personales del autoritario.

Además, las consideraciones sobre cómo es posible entender nuestro mundo y la realidad se limitan a una idea única y simplista de que cada entidad, en esencia, comparte la misma fuente. Una cosa: el Mismo Ser para todo. Una identidad para todos. Un estatus entre lo que es real: la causa que sería necesaria para mantener las mismas cosas por mucho tiempo y para siempre. Tradiciones, costumbres, formas de hablar, creencias, tierras, etc., son sustantivos para esa metafísica. Los dualismos son usados como heurística: Amigos y Enemigos, Dios y Mal, Nosotros y Ellos, Oscuro y Claro, Familiar y Desconocido, Limitados y Sin Límites, etc., son siempre términos que llaman a la acción. Ellos creen que su lado es el lado bueno, obviamente. Piensan que han nacido del lado de la verdad. Históricamente se han anunciado consignas muy similares cuando han dicho que es preferible estar del lado de lo familiar, lo probado, lo real, lo limitado y lo cercano en contraste con lo desconocido, lo experimental, lo posible, lo ilimitado e incontrolado, y lo distante, el desprendimiento (cfr. Robin, 2011, p. 42).

4) El autoritario considera que se ha ganado su posición a pulso, lo que lo valida como líder del grupo. Finalmente, los autoritarios son hombres varoniles que aparecen y gritan sus aparentes fortalezas, jerarquías y herencias. “He sido creado por mí mismo. Esto significa: sin la ayuda de nadie”. Tienen imperios hechos por su propia mano, en cualquier caso. Haciendo de las apreciaciones personales una línea de pensamiento, los autoritarios reclaman para sí mismos el papel del Rey, el Guerrero o el Ganador: todas las representaciones de la misma arrogancia. Un rey que es humano, sin embargo; por eso no reclaman derechos divinos. Su humanidad es cercana a la existencia cotidiana.

Estamos hablando de una forma narrativa y trucos melodramáticos que incluyen falsas atribuciones, delirios y humildad falsa que constituyen la fuente de ilusiones de superioridad, pero también la fuente de su aprobación social y masiva, como sucede con los héroes para millones de espectadores de películas. Es una vieja idea sugerida por los críticos culturales hace muchos años: los héroes son figuras admiradas que también tienen lugar en políticos recientes que repiten funciones similares en las mentes y espíritus de las personas (Horkheimer y Adorno, 2002). Thor, Harry Potter, Donald Trump: un día fueron aprendices comunes. Y ahora son ganadores por su propia mano y sólo por su propia mano. Y esto es precisamente lo que los convierte en los humanos perfectos para los duros compromisos de reconstruir eras, naciones y sociedades. Ellos son el futuro.

5) Todo lo anterior lleva a la legitimación y radicalización de la violencia. No es raro que se escuche a un autoritario diciendo orgullosamente cosas como ésta: “El decreto de muerte violenta [...] está escrito en las fronteras de la vida. El problema con el defensor del antiguo régimen […] es que no conoce esta verdad o, si lo sabe, no tiene la voluntad de hacer nada al respecto” (Robin, 2011, p. 48).13 Si su meta es la meta del pueblo, y la violencia la forma de alcanzarla, los autoritarios no tendrán ningún reparo en ejercerla. Ahora bien, ellos necesitan la validación del grupo al que deben salvar. Para eso operan bajo esa heurística de la que hemos hablado, y que es bastante efectiva en las masas: por un lado, la apelación a los dualismos, y por otro, una intensidad y radicalidad en las acciones y en los discursos.

El radicalismo es una actitud difundida en los medios para tener lo que frecuentemente se llama “el mundo justo entre nosotros”. Por ejemplo, Ronald Reagan, siguiendo a Thomas Paine, señaló: “está en nuestro poder comenzar de nuevo el mundo” (Robin, 2011, p. 51). Lo que viene como tarea principal para tener ese mundo renovado es la aventura radical de alcanzarlo por cualquier medio. “Nuestro futuro, como nuestro pasado, será lo que hagamos de él” (Robin, 2011, p. 54). El discurso radical viene acompañado del ímpetu que denota la voluntad de hacer lo que sea necesario para alcanzar el poder sobre otros. Lo que convierte a los autoritarios en radicales es su resolución irreflexiva: su obstinación por volver a tener lo que, según ellos, han perdido, o lo que les corresponde. De ahí que digamos que son conservadores, porque hay una especie de derecho natural a obtener el poder.

Irónicamente, “activistas” también es un buen nombre para los autoritarios. Ellos son activistas con una tremenda obstinación. “El gran poder logra lo sublime cuando es, entre otras cosas, oscuro y misterioso, y cuando es extremo. En todas las cosas, [...] lo sublime aborrece la mediocridad” (Robin, 2011, p. 49.) 14 El radicalismo traduce así actitudes inmoderadas. Los autoritarios se convierten en personas intransigentes cuando actúan en nombre de esta idea: “si estamos más que preparados para cualquier aventura y complacidos con empresas de cualquier tipo, es porque queremos hacer realidad nuestros sueños de volver a estar en nuestro perdido mundo”.

Referencias

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1Aquí es relevante hacer una distinción: por una parte, lo femenino y lo masculino son entendidos como caracteres y formas de configurar la realidad y lo político, y, por otra, hombre y mujer son términos relativos al género. Lo autoritario sería más cercano a lo masculino, si lo masculino es lo ególatra, lo jerárquico, lo que privilegia al líder sobre la masa. Ahora bien, esto masculino puede estar encarnado en una mujer autoritaria que, con eso, se aleja de la ética del cuidado, de la empatía, de la comunalidad; es decir, de rasgos asociados al ethos femenino.

