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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.61 México jul./dic. 2021  Epub 28-Feb-2022

https://doi.org/10.21555/top.v0i61.1181 

Artículos

Antes del aura: el fundamento de la pintura según Walter Benjamin

Before Aura: The Foundation of Painting According to Walter Benjamin

José María de Luelmo Jareño1 
http://orcid.org/0000-0002-4803-7326

1Universitat Politècnica de València España jolueja@pin.upv.es


Resumen

Aunque en su obra tardía Walter Benjamin parece emplear la pintura de manera accesoria -ya como contrafigura aurática, ya como víctima propiciatoria de la imagen técnica-, las alusiones al medio que pautan su trayectoria evidencian la importancia que posee en el conjunto de su reflexión estética e incluso en la configuración de su teoría del lenguaje. De especial relevancia para fijar la cuestión es el ensayo inédito de juventud “Sobre la pintura, o: el signo y la mancha”, donde se establecen los rasgos generales de su idea de la pintura, pero también otros escritos del mismo periodo que, aun abordando tangencialmente la materia, la modelan en mayor o menor grado y determinan su alcance general.

Palabras clave: Walter Benjamin; pintura; lenguaje; imagen; aura

Abstract

While in his late works Walter Benjamin seems to employ painting in an accessory way -either as an auratic counterfigure, or as a propitiatory victim of the technical image-, the allusions to the medium that guide his trajectory show its importance in the whole of his aesthetic reflection and even in the development of his theory of language. Especially relevant to understanding the general features of his idea of painting is the unpublished youth essay “On Painting, or Sign and Mark”, as well as other writings of the same period that, although address the matter tangentially, shape it to a greater or lesser degree and determine its general scope.

Keywords: Walter Benjamin; painting; language; image; aura

Introducción

Que Walter Benjamin sea conocido por muchos a causa de su temperamento melancólico, o, más bien, del trágico final que ese talante acabó propiciando,

1 no debiera distraernos del valor de una obra que se abre paso entre un amplio abanico de motivos mediante una tan insólita como fértil emulsión de materialismo, idealismo, fenomenología y mesianismo. Hombre de letras para Arendt, filósofo para Scholem o Adorno, historiador de la cultura según Mosès o Bensaïd, “su reflexión constituye un todo en el cual arte, historia, cultura, política, literatura y teología son inseparables”, en palabras de Michael Löwy (2002, p. 12).

Fruto característico de esa combinación temática y epistémica es la conocida noción de aura, concepto oscuro en su raíz y destellante en su cometido cuya inserción en el marco de la Modernidad permite al autor figurar cómo la experiencia estética se habría visto trastocada por la tecnología al punto de afectar no sólo a la vivencia de la obra de arte, sino también a su condición misma. Si bien es cierto que la incesante literatura sobre el aura demuestra que el concepto se halla todavía abierto a discusión, no es propósito del artículo centrarse específicamente en lo aurático sino en uno de sus agentes causales, en ese modelo de pintura que Benjamin arma y pone en juego dialéctico frente a la moderna tecnología de registro visual, acogiéndose a la hipótesis de que ese análisis cualitativo podría arrojar una luz lateral sobre la cuestión y sobre ciertas contradicciones aparentes que la sobrevuelan.

No es la menor de ellas que el recurso epistémico de someter a fricción los modos receptivos de arte convencional e imagen técnica -“irrepetibilidad y duración” en un caso, “fugacidad y repetibilidad” en el otro (Benjamin, 2008, p. 57)- se pague al precio de un énfasis en la “función ritual” de la pintura (2008, p. 17) de difícil encaje con la radical secularidad del arte moderno tan caro al autor, pero, aun siendo cierto que esa gestión de lo pictórico puede alentar el desconcierto, también lo es que entrega a cambio una compleja y fascinante interpretación de la pintura como lenguaje -nada afín a la perspectiva semiótica, por lo demás- cuya mecánica interna y cuyo potencial operativo apenas si han sido hasta ahora tomados en cuenta.2 Tratando de paliar en lo posible esta carencia, las páginas que siguen se proponen analizar la génesis, el nudo de relaciones y la idiosincrasia de la visión de Benjamin de la pintura y establecer con ello, cuando menos, sus claves fundamentales. A tal fin, se desgranan en primera instancia ciertos escritos de referencia y se cotejan con otros más o menos afines y con extractos de su correspondencia personal, para pasar después a pulsar la incidencia de lo pictórico en el marco general de su actividad intelectual -especialmente en su característico pensamiento visual- y efectuar, en último término, un balance que permita ponderar la aportación benjaminiana en relación con otras de su entorno intelectual.

1. Por qué la pintura

En un momento como el actual, donde impera una comunicación interpersonal ligera y urgente, no puede dejar de sorprender el grado de compromiso con el que Benjamin mantenía viva la llama de la amistad y la valiosa muestra que de ello ofrece su nutrida correspondencia. De hecho, que el autor abandonase pronto la escritura diarística parece obedecer a la incorporación al terreno teórico y literario de sus propias experiencias, pero también a la utilización del género epistolar como plataforma de reflexión compartida, algo especialmente notorio en las cartas cruzadas con Gershom Scholem, en las que discusiones de toda índole desbordan la mera formalidad y acaban revirtiendo, en mayor o menor medida, en el quehacer ensayístico de cada cual. Justamente es el caso de la querella en torno a la pintura que se abre con la misiva remitida por Scholem a finales de septiembre de 1917, una carta hoy desaparecida pero cuyo contenido podemos conjeturar a partir de la respuesta de Benjamin del 22 de octubre siguiente.3 De forma característica en él, Benjamin se toma tan en serio el envío como para emprender la escritura de un ensayo “titulado Sobre la pintura, que debería considerarse una respuesta a su carta” (Benjamin, 1978, p. 154), y cuya copia adjunta a su amigo aun cuando, le previene, “no es en realidad un ensayo sino un primer borrador” (p. 154). La tentativa, que aunque no pasara de ese estadio preliminar se conserva en el archivo personal de Scholem bajo el título de “Sobre la pintura, o: el signo y la mancha” (Über die Malerei oder Zeichen und Mal),4 habría sido en realidad fruto de una concurrencia de pensamientos previos e inducidos, pues, según reconoce Benjamin, después de que tiempo antes “hubiera reflexionado sobre la naturaleza del dibujo y llegase a redactar algunas frases […] su carta, junto con esas consideraciones anteriores, ha dado lugar a estas frases como resultado de mi reflexión” (1978, p. 154). Esta intención entre especulativa y crítica del ensayo queda clara a la luz de la correspondencia que en esas fechas mantiene con un tercero, el compositor Ernst Schoen, a quien participa que:

[…] contra el desagradable fenómeno de que hoy los intentos inadecuados de comprensión teórica de la pintura moderna hayan degenerado enseguida en teorías de contraste y progreso en relación con el gran arte anterior, [he procurado] dar antes que nada una indicación de la base conceptualmente válida en general para lo que entendemos por pintura. Para ello he dejado de lado la reflexión sobre la pintura moderna aunque originalmente este razonamiento había sido provocado por una incorrecta absolutización de la misma (Benjamin, 1978, p. 173).

En el caso que nos ocupa, esa “incorrecta absolutización” habría venido de la mano de una lectura demasiado simplista del fenómeno cubista por parte de Scholem, al parecer. Justo cuando otro par de intelectuales (también alemanes, judíos y amigos de juventud) se encuentra ya debatiendo sobre la dimensión heurística del movimiento -“esto que llamamos Cubismo conduce mucho más allá de la pintura [y] sólo será duradero si se crean sus equivalentes psíquicos”, le hace ver el crítico e historiador Carl Einstein al marchante de arte Daniel- Henry Kahnweiler (Einstein, 1993, p. 139) -, el anclaje de Scholem en un mero contraste entre modelos pasados y presentes habría llevado a Benjamin a reprocharle, “de forma abiertamente polémica, que aun sin intentar una clasificación independiente del Cubismo considero que su caracterización de él es equivocada” (Benjamin, 1978, p. 155). De guiarnos por la contrargumentación de Benjamin, para su amigo de juventud esa corriente artística no sólo pondría en entredicho sino que desmantelaría de facto el modelo tradicional de representación, y lo haría además sirviéndose de procedimientos intensivos de deformación y decoloración, es decir, de una concienzuda acción de desgaste de dos de sus elementos constitutivos, forma y color. Profano en lo tocante a la estética -sólo al hilo de su relación con Benjamin había comenzado a interesarse por la materia, según reconocía-, Scholem habría llevado a cabo un cierto análisis forense de los restos originados por la actividad de los pintores cubistas, de esas formas y colores privados de una supuesta calidad original o normativa, y habría llegado a la conclusión de que el cubismo culminaría su vocación iconoclasta al apartarse de la pintura como tal para situarse en un ámbito característico del dibujo. A la vista de esta interpretación, y persuadido de que “el problema del Cubismo reside en la posibilidad de una pintura no necesariamente descolorida (farblosen) sino radicalmente acromática (unfarbigen) en la que la estructura lineal domine el cuadro sin que el Cubismo deje de ser pintura y se convierta en dibujo” (Benjamin, 1978, p. 155), Benjamin resuelve que ha de “contradecir su tricotomía de la pintura en descolorido (lineal), coloreado y sintético” (p. 155) y proponer a cambio, con mayor rigor y amplitud de miras que su compañero, que “el problema de la pintura desemboque en el gran campo del lenguaje” (p. 155).

El lenguaje, en efecto, aparecería como un sustrato óptimo “sobre el cual podría en principio levantarse toda diferencia” (Benjamin, 1978, p. 154) y establecerse una caracterización de la pintura que evitase lugares comunes y falsas dicotomías. Una hipótesis plausible, en principio, si no fuese porque la idea de “lenguaje” que maneja el pensador alemán nada tiene de convencional y anticipa por tanto una propuesta que tampoco lo será. No cabe esperar que alguien persuadido de que el lenguaje “no es un sistema convencional de signos” (Benjamin, 2007c, p. 215) emplace la pintura dentro de una estructura empírica a la manera de Peirce, Goodman o Eco, o que formule algo similar al orden primordial de la pintura fraguado por Paul Klee en sus clases de la Bauhaus mediante una articulación de elementos (punto, línea y plano) y medios (trazo, claroscuro y color)5 que, siquiera de lejos, semeja una versión regulada de la tricotomía de Scholem. Lejos de todo ello, cuando Benjamin se propone contrarrestar la “incorrecta absolutización” de la pintura sirviéndose del lenguaje, lo último que pretende es codificarla o hacer de ella un sistema, de ahí que despliegue dos operaciones paralingüísticas que rehúyen limpiamente ese tratamiento: relacionarla de forma orgánica con otros morfemas visuales y perfilarla por puro contraste con ellos, de un lado, y sustanciar la función catalizadora del nombrar la pintura, del otro. Cabe analizar a continuación ambos procedimientos tomando en cuenta la peculiaridad del estilo filosófico fuertemente elíptico y -nada más adecuado al caso- marcadamente visual del autor, pero también la del marco operativo que Benjamin se ha procurado en ese momento de su trayectoria, puesto que los condiciona y los atraviesa por completo.

2. Sobre el lenguaje

Es conocida la costumbre de Benjamin de emplear materiales propios, desde frases a páginas enteras, en escritos de lo más diverso, como si su querencia por el uso de citas encontrase en sí mismo la mejor fuente de abastecimiento. El aparente pragmatismo de ese hábito cede pronto ante la evidencia del carácter fluido de una actividad intelectual que no entiende de diques internos, que se interpela a sí misma y se autoensaya continuamente, como bien demuestra el vínculo que mantiene “Sobre la pintura” con un texto un poco anterior -noviembre de 1916- sin cuyo concurso difícilmente podría entenderse y sin el cual, a buen seguro, ni siquiera hubiera existido. También inédito y compitiendo con él en oblicuidad, “Sobre el lenguaje en cuanto tal y sobre el lenguaje del hombre” emerge aquí y allá en “Sobre la pintura” y de hecho bien podría considerarse su prólogo si atendemos a lo anunciado en uno de sus párrafos finales, donde resuelve que “para conocer las formas artísticas hay que intentar entenderlas en tanto que lenguajes y así buscar la conexión que tienen con las lenguas naturales” (Benjamin, 2007b, pp. 160-161). A la vista de esta relación vinculante, superior, tratar de establecer qué entiende Benjamin por lenguas naturales se convierte en clave de acceso a su idea de la pintura y ello sólo puede cumplirse analizando, siquiera brevemente, ese antecedente inmediato.

Sin duda “Sobre el lenguaje” ha de parecerle un texto extraño a quien quiera ver en Benjamin a un pensador netamente materialista, porque no encontrará indicio alguno. Enlazando la visión kantiana de la filosofía como teoría del conocimiento con la inclinación espiritual del autor - más por el contacto con ciertos movimientos juveniles que por herencia familiar-, el ensayo se inscribe en la larga tradición surgida a mediados del siglo XVIII al amparo de la Ilustración y templada a capricho por el Romanticismo alemán, esa que en su inicio explora los orígenes del lenguaje desde una perspectiva racional -Condillac con su Essai sur l’origine des connaissances humaines, Rousseau en Essai sur les origines del langues- y deriva después hacia la añoranza melancólica de cierta lengua matriz -Baader, Hamann, Molitor, Herder- que en tiempos habría mantenido cohesionada la Einheit (Unidad), la integridad plena de lo dado y lo supuesto. Al esoterismo de esta idea añadirá Benjamin una buena dosis del tono ambiental del momento -un tono que tan pronto conduce al círculo de Stefan George como a la antroposofía de Rudolf Steiner-, armando con todo ello una teoría del lenguaje que lo define a las primeras de cambio como “el principio dirigido a la comunicación de contenidos espirituales” (Benjamin, 2007b, p. 144) y que considera dichos contenidos como aquello que es expresado “en el lenguaje, no mediante el lenguaje” (p. 146), precisión esta que será de enorme valor a la hora de ponderar el potencial específico de la pintura.

De entrada es bien significativo que, justo en ese 1917 en el que se publica de manera póstuma un texto que transformará de arriba abajo la lingüística moderna, el Curso de lingüística general de Saussure -y, dicho sea de paso, justo cuando Europa entera se halla inmersa en un salvaje estruendo que a la postre la hará enmudecer-, Benjamin se haga fuerte en su introspección, rehúse cualquier tesis científica sobre el fundamento del lenguaje6 y fije su atención en aquella de raíz semítica que sitúa el origen del mundo en el carácter fundador de la palabra divina y la mejor fuente documental en el Antiguo Testamento. “El ritmo de acuerdo con el cual tiene lugar la creación de la naturaleza (según Génesis I) es el siguiente: Que exista…; Él hizo (creó); Él llamó” (Benjamin, 2007b, p. 152), de suerte que las cosas deberían su existencia al simple hecho de que “Dios las ha llamado mediante la palabra creadora por sus nombres propios” (p. 160). ¿Qué sucederá con todo ese legado marcado a fuego por la palabra tan pronto como el Hombre desoiga el mandato divino, decida actuar por su cuenta, y sucumba al deseo? Conocemos bien la secuencia, siquiera sea por herencia cultural: ira divina, escisión, abandono, extrañamiento. Desdeñado por el Creador, forzado a un destierro perpetuo, el Hombre no sólo perderá la gracia del lenguaje con el que fue creado sino la capacidad de hablar de tú a tú con la naturaleza en esa lengua ontogenética compartida, abriéndose al cabo una fatídica cesura entre ambos. Como consecuencia añadida, en tanto él se verá en la necesidad de urdir códigos que le permitan restañar, mal que bien, su circunstancia existencial -“el pecado original es en efecto el nacimiento de la palabra humana” (Benjamin, 2007b, p. 157)-, ese mundo otro se mantendrá fiel al Creador -“natura est deus in rebus”, dirá Giordano Bruno (1989, p. 257) - y sumido a oídos del ser humano en un enigmático silencio. “La naturaleza en su conjunto se encuentra atravesada por un lenguaje mudo y carente de nombres, por el mismo residuo de la palabra creadora” (Benjamin, 2007b, p. 161),7 y quizá no haga falta añadir que esa codificación prelapsaria vendría a ser justamente aquello que Benjamin denominase de forma genérica lengua natural: un inmenso entramado de improntas, trazas y signaturas que atestiguan la intentio divina y encierran la clave de la forma y el sentido de aquello sobre lo cual se manifiestan. En estas circunstancias, subraya Michael Jennings, “es únicamente como traductor del lenguaje mudo de la naturaleza que el hombre mantiene su relación con lo absoluto” (1987, p. 97), y a esa penosa misión fiará en gran medida no sólo su actividad, sino la razón misma de estar en el mundo.