2“How good, how moral are you, compared to other people? As I mentioned in chapter 1, if you are an average human being, you will think you are a better than average human being. Almost everybody thinks she’s more moral than most. But high RWAs typically think they are way, way better. They are the Holy Ones. They are the Chosen. They are the Righteous. They somehow got a three-for-one special on selfrighteousness. And the self-righteousness appears to release authoritarian aggression more than anything else” (Altemeyer, 2006, p. 57).

3Por esta razón no abordamos la problemática del autoritarismo desde textos clásicos como el de Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo (2006).

4“Another fundamental characteristic was extreme insistence on what is now termed male chauvinism and the tendency to exaggerate the masculine principle in almost every aspect of activity. All political forces in the era of fascism were overwhelmingly led by and made up of men, and those that paid lip service to women’s equality in fact seem to have had little interest in it. Only fascists, however, made a perpetual fetish of the virility of their movement and its program and style, stemming no doubt from the fascist militarization of politics and need for constant struggle” (Payne, 2003, p. 13).

5“George Norlin, president of the University of Colorado, wrote that fascism ‘has is good points—its virtues. It seeks to wipe out individual and factional strife and merge all classes in the solidarity of the nation. It is, in the Aristotelian phrase, vicious only in its excesses […]. The Germans have revolted against the excesses of individualism and so have we.’ Norlin hoped that America would continue to evolve toward a ‘golden mean’ between fascist nationalism and ‘ragged’ individualism. William Welk, an SSRC-funded economist at the University of St. Thomas, wrote that ‘the social and economic experiment attempted in Italy presents certain interesting parallels to that now being tried in the United States under aegis of the NRA. Cooperation through authority appears to be the formula common to both programs’”.

6Por ejemplo, el discurso de Bush, justo después de la tragedia del 11 de septiembre, hace una clara distinción entre el amigo y enemigo: la oposición del enemigo justifica el posterior ataque a Irak. El amigo es el aliado, el que ayuda en la catástrofe; el enemigo, el que ataca deliberadamente. Es interesante que el amigo se une a enfrentar al enemigo, o, en sus palabras, “para ganar la Guerra contra el terrorismo”, y a las palabras de indignación y enaltecimiento personal les sigue la amenaza de guerra: “Este es un día en el que los estadounidenses de todos los confines se unen en la búsqueda de la Justicia y la Paz. Estados Unidos ya se ha enfrentado a enemigos antes y lo haremos nuevamente ahora” (“Bush califica los ataques”, 2001).

7Aunque Schmitt insiste en que la dualidad amigo-enemigo no puede ser vista como una metáfora (2009, p. 56), consideramos que el sentido existencial al que remiten tales conceptos es semejante al sentido del padre en política, de acuerdo con Lakoff. Es decir, el político no es como un padre, y no simboliza la figura paterna, sino que se vivencia como tal. Tal experiencia paternal, incluida dentro del marco conceptual de la familia y asociada a un conjunto de emociones autoritarias, de un lado, y sumisas, del otro, afecta las relaciones sociales y las decisiones políticas que toman los diferentes actores.

8Perpectivas tan disímiles sobre la historia del fascismo en autores como Parsons (1942), Payne (2003) y Canetti (2002) encuentran algunas convergencias con lo que hemos señalado aquí. A pesar las diferencias, sugerimos que las perspectivas comparativas entre la historia del fascismo y la psicología política de los autoritario tienden a ser útiles en la medida en que podemos subrayar patrones análogos en las personalidades, actitudes, creencias y comportamientos de los líderes radicales. A la vez, esto sugiere que el autoritarismo, como categoría, se enmarca dentro de una más general: el fundamentalismo. Con esto sugerimos la necesidad de indagar por la psicología del fundamentalismo como forma de sometimiento ideológico.

9“From its very beginning, the Third Reich had set itself the ambitious task of ‘re-educating’ the German People for a new society based upon what it saw as a ‘revolutionary’ value system. The NSDAP had always rejected the kind of liberal democracy that had evolved in most western European countries by the beginning of the twentieth century. They fervently believed that the only salvation from the ‘degeneracy’ of the Weimar Republic was the Völkischer Staat which would come about in Germany through a National Socialist type revolution. Coupled with this rejection of democracy which had failed Germany was a growing belief that strong leadership was needed to transcend class and sectional interest and provide a new star”.

10“Griffin reminds us that all ideology contains basic contradictions and nonrational or irrational elements, usually tending toward utopias that cannot ever be realized in practice. Fascist ideology was more eclectic and nonrational than some others, but these qualities did not prevent its birth and limited development” (Payne, 2003, p. 8).

11 Skarlatos (2018) filma su experiencia con miembros de la llamada Highwaymen’s Army en Hungría: en la grabación se escucha a un personaje diciendo: “me gusta ser un miembro de la Highwaymen’s Army porque ello implica unidad [togetherness]”.

12“The world has changed since the first international human rights organizations developed as we know them today: most armed conflicts no longer occur between the armies of two nation-states; instead, they involve one or more non- state actors. Thus, human rights violations are mostly committed by non-state actors. Among these non-state actors are political movements, ranging from very conservative to extreme right, that are aiming at political power but working under the cover of religion. They are known as ‘Fundamentalist’ movements” (Lucas, 2006, p. 14).

13“The decree of violent death […] is written on the very frontiers of life. The problem with the defender of the old regime […] is that he does not know this truth or, if he does, he lacks the will to do anything about it”.

14“Great power achieves sublimity when it is, among other things, obscure and mysterious, and when it is extreme. In all things, […] the sublime abhors mediocrity”.

Recibido: 17 de Junio de 2019; Aprobado: 01 de Noviembre de 2019; Publicado: 23 de Junio de 2021

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