3. Del signo a la mancha

Tras incidir brevemente en “Sobre el lenguaje” quizá estemos en disposición de entender cuál puede ser aquella “base conceptualmente válida en general para lo que entendemos por pintura” de la que Benjamin hablaba a Schoen, ese sustrato lingüístico que no guardaría relación con ciencia alguna sino con la pregnancia de un mundo trascendido en su mera materialidad. De hecho, la afinidad de “Sobre la pintura” con esta idea se aprecia ya en el guion genérico del ensayo, siquiera sea por la mera utilización aquí y allá del adjetivo absoluto:

  • A. El signo (das Zeichen).

  • a. La línea geométrica (die Linie der Geometrie).

  • b. La línea de los signos de escritura (die Linie des Schriftzeichens).

  • c. La línea gráfica (die graphische Linie).

  • d. El signo absoluto (das absolute Zeichen).

  • B. La mancha (das Mal).

  • a. La mancha absoluta (das absolute Mal).

  • b. La pintura (die Malerei).

  • c. La mancha en el espacio (das Mal im Raum).

Conviene indicar que ni el texto se abre con justificación o prólogo de ningún tipo ni los distintos apartados y subapartados se desarrollan por igual, si es que acaban siéndolo. De hecho, tras comenzar afirmando que “la esfera del signo abarca diversos campos que se caracterizan por el significado cambiante que la línea tiene en ellos”, y tras detallar que “esos significados son: la línea de la geometría, la línea de los signos de escritura, la línea gráfica y la línea del signo absoluto”, Benjamin se apresta a aclarar que “en este contexto no se toman en consideración” los dos primeros (2009b, p. 212). Aunque puede parecer mal comienzo para armar un buen argumento, todo lleva a pensar que esa decisión operativa vendría motivada por tres razones de peso, al menos: por el propio carácter de un texto que -recordemos- se define como “borrador”, porque Benjamin descarta teorizar aquí sobre una práctica tan próxima a él como la caligrafía8 o sobre una tan ajena como el trazado geométrico, y, por encima de todo, porque lo que quiera que sea la pintura sólo podrá dilucidarse tras un cerrado ejercicio dialéctico con la llamada mancha absoluta y, antes de llegar ahí y con análogo procedimiento, lo propio de la línea gráfica sólo podrá perfilarse por afinidad y contraste con el denominado signo absoluto, una doble maniobra epistémica en la cual línea geométrica y línea de escritura no cumplirían papel alguno, al parecer.

En el primero de esos juegos dialécticos, el que involucra a la línea gráfica (die graphische Linie) y el signo absoluto (das absolute Zeichen), aquella aparece como la variante quirográfica e intencional de lo que en la segunda es espontaneidad aparente; de ahí que el dibujo constituya su mejor ejemplo. En realidad, más que por el ostensible carácter manual, la línea gráfica se caracterizaría por el hecho de mantener un fuerte compromiso con el espacio que le da soporte, pues:

A la línea gráfica le es asignada su base. La línea gráfica señaliza y determina la superficie en la medida en que la incorpora como su base. A la inversa, la línea del dibujo sólo puede existir sobre esa base, de modo que un dibujo que cubriera por completo su base dejaría de ser un dibujo (Benjamin, 2009b, p. 212).

Aunque línea y base se condicionen mutuamente, es primordial que no lleguen a trabarse y confundirse porque su relación se sostiene en una tensa diferencia, en “un contraste que posee un significado no solo visual sino metafísico” (Benjamin, 2009b, p. 212). Y así como nunca debiera obliterar e invisibilizar la superficie sobre la que se asienta, “el dibujo puro no alterará la función de donación de sentido de su fondo ‘dejándolo en blanco’” (p. 212), es decir, desestimando su potencialidad, su ser para el dibujo. Benjamin se ve en la necesidad de aclarar que “la identidad del fondo de un dibujo es completamente diferente de la identidad correspondiente a la superficie blanca de papel sobre la cual se encuentra” (p. 212), y deja caer el supuesto de que, “en ciertas circunstancias, representar las nubes y el cielo en un dibujo podría ser peligroso” (p. 212)9 al promover una confusión entre lo fáctico y lo representado y desmantelar esa tensión cualitativa en la que el dibujo funda su existencia.

También el signo absoluto es resultado de una acción, pero con un grado de sofisticación considerablemente menor: lo que en el dibujo es articulación e incluso cálculo estético se reduce aquí a un estadio deíctico, rudo, casi primordial. El signo absoluto tiene más de marcaje que de libre expresión, de inscripción violenta que de concierto con una superficie, y si para Benjamin se hace acreedor de “la esencia mitológica del signo” (2009b, p. 212) no es porque en él vibre la acción del Creador como una impronta vital sino por hacerlo en su forma negativa, esto es, como oscura contraforma y fatídico designio. Que el eco mítico presenta aquí un cariz muy distinto al del enérgico hágase fundacional lo evidencian los casos traídos a colación, como el estigma de Caín, huella visible de una justicia divina que años más tarde motivará uno de sus ensayos más celebrados, “Hacia la crítica de la violencia”,10 o como aquella marca que según el Antiguo Testamento trazaran los israelíes a la puerta de sus hogares para protegerse del ángel de la muerte durante la décima plaga en Egipto. Poco podía imaginar Benjamin al recurrir a ese ejemplo que un día llegase a ver una marca análoga, pero inscrita esta vez por el propio Malach ha-mavis del nazismo, para señalar inequívocamente las viviendas judías -la suya en Berlín primero, la de París después- y condenar a sus moradores, demostrándose una vez más que el signo absoluto “tiene un significado sobre todo de carácter espacial y personal” (Benjamin, 2009b, p. 213) pero también que puede llegar a superar en inhumanidad a sus formas bíblicas.

Inhumana es por cierto la primera variante de mancha, la mancha absoluta (das absolute Mal), aunque no por alguna suerte de crueldad originaria sino en virtud de su supuesta acausalidad. “El signo está estampado, mientras que la mancha sobresale” (Benjamin, 2009b, p. 213), y si, según se afirma, “esta contraposición entre signo y mancha es de orden metafísico” (p. 213), es justamente porque esta última adviene y se da a ver sin una asistencia manifiesta. Sine manu facta o aquiropoética -es la construcción griega la que aún hoy designa a los signos de su especie-, “la mancha sobresale” porque un impulso interno y no un gesto prescriptor la hizo emerger ahí donde comparece. No quiere esto decir que responda a una apofantiasis, a una presentación de sí misma y por sí misma, ni mucho menos, porque, como todo morfema visual, “la esfera de la mancha es la esfera de un medio” (p. 213) y se ofrece siempre en función de algo que ha delegado en ella. De hecho, cuando Benjamin califica la mancha absoluta como “la esencia mítica de la mancha” (p. 213) lo hace amparándose en el cometido vicario que comparte con el signo, pero también en la calidad propia de aquello que la secunda in absentia. Así, siguiendo con esa lectura semiótica de las Escrituras, se descubriría en la mancha absoluta “un signo monitorio de la existencia de la culpa” (p. 213) que se haría evidente en ejemplos como el episodio del festín de Baltasar (Daniel 5: 25-28) o la superstición en torno a la lepra, pero también asomaría en ella un síntoma de valor contrario, la inocencia, agente causal de las heridas de Cristo o, más bien, y aunque Benjamin no llegue a precisarlo, de los estigmas aflorados mágicamente en los cuerpos de sus seguidores más conspicuos como indicativos de su ejemplar inocencia, vale decir, de su santidad.

Dejando a un lado la casuística semítica y abriendo el espectro a la vida corriente, se da la circunstancia de que culpa e inocencia vendrían a compartir un mismo indicio, un tipo de mancha absoluta que “tiene un significado que es disolvente de la personalidad en ciertos elementos primitivos y sale conmovedoramente a la luz por medio del rubor” (Benjamin, 2009b, p. 214), evidenciando con ello que, “mientras el signo absoluto no aparece en lo vivo solamente, sino que también se encuentra impreso en los árboles y los edificios, la mancha aparece sobre todo en lo vivo” (p. 213), y en esa gran superficie palpitante que es la piel, concretamente.11 Queda por ver ahora cómo se comporta esa segunda variante de mancha llamada pintura al asentarse en la superficie que la acoge y cómo alcanza a dialogar con ella, pues en ese toma y daca parecen radicar su idiosincrasia y su potencial específico.

4. Latencia y emergencia de la pintura

Que ese factor resulta determinante para Benjamin se evidencia desde el arranque mismo de la sección final de “Sobre la pintura”, donde no es sin embargo en la calidad de la superficie -lienzo, pared, papel o cualquiera otra- donde se fija la clave distintiva de la pintura, sino en la relación específica que mantiene con ella. Si, como vimos, al vínculo entre el dibujo y la base donde se asienta le era concedido un valor metafísico por mor de una estrecha interdependencia, en el caso de la pintura la autonomía de la base se ve abolida por la mancha tan pronto como ambas se encuentran. En una formulación tajante y sagaz, Benjamin sentencia que “un cuadro no tiene fondo” (2009b, p. 214), y no lo tiene por el simple hecho de que “un color nunca se encuentra sobre otro; si acaso, aparece en el medio del mismo” (p. 214), es decir, porque en pintura no existe una jerarquía como tal y todo se ofrece a la mirada como mancha aunque se trate de un soporte en crudo o de una imprimación a la espera de ser pintada. De hecho, prosigue, “en ciertos cuadros no sería posible distinguir si un color está detrás o está delante” (p. 214), y poco importa analizar el fenómeno a la luz del procedimiento técnico de secuenciar las fases del trabajo pictórico mediante la superposición de capas de materia -de la más tenue a la más densa- y niveles de elaboración -de lo general a lo particular-, porque es esa apariencia óptica de yuxtaposición de manchas, y no la ontogénesis del producto visual, como en casos anteriores, lo que aquí interesa a Benjamin. Y si le interesa ese conglomerado visual donde nada prevalece sobre nada es por estar en deuda con aquella capacidad autoconfiguradora de la mancha absoluta, pero también, o ante todo, porque en esa aparente homogeneidad encuentra un garante del carácter distintivo de la pintura frente a la tensión superficial y el artificio propios del dibujo, al extremo de poder afirmarse que “el medio correspondiente a la pintura es descrito en tanto que la mancha en sentido estricto […] al no tener fondo ni línea de dibujo” (Benjamin, 2009b, p. 214). Más aún:

La recíproca limitación de las superficies de color (la composición) en un cuadro de Rafael no reposa en la línea de dibujo. Este error se debe en parte al uso estético de aquel hecho puramente técnico de que, antes de pintar, un pintor, normalmente, compone su cuadro mediante un dibujo (Benjamin, 2009b, p. 214).

Se diría que Benjamin aprovecha la ocasión para zanjar a su manera una vieja controversia, aquella que en el siglo XVI existiera entre las escuelas veneciana y florentina a cuenta de sus inclinaciones por colore y disegno, respectivamente, al dejar entrever que los frutos de esta última -las obras de Rafael, pero también las de Miguel Ángel o Bronzino- no estarían sostenidos en la configuración y articulación de formas cerradas, como afirmase Vasari, sino en la de aquellas manchas que las traen a presencia, es decir, en el mismo factor que para Ludovico Dolce caracterizaría de suyo a la primera -la de un Tiziano o un Tintoretto, quienes, muy a menudo, ni abocetaban siquiera-. Más allá del velado intento de refutación, el ejemplo sirve a Benjamin para subrayar cómo en el ámbito de la pintura el dibujo posee una función orientativa que se disipa tan pronto como el color va eclipsándolo y dejándolo físicamente atrás, hecho insoslayable, según él, salvo en alguna técnica concreta:

El único caso en el que la línea y el color se reúnen es la pintura a la aguada, en la que los contornos del lápiz son visibles y el color a su vez es transparente. El fondo, aunque coloreado, se conserva (Benjamin, 2009b, p. 214).

Acaso pueda ser aplicable esta observación a la práctica occidental de la acuarela, con su habitual uso del color como relleno de un armazón gráfico preexistente -recurso que, a decir de muchos, sería el santo y seña de un arte situado a medio camino entre la pintura y el dibujo, la ilustración-, pero no así a una cultura caracterizada por un tipo de aguada verdaderamente soberana, la oriental, donde las manchas surgen sin compromiso alguno de un fondo indiferenciado y donde, por emplear la expresión de Hélène Cixous, “no se trata de dibujar los contornos, sino lo que escapa al contorno” (Cixous, 2010, p. 35).12 Al ser la mancha todo y serlo en todo momento, casi se diría que el ejecutante se limita a acompañarla, a darle curso; que es “el pincel lo que engendra la forma que está en causa” y “es en su manejo donde se encierra la infinita variedad de los fenómenos” a los que puede dar lugar, según François Jullien (2008, pp. 289-290).13 Y si la concurrencia de mancha y trazo encuentra su mejor evidencia en el uso de un mismo instrumento, aún más importante para esa alternativa a la fórmula chroma kai schema -un patrón que, ya sea por mecánica obediencia, ya por medida transgresión, recorre la historia de la representación occidental- es el hecho de que el color, tal y como lo entendemos comúnmente, cede sus competencias en la cultura oriental a una fructífera grisalla. Precisa Jullien:

En los tratados técnicos se distinguirán desde luego seis “colores” (de la tinta), pero se trata del “negro”, el “blanco”, el“seco”, el“mojado”, el“espeso” yel“fluido” […] estos tres pares forman tres parejas que vuelven a ser opuestos complementarios que se engendran mutuamente y que, por su alternancia entre esos polos, producen ya sea el carácter más condensado, más opaco y más material o, al contrario, algo más decantado, más vaporoso y más animado” (2008, p. 288).

Del mínimo posible logra extraer el artista oriental el máximo potencial, y no ha de sorprender que, a la vista del reducido conjunto de gestos, utensilios y procedimientos en juego, pintura y escritura aparezcan como sutiles variaciones de un mismo aliento14 o desemboquen en modelos combinados como la pictogramática china, donde a menudo el significante es una estilización visual de lo significado y guarda de ese modo una relación analógica con el referente.

Justamente en la acción de nombrar la mancha -aunque pronto se verá de qué diferente manera- reside el rasgo más definitorio de la teoría benjaminiana de la pintura y quizá su mayor peculiaridad. A la vista de lo anterior, las condiciones para que adquiera ese valor están dadas: no existiendo en el marco occidental una relación de contigüidad entre mancha y palabra, y estando como está condicionada por la necesidad de reconocimiento, la mancha deberá concretarse y llegar a ser algo si quiere adquirir entidad significativa, y no ya afianzando u optimizando su forma mediante el gesto y el pincel, sino, antes al contrario, gracias a un nombre que advenga desde fuera para decirla y sacarla de ese anonimato en el que, de suyo, se encuentra. Definida en un fragmento escrito hacia 1920 como “la superficie en la que, desde dentro y desde fuera, algo puede llegar finalmente a manifestación” (Benjamin, 2017, p. 156), la mancha abandona su condición latente tan pronto como el nombre se incorpora a ella y la integra en una gramática visual, en un armazón donde lo hasta entonces insignificante cobra sentido. Dos han de ser las estructuras fundamentales que preparen el camino para esa función nominativa: una tácita, el cuadro, sobre la cual no se detendrá Benjamin pero que convendrá precisar aquí brevemente, y otra sobrevenida, la composición, que poco tendrá que ver con lo que habitualmente se entiende como tal.

5. Creación de lugar, composición de lugar

Hastaquépuntoesaacotacióndelespaciollamada cuadro escondición necesaria para la transfiguración de la mancha puede ilustrarse con una anécdota referida por el propio Scholem. Cuenta en Walter Benjamin. Historia de una amistad que su amigo, aun viviendo en la precariedad que caracterizara sus años de exilio, no pudo sustraerse a su dependencia de las imágenes y “colgó de la pared de su habitación en París una gran réplica de un tatuaje del que se sentía particularmente orgulloso” (Scholem, 1987, pp. 50-51). Desconocemos qué representaba el tatuaje en cuestión y si estaba o no dotado de color, pero poco importa: lo relevante es que ese continuo abierto y dotado de vida se transformara en un trasunto de cuadro y como tal fuera venerado en el hogar-estuche del filósofo alemán.15 Si bien aquí la acción delimitadora parecía desentenderse de la naturaleza del motivo al cosificarlo y domesticarlo a voluntad, en el caso de la mancha el aislamiento dentro de un espacio-formato será providencial porque marcará distancias con el carácter indómito de la mancha absoluta -a la que el tatuaje es ciertamente afín- y la hará integrarse en un aparato visual donde cuajan sus cualidades y se agudiza su instinto relacional.

Quizá jugando con dos de las acepciones de la palabra alemana Mal, “mancha” -de la que ya se habló- y “línea de demarcación”, Benjamin incide en la dependencia entre uno y otro elemento al concluir que “la mancha, en su sentido estricto, solo existe en un cuadro” (2009b, p. 215) y que, en su calidad de superficie manchada, “el cuadro es sin duda, ciertamente, una mancha” (p. 215), o, más explícitamente, un conjunto de ellas que se ofrece a la mirada como unidad gracias a una simultánea acotación. Ahora bien, y esto es de la máxima importancia, “si el cuadro fuera sólo una mancha, sería imposible darle nombre” (Benjamin, 2009b, p. 215). ¿Por qué motivo? Por dos, principalmente: por un lado, porque el cuadro, dentro de su característico movimiento de sístole - limitación física- y diástole -expansión significativa-, despliega una intensa actividad trascendente, y por otro, porque para validar la mancha no basta con circunscribirla, sino que se hace necesario conducirla en alguna dirección, orientarla hacia alguna instancia de sentido, tal y como sucedía en la pintura oriental al momento de acompañarla con el gesto y el pincel en su afán por ser algo. Esa instancia, que bien pudiera corresponderse con aquello que Deleuze denomina diagrama -“el diagrama es la posibilidad del hecho, la posibilidad de hecho” (2007, p. 101) -,16 viene Benjamin a identificarla con la composición, pero no ya en su calidad habitual de estructura de ordenación basada en esquemas, cánones o regulaciones iconográficas del tipo que sean -genéricas, simbólicas, retóricas-, puesto que en su opinión “la esencia de la composición nada tiene que ver con el dibujo” (Benjamin, 2009b, p. 214), sino entendida como:

[…] la entrada de una fuerza superior que se da en el medio de la mancha, una fuerza que ahí, perseverando en lo que es su neutralidad, es decir, no haciendo estallar a la mancha mediante el dibujo, tiene sitio en la mancha sin hacerla estallar precisamente porque, aunque ella sea mucho más elevada que esta mancha, no le viene por ello a ser hostil, sino que se encuentra emparentada con ella (Benjamin, 2009b, p. 215).

Matriz impuesta pero envuelta en un aire salvífico, redentor, la composición se cierne sobre lo indeciso para confirmarlo y conformarlo, para dotarlo de identidad. No viene a adueñarse de un espacio vacío -soporte pictórico, en este caso; página, partitura o escenario en otras artes- en el que todo estuviera por hacerse y ni un solo gesto hubiese dejado su huella: lejos de instaurar ex novo, la composición benjaminiana encuentra, y aquello que encuentra es una terra incognita donde moran formas aún insignificantes a las que viene a asociarse sin violentarlas porque “se encuentra emparentada” con ellas en virtud de una mutua necesidad. Si en la pintura oriental era el devenir procesual lo que hacía derivar la mancha hacia una cierta -o, más bien, siempre incierta- figuración, en la idea que Benjamin tiene de la pintura es la composición la encargada de hacer de ella algo más que una forma ensimismada sin que de ello se siga que deba imponérsele un estatuto figurativo al uso.

No está de más recordar, en este sentido, que poco antes de ese 1917 la denominada “pintura abstracta” ha adquirido carta oficial de naturaleza y que la ruptura del contrato referencial que miles de años atrás se le habría hecho firmar a la pintura constituye uno de sus argumentos operativos, si no el principal. Por Scholem sabemos que Benjamin estaba al corriente de la cuestión, y no precisamente de manera interpuesta -“acudía de buen grado a las exposiciones de pintura, en las que su acusada comprensión del arte se desplegaba mejor que a partir de las reproducciones” (Scholem, 1987, pp. 77-78)-, y por él sabemos también, al habérselo dado personalmente a leer (cfr. Scholem, 1987, p. 76), que Sobre lo espiritual en el arte (1911), el célebre ensayo de Wassily Kandinsky, le habría impactado sobremanera por su diáfano esoterismo pero también por la apertura de la composición pictórica hacia una nueva dimensión que en ella se promueve. “El artista, cuyo objetivo no es la imitación de la naturaleza […] ve con envidia cómo hoy este objetivo se alcanza naturalmente y sin dificultad en la música, el arte más abstracto; es lógico que se vuelva hacia ella e intente encontrar medios expresivos paralelos en su arte” (Kandinsky, 1979, p. 38), se lee en el libro, y, siendo así, Benjamin podía entender perfectamente que la pintura adoptase modalidades compositivas al margen de cualquier imperativo estético,17 que la mancha abandonase su anonimato sin necesidad de ponerse al servicio de una mímesis más o menos convencional, y que fuera posible “encontrar en el cuadro una composición que no puede reducirse a dibujo”, por volver con nuevas palabras a lo dicho con anterioridad (Benjamin, 2009b, p. 214).

6. Nombrar la pintura

Si bien el propio Kandinsky -como tantos pintores- designaba sus cuadros con lacónicos títulos como Composición X, Estudio de color con cuadrados o En blanco, subrayando así tanto la arreferencialidad que los guiaba como lo que ostensiblemente eran, Benjamin concede gran importancia a la cuestión porque “en las obras de los pintores de hoy la palabra indicadora (richtende Wort)18 se inserta en la mancha” (2009b, p. 215) al permitir orientar el cuadro y acerca del cuadro, en tanto “en los cuadros de Rafael prevalece el nombre” (p. 215) porque es el título, en su calidad de agente regulador del tema o de la función, quien antecede a la creación de la obra y ejerce sobre ella un poder absoluto.19 Regresamos a cuenta del título otorgado al cuadro a aquello que resultaba determinante en la articulación de la tesis benjaminiana, el nombre, y es que, tras la acogida de la mancha en el seno del cuadro y su conveniente transfiguración compositiva, un último hálito será necesario para hacerla devenir definitivamente pintura, “y esa fuerza es la palabra lingüística, que se instala en el medio del lenguaje pictórico” (p. 215) y en él establece su residencia. En el caso del arte moderno las implicaciones de esa asociación con la palabra poseen un alcance literalmente extraordinario, pues “el cuadro es relacionado con algo que, sin duda, no es él mismo, es decir, con algo que no es mancha” (p. 215) y consigue con ello dotarse de una dimensión metafísica donde la mera disposición de formas, colores o pinceladas se ve sobrepujada por el nombre que las gobierna.20 Dado que la aplicación de esa fuerza lingüística podría ocasionar un desgarro fatal en el cuadro al hacerle decir lo que es incapaz de decir o lo contrario de lo que parece querer decir, conviene tener en cuenta que “esta determinada relación con aquello de acuerdo con lo cual se le da nombre al cuadro, y que trasciende la mancha, la establece la composición” (p. 215), que es ella la que crea la posibilidad de nombrar y no una instancia sobrevenida -une voix venue d’ailleurs, parafraseando a Blanchot- que le fuera completamente ajena:

Al cuadro se le da nombre, en efecto, de acuerdo con su composición. Con lo dicho se entiende por sí mismo que la mancha y la composición son elementos propios de aquel cuadro que pretenda recibir un nombre. Pues un cuadro que no lo pretendiera dejaría ya de ser un cuadro y entraría en el medio de la mancha (Benjamin, 2009b, p. 215).

O lo que es lo mismo: concierne a todo cuadro aspirar a serlo y acabar siéndolo gracias al nombre que se le otorga en función de aquello que da a ver o aspira a dar a ver. El nombre satisface el derecho a ser más que una mera agregación de manchas y supone de paso una confirmación, un certificado de validez, algo que nos pone sobre la pista de un argumento que Benjamin empleará poco después en su tesis doctoral sobre El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán (de 1918), cuando disponga que es la crítica quien dictamina qué es arte desde el momento en el que fija su atención sobre tal o cual creación humana y le aplica la acción transfiguradora de la palabra. De ahí que el silogismo según el cual “si una obra es criticable, entonces es una obra de arte” (Benjamin, 2006a, p. 79) se erija en divisa de una actividad dotada de una autoridad legitimadora crucial, y de ahí también la potestad gracias a la cual agentes como los citados Carl Einstein -en su calidad de teórico y adalid del cubismo- y Daniel-Henri Kahnweiler -en la de marchante y autor de buena parte de los títulos de las obras de Picasso y Braque-21 decidan no poco sobre el estatuto y el rumbo de la pintura y sobre la reflexión a la pueda dar pie.

Que esa actividad demiúrgica haya llevado a menudo a sacralizar a críticos, galeristas, museólogos y comisarios, o a las instancias que los amparan, no debiera hacernos olvidar que la suya es en el mejor de los casos una actividad delegada y en el peor una usurpación de funciones, y que el agente determinante en todo este mecanismo no es otro que el propio pintor: es él quien siente la necesidad de manchar -no en vano malen significa “pintar”-, él es quien toma la iniciativa de alumbrar formas y hacerlas entrar en relación y quien fragua lo innominado bajo una forma definida, en su doble sentido de concreción y designación, con los escasos recursos que están a su alcance. En el sistema de la pintura no existe otro creador, otro dios, porque eso es exactamente lo que Benjamin descubre en toda esa amalgama de ideas, formas y procedimientos: un taller de mundo, una parábola de la creación, un Génesis urdido por el ser humano.

Volviendo al ensayo en torno al lenguaje hallamos que lo dicho en él a cuenta del potencial configurador del lenguaje divino se hace extensivo sin mayor dificultad a la pintura, porque si “el acto creador comienza de hecho con la omnipotencia creadora del lenguaje”, y si “el lenguaje es creador y consumador, es palabra y nombre” (Benjamin, 2007b, p. 153), entonces la pintura aparece como una derivación suya que arraiga profundamente en el gran campo del lenguaje -recordemos la carta inicial a Scholem- y que, como él, se consagra a una tarea fundacional. La diferencia de la pintura con respecto al Génesis reside en que, así como Dios configuró el mundo mediante la palabra e “hizo las cosas como cognoscibles en sus nombres” (Benjamin, 2007b, p. 153), el pintor moderno no tiene a su alcance la instauración de una realidad física sino acaso la matriz visual de mundos alternativos o sin viso alguno de acomodarse a lo real. “Los cuadros de Kandinsky: coincidencia de conjuro y fenómeno” (Benjamin, 2009a, p. 211), fórmula que cierra el brevísimo texto “Pintura y dibujo” (Zeichen und Malerei, de 1917), expresa de manera concisa esa alquimia de formas y el deslumbramiento de la mirada ante su epifanía; de ahí que, para asegurar la eficacia de esa inmersión receptiva y de esa fascinación, anote el filósofo en el mismo texto que, a diferencia de los dibujos, “un cuadro hay que mantenerlo en vertical al presentárselo al espectador” como si tratase de un “corte longitudinal” operado “en la sustancia del mundo” que actuara “conteniendo las cosas de algún modo” (Benjamin, 2009a, p. 211), es decir, a la manera de una pantalla o de un escenario donde lo extraordinario aconteciese.

7. Experiencia de la pintura

Sabido es que, en manos de la vanguardia histórica, esa dimensión formativa del cuadro lleva a menudo aparejada la creación de motivos a medio camino entre la especulación plástica, la utopía social y la propaganda política, y aunque su deriva materialista y el contacto directo con el contexto soviético bien pudieran haberle aproximado a esa tendencia, lo cierto es que Benjamin se reconocerá en todo momento afín al formalismo espiritual de Kandinsky y al cosmos virginal de Franz Marc, pero de manera especial al universo parainfantil de Paul Klee, un pintor en el que fija su atención aun antes de que la crítica, el mercado o la historiografía lo hagan y de quien seguirá afirmando, a finales de los años treinta, que su “trabajo se presenta en pintura tan esencialmente aislado como el de Kafka en la literatura” (Benjamin, 1978, p. 762). Un trabajo ciertamente concomitante, el de uno y otro, en el que un sinnúmero de elementos entra en relación, adquiere apariencia homogénea y dispensa sentido, circunstancia que ha llevado a caracterizar las creaciones de ambos como parábolas o, más a menudo, como calculadas alegorías.

Eso es justamente lo que hace Scholem a cuenta de una acuarela de Klee, el célebre Angelus Novus que ocupara un lugar privilegiado no sólo dondequiera que Benjamin habitase desde 1921, sino en las llamadas “Tesis de filosofía de la historia”, cuando afirma que tan preciada posesión “representaba algo más que un cuadro para él: era una alegoría en el sentido de la tensión dialéctica que Benjamin había puesto al descubierto en las alegorías barrocas a lo largo de su libro sobre el Trauerspiel” (Scholem, 2003, p. 49). A decir verdad, el comentario de Scholem se compadece mal con la lectura benjaminiana de la alegoría barroca si tomamos en cuenta que, aun existiendo ciertos vínculos entre esta y el arte de vanguardia -así, según Burkhardt Lindner, “la obra como ruina conceptual; la arbitrariedad de la posición de sentido estético; fragmentación, desplazamiento y recomposición a través del montaje; combinaciones emblemáticas de palabra e imagen” (2014, p. 20)-, difícilmente podrá apreciarse algo semejante en Angelus Novus más allá de la inclusión del título al pie.22 Acaso más que una alegoría lo que nos encontremos aquí sea un alegorista encarnado en ese ángel de la Historia deseoso de recomponer el cúmulo de restos dejados a su paso -que es como Benjamin caracteriza la praxis de un dramaturgo barroco al uso-, y aun así sólo si hacemos nuestra la lectura benjaminiana de la escena, porque no hallaremos evidencia alguna de ruinas, tempestades o gestos de desesperación, y más bien se diría que el ángel -o pájaro antropomorfo, en realidad- aletea graciosamente en el aire y compone un gesto sonriente. Resulta evidente que la écfrasis clásica basada en la descripción de lo representado cede aquí su lugar a la proyección de una mirada que quiere ver en la obra algo ostensiblemente omitido en ella y que no vacila al nombrar a discreción tanto lo visible como los contornos de la ausencia. Las conjeturas que trufan el texto -“parece como si estuviera a punto de alejarse de algo que mira atónitamente”, “el ángel de la Historia ha de tener este aspecto” (Benjamin, 1997, p. 54)-23 no pueden ser más elocuentes al respecto y ayudan a situarnos sobre la pista de un recurso característico de la epistemología benjaminiana que a cuenta de la pintura adquiere aquí un cariz marcadamente diferenciado: la llamada imagen de pensamiento (Denkbild).

Correa de transmisión entre la reflexión y la forma escrita, figuración de sentido, la imagen de pensamiento ofrece de un sólo vistazo intelectual lo que de otro modo sería impensable o difícil de precisar. Aunque a su configuración suelan contribuir imágenes mentales -memorísticas, alucinatorias, hipnagógicas, oníricas-, imágenes perceptivas - impresiones de viajes o paseos, por ejemplo- o imágenes literarias -de figuras retóricas a fragmentos y citas-, y como tales pueden aparecer formuladas en sus escritos, también las imágenes externas, esas que en el habla común vienen a representar metonímicamente a toda imagen, pueden servirle como sustrato. “En el caso de la Melancolía de Durero o el Angelus Novus de Paul Klee, esas imágenes llegan a ser en sus manos puntos de partida para la meditación”, anota Sigrid Weigel, de suerte que “se tornan imágenes de pensamiento en un doble sentido: imágenes en las que se desarrolla el pensamiento de Benjamin, es decir, sus reflexiones teóricas, e imágenes cuya representación se traduce en figuras de pensamiento” (1999, p. 100). Lejos de reducirse a una emoción o a una reflexión estética al uso, la recepción del cuadro propicia una actividad introspectiva y un despliegue de asociaciones laterales, un fuera de campo conceptual, y con él un desbordamiento del enunciado visual que, llegado el caso, puede desfigurar la obra ante la prioridad concedida a ese instrumental dar qué pensar. Buen ejemplo de este hecho es la lectura que hace Benjamin de uno de los artífices más conspicuos del Posimpresionismo, al anotar que “quizá nada proporcione una idea tan exacta del aura auténtica como los cuadros tardíos de Van Gogh en los en que todas las cosas -así podría describirse dichos cuadros- está también pintada el aura” (Benjamin, 1974, p. 85). A falta de algo físico que pueda dar cuenta de una idea marcadamente inmaterial, el filósofo recurre a un ejemplo que no parece encajar ni en una ni en otra dimensión, toda vez que, además de forzar la mirada y los cuadros en cuestión -sobra decir que el pintor holandés se limita a representar el fenómeno óptico de la vibración de la luz natural o artificial-, el argumento podría llevar a entender que cualquier cosa estaría nimbada si no fuera porque, gracias a otros escritos, sabemos que lo auratizado no habita el orden de lo mundano sino que goza de una exclusividad que es precisamente la que caracteriza al arte en general y a la pintura en particular -circunstancia esta que Benjamin, hijo de un marchante de antigüedades, conocía bien-.

El cuadro, en efecto, no es una cosa entre tantas, y justamente por eso irradia una energía y un valor fuera de lo normal. Que pueda mostrar en efigie a las propias cosas lo dota de entrada de una potestad y de un embrujo que ellas no tienen, y es que, ya asuma una función sustitutiva, apotropaica o anticipatoria, ya sancione lo existente o se ofrezca como ventana a un mundo inaudito, la pintura siempre flirtea con la magia en mayor o menor grado. “Las obras de arte más antiguas nacieron, como sabemos, al servicio de un ritual que fue primero mágico y, en un segundo tiempo, religioso”, escribe Benjamin, y “este modo aurático de existencia de la obra de arte nunca queda del todo desligado de su función ritual” (2008a, p. 17). Si ese componente mágico se mantiene vivo aunque el arte y el aparato que lo envuelve hayan venido adquiriendo formas paganas, se deberá menos a un atavismo de corte instrumental que al hecho de que, como sentencia Benjamin con fórmula idealista donde las haya, “el contenido artístico y la comunicación espiritual son exactamente lo mismo” (1978, p. 155) y se brindan en la obra como un todo indisociable. De este modo, al no existir arte ajeno al espíritu pero tampoco gesto, traza o color fuera de él -“el color no guarda relación con la óptica como la línea con la geometría […] el color es espiritual” (Benjamin, 2017, p. 142), anota en 1914-, la pintura se cargará de una energía extática difícil de soslayar e imposible de replicar que hará vano cualquier intento de registrarla y darla a ver: para ser lo que es, la pintura ha de estar ahí, envuelta en esa cercanía tan insalvable como elocuente, en su inagotable epifanía, y no encapsulada bajo esa forma tecnificada que motivara el célebre ensayo.

Dado que también “la inmediatez de toda comunicación espiritual es el problema de la teoría del lenguaje”, y considerando como “mágica a esta peculiar inmediatez” (Benjamin, 2007b, p. 147), el vínculo entre pintura y lenguaje se estrecha de forma definitiva al constatar que una y otro participan de un mismo modelo comunicativo donde no existe ausencia propiamente dicha -lo mediado, el referente, el significado- sino una inmanencia siempre latente; al igual que el lenguaje, “toda pintura consiste en ambas cosas: fantasía y reproducción” (p.147), prodigio y huella cohabitando en estrecha correspondencia. Con esa tensa condición la hará comparecer Benjamin hasta en sus últimos escritos -las referidas Tesis o el Libro de los Pasajes, que le consagra un apartado específico-, y con esa calidad debiera ser tomada en cuenta para el estudio de la pintura también ahora, cuando aún más que entonces constituye una insólita anomalía.

Consideraciones finales

Desde que hace unas décadas fuese al fin editada íntegramente, la obra de Benjamin ha venido suscitando especial interés en todo lo relativo a sus reflexiones sobre la imagen técnica, algo comprensible a la vista del enorme peso específico que esta ha acabado adquiriendo y de su consolidación como un lenguaje de pleno derecho. A pesar de que suele considerársele una figura clave en el desarrollo de ese proceso, lo cierto es que el pensador alemán no caminó demasiado lejos en esa dirección: por mucho que pudiera llegar a desarrollar una codificación, una gramática y una sintaxis al uso, la imagen técnica nunca podría adscribirse al modelo de lenguaje que Benjamin toma en consideración, a ese lenguaje heurístico, mágico y esencial -el único posible, desde su perspectiva- al que de suyo pertenece la pintura.

Porque crea ex novo haciendo brotar manchas en el seno del cuadro vacío y no extrayendo porciones de espacio y tiempo de un mundo preexistente, a la manera de la imagen técnica, y porque dota de sentido a esa insignificancia original al componerla y nombrarla, la pintura es más que una praxis al uso, pero también mucho más que un signo. Aunque en primera instancia Benjamin la somete a un juego dialéctico donde afloran afinidades y diferencias con sus pares, pronto queda claro que, dentro de la sagrada familia de los signos, la pintura es aquel que viene a incorporar e incluso a superar a todos ellos, como si constituyera el estadio más depurado de una secuencia evolutiva: línea geométrica, escritura, línea gráfica, signo absoluto, mancha absoluta, pintura. Pocas veces tendrá el ser humano tan al alcance de la mano restituir el lenguaje que un día le fue arrebatado; pocas veces se hallará tan próximo al dominio simbólico de su propio imaginario.

A la vista de esta demiurgia secularizada, se diría que las tesis de Benjamin se alejan ufanamente de una estética al uso para inclinarse hacia la antropología filosófica, y no en vano presentan cierta afinidad con teorías más o menos coetáneas que, aun procediendo de distintos lugares -la historia del arte, la sociología, la fenomenología-, bordean toda convención y transitan marginalmente hacia ese lado: Carl Einstein y la fabricación de realidad mediada por una pintura dotada de vida propia;24 Bataille y el arte como transgresión del silencio y delegación excepcional de lo sagrado; Merleau-Ponty y la noción de “pintura” como carne en sí misma,25 prolongación expresiva del cuerpo humano. Quizá desde esta perspectiva pueda entenderse mejor la visión benjaminiana de la pintura; quizá también, de otra forma, su atribulada relación con la imagen técnica, esa entidad donde el cuerpo cede ante la prótesis instrumental y la huella quirográfica da paso a una forma distanciada. A fin de cuentas, si antes como ahora una de las patologías más características de la Modernidad es que “el calor desaparece de las cosas” (Benjamin, 2010a, p. 38), bien puede decirse que la pintura sería uno de los lugares donde la temperatura humana se mantiene constante gracias a su doble calidad de lenguaje palpitante y cosa creada, y que por ese motivo sigue aún suscitando aquella fascinación física e intelectual que tan intensamente experimentase Benjamin en vida.

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1Ninguna de las artes que motivaron la actividad crítica de Benjamin —del cine a la ilustración, pasando por la fotografía, la novela, la pintura, el teatro e incluso la ópera— se ha sustraído a la tentación de sacar partido a ese talante y al relato de sus últimos días, convirtiendo el triste episodio en producto cultural —a menudo bajo la forma de oscuro enigma policial— y propiciando con ello uno de tantos giros del destino a los que se vio abocado el autor: el de la conversión de su propio drama vital, velis nolis, en una suerte de mercancía.

2A pesar de la amplísima cobertura que se ha dado a todas las facetas del pensamiento benjaminiano, la literatura sobre este aspecto particular sigue siendo escasísima a día de hoy. De entre las referencias existentes en el entorno idiomático alemán cabe destacar Gelhard (2014), a pesar de que no toma en consideración ninguno de los textos referenciales de Benjamin sobre pintura. Dentro del ámbito anglosajón, la referencia más útil es sin duda Benjamin (2009, pp. 229-243), un trabajo que se centra ante todo en las relaciones entre la pintura y tres de las temáticas características del pensamiento temprano de Benjamin: crítica, traducción y judaísmo. No se tiene constancia de investigaciones específicas en español.

3Como es sabido, buena parte de las pertenencias de Benjamin, incluyendo su correspondencia personal hasta 1933, fue incautada, archivada y posteriormente destruida por la Gestapo en Berlín estando él ya exiliado en Francia. Aunque todo lleva a pensar que el contenido de la referida carta de Scholem podría guardar relación con su visita a una exposición en la galería Sturm de Berlín en agosto de 1917 (cfr. Scholem, 2000, pp. 30-34), en la confección de este artículo únicamente se han tomado en cuenta las reacciones y alusiones de Benjamin a la propia misiva, sin mayor especulación.

4El documento consta de tres páginas mecanoscritas —con abundantes abreviaturas del tipo gr. L. por graphische Linie o a. Z. por absolutes Zeichnung— y una manuscrita (cfr. Benjamin, 1977, pp. 1412-1415). El texto figura en las obras completas del autor (cfr. Benjamin, 1977, pp. 603-607), así como en la versión castellana de estas (Benjamin, 2009b). Si bien esta edición ha servido en todo momento como soporte general para la elaboración del artículo, conviene señalar que ha sido matizada y optimizada empleando el original alemán de los Gesammelte Schriften de Suhrkamp allí donde se ha estimado necesario, tal y como ha sucedido también con el resto de escritos de Benjamin convocados a lo largo del texto.

6Yves Kobry fija la posición de Benjamin estableciendo que “no hay más que dos tipos de filosofía, es decir, de metafísica del lenguaje: una la asume como tal; la otra disimula vergonzosamente su naturaleza vistiéndose con la objetividad de los hechos observados. Benjamin procede con la primera actitud” (1990, p. 175).

7A pesar de los giros que experimentará su pensamiento, Benjamin permanecerá siempre fiel a esta idea, como lo prueba el hecho de que en los apuntes destinados a la confección de su Libro de los Pasajes aún deje caer que “el discurso acerca del libro de la naturaleza indica que lo real puede leerse como un texto” (2005, p. 466).

8Será Scholem, una vez más, quien nos recuerde el extraordinario valor que Benjamin concedía a la miniaturización del texto, y no ya por la portabilidad o por la fascinación que de ella se derivan, sino por la agudización del cifrado que de por sí es toda escritura (cfr. Scholem, 2003, p. 14).

9Es razonable pensar que los ejemplos que Benjamin tenga en mente al hacer esta afirmación sean los apuntes paisajísticos y atmosféricos de Johann Wolfgang von Goethe (2008), un escritor al que dedicaría varios ensayos, de quien tomaría diversas formulaciones teóricas y cuya obra plástica, a buen seguro, conocía bien.

11No parece casual, en este sentido, que la raíz alemana Mal (mancha) aparezca en palabras como Wundmal (estigma o, literalmente, “mancha de llaga”) y Muttermal (lunar o “mancha materna”).

12En realidad, el propio Benjamin habría ensayado en primera persona esa técnica y su potencial cohesivo si atendemos a una de las imágenes contenidas en su Infancia en Berlín hacia el mil novecientos, donde confiesa que “me sentía igual que al pintar, cuando todas las cosas me abrían su seno cuando las atrapaba en una húmeda nube” (2010b, p. 206).

13Algo en lo que incide asimismo François Cheng cuando nos recuerda que “la idea de este canon es que la pintura no puede conformarse con reproducir el aspecto exterior del mundo: debe recrear un universo nacido a la vez del aliento primordial y del espíritu del pintor”, mediado por el gesto (2004, p. 171).

14También puede decirse que el propio Benjamin habría experimentado de primera mano esa transición espontánea del gesto expresivo a la escritura si nos guiamos por los registros de sus protocolos con drogas con el filósofo Ernst Bloch y los médicos Ernst Joël y Fritz Fränkel, un conjunto de hipnóticos caligramas donde palabras, dibujos y arabescos se combinan orgánicamente sin solución de continuidad. Cfr. Benjamin (1974 y 2006b).

15“La forma prototípica de todo habitar no es estar en una casa, sino en una funda. Esta exhibe las huellas de su inquilino. En último extremo, la vivienda se convierte en una funda”, anota de modo claramente autorreferencial en su Libro de los pasajes (Benjamin, 2005, p. 239).

16“Si hay en el cuadro, visible o no, una propiedad y una condición pre- pictórica, aún no sabemos en qué consiste. Todo lo que puedo decir es que el diagrama encontrará su necesidad en una cierta función que se ejerce en relación a esa primera dimensión pre-pictórica […]. ¿Para permitir qué? Sin duda para permitir el advenimiento de la pintura”, comenta el filósofo francés en el curso que en torno a la pintura dicta en la universidad de Vincennes en 1981. Siendo así, prosigue, “tengo entonces mis tres momentos. El momento pre-pictórico […]. Luego el diagrama. Luego el hecho pictórico que sale del diagrama” (Deleuze, 2007, pp. 51-52).

17En este sentido, Kandinsky establece toda una serie de recursos que pueden orientar a quien no vaya más allá de considerar lo compositivo como una organización de figuras sobre fondos guiada por anhelos de belleza, ejemplaridad o verdad: “la elasticidad de las diversas formas, su transformación orgánica interna, su dinámica dentro del cuadro (movimiento), el predominio del elemento corpóreo o del abstracto en cada una de ellas, por una parte, y, por la otra, la ordenación en una composición general de los diversos grupos formales; la combinación de las formas con los grupos formales para crear la forma general de todo el cuadro; más los principios de consonancia o disonancia de todos los elementos enumerados, es decir, el encuentro de formas, la contención de una forma por otra, el empuje, la fuerza de arrastre y de disrupción de cada una, el tratamiento idéntico de grupos de formas, la combinación de elementos velados con elementos manifiestos, la combinación de lo rítmico y lo arrítmico en un mismo plano, la combinación de formas abstractas, puramente geométricas (sencillas o complejas) o geométricamente indeterminadas, la conjunción de los límites entre las formas (más o menos señalados), etc.” (Kandinsky, 1979, p. 57).

18Aunque una traducción de richtend como “juzgador” sería también adecuada y permitiría aumentar la dimensión teológica de la expresión richtende Wort e incluso orientarla en una dirección kantiana, se ha preferido interpretar el adjetivo desde la perspectiva puramente funcional que deriva del verbo richten (dirigir, apuntar). La versión española del texto, por su parte, opta por la expresión palabra ajustadora.

19Si bien esta observación es en realidad aplicable a casi cualquier obra anterior a la Modernidad, los ejemplos que Benjamin tiene en mente al hacer esta afirmación parecen ser las tablas de Rafael presentes entonces en la colección del Kaiser-Friedrich-Museum de Berlín, obras de temática religiosa donde el título establece sin equívoco la identidad de las figuras, fija la orientación general del cuadro y determina su interpretación, o bien, caso de ignorarse el título, este resulta fácilmente rastreable gracias a la iconografía convencionalmente asociada al repertorio de personajes y escenas de la tradición cristiana.

20Conviene advertir —como Michael Jennings se encarga de recordarnos— que para Benjamin “la palabra nombre se erige como una cifra para aquellos elementos del lenguaje que todavía son portadores de verdad”, aun cuando “después de 1916 nunca se extiende acerca de su significado […] dejando que el concepto permanezca enigmático” (1987, p. 115).

22Sólo si tomamos en cuenta este detalle y su carácter condicionante, la pieza de Klee podría guardar alguna relación con el aparato visual barroco, aunque más bien se aproximaría a una empresa donde se aúnen pictura y lema y no propiamente a una alegoría como tal.

23De la ingente literatura sobre las “Tesis de filosofía de la historia” cabe mencionar aquí al menos dos referencias fundamentales y bien alejadas del resto, Löwy (2003), y el volumen colectivo, pionero en la cuestión, Bulthaup (1975).

Recibido: 17 de Mayo de 2019; Aprobado: 30 de Julio de 2019; Publicado: 23 de Junio de 2021

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